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En el verano de 1706, lo impensable se había tornado en realidad. Madrid estaba ocupada por las tropas del archiduque Carlos, proclamado ya como Carlos III. Mientras tanto, Felipe V, de campamento en campamento, esperaba los refuerzos provenientes de Francia, y rogaban fidelidad a los reinos de Andalucía. La Corona de Aragón se había perdido, y la situación en la Corona de Castilla era muy delicada. La guerra parecía haber alcanzado un punto de no retorno. Un año después, la situación no podía ser más diferente: en el verano de 1707 las tropas borbónicas avanzaban sobre Lérida tras ocupar Zaragoza y hacerse con el control del valle del Ebro, y sitiaban las últimas plazas archiducales del reino de Valencia, con el territorio austracista limitado a Cataluña. En este cambio de tornas fue decisiva la batalla de Almansa, acontecida el 25 de abril de ese año, un choque que cambió el curso de la Guerra de Sucesión española. ¿Cómo fue posible tan espectacular giro de los acontecimientos? ¿Por qué el ejército borbónico fue tan superior en Almansa? ¿Qué factores estratégicos, pero también políticos, económicos, logísticos y sociales sentaron las bases de este triunfo? Este ensayo aborda ese choque crucial para integrarlo en el retrato de un tiempo y de los individuos que lo vivieron, desde el prisionero de guerra al gran financiero, desde el taller donde se montaban los fusiles al gabinete donde se tomaban las decisiones: una historia global y comparada, que recorre esos doce meses que consolidaron a Felipe V en el trono y que cambiaron la historia de España.
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Seitenzahl: 952
Veröffentlichungsjahr: 2022
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ALMANSA
ALMANSA
1707 Y EL TRIUNFO BORBÓNICO EN ESPAÑA
Aitor Díaz Paredes
Almansa
Díaz Paredes, Aitor
Almansa: 1707 y el triunfo borbónico en España / Díaz Paredes, Aitor
Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2022 – 504 p., 8 de lám. :il. ; 23,5 cm – (Historia de España) – 1.ª ed.
ISBN: 978-84-124830-4-8
94(460).051 94(460).051.1 (460.288)
341.39 355.2 355.422.ALMANSA
ALMANSA
1707 y el triunfo borbónico en España
Aitor Díaz Paredes
© de esta edición:
Almansa. 1707 y el triunfo borbónico en España
Desperta Ferro Ediciones SLNE
Paseo del Prado, 12, 1.º derecha
28014 Madrid
www.despertaferro-ediciones.com
ISBN: 978-84-124830-8-6
Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández
Cartografía: Carlos de la Rocha Prieto
Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez
Primera edición: octubre 2022
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Todos los derechos reservados © 2022 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.
Producción del ePub: booqlab
En memoria de
Juan Miguel Paredes Muro,
nacido en Cabeza del Buey
el 28 de octubre de 1929,
mi abuelo, mi profe.
Agradecimientos
Prólogo
Equivalencia monedas
Introducción. A propósito de Almansa
PARTE I. PRELUDIO
1 EL ECLIPSE
2 ANATOMÍA DE UNA CAUSA
3 AMÉRICA, AMÉRICA
PARTE II. PRIMER ACTO: EL OTOÑO DE 1706
4 MADRID, CIUDAD ABIERTA
5 RÍO JÚCAR
6 ALICANTE TENÍA UN PRECIO
7 LA ESPAÑA HEREDADA
8 EL LABERINTO DE MARTE
9 POR UN PUÑADO DE REALES
PARTE III. SEGUNDO ACTO: EL INVIERNO DE 1707
10 CUENTO DE INVIERNO
11 CENTAUROS DE SECANO
12 EL CRIMEN DE HUARTE
13 LA BESTIA HUMANA
PARTE IV. TERCER ACTO: LA PRIMAVERA DE 1707
14 LA TIERRA TIEMBLA
15 LOS OLVIDADOS
16 MUERTE EN VALENCIA
17 AL ESTE DEL SEGRE
18 EL ESTRUENDO DE ALMANSA
19 EL MUNDO SIGUE
Conclusiones. Repensando Almansa
Bibliografía
Ilustraciones
La investigación, al igual que el ciclismo, es un deporte de fondo. Este trabajo es el fruto de casi cinco años de esfuerzo. Un lustro en el que, en lo personal, ha habido alguna que otra pájara, y más de una –y de dos, y de tres– cirugías, con largos periodos de convalecencia para recuperar el golpe de pedal, sostenido por dos muletas y el compromiso de llegar a esta meta. Una vez de regreso, preparando ya la París-Niza, una pandemia, que se inició aún en pretemporada, puso las cosas si cabe más difíciles tanto para el ciclista como para el investigador. El Tour de Francia se corrió en septiembre, el Giro de Italia en octubre, la Vuelta a España en noviembre, y los servicios de reprografía de los archivos nacionales españoles y franceses movieron su calendario si cabe más allá, adentrándose sus valiosas digitalizaciones en un incierto 2021. Y, con todo, o pese a ello, se coronó cada subida, se entró en el corte bueno en cada abanico, y se sorteó cada tramo de pavé en tan accidentada ruta.
La investigación, de nuevo al igual que el ciclismo, es un deporte individualista, y, al mismo tiempo, de equipo. Del mismo modo que el ciclista, al final, está solo, y nadie da esas pedaladas por él, el historiador se enfrenta al legajo enmarañado, al manuscrito incompleto, al libro en otro idioma, en la soledad compartida del archivo, rodeado por un menguante pelotón de investigadores, todos ellos en su particular carrera contra el tiempo. Sin embargo, como pasa en el ciclismo, sin formar parte de un equipo, sin tener buenos amigos que te ayuden en la enfermedad, en las caídas y en los momentos de desazón, siendo, en fin, un isolé, llegar a esa lejana meta sería un calvario. Es necesaria una estructura, una jerarquía, para que el sufrido gregario, el bisoño que corre por primera vez entre profesionales, no llegue a meta fuera de control, o abandone por el camino, derrotado por la exigencia y la excelencia que le rodean.
Todo equipo necesita un líder que ejerza como tal, y que sea una autoridad y un referente para sus escuderos. Ese líder debe saber motivarles y darles oportunidades, probarles para ver si son dignos de acompañarle en el Tour de Francia, o foguearles en alguna carrera menor. En definitiva, ese líder debe crear equipo, conseguir que las victorias y las derrotas sean sentidas como propias, a la par que compartidas, y mostrar cariño y paciencia a quienes intentan escoltarle hasta el último aliento. Por suerte, si he podido seguir montado en este treno, ha sido gracias a un campionissimo, que acumula un palmarés a la altura de muy pocos. Sin duda, este trabajo nunca habría llegado a su recta final sin la dirección de Rafael Torres Sánchez. La idea, el enfoque, la oportunidad misma de entrar en su equipo, se deben a él. El agradecimiento hacia el profesor Torres Sánchez es incondicional por parte de este humilde équipier.
No obstante, incluso el mayor capo del pelotón ha estado a las órdenes de un gran director. Es difícil disociar la leyenda de Bernard Hinault o Laurent Fignon del tronío de Cyrille Guimard, el mito de Perico Delgado o Miguel Induráin de la austeridad de José Miguel Echávarri. La carrera de mi líder, y la mía, y la de tantos otros, ha estado marcada por el magisterio moral, la talla académica, y la indisimulable bondad de Agustín González Enciso. A él le debo, además, el interés por mi época de estudio. Hace diez años, cuando era él mi profesor de Historia Moderna de España, descubrí este camino académico. Desde entonces, tengo el privilegio de contar con su consejo, inestimable atención hacia mi persona que espero poder corresponder algún día. El agradecimiento hacia el profesor González Enciso es obligado, desde mi absoluta pequeñez.
Claro está, el mejor líder y el más grande director necesitan de un comprometido patrocinador que otorgue su prestigio y financiación para que el equipo coseche victorias. La Universidad de Navarra, donde he cursado tanto el grado como el posgrado y el doctorado, nos ha apadrinado y dado la estabilidad que necesita todo investigador para proyectar su trabajo en el largo recorrido. En lo que atañe a un servidor, mi agradecimiento a dicha institución es incondicional, máxime cuando me dio su abrigo, si bien yo apenas sabía mantener el equilibrio sobre la bicicleta o controlar mis esfuerzos. Asimismo, la financiación del Ministerio de Economía del Gobierno de España, concedida en 2017 bajo la forma de un contrato predoctoral, ha sido esencial para que este doctorando pudiese hacer sus concentraciones en altitud, no en Sierra Nevada, Andorra o Tenerife, sino en el Archivo Histórico Nacional, entre otros archivos y bibliotecas que aparecen referenciados en la relación de fuentes consultadas. Por supuesto, agradezco también al personal de todas esas instituciones su atención, buena disposición y callado trabajo en servicio de la investigación y, por lo tanto, del conocimiento. No habría ciclismo sin policías, organizadores y voluntarios de los clubes locales, del mismo modo que no habría historiografía sin archiveros, bibliotecarios y auxiliares de sala.
Como señalaba hace unas líneas, ni la investigación ni el ciclismo son posibles sin buenos compañeros, los más de ellos más veteranos, más curtidos, y más generosos que este aturullado stagiaire. En primer lugar, doy las gracias con especial énfasis a Antonio José Rodríguez Hernández, quien me ha guiado en las azarosas aguas del pelotón académico, y cuyo padrinazgo y amistad han evitado caídas y pasos en falso. Sin su buen y sensato criterio, sin aportar su calma y serenidad, me habría visto rezagado antes siquiera de empezar a subir la primera rampa. También hago hincapié en mi agradecimiento a Eduard Martí Fraga, quien me ha regalado su amistad durante esta larga travesía. Siempre presto a ayudar desde el humor y la humildad del que se da a los demás, sirvan estas líneas para reconocer su labor tanto investigadora como de servicio a sus colegas y alumnos. Por supuesto, hago extensible este reconocimiento a tantos miembros de este equipo, la Red Imperial, cuya confianza y afecto han sorprendido y emocionado a este mediocre gregario. Iván Valdez-Bubnov, Alberto Angulo Morales, María Baudot Monroy, María Dolores Herrero Fernández-Quesada, Álvaro Aragón Ruano, Eduardo Pascual Ramos, Vera Moya Sordo, Imanol Merino Malillos, Germán Segura García, Davide Maffi… les reitero, a riesgo de resultar pesado, mi agradecimiento.
A su vez, al igual que en el pelotón, hay otros equipos, y otros líderes. Antes de este paso por el circuito World Tour universitario, como simple amateur que era, veía como inalcanzables e inaccesibles a figuras de la talla intelectual y humana de Miguel Ángel Melón Jiménez, Carmen Sanz Ayán, Francisco Andújar Castillo, Joaquim Albareda i Salvadó, Hervé Drévillon y Peter H. Wilson. Fruto de la oportunidad de realizar mi doctorado al abrigo del profesor Torres Sánchez, he tenido la ocasión de conocer a quienes daban lustre a mi pequeña biblioteca, y de formarme con su consejo y maestría.
Poco sentido tendría tanto esfuerzo sin medios de comunicación dispuestos a difundir las mejores carreras del calendario ciclista. Durante más de una década, Desperta Ferro Ediciones ha aunado divulgación e investigación, publicando excelentes libros. Es un honor formar parte de su particular parrilla ciclista.
No obstante, nada de esto sería posible sin los aficionados, desde el globero más dominical, al enciclopédico connaisseur que recuerda a la perfección lo que pasó en el Bondone, allá por 1956. Espero que esta lectura les enganche tanto como una buena París-Roubaix, y validen la confianza depositada en un servidor por tan necesaria y valiosa editorial.
Por último, y, en efecto, al igual que en el ciclismo, he de agradecer a quienes han hecho una callada labor auxiliar, tan discreta como esencial. En primer lugar, agradezco a la Clínica Universidad de Navarra, y en especial al equipo liderado por el doctor Bernardo Hontanilla Calatayud, por reconstruir a tan maltrecho doctorando, y a las enfermeras de la quinta planta, por su ternura y cuidados.
Casi tan importante como estar en manos de buenos médicos, es ser avistado por buenos ojeadores, experimentados en el talento que se mueve sin aparente dirección en las categorías inferiores. El profesor Alban d’Entremont, geógrafo, aventurero, genio y demiurgo a partes iguales, ha sido mi maestro, y mi amigo, desde hace más de una década. Siempre confió en mí, por lo cual le estaré siempre agradecido, y, por supuesto, quedaré a su servicio. También tengo que incluir en este punto a la profesora Pilar Latasa Vassallo, por su infinita paciencia con un alumno que, en el aula, cuanto menos, era inquieto, y por sugerir mi nombre para un proyecto que concluye con la redacción de este prefacio. Hago extensible este agradecimiento a todo el profesorado del Departamento de Historia, Historia del Arte y Geografía de la Universidad de Navarra.
Entrados ya en la intimidad del ciclista y del investigador, es menester destacar al mejor mecánico posible, Luis Fernando Etxeberria Salaberria. Sin darme la rueda que tanto necesitaba, este trabajo no habría podido rodar sobre los Campos Elíseos, no hacia el Arco del Triunfo, sino en dirección al castillo de Vincennes. De igual modo, agradezco la revisión estilística a la par que pulcra de este manuscrito efectuada por Ángel de Miguel Martínez, poeta burgalés y erudito estellés malgré lui, tan poco aficionado al ciclismo como sufrido corrector de tantos escritores frustrados, entre los cuales me incluyo.
Y, por supuesto, el estropeado pedalista que escribe estas palabras no habría podido recuperar la salud ni concluir este trabajo sin su compañero de entrenamientos y paseos, es decir, mi padre, Goyo, y sin su fisioterapeuta, psicóloga y cocinera particular, léase mi madre, Camino. A ambos, de forma especial, les doy las gracias.
Sea este el final de mi escapada, o el comienzo de una larga carrera, gracias a todos ellos, la lanterne rouge ha cruzado esta línea de meta.
Estella, 9 de enero de 2022
En una obrita muy útil, Ramillete de varias flores, y compendio de los sucessos mas memorables que han acaecido en Europa, desde el año de 1700 hasta el de 1722, Baltasar Patiño, marqués de Castelar, destaca la batalla de Almansa entre las más importantes que tuvieron lugar durante la Guerra de Sucesión española de este modo: «1707. En 25 de abril, la memorable batalla de Almansa ganada por las armas de las Dos Coronas, comandadas por el duque de Berwick, contra los aliados, mandados por el marqués de las Minas y milord Galloway».1 Sin embargo, más allá del trabajo pionero de José Luis Cervera Torrejón2 y del espléndido libro coordinado por Francisco García González,3 no disponíamos, hasta hoy, de un libro de historia militar sobre la batalla de Almansa, como seguimos sin disponer de una historia militar sobre la Guerra de Sucesión de España. En cambio, contamos con trabajos excelentes sobre las consecuencias de la victoria borbónica frente a los aliados, tanto desde el punto de vista del dominio borbónico en España a partir de aquel momento –a pesar del nuevo repunte austracista en 1710– como de la ruptura constitucional plasmada en las Nuevas Plantas de gobierno, y sobre el triunfo del absolutismo. También sobre las repercusiones que tuvo para los reinos de Valencia y Aragón, que perdieron sus fueros y sus instituciones de gobierno, y de la represión durísima que los vencedores desplegaron en aquellos territorios, cuyo máximo exponente fue el incendio de Xàtiva a cargo del general D´Asfeld.
En este contexto, Aitor Díaz, lejos de una historia militar al uso, nos ofrece un excelente e innovador planteamiento en torno a una batalla, diría que casi a una guerra, explicando todos los factores que entraron en liza. Mediante su exhaustivo trabajo ilumina un momento histórico decisivo puesto que la de Almansa fue, en realidad, una batalla clave exponiendo todos los elementos que entraron en escena hasta su desenlace. Nunca se había llevado a cabo una visión tan completa, tan ambiciosa, en los estudios de historia militar sobre la Guerra de Sucesión.
La lectura del libro es apasionante y la narración muy viva. El uso de las fuentes es sólido, aunque los fondos del Service Historique de l´Armée de Terre, del Archivo Histórico Nacional y de los archivos británicos son inagotables. La bibliografía utilizada es excelente y cabe destacar los resultados óptimos del uso de obras de carácter militar y también político.
Díaz nos descubre la inmensa complejidad de la organización de la guerra que abarca la movilización de dinero y de hombres, la provisión de recursos básicos y de pertrechos para las tropas, el transporte de los mismos, la estrategia militar, la propaganda, la carga y los abusos de las tropas sobre la población y la penuria de esta, las marchas maratonianas diarias de las tropas hasta la extenuación, el bandidaje como factor inherente al desorden provocado por la guerra, la deserción y la dispersión de los soldados vencidos, la suerte de los presos, la actividad frenética de los hospitales (excelente el apunte sobre el asiento de hospitales del listillo Pedro Carlos de Laugeac, precursor adelantado de depredadores contemporáneos). También nos habla de la acogida de heridos por parte de particulares, de la difusión del tifus, del enterramiento de los cadáveres y de la represión brutal ejercida por las tropas ocupantes. El drama personal y colectivo queda reflejado a la perfección en estas páginas.
En efecto: Almansa deviene el pretexto, el momento culminante, para explicar la Guerra de Sucesión en toda su complejidad. Confieso que he aprendido mucho leyendo el libro. En especial en relación con el tema de los asentistas y de los intrincados mecanismos de financiación de la guerra por parte de los diferentes estados implicados en la misma. También en el aspecto del reclutamiento y en el de la estrategia de combate y sobre la trayectoria de algunos militares poco conocidos hasta ahora, por no hablar de «los olvidados» de aquella y de todas las guerras.
La conclusión a la que llega el autor es inapelable: «los puntos fuertes del ejército borbónico fueron precisamente las debilidades del ejército que sostenía la candidatura austracista» por cuyo motivo la batalla de Almansa deviene la manifestación de la imposibilidad de los aliados de ganar la guerra. Así, queda fuera de duda la ventaja geoestratégica, financiera, de reclutamiento, de provisión y militar en general de los ejércitos borbónicos, frente a la descoordinada alianza a favor de Carlos III, el Archiduque. A ello se sumó la imposibilidad de alzar un ejército de la corona de Aragón, no tanto por la falta de adhesión a Carlos III como porque su tradición política lo dificultaba. De paso nos permite constatar que la guerra cohesionó al felipismo y que alimentó, en cierta manera, un sentimiento nacional español. Aunque, si se me permite, apuntaré que la narración del éxito de la empresa de las Dos Coronas destila una cierta admiración por la dinastía triunfante y por las reformas que supuestamente iba a emprender. En realidad a la hora de analizar esta cuestión se impone la necesidad de distinguir entre rupturas (que afectaron a la estructura constitucional de la monarquía compuesta de los Austrias: las Nuevas Plantas) y reformas (medidas de mejora económica, administrativa, de gobierno y militar, cuyo objetivo principal era fortalecer el poder del rey y de la monarquía; aunque fracasaron las de mayor calado relativas al acceso a la tierra por parte de los campesinos, a la reforma fiscal y al código penal, entre otras). En verdad, se trataba de reformas que no obedecían a ninguna «lógica modernizadora» ha concluido Pedro Ruiz Torres.4
Puestos en ello, al objeto de completar el ciclo histórico de la Guerra de Sucesión, hay que recordar que la contienda duró siete años más que incluyeron algunos momentos muy críticos para los borbónicos. Sin duda, Almansa fue la batalla decisiva en España –en contraste con lo que sucedía en otros frentes europeos– sobre todo en términos políticos y para establecer el dominio territorial borbónico. Pero para sentenciar la guerra –si dejamos aparte el reducto catalán que para vencerlo Felipe V necesitó el apoyo de la tropas borbónicas al mando del duque de Berwick, el triunfador de Almansa– las batallas determinantes fueron las de Brihuega y Villaviciosa. No en vano, el Ramillete les dedica más atención que a Almansa y destaca el triunfo de «las Armas Españolas».5 Porque, ciertamente, el 1 de abril de 1709 Luis XIV se vio obligado a comunicar a su nieto que le abandonaba puesto que las condiciones de los aliados, conscientes de la debilidad de la monarquía francesa, en las negociaciones de La Haya fueron humillantes.6
En consecuencia, el rey de Francia se vio obligado a retirar una parte importante de las tropas así como al embajador-ministro Amelot. La princesa de los Ursinos fue arrinconada y se creó un gobierno formado por españoles, auspiciado por el «partido español», esencialmente antifrancés, que intentó negociar con las Provincias Unidas, mediante el conde de Bergeyck, para que abandonara la guerra a cambio de concesiones mercantiles en América. Un poco antes, a finales de julio de 1708, se había iniciado la conspiración del duque de Orleans aprovechando el malestar de la nobleza por la liquidación de los fueros aragoneses y valencianos y el contexto de incertidumbre internacional. Fue ideada por el propio príncipe que negoció con James Stanhope, comandante de las tropas británicas en España. En una segunda fase, a partir del 28 de abril de 1709, fecha de la reunión del Conseil d’en Haut en que se debatió el abandono de Felipe V, el duque de Orleans puso al corriente de sus maniobras a Luis XIV y el duque pudo retomar la actividad gracias a Joseph Flotte que contactó con diversos nobles (Montalto y Montellano, entre otros) y militares (en especial Bonifacio Manrique, Antonio Villaroel y Miguel Pons) para ofrecer la alternativa del duque de Orleans en el caso de que Felipe V tuviera que abandonar el trono, cosa que en aquel momento parecía probable. Descubierta la conspiración por la princesa de los Ursinos, e informado de ella Felipe V, Luis XIV la mandó parar e impuso un silencio total sobre el asunto al sobrino y al nieto.7
Aquella incertidumbre política concluyó con un manifiesto firmado por veintiocho nobles en el que renovaron su adhesión al rey, el 19 de septiembre de 1710, antes de la toma de Madrid por las tropas aliadas (3 de diciembre). Lo encabezaba el duque de Medina Sidonia. Entonces las dudas de Luis XIV se despejaron. El rey de Francia apostó con decisión por su nieto y envió al duque de Vendôme. Las tropas borbónicas consiguieron los triunfos de Brihuega y Villaviciosa el 9 y 10 de diciembre de 1710 y consolidaron definitivamente a Felipe V en el trono español cuando ya se habían emprendido las negociaciones secretas entre Francia y Gran Bretaña que establecieron los acuerdos preliminares para Utrecht (1713).
Para concluir: este brillante y exitoso enfoque de una historia militar total y comparada podría constituir el germen de un gran proyecto colectivo para estudiar a fondo la Guerra de Sucesión española. Habría que considerar el objetivo muy en serio, puesto que se trata de un reto importante que tiene pendiente la historiografía española.
El lector tiene en sus manos el resultado de un gran trabajo, de un planteamiento ejemplar que esperamos que tenga continuidad, más meritorio aún, si cabe, si tenemos en cuenta los graves problemas de salud con los que tuvo que lidiar el autor durante la realización de su tesis, con lo que demostró una inmensa capacidad de resistencia y de sufrimiento, atributo de los mejores ciclistas a los que Aitor Díaz admira, con razón. En este sentido no puedo dejar de señalar que encontró en el profesor Rafa Torres no solo al mejor director de equipo (entiéndase investigador), emprendedor e innovador en el ámbito de la historia militar, sino también a un excelente compañero.
Joaquim Albareda
Universitat Pompeu Fabra
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1. Patiño, B., marqués de Castelar, s. f., 53.
2. Cervera Torrejón, J. L., 2000.
3. García González (coord.), F., 2007.
4. Ruiz Torres, P., 2007, 69-70.
5. Patiño, B., marqués de Castelar, s. f., 56.
6. Bély, L., 2007, 431-464.
7. Albareda Salvadó, J., 2018, 112-149.
En la medida de lo posible, hemos empleado el real de vellón, la unidad de valor corriente en la Corona de Castilla. Los cambios son estimaciones sujetas a oscilaciones.
Felipe bost garrena zanean etorri
Españiara aguintari
Yrunen dantzatuzan Pachico chiquia
Arrituzuen jende guztia,
arren dantzat ze co jaquin duriac,
Pozquidatuzituen Españiaco guizon aundiac
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En 1784, Jean-François de Pérusse, duque de Cars, coronel del regimiento de dragones del Artois y uno de los nietos del duque de Berwick, vencedor en Almansa, se encontraba en Görlitz, asistiendo a las maniobras del ejército prusiano. El duque de Cars recordaba en sus memorias el intenso calor de aquel verano, las cenas con aristócratas como el duque de Brunswick, Alberto de Sajonia, la archiduquesa Cristina y el príncipe heredero Federico Guillermo, y, claro está, el momento en el que Federico II de Prusia tuvo la amabilidad de reclamar su atención. El militar francés estaba interesado en visitar el campo de batalla de Zorndorf –sito en lo que en la actualidad es la localidad polaca de Sarbinowo–, lugar de la batalla en el que las tropas prusianas rechazaron al ejército ruso en 1758. Tras presenciar la revista efectuada en el castillo de Custrin –hoy en día Kostrzyn nad Odrą– y colmar de elogios el poderío militar prusiano, Cars fue agasajado por Federico durante unas maniobras militares. Aquel coronel francés tan interesado en su ejército había despertado su simpatía. Tras una breve charla, la mayor figura militar del siglo XVIII comenzó a elogiar a los grandes militares franceses del reinado de Luis XIV. Los mariscales de Luxemburgo y de Turena eran para él «les vrais fondateurs de la grande tactique», o «los verdaderos fundadores de las grandes tácticas», de los cuales las demás naciones se habían limitado a aprender.
A ellos había que añadir al duque de Berwick y su obra maestra: «Si se me permite dar mi opinión, considero que la batalla de Almansa es la más erudita de este siglo». El duque de Cars no podía recibir un mayor cumplido hacia su abuelo y, o al menos así debió de sentirlo, hacia su persona.2 Las buenas palabras de Federico II estaban medidas a la perfección. Los de Luxemburgo y Turena, amén de ser los dos grandes generales del reinado de Luis XIV y los referentes del propio Berwick, fueron excelentes estrategas y logistas. Federico, que en muchas ocasiones se vio en clara inferioridad en su lucha contra Austria y Rusia, conocía mejor que nadie la importancia de llegar al campo de batalla, o a las trincheras que circunvalaban una ciudad asediada, con una superioridad que asegurase la victoria. Para ello, era necesario controlar cada detalle. Pocos militares tenían la visión del todo y el don de la microgestión, y Berwick había sido uno de ellos. Figuras como la del malogrado Ferdinand de Marsin y la del ambicioso duque de Orleans, a los que conoceremos más adelante, mostraban, respectivamente, dotes como militares y políticos, pero no aunaban las cualidades que convirtieron a Berwick en el hombre clave de la resurrección borbónica en España. Incluso en el caso de Francia, siempre empleada como ejemplo de coloso geográfica y logísticamente cohesionado frente a potencias marítimas como Inglaterra o monarquías compuestas como España y Austria, el proceso de transportar tropas, suministros, materiales y dinero suponía un formidable problema.3
De ahí que nosotros, como hizo Federico de Prusia en su juventud al estudiar las campañas militares de su tiempo, nos preguntemos en primer lugar cómo pudo el ejército borbónico ganar la batalla de Almansa con tanta solvencia y con una clara superioridad numérica pero también de medios. Tenga en mente el lector que, según la tratadística militar de la época, un ejército de sesenta mil almas, que incluía a oficiales y soldados, pero también a la ristra de muleros, vivanderos, pajes, e incluso mujeres y niños que seguía a las tropas, podía consumir a diario noventa mil raciones de pan. Semejante maquinaria necesitaba para combatir y desplazarse unos cuarenta mil caballos, imprescindibles para transportar desde el tren de artillería hasta los hornos móviles, engullendo por su parte mil toneladas de forraje al día.4 Los granjeros y ganaderos, pero también los talleres textiles o armeros, vendían su producción a los factores de los asentistas y de la administración. Las redes constituidas en torno a los vínculos de parentesco y origen, como en el caso de los hombres de negocios navarros en España, o de afinidad política y pertenencia religiosa, como podemos ver en los círculos whigs y tories en la esfera británica o en los circuitos internacionales controlados por sefardíes y hugonotes, formaban una amplia cadena de intermediarios entre productores y ejército necesaria para pagar a los proveedores y abastecer las tropas.
La Guerra de Sucesión española no escapaba a esta problemática. Ya en sus primeros compases, en agosto de 1701, René de Froulay, conde de Tessé, escribía con una mezcla de entusiasmo y asombro a Michel Chamillart, secrétaire d’État de la Guerre y contrôleur général des finances de Luis XIV. Tessé, que poco después padecería las dificultades de la guerra en España, intentaba explicar la aparente facilidad con la que el mariscal Nicolas Catinat movía al ejército borbónico en Lombardía. Para Tessé, veterano militar, aquel leviatán, compuesto por miles de hombres, mujeres, niños y bestias de carga, continuaba siendo un imprevisible gólem, un gigante con vida propia, el cual podía enfermar, deshacerse o huir en cualquier momento. Había algo «invisible» en ello, una especie de enchantement perpétuel et impénétrable capaz de conducir aquella machine integrada por miles de individuos. Pese a sus dotes de mando, Catinat caería en desgracia poco después, al operar al margen de las instrucciones enviadas por Luis XIV desde Versalles, a casi mil kilómetros de Desenzano del Garda. Su competente gestión no impidió que aquella localidad fuese saqueada por las tropas imperiales.5 Catinat, defenestrado de manera fulminante y herido por las críticas recibidas, tuvo el valor de responder al ministro Chamillart después de ser cesado, recordándole que «il faudrait, si j’ose prendre la liberté de vous le dire, être sur le lieux» o «Sería necesario, si oso tomarme la libertad de hacerlo, de estar en la misma situación» para entender las dificultades del ejército de Italia.6
La guerra, sin duda, era mucho más sencilla lejos del frente. Esta primera cuestión, por fuerza, nos lleva a todos –al militar, al investigador y al lector– a ampliar el foco. Para explicar la victoria borbónica en Almansa, así como sus repercusiones, tenemos que estudiar la estrategia planteada por el duque de Berwick durante 1706 y 1707. Pero, también, tenemos que entender cómo cobraba vida aquel leviatán que, para seguir combatiendo, necesitaba reclutar, pagar, alimentar, vestir y alojar a decenas de miles de soldados. Se trataba de un colosal esfuerzo que implicaba a toda la sociedad, y que en este libro nos lleva de pregunta en pregunta a una gran respuesta coral que explica una época. La batalla de Almansa, clímax dramático en el que, por fin, se encontraron los ejércitos de las Dos Coronas y de los Aliados, marcó el punto de no retorno de la guerra en España, toda vez que evidenciaba la imposibilidad aliada de imponerse en suelo peninsular. Un hito, en cualquier caso, complejo, y que merecía un estudio en profundidad. Nada más lejos de nuestra intención el caer en simplificaciones propias de autores como Martin Hume, quien, decimonónico y engolado, afirmaba en 1898 que «la batalla de Almansa dio España a los Borbones», en el marco de una supuesta lucha ancestral entre «godos-celtíberos», es decir, castellanos, y mediterráneos «hombres de sangre romance».7
Sin caer en estos tipismos, podemos afirmar que lo sucedido aquel 25 de abril de 1707 marcaría la configuración geopolítica del siglo XVIII. No obstante, como ya hemos apuntado, este libro aspira a ser algo más que un libro sobre una batalla o, en un sentido más amplio, sobre una campaña militar. Aquella tarde de abril combatieron dos ejércitos formados por dos coaliciones con intereses contrapuestos que iban mucho más allá del mero conflicto dinástico. Por un lado, las monarquías francesa y española, amén de compartir la causa común de sentar –y asentar– en el trono de Madrid al nieto de Luis XIV, escondían proyectos políticos y comerciales en ocasiones contrapuestos, o, en el mejor de los casos, difíciles de compaginar. Las tensiones internas eran si cabe mayores en el seno del austracismo, con un candidato imperial, el archiduque Carlos, tenuemente apoyado por Austria y dependiente de sus aliados británicos. Todo esto iba a quedar retratado de forma dramática en Almansa. Relacionar y engarzar lo geopolítico, sociológico y macroeconómico con un hecho concreto no es sencillo, y la historiografía rara vez ha pretendido abordar algo tan específico como una batalla desde un enfoque global. Por nuestra parte, consideramos que, si no interiorizamos la escala del conflicto, a duras penas podremos entender la Guerra de Sucesión española, principio extrapolable a cualquier otra guerra de esta magnitud.
Ahondando en esta reflexión introductoria, resulta llamativo que no existan apenas intentos de valerse de la batalla como acontecimiento histórico para plantear un estudio más amplio que trascienda lo militar. Los aspectos e intereses comerciales, financieros, logísticos y geopolíticos inherentes a toda guerra rara vez son objeto de divulgación, pese a ser esenciales para su mejor comprensión y contextualización. Pese a ello, aún hoy, muchos europeos son capaces de identificar y situar en una época determinada batallas como Mühlberg (1547), San Quintín (1557), Lepanto (1571), Nördlingen (1634), Rocroi (1643), Viena (1683), Fontenoy (1745), Leuthen (1757), Austerlitz (1805) o Waterloo (1815). Todas ellas condensan el drama, la acción y el heroísmo en unas pocas horas, y asientan en la mente del lector la imagen de la batalla como el antes y el después, el momento que decide la historia, la moneda al aire, en esencia, la culminación de un proceso que inevitable y necesariamente tenía que concluir en el campo de batalla. Una aproximación simplificadora pero atractiva, aceptada desde la historiografía decimonónica, marcada por las guerras napoleónicas, hasta la actualidad, y que nos deja frases como la del hispanista Martin Hume, citada hace unas líneas. Por desgracia, estas bravatas han permitido eludir una investigación más amplia, convirtiéndose en un atajo en el que la historiografía y el público general se han encontrado demasiado cómodos.8
Ocurre que, al contrastar estos grandes hitos con la realidad, su importancia suele quedar supeditada a la alta política. Centrémonos en la Guerra de Sucesión española. Ninguna de las grandes batallas libradas en Alemania y los Países Bajos «decidieron» la guerra. Cuando tuvieron lugar las dos batallas que crearon el mito militar del duque de Marlborough, Blenheim (1704) y Ramillies (1706), quedaban diez años de guerra tras la primera, y ocho tras la segunda. La salida de Marlborough de la vida política británica en 1710, por la puerta trasera y con una imagen pública deteriorada, lo dicen todo. Ramillies prácticamente expulsó al ejército borbónico de Flandes y terminó con los dos siglos de historia de los Países Bajos españoles, pero a ella siguió un trabajoso avance en la campaña de 1706 maquillado por la toma de ciudades mal defendidas que apenas opusieron resistencia y un año, 1707, de absoluto estancamiento. Es más, incluso podría argumentarse que la obligación de mejorar las fortificaciones y guarnicionar tropas, caída en manos de británicos y neerlandeses, permitió a los franceses ganar tiempo y afrontar con mayores garantías otros ocho años de guerra, y gracias a ello recuperar plazas de la importancia de Gante, para volver a perderlas en 1708, tras la última gran derrota francesa: Oudenarde.9 En fin, una guerra larga, lenta, de posiciones y asedios, con sonadas batallas –pero en años alternos, casi a cuentagotas–, que no parece servir a la narrativa de la batalla decisiva.
Sin duda, el mejor ejemplo es la batalla de Blenheim, la victoria más efectista de aquella guerra: el ejército borbónico rondó las veinte mil bajas entre heridos y muertos, lo que incluye a los tres mil ahogados que intentaron huir cruzando el Danubio a nado, y otros catorce mil hombres que fueron capturados como prisioneros de guerra. Con alrededor de cincuenta mil efectivos al comienzo de aquella jornada, Luis XIV perdió en unas horas tres cuartas partes de las tropas que integraban sus fuerzas en Centroeuropa, y se vio obligado a replantear su estrategia bélica, pasando a la defensiva y operando en los contornos de la propia Francia.10 En Ramillies, el ejército francés, compuesto por alrededor de sesenta mil hombres que lamentó quince mil bajas entre muertos, heridos y prisioneros, lo que dejó un terrible saldo de pérdidas, se retiró de las regiones de Brabante y Flandes en lo que hoy en día es Bélgica. En Oudenarde, la fuerza de ochenta mil unidades comandada por los duques de Vendôme y de Borgoña, contabilizó dieciocho mil bajas, un 23 % de sus efectivos. En Malplaquet (1709), la batalla más sangrienta del conflicto, los aliados sumaban cien mil soldados entre las fuerzas británicas, neerlandesas e imperiales, y perdieron a veintidós mil de ellos, por las once mil bajas del ejército borbónico de un total de ochenta mil efectivos, es decir, un 22 % y un 13 % de pérdidas humanas.11 Estos números, terribles, con todo, no sirvieron para finalizar la guerra y alcanzar unos acuerdos de paz.
Al mismo tiempo, y aquí está la singularidad de la batalla que protagoniza este libro, estas cifras palidecen cuando las comparamos con lo sucedido en Almansa, donde el ejército comandado por Henri de Massue, conde de Galway, y el marqués de las Minas perdió hasta quince mil hombres, es decir, en torno al setenta por ciento de sus efectivos. Por si fuera poco, la derrota provocó una huida desesperada hasta Tortosa, cruzando el Ebro y facilitando la ocupación borbónica de los reinos de Valencia y de Aragón y su avance hasta Lérida. Un corrimiento del frente de guerra de cientos de kilómetros, tan solo comparable a la guerra en los confines orientales del continente. España, en contraste con la Europa occidental, ofrecía las condiciones idóneas para una guerra protagonizada por la movilidad. La ausencia de ciudadelas modernas en el interior peninsular, la dispersión de los grandes núcleos urbanos, la baja densidad de población, las enormes distancias que perjudicaban sobremanera a las potencias extranjeras en liza, los problemas para abastecer sobre el terreno a miles de soldados, y la participación de la población civil como parte activa del conflicto, dificultaban la delimitación del frente de guerra y provocaban grandes movimientos pendulares. Es así como, a simple vista, los ejércitos que combatieron en Almansa representaban a las mayores potencias militares de la época, empleando tácticas y armamento modernos. Sin embargo, y esto hacía de la guerra en España algo casi desconocido para los contemporáneos, se estaba combatiendo en un escenario que en nada se parecía a Flandes o el Palatinado.
En pocas palabras, en Almansa, dos ejércitos modernos combatieron en un escenario medieval y lo hicieron con un resultado púnico, de práctica destrucción del rival. A contracorriente del actual revisionismo en torno al concepto de batalla decisiva, lo sucedido en Almansa sí fue decisivo. No obstante, y pese al atractivo y la significación del escenario ibérico, en el intento de abordar la Guerra de Sucesión española en España se han publicado pocas monografías12 y escasas obras colectivas,13 publicadas varias de ellas, de forma reveladora, a propósito del tercer centenario de la batalla de Almansa.14 La bibliografía centrada en las batallas que tuvieron lugar en suelo peninsular brilla por su ausencia, con tan solo una publicación dedicada a la batalla de Almansa.15 La historiografía internacional, marcadamente anglocéntrica y centrada en la pugna entre las monarquías británica y francesa, no ha replanteado y redimensionado el peso de las relaciones internacionales y el comercio en dicha guerra hasta la pasada década.16 En el caso español, la historiografía se ha centrado en el análisis político-institucional del conflicto, recorriendo sus causas y consecuencias,17 siendo esto de especial recorrido desde la óptica catalanista18 y, en ocasiones, politizando e interpretando los hechos desde la anacronía y la ucronía, e incluso psicoanalizando a las partes implicadas, contorsionismo intelectual analizado por García Cárcel.19 Las más de las veces, esto se ha efectuado pasando de puntillas por la naturaleza real y profunda de la guerra, y por supuesto esquivando cualquier investigación sobre las campañas decisivas y todo lo que tienen que contarnos, tal como señaló García Hernán.20
Todo esto es llamativo dada la importancia y trascendencia internacional de la Guerra de Sucesión española. A fin de cuentas, mientras tenían lugar los acontecimientos que vamos a relatar, acontecía el crucial cambio vivido en Gran Bretaña en el tránsito del siglo XVII al siglo XVIII –la unión política y comercial de Inglaterra y Escocia, la creación del Banco de Inglaterra y la Bolsa de Londres, el triunfo del parlamentarismo y el comienzo de la deuda pública soberana–, convertida en la definición y el modelo de ese nuevo Estado fiscal-militar y de la doctrina política y económica que iba a marcar cuando menos la evolución del mundo anglosajón, y, por añadidura, de Occidente. A su vez, la guerra provocó una grave crisis en el seno de la Monarquía francesa, y revitalizó a la propia España. Ni que decir tiene que condicionó profundamente la relación entre las monarquías española y francesa durante todo el siglo XVIII, así como el equilibrio de poderes internacional. Asimismo, creó nuevos conflictos y áreas de influencia, como pudo verse en Italia y los Países Bajos. Y, sin embargo, insistimos en que escasean las monografías al respecto. Mucho se ha escrito sobre las causas y consecuencias de la guerra, pero ninguna obra se sostiene con la introducción y el desenlace, prescindiendo del nudo.
Una historia que daba comienzo gracias a la decisión de Carlos II de legar su herencia íntegra al segundo nieto de Luis XIV. Una convicción, la de conservar en su totalidad las partes que componían la Monarquía española, conviene subrayarlo, compartida por borbónicos y austracistas, ambos, no obstante, vampirizados por sus respectivos protectores, es decir, Francia, por un lado, y por el otro Gran Bretaña y, en menor medida, Austria. Si bien las hostilidades se desencadenaron en Italia en 1701, la guerra no desembarcó –literalmente– en la península ibérica hasta 1704, y lo hizo en Portugal. No fue hasta 1705, con la toma de Barcelona por parte de la flota angloholandesa tras un primer intento fallido el año anterior, cuando la guerra se reprodujo a gran escala a lo largo de la geografía española.21 Daba comienzo una dualidad entre la guerra en España y en el resto de Europa que fue difícil de entender y justificar hasta para sus propios responsables. España era, al mismo tiempo, frente secundario y leitmotiv de todo lo que estaba sucediendo en Europa. El frente peninsular era así un escenario menor en lo militar, complejo en el plano logístico, costoso para ambos bandos, pero ¿cuál era el sentido de todo aquello, sino colocar al archiduque Carlos en el trono español o, en su defecto, mantener a Felipe V en Madrid? ¿Merecía la pena el esfuerzo en los Países Bajos e Italia, si la guerra se perdía en España?
Esa tensión interna recorrió las cancillerías europeas durante más de una década, y se detalla aquí. Este trabajo sigue las balas, pero también sigue el dinero y las redes de intereses creados que explican adhesiones y rechazos, éxitos y fracasos. Los miles de vidas que se vieron afectadas por los sucesos de 1706 y 1707 lo hicieron en aras de una colosal empresa colectiva, que no era otra que la aspiración a la hegemonía mundial, compartida por las grandes potencias europeas de la época. Una historia, en fin, que merece ser contada, de lo individual a lo colectivo, y de lo local a lo global, marcada como está por la violencia y la ambición, pero también por el sacrificio y la compasión, la misma que sus protagonistas esperan encontrar en los lectores del presente. A fin de cuentas, sus vidas chocaron en una batalla decisiva:
Down by a crystal river side,I fell a weeping;to see my brother soldier dear,upon the ground lie bleeding.
Junto al arroyo de agua cristalinaSentí un lamentoAl ver a mi querido camaradaYaciendo ensangrentado en el suelo
It was from the Castle of Vino,we marched on Easter Sunday;and the battle of Almanza,was fought on Easter Monday.22
Desde el castillo de VinoMarchamos en el domingo de PascuaY combatimos en el lunes de Pascuaen la batalla de Almansa.
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1. En castellano: «Cuando Felipe quinto llegó a España como dirigente en Irún bailó Pachico el pequeño, asombró a todo el mundo su sabiduría para bailar, alegró a los grandes hombres de España, Ondarrabia ama al rey», en Inzenga, J., 1874, 93-94. Debo el conocimiento de esta canción a Luisfer Etxeberria.
2. El viaje del duque de Cars se reparte entre el final del primer tomo y el comienzo del segundo tomo de sus memorias. La conversación en cuestión entre Federico de Prusia y él, en De Pérusse, duc des Cars, 1890, t. II, 1-12.
3. Recordemos el supremo esfuerzo que supuso la construcción del Canal del Mediodía entre 1666 y 1681 para conectar la costa atlántica y la mediterránea. Aun así, pese a este logro, podemos imaginar la dificultad de enviar, por ejemplo, armamento, munición y pólvora desde el Franco Condado, Borgoña o el Delfinado hasta el norte de Italia, atravesando zonas con escasa densidad de población, malos caminos, nulas conexiones fluviales, multitud de aduanas, impuestos y privilegios locales, y con, por último, los Alpes de por medio. Rowlands, G., 2011, 25, 492-514.
4. Oury, C., 2020, 142.
5. Drévillon, H., 2015, 54-58.
6. Moret, E., 1851, 172.
7. Hume, M., 1999, 241.
8. Noah Harari, Y., 2007, vol. 18, 251-266.
9. Ostwald, J., 2000, 64, 649-678.
10. Nolan, C. J., 2019, 129.
11. Corvisier, A., 2013, 129-132.
12. Kamen, H., 1974; Francis, D., 1975; Voltes Bou, P., 1990; Hugill, J. A. C., 1991; Falkner, J., 2015; Oury, C., op. cit.
13. VV. AA., 2000; Álvarez-Ossorio, A., García García, B. J., León Sanz, V. (eds.), 2007.
14. Cervera Torrejón, J. L., Gavara Prior, J., Mira González, E. (eds.), 2007; García González, F. (ed.), 2007.
15. Cervera Torrejón, J. L., 2000.
16. Scott, H., 2018, 29-59.
17. Albareda, J., 2010.
18. Torras i Ribé, J. M., 1999; Albareda, J., 2002.
19. García Cárcel, R., 2002.
20. García Hernán, D., 2014, 71-94.
21. Espino López, A., 2014, 224-225.
22. Logan, W. H., 1869, 82-84.
La batalla de Ramillies entre franceses e ingleses, 23 de mayo de 1706 (1706-1710), óleo sobre lienzo de Jan van Huchtenburgh, Rijksmuseum, Ámsterdam. Esta batalla marcó el final de los Países Bajos españoles. La inmediata pérdida de Bruselas, Gante, Lovaina y Amberes, entre otras ciudades, terminó con dos siglos de gobierno español sobre la actual Bélgica.
Señor mío, el mundo siempre ha sido uno, porque nunca ha sido constante, ni seguro en sus movimientos, es mar, que ya en calma, ya en tempestad, varía las fortunas.1
Un tenebroso fenómeno astronómico parecía sellar las aspiraciones borbónicas sobre la Monarquía Hispánica. Tras un violento invierno, la campaña de 1706 tenía que verse culminada con la recuperación de Barcelona y, con ella, del conjunto de la Corona de Aragón. Cuando, a los pies de Montjuic, parecía posible recuperar Cataluña, la oscuridad devoró el incierto cielo de la primavera. El día se volvía noche en Versalles y en Madrid, y el Rey Sol, amén de maldecir la temeridad de su nieto, se consumía, tal vez por vez primera, en un gélido viento que recorría sus venas.
Luis XIV empezaba a dudar.
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1. Leefdael, F., 1707, en BNE, U/10326(19), 79-86.
Lo uno y lo otro te explicaré lo mejor que alcanzare, advirtiéndote,
que los cielos y sus astros, influyen, e inclinan,
pero no obligan ni precisan a la voluntad humana,
que ésta goza siempre, salvo en su bien o mal obrar,
el libre albedrío.1
Meses antes de tan lóbrego augurio, Íñigo de la Cruz Manrique de Lara, marqués de la Hinojosa y señor de los Cameros, era recibido por Luis XIV. El aristócrata castellano intentó agradar al todopoderoso monarca y le relató una situación esperanzadora de cara a la campaña de 1706. Incómodo por lo que estaba escuchando, el Rey Sol interrumpió a su interlocutor, y le espetó un cortante «no nos engañemos». Un incómodo Manrique de Lara redactaba en su informe que Luis, después de asegurarle que él era el primer interesado en la gloria de su nieto, consideraba imposible enviar más ayuda a España. Se había perdido Cataluña, se estaba perdiendo Valencia y, decía el monarca francés,
[…] a mí se me piden tropas en coyuntura que el no esperar este suceso no sólo me hacía tenerlas empleadas en otras partes, sino destinadas al avenir para otras medidas. A esto se añade que no pueden volar, y que el Rey de España las desea con la brevedad que me referís. Vos sois hombre de guerra, y conocéis que tropas que acaban de salir en campaña, ponerlas en una larga marcha y hacerlas entrar en operación antes que se recluten, vistan y armen más que enviar un socorro a España es perderlas yo, sin utilidad de mi nieto ni de la España.2
Las enormes distancias y el escaso margen de reacción a los que hacía referencia Luis XIV eran innegables. En un comienzo, la Guerra de Sucesión española presentaba claras divergencias con la Guerra de la Liga de Augsburgo (1688-1697), en la cual Francia se enfrentó al conjunto de potencias europeas, que incluía España. Al comenzar el nuevo conflicto, Francia contemplaba un escenario en el que, si bien la guerra con Austria en el norte de Italia era inevitable, podía esperarse la neutralidad de Inglaterra y las Provincias Unidas. En cambio, a comienzos de 1706, sus ejércitos se encontraban combatiendo contra sus rivales en España, Italia, los Países Bajos y Centroeuropa. Ello suponía enormes problemas logísticos, y empezaba a representarse como una pesadilla geoestratégica, agrandada por la dificultad para enviar dinero y materiales a los ejércitos destinados en el extranjero. Una cuestión de especial complejidad en una España en la que las infraestructuras financieras, comerciales y de transporte estaban mermadas, y donde las posibilidades de cambiar las remesas por letras de cambio eran muy limitadas. A esto se sumaba el propio declive financiero del estado francés, cada vez más escaso de crédito.3 En contraste con la mentalidad militar de la época, cada vez era más gravoso ceñirse a una guerra de posiciones.4
Si esto empezaba a ser preocupante en el frente de los Países Bajos y en el Rin, en España, sembrada de fortificaciones medievales y pueblos dispersos a recorrer en penosas marchas bajo una climatología inclemente, podía ser la tumba del ejército borbónico. ¿Cómo ganar la guerra, entonces? Permanecer a la defensiva resultaba tremendamente costoso, y emplear una estrategia ofensiva chocaba con el entramado de fortificaciones y líneas defensivas que imposibilitaban avanzar hacia los Países Bajos, Alemania y los Alpes. En España, cualquier avance en falso en suelo enemigo, bien fuese Portugal, bien fuese Cataluña, podía resultar fatal. Luis XIV era del todo consciente de la situación, y advertía a Manrique de Lara de los riesgos de intentar reconquistar Cataluña. La frontera con Portugal estaba desatendida, y la pérdida de plazas como Badajoz o Ciudad Rodrigo podía dejar expedito el camino hacia Madrid. Los informes franceses eran claros a este respecto. La frontera luso-extremeña necesitaba, por lo menos, diez batallones compuestos de vieux soldats, es decir veteranos, capaces de apoyar a la bisoña infantería española. Pese a la superioridad de la caballería borbónica, il y a tout à craindre de coté de Portugal o «tememos [que suceda] lo peor por la frontera de Portugal».
Ya en enero, el embajador francés, Michel-Jean Amelot, avisaba en estos términos del peligro, al advertir que, de caer Badajoz, no había «ni poste, ni montagne, ni rivière», «ni plaza, ni montaña, ni río» capaces de frenar el avance del Ejército aliado sobre Madrid. Al comienzo de la campaña, Felipe V disponía de 10 batallones –o, mejor dicho, regimientos compuestos por un único batallón– de infantería y 12 escuadrones de caballería en Andalucía, por 10 y 27 en Extremadura, 8 y 10 en Castilla y 10 –de los cuales 8 eran tercios provinciales– y 5 en Galicia. Los regimientos de infantería estaban incompletos, a la espera de nuevas reclutas. A estos efectivos se sumaban las tropas que permanecían en el interior valenciano, así como los regimientos de guardias reales. En cuanto al ejército comandado por el conde de Tessé en Aragón, con 10 batallones y tan solo 9 escuadrones, se encontraba en un escenario a todas luces precario en la cuenca del río Cinca. Visto el panorama, Amelot consideraba perentorio el envío de otros 18 batallones franceses, amén de las reclutas que se iban distribuyendo desde Madrid. Asimismo, tanto él como el propio Tessé subrayaban la importancia de tomar primero Valencia antes de marchar sobre Barcelona.5
Su criterio iba a ser desatendido, con nefastas consecuencias. Días después de su reunión con Luis XIV, Manrique de Lara era recibido en el Louvre por Sébastien Le Prestre de Vauban, el ingeniero militar detrás del pré carré francés. Para asombro de Manrique de Lara, Vauban le descubrió los mapas y maquetas de las principales ciudades de España. Al detenerse en el plano de Barcelona, Vauban estimó en veinticuatro mil los hombres necesarios para recuperar la ciudad. Manrique de Lara, acorralado, prometió ese ejército. El emisario español creyó haber «enfervorecido al buen viejo», pero tanto Luis como Vauban, con décadas de experiencia en los asuntos de guerra, parecían conocer mucho mejor la gravedad de las circunstancias. Poco después, el IX duque de Alba, embajador en Versalles, se reunía con el Rey Sol y con el ministro de guerra, Michel Chamillart. Ambos estaban al corriente de la entrada en Valencia del cuerpo expedicionario inglés comandado por Charles Mordaunt, conde de Peterborough, y no escondían su malestar ante lo que trataba de explicar Alba. Felipe V deseaba comandar su ejército, tomar primero Valencia, y marchar después hacia el norte para tomar Barcelona. El plan sería posible si se mantenían diez batallones franceses en la frontera del Rosellón, y se enviaban otros diez para que estos entrasen en Aragón por Jaca. El grueso del ejército, comandado por el mariscal de Tessé, marcharía hacia la desembocadura del Ebro desde Zaragoza.
Por último, las tropas encargadas de expulsar a los británicos y migueletes de Valencia terminarían de envolver al Ejército aliado. Peterborough se vería obligado a retirarse de Valencia al conocer la entrada de un ejército comandado por el II duque de Noailles por Figueras. El plan era ambicioso, y tanto Luis como el duque de Alba coincidían en que tenía demasiados puntos de fuga, máxime al dar por asegurado un terreno tan hostil como lo era el interior valenciano. De hecho, antes incluso de iniciarse la campaña, Tessé advertía que los austracistas catalanes estaban sacando el trigo del Ampurdán «así por lo que necesitan de ellos en Barcelona como para quitarlos a las tropas de Francia que entraren en Cataluña», lo que avisaba de las dificultades que iban a encontrar en el avance sobre Barcelona si no se tomaba primero Tortosa y, con ello, se establecía un puente con la llegada de suministros desde una Italia aún borbónica.6 Para reconducir la situación, se prometía el envío a España del duque de Berwick, pero Alba no podía ocultar su pesimismo ante el rápido empeoramiento de la situación.7
Estas dudas coincidían con las advertencias manifestadas por los oficiales borbónicos desplegados en el reino de Valencia, el cual se había perdido con una facilidad pasmosa en los meses precedentes.8 Los minuciosos informes enviados por Cristóbal de Moscoso Montemayor y Córdoba, I conde de las Torres de Alcorrín, durante los meses de enero y febrero, nos muestran una guerra sucia, con episodios atroces como el saco borbónico de Villareal y un encono que se retroalimentaba con las acciones represivas sobre la población civil.9 Las instrucciones, ahora, consistían en detraer tropas de Aragón, Murcia y Alicante, con el fin de recuperar la ciudad de Valencia y asegurar el campo hasta Denia. Mientras tanto, en las huertas entre Murcia y Alicante se daban los primeros combates en la frontera meridional del frente. Las milicias borbónicas recuperaron el control sobre Elche, Orihuela y Alicante durante el invierno de 1706, aunque el futuro parecía incierto. Mientras tanto, el mariscal de Tessé, con el grueso del ejército, sitiaría Tortosa. Con la retaguardia asegurada, se marcharía hacia Barcelona. Este plan tenía numerosos fallos. No parecía entender que la actividad de las guerrillas austracistas en el interior y la huerta valencianos requería, en primer lugar, pacificar el país. Las órdenes de llevar a cabo una política de terror si la capital no capitulaba, las cuales incluían la ejecución de los líderes austracistas Juan Bautista Basset y Rafael Nebot, cuyas cabezas debían clavarse «en las partes más públicas» de la ciudad, suponían un grave error de comprensión de la naturaleza del conflicto. Las órdenes de escrupuloso respeto a la integridad de la población civil en el caso de que la capital valenciana capitulase de forma pacífica tampoco se atenían a la realidad, máxime cuando las fuerzas austracistas ya habían iniciado la represión hacia la población borbónica y a los residentes de nacionalidad francesa.10
Asedio de Barcelona (1706), grabado de Pieter Schenk, Rijksmuseum, Ámsterdam. Las tropas hispanofrancesas comandadas por el mariscal de Tessé consiguieron tomar el castillo de Montjuic, pero la ciudad fue socorrida por la flota angloholandesa y las Dos Coronas se vieron obligadas a levantar el asedio.
Dicha instrucción ignoraba así la dinámica de guerra civil que estaba tomando el conflicto. Asimismo, «sobre el punto de los fueros», se especificaba que la decisión quedaba reservada a la real clemencia y la «benignidad del Rey», en función de si la ciudad capitulaba o resistía, detalle de especial interés y que nos revela el punto de vista del gobierno borbónico año y medio antes de los Decretos de Nueva Planta.11 El plan, en su conjunto, era poco realista, y daba por supuesto que, una vez rendidas Valencia y Denia, bastaría con dejar pequeñas guarniciones en ambas ciudades para asegurar el conjunto del reino. No contaba, además, con la llegada de refuerzos británicos y con la iniciativa de Peterborough, quien había sabido leer la situación a la perfección.12 El comandante inglés mostró una habilidad pasmosa para combinar tropas regulares británicas y migueletes austracistas, y supo reconducir el curso de los acontecimientos, empezando por el encarcelamiento del propio Basset, el cual se había convertido en una amenaza al nuevo orden que trataba de establecerse,13 y había liderado, desde lo que la historiografía llegaría a denominar un «gobierno popular», la represión y las expropiaciones sobre la población significada como borbónica, en especial en los estamentos nobiliario y eclesiástico y, por supuesto, sobre los inmigrantes franceses, en su mayoría comerciantes beneficiados por la política mercantil borbónica.14
Los crímenes del líder valenciano escandalizaron al mucho más diplomático Peterborough, quien calificó de inconcebibles «what infamies have been commited by Basset in this country, and such insolences and follies», o «las infamias cometidas por Basset en este país, con semejantes insolencias y locuras» en claro perjuicio de la imagen del archiduque Carlos.15
Mientras tanto, el conde de las Torres, militar experto y que llevaba meses combatiendo en un país hostil y en un medio físico inhóspito durante los peores meses del invierno, seguía esperando los refuerzos franceses, y discrepaba de las órdenes que le llegaban desde Madrid. Pedía más tropas para ocupar el conjunto de la región valenciana, y enviaba al brigadier irlandés Daniel Mahony a Madrid con la esperanza de que lo recibiera Felipe V. A finales de febrero, aún quería creer que las noticias de la salida del Rey Católico de Madrid significaban que el objetivo de la campaña era Valencia. En realidad, las instrucciones que había recibido de mantener su posición a unos veinte kilómetros de Valencia lo que significaban era que él estaba, en la práctica, al mando de una operación de diversión. El conde de las Torres advertía que el enemigo controlaba el territorio, y que todo lo que no fuese la entrada del ejército comandado por Tessé se traduciría en la pérdida de Valencia, en el desánimo y deserción de las escasas tropas con las que contaba, y en una ganancia de tiempo y recursos para el enemigo.16 Por si esto fuera poco, se negó a quedar subordinado a Joaquín Ponce de León Lancaster y Cárdenas, VII duque de Arcos. Pasaría, en cualquier caso, las siguientes semanas atascado en una guerra de guerrillas en el interior de Valencia y Alicante. El duque de Sarno, que se había retirado a Alicante tras estar a punto de ser asesinado por los campesinos, informaba en parecidos términos. La orografía montañosa y las lluvias hacían los caminos impracticables, y tanto el interior como la costa estaban plagados de partidas de milicianos austracistas.17
En apenas unos meses, las posiciones borbónicas se habían reducido a los enclaves costeros de Alicante y Peñíscola, amén de la zona colindante a Murcia, y el conde de las Torres se veía obligado a retirar sus mermadas fuerzas hacia Castilla. Sin embargo, el plan de tomar Barcelona seguía en pie. El mariscal de Tessé sería el responsable de dirigir el ejército hispanofrancés hasta Barcelona, ignorándose las reticencias del propio Tessé. El general francés había salvado un lance comprometido en la capital aragonesa, cuando una turba local asesinó tanto a soldados franceses como a miembros de su séquito personal.18