Alcanzado por la misericordia - Ángel Moreno de Buenafuente - E-Book

Alcanzado por la misericordia E-Book

Ángel Moreno de Buenafuente

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Beschreibung

San Juan de la Cruz, el santo místico y poeta, dice en uno de sus versos: "Tras de un amoroso lance/ y no de esperanza falto/ volé tan alto, tan alto/, que le di a la caza alcance". Con estos versos se interpreta la altura del vuelo místico, la técnica divinizadora del santo castellano. En sentido contrario, cuando uno se hunde por su propia fragilidad, es posible llegar a los abismos, pero justamente ahí, la misericordia divina nos alcanza y nos libra de la destrucción. Esto explica el título: 'Alcanzado por la misericordia'. Gracias a ella, no perecemos en nuestra torpeza y pecado pues, si por gracia cabe experimentar las cotas más altas del amor divino, también por gracia Aquel que se ofreció por todos los hombres bajó al fondo del seol, para dar la mano a cuantos yacían en las tinieblas; por su muerte somos alcanzados siempre por su misericordia.

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Portadilla

Ángel Moreno, de Buenafuente

Alcanzado por la misericordia

NARCEA, S.A. DE EDICIONES

otros títulos del autor

Ángel Moreno, de Buenafuenteha publicado en esta colección:

• A la mesa del Maestro. Adoración

• Amor saca amor. Los siete amores de Dios

• Buscando mis amores. Lectura sapiencial del Cuarto Evangelio

• Como bálsamo en la herida. La misericordia

• Desiertos. Travesía de la existencia

• Eucaristía. Plenitud de vida

• Habitados por la Palabra. Lectura sapiencial

• Palabras entrañables.Déjate amar

• Voz arrodillada.Relación esencial

• Voy contigo.Acompañamiento

Índice

INTRODUCCIÓN

La misericordia y las bienaventuranzas

La misericordia

El Dios revelado

Las entrañas de Dios

Clave evangélica

Oración

Personalizados en el rostro de la misericordia

El rostro personalizador

La experiencia de soledad

La interioridad

El rostro que nos plenifica

El rostro de Cristo

La Humanidad de Cristo

El rostro misericordioso

Dar de comer al hambriento

El hambre, problema social

Motivo de gracia

Hambre de sentido

Jesús tiene hambre

La vocación al trabajo

Dios manda compartir

“Danos hoy el pan de cada día”

Jesús se nos da como pan

Jesús, Pan de Vida

El don de compartir los bienes

Dar o darse

Darse a sí mismo

Contemplación

Dar de beber al sediento

Sentido de la sed

Crisis existencial

Fruto de infidelidad

Experiencia límite

Angustia

Necesidad de Dios

Sed de amor

La sed de Jesús

Significado del agua

Jesús, agua viva

Llamados a proveer

Darse a beber

Oración

Estuve desnudo y me vestiste

El desnudo

Extrema necesidad

Despojo físico

Despojo moral

Sentimiento de vergüenza, fruto del pecado

Cambio de vida, conversión

Canon de belleza

Jesús es despojado de sus vestiduras

El vestido

La dignidad de la persona

El traje de hijos de Dios

La túnica sagrada

Revestidos de humanidad, de la carne del Verbo

Revestido de gloria

El manto de la misericordia

Oración del despojado

Acoger al forastero y dar albergue al peregrino

El forastero

Los desplazados

Los nuevos exiliados

Somos forasteros

Jesús forastero

Jesús y los forasteros

La posada

La acogida

El acompañamiento

Personalizados en el rostro de Cristo

Rostros misericordiosos

Anotaciones para el ejercicio de la hospitalidad

Visitar a los enfermos

La enfermedad y los sentidos corporales

El cuidado del cuerpo

Jesús y los enfermos

El cuerpo espejo del alma

Rehabilitados

Levantarse

Novedad de vida

Resucitar

Misión de curar

Invitación

Perdonar las ofensas

¿Qué es la ofensa?

¿Qué es el perdón?

Necesidad de misericordia

Jesús perdona

El don del perdón

El mandato de perdonar

La divinización humana

El poder de perdonar

Agradecimiento

Consolar al triste

Motivos de tristeza

El misterio del sufrimiento

La pedagogía del dolor

La tristeza de Jesús

Tú, ¿por qué lloras?

Jesús nos prometió el don del Espíritu Santo, el Consolador

Consolación

Tú puedes consolar

Madre de Misericordia

Dios se ha hecho misericordia

El poder de la súplica de María

Invocación

Cuestiones

Últimas consideraciones

INTRODUCCIÓN

Parecía que las gracias especiales que Francisco ofreció en la bula Misericordiae Vultus, acabarían con la clausura del Año Jubilar de la Misericordia, y que las licencias excepcionales que nos concedió el Papa a los misioneros de la misericordia terminarían el 20 de noviembre de 2016. Quienes habíamos gozado de tal designación, intuíamos que tal vez permanecería la posibilidad sacramental de acoger a cuantos pudieran necesitar el perdón sin acudir a protocolos jurídicos o canónicos.

Con motivo del Año de la Misericordia, además de intervenir personalmente en algunos encuentros extraordinarios, he acompañado a muchas personas a través de Ejercicios Espirituales con diversas meditaciones sobre las obras de misericordia. No obstante, juzgaba que, pasado el Año Jubilar, ya no sería actual seguir incidiendo en las mismas meditaciones.

La sorpresa surgió cuando, el 21 de noviembre de 2016, se hacía pública la carta apostólica Misericordia et Misera, en la que Francisco, aunque clausuraba las puertas santas, prolongaba por un lado a los sacerdotes y por otro lado a los misioneros de la misericordia, las facultades que nos había concedido en la bula Misericordiae Vultus, mientras no se dijera lo contrario.

Ante esta nueva gracia, sin duda inmerecida, sentí que debía reordenar las diferentes meditaciones sobre la misericordia y responder a la llamada que sentía dentro de mí. Incluso llegué a poner título a la posible publicación: “Consolad, consolad a mi pueblo”. Pues solo la misericordia llega a ser consolación profunda. Y de nuevo mi sorpresa al leer en la carta apostólica lo que dice Francisco: “Vivir la misericordia es el camino seguro para que ella llegue a ser verdadero anuncio de consolación y de conversión en la vida pastoral” (MetM 7). Reconozco que la frase lapidaria que me provocó la decisión de trabajar y reordenar lo reflexionado en el Año Jubilar fue la expresión del Papa: “La misericordia tiene también el rostro de la consolación. «Consolad, consolad a mi pueblo» (Is 40,1)”. Y fui alcanzado por la misericordia. San Pablo concentra su mensaje en la misma actitud que el profeta: “¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios! Nuestra esperanza respecto de vosotros es firme, pues sabemos que, si compartís los sufrimientos, también compartiréis el consuelo” (2Cor 1,3-7). No es casual que el texto reitere por diez veces el término consuelo.

Cuando el papa Francisco nos dirigió la palabra a los misioneros en la Sala Regia del Vaticano, nos insistió en que ejerciéramos el ministerio con magnanimidad, y nos puso ejemplos muy sencillos y elocuentes tomados de las mismas Sagradas Escrituras, como fue el texto de Génesis 9, en el que aparecen los hijos de Noé cubriendo con una manta la desnudez de su padre, devolviéndole así, según nos explicaba Francisco, la dignidad de padre. Y con esta imagen nos enviaba a ir con la manta de la misericordia y no con el mazo del juicio. Nos dio instrucciones con ejemplos concretos. Si en algún caso un penitente se acerca y se ve que le cuesta describir su pecado porque siente vergüenza, entonces, nos dijo el Papa, decid: “Te entiendo, te entiendo. Adelante”. Y si un penitente llega reiteradamente a confesar, porque no queda satisfecho, y duda de si ha hecho bien la confesión, de si lo habrá explicado todo adecuadamente, entonces vosotros decid al penitente atormentado: “Tranquilo, ponlo a mi cuenta”.

Sin querer ser exhaustivo en mis consideraciones sobre las obras de misericordia, ofrezco una mirada arrodillada, porque no es un tema con el que se pueda especular, y mucho menos en momentos en los que tantos sufren necesidad corporal y espiritual. Intento presentarlas con un significado más amplio que el literal de las meras palabras con las que se describen. Sin quitar el valor ni el deber de atender las necesidades más primarias del prójimo, cada binomio –hambre-pan; sed-agua; desnudo-vestido; huésped-posada– significa mucho más en el contexto bíblico.

Ojalá estas páginas puedan ayudar a quienes necesitan una palabra de aliento en tiempos de inclemencia o de soledad, cuando parece que no hay dónde acudir con el alma herida.

La misericordia y las bienaventuranzas

La misericordia

La palabra “misericordia” (hésed) posee una gran riqueza de significados, y por esta razón se traduce de diversas maneras: ternura, gracia, misericordia, indulgencia, benevolencia, amor, compasión. Este vocabulario revela un rasgo sorprendente de Dios: el de la maternidad. Si hay un lugar en el que habita la hésed divina, este es el seno, las entrañas (rahamim): las entrañas maternas de Dios (Is 49,15; Sal 103,13). “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (Is 49,15).

En la bula Misericordiae Vultus, Francisco se detiene a definir lo que es la misericordia: “Misericordia es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado” (MV 2). “Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona” (MV 3). Y dirigiéndose a los jóvenes en la misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud en Cracovia, dijo: “Dios nos ama tal como somos, y no hay pecado, defecto o error que lo haga cambiar de idea”.

El Dios revelado

Por el concepto que tenemos de Dios, nos cuesta mucho convencernos de que su característica no es el furor, la ira, la violencia, la venganza, el terror o el castigo, imágenes con las que en tantas ocasiones se le representa, por confundirlo con la proyección deísta e idolátrica que se tiene de Él. “Dios es fiel en su amor, y hasta obstinado. Nos ayudará pensar que nos ama más de lo que nosotros nos amamos, que cree en nosotros más que nosotros mismos, que está siempre de nuestra parte, como el más acérrimo de los «hinchas». Siempre nos espera con esperanza, incluso cuando nos encerramos en nuestras tristezas, rumiando continuamente los males sufridos y el pasado. Pero complacerse en la tristeza no es digno de nuestra estatura espiritual. Es más, es un virus que infecta y paraliza todo, que cierra cualquier puerta, que impide que la vida se reavive, que recomience”1.

Una tarea permanente, espiritual y a la vez psicológica, es la de liberarnos de nuestros deísmos, de nuestros atavismos religiosos naturales para relacionarnos con el Dios revelado. Los textos bíblicos, de manera progresiva, nos revelan a un Dios misericordioso, “lento a la ira, rico en piedad” (Ex 34,6), un Dios de paz, que ama la vida, que se compadece y salva, y sobre todo que está enamorado de su criatura. “Con misericordia eterna te quiero. No se retirará de ti mi misericordia, ni mi alianza de paz vacilará –dice el Señor que te quiere–” (Is 54,8.10). Sin embargo, desde nuestras categorías religiosas y desde nuestros códigos éticos, nos cuesta comprender la conciliación entre ser justo y misericordioso, pues si aplicamos la ley, quizá debemos condenar, y si no condenamos, parece que nos saltamos la ley y somos injustos. Y al trasladar estas categorías a Dios, nos sentimos sin respuesta.

La enseñanza del Papa sobre la misericordia divina reconcilia la justicia con la misericordia. En principio parece incompatible ser justo y misericordioso a la vez. Sin embargo, si interpretamos la justicia desde el significado bíblico, cabe comprender la reconciliación del binomio.

“En la Biblia, muchas veces se hace referencia a la justicia divina y a Dios como juez. Generalmente es entendida como la observación integral de la ley y como el comportamiento de todo buen israelita conforme a los mandamientos dados por Dios. Esta visión, sin embargo, ha conducido no pocas veces a caer en el legalismo, falsificando su sentido originario y oscureciendo el profundo valor que la justicia tiene. Para superar la perspectiva legalista, sería necesario recordar que en la Sagrada Escritura la justicia es concebida esencialmente como un abandonarse confiado en la voluntad de Dios”2. “La cólera de Dios dura un instante, su bondad de por vida” (Sal 29,6).

Las entrañas de Dios

A lo largo de la revelación positiva que Dios ha hecho de sí mismo, podemos contemplarlo como Creador de todo el universo –“Dios creó el cielo y la tierra”–, y del género humano (Gn 1,26-27). De cada uno de nosotros dice Dios: “Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré” (Jr 1,5). Las Escrituras nos muestran a un Dios entrañable: “Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen; porque Él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro” (Sal 102,13-14). Y con ternura maternal: “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados” (Is 66,12). Nos sorprenderán las imágenes esponsales que utiliza la Biblia para revelar el amor que Dios nos tiene: “Aquel día –oráculo del Señor– me llamarás «esposo mío», y ya no me llamarás «mi amo»” (Os 2,18). “Ya no te llamarán «Abandonada», ni a tu tierra «Devastada»; a ti te llamarán «Mi predilecta», y a tu tierra «Desposada», porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá un esposo. Como un joven se desposa con una doncella, así te desposan tus constructores. Como se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo” (Is 62,4-5).

Jesús, revelador de las entrañas de Dios, rostro de la misericordia divina, retoma el lenguaje de las alianzas selladas con los patriarcas: “¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán” (Mt 9,15). El Hijo de Dios se nos muestra hermano, “nacido de mujer” (Gal 4,4), y amigo: “A vosotros os digo, amigos míos: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, y después de esto no pueden hacer más” (Lc 12,4). “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,12-15). ¿Quién puede resistirse a tal derroche de amor?

Clave evangélica

En un principio parecen contradictorios los dos textos del Evangelio de san Mateo, el de las obras de misericordia (Mt 25,35-46) y el de las bienaventuranzas (Mt 5,3-12), pues si en uno se dice: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer”, en otro se lee: “Bienaventurados los hambrientos, porque ellos serán saciados”. Además, en el discurso de Mt 25, se afirma que aquellos que se compadecieron de su prójimo no sabían que al hacerlo se lo estaban haciendo al Señor, cosa que no cabe decir a los que sí tenemos noticia de que en el prójimo está Jesucristo. En este caso, la pregunta que asalta es: ¿A quién se le aplican las bendiciones por hacer el bien? Y si no se aplican a los creyentes, porque sabemos que cuanto hagamos al otro, se lo hacemos a Jesucristo, ¿significa que las obras de misericordia, tal como están descritas por Mateo no son para los llamados cristianos anónimos?

Además, al contemplar las obras de misericordia, a quien encontramos es a Jesús, Él las ha practicado de manera radical. A lo largo de su vida se puede observar cómo dio de comer al hambriento y de beber al sediento; no solo dando pan y agua, sino expresando Él mismo la necesidad: “¿Tenéis algo de comer?”. “Tengo sed”. “Dame de beber”. Él se ha despojado y aparece desnudo para dejarnos revestidos de la dignidad de hijos de Dios. Jesús en Getsemaní aparece débil, angustiado, triste, con sudor de sangre… Él, que consoló a tantos. Él, que curó a muchos enfermos y rezó a su Padre por los que le ha dado. En verdad Jesús es el Misericordioso.

Desde estos contrastes, salta la cuestión: ¿Cómo debe vivir un creyente las obras de misericordia? ¿Como aquel que pasa generoso, dando de lo que tiene, o como mendigo, menesteroso, pobre y humilde? El texto sagrado afirma que Jesús se hizo pobre para enriquecer a muchos. “Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2Co 8,9).

A la luz de esta consideración, se descubre que la posibilidad evangélica de ser misericordioso se da a partir del espíritu de las bienaventuranzas. Es decir, no tanto como quien da de lo que le sobra, sino como quien también se sabe necesitado. Solo el que ha pasado hambre sabe lo que significa un trozo de pan; solo el que se ha sentido extranjero, desechado, sabe lo que significa la hospitalidad, pues cabe que, sin quererlo, humillemos con nuestro modo de compartir, o utilicemos la necesidad de los otros para propia autoestima.

Cabría pensar que el texto evangélico tenía dos aplicaciones, según quien lo leyera: las obras de misericordia se deberían aplicar en nuestra relación con los demás, y las bienaventuranzas, para asumir personalmente nuestras intemperies. Sin duda que es bueno y loable ser generoso, magnánimo y solidario, pero quizá cuesta más saberse necesitado. El profeta Miqueas afirma tres principios a modo de apotegmas que iluminan el camino espiritual: “Respetar el derecho; amar la misericordia; andar humildes con Dios” (cf. Miq 6,8). Que significa considerar a cada prójimo con la dignidad que tiene, ser misericordiosos, pero practicar con humildad el bien obrar. Jesús, que se muestra solidario, compasivo, misericordioso, no lo hace desde una posición de superioridad, sino desde la humildad del que se pone a los pies, a servir. Desde ahí, se comprende que el pobre, que pasa hambre y da pan es verdaderamente dichoso, como lo fueron la viuda de Sarepta y la viuda del Templo.

Las obras de misericordia son una exigencia para todos, pero la sabiduría cristiana de practicarlas consiste en seguir las bienaventuranzas. Jesús, quien se puso en la fila de los pecadores y fue tomado por blasfemo, va a decir: “Perdonados te son tus pecados”. Quien fue despojado de su túnica, nos reviste de la dignidad de hijos de Dios; quien pide de beber y se muestra con sed, va a decir yo soy el agua viva.

Si hay un ejemplo de misericordia propuesto por Jesús, es el del samaritano, aquel que ni siquiera tenía conciencia de cumplidor de la ley. Si hay un ejemplo de oración bien hecha, es el del publicano que se siente pecador. Y si hay alguien que da la mayor limosna en el Templo, es la viuda que echa dos reales, todo lo que tiene. Jesús exalta la fe de la mujer cananea, una pagana, y la del centurión romano. Desde esta reflexión comprendo que las obras de misericordia hay que practicarlas en el espíritu de las bienaventuranzas.

Oración

Señor, si justicia significa confianza en ti, abandono en tus manos, como Tú te abandonaste en las de tu Padre porque estabas seguro de su amor; si Tú te has entregado enteramente y por amor en manos de tu Padre para demostrarnos hasta donde llega tu confianza, que se vio coronada por el triunfo de tu resurrección, y yo, en mi caso, me quedo anclado en la sospecha, en la reticencia, en la desconfianza por no dar crédito al ofrecimiento de tu perdón, estoy siendo injusto contigo y con tu Padre.

He sentido, Señor, la necesidad de reivindicar la confianza en tu persona. Te has ganado el crédito más absoluto. Instalarnos en nuestro egoísmo, defendernos de tu mirada por sentir vergüenza, o creer que ya no tenemos acceso al perdón por nuestra debilidad crónica, es una injusticia que cometemos contigo.

No dejes de enviarme tu aliento, el soplo de tu Espíritu, para que siempre, en cualquier circunstancia, vuelva a casa, a tu abrazo, y entre por la puerta de la misericordia, la que me restaura, sin echarme en cara mi pobreza, mi debilidad y hasta mi pecado.

Gracias, Señor, por permanecer con los brazos abiertos, esperando siempre mis retornos. ¡Que de una vez me quede bajo tu mirada, sin emanciparme de tu amor!

1 Papa Francisco, homilía en la Jornada Mundial de la Juventud, Cracovia 2016.

2Misericordiae Vultus, 20.

Personalizados en el rostro de la misericordia

“Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,78-79).

“Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?»” (Jn 14,8-11).

Francisco de Asís y el papa Francisco fijan su mirada en Jesús, Él es el rostro de la misericordia de Dios. La misión que ha recibido de su Padre no es otra que la de revelar su amor, que se da a todos sin excluir a nadie. “Todo en Él habla de misericordia. Nada en Él está falto de compasión”3.

Antes de hablar de la misericordia, Jesús hizo tocar y ver la misericordia (Mc 1,41). Y Él mismo tocó a un leproso. No tuvo miedo de infectarse. Jesús no habla de la misericordia en abstracto, la define con sus parábolas y gestos.

Si tenemos en cuenta las obras de misericordia citadas por el evangelista san Mateo, encontramos que Jesús las realizó cumplidamente. Él se hizo pan, nos dio a beber del cáliz y se ofreció como agua viva; se despojó de su túnica para revestirnos de dignidad filial, curó a los enfermos de toda clase de enfermedad, trató con los extranjeros, oró por todos los que el Padre le había encomendado y proclamó el año de gracia del Señor para liberar de todas las prisiones y esclavitudes.

El rostro personalizador

Los cristianos estamos personalizados por Cristo. San Gregorio de Nisa escribe de san Pablo: “Él nos hace ver la gran virtualidad del nombre de Cristo, al afirmar que Cristo es la fuerza y sabiduría de Dios, al llamarlo paz y luz inaccesible en la que habita Dios, expiación, redención, gran sacerdote (…). Por lo cual, puesto que la bondad de nuestro Señor nos ha concedido una participación en el más grande, el más divino y el primero de todos los nombres, al honrarnos con el nombre de «cristianos», derivado del de Cristo, es necesario que todos aquellos nombres que expresan el significado de esta palabra se vean reflejados también en nosotros, para que el nombre de «cristianos» no aparezca como una falsedad, sino que demos testimonio del mismo con nuestra vida”4.

Es posible que uno conviva consigo mismo sin tener conciencia plena de lo que es delante de Dios, pues para adquirir esta conciencia necesita mirar a Jesús, quien le suscita la evidencia de su semejanza. Es ante el rostro del Hijo de Dios como nos comprendemos hechos a imagen suya, a imagen del Primogénito de todos los hombres.

Una constatación inmediata nos permite observar algo con lo que convivimos quizá de manera inadvertida, aunque de ello depende nuestra propia personalización. Se trata de que, siendo nuestro propio rostro lo que más nos identifica ante los demás, nadie puede verse su propio semblante, y necesita la mirada de otro para saber de la suya.

El rostro es exclusivamente humano; solo las personas tenemos rostro, y en él, la mirada significa relación. “Los animales irracionales tienen cara, pero no tienen rostro ni semblante. El rostro es una peculiaridad del hombre entre todos los seres visibles, tan maravillosa como desconcertante. El rostro expresa los afectos del ánimo, la expresión afectiva…”5. Nos estimulan las relaciones que mantenemos, y estas adquieren la mayor posibilidad en el encuentro directo con lo más identificativo del otro ser semejante, su rostro. “El encuentro con el rostro no es solo un hecho antropológico, es, absolutamente, una relación con lo que es”6.

Sorprendentemente, el rostro se muestra desnudo, indefenso, sin protección y sin embargo, no podemos apropiarnos de él. En la mirada al otro nos retorna la conciencia de nuestra humanidad, nos descubrimos semejantes. Reímos y lloramos por estímulos parecidos y en nuestras facciones mostramos los sentimientos más íntimos. El rostro manifiesta, dice, revela a la persona. Permanecer ante el semblante del tú es entrar en relación con él. Fijar los ojos en los ojos del otro, no en gesto insolente, dominante, sino como relación humana, con una actitud de acogida, de respeto, de amor hacia la persona es expresión de máxima intimidad y valoración. A su vez, el mayor desprecio es no mirar al otro a la cara, escupir su rostro, herirlo con una bofetada. Con estos actos se hiere a la persona, se la condena, se la deja sin suelo, ante el vacío.

Hay una ley en psicología, por la que la persona se siente estimulada. Al ver el modelo que admira, desea parecerse a él, trata de reproducir su modo de vida y de vestir, absorbe su doctrina, su pensamiento, hasta hay casos de tomar sus modales, su mismo peinado. Somos en parte reflejo de los rostros que miramos. Yo he reconocido que a mí me han hecho mis amigos. Dice el místico Juan de la Cruz: “Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura. ¡Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados!” (Cántico espiritual).