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Entre el 11 de enero de 1944 y el 9 de abril de 1945, Abel J. Herzberg estuvo prisionero en el campo de concentración alemán de Bergen-Belsen, «uno de los centros de tortura más terribles jamás concebidos por el espíritu humano». Muy poco después de su liberación, el Groene Amsterdammer, un influyente semanario holandés, solicitó a Herzberg una serie de artículos —recopilados bajo el título de Amor fati, locución latina que alude a la voluntad de abrazar el propio destino— sobre los crímenes de guerra cometidos por los nazis. En sus escritos, Herzberg hace un intento por comprender la naturaleza del mal, al tiempo que expresa su esperanza de que lo ocurrido en los lager contribuya al conocimiento de hasta qué extremo es capaz de llegar el hombre cuando se deja gobernar por la sinrazón.
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Seitenzahl: 127
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Edición en formato digital: febrero de 2021
La editorial agradece el apoyo de la Dutch Foundation for Literature.
Título original: Amor fati
© 1946 by estate of Abel J. Herzberg
First published in 1946 by Em. Querido's Uitgeverij BV, Amsterdam
© De la traducción, Gonzalo Fernández Gómez
© Ediciones Siruela, S. A., 2021
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-18708-06-0
Conversión a formato digital: María Belloso
Prólogo
Nota del traductor
Amor fati. Siete ensayos sobre Bergen-Belsen
Preámbulo
El Scharführer X
Los capos
La Rita
Bajo el tilo
A causa de una frase
El último tren
Amor fati
Abel Jacob Herzberg (1893-1989) fue un abogado y sionista holandés nacido en Ámsterdam en el seno de una familia de emigrantes judíos rusos. Entre el 11 de enero de 1944 y el 9 de abril de 1945 estuvo prisionero con su mujer en el campo de concentración alemán de Bergen-Belsen, entre Hamburgo y Hanóver, según él «uno de los centros de tortura más terribles jamás concebidos por el espíritu humano». Los ensayos que forman parte de este libro, escritos un año después de la liberación, son una breve crónica de sus experiencias como prisionero, pero, sobre todo, una reflexión sobre los motivos que pudieron llevar a los nazis a cometer un atentado tan grave contra la humanidad.
Inicialmente, Bergen-Belsen no era un campo de exterminio como Auschwitz o Sobibor, sino un campo de intercambio. Los nazis querían disponer de un grupo de judíos de élite para eventuales intercambios por prisioneros alemanes capturados en el extranjero. Cuando Herzberg llegó a Bergen-Belsen, las condiciones eran todavía más o menos aceptables. Los barracones no estaban desbordados, la comida era razonable, y no les afeitaban la cabeza a los prisioneros, como en otros campos. Pero en el transcurso de la guerra, Bergen-Belsen se acabó convirtiendo en un teatro de los horrores. En 1944 y 1945, ante el avance de los ejércitos inglés y americano por el oeste, y del ruso por el este, los alemanes trasladaron a Bergen-Belsen a decenas de miles de prisioneros de otros campos. Las raciones de comida empezaron a menguar e incluso llegaron a suprimirse por completo. Hubo casos de canibalismo, y los que no morían de hambre sucumbían al tifus.
En septiembre de 1945, casi seis meses después de la liberación, Herzberg volvió por fin a Holanda y retomó su trabajo de abogado. Su nuevo socio, Rients Dijkstra, era a la sazón accionista mayoritario y redactor jefe del Groene Amsterdammer, un influyente semanario de opinión holandés. En agosto había empezado en Alemania el proceso por los crímenes de guerra cometidos por los nazis. Entre los procesados estaban Josef Kramer, comandante de Bergen-Belsen, y algunos de sus esbirros, a quienes Herzberg había conocido personalmente. Herzberg le dijo a su socio que el Groene Amsterdammer debía publicar un artículo con un enfoque distinto sobre aquel proceso, un ensayo que no se limitara a demonizar a los nazis y enumerar los horrores que habían cometido —que era la tendencia general en aquel momento, a medida que iba saliendo información a la luz y se difundían las escalofriantes filmaciones realizadas en los campos de concentración por los ejércitos inglés y americano durante la liberación—, sino que también profundizara en las causas que llevaron al ser humano a tal grado de depravación.
Dijkstra le pidió a Herzberg que lo escribiera él mismo, y, lo que inicialmente iba a ser un artículo, acabó siendo una serie de siete ensayos que más tarde, en noviembre de 1946, se publicaron en forma de libro.
Más allá del valor histórico de este testimonio escrito nada más terminar la guerra —en un momento en que todavía no se habían estudiado de forma científica ni se habían conceptualizado los crímenes de los nazis desde un punto de vista historiográfico—, hay dos cuestiones que lo diferencian de otras crónicas de supervivientes del Holocausto.
Por un lado, fiel a su propósito de observar a los nazis como seres humanos, Herzberg subraya que, bajo determinadas circunstancias, lo ocurrido en Alemania podía haber ocurrido en cualquier otro sitio. Los nazis no eran meros criminales —aunque también hubiera algunos entre ellos—, sino personas corrientes. Teníamos que buscar en nuestro interior, porque su maldad estaba dentro de todos nosotros. Según explica Arie Kuiper —el biógrafo de Herzberg— en una entrevista aparecida en NRC Handelsblad en 1997, «al afirmar que no le podían reprochar nada a nadie, Herzberg les arrebató a los judíos el derecho a manifestar su ira». Lo que tenía que hacer el pueblo judío era abrazar su destino: amor fati. Herzberg era un polemista, un hombre que remaba a contracorriente. Por ese motivo, entre otros, no era una persona especialmente querida en su propio círculo.
Y la segunda cuestión diferencial de los ensayos de Herzberg sobre Bergen-Belsen es su interpretación psicohistórica del Holocausto. La persecución de los judíos por parte de los nazis sería, según él, la enésima versión del fratricidio de Caín. Los nazis representan al hombre pagano —el primogénito desde un punto de vista histórico—, cuyas libertades y privilegios se ven limitados con la llegada del hombre monoteísta —el hermano menor—, representado por el pueblo judío. De forma muy resumida, esa es la teoría que defiende Herzberg en «Amor fati», el último ensayo de la serie, que da título al libro. En el Holocausto habría intervenido, por tanto, un componente psicológico intrínseco al ser humano.
A pesar de su relevancia histórica y su valor como testimonio directo, hasta 1997, año en que se publicó por primera vez en alemán, Amor fati solo estuvo disponible en la edición original en neerlandés. Luego llegaron las traducciones al italiano (2004), el hebreo (2005) y el inglés (2016).
Con esta edición en español, este importante documento se pone por primera vez al alcance de la amplia comunidad hispanohablante, tanto para investigadores que quieran aproximarse al texto con una mirada científica, como para aficionados al género ensayístico y la historia que deseen descubrir nuevos aspectos del Holocausto.
GONZALO FERNÁNDEZ GÓMEZ
Bussum, enero de 2021
Kuiper, Arie, «Nawoord [Epílogo]», en: Abel J. Herzberg, Amor fati: Zeven opstellen over Bergen-Belsen, Querido, Ámsterdam, 1998.
Laqueur, Renata, nota biográfica aparecida en: Martina Dreisbach (ed.), Schreiben im KZ: Tagebücher 1940-1945, Niedersächsische Landeszentrale für politische Bildung, Hanóver, 1991.
Minderaa, P. y G. J. van Bork, Schrijvers en dichters, Digitale Bibliotheek voor de Nederlandse Letteren (DBNL), 2003-2006.
Rahe, Thomas, «Epilogue», en: Abel Jacob Herzberg, Amor Fati: Seven Essays on Bergen-Belsen, Wallstein Verlag, Gotinga, 2016.
Entrevista a Arie Kuiper, NRC Handelsblad, 22 de noviembre de 1997.
Los ensayos reunidos en este volumen son testimonios históricos de primera mano con un valor documental incuestionable. Con el fin de preservar la autenticidad del texto original en la mayor medida posible, he optado por conservar todos los términos alemanes relativos al mundo de los nazis tal y como los utiliza el autor —incluidas las eventuales faltas de ortografía—, tratando de aclarar su significado en el propio texto o en notas a pie de página de las que asumo plena responsabilidad. Solo he suprimido algunos vocablos o giros alemanes empleados por el autor con intención meramente estilística —por su proximidad al neerlandés—, sin mayor interés para el investigador hispanohablante.
Sin embargo, ni siquiera cuando estén
en tierra de enemigos llegaré a repudiarlos...
Levítico 26, 44
Son muchos los que habían pedido la publicación en un solo volumen de estos siete breves ensayos escritos de forma más o menos casual e independiente, aparecidos originalmente en De Groene Amsterdammer.1
Si atiendo ahora a esa solicitud, es por el convencimiento de que todo lo que sirva para ampliar el conocimiento de los hechos, las circunstancias y la atmósfera que se respiraba en los campos de concentración alemanes es importante para ayudarnos a comprender mejor los problemas de nuestra sociedad. Y el hecho de que sean muchos los que me han precedido no ha de ser óbice para hacer una nueva aportación. Todas las crónicas de aquellos que han sufrido en sus propias carnes lo ocurrido son, naturalmente, subjetivas, y este modesto libro no pretende ser la excepción a la regla. Sin embargo, la suma de distintos relatos subjetivos puede permitir que nos formemos un juicio objetivo, el cual no solo es importante como radiografía del pueblo alemán, sino también, y por encima de todo, como base para construir nuestro propio futuro. Si el conocimiento de los hechos contribuye de alguna forma a que comprendamos mejor aquello de lo que es capaz el hombre —y, si bajamos la guardia, de lo que es capaz de dejarse convencer—, ya sería mucho lo que habríamos ganado. Porque el simple hecho de entender podría ponernos en disposición de tomar con buen criterio determinadas decisiones insoslayables.
Noviembre de 1946
1 Semanario de opinión independiente publicado en los Países Bajos desde 1877.
Josef Kramer, comandante de Bergen-Belsen, está siendo procesado en este momento junto a una serie de miembros de su comando, y toda clase de preguntas que ya nos habían asaltado a muchos de nosotros emergen de nuevo con renovada intensidad. Uno no puede abrir el periódico y contemplar impasible el retrato del hombre entre cuyas víctimas se encuentra, o leer sin inmutarse los hechos de los que lo acusan a él y a sus esbirros, cuando uno ha visto con sus propios ojos la crueldad con que los cometían.
Pero no son esos hechos lo que permanece con mayor nitidez en la memoria, sino ciertos momentos puntuales cuyo recuerdo, por algún motivo inescrutable, resulta indeleble. Las imágenes del pasado nos llegan en primeros planos. Por ejemplo, un sargento —en la lengua de los nazis un Scharführer— cruzando en bicicleta, con una amplia sonrisa, un campo sembrado de cadáveres esqueléticos desnudos. También recuerdo la expresión en el semblante de un teniente joven y esbelto que había ido a visitar el campo acompañado por un uniforme de solapas rojas dentro del cual iba un general. Era una expresión de felicidad, de exultante conciencia de poder y audacia, con la que el joven teniente se elevaba por encima de los grupos de mujeres sucias y hambrientas, los niños asustados pero curiosos y los hombres harapientos que, con una actitud a medio camino entre la rabia contenida y el temor, se quitaban la gorra a su paso. «Aquí mandamos nosotros», podía leerse en su rostro. «Aquí, lejos de los caminos, las miradas y la intromisión de cualquier hombre, tenemos poder soberano sobre el sufrimiento que disfrutamos infligiendo, sobre las enfermedades y la muerte que hemos provocado y que ahora deben presentarnos sus respetos como fieles siervos».
Recuerdo un barracón del Altersheim —la zona del campo reservada a los ancianos— desalojado a las bravas no por los nazis, sino por los Häftlinge —los prisioneros políticos—, que arrojaban al suelo violentamente a ancianas moribundas desde lo alto de literas de tres alturas —no sin antes robarles su último trozo de pan— sin prestar atención a una viejecita desnuda de cintura para abajo que agonizaba en medio de un caos de cazuelas, platos, tazas de metal, esquirlas, ropa sucia, zapatos medio raídos, trapos rotos, maletas mohosas, mochilas destrozadas y pilas de todo tipo de porquerías pestilentes. Dos oficiales de las SS se acercaron a ver cómo iba la cosa. Die Sache hat geklappt, sonrieron satisfechos. «Asunto resuelto».
Todo lo que hicieron los nazis, y por lo que ahora los reclama la justicia, lo hicieron con gusto y alegría. No hubo en ellos el más mínimo titubeo ni la más mínima consideración. Y, por supuesto, no les tembló el pulso para llevar las cosas al límite y hacer el mayor daño posible. Ni siquiera se puede hablar de impasibilidad o indiferencia. Fueron hasta el final. Lo que mostraban era una crueldad inmisericorde que aumentaba con el tiempo, un placer perverso. Y siempre lo hacían todo con una sonrisa cínica de regocijo por el mal ajeno, por los gemidos, llantos y lamentos bajo sus botas impecablemente pulidas. Solo en ocasiones puntuales se oía a un soldado raso murmurar algo como Junge, junge, das is doch ooch a Mensch. «¡Hombre, hombre, que también es un ser humano!». Pero era la excepción. Los que tenían cierto rango, empezando por el Scharführer —que era con quien los prisioneros se veían las caras casi exclusivamente—, se reían y se regodeaban con placer creciente, y, cuanto mayores eran las crueldades, más disfrutaban. Se espoleaban unos a otros, e incluso a sí mismos, para superar cada crueldad con una crueldad aún mayor, para causar tormentos y envenenar la vida de los judíos y los Häftlinge, y sus corazones palpitaban de alegría viendo agonizar y morir a cientos, y luego a miles y decenas de miles, a causa del hambre, la extenuación, las pulgas, el tifus o la disentería.
Con cada atrocidad pensábamos que las cosas ya no podían empeorar más, pero siempre empeoraban. Para los alemanes no había nunca suficientes cadáveres.
¿Cómo pudo ocurrir algo así? ¿Cómo ha podido caer tan bajo un pueblo del que, hasta hace poco, no se podía decir que careciera de cultura?
Responder que son unos criminales sería un calificativo, pero no una explicación. Si estuviéramos hablando de casos individuales, tal vez pudiera resultar satisfactorio. Sin embargo, no se trata de unos cuantos casos aislados, ni siquiera de algunas decenas, sino del núcleo de una nación entera, cientos de miles o tal vez millones de personas, incluso puede que la gran mayoría de un país con una población muy alta. Y recordemos que el asunto no se liquida simplemente con odio y menosprecio, ni con represalias y castigos, asuntos de los que no queremos hablar aquí. Lo esencial es determinar qué tipo de hombre era Josef Kramer, o el Scharführer Heinz, Fritz, Rau o Lübbe, o el Sturmführer 2 X o N, porque no se trata de juzgar a un hombre concreto, sino de juzgarnos a nosotros mismos como miembros de la especie humana.
¿Es ese hombre un alemán y, como tal, inconcebible en otro contexto? ¿O puede aparecer en cualquier lugar alguien como él —o parecido— cuando concurren determinadas circunstancias?