Amor y enfermedad - Andrea Mastrangelo - E-Book

Amor y enfermedad E-Book

Andrea Mastrangelo

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Beschreibung

Para las mujeres, la biología no es un destino. Pero ¿qué pasa con los perros? ¿Es lo mismo nacer caniche en un criadero que acompañar a pobladores de una aldea mbyá después de haber parido al costado de una ruta? ¿Puede un perro que merodea sin dueño por la selva misionera considerarse miembro de la "especie compañera"? Este libro desata en sus lectores una provocativa sospecha sobre las ideas naturalizadas acerca de la condición "animal" y "natural" del perro doméstico. Parte de una investigación sobre los perros en el noreste argentino y sobre una enfermedad que los tiene como reservorio, para reflexionar sobre las relaciones humano-animal en el siglo XXI. La autora desarrolla una original investigación eco-epidemiológica en el contexto de la dispersión de la leishmaniasis visceral, en la frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay. Propone un abordaje sanitario integrado desde la perspectiva social y cultural, que tiene en cuenta la distancia entre formas de vida como constitutiva de las relaciones ecológicas. Plantea una perspectiva biocéntrica y no especista, sin dejar de reconocer los derechos humanos, pero buscando proteger a la humanidad de su propia crueldad.

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Seitenzahl: 417

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Para las mujeres, la biología no es un destino. Pero ¿qué pasa con los perros? ¿Es lo mismo nacer caniche en un criadero que acompañar a pobladores de una aldea mbyá después de haber parido al costado de una ruta? ¿Puede un perro que merodea sin dueño por la selva misionera considerarse miembro de la “especie compañera”?

Este libro desata en sus lectores una provocativa sospecha sobre las ideas naturalizadas acerca de la condición “animal” y “natural” del perro doméstico. Parte de una investigación sobre los perros en el noreste argentino y sobre una enfermedad que los tiene como reservorio, para reflexionar sobre las relaciones humano-animal en el siglo XXI.

La autora desarrolla una original investigación eco-epidemiológica en el contexto de la dispersión de la leishmaniasis visceral, en la frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay. Propone un abordaje sanitario integrado desde la perspectiva social y cultural, que tiene en cuenta la distancia entre formas de vida como constitutiva de las relaciones ecológicas. Plantea una perspectiva biocéntrica y no especista, sin dejar de reconocer los derechos humanos, pero buscando proteger a la humanidad de su propia crueldad.

Andrea Mastrangelo

Es investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en el área de la Antropología Social. En 2012 creó el Programa Salud, Ambiente y Trabajo entre el Instituto de Altos Estudios Sociales (idaes) de la Universidad Nacional de San Martín y el Centro Nacional de Diagnóstico e Investigación en Endemoepidemias (cendie) de la Administración Nacional de Laboratorios e Institutos de Salud (ANLIS), Ministerio de Salud. Este Programa facilita que estudiantes universitarios investiguen temas de interés sanitario y contribuye al debate público sobre las perspectivas de abordaje académico.

Entre 2013 y 2016 estudió los aspectos sociales de las leishmaniasis en la Triple Frontera de Argentina, Brasil y Paraguay: este libro es el resultado de aquella investigación. En la actualidad, estudia el impacto de la pandemia por covid-19 en poblaciones que padecen hacinamiento y falta de agua potable en distintas ciudades del país.

COLECCIÓN: Ciencias Sociales

Mastrangelo, Andrea

Amor y enfermedad: Etnografía de una zoonosis / Andrea Mastrangelo

–1.a edición– San Martín: UNSAMEDITA, 2021.

Libro digital, EPUB - (Ciencias Sociales)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8326-64-1

1. Antropología. 2. Enfermedades. 3. Zoonosis. I. Título.

CDD 301

© 2021 Andrea Mastrangelo© 2021 UNSAM EDITA de Universidad Nacional de San Martín

UNSAM EDITA

Edificio de Containers, Torre B, PB

Campus Miguelete

25 de Mayo y Francia, San Martín (B1650HMQ),

provincia de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.unsamedita.unsam.edu.ar

DISEÑO DE LA COLECCIÓN: Laboratorio de Diseño (DiLab.UNSAM)

Editado en la Argentina.Prohibida la reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de sus editores.

Andrea Mastrangelo

Amor y enfermedad

Etnografía de una zoonosis

A Camilo y a su perro Cual, a mi padre y su Amigo

Índice

Prefacio, por Soledad Santini

Introducción

Un amor entre naturaleza y cultura

Las leishmaniasis en la Argentina

Una investigación interdisciplinaria

Organización de la obra

¿Por qué la centralidad del perro en esta obra?

Capítulo 1

Señores perros

El ciclo zoonótico y “lo natural urbano”

Domesticidad, domesticación, crianza mutua

Los perros y el consumo posdoméstico

Capítulo 2

Todo lo perro de Iguazú

Perro abandonado, perdido, robado: perro (mestizo) adoptado

Yaguá pirú: perros de aldea

Cinología

Los perros de raza en Iguazú: falderos, rastreadores y cobradores

La muerte humanitaria de animales

Políticas públicas de salud, entre perros y leishmaniasis

Conclusión. Los perros y la salud colectiva

Capítulo 3

Perro el que lee

Obras literarias con voz de perro

Naturalezas y géneros en la literatura sobre perros

Conclusión. Ficción y realidad de los perros

Capítulo 4

Escala espacial y territorio en la epidemiología de campo

La naturaleza según los antropólogos: el ambiente

Escalas. ¿Dónde está la gente? ¿Qué son los bordes?

Conclusión. Lo rural, lo urbano y los bordes ocupados por la agricultura familiar

Reflexión final

La epidemiología de campo con el modelo de la esfera de espejos

Referencias bibliográficas

Prefacio

Cuando nos enseñan a pensar la epidemiología de manera lineal, con una mirada biologicista, de causa-efecto, es decir como una disciplina dura, numérica, donde el profesional solo piensa en tasas y frecuencias –las edades del grupo de personas que se enferma, o la distribución por sexo–, están proponiéndonos que pensemos las enfermedades como sucesos independientes de sus realidades. Sin embargo, al abordarlas desde una perspectiva más crítica, entendiéndolas inmersas en un contexto, esos números, duros y fríos, comienzan a tener entidad porque expresan enfermedades que se desarrollan en situaciones concretas. Esos números no están aislados, sino que se producen en un ámbito con cultura, historia, religión, clase social, reproducción económica, territorio. En su contexto, las cifras cuentan lo que sucede en la población afectada.

En la Argentina existe un gran número de problemáticas endémicas o epidémicas que afectan a nuestros pueblos. El Chagas, por ejemplo, es una enfermedad endémica que existe desde antes de que la Argentina se identificara como país. En nuestras tierras se considera que la lepra está erradicada, pero afecta a un gran número de personas en el Noreste. Y podemos ahondar aún más: la peste se piensa en Europa en el siglo XIV; sin embargo, hay estudios recientes que la hipotetizan para el Noroeste... ¡Y la leishmaniasis no escapa a esta lista!

La propuesta de este libro es un ejemplo de cómo debemos abordar estas y otras problemáticas sanitarias. Desde las narrativas sobre la leishmaniasis podemos comprobar que, tanto la identificación de la especie de parásito que provoca una reacción en el humano como la relación entre el perro (reservorio en ambiente urbano de estos parásitos) y sus dueños/tutores, muestran la complejidad que implica pensar en estrategias integradas de prevención y control de transmisión de enfermedades. Dicha complejidad supera holgadamente el hecho de contar con números de casos humanos, que solo expresan la enfermedad de forma aislada.

Así como la epidemiología crítica entiende la cuestión salud-enfermedad-atención en un contexto, Amor y enfermedad nos muestra que cuando se habla de salud pública es preciso tener en cuenta políticas estatales basadas en evidencias.

No podemos considerar el Chagas, la leishmaniasis, la lepra, la sífilis, la tuberculosis, como sucesos independientes. Si reflexionamos con detenimiento, podemos observar que estas enfermedades tienen puntos de encuentro: modo de transmisión, territorio, clase social, entre otros. En línea con lo que Andrea Mastrangelo propone en este libro, pensarlas desde la perspectiva de la determinación social de la salud nos permitirá identificar las distintas vulnerabilidades sociales donde se desarrollan y, en este sentido, buscar estrategias de prevención.

Amor y enfermedad expone cómo, desde la investigación, puede llegarse a la acción y demuestra que si abordamos las problemáticas territoriales podemos pensar políticas públicas basadas en evidencias.

Doctora Soledad Santini

CONICET-CeNDIE, ANLIS

Ministerio de Salud de la Nación

Introducción

Un amor entre naturaleza y cultura

Este libro expone los resultados antropológicos de un proyecto de investigación interdisciplinario, que incluyó a biólogos, veterinarios, médicos y a una antropóloga, sobre leishmaniasis visceral (en adelante LV). Su objetivo es mostrar cómo conviven perros y humanos en un área de creciente endemicidad de LV, para dar cuenta de ambigüedades e incertidumbres de la vigilancia sanitaria.

Desde 1998, varias localidades sudamericanas viven sigilosamente una distopía. Como en la película Isla de perros, que Wes Anderson guionó veinte años después, el ideal moral que permite soñar una humanidad mejor es secuestrado por hombres de blanco con una cruz roja en el gorro. Ese ser ejemplar, el amigo más leal de los hombres, el faldero de las fanáticas de series por streaming, el bebé de las abuelas, el hábil rastreador de alcantarillas, el simpático ladrón de cosméticos perfumados, el amante que avergüenza a la dueña por sus pasiones y enorgullece a su dueño por su virilidad, está siendo perseguido y encarcelado, condenado a entregar su vida en sacrificio para salvar de una infección mortal a niños y ancianos.

Los perros amados son separados de sus dueños por un parásito ancestral, del cual el can es reservorio. La secuencia en cada ciudad donde emerge la infección es más o menos la misma: la crónica periodística empieza satanizando al perro, luego hace hincapié en los incontrolables flebótomos que renacen antes de los cinco días de haber sido aplicado el insecticida y por último transfiere la culpa al humano. Ya sea porque la deforestación dispersa los insectos, porque el perro es explotado de alguna forma, se lo cría por utilidad, se lo utiliza como esclavo obediente o porque se lo abandona enfermo (o a la hembra recién parida).

La culpa de la tragedia humana que constituye un brote epidémico de leishmaniasis visceral empieza con un niño o con un anciano muerto por la infección. Impotentes, los sabios culpan al perro por haber aumentado la presencia de parásitos en el entorno. Los proteccionistas acusan al flebótomo Lutzomyia longipalpis, un artrópodo minúsculo que vectoriza el parásito al humano mientras bebe su sangre. En la Fuenteovejuna de la culpa, las autoridades sanitarias deciden matar a los perros infectados para tratar de reducir la presencia ambiental del parásito. Para aumentar el dramatismo, aterrorizados ante el diagnóstico de leishmaniasis, algunos individuos también lo hacen.

En definitiva, el intento de controlar la dispersión de un brote epidémico de una enfermedad parasitaria matando a los perros infectados en un área genera una nueva epidemia, esta vez moral.

Las leishmaniasis en la Argentina

Distopías sanitarias como la narrada se repiten en localidades de América del Sur desde 1998, cuando se detectó el caso índice de LV en Mato Grosso do Sul, Brasil (20º 26’ 34” S). En 2006 apareció el caso índice en la Argentina, en la misionera ciudad de Posadas (27º 22’ 00” S). A partir de entonces, cada transición del brote epidémico a la endemicidad fue creando su propio folclore: se afirmó que el perro con parásitos había venido de Brasil, que había criaderos sin control sanitario en algún rincón de Paraguay, que los culpables eran los perros argentinos que cruzaban para ser llevados a la peluquería en Brasil.

Al analizar la saga de noticias de los diarios misioneros entre junio de 2006 y octubre de 2018 –fecha en que cerró el trabajo de campo etnográfico–, planteamos la existencia de dos communitas (Turner, 1988) que reinscriben en la estructura social local el vínculo humano-perro. La primera es un ritual antropocéntrico: se inculpa a los perros y se comienza su cacería para el sacrificio humanitario de aquellos que están infectados. La segunda es un oficio ritual New Age-poshumanista: los proteccionistas arremeten contra las autoridades sanitarias para salvar a los canes del sacrificio masivo. Es un ritual complejo en el que la ciencia puede ser acusada de diagnóstico incierto y la verdad de la razón cae humillada ante las lágrimas de un amante de los perros. Lo relevante no es el desprestigio sino la falta de legitimidad en la que cae la vigilancia sanitaria pública, en su complejo entramado entre científicos con formación internacional y funcionarios municipales que solo quieren proteger sus puestos.

El punto de partida de esta investigación es la inquietud por la expansión geográfica de las condiciones propicias para la infección humana por Leishmania infantum, el agente causal de la leishmaniasis visceral en el departamento Iguazú, en el noroeste de la provincia de Misiones (Argentina), donde desarrollo mi trabajo como antropóloga social desde 2004.

Mi primera aproximación como etnógrafa a las leishmaniasis en Misiones tuvo lugar en 2005, cuando algunos de los trabajadores de la industria forestal local, que eran mis informantes, mostraron heridas en la piel sin diagnóstico preciso y empezaron a litigar contra las empresas contratistas para que se les reconociera que la enfermedad había sido contraída durante su exposición en el trabajo agrícola (Mastrangelo et al., 2018; Mastrangelo, 2017; Salomón et al., 2012; Mastrangelo, 2011, 2012; Mastrangelo y Salomón, 2010a, 2010b). Se trataba de la leishmaniasis tegumentaria americana (LTA), otra forma en que esa enfermedad se manifiesta en la Argentina, mucho más frecuente por contacto con flebótomos en zonas con vegetación nativa, que tiene como vector en Iguazú a Nyssomyia whitmani y al parásito Leishmania braziliensis como agente causal.

La TABLA 1 sintetiza las diferencias socioambientales entre estas dos patologías.

Una investigación interdisciplinaria

En 2006 comencé a colaborar en la comprensión del proceso salud-enfermedad-atención de las leishmaniasis integrándome en un equipo interdisciplinario de ecoepidemiología (Susser y Susser, 1996) afincado en instituciones de salud pública –el Centro Nacional de Diagnóstico e Investigación en Endemo-Epidemias (CeNDIE) y, desde 2011, en el Instituto Nacional de Medicina Tropical (INMET), ambos laboratorios dependientes de la Administración Nacional de Laboratorios e Institutos de Salud (ANLIS) “Carlos G. Malbrán”–, con las cuales encaramos la investigación que origina este libro.

Trabajar juntos es un esfuerzo titánico y descentrado. Titánico, pues los científicos integrantes del proyecto que nos vincula estábamos hartos de las cajas negras y las recomendaciones sanitarias fuera de todo tiempo y lugar. Decidimos entonces conformar un equipo interdisciplinario (genetistas, parasitólogos, entomólogos, ecólogos, estadísticos, médicos, veterinarios, cartógrafo, antropólogos y sociólogos) de ecoepidemiología e investigar en red –en la Red de Investigación de las Leishmaniasis en Argentina, REDILA)–, haciendo epidemiología en campo y generando, a partir de resultados de investigación, recomendaciones validadas y posibles de poner en práctica en la sociedad y en la economía locales, especialmente entre los grupos sociales vulnerables y, por tanto, expuestos a mayor riesgo sanitario.

El esfuerzo es, también, descentrado porque decidimos mantenernos como profesionales probos en nuestras disciplinas: no se trata de que el antropólogo adopte el traje de autoridad del médico ni que pueda operar una trampa de luz para incriminar vectores con género y especie. Tampoco de que los antropólogos investiguemos lo que los médicos o genetistas creen importante, o viceversa. El objetivo es que cada disciplina, con una mirada teóricamente actualizada y compartida por un grupo de pares en congresos y publicaciones científicas, sume algo a la comprensión interdisciplinaria de la salud-enfermedad. En REDILA entendemos que comprender adecuadamente quién y por qué se enferma tiene implicaciones sobre la atención y la prevención y por lo tanto incide en el derecho a la salud de los padecientes.

Cualquier disciplina científica aislada que se enfocase en conocer un objeto relativo a la salud/enfermedad/atención-prevención (s/e/a-p, según Menéndez, 2018) como proceso o con un enfoque estructural, caería ineludiblemente en un abismo, llegaría a un límite. A un biólogo ecólogo o molecular, a un bioquímico o a un veterinario les resultarían ajenas e inasibles las variables sociales involucradas en la transmisión de una zoonosis y se preguntarían vanamente por qué los curadores no realizan un diagnóstico que permita el tratamiento oportuno o por qué la gente no hace caso a la prevención que se recomienda.

De modo recíproco, en el caso de las enfermedades infecciosas, el estudio por parte de las ciencias sociales de los determinantes, las prácticas de autoatención –en el sentido de gestión de la reproducción biológica y social (Menéndez, op. cit.: 106)– y las representaciones sobre un padecimiento resultaría incompleto para las recomendaciones de vigilancia sanitaria si no se valida la presencia del agente causal, se corrobora un síntoma correlacionado con la infección, se determinan factores de vulnerabilidad o exposición a riesgo por presencia de un vector o reservorio.

Lo cierto es que en el pasaje de las explicaciones sanitarias de la medicina social a la microbiología (década de 1910) o la biología molecular (década de 1950), lo que fue separado para ser conocido ya no volvió a estar unido. Y durante todo el siglo XX los proyectos de investigación por disciplina fragmentaron en miríadas los problemas sin reunirlos luego para las conclusiones. A mediados de la década de 1990, en el modelo teórico de la ecoepidemiología, Mervyn Susser y Ezra Susser (1996) propusieron retomar la unidad de las explicaciones causales a modo de mamushkas o cajas chinas, desde lo molecular hasta lo histórico y social. Sin embargo, la verdad científica es más que un espejo astillado, las definiciones de objeto de investigación no coinciden, las epistemologías no posibilitan unidades de cuenta o de análisis que puedan agregarse y las cajas chinas se unen por los lados, superponen tapas o (falsos) fondos o simplemente quedan abiertas, generando más preguntas. Volveremos sobre esta perspectiva epistemológica de la epidemiología como ciencia incierta en la “Reflexión final” que cierra este volumen.

Organización de la obra

Los capítulos de este libro presentan el trabajo de campo al estilo de una etnografía: se exponen los problemas teórico-metodológicos problematizándolos a la luz de los datos de campo y lo realmente relevante que se escapó de la reflexión teórica. Estos circuitos entre teoría, interpretación y empiria son lo que se denomina círculo o bucle hermenéutico (Gadamer, 2007).

En este sentido, sostenemos que Amor y enfermedad es una etnografía, un modo de presentar resultados de investigación en antropología social. Siguiendo el razonamiento de Tim Ingold (2015), aquí se realiza una compilación retrospectiva que describe y documenta un conjunto de discursos y prácticas –etnografía–, pero la pregunta que responde es prospectiva, pues al reflexionar sobre el proceso de conocimiento muestra en acción el potencial crítico y transformador de la antropología en su plasticidad; o, como dice Ingold, en su carácter de disciplina esponjosa, capaz de modelar las preguntas en la interacción con los otros y su práctica.

Exponer los datos retrospectivos y presentar las preocupaciones heurísticas y técnicas es mi interpretación del método de la esperanza, del antropólogo japonés Hayao Miyazaki. Practicar este método, sostiene Ingold, “no es describir el mundo o representarlo sino abrir la percepción a lo que está sucediendo allí” (Ingold, op. cit.: 228). En términos del interés del equipo de investigación que conformamos para la vigilancia sanitaria, esto es relevante porque de lo que se trata no es de acumular más y más información sobre el mundo sino de corresponder con los desafíos que la prevención de enfermedades y el derecho a la salud nos imponen.

En el capítulo I, “Señores perros”, se presenta la relación humano-perro desde la perspectiva de la antropología multinaturalista, como una introducción. Este análisis origina el debate sobre las partes intervinientes en el ciclo urbano natural de la leishmaniasis visceral y la agencia de los entes que lo componen.

En el capítulo II, “Todo lo perro de Iguazú”, se desarrolla el estudio etnográfico de la relación humano-perro en los grupos sociales del departamento Iguazú (Misiones) entre 2015 y 2018.

En el capítulo III, “Perro el que lee”, hacemos un análisis retrospectivo de la imaginación social sobre la relación perro-humano a través de la figura del narrador perro en la literatura moderna en castellano e inglés, desde Miguel de Cervantes ([1613] 2012) hasta Luis Sepúlveda (2015). Recurrimos al análisis de obras literarias como fuente de la imaginación social sobre el vínculo humano-can, ya que la experiencia etnográfica directa era limitada y no daba cuenta del perro en la dimensión de héroe moral o expresión de una moral natural, tal como está entronizado en la narrativa de ficción.

En el capítulo IV, “Escala espacial y territorio en la epidemiología de campo”, se instrumentan los conceptos de la antropología de la naturaleza (Ingold, Latour y Viveiros de Castro) en la comprensión de los espacios sociales y las relaciones naturales que posibilitan que el ciclo hospedador-reservorio-parásito-vector se complete en el área de estudio. Como cierre, en la “Reflexión final” se pasan en limpio los principios teóricos y las herramientas conceptuales de la ecoepidemiología según REDILA, tendiendo puentes al trabajo interdisciplinario.

¿Por qué la centralidad del perro en esta obra?

El término leishmaniasis remite a un conjunto de manifestaciones clínicas en el perro y en el hombre, con diferente comportamiento y ciclo “natural” en diversas regiones del planeta. Cada año se conocen entre 200.000 y 400.000 nuevos casos humanos en el mundo (Alvar et al., 2012). En personas con manifestaciones clínicas, presenta una letalidad mayor al 90% si no es tratada, y en América, aun con tratamiento, la letalidad promedio es del 7,7% (OPS, 2017). En las provincias de Misiones y Corrientes, entre 2006 y 2014 la mortalidad fue del 12,61% (74% hombres, 40% menores de 14 años) (Casas, 2017). Se considera que la tasa de muertes en humanos varía asociada con comorbilidades (diabetes y otros padecimientos crónicos no transmisibles) tanto como con déficits inmunitarios (niños y ancianos, pero también pacientes con VIH o en tratamiento inmunosupresor).

En la Argentina, los casos fatales de LV humana (LVh) se asocian por lo general con demoras en un diagnóstico preciso. Las personas enfermas de leishmaniasis presentan características clínicas que son comunes a diversos síndromes febriles como la malaria, la esquistosomiasis, la fiebre tifoidea y otras infecciones sistémicas, por lo que el diagnóstico de laboratorio es determinante para el acceso temprano a un tratamiento adecuado. Es habitual que, por falta de sospecha clínica, los pacientes accedan a la atención luego de meses de avance de la enfermedad. Entre otros diagnósticos errados, es frecuente que, por una inadecuada interpretación del hemograma, se confunda la infección parasitaria con algún tipo de leucemia o con disfunción hepática.

La formación del médico tratante en medicina y epidemiología regional es determinante para indicar el test parasitológico. La prueba serológica recomendada por el Programa Nacional de Leishmaniasis es la inmunocromatografía con el antígeno rK39, el cual ha mostrado altos valores de sensibilidad (88-96%) y especificidad (96-100%). Dado que este método no permite diferenciar entre enfermedad activa e infección asintomática, la visualización directa de amastigotes (uno de los estadios de desarrollo del parásito) en frotis de tejidos, su desarrollo en medios in vitro o in vivo o la detección de ADN por reacción en cadena de la polimerasa (PCR) permiten un diagnóstico conclusivo. El aspirado de médula ósea es el método más utilizado: punción esternal en adultos y de cresta ilíaca en niños. Si el paciente es diagnosticado a tiempo, la autoridad sanitaria estatal garantiza el acceso gratuito y universal a un tratamiento farmacológico adecuado de primera línea: antimoniato de meglumina (Salomón et al., 2012).

El vector urbanizado se registró por primera vez en la Argentina en 2004, y el primer caso humano en 2006 (Salomón, Mastrangelo, Santini, 2012), en la ciudad de Posadas (Misiones), a 280 km de las localidades estudiadas en este libro. En el departamento Iguazú, área de estudio de la presente investigación, el vector y los primeros casos caninos aparecieron en el año 2010 en Puerto Iguazú (82.849 habitantes según el censo de 2010), localidad fronteriza con Brasil (a 16 km de Foz do Iguaçú) y Paraguay (a 28 km de Ciudad del Este) (Salomón et al., 2011; Salomón et al., 2015). Hasta la fecha se notificaron dos casos humanos, en 2014 y 2015 (Salomón et al., 2012).

En la Argentina, la LV es una zooantroponosis. Expuestos a un vector competente, los perros enferman antes que los humanos y actúan como reservorios urbanos, amplificando la abundancia ambiental relativa del parásito. Con nutrida circulación natural del parásito y presencia del vector, están dadas las condiciones para la infección humana.

Por características que aún se desconocen, los perros infectados pueden vivir varios años en situación asintomática o desarrollando manifestaciones como la caída del pelo (alopecia) o el crecimiento de las uñas (onicogrifosis). Los principales signos clínicos son lesiones en la piel (dermatitis exfoliativa, ulceraciones, onicogrifosis e hiperqueratosis nasal), adenopatías, mucosas pálidas, signos oculares (queratoconjuntivitis, uveítis, blefaritis), emaciación y esplenomegalia (Casas, 2017). El laboratorio clínico presenta anemia, trombocitopenia, proteinuria, aumento de urea y creatinina (Foglia Manzillo et al., 2013).

La intensidad del parasitismo en el paciente canino no está aparentemente relacionada con la gravedad del cuadro clínico; pueden encontrarse perros muy parasitados con sintomatología leve (oligosintomáticos). En Brasil se ha encontrado que más del 30% de los perros infectados carece de sintomatología clínica aparente (asintomáticos) (Acha y Szyfres, 2003). Las investigaciones locales en terreno en el noreste argentino encontraron relación entre ejemplares adultos, medianos de porte, sintomáticos y positivos para leishmaniasis visceral. Estudios de campo en Formosa indican que entre el 30% y el 40% de los perros diagnosticados en las muestras son positivos para LV canina (LVc); mientras que en Misiones y Corrientes ese porcentaje es del 15% promedio –26% en Puerto Iguazú– (Casas, op. cit.: 47).

En cuanto a la sintomatología, se observó que el 56,75% de los perros con LV era oligosintomático –tenía hasta tres síntomas–, a la vez que el 30% de los animales positivos no tenía signos clínicos visibles (Casas, op. cit.: 52).

La infección en el perro es centinela de los casos humanos. Los canes se contagian rápidamente entre sí, porque además de la transmisión por la picadura de la hembra del flebótomo (transmisión vectorial), el parásito infecta por vía placentaria (transmisión vertical) y venérea (transmisión horizontal) (World Health Organization, 2010). La razón biológica por la que los perros son considerados reservorios competentes es que ofrecen al vector una cantidad importante de parásitos en las lesiones cutáneas (Casas, op. cit.: 21, en base a Acha y Szyfres, op. cit.; Heymann, 2011).

En la sociedad en estudio, el lugar inequívoco de los perros es en casas de familia “tipo”, hogares diversos o en la calle, cerca de las aldeas mbyá o de vagabundos sin techo, pero siempre junto a personas. Por lo tanto, a mayor cantidad de canes infectados aumenta el riesgo de casos humanos.

El tratamiento masivo de los canes se ensaya en campo por veterinarios e idóneos, extendiendo a los animales fármacos inespecíficos de humanos. Hay quienes aceptan la validación inductiva como evidencia. Como política sanitaria, esta práctica es inaceptable, y aun si contara con certificación científica, el tratamiento de los caninos resulta imposible de implementar en un Estado neoliberal en perpetuo ajuste. La matanza de perros infectados, como estrategia de control, fue una práctica admitida en China en la década de 1960 (Nery Costa, 2011), pero en la actualidad, en el área de estudio, es inviable, pues desata una epidemia moral animalista que acusa a los autores de bestialismo y asesinato. Por tratarse de una especie privilegiada por el afecto, es común que un perro sacrificado sea reemplazado por otro que, introducido en el mismo ambiente, resulta infectado al poco tiempo.

Por lo tanto, hablar de leishmaniasis visceral requiere ubicar al can doméstico en el centro de la escena. Porque el perro es uno y ambiguo, porque es social y animal, este estudio lo encara una antropóloga. Por eso expongo aquí ante ustedes, “Señores perros”.

Capítulo 1

Señores perros

Para disfrutar en verdad de un perro, no se debe tratar de entrenarlo para que sea semihumano. El punto es abrirse uno a la posibilidad de ser más perro.

EDUARD HOAGLAND (2005: 3)

Como antropóloga, entender al perro es una oportunidad de asir la ambigüedad: es animal pero acepta el liderazgo humano. Vive en la sociedad humana, pero comete incesto. Si bien puede hacerlo, es raro que en proximidad de personas que lo alimentan prefiera formar grupo social con sus pares. Es animal, pero puede mirar televisión o esperar la llegada de su amo para comer.

Para la antropología interespecie, estas formas culturales del vínculo sociedad-naturaleza no son novedosas. Diego Villar (2005) recopiló información etnográfica según la cual, entre los thais de Asia, los perros son admitidos dentro de la casa y tratados como un tipo de humano. Incluso, su consumo es considerado tabú por impuro, debido a que se alimenta de heces humanas y tiende a una sexualidad incestuosa, comportamientos sancionados entre algunos grupos humanos (Tambiah, 1969, citado en Villar, 2005: 502). Philippe Descola señala que los perros del pueblo amazónico shuar son queridos en el ámbito doméstico, pero al igual que entre los guaraníes (Villar, 2005) y los mapuches (Sepúlveda, 2015), es señalado como pariente del jaguar, por su capacidad para la caza y su alimentación carnívora (sobre todo, carroña y carne cruda). Esta tensión tiene un correlato en la organización social, ya que el perro acompaña a los hombres a la cacería, que es una actividad masculina, pero a la vez comparte la casa con las mujeres y queda bajo su cuidado, crianza y propiedad. Entre los guaraníes, esta ambigüedad de compartir espacios masculinos y femeninos está reflejada en los cantos que acompañan el entrenamiento del perro para la caza, dirigidos a un ser tutelar llamado Yampani, un hombre que se transforma en la primera mujer para satisfacer el deseo sexual de su primo cruzado (Descola, 1989: 315-318).

Sin embargo, fue la etnografía de Eduardo Kohn (2007) sobre los runas la que, al desarrollar lo que el autor llama una “antropología de la vida”, aplica el giro ontológico a la comprensión del compromiso que los humanos forjan con sus perros en una aldea de la Amazonía peruana. Muestra que la condición y agencia “liminar” del perro, a la vez social y natural, es instrumentada para pensar relaciones íntimas de los humanos, reflexionar sobre qué es lo que no está andando bien en el orden cósmico y resignificar los desarreglos. Todo eso ocurre interpretando los sueños de los perros. Emerge así un tipo de semiosis corporizada como algo inherente a la vida y no restringido a la forma de vida humana ni centrado en el lenguaje.

En el conjunto de las mitologías chaqueñas analizadas por Villar (2005), la figura del perro se vincula con la ambivalencia y la imposibilidad de hacer entrar la diversidad sociológica en clasificaciones binarias: hombre-mujer, naturaleza-cultura. Pero en cada grupo étnico de los analizados por Villar, puede verse cómo los problemas existenciales de los cuales el perro “le habla” a la sociedad responden a prioridades locales, del endogrupo (Villar, 2005: 502). Vemos así que el can es una metáfora que encarna y resume las relaciones de intimidad y las conexiones con “la naturaleza” en el corazón de lo doméstico. Ser y permanecer en lo doméstico es, por antonomasia, estar como humano en la vida. En la sociedad plurinacional que integramos es un mandato hegemónico la constitución de espacios domésticos como hogares exogámicos, de parejas cis género que convivan con un perro. Por la teoría crítica del género, sabemos que intimidad, domesticidad y género no están naturalmente determinados. Por ello decimos que, para los perros, como para las mujeres, la biología no es un destino.

Etnocéntricamente, algunas asociaciones proteccionistas o ciertos criadores tienden a pensar que amar a los perros es lo que nos define como humanos, es decir que maltratarlos o abandonarlos expresa una especie de monstruosidad. Sin embargo, entre los pueblos originarios del área guaraní y otros colectivos sociales el perro encarna un problema moral: se lo tolera como cachorro, pero no se lo cría con devoción. En el capítulo 2 trataremos de entender en un territorio donde estos multinaturalismos están encarnados en actores sociales diversos (departamento Iguazú, en la provincia de Misiones, Argentina) el porqué de esta contraposición tan significativa entre la apariencia, los roles y los significados sociales del perro.

El ciclo zoonótico y “lo natural urbano”

La desnaturalización se cuenta entre los principales dispositivos deconstructivos de conocimiento etnográfico. Cuando un hecho es considerado natural, las preguntas cesan: se afirma que es así y así sucede. Considerar un fenómeno como “natural” es una explicación en sí misma (Latour, 2012). Afirmar que lo que se describe es natural nos lleva a pensar que las partes que se relacionan en un ciclo sinantrópico (las especies próximas, pero también los no organismos, lo no vivo que participa en el proceso de transmisión de una infección) al cumplir roles de reservorio, hospedero, vector, no tienen agencia, es decir, no se representan el estar ahí. Por lo tanto, salvo que sean humanos informados sobre los riesgos, no hicieron nada para estar donde están y, lo que es peor, tampoco harán nada para dejar de participar en ese proceso.

Como empezamos a sospechar, las consecuencias de “la naturaleza” y “lo natural” como factor explicativo de las enfermedades opacan el carácter histórico y relativo a un contexto geográfico con desigualdad social. “Lo natural” sucede liberado de incómodos factores de tiempo, espacio y capacidad de acción. Desnaturalizar el ciclo es la posibilidad de entender cómo y por qué la enfermedad se da en ciertos barrios de Iguazú y en ciertos perros. Entendemos que, entre los parásitos, que son el agente causal; los flebótomos, que son vectores; los canes, que son reservorio, y las personas, que son hospedadores, se establecen relaciones sociales con significados diferenciados: ser picados por algo parecido a un mosquito no es lo mismo que ser mordidos por un perro. Tomar un antiparasitario o usar repelente, rociar con un insecticida, no tiene las mismas consecuencias que la eutanasia canina.

La distancia social (Rival, 2001) que cada cultura y los grupos sociales dentro de una sociedad establecen con entidades particulares de la naturaleza hace necesario pensar las acciones sanitarias en una perspectiva multicultural, donde apelar a la tenencia responsable no es siempre posible, porque el vínculo humano-perro deambula en un continuum entre el especismo y el poshumanismo. El perro a veces es tratado como una cosa (res, para los especistas) y otras despierta compasión como un niño (sujeto de derecho, en el extremo poshumanista). En una misma familia humana, puede pasar de la consideración como ser sintiente al descarte como bien de consumo.

Las políticas oficiales de vigilancia sanitaria de la LV implican pasar en limpio y poner en discusión pública estos movimientos privados de la subjetividad humano-perro. No solo la dimensión pública del derecho animal, sino también el libre ejercicio de la profesión de los veterinarios, el derecho de los perros a una vacuna (aunque no esté validada o registrada en el país), el lucro de los laboratorios y las responsabilidades de los funcionarios públicos en el control sanitario colectivo.

Sabemos que el vector prefiere las áreas sombreadas y húmedas (Santini et al., 2018, 2017; Berrozpe et al., 2017; Santini et al., 2015), pero no es lo mismo un patio regado en un lote de 80 m2 que un jardín de chacra con huerta de 300 m2 en los bordes de un área de reserva natural. Deconstruida como problema histórico en las escenas de epidemiología de campo, “la naturaleza” a la que remiten la biología y la ecología (sus profesionales y adeptos) está narrada como espacio intangible, como muro verde, como espacio vacío de personas donde “lo humano” es ajeno y su presencia se denomina “antrópica” porque altera, modifica.

La descripción de lo natural como un espacio prístino donde la humanidad está ausente remite a un antropocentrismo predarwiniano. El logro de la ciencia natural en el siglo XIX fue emparentar a los humanos con los primates, mostrarnos como animales con un linaje fósil. Si en la época clásica éramos hijos de Dios, Darwin en la modernidad nos aproximó a los monos y Freud cuestionó nuestro pleno manejo racional, explicitando la fuerza del deseo inconsciente. Sin embargo, la humanidad autoimpuso al joven macho gobernando la naturaleza con la razón científica y la técnica en la cima de la pirámide de la vida (falologocentrismo). Actualmente, considerando a ojos vistas el deterioro de la biósfera en el Antropoceno, solo un perro nos respetaría tanto como para que ocupemos ese lugar.

En la práctica de la vigilancia sanitaria, esta representación antropocéntrica del pensamiento biologista es, más que una hipótesis, un dogma. Se trata de vigilar y conocer seres sin control racional sobre los que se construye conocimiento científico con un tipo de afirmación tácita y silenciosa: si hay naturaleza, está ahí sin humanidad y fuera de la historia. Es así. No requiere explicación (cf. Latour, 2012; Arnold, 2000).

Es justamente esta visión dogmática y antropocéntrica del ciclo sinantrópico de la LV lo que nos proponemos desnaturalizar con este libro.

El gráfico 1 presenta comparativamente una visión biologista o biomédica del ciclo de la LV en contraposición con una representación ecoepidemiológica, donde “lo natural” está deconstruido considerando la agencia de los principales entes que lo componen.

Consideramos que la noción de “capacidad de agencia” de los entes del ciclo es el principal aporte de las teorías perspectivista (Viveiros de Castro, 2013) y del actante rizoma (Akrich y Latour, 1992) a la comprensión de este fenómeno de construcción de vínculos que hacen propicia la enfermedad. Las herramientas provistas por estas teorías de la antropología contemporánea nos permiten analizar “lo natural” en diferentes escalas o perspectivas de agencia. Tenemos así el flebótomo viviendo en un mundo de tierra y ráfagas de aire húmedo en escala temporal de seis semanas, que prefiere la actividad durante la luz crepuscular; el patio con galería que construye el humano para sentarse a tomar mate cinco días a la semana. Un hombre y una mujer colocan allí sus plantas favoritas para descansar a la sombra y saborear algún mango sin agrotóxicos. Se sientan en esa galería por las tardes, luego de extenuantes jornadas de trabajo en el subtrópico, durante treinta y cinco o cuarenta años. El perro es parte de ese entorno, podemos comprarlo o adoptarlo luego de que otro humano lo haya abandonado. Su presencia completa una escena social deseada en las publicidades con familias felices.

El perro se acerca a la gente en busca de alimento o caricias, y si es macho alborota el vecindario cuando huele una perra en celo. El can y las plantas explican su contigüidad por la presencia humana. Los flebótomos se invitaron solos a ese ambiente, que de manera invisible contribuyeron a crear y que les resulta adecuado tanto para poner huevos –porque hay sangre de mamíferos– como para alimentarse –porque abundan los jugos vegetales y las flores–. Como vemos, el ciclo no se conforma por casualidad. Nadie llegó sin explicación hasta ahí, sino que lo hizo conformando una red de asociaciones mutuales, contingente con las particularidades de una cultura o modo de vida regional (mate, patio, siesta, manguera).

En la versión, biomédica, del GRÁFICO 1 (el primer ciclo), el montecito de frutales o la huerta, la sombra, el perro, los flebótomos y el parásito están en “la naturaleza” y cuando el ciclo llega al flebótomo, este busca al humano para cumplir su misión de vector. La forma perspectivista, ecoepidemiológica, que proponemos (el segundo ciclo) ubica al humano influyendo con ingresos y egresos del sistema. Es picado, pero también se aplica repelente y le pone un collar con esa misma función al perro, fumiga o retira al can de escena. Poda y siembra, remueve o no la hojarasca, arma gallineros con los pollos donados por algún candidato en campaña y aumenta, sin querer, la población total de flebótomos en la unidad doméstica de análisis.

Es en ese espacio donde los entes del ciclo zoonótico manifiestan su agencia según tamaño y cantidad relativa unos respecto de los otros. El ambiente de transmisión requiere abundancia de parásitos y vectores, los perros infectados en una localidad contribuyen a amplificar la carga parasitaria y hacen más eficiente la reproducción del parásito. Los parásitos existen a través de ellos, invisibles a su fidelidad con el humano y muchas veces sin generarles síntomas.

Como profundizaremos a lo largo del libro, debido a nuestra crianza junto a ellos, los perros, a diferencia de los flebótomos y los parásitos, se nos manifiestan con rostro, como un Otro con mirada (Levinas, 2008). Podemos matar tres mil flebótomos por noche, pero no podríamos hacer lo mismo con los canes con LV sin desatar una epidemia moral.

Esto sucede porque el vínculo humano-perro es una relación social inter­es­pecie particularmente frecuente y distribuida capilarmente en las ciudades de la sociedad en estudio. Sin embargo, como se describirá en el capítulo II, encontraremos grupos sociales en los que el perro tiene significados ambiguos, por lo que entendemos a la sociedad en estudio como un espacio de multinaturalismo en acto. Es decir, en la sociedad iguazuense, como en cualquier sociedad culturalmente diversa como son los Estados plurinacionales, están en relación distintas concepciones de “lo natural”.

Domesticidad, domesticación, crianza mutua

Los estudios sobre los animales intentaron asir la ambigua contigüidad del perro con el humano en espacios domésticos, desde la cueva prehistórica hasta el club de campo y los cotos de caza. Las distintas disciplinas científicas enfocan el tema con matices. En esta sección nos proponemos una semblanza de estos grises.

La paleontología y la arqueología encontraron evidencias de la relación humano-perro en la filogenia y en la ontogenia. Según la arqueología, hace 33.000 años que compartimos hogares con los canes (Germonpré et al., 2009, 2013; Morey, 2014, y se discute si no son 37.000 años en Germonpré et al., 2015). Sin embargo, la evidencia del Proyecto Genoma Perro lleva este dato mucho más atrás, a 100.000 años, cuando lobo y perro habrían tenido un antepasado común (la diferencia de ADN mitocondrial de lobos con perros es ínfima, por lo que ese perro y ese lobo ancestrales comparten una de las tres ramas del árbol filogenético de los cánidos. A la vez que todas las otras especies de cánidos contemporáneos (chacales, coyotes, cuones, dingos, licaones, aguarás guazú, guarás, zorros de la Pampa o aguarachays y zorros) presentan procesos evolutivos diferenciados desde tiempos muy remotos. Por eso los taxónomos discuten aún la denominación de Canis familiaris para el perro, en caso de considerar una evolución separada del lobo (Canis lupus), o prefieren denominar a la especie Canis lupus familiaris, en caso de considerar un antepasado común y lejano (De Ambrosio, 2004: 30).

Lo cierto es que Homo y Canis tuvimos intimidad en cavernas y monoambientes urbanos. En la ontogenia, por la proporción de longevidad de 1/7 entre humanos y perros, casi todos los humanos tuvimos al menos un perro en la vida, aunque podríamos recordar cuatro o cinco si hubiésemos recibido un perro al nacer y adquirido otro cada vez que aquel se moría. Tenemos recuerdos con ellos en diferentes etapas de nuestro propio desarrollo como personas. Si de niños deseamos uno, cuando somos padres sabemos qué se aprende de la preñez perruna, o de su compañerismo en los paseos. Para la psicóloga Mariana Bentosela (Carballo et al., 2015), la estrecha convivencia durante la ontogenia humana con perros domésticos podría ser un modelo adecuado para el estudio comparativo de la cognición social (ídem: 148). La experiencia de convivir con tortugas u otras mascotas más longevas es claramente diferente. Serían ellas quienes nos verían pasar a lo largo de sus vidas. El perro crece rápido y permite experimentar apego y pérdida dentro de un grupo de convivientes.

Mientras la etología es conjetural y propuso comprender la cooperación humano-perro por el común interés en la caza (De Ambrosio, 2004: 31; Lorenz, 1999), la arqueología encontró evidencias para sacar al hombre macho de su lugar de orgulloso cazador y considerarlo un recolector de desechos de otros seres vivos. El trabajo de Pat Shipman (1984) sobre restos fósiles de carroña nos lleva a pensar que la forma habitual de alimentación de los homínidos fue restos de caza abandonados por grandes mamíferos, compartidos con hienas, perros y lobos.

La filogenia de perros, como parte de la familia de los cánidos, remite a una estructura social compleja. La organización colectiva y la proximidad con los humanos hace que compartamos hechos históricos, por ello planteamos que los perros americanos guardan indicios de la violencia colonial de los conquistadores. A diferencia de los caballos, que fueron introducidos por los conquistadores, los perros eran animales domésticos americanos antes de la llegada de los colonizadores (Nordenskiöld, [1910] 2002: 173; Cabrera, 1934; Karsten, 1932: 41). Existen evidencias paleoarqueológicas de ejemplares ingresados en el poblamiento por Bering durante el Pleistoceno, pero las razas actuales no presentan continuidad con aquellos genes. A excepción del perro pila mexica, los genes de las razas caninas actuales pertenecen exclusivamente a variedades (la falsa categoría de “razas”) europeas.

Si bien en Sudamérica los registros de perros más antiguos identificados por ADN mitocondrial se agrupan en la zona cordillerana, el registro paleontológico más antiguo para la Argentina (680 ± 80 14C AP)1 fue datado en la cuenca inferior del río Paraná en confluencia con el Uruguay (Loponte y Acosta, 2016), en las proximidades del área de estudio de esta investigación. Según una crónica del siglo XVI, en la parcialidad guaraní conocida como timbú algunos perros de talla pequeña se destinaban a consumo (datación de O y crónicas de Fernández de Oviedo en Loponte y Acosta, op. cit.: 21). En los depósitos arqueológicos del pre Delta se observa estrecha relación entre humanos y perros. Dos de cinco esqueletos de canes analizados se asociaron a sitios de entierro de humanos. No aparece un área de cría de perros precolombinos, por lo que se sospecha que ingresaron en esta región ya adultos (Acosta, 2005; Acosta et al., 2011).

Estas certezas nos aventuran a pensar que la extinción de los canes genotípicamente amerindios podría asociarse, al igual que la de algunos pobladores originarios, con la violencia y la dominación colonial, que facilitaron la adaptación de los perros compañeros de los colonizadores extinguiendo los linajes autóctonos. Abonando esta hipótesis, en otras latitudes la evidencia etnohistórica señala que ejemplares de raza alano español acompañaron a colonizadores y encomenderos en la persecución de las comunidades originarias. Un ejemplar llamado Becerrillo es citado como combatiente en la batalla de Boriquén (Puerto Rico), y las crónicas le atribuyen valores estéticos: “se quedaba estático contemplando a las indias bellas y le ladraba a las feas” y éticos, cuando persiguió a una anciana originaria que había robado una carta pero no la mató porque la mujer se arrepintió (cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, en Villatoro, 2016). Otra crónica señala que Leoncico, un cachorro hijo de Becerrillo, fue usado por Vasco Núnez de Balboa con los mismos fines. Padre e hijo perro murieron asesinados por flechas envenenadas (De Ambrosio, 2004: 47).

Martín de Ambrosio señala que, si bien Francisco Pizarro importó novecientos perros para la conquista del Perú, las crónicas indican que estos acabaron alimentando a las tropas; el mismo destino que Alvar Núñez Cabeza de Vaca dio a dos canes que cambió a los indios de La Florida por redes y cuero (ídem).

Por evidencias filogenéticas, existe consenso entre la mayoría de los investigadores (Vila et al., 1999; vonHoldt et al., 2010) en que el Canis familiarisderiva de la domesticación de una variante del lobo gris (Canis lupus lupus). Sin embargo, las controversias radican en cómo conciben distintos investigadores ese proceso. Por un lado, encontramos una definición antropocéntrica de la domesticación centrada en la empatía, donde es el humano el que lidera la selección (Vilá y Yacobaccio, 2013), mientras que Lema (2013) propone la domesticación como un vínculo inestable y recíproco que denomina “crianza mutua”. Se trata de una relación donde las particulares demandas de las especies operan como agencia, es decir, se exponen para ser seleccionadas por el hombre y este genera lo necesario para que puedan reproducirse. Esta segunda opción se alinea con una comprensión ecocéntrica (y no antropocéntrica) de las relaciones interespecie, donde hay mutualismo a la vez que competencia o control.

La investigación de Verónica Lema (2013) sobre domesticidad y domesticación es central, pues da cabida a la comprensión de la agencia del perro como animal no humano pero que prefiere la proximidad y el liderazgo humanos. Es decir, esta definición nos abre a la posibilidad de entender el vínculo filogenénico humano-perro como una relación interespecie que da cabida al dominio y la instrumentalidad, pero también en la que a veces no hay dominio, y el perro elige al humano y lo sigue porque en su proximidad come sobras, encuentra un soporte inteligente que aleja o predice peligros y recibe un estatus social mediante el nombre y el cobijo doméstico.

Entender la domesticación como crianza mutua en vez de dominio nos permitirá en esta etnografía captar los distintos sentidos nativos con que los humanos crían perros. Por el lado especista del continuum humano-perro, la cinofilia intenta un control genotípico. Enseña a los animales a reproducirse o los insemina, hay un mercado de óvulos y esperma para lograr individuos que representen los estándares fenotípicos de una raza o aumentar la longevidad. Se desarrollan cualidades comportamentales de las razas, aun cuando estas sean para goce estético, y los alsacianos, por caso, ya no trabajen de pastores ni los boyeros de Berna hagan rescate acuático.

En el extremo poshumanista de la crianza mutua están los proteccionistas, para quienes los perros son como son y pueden ser amados siendo de cualquier forma física: rengos, petizos, ciegos o con cáncer. Se ocupan de la castración (casi siempre a las hembras) para que no se reproduzcan, pero no forman parejas con la intención de regular fenotipos. Arman asociaciones de cuidado, hogares de tránsito, procuran trabajo solidario de veterinarios y ellos mismos organizan encuentros de perros con dueños humanos y ferias de usados para obtener beneficios. Son incansables fiscales de la humanidad y el destrato o la violencia son condenados en páginas de Internet o con aerosol en murales. Muchos de ellos denuncian la explotación de galgos de carrera o de perros rastreadores por la policía. Fueron ellos, y no los criadores de razas, los principales opositores a las políticas de eutanasia de ejemplares infectados para control de la LV.

Como puede imaginar la lectora o el lector, la mayoría de los perreros no se ubica de un lado ni del otro del continumm. Es más: a lo largo de la vida, muchos somos un poco cinófilos y un poco proteccionistas con los perros propios y con los ajenos. Por eso consideramos que el concepto de crianza mutua describe bien el tipo de domesticación que la humanidad del siglo XXI ha hecho del can lupus familiaris.

No es un gobierno, tampoco una dominación. Los perros, como los animales en general, especialmente porque comparten el núcleo de lo social-humano, lo doméstico, son buenos para pensarnos, para desplegar nuestra subjetividad. El perro es, se comunica con nosotros por sonidos, por imágenes, con miradas, sin palabras, es capaz de trabajar para nosotros, y nos admira. Pero también guía, muerde y es guardián.

Saberes sobre perros I: psicólogos, etólogos, entrenadores y zootecnistas

Las subdisciplinas que estudian el vínculo sociedad-naturaleza se multiplican como fractales: antropozoología, antropología de la naturaleza, psicología animal, zootecnia, veterinaria y etología. Hay libros de expertos científicos y de idóneos en programas de televisión. A continuación, una semblanza de saberes y escenarios.

Entre los científicos que entienden sobre el perro, el etólogo Konrad Lorenz (1999) ocupó un lugar pionero, pues amplió la ecología al comportamiento y al ambiente, que en el caso del vínculo del can con el hombre tiene un papel central. A esta mirada enamorada de ese lazo, Martín de Ambrosio (2004) sumó las investigaciones más sobresalientes sobre el perro o usándolo como modelo. El énfasis de la biología es mostrar al can como el “animal más al igual que el hombre que por ser animal, está rodeado de animales”(De Ambrosio, op. cit.: 18). Por lo que, aun cuando el modelo experimental más frecuente son los roedores, los perros han sido sujeto experimental en biología para pruebas fisiológicas y de comportamiento en todo el mundo hasta mediados de la década de 1970 (De Ambrosio, op. cit.