Alfonso XIII y la crisis de la Restauración - Carlos Seco Serrano - E-Book

Alfonso XIII y la crisis de la Restauración E-Book

Carlos Seco Serrano

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Beschreibung

"La realidad documental -afirma el autor- prueba que el rey Alfonso no intervino en el golpe de Estado de 1923: lo asumió, eso sí, cuando la inmensa mayoría del país lo asumía y lo aplaudía con entusiasmo. Su gran error radicó en la prolongación del régimen dictatorial". Las acusaciones de orquestar la dictadura de Primo de Rivera y de cometer irregularidades financieras contribuyeron de modo definitivo al advenimiento de la II República, y al conflicto de 1936. El profesor Seco no se propone narrar el reinado de Alfonso XIII, sino objetivar esas acusaciones y, ahondar en su trayectoria política y en el juicio que de él hace la historia.

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CARLOS SECO SERRANO

Alfonso XIII

y la crisis de la Restauración

Cuarta edición revisada

EDICIONES RIALP

MADRID

© by CARLOS SECO SERRANO

© 2021 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5414-0

ISBN (versión digital): 978-84-321-5415-7

A la memoria de mi padre.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

NOTA A LA TERCERA EDICIÓN

INTRODUCCIÓN

1. LA RESTAURACIÓN, ENTRE DOS CICLOS REVOLUCIONARIOS

ANVERSO Y REVERSO DE LA OBRA DE CÁNOVAS

LA DEMOCRATIZACIÓN DEL RÉGIMEN CANOVISTA: SUS FRONTERAS SOCIALES

2. EL 98 Y LA RESTAURACIÓN

EL IMPACTO DEL98:EL PROCESO DE REACCIONES

LAS FORTALEZAS CONSERVADORAS: IGLESIA Y EJÉRCITO

3. ESPAÑA VITAL Y ESPAÑA OFICIAL EN EL REINADO DE ALFONSO XIII

EL PROGRESO DE LA «ESPAÑA VITAL»

EL ESFUERZO REVISIONISTA DE LA «ESPAÑA OFICIAL»

4. LOS PRIMEROS AÑOS: LAS «CRISIS ORIENTALES»

LA «VOLUNTAD DE PODER» EN EL REY ADOLESCENTE

EL PRIMER TURNO CONSERVADOR: SILVELA, MAURA, VILLAVERDE

EL SEGUNDO TURNO LIBERAL: MONTERO RÍOS Y MORET

LA PRIMERA QUIEBRA: LA LEY DE JURISDICCIONES

5. MAURA Y CANALEJAS: EL INTENTO DE RENOVACIÓN INTERNA

LOS AÑOS DE LA ESPERANZA

LA EXPERIENCIA MAURISTA Y LA CRISIS DE 1909

EL INTENTO DE CANALEJAS

LA ESCISIÓN DE LOS PARTIDOS DINÁSTICOS

6. EL OCASO DE LA RESTAURACIÓN

LAS POSIBILIDADES DE «APERTURA A LA IZQUIERDA»

LA VERTIENTE SOCIAL DE LA DERECHA: DATO

EL IMPACTO DE LA GUERRA MUNDIAL EN LA SITUACIÓN ESPAÑOLA: LA CRISIS REVOLUCIONARIA DE 1917

EL INTENTO INTEGRACIÓN DE 1918

LAS TENSIONES DE LA POSGUERRA

7. EL AÑO TRÁGICO: 1921

DE LA HUELGA DE LA CANADIENSE AL ASESINATO DE DATO

LA CUESTIÓN MARROQUÍ

ANNUAL Y SUS CONSECUENCIAS. EL FRACASADO GOBIERNO MAURA-CAMBÓ

CAMBÓ, EN SU MOMENTO DECISIVO

8. LA DICTADURA

EL REY Y LA DICTADURA. LAS RESPONSABILIDADES DEL PAÍS

EL PRO Y EL CONTRA DE LA EXPERIENCIA PRIMO DE RIVERA

LA DIFÍCIL SALIDA DE LA DICTADURA

LA LIQUIDACIÓN DEL RÉGIMEN DICTATORIAL

9. LA CRISIS DE LA MONARQUÍA

LAS POSIBILIDADES DE 1930 Y SUS FRUSTRACIONES SUCESIVAS. EL SOCIALISMO. ALBA Y SÁNCHEZ GUERRA

EL ERROR AZNAR

LA ACTITUD DEL REY EN ABRIL DE 1931. RECAPITULACIÓN

EPÍLOGO

APÉNDICES

ÍNDICE DE NOMBRES

AUTOR

COLECCIÓN HISTORIA

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

LA PRIMERA EDICIÓN DE ESTE LIBRO (Barcelona, Ariel, 1969) se agotó hace años; y desde entonces se me ha pedido, repetidamente, que preparase una nueva. He ido aplazando la tarea por dos razones: el deseo de mejorar el texto primitivo en lo posible y la duda respecto al camino a seguir para conseguirlo.

Ninguna otra de mis obras ha recibido, como esta—que no pasa de un ensayo «en profundidad»— tan favorable acogida, ni suscitado críticas tan diversas. El éxito rebasó mis esperanzas, pero correspondió al cariño con que fueron redactadas las páginas que siguen. Las críticas esparcidas por periódicos y revistas especializadas han constituido un estímulo y un desafío. Un estímulo, por su generosidad. Un desafío, en el mejor sentido de la palabra: en cuanto incitación a perfilar o mejorar lo ya hecho. Sino que, siendo el tema apasionante para mí, y habiendo profundizado documentalmente en él, la mejor respuesta me parecía una nueva elaboración: un libro grande y de mayores ambiciones.

Al cabo, opto por un tercer camino. El libro grande será, Dios mediante, otra cosa, y tiene ya su lugar en mis proyectos de trabajo. La presente es, simplemente, una segunda edición, que creo útil todavía para el gran público. Pero una segunda edición corregida y aumentada; que se aleja ahora del simple ensayo, gracias al Apéndice documental con que va enriquecida; y que trata de asimilar las críticas «asimilables».

Esas críticas podrían agruparse en dos apartados: las que echaron de menos, en mi trabajo, la afloración de nuevas fuentes documentales: y las que, entendido aquel a derechas —como revisionismo crítico de lo anteriormente publicado—, no aceptaron—o aceptaron solo provisionalmente— mis nuevos puntos de vista. Atendiendo a las primeras he procurado reforzar, siempre que me ha sido posible, la apoyatura documental, o bibliográfica, de estos. En cuanto a las réplicas de los no convencidos, son, también, de dos clases. De una parte están las que, ante mis replanteamientos, se han limitado a atrincherarse en el punto de partida, sin intentar en lo más mínimo oponer razonamiento a razonamiento. Es el caso de la corriente maurista, todavía viva, intocable en este país donde ningún valor se respeta, por muy próximo que esté a nosotros. Siempre he profesado sincera admiración por la figura de Maura; pero el «maurismo de reacción», que brota en 1909 y se hace marea tumultuosa desde 1913, creo que acabó siendo totalmente nocivo en la evolución de la política española. En el estudio sobre Dato, que fue mi discurso de ingreso en La Real Academia de La Historia, demostré cuán discutible resulta la presunta unanimidad conservadora en torno a Maura, al producirse la retirada de Silvela. En cuanto a la crisis de 1909, encierra un doble aspecto: si bien la ruptura del pacto del Pardo por la oposición dinástica constituye un hecho censurable, también es cierto que la manera de liquidar las secuelas de la Semana Trágica había supuesto un error que Maura pagó muy caro, pero en el que no tenía por qué verse implicada la corona. Creo que la solución de aquel grave trance no podía ser otra que la que fue: solo restaba, como peligrosa alternativa, una dictadura maurista de muy difícil salida. Así pues, no he alterado apenas el capítulo que al tema se refiere. Sigo pensando que la gran ocasión regeneracionista del reinado, en el decisivo lustro 1907-1912, cae más bien del lado de Canalejas que del lado de Maura: y me consta que esa misma fue la estimación del propio monarca. En fin, la crisis de 1913—que implicaría la division de los grandes partidos del «turno»— constituyó un indiscutible paso en falso de Maura; quizá achacable, más que a él, a su primogénito y supremo consejero privado, el conde de la Mortera. Incluyo ahora un documento muy esclarecedor sobre la tramitación de esta crisis, procedente del archivo Dato.

También he procurado matizar cuanto estaba dicho sobre la grave «encrucijada» de 1917, en la que algunos han querido ver una ocasión frustrada, que tal vez pudo evitar, a veinte años de distancia, la guerra civil de 1936. Desde luego, no participo de semejante idea; y creo que, de triunfar la huelga revolucionaria de agosto, las consecuencias hubieran sido muy graves, capaces de abocar, si no a una guerra civil, a nuestra implicación en la guerra mundial. Pero en este caso, también he de remitirme a las páginas que en mi estudio sobre Dato dediqué a la actuación del político conservador durante todo el verano de 1917.

He ampliado los capítulos referentes a la dictadura y a la crisis final de la monarquía. Sigo creyendo que la dictadura era inevitable en 1923 —-y así pensaba, por entonces, el mismísimo don Antonio Maura—. Pero el problema residía —como siempre en esta clase de situaciones «de excepción»— en su posible salida hacia «la normalidad». A ello he dedicado especial atención, así como a la actitud del socialismo, que hizo imposible un cambio en continuidad, capaz de evitar la ruptura republicana.

Deseo agradecer de nuevo la atención y las críticas que mi obra despertó hace diez años. De aquellas, solo he querido responder expresamente a las que he considerado inmotivadas e injustas. Y vuelvo a pedir indulgencia a los muchos que saben más que yo, o que ven más claro que yo. A estos últimos les ruego que no confundan mis errores, siempre posibles, con prejuicios o apasionamientos. En último término, me consolaría recordar la profunda observación de Tagore: «Si cierras la puerta a todos los errores, dejarás fuera la verdad».

Madrid, abril de 1979.

NOTA A LA TERCERA EDICIÓN

HE VUELTO A LEER ESTE LIBRO, cuya primera edición apareció hace casi un cuarto de siglo, y la segunda en 1979, a fin de acomodarlo a una tercera. Tal «acomodación» podía responder a uno de estos dos criterios: o una remodelación a fondo, capaz de incorporar todas las novedades bibliográficas recientes: o una simple corrección —erratas y algún error deslizado todavía en 1979—. Me he decidido por la segunda vía porque, en líneas generales, mi imagen del rey y del reinado sigue siendo la misma que aquí se refleja.

Solamente en alguna nota he incorporado ahora mínimas referencias a estudios más recientes, confirmatorios de lo que ya habíamos afirmado Jesús Pabón y yo mismo años atrás: esto es, que contra las desatentadas acusaciones de Unamuno—y de Prieto—, verdaderos orquestadores de la gran ofensiva de 1929-30 contra la dictadura y contra la monarquía, la realidad documental prueba que don Alfonso no intervino en el golpe de Estado de 1923: lo asumió, eso sí, cuando la inmensa mayoría del país lo asumía y lo aplaudía con entusiasmo. Aunque es cierto que en la prolongación del régimen dictatorial radicó el gran error de don Alfonso. La crítica más objetiva ha exonerado también al monarca de las acusaciones que contra su honorabilidad en asuntos de otra índole (financieros fundamentalmente) se insinuaron en 1931, para montar el escandaloso proceso que las Cortes republicanas desplegaron aparatosamente, y cuyos resultados se ocultaron luego, en vista de que eran negativos para la tesis que pretendían sustentar.

Ahora bien, ambas acusaciones—la de Alfonso XIII artífice de la dictadura, y la de Alfonso XIII «hombre de negocios»— contribuyeron fundamentalmente a la gran crisis de 1931, generadora a su vez de la de 1936. Pasados ya más de sesenta años de la primera fecha, hoy se puede escribir la historia del reinado, liberándolo de la hojarasca difamatoria acumulada por sus detractores de aquellos días.

Cuando este libro apareció en 1969, fue algo así como un navegar contra corriente; pienso que ahora la corriente de la Historia le empuja a favor, en su tercera singladura.

Carlos SECO SERRANO

Madrid, diciembre de 1992.

INTRODUCCIÓN

CADA DÍA SE HACE MÁS URGENTEla revisión a fondo de la etapa histórica cubierta por el reinado de Alfonso XIII. Estamos corriendo el riesgo de que determinados esquemas —en el mejor de los casos, semiverdades—, montados por una estrategia política oportunista, acaben convirtiéndose en tópico imposible de extirpar. El español medio, en lo referente a nuestra historia más próxima, nunca digerida en los distintos ciclos de enseñanza, acostumbra a rellenar este vacío con apresuradas lecturas de prensa, siempre que las informaciones deportivas le dejen resquicio para atender a algo más que a los pronósticos sobre la marcha de la «liga»; o se atiene a los machaqueos «robotistas» de la televisión, que le dan todo hecho, hasta la función de pensar, pero que en lo que atañe a la historia de nuestro tiempo distan, sistemáticamente, de una posición objetiva.

El despiste de las últimas generaciones españolas al juzgar la época alfonsina no depende solo de la escasa información, sino de la mala información. La república —era lógico— denostó al régimen que acababa de derrocar, los epígonos del Frente Popular extremaron esta actitud. Pero la reacción cristalizada en la guerra civil, por razones exactamente contrapuestas, no fue más benévola —o más justa—. Su condena sistemática del siglo liberal y antiespañol envolvió a la Restauración íntegramente. Con cansina insistencia se repitió, una y otra vez, el cómodo y socorrido latiguillo de los «cincuenta años de incuria y abandono». Toda una pletórica etapa de nuestro pasado se quiso borrar sin más, empezando por caracterizarla erradamente; sustituyendo por falsos tópicos un tratamiento sincero de la realidad. Por lo general, las menesterosas mentalidades alimentadas con este fraude informativo no percibían sus contradicciones notorias, sobre todo, en el caso de la figura que simboliza y encarna los treinta primeros años de nuestro siglo: la del propio rey Alfonso XIII, acusado de liberal impenitente cuando acababa de ser condenado por su «insinceridad» constitucional.

Mi actitud frente al «Alfonso XIII histórico» es una estricta muestra de independencia de criterio, porque he llegado a ella tras largo peregrinar entre juicios e interpretaciones contrapuestos, pero no, en modo alguno, partiendo de un prejuicio propio. El estudio detenido de los hechos y la contrastación de pareceres me ha llevado a convicciones muy firmes, que me limitaré a exponer con la máxima claridad y sinceridad al lector, a sabiendas de que ello me acarreara una segura fama de «reaccionario». Lo cual, dicho sea de paso, me es desde luego indiferente; porque siempre me ha preocupado más que la opinión adversa o favorable de los demás, la paz de mi propia conciencia —de mi propia conciencia de historiador—. En este sentido me enorgullezco de tenerme por «reaccionario»: he reaccionado siempre —le decía yo en cierta ocasión a un amigo... progresista— contra lo que considero injusto y arbitrario, ya venga la injusticia y la arbitrariedad de la izquierda o de la derecha; he reaccionado siempre contra todo aquello que pretenda encasillarme, privándome de criterio, sustituyendo el raciocinio libre por la forzada consigna; y después de esto, seria demasiado pedir que me mirasen sin desconfianza —sin hostilidad, al menos— las irreconciliables parcialidades de nuestro incómodo presente, herederas directas de aquellas otras en que naufragó la España de Alfonso XIII. Estoy, pues, desde ese punto de vista, muy bien avenido con el papel de polarizador de fuegos cruzados.

Quizá por eso mismo me ha sido más fácil «comprender» el caso de Alfonso XIII. Representaba él una razón, un concepto de España que rehuía la limitación a un simple programa de partido o de clase. Ese concepto ¿tenía un valor permanente, definitivo? En todo caso, don Alfonso se esforzó por adecuarlo a las realidades, sociales e ideológicas, que en la segunda fase de la Restauración fueron aflorando en el plano vital del país, a partir del profundo revulsivo de 1898. Durante veintinueve años luchó el rey para evitar que una quiebra irreparable disociase al país en planos contrapuestos; fue el suyo un esfuerzo continuado, abrumador, para salvar una línea evolutiva rehuyendo la revolución, pero también la guerra civil. Y cuando creyó que en este empeño podía ser necesario su propio sacrificio, no vaciló en sacrificarse. A mis ojos, esto es suficiente para enaltecer ante la Historia grande —no ante la historia de estos o de aquellos— la memoria de Alfonso XIII: pienso que solo las pasiones que les arrojaron para siempre en el triunfalismo o en el revanchismo han podido oscurecer el juicio de cuantos padecieron en su carne el desgarramiento de la lucha fratricida.

Primitivamente, este libro no fue otra cosa que un esbozo de artículo, convertido luego en conferencia —para el ciclo de “Problemas contemporáneos”, desarrollado en la Universidad de Santander durante el mes de agosto de 1968—. La excelente acogida que esa conferencia halló en el público concentrado en La Magdalena me decidió a desarrollar el tema con mayor amplitud.

Asomado al delicioso mirador sobre el mar que azota la península rocosa, en torno al palacio santanderino, la contemplación del océano, indiferente a las pasiones e injusticias de los hombres, estimuló mi deseo de completar este trabajo poniendo orden y claridad en la confusa pugna de versiones acerca de la persona y de la actuación del rey Alfonso XIII; un intento que solo es posible proyectándolo sobre las coordenadas del momento español que le tocó vivir: el de la segunda fase de la Restauración canovista. Porque otro mal lamentable y muy generalizado en la bibliografía alfonsina es la pretensión de «salvar» la memoria del monarca recortándolo y diferenciándolo cuidadosamente del cuadro histórico en que se desenvolvió. En todo caso, para estos transfiguradores a ultranza, el rey fue víctima de una situación heredada y contra la que hubo de luchar. Pero olvidan que a esta lucha le lanzaba una esencial fidelidad a su tiempo; que en todo caso, no se trataba de una simple «reacción en retroceso». Alguna vez he escrito —y habré de volver sobre ello a lo largo de estas páginas— que Alfonso XIII era, medularmente, un «noventaiochista»; y no puede ignorarse que el 98 es el gran fermento del reinado.

El mejor espíritu de dos generaciones preclaras —la del 98 y la del 14— se funde en la personalidad de don Alfonso: el afán de autenticidad, de una parte; el europeísmo, el empeño de renovación y de apertura, de otra. El primero le llevaría a chocar con el convencionalismo del sistema político de la Restauración —el sistema que los mismos noventaiochistas llamarían «farsa»—. El segundo le acarrearía los recelos de cuantos, desde tiempos de Felipe II, vienen manteniendo, de una forma u otra, el «slogan-escudo» España es diferente, y que no vacilarían en acusar a Alfonso XIII de «contubernios con la revolución» a través de vínculos masónicos (…) simplemente porque el rey quería mantener abiertos los contactos a izquierda y a derecha, tanto de cara a España como de cara a Europa. Procediendo en buena lógica, tanto los denostadores de la «farsa» como los cosmopolitas de 1914 debieron comprender y apoyar cuanto quiso ser para el país Alfonso XIII. Ilógicamente, le condenaron por su fidelidad al mismo espíritu en que ellos comulgaban.

1.

La Restauración, entre dos ciclos revolucionarios

ANVERSO Y REVERSO DE LA OBRA DE CÁNOVAS

La Restauración canovista supone —como cualquier coyuntura histórica—, un anverso y un reverso, perfectamente análogos a los que ofrecen otras situaciones nacionales en la Europa finisecular. A Cánovas le correspondió cerrar, en ponderado equilibrio, un ciclo revolucionario, el de la revolución liberal; pero su obra política coincidió con el desarrollo de un ciclo nuevo, marginado por ella: el de la revolución socialista.

El reinado de Alfonso XII y los primeros años de la Regencia contemplaron el remanso del romanticismo político: las viejas tensiones y pronunciamientos de la época isabelina quedaron desplazados por la colaboración constructiva, sobre una plataforma de básico acuerdo —la lealtad a la nueva monarquía, entendida como «posibilismo» y «apertura»—, entre los dos partidos del turno pacífico: heredero el uno del moderantismo centro-izquierda, que encarnara la Unión Liberal, y el otro del progresismo democrático triunfante en las Constituyentes de 1869. Cánovas había logrado superar la guerra civil con una fórmula de convivencia, y los obstáculos tradicionales con un supremo arbitraje en el disfrute del poder por los «partidos dinásticos».

Sino que esta revolución liberal que ahora se remansaba en el triunfo había sido una revolución de minorías: su nervio sustentador, el elemento burgués, no constituía más que una leve película —reforzada por una mesocracia de funcionarios y hombres de «profesiones liberales»— en los estratos sociales de la España decimonónica; y si en algún momento pudo tomar apariencias de «revolución popular» o revolución de masas, ello se debió a dos razones: de una parte, la apelación demagógica del progresismo; de otra, el hecho de que ese progresismo solo se pusiera a prueba —y de modo precario— en el paréntesis de dos años que siguió a la vicalvarada, durante el cuarto de siglo de reinado personal de Isabel II.

No deja de ser curioso que, precisamente cuando se hacía más sincera la apertura del progresismo burgués hacia el «cuarto estado», es decir, cuando aquel apelaba a una fórmula democrática para dar cuerpo al nuevo régimen político propugnado en la revolución de 1868, se produjese la ruptura definitiva entre la masa proletaria —hasta entonces embarcada en unas naves que no la conducían a «su» puerto—, y los defensores del sufragio universal y de todos los derechos individuales. En este sentido, dos cosas fueron decisivas: el arraigo, en suelo español —y favorecida, precisamente, por la plenitud de derechos reconocidos en las Constituyentes—, de la propaganda bakuninista; y el choque entre la realidad social y la organización del orden político. Con escasa prudencia, los demócratas habían prometido demasiadas cosas —algo, sobre todo, esencial para ganarse la adhesión de los elementos populares: la supresión de las quintas[1]—. Cuando, triunfante la revolución política, los que la habían sustentado con un auténtico calor de masas trataron de sacar sus consecuencias económicas y sociales, se vieron una vez más decepcionados ante los obstáculos interpuestos en su camino por el nuevo orden que ellos, ilusionadamente, habían contribuido a crear. Este divorcio, muy temprano, entre el pueblo ínfimo y los caudillos de la revolución, se reproduciría luego frente a los republicanos, que no iban, de hecho, en su programa social y económico, mucho más allá de unos objetivos estrictamente burgueses[2]. Del doble rompimiento sacaría partido, con asombrosa rapidez, la Primera Asociación Internacional de Trabajadores, apresurándose a poner de relieve que ella encarnaba otra revolución, la de los proletarios, que desde ese momento debían volver la espalda a las engañosas sirenas de una falsa democracia —la de Prim, la de Amadeo, pero también la de Castelar y la de Pi[3]—. Se trataba de enarbolar «la roja bandera de la revolución social», detrás de la que habría de movilizarse «el proletariado militante».

La revolución dentro de la revolución hizo añicos las ilusiones de la democracia burguesa, patéticamente encarnada en Castelar —convertido, por paradoja, en dictador[4]—, y le restó fuerzas con que oponerse a la fórmula renovadora acuñada por Cánovas para «su» restauración. La obra de Cánovas, por consiguiente, se beneficiaba de la necesidad de concordia que el peligro de subversión social había hecho evidente en el campo burgués de todos los matices; a cambio de integrar en su juego político —amparados por una corona que no estaba ya, como la de Isabel II, adscrita a un solo partido— todos los viejos y nuevos programas liberales, garantizaba el orden social cerrando filas frente al ciclo revolucionario abierto por Marx y Bakunin.

Sería, sin embargo, inexacto e injusto resumir la obra de Cánovas, como tantas veces se ha hecho desde el campo de las extremas izquierdas, con el simple calificativo de «reaccionaria», puesto que distó mucho de una simple vuelta al punto de partida —el monopolio del poder por el moderantismo isabelino—; se esforzó, por el contrario, en arbitrar una fórmula abierta a derecha e izquierda, en consolidar, en torno al trono y a la legalidad constitucional, el equilibrio entre las fuerzas políticas separadas por el 68. Precisamente por la amplitud o la flexibilidad que la caracterizaron ha habido en nuestros días quien ha atacado la obra de Cánovas; me parece evidente que si la «apertura» hacia la herencia del 68 terminó a la larga arruinando la Restauración al cabo de medio siglo, de seguro su duración hubiera sido mucho más corta —no habría rebasado, probablemente, los primeros días de la Regencia—, de reducirse, una vez más, a ser instrumento de un solo partido. Muy por el contrario, el fracaso de la obra de Cánovas radica en los límites de su «apertura»; en su incapacidad para asimilar, o para captar, las bases sociales de la nueva revolución alumbrada por la Internacional. Y a medida que avance el tiempo, en la segunda fase de la Restauración —la que corresponde al reinado de Alfonso XIII—, se hará más evidente que la suerte del Régimen depende de sus posibilidades de captación de la nueva izquierda: la que había sido marginada en los días de Cánovas y Sagasta.

A un siglo de distancia, pensamos —un tanto esquemáticamente y desde nuestras actuales experiencias— que, en los momentos en que se desmoronaba la articulación lograda por el obrerismo español al montar su primer frente de lucha contra la burguesía, se pudo emprender una gran obra regeneradora corrigiendo desde arriba los fallos sociales de la revolución liberal: la situación de unas masas campesinas, marginadas en el inmenso trasvase de la propiedad agraria operado en las desamortizaciones; o del proletariado urbano, inerme ante un empresariado omnipotente. Por desdicha, tardó mucho tiempo en abrirse camino, en los programas de los partidos dinásticos, una legislación social que, en principio, al intercalarse en las relaciones entre capital y trabajo, parecía contradecirse con la auténtica ortodoxia liberal. Por otra parte, se estaba aún, al producirse la Restauración, en la cresta máxima de la ola reaccionaria que provocaron las primeras violencias internacionalistas —reacción encarnada, primero, por la presidencia de Castelar, y luego por la dictadura de Serrano—. Esa reacción defensiva había tenido ya su expresión en los debates en torno a la Primera Internacional, desarrollados en el seno de las Cortes amadeístas de 1871: y en aquella ocasión, preciso es confesar que Cánovas marcó uno de los puntos extremos, aunque también es cierto que su exposición parlamentaria del día 3 de noviembre encerraba vislumbres proféticos a los que el tiempo había de dar entera validez[5].

Pero sería gravísimo error confundir la visión social de Cánovas con su posición manifiesta en aquel debate «en caliente». La talla de estadista la da en el gran malagueño su capacidad para modificar criterios, para corregir planteamientos, para llevar al máximo la flexión de una línea ideológica perfectamente coherente sin embargo. Como él mismo dijo en alguna ocasión: «No existe la posibilidad de gobierno sin transacciones lícitas, justas, hornadas e inteligentes». Pocos años antes de su muerte pondría de relieve una comprensión cada vez más abierta hacia el problema social en sus dimensiones auténticas: «No hay que hacerse ilusiones; el sentimiento de la caridad cristiana y sus similares no son suficientes, por sí solos, para atender las exigencias del día. Necesítase, por lo menos, una organización supletoria de la iniciativa individual, que emane de los grandes poderes sociales... Por mi parte, opino que será más ventajoso a la larga el concierto entre patronos y obreros, con o sin intervención del Estado...». Y Cánovas —el partido conservador, en la persona de Eduardo Dato—, había de ser, ya a comienzos de siglo, el portaestandarte de una «legislación social» que al final de la segunda década del siglo se alinearía en avanzada respecto a los otros países de Europa. Pero, entretanto, el planteamiento del problema era inequívoco: una democracia como la intentada en 1868 había de partir, para ser auténtica, de una previa labor de reorganización social y económica; invertir los términos —es decir, llevar al extremo los derechos políticos sin respaldarlos con un programa de soluciones sociales— abocaba a una alternativa: o el falseamiento del sufragio, o, en plazo más o menos largo, la revolución comunista desde arriba. También esto lo señaló Cánovas en 1890:

No es, en suma, el socialismo utopista, comunista-colectivista, revolucionario, que intenta destruir de arriba abajo el estado social para construir uno quimérico, el que más solicita la atención ahora. Tales propósitos, por su manifiesta imposibilidad y su brutal violencia, excluyen otra resolución del Estado que no sea la de combatirlos a todo trance, empleando en ello cuantos medios depositan en sus manos las naciones. Lo que alcanza mucho mayor importancia es que, enterados ya los proletarios de su igualdad jurídica, y próximos a enterarse del reciente poder que la igualdad electoral les da por donde quiera, piden y aun exigen cosas que, si no son siempre realizables, parece a primera vista que pueden serlo, hecho que a sus ojos excusa lo que pretenden. Para decirlo de una vez, que el sufragio universal tiende a hacer del socialismo una tendencia, si bien amenazadora, indisputablemente legal.

Cánovas llamaba la atención sobre el éxito obtenido en recientes elecciones al Reichstag por el socialismo alemán, y añadía: «Ningún pensador de aquel país puede ya dudar que si allá no se apela a violencias o falsificaciones, que reduzcan el sufragio a la simple apariencia que en Francia fue durante el Imperio napoleónico, llegará día en que con plena conciencia el socialismo alemán de su poder político, y gracias a la organización perfeccionada que va adquiriendo, perturbe profundamente, cuando menos, el ejercicio del gobierno...».

Porque tenía una noción exacta de las realidades sociales sobre las que había de asentarse su obra, Cánovas completó el texto constitucional con una ley electoral marginal a aquel —de carácter censitario, como la isabelina, pero mucho más abierta que esta—. Cuando se habla de la «farsa canovista» no debiera olvidarse que Cánovas pretendía, con su sufragio restringido, hacer más auténtica la realidad de este, poniéndolo en manos de los verdaderamente capacitados —capacitados tanto por su nivel intelectual como por su independencia efectiva—. Cierto que esto patentiza la urgencia de modificar las estructuras culturales y económicas, de «promocionar a las masas», lo que hubiera permitido ensanchar progresivamente las bases del cuerpo electoral. Y en efecto, la ley censitaria de Cánovas refleja, exactamente, los límites sociales de su construcción política; pero no cierra el camino a una futura y posible modificación que amplíe el sufragio. Modificación que llevaría a la práctica el jefe de la «izquierda dinástica». Sagasta, sin hacerla preceder de una «revolución estructural» en la que, desde luego, él no pensaba. De aquí que el sistema degenerase en ficción desde el primer momento; y de aquí también que resulte más adecuado hablar de «farsa sagastina» que de «farsa canovista».

Todavía conviene añadir algo más. El doctrinarismo de Cánovas, su ley censitaria no se encaminaban exactamente a cerrar el paso al socialismo; no podían hacerlo puesto que el socialismo democrático no existía en España en 1876. El obrerismo se repartía entonces entre el internacionalismo ácrata, de una parte[6], y el republicanismo pimargalliano. Respecto a los internacionalistas no había cuestión: el anarquismo se enfrentaba con toda ley política, y por tanto, no pasaba en la práctica de un «problema de orden público» —como dijo, con expresión más realista que cínica, Sagasta—. El republicanismo pimargalliano había abocado al caos en 1873, al ponerse de relieve las contradicciones entre los teóricos derechos democráticos y la falta de preparación del pueblo para ejercerlos: la incomprensión de la «revolución desde arriba» por parte de las grandes masas a las que había de beneficiar, es la gran tragedia del federalista español, encerrado siempre en un plano abstracto. En cuanto al socialismo marxista, su núcleo primitivo —no organizado aún como partido— era una minoritaria disidencia en el frente bakuninista ibérico: la Nueva Federación madrileña fundada por Pablo Iglesias. Cuando este incipiente núcleo fue aniñado, con las otras federaciones de la Internacional, en 1874, solo quedó en pie —como semillero de lo que luego sería el Partido Socialista Obrero— la Asociación del Arte de Imprimir, respetada precisamente por su carácter marginal a la organización internacionalista (y conviene no olvidar el trato de favor que ya por entonces dispensaron los artífices de la Restauración a la asociación obrera: Ducazcal, alcalde de Madrid, y, a través de este, el ministro de la Gobernación Romero Robledo). La fundación del Partido Socialista Obrero Español data de 1879 —y en cuanto a su proyección sindical (la U.G.T.) de 1888[7]—. Por entonces, sus seguidores eran tan escasos que, con una u otra ley electoral, tenían muy pocas posibilidades de acceso a las Cortes.

LA DEMOCRATIZACIÓN DEL RÉGIMEN CANOVISTA: SUS FRONTERAS SOCIALES

El año 1890 marca una inflexión decisiva en la Restauración. En este año registra Sagasta su momento político culminante, al conseguir la aprobación de la Ley de Sufragio Universal.

Si la acentuación del confesionalismo católico aportó desde la derecha —ya a finales del reinado de Alfonso XII— el apoyo de los «ultras» de Alejandro Pidal a la Restauración canovista, el programa democrático que a esta impuso, en el primer lustro de la Regencia, el liberal Sagasta, significaba su máxima apertura asimiladora hacia la izquierda; apertura a la que respondió, exactamente, el posibilismo de Castelar. En esta década, pues, entre 1880 y 1890, se produce la definitiva configuración de sus bases políticas y sociales. También, por consiguiente, la fijación de sus fronteras —desde «fuera»—. En efecto, aunque en el Congreso de Bilbao —de ese mismo año— el Partido Socialista decidiese ya entrar en la liza electoral, las declaraciones de Pablo Iglesias —con ocasión de la Fiesta del Trabajo, el 1 de mayo de 1891— no dejaban lugar a posibles equívocos: «Debo decirlo muy alto: si la burguesía transige y nos concede las ocho horas, la revolución social, que ha de venir de todos modos, será suave y contemporizadora en sus procedimientos. De otra suerte, revestiría los caracteres más sangrientos y rudos que puede imaginar la fantasía de los hombres». La manifestación obrera que, organizada por el partido, se desarrolló en Barcelona y otras ciudades en ese día fue como una afirmación de solidaridad proletaria —y de insolaridad con el mundo burgués—. Quedaba definida, en la actitud de Pablo Iglesias, la rigidez «guesdista» del socialismo español, que le haría inasimilable por la monarquía restaurada.

Al hablar de las fronteras de la Restauración conviene no olvidar este hecho. El sistema Cánovas-Sagasta supuso la creación de una plataforma política, condicionada por la distinción entre partidos dinásticos y antidinásticos, y, más tajantemente, entre partidos legales e ilegales; pero ese condicionamiento tenía un carácter puramente provisional; y cabía su flexión en torno a la fórmula de la indiferencia respecto a las formas de gobierno (el posibilismo castelarino fue, desde la extrema izquierda burguesa, un paso en este sentido). Se mantenían, simplemente, ciertas reglas de juego basadas en una evolución orgánica y progresiva, evitando la convulsión revolucionaria, pero sin exigir tampoco la desnaturalización de las fuerzas integradas en el sistema: tal fue el caso de Abárzuza, a la izquierda, pero también el de Pidal, a la derecha. Ya en 1904, a comienzos del reinado personal de Alfonso XIII, declararía Maura en el Parlamento, terminantemente:

La tesis genérica de los partidos legales e ilegales está fuera de todo debate. Yo no sé cuántas veces lo he dicho; pero aunque no lo hubiera dicho nadie, la realidad nos lo enseña. ¿No están existiendo los partidos todos? ¿No actúan? ¿Se ha hecho algo que denote la convicción contraria a las palabras con que hemos proclamado solemnísimamente que, en efecto, no hay, por razón de las ideas, por la confección doctrinal de sus programas, por la definición de sus aspiraciones y de sus ideales, nada que sea ilegal en España, por el derecho constituido? Únicamente los actos están sometidos al código[8].

Y pasados los años, el propio La Cierva, respondiendo a una consulta del rey, le confirmaría que, tanto con la Constitución proyectada por Primo de Rivera, como con la canovista de 1876, era perfectamente posible otorgar el poder al Partido Socialista... siempre que tuviese mayoría en las Cortes[9]. Ahora bien, el socialismo español, al negarse a aceptar esas reglas de juego, es decir, a adoptar el principio de la indiferencia en cuanto al régimen —que se haría tan común, ya en pleno siglo XX, entre los partidos socialistas de otros países europeos, cuya obra política se ha desarrollado tanto bajo la monarquía como bajo la república—, renunció, desde el primer momento, a la posibilidad de poner en marcha una evolución estructural «desde dentro», dada su debilidad, puesto que solo en alianza con otras fuerzas políticas podía alcanzar el poder. Su llegada a las Cortes, en 1910, iba a poner de relieve esta incapacidad de diálogo, frente a los esfuerzos incansables y llenos de buena voluntad del entonces jefe del Gobierno, Canalejas[10]. El discurso pronunciado por Pablo Iglesias en el Congreso el día 7 de julio de aquel año nos da la pauta invariable de una actitud monolítica: aspiración a suprimir la Iglesia, el ejército y «otras instituciones necesarias para este régimen de insolidaridad» (velada alusión al trono). «El Partido Socialista viene a buscar aquí lo que de utilidad puede hallar, pero la totalidad de su ideal no está aquí, la totalidad se entiende que ha de obtenerse de otro modo. Es decir, que este partido no ha cambiado de opinión respecto a este particular; estará en la legalidad mientras la legalidad le permita adquirir lo que necesita; fuera de la legalidad... cuando ella no le permita realizar sus aspiraciones». La posición, tajante, mantenida a lo largo de un cuarto de siglo —incluyendo la experiencia republicana, según pondría de relieve la terrible crisis de 1934—, llegaría ya en este inicial discurso del diputado Iglesias, a estridencias incompatibles con cuanto exige el ámbito de convivencia política de una asamblea parlamentaria en cualquier país civilizado: tal su afirmación de que, antes de tolerar la vuelta de Maura al poder, las masas socialistas estaban dispuestas a luchar para derribar al régimen e incluso a «llegar al atentado personal»[11].

Era un verdadero círculo vicioso, dada, por otra parte, la dureza granítica de las extremas derechas en sus negaciones. El papel del socialismo iba a quedar reducido al de estímulo amenazador, desde fuera. Pero en esto, andando el tiempo, había de resultar más eficaz la táctica de los ácratas, cuando hallase un potente canal sindicalista en que volcar su fuerza.

Por lo demás, precisa advertir que mucho antes de que el socialismo español alcanzase su «espaldarazo» parlamentario, en los años que llevan de la democratización sagastina al Desastre del 98, dos cosas se habían puesto de relieve. En primer término, la escasa sinceridad o eficacia de la reforma implicada en el sufragio universal, cuya contrapartida sería la agudización de esa lacra inherente al sistema político de la Restauración que se llamó «caciquismo electoral» —aún salvando la necesidad «provisional» del sistema, según el diagnóstico de Cajal—. De otra parte, y en lógica consecuencia, la dualidad acentuada entre la ciudad y el campo: este, convertido en verdadera base «feudal» de los partidos dinásticos, para obtener mayorías a imagen y semejanza de la situación que disfrutaba el poder; aquella, despertando poco a poco —primero, en los grandes centros urbanos, Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao...; luego, ganando otros menores en provincias—, a la conciencia de una responsabilidad colectiva en la marcha del país, tratando de contrarrestar la apariencia de las cifras oficiales en cada consulta electoral, con su inmediatez a los centros vitales de la política y del Estado: el momento decisivo, perfectamente recogido por el rey, sería el 12 de abril de 1931.

Ahora bien, si este iba a ser su último resultado, la insinceridad efectiva de las reformas democráticas de Sagasta (aceptadas por Cánovas en 1890 para no romper la continuidad esencial en la vida política del «sistema del turno», pero también porque estaba previsto el reverso de la ley, esto es, la viciada práctica electoral), tendría ya de inmediato consecuencias graves y trascendentes: en el plano de los partidos dinásticos —concretamente, en el seno de la familia conservadora—, el enfrentamiento de Silvela con Romero Robledo, representante el primero de un purismo o exigencia de autenticidad que había de hacer muy incómoda la postura canovista, y encarnación el segundo de una «picaresca» capaz de paliar los inconvenientes de la apertura democrática ante unas masas sin preparación efectiva para ejercer con independencia la plenitud de los derechos ciudadanos; en el plano de los núcleos sociales enemigos del régimen, una réplica violenta, a través de las organizaciones anarquistas[12] estimuladas más o menos por el terrorismo italiano que convertiría a Barcelona en la «ciudad de las bombas» (bombas del Liceo y atentado contra el general Martínez Campos en 1893; bomba en la procesión del Corpus de 1896). La acracia respondía a la falsa democracia sagastina atacando, de forma casi simbólica, a tres columnas básicas del Estado canovista: la burguesía de la industria y el comercio; el ejército; la Iglesia. En 1897, el ataque se lanzaría contra el propio estadista y artífice de la Restauración, Cánovas del Castillo. La muerte de Cánovas, en vísperas del desastre colonial, iba a abrir la primera crisis irreparable del sistema —muy pronto seguida por la humillación ultramarina—.

Y con Cánovas se iría toda una época. Incluso —aunque esté vedada al historiador la especulación en este sentido—, la posibilidad de que lo ocurrido en 1898 tomara cauces distintos a los del Desastre. Ahí queda, en efecto, la aguda sugerencia de Jesús Pabón:

La preferente condenación de Cánovas privó al 98 de una hipótesis: la de su reacción titánica, capaz de resistir y contrariar la pública opinión en el conflicto de las Carolinas, según la observación de Sánchez Toca, capaz quizá de concebir la solución de la independencia, conforme al juicio del duque de Tetuán. ¿Qué hubiera hecho Cánovas de encontrarse, como Sagasta y Moret, en la disyuntiva de la venta o la guerra? Porque él tenía —como Maeztu dijo— un “patriotismo desesperado”, ese que sirve a la hora de la desesperación[13].

Pero la réplica anarquista y la tensión interna de los partidos dinásticos no fueron las únicas consecuencias inmediatas de la inflexión democrática teóricamente impresa por Sagasta a la Restauración. Los años de la Regencia registraron otro fenómeno muy significativo, esencial en la configuración de nuestro tiempo: la formulación y el despliegue del catalanismo político —y todavía, indirecta o directamente estimulado por este, el del nacionalismo vasco—.

En apurada síntesis[14] podríamos decir que las corrientesque afluyen al catalanismo político son tres: la que procede de una posición tradicionalista a ultranza; la que brota en defensa de intereses económicos industriales a través de la polémica en torno al proteccionismo; la que intenta la adaptación de una doctrina más o menos exótica —la del federalismo pimargalliano—, en la visión concretamente catalana de Valenti Almirall.

El tradicionalismo catalanista abarca, a su vez, varias facetas: desde la puramente intelectual, filológica, literaria —en el espléndido despliegue de la Renaixença—, a la que se centra en defensa del «Derecho histórico catalán», emprendida por Duran y Bas; desde la de un carlismo foralista muy en conexión con el patriarcalismo rural del obispo Torras y Bages, al moderado «regionalismo conservador» expresado insuperablemente por Mañé y Flaquer. De hecho, estas facetas tradicionalistas son decisivas en la configuración mental del catalán de ayer y de hoy, más vertido, contra lo que suele creerse, a un sentimentalismo idealista que a las concretas realidades materiales, aunque estas no dejen de ejercer una fuerte presión sobre todo en determinados sectores de la sociedad barcelonesa.

Pues en efecto, tras lo que podríamos llamar «recreaciones puramente románticas», estás afirmándolas como réplica a uno de los dogmas de la escuela liberal progresista, las exigencias materiales de una sociedad urbana eminentemente industrial, agrupada sin disidencias en torno al principio del proteccionismo económico. No deja de ser curioso que estas dos razones de tensión o disentimiento respecto al Gobierno central hayan sido estímulo para las concepciones de Almirall, hijo espiritual de uno de los máximos demócratas de nuestro siglo XIX, el también catalán Pi.

En torno a la revolución de 1868 se habían abierto varios frentes de oposición desde Cataluña. La fuerte burguesía catalana, e incluso los elementos laborales ligados a ella a través de la industria y el comercio se agruparon estrechamente contra el librecambismo preconizado por el ministro Figuerola —catalán, por cierto—. El moderantismo isabelino en que había hallado excelente acomodo la revolución burguesa del segundo tercio del siglo, reaccionó contra los postulados democráticos del 69 a través de las campañas de prensa de Mañé y Flaquer, y en despliegue más extremo, estimulado por el anticlericalismo de las Constituyentes, en su apoyo a un carlismo que exaltaba la defensa de la libertad foral frente a la abstracta y uniforme libertad democrática.

La Restauración se benefició en principio de esta múltiple reacción. Pero la «apertura democrática» —desde el momento que Sagasta simbolizaba la herencia del 68—, abrió de nuevo el problema. En su manifestación más concreta, como réplica al librecambismo de Moret. En otro sentido, como reacción al proyecto uniformador y centralista del nuevo código civil. No deja de ser significativo el hecho de que en 1892 —cumplido plenamente el ciclo «democratizador» abierto por Sagasta en la Restauración conservadora— se articulen las «Bases de Manresa», o proyecto de Constitución regional catalana, en la que se cruzan «la fórmula federalista con reminiscencias de la antigua organización catalana y con el establecimiento del voto corporativo»[15].

[1] Sobre el influjo de este tipo de propaganda en el éxito de la revolución, véase el libro de José TERMES ARDÉVOL, El movimiento obrero en España. La Primera Internacional (1864-1881). Universidad de Barcelona, Facultad de Filosofía y Letras, Barcelona, 1965, pp. 21 y ss.

[2] La posición más audaz, en este orden de cosas —dentro del campo republicano—, es la de Pi y Margall cuyo pensamiento social supone, en cierto modo, una síntesis entre la tesis liberal-burguesa y la antítesis proletaria. Sobre el tema, véase el libro de Antonio JUTGLAR, Federalismo y revolución. Las ideas sociales de Pi y Margall. Universidad de Barcelona. Facultad de Filosofía y Letras, Barcelona, 1966; y mi prólogo a esa misma obra.

[3] El repudio, por parte de los internacionalistas, del programa pimargalliano, se hace evidente en los textos de la correspondencia del Consejo Federal de La Región Española, conservados en la Biblioteca Arús de Barcelona; por lo demás, en las Actas de la Asamblea de Valencia (1871), se dice, terminantemente: «La verdadera república democrática federal es la propiedad colectiva, la anarquía y la federación económica; o sea, la libre federación universal de las libres asociaciones obreras agrícolas e industriales, fórmula que acepta en todas sus partes» (Organización social de las secciones obreras de la Federación Regional Española, adoptada por el Congreso Obrero de Barcelona en junio de 1870, reformada por la Conferencia Regional de Valencia, celebrada en septiembre de 1871, y recomendada por el Congreso de Zaragoza, celebrado en abril de 1872, 2.a ed.. Valencia, 1872).

[4] También hay sobrados textos «internacionalistas» para glosar esta actitud. El endurecimiento del Gobierno, de cara al federalismo anarquista, a partir del acceso de Castelar a la presidencia, dejó muy atrás la posición de Sagasta en los tiempos de Amadeo.

[5] Véase Oriol VERGÉS MUNDO, La I Internacional en las Cortes de 1871, Universidad de Barcelona, Facultad de Filosofía y Letras. Barcelona, 1864, pp. 77-82 y 151 y ss.

[6] Véase TERMES, ob. cit., pp. 120 y ss.

[7] La fecha exacta de la fundación, por Pablo Iglesias, del P.S.O.E., es el 2 de mayo de 1879; el lugar, una taberna de la madrileña calle de Tetuán.

[8] Duque de MAURA y FERNÁNDEZALMAGRO: Por qué cayó Alfonso XIII, Madrid, 1947, p. 61.

[9] Juan de LA CIERVA y PEÑAFIEL: Notas de mi vida, Madrid, 1955, p. 302.

[10] Sobre el hecho lanza mucha luz la obra de María Teresa MARTÍNEZDE SAS, El socialismo y la España oficial. Pablo Iglesias diputado a Cortes, Tucar Ed. Madrid, 1975.

[11]Diario de Sesiones..., 1 de julio de 1910.

[12] Los contactos del socialismo con la política oficial, sobre todo en Madrid, agudizaron las divergencias en el seno de las organizaciones obreras. La réplica al mundo burgués era mucho más violenta por parte del anarquismo en sus diversos enclaves. En Andalucía corrió a cargo de núcleos campesinos más o menos canalizados por la «Mano Negra», que llevaron a cabo una intentona de asalto sobre Jerez de la Frontera, centro aristocrático del capitalismo agrario más representativo. Al otro extremo de la Península, la violencia se radicaría pronto en Barcelona, capital en la que se cruzaban la influencia intelectual de París y el impacto directo del terrorismo de inspiración italiana, sobre una fluyente masa obrera y artesana.

[13]Jesús PABÓN: El 98, acontecimiento internacional. En Días de ayer. Alpha, Barcelona, 1963, p. 193.

[14] Véase Jesús PABÓN, Cambó, I. 1876-1918, Alpha, Barcelona, 1952, p. 95. Pabón señala cuatro corrientes confluyentes en la formación del catalanismo político: el proteccionismo económico; el federalismo político; el tradicionalismo y el renacimiento cultural. Cuando Vicens Vives ha tratado de analizar, a su vez, las raíces del catalanismo político (Historia social y económica de España y América. Barcelona, Teide, 1958, t. IV, vol. II, p. 386), se ha ceñido al mismo esquema de Pabón, glosándolo y desarrollándolo; su pretendida contraposición a la tesis de Pabón se limita, en realidad, a confirmarla.

[15] Ferrán SOLDEVILA: Historia de España, t. VIII, Ariel, Barcelona, 1959,

2.

El 98 y la Restauración

EL IMPACTO DEL98:EL PROCESO DE REACCIONES

No nos interesa aquí hacer un estudio del problema cubano, o del enfrentamiento entre España y Norteamérica. Nos interesa, sí, el 98 por lo que significó como impacto, como factor de conmoción en la conciencia y en la vida política del país.

Con esa tendencia al maximalismo típica del español de todos los tiempos, el desastre ultramarino se entendió como un vislumbre de máxima mina moral, sin tener en cuenta que otros pueblos habían vivido también sus 98. En efecto, el profesor Pabón ha recordado muy oportunamente que en el mundo regido por los principios diplomáticos de la llamada «balanza de poderes», la crisis española no es un hecho excepcional: se parece a otras atravesadas por diversas potencias en aquella coyuntura internacional —así, para Portugal el equivalente de nuestro 98 es el famoso ultimátum inglés de 1890; para el Japón, la humillación de Shimonosheki, en 1895; para la propia Francia, la famosa crisis de Fashoda, en 1898 precisamente—. Sino que en todos estos casos, si el planteamiento es idéntico —una imposición de fuerza, en torno a intereses imperialistas, cuando el mundo internacional carece de una organización supranacional arbitral, del tipo de la posterior Sociedad de Naciones—, no llega a las últimas consecuencias como en el caso del enfrentamiento de España con los Estados Unidos. Un hecho llama la atención, desde luego: la dignidad con que la corona hace frente a la crisis. Aún hoy impresiona la lectura del despacho —inédito hasta ahora— en que el embajador Woodford dio cuenta al presidente Mac Kinley de su clarificadora entrevista con la Reina regente el día 15 de enero de 1898, fecha crucial en el conflicto. Doña Cristina dio entonces una lección de honestidad, de sentido del honor, al presidente[1].

Por eso ha dicho Pabón que el español fue «un 98 en la serie de los 98, el único no aceptado»[2]. De una parte, para el Gobierno responsable, porque se planteó como una alternativa entre la guerra y el deshonor. De otra, para la masa media del país, porque desorientada por lamentables campañas de prensa, vivió a lo largo de todo el conflicto un gran error que alimentó su loca esperanza en la victoria: causa de la posterior reacción ante el Desastre. De haberse planteado el conflicto para todo el país con un sentido numantinista, el de la decisión heroica en alternativa extrema, como ocurrió en las esferas de Gobierno, no se hubiera producido la posterior reacción[3].

La quiebra fue en principio demasiado profunda, y quizá por ello mismo tardó —relativamente— en subir a la superficie. Pero no podemos aceptar la visión simplista, que a veces ha tomado características de lugar común, de un país frívolamente insensible a la catástrofe. En realidad, ya desde el primer momento la conmoción espiritual se manifestó, sucesivamente, en tres planos.

El primero surgiría en la consternación, el dolor mudo del pueblo sencillo ante una realidad no prevista; la realidad que se hizo concreta durante el otoño y el invierno de 1898, con la llegada a los puertos, y luego a las ciudades y pueblos del interior, de los soldados repatriados, extenuados por la lucha contra los hombres y contra el trópico. La realidad que captó, en impresionantes apuntes, el lápiz del catalán Nonell, y que todavía podría percibir Rubén Darío, en 1899, a su llegada a Barcelona.

El segundo plano brotó en el mundo de la «política vigente», en primer término a través del debate en las Cortes reunidas para autorizar al Gobierno a las expoliaciones de la paz de París (el armisticio, recordémoslo, se ajusta el 12 de agosto: en septiembre las Cortes facultan al Ministerio Sagasta para la cesión de provincias y posesiones de Ultramar: el tratado se firma en diciembre). Ese debate de septiembre puso de relieve la insolidaridad de los distintos grupos políticos ante el fracaso: desde las fulminaciones del conde de las Almenas en el Senado, contra los mandos del ejército y la escuadra, hasta el ataque desatado por los republicanos en el Congreso, contra el Gobierno liberal, al que se acusaba de no haber sabido evitar la guerra con los Estados Unidos y —con más justicia— de sus imprevisiones en la preparación y organización de medios de defensa que hubiesen correspondido a los inmensos sacrificios del país. A la larga, la repercusión del 98 en los círculos políticos de la Restauración iba a poner de manifiesto un último y fundamental resultado: el futuro solo estaría abierto para los disidentes del sistema que había llevado a la gran decepción. «El turno de los partidos se hará crecientemente difícil —observa Pabón—. El intento de gobernar realmente solo será posible para los disconformes en la marcha hacia el desastre. Ello pudo ser obra de la propia conciencia, o resultado de una difusa opinión pública. Intentarán gobernar realmente Silvela, el de la carta al general Lazaga; Maura, el “filibustero” de las reformas autonomistas; Canalejas, el derrotista de la carta a Sagasta»[4].

Y por último, en un tercer plano hemos de situar la postura crítica de los círculos conscientes, más o menos alejados de la política en vigor: según la enumeración, sintéticamente exacta, de Fernández Almagro y el duque de Maura, «obreros sindicalistas, mesócratas de la Unión Nacional, burgueses catalanes, intelectuales ateneísticos..., tan desdeñosos del grupo liberal como hostiles al conservador»[5]. Examinémoslos más de cerca.

En primer lugar, la organización política y sindical del Partido Socialista, núcleo todavía minoritario pero con un programa maximalista incompatible con la estructura social vigente[6]; precisamente ahora va a iniciar un desarrollo lento, pero ininterrumpido, bajo la dirección de Pablo Iglesias.

Donde aparecían fuerzas enteramente nuevas, estimuladas por la desconceptuación del Estado y por la crítica negativa —escribe Fernández Almagro—, el pueblo tampoco se sintió solicitado... El obrero en trance de soñar con la revolución no veía mejor instrumento que las organizaciones marxistas, y por afinidades negativas, en alianza con el enemigo común, el anarquismo, que tanto impresionaba al obrero de la industria como al jornalero del campo, y más en esta desgraciada coyuntura histórica en que la acción directa convencía más que cualquier otro procedimiento subversivo al impaciente, al resentido, al místico de la violencia, al que, frente a la quiebra del Estado y de la política en juego, no veía otro recurso que la fuerza, magnicidio inclusive, cuando no teóricamente la negación de cualesquiera instituciones... Los socialistas no dejaban pasar la ocasión de la guerra y el desastre para intensificar sus propagandas contra la monarquía, y ninguna otra campaña de más efecto, por su simplismo, pudo desarrollar que la cifrada en este dilema: O todos o ninguno,