Amalia. Tomo 1 - José Mármol - E-Book

Amalia. Tomo 1 E-Book

José Mármol

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«Amalia» es una novela del escritor José Mármol publicada como folletín a partir de 1851. El joven unitario Eduardo Belgrado es herido cuando abandona Buenos Aires para unirse a las tropas que luchan contra Rosas. Su amigo Daniel lo salva y lo lleva a casa de su prima, Amalia, una joven viuda. Ella y Eduardo se enamoran en medio de la tragedia y los crímenes de guerra.

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Seitenzahl: 626

Veröffentlichungsjahr: 2022

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José Mármol

Amalia. Tomo 1

 

Saga

Amalia. Tomo 1

 

Copyright © 1901, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726681970

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PARTE PRIMERA.

CAPÍTULO I.

Traicion.

El 4 de Mayo de 1840, á las diez y média de la noche, seis hombres atravesaban el patio de una pequeña casa de la calle de Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires.

Llegados al zaguan, oscuro como todo el resto de la casa, uno de ellos se pára, y dice á los otros:

— Todavía una precaucion mas.

— Y de ese modo no acabaremos de tomar precauciones en toda la noche, contesta otro de ellos, al parecer el mas jóven de todos, y de cuya cintura pendia una larga espada, medio cubierta por los pliegues de una capa de paño azul que colgaba de sus hombros.

— Por muchas que tomemos serán siempre pocas, replica el primero que habia hablado. Es necesario que no salgamos todos á la vez. Somos seis; saldremos primeramente tres, tomaremos la vereda de enfrente; un momento despues saldrán los tres restantes, seguirán esta vereda, y nuestro punto de reunion será la calle de Balcarce, donde cruza con la que llevamos.

— Bien pensado.

— Sea, yo saldré delante con Merlo, y el señor, dijo el jóven de la espada á la cintura, señalando al que acababa de hacer la indicacion. Y diciendo esto, tiró el pasador de la puerta, la abrió, se embozó en su capa, y atravesando á la vereda opuesta con los personajes que habia determinado, enfiló la calle de Belgrano, con direccion al rio.

Los tres hombres que quedaban salieron dos minutos despues, y luego de haber cerrado la puerta, tomaron la misma direccion que aquellos, por la vereda determinada.

Despues de caminar en silencio algunas cuadras, el compañero del jóven que conocemos por la distincion de una espada á la cintura, dijo á este, miéntras aquel otro á quien habian llamado Merlo, marchaba adelante embozado en su poncho:

— ¡Es triste cosa, amigo mio! ¡Esta es la última vez quizá que caminamos sobre las calles de nuestro país. Emigramos de él para incorporarnos á un ejército que habrá de batirse mucho, y Dios sabe qué será de nosotros en la guerra!

— Demasiado conozco esa verdad, pero es necesario dar el paso que damos... Sin embargo, continuó el jóven despues de algunos segundos de silencio: hay álguien en este mundo de Dios que cree lo contrario que nosotros.

— ¿Cómo lo contrario?

— Es decir, que piensa que nuestro deber de argentinos es el de permanecer en Buenos Aires.

— ¿Á pesar de Rosas?

— Á pesar de Rosas.

— ¿Y no ir al ejército?

— Eso es.

— ¡Bah, pero es un cobarde ó un mashorquero!

— Ni lo uno, ni lo otro. Al contrario, su valor raya en temeridad, y su corazon es el mas puro y noble de nuestra generacion.

— ¿Pero qué quiere que hagamos, pues?

— Quiere, contestó el jóven de la espada, que todos permanezcamos en Buenos Aires, porque el enemigo á quien hay que combatir está en Buenos Aires, y no en los ejércitos, y hace una hermosísima cuenta para probar que menos número de hombres moriremos en las calles el dia de una revolucion, que en los campos de batalla en cuatro ó seis meses, sin la menor probabilidad de triunfo... Pero dejemos esto porque en Buenos Aires el aire oye, la luz ve, y las piedras ó el polvo repiten luego nuestras palabras á los verdugos de nuestra libertad. El jóven levantó al cielo unos grandes y rasgados ojos negros, cuya expresion melancólica se convenia perfectamente con la palidez de su semblante, iluminado con la hermosa luz de los veinte y seis años de la vida.

Á medida que la conversacion se habia animado sobre aquel tema, y que se aproximaban á las barrancas del rio, Merlo acortaba el paso, ó parábase un momento para embozarse en el poncho que lo cubria.

Llegados á la calle de Balcarce:

— Aquí debemos esperar á los demas, dijo Merlo.

— ¿Está usted seguro del paraje de la costa en que habremos de encontrar la ballenera? preguntóle el jóven.

— Muy seguro, contestó Merlo. Yo me he convenido á ponerlos á ustedes en ella, y sabré cumplir mi palabra, como han cumplido ustedes la suya, dándome el dinero convenido; no para mí, porque yo soy tan buen patriota como cualquiera otro, sino para pagar los hombres que los han de conducir á la otra Banda; ¡y ya verán ustedes qué hombres son!

Clavados estaban los ojos penetrantes del joven en los de Merlo, cuando llegaron los tres hombres que faltaban á la comitiva.

— Ahora es preciso no separarnos mas, dijo uno de ellos. Siga usted adelante, Merlo, y condúzcanos.

Merlo obedeció, en efecto, y siguiendo la calle de Venezuela, dobló por la callejuela de San Lorenzo, y bajó al rie, cuyas olas se escurrian tranquilamente sobre el manto de esmeralda que cubre de ese lado las orillas de Buenos Aires.

La noche estaba apacible, alumbrada por el tenue rayo de las estrellas, y una brisa fresca del sur empezaba á dar anuncio de los próximos frios del invierno.

Al escaso resplandor de las estrellas se descubria el Plata, desierto y salvaje como la Pampa; y el rumor de sus olas, que se desenvolvian sin violencia y sin choque sobre las costas planas, parecia mas bien la respiracion natural de ese gigante de la América, cuya espalda estaba oprimida por treinta naves francesas en los momentos en que tenian lugar los sucesos que referimos.

Los que alguna vez hayan tenido la fantasía de pasearse en una noche oscura á las orillas del Rio de la Plata, en lo que se llama el Bajo en Buenos Aires, habrán podido conocer todo lo que ese paraje tiene de triste, de melancólico, y de imponente al mismo tiempo. La mirada se sumerge en la extension que ocupa el rio, y apénas puede divisar á la distancia la incierta luz de alguno que otro buque de la rada interior. La ciudad, á dos ó tres cuadras de la orilla, se descubre informe, oscura, inmensa. Ningun ruido humano se percibe, y solo el rumor monótono y salvaje de las olas anima lúgubremente aquel centro de soledad y de tristeza.

Pero aquellos que hayan llegado á ese paraje, entre las sombras de la noche, para huir de la patria cuando el desenfreno de la dictadura arrojó á la proscricion centenares de buenos ciudadanos, esos solamente podrán darse cuenta de las impresiones que inspiraba ese lugar, y en esas horas, en que se debia morir al puñal de la Mashorca si eran sentidos; ó decir ¡á Dios! á la patria, á la familia, al amor, si la fortuna les hacia pisar el débil barco que debia conducirlos á una tierra extraña, en busca de un poco de aire libre, y de un fusil en los ejércitos que operaban contra la dictadura.

En la época á que nos referimos, ademas, la salud del ánimo empezaba á ser quebrantada por el terror: por esa enfermedad terrible del espíritu, conocida y estudiada por la Inglaterra y por la Francia, mucho tiempo ántes que la conociéramos en la América.

Á las cárceles, á las personerías, á los fusilamientos, empezaban á suceder los asesinatos oficiales ejecutados por la Mashorca; por ese club de bandidos, á quien los primeros partidarios de Cromwell habrian mirado con repugnancia, y los amigos de Marat con horror.

El terror, pues, que empezaba á apoderarse de todos los espíritus, no podia dejar de obrar su influencia elicaz en el ánimo de esos hombres que caminaban en silencío por la costa del rio, en direccion á Barrácas, á las once de la noche, y con el designio de emigrar de la patria, crímen de lesa tiranía que con la muerte se castigaba irremediablemente.

Nuestros prófugos caminaban sin cambiarse una sola palabra; y es ya tiempo de dar á conocer sus nombres.

Aquel que iba delante de todos, era Juan Merlo: hombre del vulgo; de ese vulgo de Buenos Aires, que se hermana con la gente civilizada por el vestido, con el gaucho por su antipatía á la civilizacion, y con el pampa por sus habitudes holgazanas. Merlo, como se sabe, era el conductor de los demas.

Á pocos pasos seguíalo el coronel D. Francisco Lynch, veterano desde 1813; hombre de la mas culta y escogida sociedad, y de una hermosura remarcable.

En pos de él caminaba el jóven D. Eduardo Belgrano, pariente del antiguo general de este nombre, y poseedor de cuantiosos bienes que habia heredado de sus padres; corazon valiente y generoso, é inteligencia privilegiada por Dios y enriquecida por el estudio. Este es el jóven de los ojos negros y melancólicos, que conocen ya nuestros lectores.

En seguida de él, marchaban Oliden, Riglos y Maisson, argentinos todos.

En este órden habian llegado ya á la parte del Bajo que está entre la Residencia y la alta barranca que da á Barrácas en la calle de la Reconquista; es decir, se hallaban en paraledo con la casa que habitaba el ministro de S. M. B. caballero Mandeville.

En ese paraje, Merlo se pára y les dice:

— Es por aquí donde la ballenera debe atracar.

Las miradas de todos se sumergieron en la oscuridad, buscando en el rio la embarcacion salvadora; miéntras que Merlo parecia que la buscaba en tierra, pues que su vista se dirigia hácia Barrácas, y no á las aguas donde estaba clavada la de los prófugos.

— No está, dijo Merlo; no está aquí, es necesario caminar algo mas.

La comitiva le siguió en efecto; pero no llevaba dos minutos de marcha, cuando el coronel Lynch, que iba en pos de Merlo, divisó un gran bulto á treinta ó cuarenta varas de distancia, en la misma direccion que llevaban; y en el momento en que se volvia á comunicárselo á sus compañeros, un ¡quién vive! interrumpió el silencio de aquellas soledades, trayendo un repentino pavor al ánimo de todos.

— No respondian; yo voy á adelantarme un poco á ver sí distingo el número de hombres que es, dijo Merlo, que sin esperar respuesta caminó algunos pasos primero, y tomó en seguida una rápida carrera hácia las barrancas, dando al mismo tiempo un agudo silbido.

Un ruido confuso y terrible respondió inmediatamente á aquella señal: el ruido de una estrepitosa carga de caballería, dada por cincuenta jinetes, que en dos segunlos cayeron como un torrente sobre los desgraciados prófugos.

El coronel Lynch apénas tuvo tiempo para sacar de sus bolsillos una de las pistolas que llevaba, y ántes de poder hacer fuego, rodó por tierra al empuje violento de un caballo.

Maisson y Oliden pueden disparar un tiro de pistola cada uno, pero caen tambien como el coronel Lynch.

Riglos opone la punta de un puñal al pecho del caballo que le atropella, pero rueda tambien á su empuje irresistible, y caballo y jinete caen sobre él. Este último se levanta al instante, y su cuchillo, hundiéndose tres veces en el pecho de Riglos, hace de este infeliz la primera víctima de aquella noche aciaga.

Lynch, Maisson, Oliden, rodando por el suelo, ensangrentados y aturdidos bajo las herraduras de los caballos, se sienten pronto asir por los cabellos, y que el filo del cuchillo busca la garganta de cada uno, al influjo de una voz aguda é imperante, que blasfemaba, insultaba y ordenaba allí: ¡los infelices se revuelcan, forcejean, gritan; llevan sus manos hechas pedazos ya á su garganta para defenderla!... todo es en vano!..... El cuchillo mutila las manos, los dedos caen, el cuello es abierto á grandes tajos; y en los borbollones de la sangre se escapa el alma de las víctimas á pedir á Dios la justicia debida á su martirio.

Y entretanto que los asesinos se desmontan y se apiñan en derredor de los cadáveres para robarles alhajas y dinero; entretanto que nadie se ve ni se entiende en la oscuridad y confusion de esta escena espantosa, á cien pasos de ella se encuentra un pequeño grupo de hombres que, cual un solo cuerpo expansivamente elástico, tomaba, en cada segundo de tiempo, formas, extension y proporciones diferentes: era Eduardo que se batia con cuatro de los asesinos.

En el momento en que cargaron sobre los prófugos; en aquel mismo en que cayó el coronel Lynch, Eduardo, que marchaba tras él, atraviesa casi de un salto un espacio de quince piés en direccion á las barrancas. Esto solo le basta para ponerse en línca con el flanco de la caballería, y evitar su empuje; plan que su rápida imaginacion concibió y ejecutó en un segundo; tiempo que le habia bastado tambien para desenvainar su espada, arrancarse la capa que llevaba prendida al cuello, y recogerla sobre su brazo izquierdo.

Pero si habia librádose del choque de los caballos, no habia evitado el ser visto, á pesar de la oscuridad de la noche, que por momentos embozaba la débil claridad de las estrellas. El muslo de un jinete roza por su hombro izquierdo; y ese hombre y otro mas, hacen girar sus caballos con la prontitud del pensamiento, y embisten, sable en mano, sobre Eduardo.

Este no ve, adivina, puede decirse, la accion de los asesinos, y, dando un salto hácia ellos, se interpone entre los dos caballos, cubre su cabeza con su brazo izquierdo envuelto entre el colchon que le formaba la capa, y hunde su espada hasta la guarnicion en el pecho del hombre que tiene á su derecha. Cadáver ya, aun no ha caido ese hombre de su caballo, cuando Eduardo ha retrocedido diez pasos, siempre en direccion á la ciudad.

En ese momento tres asesinos mas se reunen al que acababa de sentir caer el cuerpo de su compañero á los piés de su caballo, y los cuatro cargan entónces sobre Eduardo.

Este se desliza rápidamente hácia su derecha para evitar el choque, tirando al mismo tiempo un terrible corte que hiere la cabeza del caballo que presenta el flanco de los cuatro. El animal se sacude, se recuesta súbitamente sobre los otros, y el jinete, creyendo que su caballo está herido de muerte, se tira de él para librarse de su caída; y los otros se desmontan al mismo tiempo, siguiendo la accion de su compañero, cuya causa ignoran.

Eduardo entóncos tira su capa y retrocede diez ó doce pasos mas. La idea de tomar la carrera pasa un momento por su imaginacion; pero comprende que la carrera no hará sino cansarlo y postrarlo, pues que sus perseguidores montarán de nuevo y lo alcanzarán pronto.

Esta reflexion, súbita como la luz, sin embargo no habia terminádose en su pensamiento, cuando los asesinos estaban ya sobre él, tres de ellos con sables de caballería y el otro armado de un cuchillo de matadero. Tranquilo, valiente, vigoroso y diestro, Eduardo los recibe á los cuatro parando sus primeros golpes, y evitando con ataques parciales que le formasen el círculo que pretendian. Los tres de sable lo acometen con rabia, lo estrechan y dirigen todos los golpes á su cabeza; Eduardo los pára con un doble círculo, y haciendo dilatar la rueda que le formaban, con cortes de primera y tercera, comienza á ganar hácia la ciudad largas distancias, conquistando terreno en los cortes con que ofendia, y en los círculos dobles con que paraba.

Los asesinos se ciegan, se encarnizan, no pueden comprenuer que un hombre solo les resista tanto; y en sus vértigos de sangre y de furor no perciben que se hallan ya á doscientos pasos de sus compañeros; cumpliéndose mas en cada momento la intencion de alejarlos, que desde el principio tuvo Eduardo para perderse con ellos entre la oscuridad de la noche.

Eduardo, sin embargo, sentia que la fuerza le iba faltando, y que era ya difícil la respiracion de su pecho. Sus contrarios no se cansan ménos, y tratan de estrecharlo por última vez. Uno de ellos incita á los otros con palabras de demonio; pero al momento de descargar sus golpes sobre Eduardo, este tira dos cortes á derecha é izquierda con toda la extension de su brazo, amaga á todos, y pasa como un relámpago de acero por el centro de sus asesinos, ganándoles algunos pasos mas hácia la ciudad.

El hombre del cuchillo acababa de perder este y parte de su mano al filo de la espada de Eduardo, y otro de los de sable empieza á perder la fuerza en la sangre abundante que se escurria de una honda herida en su cabeza.

Los cuatro lo hostigan con teson, sin embargo. El hombre mutilado, en un acceso de frenesí y de dolor, se arroja sobre Eduardo y lanza sobre su cabeza el inmenso poncho que tenia en su mano izquierda. Este último, que no habia comprendido la intencion de su contrario, cree que lo atropella con el puñal en la mano, y lo recibe con la punta de su espada, que le atraviesa el corazon. El poncho habia llegado á su destino: la cabeza y el cuerpo de Eduardo quedan cubiertos en él; no se turba su espíritu, sin embargo: da un salto atras; su mano izquierda, libre de su ca pa que habia arrojado desde el principio del combate, coge el poncho y empieza á desenvolverlo de la cabeza, miéntras su diestra describe círculos con su espada en todas direcciones. Pero en el momento en que su vista quedaba libre de aquella nube repentina y densa que la cubrió, la punta de un sable penetra á lo largo de su costado izquierdo, y el filo de otro le abre una honda herida sobre el hombro derecho.

— ¡Bárbaros, dice Eduardo, no conseguiréis llevarle mi cabeza á vuestro amo, sin haber ántes hecho pedazos mi cuerpo!

Y, recogiendo todas las pocas fuerzas que le quedaban, pára en tercia una estocada que le tira su contrario mas próximo; y, desenganchando, se va á fondo, en cuarta, con toda la extension de su cuerpo: dos hombres caen á la vez al suelo: el contrario de Eduardo, atravesado el pecho, y Eduardo que no ha tenido fuerzas para volver á su primera posicion, y que cae sin perder, empero, su conocimiento, ni su valor.

Los dos asesinos que peleaban aun se precipitan sobre él.

— ¡Aun estoy vivo! grita Eduardo con una voz nerviosa y sonora; la primera voz fuerte que había resonado en ese lugar é interrumpido el silencio de esa terrible escena; y los ecos de esa voz se repitieron en mucha extension de aquel lugar solitario.

Eduardo se incorpora un poco; fija el codo de su brazo derecho sobre el vientre del cadáver que tenia á su lada, y tomando la espada con la mano izquierda, quiere todavía sostener su desigual combate.

Aun en ese estado los asesinos se le aproximan con recelo. El uno de ellos se acerca por los piés de Eduardo y descarga un sablazo sobre su muslo izquierdo, que el infeliz no tuvo tiempo, ni posicion, ni fuerza para parar. La impresion del golpe le inspira un último esfuerzo para incorporarse; pero á ese tiempo la mano del otro asesino lo toma de los cabellos, da con su cabeza en tierra, é hinca sobre su pecho una rodilla.

— ¡Ya estás, unitario, ya estás agarrado! le dice, y volviéndose al otro que se habia abrazado de los piés de Eduardo, le pide su cuchillo para degollarlo. Aquel se lo pasa al momento. Eduardo hace esfuerzos todavía por desasirse de las manos que le oprimen, pero esos esfuerzos no sirven sino para hacerle perder por sus heridas la poca sangre que le quedaba en sus venas.

Un relámpago de risa feroz, infernal, ilumina la fisonomía del bandido cuando empuña el cuchillo que le da su compañero. Sus ojos se dilatan, sus narices se espanden, su boca se entreabre, y tirando con su mano izquierda los cabellos de Eduardo casi exámine, y colocando bien perpendicular su frente con el cielo, lleva el cuchillo á la garganta del jóven.

Pero en el momento que su mano iba á hacer correr el cuchillo sobre el cuello, un golpe se escucha, y el asesino cae de boca sobre el cuerpo del que iba á ser su víctima.

— ¡Á ti tambien te irá tu parte! dice la voz fuerte y tranquila de un hombre que, como caido del cielo se dirige con su brazo levantado hácia el último de los asesinos que, como se ha visto, estaba oprimiendo los piés de Eduardo, porque, aun medio muerto, temia acercarse hasta sus manos. El bandido se pára, retrocede, y toma repentinamente la huida en direccion al rio.

El hombre, enviado por la Providencia, al parecer, no lo persigue ni un solo paso: se vuelve á aquel grupo de heridos y cadáveres en cuyo centro se encontraba Eduardo.

El nombre de este es pronunciado luego por el desconocido con toda la expresion del cariño y de la incertidumbre. Tema entre sus brazos el cuerpo del asesino que habia caido sobre Eduardo, lo suspende, lo separa de él, é hincando una rodilla en tierra suspende el cuerpo del jóven y reclina su cabeza contra su pecho.

— ¡Todavía vive! dice, despues de haber sentido su respiracion, su mano toma la de Eduardo, y una leve presion le hace conocer que vive, y que le ha conocido.

Sin vacilar alza entónces la cabeza, gira sus ojos con inquietud; se levanta luego, toma á Eduardo por la cintura con el brazo izquierdo, y, cargándole al hombro, marcha hácia la próxima barranca, en que estaba situada la casa del Sr. Mandeville.

Su marcha segura y fácil hace conocer que aquellos parajes no eran extraños á su planta.

— ¡Ah! exclama de repente, apénas faltará média cuadra y..... tengo que descansar porque..... y el cuerpo de Eduardo se le escurre de los brazos entre la sangre que á los dos cubria. ¡Eduardo, le dice poniéndole sus labios en el oído; Eduardo! soy yo, Daniel; tu amigo, tu compañero, tu hermano Daniel.

El herido mueve lentamente la cabeza y entreabre los ojos. Su desmayo, originado por la abundante pérdida de su sangre, empezaba á pasar, y la brisa fria de la noche á reanimarle un poco.

— Huye….. ¡Sálvate, Daniel! fueron las primeras palabras que pronunció.

Daniel lo abraza.

— No se trata de mí, Eduardo; se trata….. de á ver….. pasa tu brazo izquierdo por mi cuello; oprime lo mas fuerte que puedas….. pero ¿qué diablos es esto? ¿Te has batido acaso con la mano izquierda, que conservas la espada empuñada con ella? ¡Ah, pobre amigo, esos bandidos te habrán herido la derecha!..... ¡y no haber estado contigo yo! Y durante hablaba así, queriendo arrancar de los labios de su amigo alguna respuesta, alguna palabra que le hiciese comprender el verdadero estado de sus fuerzas, ya que temblaba de conocer la gravedad de sus heridas, Daniel cargó de nuevo á Eduardo, que, vuelto en sí de su primer desmayo, hacia una débil fuerza sobre los hombros de su libertador, y lo llevó en sus brazos segunda vez, en la misma direccion que la anterior.

El movimiento y la brisa vuelven al herido en poco de la vida que le habia arrebatado la sangre; y con un acento lleno de cariño:

— Basta, Daniel, dice, apoyado en tu brazo creo que podré caminar un poco.

— No hay necesidad, le responde este, poniéndole suavemente en tierra; ya estamos en el lugar adonde queria conducirte.

Eduardo quedó un momento de pié; pero su muslo izquierdo estaba cortado casi hasta el hueso, y al tomar esa posicion todos los músculos heridos se resintieron, y un dolor agudísimo nizo doblar las rodillas del jóven.

— Ya me imaginaba que no podrias estar de pié, dijo Daniel, fingiendo naturalidad en su voz, pues que toda su sangre se habia helado sospechando entónces que las heridas de Eduardo eran mortales. Pero, felizmente, continuó, ya estamos aquí, aquí donde podré dejarte en seguridad miéntras voy á buscar los medios de conducirte á otra parte.

Y diciendo esto habia vuelto á cargar á su amigo, descendiendo con él, á fuerza de gran trabajo, á lo hondo de una zanja de cuatro ó cinco piés de profundidad, que dos dias ántes habian empezado á abrir á distancia de veinte piés del muro lateral de una casa sobre la barranca que acababa de subir Daniel con su pesada pero querida carga; casa que no era otra que la del ministro de S. M. B. caballero Mandeville.

Daniel sienta á su amigo en el fondo de la zanja, lo recuesta contra uno de los lados de ella, y le pregunta dónde se siente herido.

— No sé; pero aquí, aquí siento dolores terribles, dice Eduardo tomando la mano de Daniel y llevándola á su hombro derecho y á su muslo izquierdo.

Daniel respira entónces con libertad.

— Si solamente estás herido ahí, dice, no es nada, mi querido Eduardo; oprimiéndolo en sus brazos con toda la efusión de quien acaba de salir felizmente de una incertidumbre penosa; pero á la presion de sus brazos Eduardo exhala un ¡ay! agudo y dolorido.

— Debo estar tambien….. sí….. estoy herido aquí, dice llevando la mano de Daniel á su costado izquierdo….. pero sobre todo, el muslo.... el muslo me hace sufrir horriblemente.

— Espera, dice Daniel, sacando un pañuelo de su bolsillo, con el cual venda fuertemente el muslo herido. Esto á lo ménos, continúa, podrá contener algo la hemorragia, ahora venga la cintura; ¿es aquí dónde sientes la herida?

— Sí.

— Entónces..... aquí está mi corbata, y con ella oprime fuertemente el pecho de su amigo.

Todo esto hace y dice fingiendo una confianza que habia empezado á faltarle desde que supo que habia una herida en el pecho, que podria haber interesado alguna entraña. Y dice y hace todo entre la oscuridad de la noche, y en el fondo de una zanja estrecha y húmeda. Y como un sarcasmo de esa posicion terriblemente poética en que se encontraban los dos jóvenes, porque Daniel lo era tambien, los sonidos de un piano llegaron en ese momento á sus oídos: el señor Mandeville tenia esa noche una pequeña tertulia en su casa.

— ¡Ah! dice Daniel, acabando de vendar á su amigo: S. E. inglesa se divierte.

— ¡Miéntras á sus puertas se asesinan á los ciudadanos de este país! exclama Eduardo.

— Y es precisamente por eso que se divierte. Un ministro inglés no puede ser buen ministro inglés sino en cuanto represente fielmente á la Inglaterra; y esta noble señora baila y canta en derredor de los muertos como las viudas de los hotentotes; con la sola diferencia, que estas lo hacen de dolor, y aquella de alegría.

Eduardo se sonrió de esa idea nacida de una cabeza cuya imaginacion él conocia y admiraba tanto; é iba á hablar cuando de repente Daniel le pone su mano sobre los labios.

— Siento ruido, le dice al oído, buscando á tientas la espada.

Y en efecto no se habia equivocado. El ruido de las pisadas de dos caballos se percibia claramente, y un minuto despues el eco de voces humanas llegó hasta los dos amigos.

Todo se hacia mas perceptible por instantes; entendiéndose al fin clara y distintamente la voz de los que venian conversando.

— Oye, dice uno de ellos, á diez ó doce pasos de la zanja, saquemos fuego y á la luz de un cigarro podremos contar, porque yo no quiero ir hasta la Boca, sino volverme á casa.

— Bajemos entónces, responde aquel á quien se habia dirigido, y dos hombres se desmontan de sus caballos, sonando la vaina de laton de sus sables al pisar en tierra.

Cada uno de ellos tomó la rienda de su caballo, y, caminando hácia la zanja, vinieron á sentarse á cuatro pasos de Daniel y Eduardo.

Uno de los dos recien llegados sacó sus avíos de fumar, encendió la yesca, luego un grueso cigarro de papel, y dijo al otro:

— Á ver, dáme los papeles uno por uno.

El otro se quitó el sombrero, sacó de él un rollo de billetes de banco, y dió uno de ellos á su compañero; quien tomándolo con la mano izquierda lo aproximó á la brasa del cigarro que tenia en la boca, y aspirando con fuerza iluminó todo el billete con los reflejos de la brasa activada por la aspiracion.

— ¡100! dice aquel que habia entregado el billete, y cuya cara se habia juntado con la del otro para ver junto con él el número.

— ¡100! dice el del cigarro, arrojando por la boca una gruesa nube de humo.

Y la misma operacion que con el primer billete, se hace con 30 de igual valor; y despues de repartirsé 1,500 pesos cada uno de los dos hombres, mitad de los 3,000 que sumaban los 30 billetes de 100 pesos, dice aquel que alumbraba los papeles:

— ¡Yo creia que seria mas! ¡Si hubiésemos degollado al otro nos hubiese tocado la bolsa de onzas!

— ¿Y adónde se iban esos unitarios? al ejército de Lavalle ¿no es verdad?

— ¡Pues! Y adónde se habian de ir? Lo que yo siento es que no se quieran ir todos para que tuviéramos de estas todas las noches.

— ¡Pero, y si alguna vez entra Lavalle y álguien nos delata!

— ¡Qué! Nosotros somos mandados; y cuando veamos la cosa mal, nos pasaremos; entretanto yo me he de hacer matar por el Restaurador, y por eso soy de la gente de confianza del Comandante.

— ¡Fíate mucho! ¡Que nos eche de ménos luego, y verás tú y yo lo que nos pasa!

— ¡Oh! ¿y él no nos mandó por este lado, y á Moráles por el Retiro, y á Diego con cuatro mas por las calles, á buscar al que se escapó? Entónces, le decimos mañana que hemos pasado la noche buscándolo, y no nos dirá nada.

— Pero, ¡qué susto llevaba Camilo cuando fué á avisarle al Comandante! Le dijo que salieron cuatro á proteger al unitario, pero no le ha de haber creido porque sabe que es flojo.

— Sí, pero los otros no eran flojos, y uno solo no los habia de matar. Por mi parte, yo no los busco.

— ¡Qué buscarlos! Yo me voy á la Boca, dijo aquel que habia traido los billetes en el sombrero, levantándose y montando tranquilamente en su caballo, miéntras el otro se dejó estar sentado.

— Bueno, dice este, ándate no mas; yo voy á acabar mi cigarro ántes de irme á casa, mañana te iré á buscar de madrugada para que nos vayamos al cuartel.

— Entónces, hasta mañana, dice aquel, dando vuelta su caballo, y tomando al trote el camino de la Boca.

Algunos minutos despues, el que se habia quedado mete la mano al bosillo, saca una cosa que aproxima á su cigarro en la boca, y la contempla á la claridad que esparcia la brasa.

— ¡Y es de oro el reloj! dice. Esto nadie me lo vió sacar; y la plata que me den por él no la parto con ninguno.

Y veia y volvia á ver el reloj á la luz de su cigarro.

— ¡Y está andando! dice, aplicándoselo al oído, pero yo no sé….. yo no sé cómo se sabe la hora….. y volvia á iluminar su preciosa alhaja….. ¡esta es cosa de unitarios!..... la hora que yo sé es que serán las doce, y que.....

— Esa es la última de tu vida, bribon, — dice Daniel dando sobre la cabeza del bandido, que cayó al instante sin dar un solo grito, el mismo golpe que había dado en la cabeza de aquel que puso el cuchillo sobre la garganta de Eduardo: golpe que produjo el mismo sonido duro y sin vibracion, ocasionado por un instrumento que Daniel tenia en sus manos, muy pequeño y que no conocemos todavía, el cual parece que hacia sobre la cabeza humana el mismo efecto que una bala de cañon que se la llevase, pues que los dos que hemos visto caer no habian dado un solo grito.

Daniel, que habia salido de la zanja, y llegádose como una sombra hasta el bandido, luego que le dió el golpe en la cabeza, tomó la brida del caballo, lo trajo hasta la zanja, y sin soltarla, bajó y dió un abrazo á su amigo.

— ¡Valor! valor! mi Eduardo; ¡ya estás libre..... salvo.... la Providencia te envía un caballo que era lo único que necesitábamos!

— Sí, me siento un poco reanimado, pero es necesario que me sostengas…. no puedo estar de pié.

— No hagas fuerza, dice Daniel; que carga otra vez á Eduardo y lo sube al borde de la zanja. En seguida salta él, y con esfuerzos indecibles consigue montar á Eduardo sobre el caballo que se inquietaba con las evoluciones que se hacian á su lado. En seguida recoge la espada de su amigo, y de un salto se monta en la grupa; pasa sus brazos por la cintura de Eduardo, toma de sus débiles manos las riendas del caballo, y lo hace subir inmediatamente por una barranca inmediata á la casa del señor Mandeville.

— Daniel, no vamos á mi casa porque la encontraríamos cerrada. Mi criado tiene órden de no dormir en ella esta noche.

— No, no por cierto, no he tenido la idea de querer pasearte por la calle del Cabildo á estas horas, en que veinte serenos alumbrarian nuestros cuerpos federalmente vestidos de sangre.

— Bien, pero tampoco á la tuya.

— Mucho ménos, Eduardo; yo creo que nunca he hecho locuras en mi vida: y llevarte á mi casa seria haber hecho una por todas las que he dejado de hacer.

— ¿Y adónde, pues?

— Ese es mi secreto por ahora. Pero no me hagas mas preguntas. Habla lo ménos posible.

Daniel sentia que la cabeza de Eduardo buscaba algo en que reclinarse, y con su pecho le dió un apoyo que bien necesitaba ya, porque en aquel momento un segundo vértigo le anublaba la vista y lo desfallecia; pero felizmente le pasó pronto.

Daniel hacia marchar al paso su caballo. Llegó por fin á la calle de la Reconquista, y tomó la direccion á Barrácas; atravesó la del Brasil y Patagones y tomó á la derecha por una calle encajonada, angosta y pantanosa, y en cuyos lados no habia edificio alguno sino los fondos de ladrillo ó de tunas de aquellas casas con que termina la ciudad sobre las barrancas de Barrácas.

Al cabo de seiscientos pasos, la callejuela da salida á la empinada y solitaria barranca de Marcó, cuya pendiente rápida y estrechísimas sendas causan temor de dia mismo á los que se dirigen á Barrácas, que prefieren la barranca empedrada de Brown, ó la de Balcarce, ántes que bajar por aquel medio precipicio, especialmente si el terreno está húmedo. Á esa barranca llegó Daniel, y las mismas calidades de mala y solitaria fueron para él en ese momento una garantía por la que le daba preferencia. Ademas, él conocia perfectamente los senderos, y bajó por ella, dirigiendo hábilmente su caballo sin el mínimo contratiempo.

Llegado á la calle traviesa entre Barrácas y la Boca, dobló á la derecha, y recostándose á la orilla del camino, llegó al fin á la calle Larga de Barrácas sin haber hallado una sola persona en su tránsito. Tomó la derecha de la calle, enfiló los edificios, lo mas aproximado á ellos que le fué posible, é hizo tomar el trote largo á su caballo, como que quisiera salir de ese camino frecuentado de noche por algunas patrullas de policía.

Al cabo de pocos minutos de marcha, detiene su caballo, gira sus ojos, y convencido de que no veia ni oia nada, hace tomar el paso á su caballo, y dice á Eduardo:

— Ya estás en salvo, pronto estarás en seguridad y curado.

— ¿Dónde? le pregunta Eduardo con voz sumamente desfallecida.

— Aquí, le responde Daniel, subiendo el caballo á la vereda de una casa por cuyas ventanas, cubiertas con celosías y los vidrios por espesas cortinas de muselina blanca en la parte interior, se trasparentaban las luces que iluminaban las habitaciones; y al decir aquella palabra, arrima el caballo á las rejas, é introduciendo su brazo por ellas y las celosías, tocó suavemente en los cristales. Nadie respondió, sin ambargo. Volvió á llamar segunda vez, y entónces una voz de mujer preguntó con un acento de recelo:

— ¿Quién és?

— Yo soy, Amalia, yo, tu primo.

— ¡Daniel! dijo la misma voz, aproximándose mas á la ventana la persona del interior.

— Sí, Daniel.

Y en el momento la ventana se abrió, la celosía fué alzada, y una mujer jóven y vestida de negro inclinó su cuerpo hasta tocar las rejas con su mano. Pero al ver dos hombres en un mismo caballo retiróse de esa posicion, como sorprendida.

— ¿No me conoces, Amalia? Oye: abre al momento la puerta de la calle; pero no despiertes á los criados; ábrela tú misma.

— ¿Pero, qué hay, Daniel?

— No pierdas un segundo, Amalia, abre en este momento en que está solo el camino; me va la vida, mas que la vida, ¿lo entiendes ahora?

— ¡Dios mio! exclama la jóven, que cierra la ventana, que se precipita á la puerta de la sala, de esta á la de la calle, que abre sin cuidarse de hacer poco ó mucho ruido, y que saliendo hasta la vereda dice á Daniel:

— ¡Entra! pronunciando esta palabra con ese acento de espontaneidad sublime que solo las mujeres tienen en su alma sensible y armoniosa, cuando ejecutan alguna accion de valor, que siempre es en ellas la obra, no del raciocinio, sino de la inspiracion.

— Todavía no, dice Daniel, que ya estaba en tierra con Eduardo sostenido por la cintura; y de ese modo, y sin soltar la brida del caballo llega á la puerta.

— Ocupa mi lugar, Amalia; sosten á este hombre que no puede andar solo.

Amalia, sin vacilar, toma con sus manos un brazo de Eduardo que, recostado contra el marco de la puerta, hacia esfuerzos indecibles por mover su pierna izquierda que le pesaba enormemente.

— ¡Gracias, señorita, gracias! dice con voz llena de sentimiento y de dulzura.

— ¿Está usted herido?

— Un poco.

— ¡Dios mio! exclama Amalia, que sentia en sus manos la humedad de la sangre.

Y miéntras se cambiaban estas palabras, Daniel habia conducido el caballo al medio del camino, y poniéndolo en direccion al puente, con la rienda al cuello, dióle un fuerte cintarazo en la anca con la espada de Eduardo, que no habia abandonado un momento. El caballo no esperó una segunda señal, y tomó el galope en aquella direccion.

— ¡Ahora, dice Daniel, adentro! acercándose á la puerta levantando á Eduardo por la cintura hasta ponerlo en el za guan, y cerrando aquella. De ese mismo modo lo introdujo á la sala, y puso, por fin, sobre un sofá á aquel hombre á quien habia salvado y protegido tanto en aquella noche de sangre; aquel hombre lleno de valor moral y de espíritu todavía, y cuyo cuerpo no podia, sin embargo, sostenerse por sí solo un momento.

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CAPÍTULO II.

La primera curacion.

Cuando Daniel colocó á Eduardo sobre el sofá, Amalia, pues ya distinguiremos por su nombre á la jóven prima de Daniel, pasó corriendo á un pequeño gabinete contiguo á la sala, separado por un tabique de cristales, y tomó de una mesa de mármol negro una pequeña lámpara de alabastro, á cuya luz la jóven leia las Meditaciones de Mr. Lamartine cuando Daniel llamó á los vidrios de la ventana, y volviendo á la sala, puso la lámpara sobre una mesa redonda de caoba, cubierta de libros y de vasos de flores.

En aquel momento Amalia estaba excesivamente pálida, efecto de las impresiones inesperadas que estaba recibiendo, y los rizos de su cabello castaño claro, echados atras de la oreja pocos momentos ántes, no estorbaron á Eduardo descubrir, en una mujer de 20 años, una fisonomía encantadora, una frente majestuosa y bella, unos ojos pardos llenos de expresion y sentimiento, y una figura hermosa, cuyo traje negro pareceria escogido para hacer resaltar la reluciente blancura del seno y de los hombros, si su tela no revelase que era un vestido de duelo.

Daniel se aproximó á la mesa en el acto en que Amalia colocaba la lámpara, y tomando las pequeñas manos de azucena de su hermosa prima la dijo:

— Amalia, en las pocas veces que nos vemos te he hablado siempre de un jóven con quien me liga la mas intima y fraternal amistad; ese jóven, Eduardo, es el que acabas de recibir en tu casa, el que está ahí gravemente herido. Pero sus heridas son oficiales, son la obra de Rosas, y es necesario curarlo, ocultarlo, y salvarlo.

— ¿Pero qué puedo hacer yo, Daniel? le pregunta Amalia toda conmovida y volviendo sus ojos hácia el sofá donde estaba acostado Eduardo, cuya palidez parecia la de un cadáver, contrastada por sus ojos negros y relucientes como el azabache, y por su barba y cabellos del mismo color.

— Lo que tienes que hacer, mi Amalia, es una sola cosa; ¿dudas que yo te haya querido siempre como un hermano?

— ¡Oh, no, Daniel; jamas lo he dudado!

— Bien, dice el jóven, poniendo sus labios sobre la frente de su prima, entónces lo que tienes que hacer, es obedecerme en todo por esta noche; mañana vuelves á quedar dueña de tu casa, y de mí como siempre.

— Dispon; ordena lo que quieres; yo no podria tampoco concebir una idea en este momento, dijo Amalia cuya tez iba volviendo á su rosado natural.

— Lo primero que dispongo es que traigas tú misma, sin despertar á ningun criado todavía, un vaso de vino azucarado.

Amalia no esperó oir concluir la última silaba y corrió á las piezas interiores.

Daniel se acercó luego á Eduardo, en quien el momentáneo descanso que habia gozado empezaba á dar expansimiento á sus pulmones, oprimidos hasta entónces por el dolor y el cansancio, y le dijo:

— Esta es mi prima, la linda viuda, la poética tucumana de que te he hablado tantas veces, y que despues de su regreso de Tucuman hace cuatro meses que vive solitaria en esta quinta. Creo que si la hospitalidad no agrada á tus deseos, no les sucederá lo mismo á tus ojos.

Eduardo se sonrió, pero al instante volviendo su semblante á su gravedad habitual, exclamó:

— ¡Pero es un proceder crue; voy á comprometer la position de esta criatura!

— ¿Su posicion?

— Sí, su posicion. La policía de Rosas tiene tantos agenles cuantos hombres ha enfermado el miedo. Hombres, mujeres, amos y criados, todos búscan su seguridad en las delaciones. ¡Mañana sabrá Rosas dónde estoy, y el destino de esta jóven se confundirá con el mio!

— Eso lo veremos, dijo Daniel arreglando los cabellos desordenados de Eduardo. Yo estoy en mi elemento cuando me hallo entre las dificultades. Y, si en vez de escribírmelo, me hubieses esta tarde hablado de tu fuga, ciento contra uno á que no tendrias en tu cuerpo un solo arañazo.

— Pero tú ¿cómo has sabido el lugar de mi embarque?

— Eso es para despacio, contestó Daniel sonriéndose.

Amalia entró en ese momento trayendo sobre un plato de porcelana una copa de cristal con vino de Burdeos azucarado.

— ¡Oh, mi linda prima, dijo Daniel, los dioses habrian despedido á Hebe, y dádote preferencia para servirles su vino, si te hubiesen visto como te veo yo en este momento! Toma, Eduardo; un poco de vino te reanimará mientras viene un médico. Y en tanto que suspendia la cabeza de su amigo y le daba á beber el vino azucarado, Amalia tuvo tiempo de comtenplar por primera vez á Eduardo, cuya palidez y expresion dolorida del semblante le daba un no sé qué de mas impresionable, varonil y noble; y al mismo tiempo para poder fijarse en que, tanto Eduardo como Daniel, ofrecian dos figuras como no habia imaginádose jamas: eran dos hombres completamente cubiertos de barro y sangre.

— Ahora, dice Daniel, tomando el plato de las manos de Amalia, ¿el viejo Pedro está en casa?

— Sí.

— Entόnces vé á su cuarto, despiértalo y díle que venga. Amalia iba á abrir la puerta de la sala para salir, cuando le dice Daniel:

— Un momento, Amalia, hagamos muchas cosas á la vez para ganar tiempo, ¿dónde hay papel y tintero?

— En aquel gabinete, responde Amalia señalando el que estaba contiguo á la sala.

— Entónces, anda á despertar á Pedro. Y Daniel pasó al gabinete, tomó una luz de una rinconera, pasó á otra habitacion, que era la alcoba de su prima, de esta á un pequeño y lindísimo retrete, y allí invadió el tocador, manchando las porcelanas y cristales con la sangre y el lodo de sus manos. — ¡Oh! exclamó mirándose en el espejo del tocador miéntras se lavaba las manos; ¡si Florencia me viese así, bien creeria me acababa de escapar de los infiernos, y con aquellas carreras que ella sabe dar cuando la quiero robar un beso y está enojada se me escaparia hasta la Pampa. ¡Bueno! continuó, secándose sus manos en un riquísimo tejido del Tucuman, ¡allí está la botella del vino que ha tomado Eduardo; y tambien beberé, porque el diablo se lleve á Rosas, porque Eduardo sane pronto, y porque mi Florencia haga mañana lo que habré de decirla! Y diciendo esto, se echó á la garganta média docena de tragos de vino en una magnífica copa que estaba sobre el tocador de Amalia, y cuyas flores arrojó dentro de la palangana.

Volvió inmediatamente al gabinete, sentóse delante de una pequeña escribanía, y tomando su semblante una gravedad que parecia ajena del carácter del jóven, escribió dos cartas, las cerró, púsolas el sobre, y entró á la sala donde Eduardo estaba cambiando algunas palabras con Amalia sobre el estado en que se sentia. Al mismo tiempo la puerta de la sala abrióse y un hombre como de sesenta años de edad, alto, vigoroso todavía, con el cabello completamente encanecido, con barba y bigotes en el mismo estado, vestido con chaqueta y calzon de paño azul, entró con el sombrero en la mano y con un aire respetuoso, que cambió en el de sorpresa al ver á Daniel de pié en medio de la sala, y sobre el sofá un hombre tendido y manchado de sangre.

— Yo creo, Pedro, que no es á usted á quien puede asustarle la sangre. En todo lo que usted ve no hay mas que un amigo mio á quien unos bandidos acaban de herir gravemente. Aproximese usted. ¿Cuánto tiempo sirvió usted con mi tio el coronel Sáenz, padre de Amalía?

— Catorce años, Señor; desde la batalla de Salta hasta la de Junin, en que el coronel cayó muerto en mis brazos.

— ¿Á cuál de los generales que lo han mandado ha tenido usted mas cariño y mas respeto: á Belgrano, á San Martin ó á Bolívar?

— Al general Belgrano, Señor, contestó el viejo soldado sin hes tar.

— Bien, Pedro, aquí tiene usted en Amalia y en mí, una hija y un sobrino de su coronel, y allí tiene usted un sobrino del general Belgrano, que necesita de sus servicios en este momento.

— Señor, yo no puedo ofrecer mas que mi vida, y esa está siempre á la disposicion de los que tengan la sangre de mi general y de mi coronel.

— Lo creo, Pedro, pero aquí necesitamos, no solo valor sino prudencia, y sobre todo secreto.

— Está bien, Señor.

— Nada mas, Pedro. Yo sé que tiene usted un corazon honrado, que es valiente, y, sobre todo, que es patriota.

— Sí, Señor; patriota viejo, dijo el soldado alzando la cabeza con cierto aire de orgullo.

— Bien; vaya usted, continuó Daniel, y sin despertar á ningun criado ensille usted uno de los caballos del coche, sáquelo hasta la puerta con el menor ruido posible, ármese, y venga.

El veterano llevó su mano á la sien derecha, como si estuviese delante de su general, y dando média vuelta marchó á ejecutar las órdenes recibidas.

Cinco minutos despues, las herraduras del caballo se sintieron, luego se oyó girar sobre sus goznes el porton de la quinta, y en seguida apareció en la sala cubierto con su poncho el viejo soldado de quince años de combates.

— ¿Sabe usted, Pedro, la casa del doctor Alcorta?

— ¿Tras de San Juan?

— Allí.

— Sí, Señor.

— Pues irá usted á ella; llamará hasta que le abran, y entregará esta carta diciendo que, mientras se prepara el doctor, usted va á una diligencia, y volverá á buscarlo. En seguida pasará usted á mi casa, llamara despacio á la puerta, y á mi criado, que ha de estar esperándome, y que abrirá al momento, le dará usted esta otra carta.

— Bien, Señor.

— Todo esto lo hará usted á escape.

— Bien, Señor.

— Otra cosa mas. Le he dado á usted una carta para el doctor Alcorta; mil incidentes pueden sobrevenirle en el camino, y es necesario que se haga usted matar ántes que dejarse arrancar esa carta.

— Bien, Señor.

— Nada mas, ahora. Son las doce y tres cuartos de la noche, dijo Daniel mirando un reloj que estaba colocado sobre el marco de una chimenea, á la una y média usted puede estar de vuelta con el doctor Alcorta.

El soldado hizo la misma vénia que anteriormente, y salió. Algunos segundos despues sintieron desde la sala la impetuosa carrera de un caballo que conmovia con sus cascos la solitaria calle Larga.

Daniel hizo señal á su prima de pasar al gabinete inmediato y, despues de recomendar á Eduardo que hiciese el menor movimiento posible en tanto que llegaba el médico, le dijo:

— Ya sabes cuál ha sido mi eleccion; ¿á quién otro podria llamar, tampoco, que nos inspirase mas confianza?

— ¡Pero, Dios mio, comprometer al doctor Alcorta! exclamó Eduardo. Esta noche, Daniel, te has empeñado en confundir con mi mala suerte el destino de la belleza y del talento. Mi vida vale muy poco en el mundo para que se expongan por ella una mujer como tu prima, y un hombre como nuestro maestro.

— ¡Estás sublime esta noche, mi querido Eduardo! Tu sangre se ha escurrido por las heridas, pero tu gravedad y tus desconfianzas se quedaron dueñas de casa. Alcorta no se comprometerá mas que mi prima; y aunque no fuera asi, hoy estamos todos en un duelo, en que los buenos nos debemos á los buenos, y los picaros se deben á los pícaros. La sociedad de nuestro país ha empezado á dividirse en asesinos y victimas, y es necesario que los que no queramos ser asesinos, si no podemos castigarlos, nos conformemos con ser víctimas.

— Pero Alcorta no se ha comprometido, y sin embargo, con hacerlo venir aquí puedes comprometerlo gravemente.

— Eduardo, tu cabeza no está buena. Oye: tú, yo, cada jóven de nuestros amigos, cada hombre de la generacion á que pertenecemos, y que ha sido educado en la universidad de Buenos Aires, es un compromiso vivo, palpitante, elocuente del doctor Alcorta. Somos sus ideas en accion; somos la reproduccion multiplicada de su virtud patricia, de su conciencia humanitaria, de su pensamiento filosófico. Desde la cátedra, él ha encendido en nuestro corazon el entusiasmo por todo lo que es grande: por el bien, por la libertad, por la justicia. Nuestros amigos que están hoy con Lavalle, que han arrojado el guante blanco para tomar la espada, son el doctor Alcorta. Frias es el doctor Alcorta en el ejército; Alberdi, Gutiérrez, Irigoyen son el doctor Alcorta en la prensa de Montevideo. Tú mismo, ahí hañado en tu sangre, que acabas de exponer tu vida por huir de la patria, ántes que soportar en ella la tiranía que la oprime, no eres otra cosa, Eduardo, que la personificacion de las ideas de nuestro catedrático de filosofía, y….. pero, bah! qué tonterías estoy hablando! exclamó Daniel al ver dos gruesas lágrimas que corrian sobre el rostro cadavérico de Eduardo. Vaya! vaya! no hablemos mas de esto. Déjame hacer las cosas á mí solo, que si nos lleva el diablo nos llevará á todos juntos; y á fe, mi querido Eduardo, que no hemos de estar peor en el infierno que en Buenos Aires. Descansa un momento, miéntras hablo con Amalia algunas palabras.

Y diciendo esto, se dirigió al gabinete, pestañeando rápidamente para enjugar con los párpados una lagrima que, al ver las de su amigo, habia brotado de la exquisita sensibilidad de este jóven, que mas tarde haremos conocer mejor á nuestros lectores.

— Daniel, le dice Amalia al entrar al gabinete, parada y apoyando su mano de alabastro sobre la mesa de mármol negro, yo no sé qué hacer, tú y tu amigo estáis cubiertos de sangre, necesitais mudaros, y yo no tengo mas trajes que los mios.

— Que nos sentarian perfectamente, si nos dieses tambien un poco de la belleza que te sobra, mi hermosa prima. No te aflijas; dentro de un rato tendremos vestidos, tendremos todo. Por ahora, ven acá. Y llevando á su prima á un pequeño sofá de damasco punzó, la sentó á su lado y continuó:

— Dime, Amalia, ¿cuáles son los criados en que tienes una perfecta confianza?

— Pedro, Teresa una criada que he traido de Tucuman, y la pequeña Luisa.

— ¿Cuáles son los demas?

— El cochero, el cocinero, y dos negros viejos que cuidan de la quinta.

— ¿El cochero y el cocinero son hombres blancos?

— Sí.

— Entónces, á los blancos por blancos, y á los negros por negros, es necesario que los despidas mañana en cuanto se levanten.

— ¿Pero crees tú?....

— Si no lo creo, dudo. Oye, Amalia: tus criados deben quererte mucho, porque eres buena, rica y generosa. Pero en el estado en que se encuentra nuestro pueblo, de una órden, de un grito, de un momento de mal humor se hace de un criado un enemigo poderoso y mortal. Se les ha abierto la puerta á las delaciones, y bajo la sola autoridad de un miserable, la fortuna y la vida de una familia reciben el anatema de la Mashorca. Venecia, en tiempo del consejo de los Diez, se hubiese condolido de la situacion actual de nuestro país. Solo hay en la clase baja una excepcion, y son los mulatos; los negros están ensoberbecidos, los blancos prostituidos, pero los mulatos, por esa propension que hay en cada raza mezclada á elevarse y dignificarse, son casi todos enemigos de Rosas, porque saben que los unitarios son la gente ilustrada y culta, á que siempre toman ellos por modelo.

— Bien, los despediré mañana.

— La seguridad de Eduardo, la mia, la tuya propia, lo exigen así. Tú no puedes arrepentirte de la hospitalidad que has dado á un desgraciado, y.....

— ¡Oh! no, Daniel, no me hables de eso! ¡Mi casa, mi fortuna, todo está á la disposicion tuya y de tu amigo!

— No puedes arrepentirte, decia, y debes, sin embargo, poner todos los medios para que tu virtud, tu abnegacion, no dé armas contra ti á nuestros opresores. Del sacrificio que haces en despedir tus criados, te resarcirás pronto. Ademas, Eduardo no permanecerá en tu casa, sino los dias indispensables que determine el médico; dos, tres á lo mas.

— ¡Tan pronto! oh, no es posible! Sus heridas son quizá graves, y sería asesinarlo el levantarlo de su cama. Yo soy libre; vivo completamente aislada, porque mi carácter me lo aconseja así; recibo rara vez las visitas de mis pocas amigas, y en las habitaciones de la izquierda podremos disponer un cómodo aposento para Eduardo, y completamente separado de las mias.

— ¡Gracias! gracias, mi Amalia! Bien sé que tienes en tus venas la sangre generosa de mi madre. Pero quizá no convenga que Eduardo permanezca aquí. Eso dependerá de muchas cosas que yo sabré mañana. Ahora, es necesario que vayamos á preparar la cama en que se habrá de acostar despues de su primera curacion.

— Sí... por acá; ven, y tomando una luz pasó con Daniel á su alcoba, y de esta á su tocador.

Pero ántes de seguir nosotros el paso y el pensamiento de Amalia, echemos una mirada sobre estas dos últimas habitaciones.

Toda la alcoba estaba tapizada con papel aterciopelado de fondo blanco, matizado con estambres dorados, que representaban caprichos de luz entre nubes ligeramente azuladas. Las dos ventanas que daban al patio de la casa, estaban cubiertas por dobles colgaduras, unas de batista hácia la parte interior, y otras de raso azul muy bajo, hácia los vidrios de la ventana, suspendidas sobre lazos de metal dorado, y atravesadas con cintas corredizas que las separaban, ó las juntaban con rapidez. El piso estaba cubierto por un tapiz de Italia, cuyo tejido verde y blanco era tan espeso que el pié parecia acolchonarse sobre algodones al pisar sobre él. Una cama francesa de caoba labrada, de cuatro piés de ancho, y dos de alto, se veia en la extremidad del aposento, en aquella parte que se comunicaba con el tocador, cubierta con una colcha de raso color jacinto, sobre cuya relumbrante seda caian los albos encajes de un riquísimo tapafundas de cambray. Una pequeña corona de marfil, con sobrepuestos de nácar figurando hojas de jazmines, estaba suspendida del cielo raso por una delgadísima lanza de metal plateado, en línea perpendicular con la cama, y de la corona se desprendian las ondas de una colgadura de gasa de la India con bordaduras de hilo de plata, tan leve, tan vaporosa que parecia una tenue neblima abrillantada por un rayo del sol. Entre la cama y el muro de la pared, habia una pequeña mesa cuadrada, cubierta por un terciopelo verde, sobre la que se veian algunos libros, un crucifijo de oro incrustado en ébano, una pequeña caja de música sobre una magnífica copa de cristal; una caja de sándalo, en forma de concha, con algunos algodones empapados en agua de Colonia, y una lámpara de alabastro cubierta por una pantalla de seda verde. Al otro lado de la cama se hallaba una otomana cubierta de terciopelo azul, marcado á fuego, y delante de la cama, estaba extendida una alfombra de pieles de conejo, blancas como el armiño, y con la suavidad de la seda. Á los piés de la cama, se veia un gran sillon, forrado en terciopelo del mismo color que la otomana. Luego una papelera con incrustaciones de plata; y en los dos ángulos del aposento, que daban al gabinete contiguo á la sala, se descubrian dos hermosos veladores de alabastro en forma de piras, que contenian dentro las luces con que se alumbraba aquel pequeño y solitario templo de una belleza. Y por último: una mesa de palo de naranjo apénas de dos piés de diámetro, colocada á la extremidad de la otomana, contenia, sobre una bandeja de porcelana de la India, un servicio de té para dos personas, todo él de porcelana sobredorada. Otra cosa, la mas preciosa de todas, completaba el ajuar de este aposento, y era un par de zapatitos de cabritilla oscura bordados de seda blanca, de seis pulgadas de largo apénas, y de una estrechez porporcionada: eran los zapatos de levantarse Amalia de la cama, colocados sobre las pieles blancas que estaban junto á ella.