Amalia. Tomo 2 - José Mármol - E-Book

Amalia. Tomo 2 E-Book

José Mármol

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«Amalia» es una novela del escritor José Mármol publicada como folletín a partir de 1851. El joven unitario Eduardo Belgrado es herido cuando abandona Buenos Aires para unirse a las tropas que luchan contra Rosas. Su amigo Daniel lo salva y lo lleva a casa de su prima, Amalia, una joven viuda. Ella y Eduardo se enamoran en medio de la tragedia y los crímenes de guerra.

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Veröffentlichungsjahr: 2022

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José Mármol

Amalia. Tomo 2

NOVELA HISTÓRICA AMERICANA

DÉCIMA SEXTA EDICION

Saga

Amalia. Tomo 2

 

Copyright © 1901, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726681963

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

CAPÍTULO XII.

De cómo se leen cosas que no están escritas.

En la mañana siguiente á la noche en que ocurrieron los sucesos que acaban de conocerse, es decir, en la mañana del 6 de Agosto, la casa del dictador estaba invadida de una multitud de correos de la campaña que se sucedian sin interrupcion.

Á ninguno de ellos se le detenia en la oficina. El general Corvalan tenia órden de hacer entrar á todos al despacho de Rosas. Y el edecan de Su Excelencia, con la faja á la barriga, las charreteras á la espalda, y el espadin entre las piernas, iba y venía por el gran patio de la casa, cayéndose de sueño y de cansancio.

La fisonomía del dictador sombría estaba como la noche lóbrega de su alma. Él leia los partes de sus autoridades de campaña, en que le anunciaban el desembarco del general Lavalle, los hacendados que pasaban á encontrarlo con sus caballadas, etc., y daba las órdenes que creia convenientes para la campaña, para su acampamento general de Santos Lugares, y para la ciudad. Pero la desconfianza, esa víbora roedora en el corazon de los tiranos, infiltraba la incertidumbre y el miedo en todas sus disposiciones, en todos los minutos que rodaban sobre su vida.

Expedia una órden para que el general Pacheco se replegase al sur, y média hora despues hacia alcanzar al chasque, y volaba una órden contraria.

Ordenaba que Maza marchase con su batallon á reforzar á Pacheco; y diez minutos despues ordenaba que Maza se dispusiese á marchar con toda la artillería á Santos Lugares.

Nombraba jefes de dia para el comando interior de las fuerzas de la ciudad; y cada nombramiento era borrado y sustituido veinte veces en el trascurso de un dia; todo era así.

Su pobre hija, que habia pasado en vela toda la noche, se asomaba de cuando en cuando al gabinete de su padre, á ver si adivinaba en su fisonomía algun suceso feliz que lo despejase del mal humor que le dominaba despues de tantas horas.

Viguá habia asomado dos veces su deforme cabeza por la puerta del gabinete que daba al cuarto contiguo al angosto pasadizo que cortaba el muro, á la derecha del zaguan de la casa; y el bufon de Su Excelencia habia conocido en la cara de los escribientes, que ese no era dia de farsas con el amo; y se contentaba con estar sentado en el suelo del pasadizo, comiéndose los granos de maíz que saltaban hasta él del gran mortero en que la mulata cocinera del dictador machacaba el que habia de servir para la mazamorra; que era de vez en cuando uno de los manjares exquisitos con que regalaba el voraz apetito de su amo.

Rosas escribia una carta, y los escribientes muchas otras, cuando entró Corvalan, y dijo:

— ¿Su Excelencia quiere recibir al señor Mandeville?

— Sí, que entre.

Un minuto despues el ministro de Su Majestad Británica entró haciendo profundas reverencias al dictador de Buenos Aires que, sin cuidarse de responder á ellas, se levantó y le dijo:

— Venga por acá, pasando del gabinete á su alcoba.

Sentóse Rosas en su cama, y Mandeville en una silla á su izquierda.

— ¿La salud de Vuestra Excelencia está buena? le preguntó el ministro.

— No estoy para salud, señor Mandeville.

— Sin embargo, es lo mas importante, contestó el diplomático pasando la mano por la felpa de su sombrero.

— No, señor Mandeville, lo mas importante es que los gobiernos y sus ministros cumplan lo que prometen.

— Sin duda.

— ¿Sin duda? Pues su gobierno y usted, y usted y su gobierno, no han hecho sino mentir y comprometer mi causa.

— ¡Oh, Excelentísimo Señor, eso es muy fuerte!

— Eso es lo que usted merece, señor Mandeville.

— ¿Yo?

— Sí, señor, usted. Hace año y medio que me está usted prometiendo, á nombre de su gobierno, mediar ó intervenir en esta maldita cuestion de los franceses. Y es su gobierno, ó usted, el que me ha engañado.

— Excelentísimo Señor, yo he mostrado á Vuestra Excelencia los oficies originales de mi gobierno.

— Entónces será su gobierno el que ha mentido. Lo cierto es que ustedes no han hecho un diablo por mi causa; y que por culpa de los franceses hoy está Lavalle á veinte leguas de aquí, y toda la república en armas contra mi gobierno.

— ¡Oh, es inaudita la conducta de los franceses!

— No sea usted zonzo. Los franceses hacen lo que deben, porque están en guerra conmigo. Son ustedes los ingleses los que me han hecho traicion. ¿Para qué son enemigos de los franceses? ¿Para qué tienen tanto barco y tanta plata, si cuando llega el caso de proteger un amigo, les tienen miedo?

— Miedo no, Excelentísimo Señor; es que la conveniencia de la paz europea, los principios del equilibrio continental…..

— ¡Qué equilibrio, ni qué diablos! Usted y sus paisanos pierden á menudo el equilibrio y nadie les dice nada. Traicion y nada mas que traicion, porque todos son unos, ó quizá porque usted y todos sus paisanos son tambien unitarios como los franceses.

— Eso no, eso no, Excelentísimo Señor. Yo soy un leal amigo de Vuecelencia y de su causa. Y la prueba de ello la tiene Vuecelencia en mi conducta.

— ¿En qué conducta, señor Mandeville?

— En mi conducta de ahora mismo.

— ¿Y qué hay ahora mismo?

— Ahora mismo estoy acá para ofrecer á Vuecelencia mis servicios personales en cuanto quisiera ocuparme.

— ¿Y qué haria usted si llegase el caso en que yo me viese perdido?

— Haria desembarcar fuerza de los buques de Su Majestad para venir á proteger la persona de Vuecelencia y su familia.

— ¡Bah! ¿Y usted cree que los treinta ó cuarenta ingleses que bajasen, habrian de ser respetados por el pueblo si se levantase contra mí?

— Pero si no fueran respetados, las consecuencias serian terribles.

— ¡Sí! ¡y á mí me habria de importar mucho que los ingleses bombardeasen la ciudad despues que me hubiesen fusilado! Así no se protegen los amigos, señor Mandeville.

— Sin embargo…..

— Sin embargo, si yo fuera ministro inglés, si fuera Mandeville, y usted Juan Manuel Rosas, lo que yo haria seria tener una ballenera á todas horas á la orilla del bajo de la casa en que viviera, para cuando mi amigo Rosas llegase á ella, poder embarcarlo con facilidad.

— Oh, bien, bien, así lo haré.

— No, si yo no le digo que lo haga. Yo no necesito á ustedes para nada. Yo digo lo que haria en lugar de usted.

— Bien, Excelentísimo Señor. Los amigos de Vuecelencia velarán por su seguridad, miéntras el genio y el valor de Vuecelencia velan por los destinos de este hermoso país, y de la causa tan justa que sostiene. ¿Vuecelencia ha tenido noticias de las provincias del interior?

— ¿Y qué me importan las provincias, señor Mandeville?

— Sin embargo, los sucesos en ellas…..

— Los sucesos en ellas no me importan un diablo. ¿Usted cree que si yo venzo á Lavalle y lo echo derrotado á las provincias, tengo mucho que temer de los unitarios que se han levantado allá?

— Que temer, no; ¡pero la prolongacion de la guerra!

— Es lo que me daria el triunfo, señor Mandeville; contra mi sistema no hay mas peligros que los inmediatos á mi persona; pero los que están lejanos y duran mucho, eso me hacen bien, léjos de hacerme mal.

— Vuecelencia es un genio.

— Á lo ménos valgo mas que los diplomáticos de Europa. ¡Pobre de la federacion si hubiera de ser defendida por hombres como ustedes! ¿Usted sabe por qué á los unitarios se los llevó el diablo?

— Creo que sí, Excelentísimo Señor.

— No, señor, no sabe.

— Puede que esté equivocado.

— Sí, señor, lo está. Se los llevó el diablo porque se habian hecho franceses é ingleses.

— ¡Ah, las guerras locales!

— Las guerras nuestras, diga usted.

— Pues, las guerras americanas.

— No, las guerras argentinas.

— Pues, las guerras argentinas.

— Esas requieren hombres como yo.

— Indudablemente.

— Si yo venzo á Lavalle aquí, me rio de todo el resto de la república.

— ¿Vuestra Excelencia sabe que el general Paz ha marchado para Corrientes?

— ¿No ve? ¿no ve si son zonzos los unitarios?

— Cierto, el general Paz no hará nada.

— No, no es que no hará nada. Puede hacer mucho. Son zonzos por otra cosa. Son zonzos porque uno se va por un lado, otro se va por otro, y están todos divididos y peleados, en vez de juntarse todos y venírseme encima como lo ha hecho Lavalle.

— Es la providencia, Excelentísimo Señor.

— Ó el diablo. Pero usted quiso decirme algo de las provincias.

— Es verdad, Excelentísimo Señor.

— ¿Y qué hay?

— Vuestra Excelencia no puede perder su tiempo en esas cosas.

— ¿Pero en qué cosas, señor Mandeville?

— ¿Vuestra Excelencia no ha tenido noticias de La-Madrid, ni de Brizuela?

— Son viejas las que tengo.

— Yo he recibido algunas por Montevideo.

— ¿Cuándo?

— Anoche.

— ¿Y viene usted á las doce del dia á decírmelo?

— No, señor. Son las diez.

— Bueno, las diez.

— Yo siempre soy perezoso para lo que no dice relacion con la prosperidad de Vuestra Excelencia.

— Luego, ¿son malas las noticias?

— Exageraciones de los unitarios.

— ¿Y qué hay? Acabe usted, dijo Rosas con una inquietud malísimamente disimulada en su semblante.

— En mi correspondencia particular se me dice lo siguiente, dijo Mandeville sacando unos papeles de su bolsillo.

— Pero ántes ¿quiere Vuestra Excelencia que lea? agregó.

— Lea, lea.

El señor Mandeville leyó:

«Á principios de Julio el general La-Madrid pisó el territorio de Córdoba.

»Una carta datada el 9 de Julio, en Córdoba, da el siguiente resúmen de las operaciones del ejercito de los unitarios:

»Madrid viene á la cabeza de tres mil quinientos hombres y diez piezas de artillería.

»El coronel Acha á la cabeza de nueve cientos catamarqueños ha campado en la Loma Blanca, estancia del finado Reynafé, limítrofe con Catamarca.

»El coronel Casanova se ha alzado con las milicias de Rio-Seco y el Chañar.

»El coronel Sosa, con los coraceros de Santa Catalina, ha hecho igual movimiento.»

— Hasta aquí lo que hay en la carta relativo á las provincias.

— No es poco. Pero están muy léjos, contestó Rosas, á quien en efecto los sucesos de las provincias inquietaban poco, por cuanto tenia á sus puertas un peligro mayor en esos momentos.

— ¡Oh, muy léjos! contestó el señor Mandeville.

— ¿Y qué mas le escriben á usted?

— Me adjuntan esta proclama de Brizuela.

— Á ver, léala.

¡Dios y Libertad!

 

El Gobernador y Capitan General de la Provincia de la Rioja, Brigadier D. T. Brizuela á sus compatriotas.

 

«¡Hermanos y compatriotas! Las heróicas provincias de Tucuman, Salta, Jujuí y Catamarca, irritadas con la presencia de los males que el tirano de Buenos Aires hace pesar sobre la república entera, y queriendo preservarla para siempre de las perfidias y asechanzas de aquel, han levantado su tremenda voz, y dicho: ¡Viva la libertad argentina! ¡muera el usurpador Rosas! Este grito tan análogo al corazon de los riojanos fué la chispa eléctrica que los inflamó, y el 5 del corriente mes de América, por el órgano de sus R R. respondieron y han jurado no permitir que los malvados osen poner su inmunda planta sobre el altar santo de la patria.

»¡Compatriotas! El usurpador D. J. M. Rosas, allá en el sangriento elaborotorio de una alma depravada, tenia decretado el exterminio de la república: todas las provincias debian ser convertidas en hordas de salvajes habitantes del desierto. Los campeones de la libertad: los que dieron patria á tantos pueblos con su espada y su saber: los que hicieron clásica la tierra del sol, presentarian un espectáculo admirable al mundo viejo, por la perfidia del tirano Rosas quedarian errantes y sin término; y donde sobran recursos á las fieras y á las aves de rapiña, nuestros valientes, sus esposas y sus hijos, no encontrarian un solo árbol que los consolase con su sombra. Entretanto, volved la vista hácia el tirano: él rie cuando la naturaleza y la humanidad lloran á su lado. Él duerme tranquilo cuando la injusticia y el puñal alevoso le hacen la centinela; él por fin se divierte y entretiene creando escarapelas y divisas de la sangre misma que hace verter. Esta pintura es horrible pero exacta.

»¡Paisanos! No permítamos que el sol de América, su Dios en otro tiempo, desde su alto cenit nos diga: «dejád esa tierra que no debéis pisar, no merecéis que os alumbre: los sepulcros que há mas de trescientos años abristeis son mas dignos que vosotros de mi claridad y esplendor. »Amigos: no, no es posible; hagamos por no merecer tan humillante como justa reconvencion; principiemos por ser libres, abramos las puertas á todos los desgraciados, enjuguemos las lágrimas de tantas madres y esposas abandonadas á la horfandad y miseria, consolémoslas en su amargo llanto; pero enristremos nuestras lanzas contra los desnaturalizados que intentan sofocar en nuestro corazon tan dulce sentimiento. No confiemos mas la suerte de nuestra patria á los caprichos y venganzas de un hombre solo; carguemos sobre nuestros propios hombros el neso grave de nuestros destinos. Nos falta mucho es verdad, pero sabed que la sinceridad y la buena fe son preferibles á las letras dolosas y á la filosofía armada: premunidos con aquellas cualidades, arrojémonos á plantear el árbol santo de la libertad, garantida por una constitucion, ante la cual el grande, el pequeño el fuerte, el débil queden asegurados en sus derechos y propiedades.

»Tales son los votos que animan á vuestro compatriota y amigo.

»Tomas Brizuela.»Está conforme — Ersilvengoa. »

— ¡Bah, palabras bonitas de los unitarios!

— ¡Oh, nada mas! contestó el dócil ministro de la Gran Bretaña.

— ¿Sabe algo mas?

— La anarquía entre Rivera y los emigrados argentinos; entre Rivera y Lavalle; entre los amigos del gobierno delegado y Rivera, y entre todo el género humano continúa haciendo prodigios en la república vecina.

— Ya lo sé, ¿y de Europa?

— ¿De Europa?

— Sí, no hablo en griego.

— Creo, Excelentísimo Señor, que la cuestion de Oriente se ha complicado mas, y que las oficiosidades del gobierno de mi Soberana darán una pronta y feliz solucion á la injusta cuestion promovida por los franceses al gobierno de Vuecelencia.

— Eso mismo me decia usted hace un año.

— Pero ahora tengo datos positivos.

— Los de siempre.

— La cuestion de Oriente…..

— No me hable mas de eso, señor Mandeville.

— Bien, Excelentísimo Señor.

— Que se los lleve el diablo á todos, es lo que yo deseo.

— Los negocios están muy gravemente complicados.

— Sí, está bueno, ¿y no sabe mas?

— Por ahora nada mas, Excelentísimo Señor. Espero el paquete.

— Entónces usted me dispensará, porque tengo que hacer, dijo Rosas levantándose.

— Ni un minuto quiero que pierda Vuecelencia su precioso tiempo.

— Sí, señor Mandeville, tengo mucho que hacer, porque mis amigos no me saben ayudar en nada.

Y Rosas salió del cuarto llevando en pos de sí al señor Mandeville, mas débil y sumiso y humillado que el último lacayo de la federacion de entónces.

Mas por un efecto de distraccion que por civilidad, Rosas acompañó al ministro hasta la puerta de su anti-gabinete, que daba al pasadizo, en cuya encontraron á Manuela dando órdenes á la mulata cocinera que continuaba en su faena del maíz.

Se deshacia Mandeville en cortesías y cumplimientos á la hija del restaurador, cuando Rosas, por una de esas súbitas inspiraciones de su carácter, mitad tigre y mitad zorro, mitad trágico y mitad cómico, con los ojos y con las manos hacia violentas señas á su hija, que con trabajo pudo al fin comprender la pantomima de su padre.

Pero la perplejidad quedó pintada en el semblante de la jóven cuando comprendió lo que se le ordenaba hacer; no sabiendo, ni lo que contestaba al señor Mandeville, ni si debia ó no ejecutar la voluntad de su padre. Una mirada de él, sin embargo, amilanó el espíritu domeñado de Manuela; y esta primera víctima de su padre tomó de manos de la mulata la maza con que machacaba el maíz, y, enrojecido su semblante y trémulas sus manos, continuó en el mortero la operacion de la criada.

— ¿Usted sabe para qué es ese maíz que pisa mi hija, señor Mandeville?

— No, Excelentísimo Señor, respondió el ministro pasean do sus ojos alternativamente de Manuela á su padre, y de la cocinera á Viguá sentado al pié del mortero.

— Eso es para hacer mazamorra, dijo Rosas.

— ¡Ah!

— ¿Usted no ha comido mazamorra?

— No, Excelentísimo Señor.

— Pero esta muchacha no tiene fuerzas. Toda la mañana se la ha llevado en eso, y el maiz todavía está entero. Mírela, ya no puede de cansada. Vaya! levántese Su Reverencia, padre Viguá, y ayude un poco á Manuela, porque el señor Mandeville tiene las manos muy delicadas, y es ministro.

— ¡Oh, no, Señor Gobernador! Yo ayudaré con mucho gusto á la señorita Manuelita, dijo Mandeville acercándose al mortero y tomando la maza de manos de Manuela, que á una seña de su padre se la entregó sin vacilar, comprendiendo entónces la idea que había tenido, y sonriendo de ella.

El ministro de Su Majestad Británica caballero Mandeville se dobló los puños de batista de su camisa, y empezó á machacar el maíz á grandes golpes.

— Así; nadie diria que es inglés, sino criollo; así se pisa, ¿ves, Manuela? Aprende, decia Rosas, saltándole el alma y la risa en el cuerpo.

— ¡Oh! es una ocupacion muy fuerte para una señorita! exclamó el señor Mandeville, siempre machacando y haciendo saltar una lluvia de fragmentos de maíz sobre el padre Viguá que se los devoraba con mucho gusto.

— Mas fuerte, señor Mandeville, mas fuerte. Si el maíz no se quiebra bien, la mazamorra sale muy dura.

Y el ministro plenipotenciario y enviado extraordinario de Su Majestad la Reina del Reino Unido de la Gran Bretaña é Irlanda, continuaba machacando el maíz para la mazamorra del dictador argentino.

— ¡Tatita!

Rosas le tiró del vestido á su hija para que callase y prosiguió:

— Si se cansa, deje, no mas.

— ¡Oh, no, señor Gobernador, no! le contestó Mandeville dando cada vez mas fuerte, y empezando á sudar por todos sus poros.

— ¿Á ver? Espérese un poquito, dijo Rosas acercándose al mortero y revolviendo los granos con su mano. Ya está bueno, prosiguió despues de examinar el maíz, esto es saber hacer las cosas.

Y á tiempo de concluir esas palabras, Doña María Josefa Ezcurra apareció en la escena.

— ¿Le parece bien á Vuecelencia? preguntó Mandeville desdoblándose sus puñitos de batista, despues haber saludado á la recien venida.

— Muy bueno está, señor ministro. Manuela, acompaña al señor Mandeville, ó llévalo á la sala si quiere. Conque, hasta siempre, mi amigo. Estoy muy ocupado, como usted sabe, pero yo siempre soy su amigo.

— Tengo mucho honor en creerlo así, Excelentísimo Señor, y yo no olvidaré lo que Vuecelencia haria en mi lugar si yo estuviera en lugar de Vuecelencia, dijo el ministro marcando sus palabras para recordar á Rosas que tenia presente su proyecto de la ballenera.

— Haga usted lo que quiera. Buenos dias.

Y Rosas se volvió á su gabinete acompañado de su cuñada, miéntras el señor Mandeville daba el brazo á Manuela y pasaba con ella al gran salon de la casa.

— Buenas noticias, le dijo Doña María Josefa al entrar.

— ¿De quién?

— De aquella ánima que se nos habia escapado el 4 de Mayo.

— ¿Lo han agarrado? preguntó Rosas resplandeciéndole los ojos.

— No.

— ¿No?

— Pero lo agarraremos. Cuitiño es un bruto.

— ¿Pero dónde está?

— A sentarnos primero, dijo la vieja, pasando con Rosas del gabinete á la alcoba.

_____________

CAPÍTULO XIII.

Cómo sacamos en limpio que D. Cándido Rodríguez se parecia á D. Juan Manuel Rosas.

En esa misma mañana en que su señoría el señor ministro plenipotenciario de Su Majestad Británica machacaba el maíz para la mazamorra de Rosas, nuestro antiguo amigo Don Cándido Rodríguez se paseaba en el largo zaguan de su casa, cerca de la Plaza Nueva, metido entre su sobretodo color pasa que lo habia acompañado en sus sustos del año de 1820; con un gorro blanco metido hasta las orejas; dos grandes hojas de naranjo pegadas con sebo en las sienes; unos viejos zapatos de paño que le servian de pantuflas, y las manos en los bolsillos del sobretodo.

Lo irregular de su paso, las ojeras que bordaban sus párpados, y las gesticulaciones repentinas en su fisonomíadaban á entender que habia pasado mala noche, y que se hallaba en momentos de un diálogo elocuente consigo mismo.

Dos golpes dados á la puerta lo pararon súbitamente en sus paseos.

Se acercó á ella, miró por la boca-llave ántes de pregun tar quién era, y no viendo sino el pecho de una persona, se atrevió á interrogar con una voz notablemente trémula:

— ¿Quién es?

— Soy yo, mi querido maestro.

— ¿Daniel?

— Sí, Daniel; abra usted.

— ¿Que abra?

— Sí, con todos los santos del cielo, eso es lo que he dicho.

— ¿Eres tú, en efecto, Daniel?

— Creo que sí, hágame usted el favor de abrir y me verá.

— Oye: pon tu cara en línea recta, horizontal con el ojo de la llave, pero separado á una tercia ó média vara de él, para que yo pueda dirigir mi visual y conocerte.

Daniel tuvo intencion de dar una patada en la puerta y hacer saltar el picaporte, pero no pasó de intencion y tuvo que hacer lo que su intransigible maestro le ordenaba.

— ¡Ah! eres tú, en efecto! dijo Don Cándido, y abrió la puerta.

— Sí, señor, yo soy; yo que tengo demasiada paciencia con usted.

— Espera, detente, Daniel, no sigas mas adelante, exclamó Don Cándido tomando la mano á su discípulo.

— ¿Qué diablos significa esto, señor Don Cándido? ¿Por qué no puedo seguir mas adelante?

— Porque quiero que entres aquí á este cuarto de Nicolasa, respondió Don Cándido señalando la puerta de una habitacion que daba al zaguan.

— Ante todas cosas, ¿ha sucedido algo?

— Nada, pero ven al cuarto de Nicolasa.

— ¿Es usted el que va á hablarme ahí?

— Yo, yo mismo.

— Malo.

— Cosas muy sérias.

— Peor.

— Ven, Daniel.

— Con una condicion.

— Impon, ordena.

— Que la conversacion no pasará de dos ó tres minutos.

— Ven, Daniel.

— ¿Acepta usted?

— Acepto, ven.

— Vamos allá.

Y Daniel llevado por la mano de su antiguo maestro entró al cuarto de la provinciana sirvienta de él, y sentóse sobre una vieja silla de vaqueta.

Don Cándido se paró á su lado y extendiendo el brazo le dijo:

— Tómame el pulso, Daniel.

— ¿Yo?

— Sí, tú.

— ¿Y qué diablo quiere usted que haga yo con su pulso?

— Ver la fiebre que me devora, que me consume, que me abrasa desde anoche. ¿Qué quieres hacer de mí, Daniel? ¿Qué hombre es este que has metido en mi casa?

— ¡Ahora salimos con esas! ¿No lo conoce usted ya?

— Lo conocí de niño, como te conocí á ti y á tantos otros, cuando era infante, tierno, é inocente como todos los niños. ¿Pero sé yo acaso cuál es su vida actual, cuáles sus opiniones, cuáles sus compromisos? ¿Puedo creer que es un inocente cuando me lo traes entre el lóbrego misterio de la noche, y cuando me ordenas que nadie lo vea y que á nadie hable de este asunto? ¿Puedo creer que es un amigo del gobierno cuando lo veo sin una sola de las divisas federales, y con una corbata blanca y celeste? ¿No debo deducir de todo esto, por una lógica concluyente, que aquí hay alguna intriga política, alguna conspiracion, algun complot, alguna revolucion en que yo estoy tomando parte sin saberlo y sin quererlo; yo, un hombre pacífico, tranquilo y sosegado; yo que por mi grave y circunspecta posicion actual como secretario de Su Excelencia el señor ministro Arana, que es un hombre excelente como su señora y toda su respetabilísima familia y hasta sus criados, debo ser por fuerza, por necesidad, circunspecto y leal á mis deberes oficiales? ¿Te parece?.......

— Me parece que usted ha perdido el juicio, señor Don Cándido, y como yo no quiero perder el mio, ni perder mi tiempo, bueno será que demos por concluida nuestra conferencia, y me permita usted pasar á ver á Eduardo.

— ¿Pero hasta cuándo va á estar en mi casa?

— Hasta que Dios quiera.

— Pero eso no puede ser.

— Eso será, sin embargo.

— ¡Daniel!

— Señor Don Cándido, mi distinguido maestro, recapitulemos en dos palabras la posicion de todos.

— Sí, recapitulemos.

— Óigame usted: para escudarse de los peligros que la federacion le pudiera hacer correr á usted en la época actual, lo he colocado de secretario privado del señor Arana, ¿no es cierto?

— Exactamente.

— Bien, pues; el señor Arana y todos sus secretarios, es muy probable que sean colgados de un dia á otro, no por órden de las autoridades, sino por órden del pueblo que puede levantarse contra Rosas de un momento á otro.

— ¡Oh! exclamó Don Cándido, abriendo tamaños ojos.

— Colgados, sí, señor, repitió Daniel.

— ¿Los secretarios tambien?

— Tambien.

— ¿Sin ser por equivocacion?

— Sin ser por equivocacion.

— ¡Es espantoso!

— Los secretarios junto con el ministro.

— De manera, que si dejo mi empleo de secretario, la Mashorca me degüella; y si no lo dejo, el pueblo me ahorca; y todavía, en cualquiera de los dos casos, me puede suceder una desgracia por equivocacion.

— Exactamente, eso sí es lógica.

— ¡Lógica de los infiernos, Daniel; lógica que me va á costar la vida, por tu causa!

— No, señor, no le costará á usted nada, si usted hace cuanto yo quiero.

— ¿Y qué he de hacer? habla.

— Voy á ponerle á usted el dilema en otro sentido: estamos en el momento de crísis; en ella, ó Rosas ha de triunfar de Lavalle, ó Lavalle de Rosas, ¿no es así?

— Cierto, así es.

— Bien pues: en el primer caso, usted tiene en Don Felipe Arana un apoyo para continuar en su próspera fortuna; y en el segundo, usted tiene en Eduardo la mejor tijera para cortar la soga del pueblo.

— ¿En Eduardo?

— Sí, y no hay mas que hablar sobre esto, ni repetirlo.

— De modo que…..

— De modo que usted tiene que guardar á Eduardo en su casa hasta que yo determine.

— Pero…..

— Otro hombre ménos generoso que yo, compraria el secreto de usted, diciéndole: Señor Don Cándido, muy buena está la órden del ejército de Lavalle que me ha dado usted anoche copiada de su puño y letra, y á la menor indiscrecion suya, ese documento irá á manos de Rosas, señor Don Cándido…..

— ¡Basta, basta, Daniel!

— Bien, basta. ¿Entónces estamos de acuerdo?

— De acuerdo. ¡Oh Dios mio, yo estoy como Rosas; soy igual á él en organizacion, está visto! exclamó Don Cándido paseándose precipitadamente por el cuarto de Nicolasa, y apretándose contra las sienes los parches de naranjo.

— ¿Que usted es igual á Rosas en organizacion?

— Sí, Daniel, idéntico.

— ¡Diablo! ¿Me hace usted el favor de explicarme eso, señor Don Cándído? Porque si es así, entre Eduardo y yo podríamos hacer ahora mismo un gran servicio á la humanidad.

— Sí, Daniel, igual, igual, dijo Don Cándido, sin com prender la burla de Daniel.

— ¿Pero igual en qué?

— En que tengo miedo, Daniel; miedo de cuanto me rodea.

— ¡Hola! ¿Y usted sabe que el señor gobernador tiene miedo?

— Sí, lo sé. Ayer á la oracion miéntras yo escribia, es decir, miéntras sacaba copias de los documentos que te enseñé mas tarde; porque siguiendo tus órdenes, saco siempre una copia de mas, el señor ministro conversaba muy quedito con el señor Garrigós, y ¿sabes lo que le decia?

— Si usted no me lo dice, no creo que podré adivinarlo.

— Le decia que el señor gobernador habia hecho poner á bordo de la Acteon cuatro cajones de onzas; y que estaba viendo el momento en que Su Excelencia se embarcaba porque tiene miedo de la situacion que le rodea.

— ¡Hola!

— Esas son las palabras textuales del señor ministro.

— ¡Diablo!

— Y eso es lo mismo que siento yo: miedo de la situacion que me rodea.

— ¿Tambien, eh?

— Tambien, sí. Y es por eso que he dicho que me parezco á Su Excelencia, porque es muy explicativo, muy elocuente, muy terminante, el que en unos mismos momentos él y yo sintamos unas mismas impresiones.

— Cierto, dijo Daniel pensando en las palabras de Don Cándido.

— Y ese fenómeno no tendria lugar si él y yo no tuviésemos organizaciones idénticas, iguales, igualmente impresionables.

— ¿Conque, cuatro cajones de onzas, á bordo de la Acteon?

— Cuatro cajones.

— ¿Y que tiene miedo?

— Miedo, eso fué lo que dijo.

— ¿Y el señor Arana, no dijo alguna cosa relativa á él?

— Claro está que dijo, porque el señor ministro tiene una lógica tan concluyente como la mia: «Es preciso que pen semos tambien en nosotros, amigo mio, le dijo á Garrigós. Nosotros no hemos hecho mal á nadie; al contrario, hemos hecho todo el bien que hemos podido; pero será bueno que tratemos de embarcarnos inmediatamente que el señor gobernador lo haga.» Y esto es lógico, Daniel; así como yo digo, que si siento que el ministro se embarca, me embarco yo, aunque sea por el Riachuelo, y para ir á la isla de Casajema.

— ¿Y Garrigós dijo algo?

— Fué de distinta opinion.

— ¿Opinaba el quedarse?

— No: trató de demostrar á Don Felipe, al señor ministro quise decir, que lo mas prudente era no esperar á que el gobernador se embarcase, en el caso que la situacion se fuera haciendo mas peligrosa. Pero á lo último continuaron hablando tan despacio que no pude oir mas.

— Sin embargo es preciso que otra vez tenga usted los oídos mas abiertos.

— ¿Estás incomodado, mi querido y estimado Daniel?

— No, señor, no. Pero así como yo lleno á usted de garantías presentes y futuras, quiero de usted circunspeccion y servicios activos.

— Cuanto yo pueda, Daniel. ¿Pero crees que corro peligro actualmente?

— Ninguno.

— ¿Eduardo estará muchos dias aquí?

— ¿Tiene usted una completa confianza en Nicolasa?

— Como de mí mismo. Odia á toda esta gente desde que le mataron á su hijo, á su bueno, á su leal, á su tierno hijo; y desde que ha sospechado que Eduardo está escondido, le sirve con mas prolijidad que á mí, con mas esmero, con mas puntualidad, con…..

— Vamos á ver á Eduardo, señor Don Cándido.

— Vamos, mi querido y estimado Daniel; está en mi gabinete.

_____________

CAPÍTULO XIV.

Los dos amigos.

— Vamos, pero hasta la puerta del gabinete solamente, porque yo soy el médico del alma de ese hombre, y sabe usted que los médicos tienen siempre que hablar solos con sus enfermos.

— ¡Ah, Daniel!

— ¿Qué hay, señor?

— Nada, entra; pasa adelante; yo me voy á la sala, dijo Don Cándido al entrar Daniel al lugar clasificado de gabinete, y volviendo sobre sus pasos.

— Buen dia, mi querido Eduardo, dijo Daniel á su amigo sentado en la vieja poltrona de Don Cándido, delante de su mesa de escribir.

— Bien podias haberme tenido hasta mañana en esta maldita cárcel sin saber una palabra de nadie, dijo Eduardo.

— ¡Ah! ¿empezamos por reconvenciones?

— Me parece que tengo razon: son las diez de la mañana.

— Cierto, las diez.

— Y bien ¿qué es de Amalia?

— Muy buena está, gracias á Dios, pero no gracias á ti, que haces todo lo posible por que lo pase mal.

— ¿Yo?

— Tú, sí; y ahí está la prueba, dijo Daniel señalando ocho ó diez pliegos de papel dispersos sobre la mesa, en cada uno de los cuales habia el nombre de Amalia veinte ó treinta veces escrito á la ancho, á lo largo, al sesgo, de todos modos, y con infinitas formas de letra.

— ¡Ah! exclamó Eduardo poniéndose colorado y juntando todos los papeles.

— Tú te entretenias en esto, mi querido Eduardo, y nada mas natural; pero en tu situacion es preciso que á lo conveniente ceda el lugar lo natural; y como conviene que nadie sepa que tienes tanto amor á ese nombre, bueno será hacer esto, dijo Daniel tomando los papeles de mano de Eduardo, enrollándolos y tirándolos á una vieja chimenea que se encendia quince ó veinte dias en cada invierno en el gabinete de Don Cándido. para secar la humedad de las paredes, segun él decia, porque el fuego continuo le hacia mal; encendida ese dia por consideraciones á su huésped por fuerza.

— Bien, te concedo que tienes razon, Daniel, pero yo quiero volverme á Barrácas ahora mismo.

— Comprendo que lo quieras.

— Y lo haré.

— No, no lo harás.

— ¿Y quién me lo impedirá?

— Yo.

— ¡Oh! caballero, eso es abusar demasiado de la amistad.

— Si usted lo cree así, señor Belgrano, nada mas sencillo entónces.

— ¿Cómo?

— Que usted puede irse á Barrácas cuando quiera, pero lebo prevenirle que cuando usted llegue, se encontrará solo en la casa, porque mi prima no estará en ella.

— ¡Por Dios! Daniel, por Dios! ¡no mortifiques mas mi situacion! Yo no sé lo que digo.

— ¡Vaya! al cabo has dicho una cosa racional, y ahora que has empezado á tener razon, oye todo lo que hay.

Y Daniel refirió sucintamente á Eduardo todas las ocurrencias de la noche anterior, como tambien la invasion del general Lavalle.

— Cierto, cierto. ¡Yo no puedo ya habitar en Barrácas sin comprometerla! dijo Eduardo poniendo el codo sobre la mesa y reclinada su frente en la palma de su mano.

— Eso es hablar con juicio, Eduardo. Hoy no hay otro medio de salvar á Amalia que poniéndote léjos de la mano de Rosas, porque aun cuando yo pudiera salvarla de los insultos de la Mashorca, ó de una medida torpe del tirano, yo no tendria poder para libertarla de los rigores de su propia organizacion, si te acaeciera una desgracia. Amalia está apasionada. Su naturaleza sensible y su imaginacion exaltada la llevarian al último extremo de la vida, ó del infortunio, si llegase hasta su corazon una sola gota de tu sangre.

— ¿Y qué hago, Daniel, qué hago?

— Desistir de la idea de verla por algunos dias.

— Imposible.

— La pierdes entónces.

— ¿Yo?

— Tú.

— ¡Oh! no puedo, no!

— No la amas, entónces.

— ¡Que no la amo! Oh! sí, sí; no la amo como ella se merece ser amada, porque para Amalia se necesita un Dios, y soy un hombre; ella se merece el amor del cielo y de la tierra, y yo no puedo darla sino el amor de mi alma. ¡Ah! Daniel, desde anoche me parece que me falta la luz, porque sus ojos no la derraman sobre los mios; me parece que me falta el aire de mi existencia, porque no lo aspiro en sus alientos. ¡Que no la amo! Oh! Dios mio, Dios mio! exclamó Eduardo ocultando su frente entre sus manos.

Un momento de silencio se estableció entre los jóvenes. Daniel respetaba en ese momento esa noble pasion del amor, obra de Dios para las almas generosas y grandes, que él sentia tambien aunque sin la exaltacion de su amigo; porque ni el amor por su Florencia tenia obstáculos que le irritasen, ni su espíritu estaba ajeno á otras nobles y grandes impresiones que le distraian; ni él tenia tampoco la organizacion reconcentrada de Eduardo, en la cual, por esa desgraciada condicion, las pasiones, la felicidad y la desgracia obraban sus efectos con mas poder.

— Pero no; esto es ser demasiado débil. ¿Qué es lo que decias que debo hacer, Daniel? dijo Eduardo sacudiendo su cabeza, echando atras las hebras de sus cabellos de ébano que-caian sobre sus sienes pálidas, y mirando tranquilamente á su amigo,

— No ver á Amalia en algunos dias.

— Bien.

— Si los sucesos políticos alcanzan pronto el fin que les deseamos, entónces todo está ganado en tus negocios.

— Sí, cierto.

— Si, por el contrario, los sucesos no alcanzan ese fin, es necesario entónces que emigres.

— ¿Solo?

— No, no irás solo.

— ¿Irá Amalia? ¿Crees que quiera seguirme?

— Sí, lo creo perfectamente. Pero ademas de Amalia irán otras personas de tu relacion.

— ¡Oh! Sí, vamos al extranjero, Daniel, el aire de la patria mata á sus hijos hoy, nos sofoca.

— No importa, es necesario respirarlo como se pueda hasta haber perdido toda esperanza.

— ¿Pero, y si los sucesos se demoran mucho tiempo?

— No es posible.

— Nada mas fácil de suceder sin embargo. Un contratiempo cualquiera puede detener las operaciones de Lavalle, y entónces…..

— Entónces todo se habrá perdido; porque la demora es la ruina para Lavalle, en el estado actual de las cosas.

— Pero, no, amigo mio, no estará perdido; y porque no estará, estaremos todos los dias esperando que al siguiente entre Lavalle.

— Lo esperarán otros, pero yo no, Eduardo. El personal del ejército libertador es infinitamente inferior en número al de Rosas. Y los recursos de este son en relacion de mil á uno, comparados con los de nuestro bravo general. En favor de este, pues, no hay mas que la impresion moral que ha causado su inesperada presencia en la provincia, y los antecedentes casi romancescos de su valor personal, y del entusiasmo de sus jóvenes soldados. Pero si el momento de esa impresion se pierde, todas las probabilidades estarán entónces en contra de la cruzada.

— Pero bien, supongamos el caso de una prolongacion de tiempo en la guerra; ¿cómo vivir entónces separado de Amalia tanto tiempo, Daniel?

— Si llegara ese caso, la verias, pero no en Barrácas.

— ¿Puedo entrar un momento, mis queridos y estimados discípulos? dijo Don Cándido, asomando la borlita de su gorro blanco por la puerta del gabinete, que entreabrió.

— Adelante, mi querido y estimado maestro, dijo Daniel.

— Hay una novedad, Daniel, una ocurrencia, una cosa…..

— ¿Usted me hará el favor de decírmela de una vez, señor Don Cándido?

— Es el caso que yo me paseaba en el zaguan, porque cuando tengo un poro de dolor de cabeza como al presente, me hace bien el pasearme, como tambien el ponerme unos parches de hojas de naranjo. Porque habéis de saber, hijos mios, que las hojas de naranjo con sebo tienen sobre mi organizacion la virtud específica…..

— De mejorar á usted y enfermar á los otros. ¿Qué es lo que hay? preguntó el impaciente Daniel.

— A eso camino.

— ¡Pero llegue usted de una vez, con todos los santos!

— Ya llego, genio de pólvora; ya llego. Me paseaba en el zaguan, decia, cuando sentí que álguien se paró á la puerta. Me acerqué indeciso, vacilante, dudoso. Pregunté quién era. Me convencí de la identidad de la persona que me respondió, y entónces abrí: ¿quién te parece que era, Daniel?

— No sé, pero me alegraria de que hubiese sido el diablo, señor Don Cándido, dijo Daniel dominando su impaciencia como era su costumbre.

— No, no era el diablo, porque ese parece que no se desprende de mi levita hace tiempo. Era Fermin, tu leal, tu fiel, tu....

— ¿Fermin está ahí?

— Sí. Está en el zaguan, dice que quiere hablarte.

— ¡Acabara usted, con mil bombas! exclamó Daniel saliendo apresuradamente del gabinete.

— ¡Qué genio! Se ha de perder, se ha de estrellar contra el destino. Oye tu, Eduardo; tú que pareces mas circunspecto, aun cuando despues que saliste de la escuela en que eras quieto, tranquilo, estudioso, no he tenido la satisfaccion de tratarte; es necesario que tengas mucha cautela en la situacion actual. Díme: ¿por qué no entras hoy mismo á estudiar con los jesuítas y te entregas á la carrera eclesiástica?

— ¿Señor, me hace usted el favor de dejarme el alma en paz?

— ¡Ay, malo! ¿Tambien eres tú como tu amigo? ¿Y qué pretendéis, jóvenes extraviados en la carrera tortuosa, en la pendiente rápida en que os habéis lanzado?

— Pretendemos que nos deje usted solos un momento, señor Don Cándido, dijo Daniel que entraba al gabineté á tiempo que su respetable maestro de primeras letras empezaba la interrumpida frase de su valiente apóstrofe.

— ¿Nos amenaza algun peligro, Daniel? preguntó D. Cándido, mirando tímidamente á su discípulo.

—Ninguno absolutamente. Son asuntos mios y de Eduardo.

— Pero es que nosotros tres estamos hoy formando un solo cuerpo indivisible.

— No importa, lo dividiremos momentáneamente. Háganos usted el favor de dejarnos solos.

— Quedad, dijo Don Cándido extendiendo su mano en el aire en direccion á los dos jóvenes, y saliendo pausadamente del gabinete.

— El negocio se vuelve mas serio, Eduardo.

— ¿Qué hay?

— Algo de Amalia.

— ¡Oh!

— Sí, de Amalia. Acaba de recibir aviso de que dentro de una hora la policía la hará una visita domiciliaria, y me lo manda decir con Fermin, á quien yo habia mandade á Barrácas ántes de venir á verte.

— ¿Y qué hacemos, Daniel? ¡Pero, oh, cómo pregunto qué hacemos!..... Daniel, me voy á Barrácas.

— Eduardo, no es tiempo de hacer locuras. Yo amo mucho á mi prima para premitir á nadie el que arroje sobre ella la desgracia, dijo Daniel con un tono y una mirada tan séria que hicieron una fuerte impresion en el animo de Eduardo.

— Pero yo soy la causa de los insultos á que esa señora se ve expuesta, y soy yo, caballero, quien deba protegerla, contestó Eduardo con sequedad.

— Eduardo, no hagamos locuras, repitió Daniel, volviendo á la dulzura natural con que trataba á su amigo, no hagamos locuras. Si se tratase de defenderla de un hombre, de dos hombres, de mas que fuesen, con la espada en la mano, yo te dejaria muy tranquilo el placer de entretenerte con ellos. Pero es del tirano y de todos sus secuaces de quienes debemos defenderla; y para con ellos tu valor es impotente: tu presencia les daria mayores armas contra Amalia, y no conseguirias libertar, ni tu cabeza, ni la tranquilidad de mi prima.

— Tienes razon.

— Déjame obrar. Yo voy á Barrácas en el acto; y á la fuerza yo opondré la astucia, y trataré de extraviar el instinto de la bestia con la inteligencia del hombre.

— Bien, anda, anda pronto.

— Tardaré diez minutos en llegar á mi casa á tomar mi caballo, y en un cuarto de hora estaré en Barrácas.

— Bien: ¿y volverás?

— Esta noche.

— Díla…..

— Que te conservas para ella.

— Díla lo que quieras, Daniel, dijo Eduardo, dándose vuelta, porque sin duda en sus ojos habia algo que queria ocultar á la mirada de su amigo. Jamas un hombre apasionado como Eduardo, con su valor y su generosidad, puede haberse encontrado en situacion mas difícil: veia en peligro á la bien amada de su alma, en peligro por él, y no podia defenderla, sin agravar su desgracia.

Cuando volvió de su primer paseo en la habitacion, ya no halló á Daniel en el gabinete.

Eran las once de la mañana, y Don Cándido empezó á vestirse para ir á la secretaría orivada del señor Don Felipe.

CAPÍTULO XV.

Amalia en presencia de la policía.

Daniel llegó á su casa, montó en su soberbio alazan, partió á gran galope para Barrácas, tomando las peores calles de la ciudad para no encontrar obstáculos de tránsito que lo detuviesen, pues los del terreno los salvaba siempre sin dificultad el superior caballo que montaba; pero todo era inútil, porque iba á llegar tarde á la quinta.

Cuando á las nueve de la mañana Daniel habia dejado á su prima, para dirigirse á la ciudad, habia dado órden á Fermin que lo esperase en Barrácas, previniéndole las casas en que lo encontraria en caso que ocurriese alguna novedad.

Una ocurrió en efecto. Poco rato despues de su partida llegó á la quinta una carta para Amalia, en que se le anunciaba una visita de la policía; y la jóven mandó dar aviso á Daniel de este suceso, por cuanto ella desconfiaba de su prudencia en presencia del insulto que iba á hacerse á su casa.

Pasó inmediatamente al cuarto que ocupaba Eduardo. Tomó de sobre una mesa algunas traducciones del inglés en que solia entretenerse el jóven; y convencida de que no habia un solo objeto que pudiese revelar en ese aposento lo que probablemente venia á buscar la policía, volvió á la sala, echó los papeles á la chimenea, y se paseaba con esa inquietud natural á los que esperan de un momento á otro ser actores en una escena desagradable, cuando sintió parar varios caballos á la puerta de la quinta. Y esto sucedió cinco ó seis minutos despues de la partida de Fermin; much ántes, pues, de lo que Amalia creia.

Mujer, sola, rodeada de peligros que se extendian desde ella hasta el ser amado de su corazon, la naturaleza se expresó en ella con sinceridad: pálida y débil se echó en un sillon, haciendo esfuerzos, sin embargo, para sobreponerse á sí misma.

Don Bernardo Victorica, un comisario de policía, y Nicolas Mariño se presentaron en la sala introducidos por Pedro.

Victorica, ese hombre aborrecido y temido de todos los que en Buenos Aires no participaban de la degradacion de la época, era, sin embargo, ménos malo de lo que generalmente se creia. Y sin faltar jamas á la severidad que le prescribian las órdenes del dictador, se portaba, toda vez que podia hacerlo sin comprometerse, con cierta civilidad, con una especie de semi-tolerancia, que hubiera sido un delito á los ojos de Rosas, pero que era empleada por el jefe de policía, especialmente cuando tenia que ejercer sus funciones sobre personas á quienes creia comprometidas por alguna delacion interesada, ó por el excesivo rigorismo del gobierno1.

Con el sombrero en la mano, y despues de hacer una profunda reverencia, dijo á Amalia:

— Señora, soy el jefe de policía: tengo que cumplir el penoso deber de hacer un escrupuloso registro en esta casa: es una órden expresa del señor gobernador.

— ¿Y estos otros señores vienen tambien á registrar mi casa? preguntó Amalia señalando hácia Mariño y al comisario de policía.

— El señor, no, contestó Victorica indicando á Mariño, este otro señor es un comisario de policía.

— ¿Y puedo saber á quién, ó qué se viene á buscar á mi casa, de órden del señor gobernador?

— Dentro de un momento se lo diré á usted, respondió Victorica, con una fisonomía muy séria, pues que él y sus compañeros estaban de pié, sin haber recibido de Amalia la mínima indicacion de sentarse.

Ella tiró del cordon de la campanilla, y dijo á Luisa que apareció al momento:

— Acompaña á este señor, y ábrele todas las puertas que te indique.

Victorica hizo un saludo á Amalia, y siguió á Luisa por las piezas interiores.

Acompañado del comisario pasó al gabinete de lectura, y luego al suntuoso aposento de la jóven. El jefe de policía no era hombre de tan delicado gusto, que pudiese fijarse en todos los primores que encerraba aquel adoratorio secreto donde habia penetrado mas de una vez la mirada enamorada de Eduardo, al traves de las tenues neblinas de batista y tul que cubrian los cristales. Pero entretanto, Victorica tenia muy buenos ojos para no ver que cuanto allí habia, estaba descubriendo el poco amor de los dueños de aquella casa á la santa causa de la federacion.

Tapices, colgaduras, porcelanas, todo se presentaba á los ojos del jefe de policía con los colores blanco y celeste; blanco y azul; celeste, ó azul solamente. Y las pobladas cejas del intransigible federal empezaban á juntarse y endurecerse.

— Bien puede ser que aquí no haya nadie oculto, como me lo asegura Mariño; pero á lo ménos no será porque en esta casa no haya unitarios, se decia á sí mismo.

Pasó luego al tocador de Amalia, y sus ojos quedaron deslumbrados con la magnificencia que se le presentaba.

— Á ver, niña, abre esos roperos, dijo á Luisa.

— Y ¿qué va usted á ver en los roperos de la señora? preguntó la pequeña Luisa, alzando su linda cabeza y mirando cara á cara á Victorica.

— ¡Hola! Abre esos roperos te he dicho.

— ¡Pues es curiosidad! Vaya, ya están abiertos, dijo Luisa abriendo las puertas de los guardaropas con una prontitud y una accion de enojo, que hubiera hecho sonreir á otro cualquiera que no fuese el adusto personaje que la míraba.

— Bien, ciérralos.

— ¿Quiere usted ver si hay álguien escondido en los bebederos de los pájaros? dijo Luisa señalando las jaulas doradas de los jilgueros.

— Niña, eres muy atrevida, pero tu edad me hace peronarte. Á ver, abre esta puerta.

— ¿Esta?

— Sí.

— Esta puerta da á mi aposento.

— Bien, ábrela.

— No hay nadie en él.

— No importa, ábrela.

— ¿Yo? no, señor, no la abro. Ábrala usted, ya que no cree en mi palabra.

Victorica miró largo rato á aquella criatura de diez ú once años que osaba hablarle de ese modo, y en seguida levantó el picaporte de la puerta, y entró al dormitorio de Luisa.

— Ven, niña, la dijo viéndola que se quedaba en el tocador.

— Iré si manda usted á este señor que vaya tambien con nosotros, dijo Luisa señalando al comisario que se entretenia en examinar los pebeteros de oro.

El comisario echó sobre ella una mirada aterradora, que no consiguió, sin embargo, aterrar á la intrépida Luisa, y volviendo el pebetero á la rinconera, volvió á seguir los pasos de Victorica.

— Señor, no me revuelva usted mi cama. Despues no se vaya usted á enojar si le quiero enseñar el bebedero de los pajaritos, dijo á Victorica al verlo levantando la colcha de la cama y mirando bajo de ella.

— ¿Adónde da esta puerta?

— Al patio.

— Ábrela.

— Tire usted no mas, está abierta.

Una vez en el patio, Victorica hizo una seña al comisario, que por la verja de fierro se dirigió á la quinta; y él y Luisa se dirigieron á aquella parte del edificio en que estaban las habitaciones de Eduardo, y el comedor.

— ¿Quién habita en este cuarto? preguntó Victorica examinando el de Eduardo.

— El senor Don Daniel cuando viene á quedarse, contestó uisa sin la mínima turbacion.

— Y ¿cuántas veces por semana sucede eso?

— La señora me ha mandado que le enseñe á usted la casa, y no que le dé cuenta de lo que pasa en ella. Puede usted preguntárselo á la señora.

Victorica se mordió los labios no sabiendo qué hacer con aquella muchacha, y pasó á otra habitacion, y por último al comedor sin haber encontrado cosa alguna que le diese indicios de lo que buscaba.

Durante se ejecutaba esta pesquisa policial, en el modo y forma adoptada por la dictadura, una escena bien diferente, pero no ménos interesante, tenia lugar en la sala.

Luego que Victorica y el comisario pasaron á las piezas interiores, Amalia, siu levantar los ojos á honrar con su mirada la fisonomía de Mariño, le dijo:

— Puede usted sentarse, si tiene la intencion de esperar al señor Victorica.

Amalia no estaba rosada, estaba punzó en aquel momento. Y Mariño, por el contrario, estaba pálido y descompuesto en presencia de aquella mujer cuya belleza fascinaba, y cuyas maneras imperiosas y aristocráticas, podemos decir, imponian.

— Mi intencion, dijo Mariño, sentándose á algunos pasos de Amalia, mi intencion ha sido la de prestar á usted un servicio, señora, un gran servicio en estas circunstancias.

— ¡Mil gracias! contestó Amalia con sequedad.

— ¿Ha recibido usted mi carta esta mañana?

— He recibido un papel firmado por Nicolas Mariño, que supongo será usted.

— Bien, contestó el comandante de serenos, dominando la impresion que le causó la desdeñosa respuesta de la jóven. En esa carta, en ese papel, como usted lo llama, me apresuré á participar á usted lo que iba á ocurrir.

— ¿Y puedo saber con qué objeto se tomó usted esa incomodidad, señor?

— Con el objeto de que tomase usted las medidas que su seguridad le aconsejase.

— Es usted demasiado bueno para conmigo; pero demasiado malo para con sus amigos políticos, pues que les hace usted traicion.

— ¡Traicion!

— Me parece que sí.

— Eso es muy fuerte, señora.

— Sin embargo, ese es el nombre.

— Yo trato de hacer siempre todo el bien que puedo. Ademas, yo sabia que desde anoche no podia haber ningun hombre en esta casa, despues de la visita de Cuitiño. Doña María Josefa Ezcurra, sin embargo, que tiene un empeño especial en perseguir esta casa, miéntras yo lo tengo en protegerla, fué esta mañana á dar parte al señor gobernador de que aquí se ocultaba una persona que se buscada há mucho tiempo por la autoridad. Su Excelencia mandó llamar al señor Victorica, le dió la órden que está cumpliendo, y yo que tuve la suerte de saber lo que ocurria. No perdí un instante en comunicárselo á usted, decidiéndome tambien á acompañar al señor Victorica, por si tenia la suerte de poder librar á usted de algun compromiso. Esta es mi conducta, señora; y si hago una traicion á mis amigos, la causa por que así procedo me justifica plenamente. Esa causa es santa; nace de una simpatía instantánea que sentí por usted desde que tuve la dicha de conocerla. Desde entónces mi vida entera está consagrada á buscar los medios de acercarme á esta casa; y mi posicion, mi fortuna, mi influencia…..

— Su posicion y su influencia de usted no impedirán que yo le deje solo, cuando no comprenda que su presencia me fastidia, dijo Amalia parándose, separando la silla en que estaba sentada, y pasando al gabinete de lectura, y de este á su alcoba, donde sentóse en su sofá, radiante de belleza y de orgullo.

— ¡Ah, yo me vengaré, perra unitaria! exclamó Mariño pálido de rabia.

Pocos momentos hacia que la altanera tucumana estaba sola en su aposento por no sufrir las impertinencias de Mariño, cuando Victorica, que volvia con Luisa, por el mismo camino que habia andado ya, se encontró de nuevo con Amalia.

— Señora, la dijo, he cumplido ya la primera parte de las órdenes recibidas; y felizmente para usted, podré decir á Su Excelencia, que no he encontrado en esta casa la persona que he venido á buscar.

— ¿Y puedo saber qué persona es esa, señor jefe de policía? ¿Puedo saber por qué se me hace el insulto de registrar mi casa?

— ¿Quiere usted decir á esta niña que se retire?

Amalia hizo una seña á Luisa, que se retiró, no sin torcerle los ojos á Victorica.

— Señora, debo tomar á usted una declaracion, pero deseo evitar con usted las formalidades de estilo, y que sea mas bien una conferencia leal y franca.

— Hable usted, señor.

— ¿Conoce usted á Don Eduardo Belgrano?

— Sí, lo conozco.

— ¿Desde que tiempo?

— Hará dos ó tres semanas, contestó Amalia, rosada como una fresca rosa, y bajando la cabeza, avergonzada de tener que mentir por la primera vez de su vida.

— Sin embargo, hace mas tiempo que lo han visto en esta casa.

— Ya he contestado á usted, señor.

— ¿Padria usted probar que Don Eduardo Belgrano no ha estado oculto en esta casa, desde el mes de Mayo hasta el presente?

— No me empeñaria en probar semejante cosa.

— ¿Luego es cierto?

— No he dicho tal.

— Pero, en fin, usted dice que no probaria que no estuvo.

— Porque es usted, señor, quien debe probar lo contrario.

— ¿Y sabe usted dónde se encuentra actualmente?

— ¿Quién?

— Belgrano.

— No lo sé, señor; pero si lo supiera no lo diria, contestó Amalia alzando la cabeza, contenta y altiva porque se le presentaba la ocasion de decir la verdad.

— ¿Ignora usted que estoy cumpliendo una órden del señor gobernador? dijo Victorica empezando á arrepentirse de su indulgencia con Amalia.

— Ya me lo ha dicho usted.

— Entónces debe usted guardar mas respeto en las contestaciones, señora.

— Caballero, yo sé bien el respeto que debo á los demas, como sé tambien el que los demas me deben á mi misma. Y si el señor gobernador, ó el señor Victorica quieren delatores, no es en esta casa, por cierto, donde podrán hallaros.

— Usted no delata á los demas, pero se delata á sí misma.

— ¿Cómo?

— Que usted se olvida que está hablando con el jefe de policía, y está revelándole muy francamente su exaltacion de unitaria.

— ¡Ah, señor, yo no haria gran cosa en serlo en un país donde hay tantos miles de unitarios!

— Por desgracia de la patria y de ellos mismos, dijo Victorica levantándose sañudo, pero llegará el dia en que no haya tantos; yo se lo juro á usted.

— Ó en que haya mas.

— ¡Señora! exclamó Victorica mirando con ojos amenazantes á Amalia.

— ¿Qué hay, caballero?

— Que usted abusa de su sexo.

— Como usted de su posicion.

— ¿No teme usted de sus palabras, señora?

— No, señor. En Buenos Aires solo los hombres temen; pero las señoras sabemos defender una dignidad que ellos han olvidado.

— Cierto, son peores las mujeres, dijo Victorica para sí mismo. Á ver, concluyamos, continuó, dirigiéndose á Amalia, tenga usted la bondad de abrir esa papelera.

— ¿Para qué, señor?

— Tengo que cumplir ese último requisito, abra usted

— ¿Pero, qué requisito?

— Tengo órden de inspeccionar sus papeles.

— Oh, esto es demasiado, señor, usted ha venido en bus ca de un hombre á mi casa; ese hombre no está, y debo decir á usted que nada mas consentiré que se haga en ella.

Victorica se sonrió y dijo:

— Abra usted, señora, abra usted por bien.

— No.

— ¿No abre ustéd?

— No, no.

Victorica se dirigia á la papelera cuya llave estaba puesta, cuando Mariño que habia oido el interrogatorio desde el gabinete, se precipitó en el aposento, para ver si con un golpe teatral conquistaba el corazon de la altanera Amalia.

— Mi querido amigo, dijo á Victorica, yo salgo garante de que en los papeles de esta señora no hay ninguno que comprometa á nuestra causa; ni diario, ni carta de los inmundos unitarios.