Asesinato del Sr. Dr. D. Florencio Varela - José Mármol - E-Book

Asesinato del Sr. Dr. D. Florencio Varela E-Book

José Mármol

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Beschreibung

Esta obra es una crónica de José Mármol sobre el asesinato de Florencio Varela, redactor del «Comercio del Plata», en Montevideo. Varela defendió los intereses de los unitarios como diplomático y luchó contra el gobierno de Juan Manuel de Rosas, hasta que fue asesinado en 1848. Su muerte conmocionó a los opositores de Rosas y Mármol lo ensalzó en este texto.

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Seitenzahl: 93

Veröffentlichungsjahr: 2022

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José Mármol

Asesinato del Sr. Dr. D. Florencio Varela

REDACTOR DEL “COMERCIO DEL PLATA”, EN MONTEVIDEO [1849]

Saga

Asesinato del Sr. Dr. D. Florencio Varela

 

Copyright © 1849, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726681901

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

El año 48 ha sido testigo de muchos desengaños y de muchas desgracias en el Plata.

Entre estas últimas, el acontecimiento del 20 de marzo resalta sobre todas, sea por su importancia política, o por la fealdad del crimen que contiene. Y vamos a ocuparnos de ese episodio tan fúnebre de nuestra historia contemporánea.

Debemos esta tarea penosa, más que a nuestros deseos, al país en que nacimos, pues tendría derecho de preguntar algún día a los compatriotas, a los amigos del señor Varela: qué hicieron cuando en un país extranjero, el puñal de un asesino partió aquel pecho que ardía por la gloria y la libertad de su patria, y dobló helada aquella cabeza que no habían abatido diez y ocho años de infortunios y que ofrecía desde el destierro, una de las promesas más bellas de la regeneración argentina. ¡Qué hacer, extranjeros y proscriptos como él! Lo vimos desaparecer a nuestros ojos en una ola de su sangre; lloramos sobre su cadáver; comprendimos que el delito que nos lo arrebataba quedaría impune; y no teniendo una patria a quien confiar su venganza, la esperamos sólo de la justicia divina.

Ni la política, ni la justicia, ni la moral pública, han recibido reparación de ese ultraje sangriento. La tierra que cubrió el cadáver de la ilustre víctima, parece que cubrió también el proceso de sus asesinos, y la venganza de una causa, a quien acababan de arrebatar el primero de sus campeones

Lo único que sus amigos pueden hacer, es legar a la posteridad su juicio sobre ese acontecimiento, y con la sangre de la víctima, salpicar la frente del asesino.

El señor don Florencio Varela fue asesinado el 20 de marzo. Fue evidentemente un asesinato político, como se va a ver. Dejemos al ejecutor que se escapa de Montevideo, y entremos a resolver esta cuestión: ¿quién lo mandó asesinar? Por medio del razonamiento buscaremos primero el más interesado y más caracterizado para ese crimen, y en seguida presentaremos pruebas de otro valor más incontestable que tenemos en nuestro poder.

Las palabras del señor Varela habían llegado a un grado tal de aceptación y respeto en todos aquéllos que seguían de cerca las reflexiones y las noticias del Comercio del Plata, que bajo el poder mismo de Rosas, era un nuevo poder contrario que iba creciendo y aumentando en solidez cada día.

Esto era natural. Bajo la dirección del señor Varela, la prensa de la revolución, había realizado por la primera vez, ese sistema de verdad, de reposo, de decencia y de buena fe que tanto convenía a los intereses tan graves que se discutían en ella, y que el extravío de la pasión política, o el calor febril de inteligencias jóvenes, que antes que él habían dirigido la prensa, hubieron, sino desconocido su necesidad, olvidádola a lo menos, arrebatados por el vuelo de la juventud o de las pasiones.

El señor Varela, tomando la pluma de periodista a los treinta y nueve años de su vida, no dijo como Camilo Desmoulins: “Es necesario dejar el lápiz lento de la historia, con que yo la trazaba al lado del fuego, para tomar la pluma rápida y palpitante del periodista, y seguir a toda brida, el torrente revolucionario”. Pero sí dijo: quiero escribir la historia contemporánea en las páginas de un periódico, y con la verdad, los hechos y la filosofía imparcial de ellos, demostrar a estos pueblos su estado y las causas de sus males, para que ellos lo mejoren extinguiéndolas.

Y con el reposo y la energía de esa edad media de la vida, en que la experiencia y la instrucción hacen alianza con el vigor del espíritu, trazaba día por día, el cuadro histórico de todas las cuestiones sociales, políticas y económicas de estos países, en que naturalmente resaltaban sin esfuerzo, todos los vicios de la dictadura, y la ausencia de todos los bienes de un pueblo, perdidos con su libertad bajo el imperio de aquella. Lleno de espíritu, de instrucción, y de elegancia en su estilo, las cuestiones más áridas se hacían interesantes en su pluma, para unos pueblos no acostumbrados al influjo de la inteligencia, y que no habían sentido siempre por la prensa, sino una fundada desconfianza de su buena fe, heridos por el punzante encono personal de sus palabras. Todo esto unido al interés presente de las cuestiones de que se ocupaba, daba al Comercio del Plata, esa importancia política que debía inspirar fundados celos a la dictadura.

La especie de tolerancia que en su sistema de terror había introducido Rosas desde algún tiempo, como una necesidad transitoria de su gobierno, y que debía terminar más tarde, por un golpe nuevo más alarmante y más bárbaro que los degüellos de los años 40 y 42, servía a una cierta franquicia en la introducción del periódico anhelado en Buenos Aires; y en su circulación cundían luego las ideas de una oposición bien sostenida y mejor fundada. El Comercio del Plata no se ocultaba. De los escritorios extranjeros pasaba a manos nacionales, y de estas se precipitaba en una circulación rápida, por un pueblo todo él de oposición, porque no puede haber partidos ni opiniones allí donde el mal es común a todas las clases, y que después de un larguísimo período de silencio sepulcral, oía dentro de sí mismo una voz que le hablaba de libertad y de justicia, que lo esperanzaba con mejores días, que lo ilustraba sobre su situación propia, sobre sus intereses mismos; que le imponía del verdadero estado de las cuestiones internacionales con que Rosas osaba comprometer la suerte de la república; que le señalaba con una exactitud rigorosa la marcha de los acontecimientos, sin extraviarlo ni alucinarlo jamás; que llorando sus desgracias y su esclavitud, le recordaba su felicidad y su gloria de otros tiempos; que, encarando la situación presente, preparaba las opiniones y el espíritu público para las situaciones futuras, cuando la paz, la libertad y el orden, sustituyan la guerra, la esclavitud y la relajación de hoy; y que “con el enojo santo del Apóstol” arrastraba esa tiranía espantosa a comparecer ante el terrible examen de sus delitos.

Animado así por este medio indirecto, el espíritu público de oposición en Buenos Aires, el periódico buscado al principio por simple curiosidad, más tarde por interés, era solicitado al cabo por entusiasmo; y era ya un honor, un acto de valor revolucionario puesto en moda, el comunicar al editor del Comercio del Plata, los hechos inauditos del sistema interior de Rosas.

La importancia y el inmediato interés de la cuestión con los gobiernos interventores, poniendo en una justa ansiedad a todas y especialmente a la clase comercial, era otro y eficaz estímulo para procurarse el periódico político y diplomático por excelencia, y en donde no se hallaba nunca sino la narración fiel, y la apreciación desapasionada e inteligente de los negocios. Y así, a la llegada del paquete de Europa a Buenos Aires, se buscaba con preferencia a todos, el número del Comercio, que correspondía al día siguiente del arribo del paquete a Montevideo, en la seguridad de hallar en él el compendio de todas las noticias relativas a la cuestión del Plata, como los principales acontecimientos recientes de la Europa, vaciados en aquel periódico, de la considerable cantidad que de otros extranjeros recibía el señor Varela, como también de su vastísima correspondencia privada. Y una vez recorrido el último Comercio que conducía el paquete, la opinión quedaba formada sobre la situación, sin que pudiera variarla o extraviarla en los siguientes días, la palabrería embustera de la Gaceta de Rosas; tal era el crédito que había adquirido un periódico, cuyo redactor había hecho de la verdad el primero de sus deberes.

Hasta aquí solamente, y ya se entrevé, lo que un escritor tal debía ser a los ojos de un gobernante como Rosas, y de Oribe, cuya vida y cuyas pretensiones, están pendientes de la existencia política de aquel.

La situación de Rosas era difícil. Una medida de terror; una o dos víctimas por la lectura del Comercio, le era una cosa bien fácil y que habría hecho huir todas las manos de ese periódico, que se convertía en sentencia de muerte al que lo leía, a lo menos en la población nacional. Pero tal cosa le echaba por tierra una especulación siniestra en que se ha esmerado en los últimos años, y que después de haber obtenido no pocos resultados de ella, acaba de darle fin en el asesinato de doña Camila O’Gorman. Hablamos de esa aparente tolerancia con que ha estado invitando la emigración a volver a su país; despejando así el horizonte de su poder, de una parte considerable de sus contrarios, que, regresando, pasaba por necesidad a ser un pretexto para declamar Rosas su triunfo, su generosidad, y el nacionalismo de su cuestión con los europeos. Sueño dorado del dictador, y por cuya realidad no perdonaría medio alguno.

Contener la introducción del periódico le era pues dañoso.

Seguir consintiendo la introducción de 150 a 180 ejemplares diarios que iban de él, era dejar que tomase cuerpo un incendio que lo podría devorar más tarde; era tolerar al lado de su despotismo desconfiado y en peligro siempre, el imperio seguro y duradero de la verdad; era en fin tolerar al lado de su poder bárbaro, el poder ilustrado de la inteligencia, cundiendo de clase en clase, de familia en familia, a merced de un trabajo laborioso y constante del jefe hábil de la prensa de oposición, y por medio de esa fuerza irresistible de las ideas, a quienes los tiranos no pueden degollar ni proscribir.

Oponer a las publicaciones del Comercio del Plata otras publicaciones contrarias, era un recurso cuya ineficacia se sentía tan practicamente que el mismo Rosas no podía desconocerla. Su Gaceta insultaba, calumniaba, se sofocaba a fuerza de argumentar y desmentir bajo su palabra; el Comercio, tranquilo y moderado, presentaba los hechos bajo la garantía de la notoriedad pública, o de los documentos mismos de sus enemigos. La Gaceta cansaba por la monotonía de sus perennes alabanzas; el Comercio interesaba por la serie de acusaciones siempre variadas y garantidas con que confundía a sus contrarios; la Gaceta, escrita por hombres sin talento y sin convicciones, que ofrecían su pluma de malos redactores por un puñado de dinero que les pagaba su señor; el Comercio, escrito por el talento más acreditado de la república, y que no recibía sino de sí mismo las inspiraciones de su redacción; la Gaceta, en fin, despreciada y arrojada con repugnancia de todas las manos honestas; el Comercio, en fin, respetado y anhelado por todos, constituían una guerra la más desigual y desventajosa para el dictador.

Su posición, pues, era difícil, como hemos dicho.

Pero había otro hombre, que, hasta aquí, estaba tan interesado como el mismo Rosas en quebrar la pluma del redactor del Comercio