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Sería suya... hasta que él quisiese. Aunque habían pasado ya diez años desde que Tiarnan Quinn la rechazara de un modo humillante, las heridas de la famosa modelo Kate Lancaster aún no se habían cerrado. Podía tener a cualquier otro hombre, pero aquel millonario con el corazón de hielo tenía algo que hacía que le flaquearan las piernas, y cuando la invitó a pasar unos días en su lujosa villa de la Martinica no fue capaz de negarse. Sabía que Tiarnan no podía darle lo que quería, amor verdadero y una familia, pero, durante esos días de relax con sus noches de pasión en aquel paraíso tropical, empezaría a descubrir que tras la pétrea fachada se escondía un hombre muy diferente.
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Seitenzahl: 204
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2009 Abby Green
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amante sin alma, n.º 2471 - junio 2016
Título original: Mistress to the Merciless Millonaire
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8114-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
De PIE junto a la pila bautismal de piedra, Kate Lancaster miraba con cariño a su ahijada de dos meses, mientras el sacerdote derramaba el agua bendita sobre su coronilla. La ceremonia estaba celebrándose en la pequeña y antigua capilla de la propiedad en la que se alzaba el nuevo hogar de Sorcha, su mejor amiga: un impresionante château a las afueras de París. La misma capilla en la que nueve meses atrás se había celebrado su boda, en la que ella había tomado parte como dama de honor.
Querría poder concentrarse en las palabras que estaba pronunciando el sacerdote, pero le resultaba difícil por culpa del hombre alto y guapo que tenía a su derecha: Tiarnan Quinn. Era el hermano mayor de Sorcha, y también había estado en la boda, ejerciendo de padrino.
Kate trató de acallar como pudo el dolor de su corazón. Detestaba que esos sentimientos tuvieran que aflorar precisamente en ese momento, estropeando una ocasión tan hermosa y especial.
Pero ¿cómo ignorar el dolor cuando aquel hombre era quien había aplastado sus ideales, esperanzas y sueños? Sin embargo, no podía culpar a nadie más que a ella misma. Si no se hubiese empeñado en… No, no iba a volver otra vez a entrar en ese bucle, se dijo atajando esos pensamientos. Hacía tanto de aquello que no podía creer que siguiese afectándole de ese modo, como si aún estuviese reciente.
Normalmente, evitaba a Tiarnan por todos los medios, pero de allí no podía huir porque eran los padrinos de la pequeña.
Resistiría. Si había sobrevivido al día de la boda también podría sobrevivir a aquello. Y luego se alejaría de él y confiaría en que algún día dejase de afectarle de esa manera. Claro que… ¿cuánto tiempo llevaba esperando que eso ocurriera?
Se notaba la mandíbula rígida de tenerla apretada, y la espalda tensa como las cuerdas de un violín. Intentó centrarse en Sorcha y su marido, Romain, que parecían ajenos a todo excepto a ellos mismos y a su hijita, Molly.
Romain la tomó con ternura de los brazos del sacerdote y, cuando Sorcha y él se miraron con complicidad, Kate sintió celos de lo enamorados que se les veía.
Encontrar el amor, formar una familia… Eso era lo que ella quería, lo que siempre había querido. Tiarnan se movió y su brazo rozó el suyo, haciéndola tensarse aún más. Contra su voluntad, alzó la vista hacia él; fue incapaz de contenerse. Se sentía atraída por él, como una polilla abocada a una muerte segura por el brillo irresistible de la llama de una vela.
Justo en ese momento, Tiarnan bajó la vista hacia ella, y a Kate le dio un vuelco el corazón y se le cortó el aliento. Él frunció ligeramente el ceño y la escrutó con la mirada, como si estuviera rebuscando en su alma, tratando de destapar sus secretos. La había mirado del mismo modo en la boda y le había costado un horror mantenerse serena e impasible.
Sus ojos traidores descendieron a la boca de Tiarnan, delatándola. Se moría por que la besara, por que la estrechara entre sus brazos… por que la mirara como Romain miraba a Sorcha. Nunca había deseado nada de todo aquello con otro hombre.
Cuando levantó la vista se encontró con que aún estaba mirándola y supo que estaba perdida. Los sentimientos que despertaba en ella estaban alzándose como un tsunami y no podía disimularlos, atrapada como estaba por su mirada. Estaba segura de que podía leerlos en su rostro, y al ver oscurecerse sus ojos azules le flaquearon las piernas.
Nunca la había mirado de un modo tan intenso, tan elocuente… tenía que ser cosa de su imaginación. Lo que pasaba era que aquello la superaba y era tan patética que estaba proyectando sus anhelos en él.
Un mes más tarde. Hotel Four Seasons, en el centro de San Francisco
Kate se sentía como un trozo de carne, más de lo habitual, pero hizo de tripas corazón y esbozó una sonrisa profesional mientras la puja continuaba. El incesante parloteo del conocido actor de cine que estaba dirigiendo la subasta la estaba poniendo nerviosa. A pesar de tener años de experiencia como modelo, se sentía tremendamente incómoda con todas las miradas fijas en ella.
–Veinticinco mil. Veinticinco mil dólares ofrece este caballero sentado aquí delante –estaba diciendo el actor en ese momento–. ¿Alguna puja más alta?
Kate contuvo el aliento al ver la sonrisa repulsiva del hombre al que iluminó el foco: Stavros Stephanides, un conocido magnate griego, dueño de una compañía naviera. Era bajo, calvo, gordo y viejo, y sus ojos ratoniles la devoraban. Solo le faltaba relamerse los labios.
Por un instante, Kate se sintió horriblemente vulnerable y sola, allí de pie bajo los focos, y un escalofrío la recorrió. Si no pujaba alguien más…
–¡Ah! Parece que tenemos a otro caballero interesado al fondo, y ofrece nada menos que treinta mil dólares.
Un profundo alivio inundó a Kate, que guiñó los ojos para intentar ver, a pesar de que las luces la deslumbraban, a quien fuera que acababa de subir la puja.
Parecía que los técnicos de iluminación también estaban intentando encontrarlo. El haz de luz del foco móvil iba de un hombre a otro entre el público, pero todos se reían y agitaban la mano para dar a entender que no había sido ninguno de ellos. Parecía que el nuevo postor estaba decidido a permanecer en el anonimato. Bueno, fuera quien fuera no podría ser peor que tener que ser besada, delante de toda esa gente, por Stavros Stephanides.
–¡Vaya!, y ahora el seños Stephanides ofrece cuarenta y cinco mil dólares… ¡Las cosas se están poniendo interesantes! Vamos, amigos, veamos si hay alguien más dispuesto a rascarse un poco más el bolsillo. No pueden dejar pasar la oportunidad de besar a una señorita tan encantadora y a la vez donar para una causa benéfica tan noble.
A Kate volvió a darle un vuelco el estómago ante la determinación del magnate griego, pero el actor vio movimiento al fondo, entre las sombras.
–¡Cincuenta mil dólares ofrece nuestro postor misterioso! Señor, ¿por qué no viene usted aquí delante para que podamos verle?
Nadie se movió y, sin saber por qué, a Kate se le erizó el vello de la nuca. El rostro de Stephanides, que se había vuelto para intentar ver a su oponente, se contrajo en una mueca casi cómica de indignación. Luego, cuando un hombre se acercó por el pasillo y se inclinó para susurrarle algo al oído, su rostro se ensombreció. Era evidente que acababan de ponerle al corriente de la identidad del misterioso postor.
Stephanides gruñó y volvió a subir la puja. A cien mil dólares. A Kate se le cortó el aliento al oír la exorbitante cifra y la sonrisa forzada en sus labios flaqueó.
De pronto, la gente empezó a cuchichear al fondo de la sala, y el misterioso postor, con una calma abrumadora, subió la puja a doscientos mil dólares. Parecía que su calvario estaba lejos de terminar.
A Tiarnan Quinn no le gustaba ser el centro de atención. De hecho, era la discreción personificada en todos los aspectos de su vida, tanto en lo que se refería a su fortuna, como a su trabajo, y por supuesto a sus asuntos personales.
Tenía una hija de diez años, y aunque nunca había llevado la vida de un monje, tampoco exhibía a sus conquistas, cuidadosamente escogidas,, en las revistas de papel cuché, como gustaban hacer otros multimillonarios divorciados.
Y ninguna de las mujeres que habían pasado por su cama había ido por ahí contando sus intimidades. Compraba generosamente su silencio para que no se sintieran tentadas de traicionar su confianza, siempre las dejaba antes de que las cosas se complicasen, y se aseguraba de que su vida privada siguiese siéndolo.
Precisamente por eso ninguna de esas mujeres había conocido a su hija, Rosalie, porque no tenía intención de volver a casarse. Presentárselas a Rosie sería darles unas confianzas que reservaba solo para su familia.
Y, sin embargo, allí estaba, pujando en una subasta benéfica por un beso de Kate Lancaster, una de las modelos con más caché del mundo. Era la primera vez en mucho tiempo que había decidido mandar a paseo la discreción. Deseaba a aquella mujer como jamás había deseado a ninguna, y aunque aquel deseo había estado forjándose durante años, solo en ese momento se había permitido reconocerlo y creer que podría saciarlo.
Volvió a centrar su atención en Kate, y tuvo la sensación de estar en el sitio adecuado en el momento adecuado. Y era extraño porque era una sensación que solía asociar a los negocios, no a un deseo insatisfecho.
Quizá fuera porque finalmente se había permitido volver a pensar en ello, en aquel momento de diez años atrás, pero había sido como abrir las compuertas de una presa. No había ido más allá de un beso, pero estaba grabado a fuego en su memoria.
Echar el freno aquella noche había requerido de todo su autocontrol y toda su fuerza de voluntad, y desde entonces había considerado a Kate como un terreno vedado por varias razones: por lo obsesionado que lo había dejado aquel beso, aunque jamás lo reconocería, porque entonces ella no era más que una chiquilla, y porque era la mejor amiga de su hermana.
Aún recordaba cómo lo había mirado a los ojos, como si pudiese ver a través de ellos y llegar hasta su alma. Como si hubiese querido que él llegase también a la de ella.
Había vuelto a mirarlo así hacía solo unas semanas, en el bautizo de su sobrina. Y de nuevo él había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para reprimir su deseo y permitir que Kate volviera a esconderse en su caparazón.
Pero en ese momento Kate ya no era una niña, y estaba decidido a averiguar si lo que había visto en sus ojos significaba lo que creía. Una ráfaga de calor lo recorrió mientras la miraba. Llevaba un vestido corto de seda fucsia con escote palabra de honor, que resaltaba sus delicados hombros y su grácil cuello. La larga y exuberante melena rubia le caía en suaves ondas, enmarcando su rostro. Y aun desde el fondo de la sala, donde él estaba, destacaban como dos brillantes zafiros sus ojos azules.
Reprimió el impulso posesivo de ir a bajarla del escenario y llevársela de allí en volandas, lejos de las miradas de toda aquella gente. Esa vez las cosas serían distintas, se juró a sí mismo. No dejaría que volviera a dejarlo con la miel en los labios, frustrado e insatisfecho, como en el bautizo. La seduciría… y saciaría su deseo.
Volvió a centrar su atención en la subasta. Stephanides acababa de subir la puja de nuevo. No tenía intención de dejar que acercara siquiera sus labios a los de Kate, pero era evidente que se había encabezonado en ganar, sobre todo en ese momento que parecía que le habían informado de quién era el otro postor. El griego y él eran viejos adversarios.
Tiarnan respondió mejorando su oferta, ajeno a las miradas de quienes lo rodeaban, y a los murmullos que especulaban sobre si de verdad era quien parecía ser.
Finalmente, Stavros Stephanides se dio por vencido, sacudiendo la cabeza. Una embriagadora sensación de triunfo se apoderó de Tiarnan. Era algo que hacía mucho tiempo que no experimentaba, porque estaba acostumbrado a conseguir con facilidad aquello que se proponía.
Salió de la penumbra y avanzó por el pasillo para reclamar su premio, aunque el beso por el que había pujado no era lo único que pensaba cobrarse.
No fue al oír el golpe del mazo que marcaba el fin de la subasta, cuando Kate se estremeció por dentro, sino al ver al hombre que avanzaba hacia el estrado con paso decidido. No se podía creer lo que veían sus ojos. Era imposible… No podía ser él… Pero sí que lo era; era Tiarnan Quinn, más guapo y elegante que nunca, con un esmoquin negro que le sentaba como si estuviera hecho a medida.
Las mejillas se le encendieron mientras lo recorría con la mirada, admirando sus anchos hombros, sus largas piernas, y ese porte atlético que denotaba su amor por el deporte. En esos momentos tenía algunas canas en las sienes, que le daban un aire de madurez y distinción y contrastaban con su tez, ligeramente aceitunada, herencia de su madre española.
Sus facciones siempre le habían recordado a las de una escultura clásica: la mandíbula recia, el perfil orgulloso… Tenía una belleza viril. De hecho, era el hombre más viril que había conocido. Sin embargo, lo más cautivador de Tiarnan eran sus ojos, el signo más evidente de su ascendencia céltica por parte de su padre, que era irlandés. Eran unos ojos de un azul pálido, como si fueran de hielo, y cada vez que la miraba sentía que la atravesaban, que era capaz de ver más allá de la fachada distante con la que intentaba protegerse de él.
Siempre se había esforzado por proyectar una imagen profesional de sí misma ante él, por guardar las distancias, porque temía que la más mínima vacilación por su parte pudiera dejarle entrever en un instante lo débil que era su capacidad de autocontrol.
Y era lo que había ocurrido en el bautizo de Molly. Apretó los dientes, abochornada, de solo recordarlo. La había pillado mirándolo, y estaba segura de que había leído el deseo, más que evidente, en sus ojos.
Solo había sido un instante, pero sabía que se había dado cuenta de en qué estaba pensando, y desde ese día había estado soñando cada noche con él. Y todo porque creía haber visto la misma mirada en los ojos de él. Pero era imposible; tenía que haber sido cosa de su imaginación. Porque era evidente que no era su tipo.
Apenas era consciente de lo que estaba diciendo el actor que había conducido la subasta. Tiarnan estaba cada vez más cerca, y sus ojos estaban fijos en ella. Estaba paralizada, como un ciervo deslumbrado por los faros de un coche.
Tiarnan subió al estrado entre los aplausos y silbidos del público. Estrechó la mano del actor, y después de firmar un cheque por la cantidad que había ofrecido, se volvió hacia ella.
–Hola, Kate –la saludó con esa voz profunda y dolorosamente familiar, haciendo que el corazón le palpitara con fuerza–. No esperaba encontrarte aquí.
De algún modo, Kate logró encontrar su voz.
–Tiarnan… –balbució–. El que ha estado pujando desde el fondo… ¿eras tú?
Él asintió sin apartar sus ojos de los de ella, y con un hábil movimiento que Kate no se esperaba, le puso las manos en los costados, dejando los pulgares a una distancia peligrosamente corta de sus senos.
Tras años evitando cualquier contacto físico con él que fuera más allá del estrictamente necesario, como estrecharle la mano para saludarlo, se tambaleó un poco de la impresión, y levantó las manos en un acto reflejo, para agarrarse a lo que pudiera y no perder el equilibrio. El problema era que lo único a lo que pudo agarrarse fue a los brazos de Tiarnan.
Los músculos de Tiarnan se evidenciaban bajo la cara tela de la chaqueta, y Kate sintió una oleada de calor en el vientre. Alzó la vista impotente. Era como si el estado de aturdimiento en el que se encontraba hubiese inutilizado los mecanismos de defensa que solía usar con Tiarnan.
Era tan alto que tenía que levantar la cabeza para mirarlo, aun llevando tacones como en ese momento. La hacía sentirse pequeña, delicada. Cada segundo que pasaba parecía una eternidad.
–Creo que me debes un beso –murmuró Tiarnan.
Ella tragó saliva. ¿Cuánto había pagado por besarla? Con el shock de descubrir que era él quien había estado pujando, no estaba segura de haber oído bien la cifra final. ¿Medio millón de dólares? Por algún motivo tenía la sensación de que quería mucho más que un beso.
Cuando la atrajo hacia sí e inclinó la cabeza, sintió que una oleada de calor subía por su cuerpo. Kate cerró los ojos en el instante en que la besó, y de pronto fue como si hubiera retrocedido diez años atrás en el tiempo, como si volviera a ser aquella adolescente que apretaba con ardor sus labios contra los de él.
Kate se llevó un dedo tembloroso a los labios, que aún le cosquilleaban. Había sido un beso breve, y bastante casto, pero había sido como abrir la caja de Pandora.
Los retuvieron para hacerles fotos y ella, que estaba aún mareada por el efecto de aquel beso, posó con una sonrisa forzada. Seguía sin comprender qué estaba haciendo allí, pero en cuanto terminaron las fotos no se quedó siquiera a conversar con él, sino que abandonó la sala a toda prisa.
¿Cómo podía ser?, se recriminó. ¿Cómo podía ser que, con todos los años que habían pasado, en vez de haberse vuelto inmune a él, siguiese consiguiendo desestabilizarla de esa manera?
Había echado a andar sin saber a dónde iba, y cuando aminoró el paso se dio cuenta de que había llegado al bar del hotel que, con sus ventanales del suelo al techo, ofrecía una espectacular vista nocturna del centro de San Francisco.
En el bar, casi desierto, reinaba un pacífico silencio, roto solo por las notas de jazz que tocaba un pianista en el rincón. Kate se sentó a una mesa junto al ventanal y al cabo de unos minutos se le acercó alguien.
Alzó la vista, creyendo que sería el camarero, pero no lo era. Quien estaba plantado frente a ella era Tiarnan, que debía de haberla seguido. Sus ojos azules estaban fijos en ella, gélidos como el hielo. A Kate le dio un vuelco el corazón y se le pusieron sudosas las manos.
Una camarera se acercó a ellos, y, cuando les preguntó qué querían tomar, Tiarnan le lanzó una mirada a Kate y le preguntó:
–¿Me dejas que te invite a un whisky?
Su acento irlandés le recordó a Kate que compartían sus raíces: los dos eran medio irlandeses, y habían crecido en Irlanda.
Asintió, sin saber qué otra cosa podía hacer, y la camarera se marchó.
Tiarnan tomó asiento frente a ella, se quitó la pajarita y se desabrochó el primer botón de la camisa. En sus labios se dibujó una sonrisa.
Kate se esforzó por calmarse y mostrarse educada. Al fin y al cabo, era el hermano de su mejor amiga, y sin duda aquel encuentro no era más que fruto de la casualidad. No iba a ponerse a pensar en el pasado. Sonrió nerviosa, y le preguntó en un tono casual:
–¿Qué te trae por San Francisco?
Tiarnan entornó los ojos. Era evidente que Kate estaba intentando encerrarse de nuevo en su caparazón, poner distancia entre ambos, como había hecho durante años para desviar su atención y hacerle creer que no lo deseaba.
Pero en ese momento sabía que no era así; podía notar su nerviosismo tras aquella máscara de mujer fría y distante. Reprimió el impulso de responderle: «Tú», y en vez de eso contestó encogiendo un hombro:
–Negocios. Esta mañana hablé con Sorcha por teléfono, y mencionó que estabas aquí, por la subasta benéfica para la lucha contra el cáncer de la Fundación Buchanen –decidió que sería mejor no decirle que, al enterarse, había reservado habitación en el hotel, como ella–. En fin, el caso es que como estaba en la ciudad se me ocurrió pasar a saludarte. Y parece que llegué justo a tiempo.
A Kate le dio repelús solo de imaginarse que, en vez de él, hubiese ganado la puja Stavros Stephanides y la hubiese besado y manoseado. Giró la cabeza hacia el ventanal y, cuando, al hacerlo, se deslizó un mechón en su hombro desnudo, deseó haber subido directamente a su habitación. ¿Por qué habría tenido que ir allí? Se sentía vulnerable delante de Tiarnan con el vestido que llevaba. Sin embargo, puesto que no podía escapar, se obligó a volver de nuevo la cabeza hacia él para mirarlo.
–Sí, y no te he dado las gracias por eso –dijo. Y luego, dejándose llevar por la curiosidad que sentía, le preguntó–: ¿Cuánto has pagado al final?
–¿No lo recuerdas?
A Kate le ardían las mejillas cuando sacudió la cabeza, porque sabía muy bien por qué no lo recordaba.
–Setecientos cincuenta mil dólares –le contestó Tiarnan lentamente, como si estuviera saboreando las palabras–. Y cada centavo ha merecido la pena.
Tiarnan observó la reacción de Kate, que estaba mirándolo entre atónita y azorada. La luz de la vela que había sobre la mesa hacía brillar su piel de satén, y sus ojos acariciaron sus hombros desnudos y la curva superior de sus senos, que insinuaba el escote del vestido.
Sintió que se excitaba, y se movió incómodo en su asiento. No estaba acostumbrado a que las mujeres tuvieran un efecto tan inmediato en él. Le gustaba ser quien tuviera el control, y con Kate parecía como si lo perdiera por completo.
Había pagado más de medio millón de dólares, así, como si nada. A Kate le parecía una cifra astronómica, pero sabía que para él no era más que calderilla, tan solo una fracción de lo que donaba cada año a la beneficencia.
–Al menos ha sido por una buena causa –murmuró con voz algo trémula.
La camarera reapareció en ese momento con lo que habían pedido, y después de servirles se retiró.
Tiarnan tomó su vaso de whisky y lo levantó a modo de brindis.
–Ya lo creo; una muy buena causa –dijo.
Aunque tenía la inquietante impresión de que no estaban hablando de lo mismo, Kate le siguió la corriente y brindó con él. Cuando chocaron sus vasos, los dedos de ambos se rozaron, y de pronto los recuerdos de aquella noche, de diez años atrás, se arremolinaron en su mente. Sus brazos alrededor del cuello de Tiarnan, las lenguas de ambos enroscándose, las manos de Tiarnan descendiendo hacia sus nalgas, apretándola contra sí para que pudiera sentir su erección…
Acalorada, Kate apartó la mano tan deprisa que un poco de su bebida se derramó. No se podía creer que estuviera pasando aquello; era algo a medio camino entre un sueño erótico y una pesadilla.
Tomó un sorbo de whisky bajo la intensa mirada de Tiarnan, mientras rogaba por que no fuese capaz de entrever lo agitada que estaba. Él se echó hacia atrás en su asiento, y bebió con parsimonia antes de preguntarle:
–Bueno, ¿y cómo te van las cosas?
Kate inspiró. No tenía por qué estar nerviosa, se dijo. Charlaría con él sobre cosas intrascendentes, y luego, cuando terminase su copa, se inventaría una excusa y se marcharía. Y no volvería a verlo hasta dentro de unos meses o, con un poco de suerte, quizás un año.
Se obligó a sonreír, y, poniendo un tono despreocupado, contestó:
–Bien, ¡estupendamente! ¿Verdad que fue precioso el bautizo de Molly? No me puedo creer lo grande que está ya. Y a Sorcha y Romain se los ve tan felices… ¿Has vuelto a verlos después? Yo he estado liadísima. Tuve que irme a Sudamérica justo después del bautizo. Volví hace solo unos días, y tomé otro vuelo para venir aquí esta noche, a la subasta benéfica, y…
Tuvo que hacer una pausa porque se estaba quedando sin aliento, y estaba pensando a toda prisa qué más podía decir, cuando Tiarnan se inclinó hacia delante y la interrumpió cuando iba a continuar.
–Kate… para.