Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Ángel, la raíz gallega de Fidel es una historia inspirada en la vida del padre de Fidel y Raúl Castro Ruz. Ángel Castro Argiz fue uno de los tantos gallegos que dejó atrás la Galicia profunda para buscar fortuna más allá del mar. El libro incluye una interesante muestra documental y fotográfica, complemento de lo narrado en estas páginas, donde la imaginación perfila orígenes, rostros lejanos en el tiempo, travesías, contiendas y corrientes de agua. En su camino, Ángel nunca imaginó que de su propia casa saldría la fuerza para cambiar la suerte de Cuba, la isla que siempre trazó su destino.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 274
Veröffentlichungsjahr: 2016
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Título original: Ángel. La raíz gallega de Fidel
Edición para e-book: Ana Molina González
Edición base: Lilian Sabina Roque
Diseño de cubierta: Ronny Fernández Solís
Diseño interior y ajuste de imágenes: Yadyra Rodríguez Gómez
Realización: Enrique García Martín
Asistencia de investigación: Alba Orta Pérez
Digitalización de documentos: Celia Rodríguez Luis y Juan Rodríguez Lahera (Dirección de Informática del Consejo de Estado)
Fotos: Fondo de la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado, sitios web citados y fotos de la autora
© Katiuska Blanco, 2012
© Sobre la presente edición:
Ruth Casa Editorial, 2012
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com
EDHASA
Avda. Diagonal, 519-52 08029 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España
E-mail:[email protected]
En nuestra página web: http://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado
RUTH CASA EDITORIAL
Calle 38 y ave. Cuba, Edif. Los Cristales, oficina no. 6 Apartado 2235, zona 9A, Panamá
www.ruthcasaeditorial.org
www.ruthtienda.com
Más libros digitales cubanos en: www.ruthtienda.com
Síganos en:https://www.facebook.com/ruthservices/
A la raíz gallega en el alma de Cuba
A mi abuelo,
Manuel Castiñeira Fernández
Gratitudes
Este volumen es heredero del trabajo de investigación, escritura y edición realizado para el libro Todo el tiempo de los cedros y, por esa razón, el esfuerzo de quienes entonces participaron del sueño, está presente también en estas páginas.
Abrazo a la Casa Editora Abril y a la Oficina de Asuntos Históricos (OAH), al Equipo de Versiones Taquigráficas, la Dirección de Informática, el Grupo Creativo y la Secretaría del Consejo de Estado, y a las imprentas Alejo Carpentier y Federico Engels, que hicieron posible palpar este ejemplar en rostro, cuerpo y estampas de papel.
A la misión diplomática cubana en Madrid, a quienes facilitaron las búsquedas y las entrevistas realizadas durante la visita de la autora y de Asunción Pelletier –especialista de la OAH–a España, realizada entre el 28 de mayo y el 11 de junio del año 2007. En especial, en Madrid, al embajador Alberto Velazco San José, María del Pilar Fernández y Rubén Abelenda; y en el Consulado de Santiago de Compostela, al cónsul Alejandro Fuentes y a los fraternales Miriam Arestuche, Luis García, Coral Prieto y a María Sánchez (anterior cónsul en esa ciudad).
Considero de gran valor las referencias ofrecidas por el investigador gallego Javier Cordero Aparicio, hasta quien nos llevó otro gallego amigo de Cuba, Antón Alonso; el médico José Eladio Fernández Alfonso en Vigo; y el investigador Luis López Pombo, en Lugo.
Valoro afectuosa la hospitalidad de Carlos López Sierra, concejal de Láncara, y de todos los que allí ofrecieron su colaboración como Eladio Capón López, Victoria López Castro y Manuela Argiz, entre otros.
Agradezco especialmente a Tania Fraga Castro, nieta de don Ángel, quien en mayo de 2007 entregó a la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado una fotocopia del expediente del Cuerpo de Sanidad Militar, correspondiente a don Ángel Castro Argiz en el período en que cumplió el servicio militar como soldado en la isla de Cuba, lo cual permitió confirmar la concordancia de su itinerario con el registrado en el Historial del Regimiento Isabel II No 32. Legajo 4.
Reconozco al Archivo del Servicio Histórico Militar en Madrid del Instituto de Historia y Cultura Militar del Ministerio de Defensa en España, y específicamente a María de Jesús Franco Durán, técnica; y al funcionario Luis Mateo González, por el rigor, la prontitud y delicadeza con que orientaron las indagaciones.
Agradezco la disposición de los archiveros del Archivo Diocesano del Obispado de Lugo y de la iglesia parroquial de San Pedro de Láncara, y la de los especialistas del Archivo Histórico Provincial de Lugo.
Como siempre, doy gracias a los seres queridos, a mi esposo y mis hijos, quienes me alientan y apoyan en el estudio y cada cuartilla que escribo.
Finalmente, la autora corresponde con un abrazo fraternal al noble empeño de Alba Orta Pérez, quien callada y eficaz ayudó en las investigaciones, aportó sugerencias y revisó todo el material para entregarlo a la mirada acuciosa de la editora Lilian Sabina, al dominio técnico de Enrique D. Medero y a la imaginación diseñadora de Ernesto Niebla, quienes se entregaron al trabajo como enamorados del libro.
Frialdades
La tierra olía a musgo, a lluvia de invierno. Sobre los brezos enmarañados, las florcillas de jara y las hojas muertas al pie de los robles, pinos y castaños, el niño rodó de nalgas hasta el río. En el declive del terreno siempre era sombra. El bosque denso permanecía en solitario al atardecer. Se incorporó y quitó la camisa, el pantalón de lana y los amplios calzones de lienzo blanco. Luego lanzó cerca las alpargatas de cintas y entró en las aguas. Con unas pocas brazadas alcanzó la otra ribera, pues el Neira se estrechaba en aquel recodo al despeñarse por una hondonada repentina. Dejaba al silencio y al torrente caer sobre su cuerpo; aliviaban su cansancio. Perdía la noción del tiempo mientras miraba a lo alto, entre las ramas de árbol por donde la claridad se filtraba a hurtadillas y las nubes se trenzaban unas con otras, pasaban, volaban, se desvanecían.
Anhelaba esa paz fresquecita, muda y serena. ¡Ah! Si su madre doña Antonia le viera en este momento pondría el grito en el cielo:
—¿Cómo te bañas en la corriente cuando apenas se despide el invierno?, ¿no te das cuenta, Angelito, que puedes pescar un resfriado o una tuberculosis, hijo mío? Loado sea Dios y líbrenos de ese infortunio –diría entre el enojo y la alarma, levantando los brazos, para rogar que no se cumpliera el vaticinio.
—No, ella aún no ha notado mi falta –se dijo.
Él sabía que si demoraba hasta el oscurecer se inquietaría. Imaginó entonces a su madre junto al fuego, abanicando la leña y preparando el cocido con que se calentaban en la cena, trabajando con el viejo huso y la rueca casi destartalada para hilar lana y lino, tejidos utilizados después para coser las colchas rematadas con puntas bordadas. Otra faena la ocupaba durante horas: pasar las ropas por ceniza para blanquearlas. Lo hacía siempre en el tronco de castaño ahuecado. Las telas más apreciadas eran las de Padrón, y los encajes: los fabricados en las cercanías de la Costa de la Muerte, por A Coruña. Los viajantes de comercio los traían por los caminos de Santiago a los establecimientos improvisados en las aldeas, a las ventas, las romerías y las ferias en el mercado.
Antonia era fornida y buena, con una estampa imponente y una salud en apariencia a prueba de congojas, como la de verse obligada a ejercer como nodriza en Madrid tras el nacimiento de alguno de sus hijos. Los tiempos eran muy difíciles y ella apenas pudo soportar el sacrificio de irse lejos, donde las muchachas robustas eran vistas como alguien ideal por «pacer las hierbas del oeste de la Península», ello significaba que amamantarían provechosamente a un crío. La verdad: las trataban como bestias. Allí donde eran naturales y sensibles se les consideraba rústicas o indiferentes.
Ella, sin embargo, no corrió tan mala fortuna. Quienes la contrataron fueron siempre generosos y agradecidos. Aun así, vestida con las galas de quien trabaja para familia rica, en un daguerrotipo de estudio, su rostro tenía una expresión adusta y lánguida, como de quien soporta a duras penas el sufrimiento de un oficio doloroso y, además, mal visto. En la imagen apoyaba el antebrazo en un sólido y repujado atril de madera sobre el cual se desbordaba de rosas un vaso decorado a su vez con florestas, costumbre impuesta a los retratados por los artistas perdidos tras el fuelle de la caja oscura y la humareda de una súbita iluminación asustadiza.
Antonia vestía un traje de cuello alto, mangas largas y oscuro, adornado por encajes, lazos y vuelos. En una mano un pañuelo y en la otra una sombrilla. El pelo recogido en un moño alto y los rizos sobre la frente, denotaban cuidado en el arreglo, así como los pendientes largos aportaban un leve detalle de coquetería, pero con todo y esos primores y el donaire de la estampa, a ella se le veía triste y seria en el daguerrotipo.
Antonia sentía muy hondo y como propia la humillación vivida por las jóvenes reunidas en la Plaza de Santa Cruz, en la capital, para vocear la abundancia lechera de sus pechos hasta conseguir un buen postor. Las miradas de soslayo que las seguían apenas contenían el desprecio y la burla, sin comprender cuán desesperada habría sido su necesidad, al punto de llevar a las aldeanas al centro del mercado más triste, lejos de sus hijos a poco de nacidos «¡angelitos de Dios!», de los sencillos días provincianos y envueltas en la vorágine ruidosa e inclemente.
A Antonia la apenaban los dichos de las aleluyas, aquellas hojas de papel donde aparecían viñetas cuadradas y en ocho filas, con grabados y textos para relatar historias cotidianas… Qué sofoco indignado el suyo al saber que una pregonaba: «Por oro todo se haría/ la propia sangre se da/ dígalo un ama de cría». Alguien le mostró la hoja, pero ella no podría decir quién, porque en ese instante se le nubló la vista entre el llanto y el coraje mientras el mensajero leía sin despegar la vista de aquel papelucho endiablado. Únicamente, la consolaba la certeza de que existían almas caritativas que reconocían en ellas la honradez, la humildad y el temor de Dios. La aliviaba además la frecuencia de esa condición en las familias gallegas. Después de esa experiencia, era natural que fuese muy amorosa con sus hijos, mucho más que quienes nunca habían vivido entre el desgarramiento y el menester. Se desvivía por los niños de su corazón, en un afán desmesurado de acunarlos junto a sí. Los arropaba, consentía, besaba y acariciaba con mucha ternura. Era severa consigo misma y lloraba y suspiraba sin consuelo a veces hasta dormida.
Tiempo después, cuando Antonia ya había pasado por el dolor de perder a su pequeña hija de dos años y medio: María Antonia Dominga, alguien aseveró que las penas le consumieron no solo el alma,sino también las fuerzas físicas. María Antonia, su primera hijita, nació en el regocijo cálido y colorido de la primavera, a las seis de la tarde del 18demayo de 1874, y se fue comouna desoladora ventisca en diciembre de 1876. Fue la primeraadversidad sufrida por la joven pareja desposada por el infrascrito don Ramón López Neira, cura propio de la única iglesia parroquialde San Pedro de Láncara, donde tuvo lugar la ceremonia de casamiento tras el debido examen y aprobación de la Doctrina Cristiana, según ordenamiento de la Santa Madre Iglesia en el Santo Concilio de Trento y, a su vez, el consentimiento y consejo requeridos por la Ley vigente.
El matrimonio tuvo lugar en el verano de 1873, a los dieciséis días del mes de agosto; Manuel de Castro Núñez contaba veinticuatro años y la muchacha elegida, dieciocho. Aquella mañana, la iglesia hacía resonar las campanas de sus torrecillas, rompiendo el silencio de la casarectoral contigua y la paz de los sepulcros cercanos. El cura, con los lentes rodándosele hasta la punta de la nariz y secándose con un pañuelo de seda el sudor de los calores en la sacristía, cumpliótodos los sacramentos de rigor y dio su bendición, y por su intermedio la de Dios, a la unión de Manuel y Antonia. Ella llevaba en el pelo una guirnalda de flores silvestres recogidas a la orilla del Neira y su piel, rozagante y pálida, parecía la de una señorita crecida a la sombra de los recogimientos y de los altos y húmedos portalones: valladar a interiores de Santiago de Compostela, laberíntica y seductora ciudad donde proliferaban las beaterías desde tiempos inmemoriales, la pasión al Apóstol, el musgo de las sombras frías y las discusiones políticas.
—Envejeció pronto– acreditaban las vecinas al comentar de Antonia.
Angelito no percibía esa languidez de espíritu, y menos su cansancio si pasaba las jornadas de un trajín a otro. Advertía su desvelo por ellos y el ansia de Antonia por buscar amparoentre los brazos de su esposo Manuel al sentir abatimiento.Sí, la había visto refugiarse en su papá; poner la cabeza en su pecho largo rato y en silencio, o conversar con él sobre los asuntos casi siempre azarosos de la agricultura: cuestiones de temporadas, lunas, semillas y lluvias. Angelito no alcanzaba a entender sus diálogos. Sus padres habían crecido entre gente de campo sabia en fecundar la tierra. En esa labor cifraban todas sus esperanzas de prosperidad. Con las cosechas podrían llevar la casa, alimentar los hijos y pagar las rentas. Ella dedicaba tiempo a los olivos, vides y manzanos. Antes de disiparse las sombras de la noche ya estaba podándoles las desmesuras, y removiéndoles la raíz. Ponía los ojos en los sembrados de legumbres y patatas con el deseo de que fueran productivos como para disfrutar de estos en las comidas. Era sin duda una ancestral costumbre familiar la de procurarse, con las propias manos, algo de lo que se ponía a la mesa cotidianamente. Lo más atendible sin rezongamientos de parte de nadie era darle de comer a los animales, cualquiera de sus hijos cumplía esa tarea con esmero, hasta la más pequeñita de todos, a quien reconocían como «bola de humo» porque era escurridiza e incansable y se divertía rociándole granos de maíz a las gallinas y a las palomas.
Angelito no podía recordar la muerte de su hermana María Antonia Dominga en 1876; él apenas contaba un año de edad entonces. Había nacido en la noche del 4 al 5 de diciembre de 1875, un día húmedo y frío. Sí evocaba la llegada de su hermano Gonzalo Pedro. Para esa fecha él estaba a punto de cumplir los seis años. Aquel 21 de octubre de 1881, fue una jornada tremenda, vivida en sobresalto hasta las nueve de la noche, cuando se escuchó el llanto del niño en la habitación contigua a la principal, donde junto a la lareira, el padre apuró una copa de vino y dio gracias al Señor porque todo hubiera concluido felizmente. Celebró en compañía del sacristán de la parroquia, un político del pueblo y el padrino. Angelito pensaba en ello y sentía mucha alegría pero también un salto en la boca del estómago.
Recordó el golpeteo constante de los granizos en el techo de la casa esa misma madrugada. Al alba, el día apenas se vislumbró en un cielo marchito, un velo gris alejó la suerte de una mañanita con sol.
—¡Diablos! ¡Cómo demoran los otros! –maldijo.
Rogaba porque los primos Ramón y Manuel Argiz llegaran a tiempo para echar una competencia hasta el fondo fangoso del cauce, chapotear, zambullirse una y otra vez, comprobar quién podía resistir más bajo el agua sin tomar aire, quién conseguía pescar una trucha, cazar pájaros o atrapar animalejos entre la hojarasca del bosque, colgarse de las raíces y ramas de los frondosos nogales… y todo antes del oscurecer, porque no olvidaban las advertencias de los más viejos, pronunciadas en torno a las lareiras en las frías noches: en la penumbra podían bajar a la aguada los lobos y atacar a sus víctimas, o al menos embrujarlas con sus ojos como brazas ardientes, durante unos ocho días, al cabo de los cuales volverían en sí de un largo adormecimiento similar, según contaban, al provocado por las serpientes en las selvas de la India.
Un vientecillo gris rizó las aguas, removió el follaje, agitó los brezos y le recorrió todo el espinazo.
—Sise tardan demasiado tendré que irme –lamentó–. ¿Será posible? ¿Demorará tanto arrear las vacas o segar el heno? ¡Maldita vida la de nosotros! –rezongó.
Los primos Argiz no vivían lejos de su casa. Para ir a verlos, él atravesaba por el horro y el pequeño huerto al fondo de la casa y enfilaba por la vereda al borde de la casona de los López, compadres de don Manuel, su padre. A unos ochocientos metros de andar cuesta arriba, a la derecha, se levantaban las casas da Piqueyra, de recios muros y frontón con la inscripción del nombre Pedro Argiz, el abuelo, y una cruz, como de iglesia, tallada en la piedra, bajo el alero de la entrada, perdido a veces tras una inmensa pila de leña acopiada en previsión de los crudos días de frío. La casa de los abuelos maternos tenía porte señorial, aunque no alcanzaba a disponer de dos plantas como tantas otras existentes en el valle de Láncara. Su madre había nacido allí, en el año de 1855, que ya parecía remoto. En La Piqueyra vivían el tío Félix José y su señora Josefa Huerta, y los primos. Los tíos Manuel Antonio y Antonio no permanecían o se habían marchado como los abuelos Pedro Argiz y Dominga Fernández, al insondable territorio de la muerte. Cuando él nació los abuelos aún vivían, pero poco después desaparecieron y él no podía recordarlos. También murió en su casa la abuela paterna, doña Juana Núñez, a quien cerraron los ojos un día de 1877. Su madre Antonia había en poco tiempo llorado muchos declives, ocasos, acabamientos de vida y siguió vistiendo de negro por el luto, sin posibilidad de cambiar su atuendo por el color morado del alivio.
Angelito sí reconocía enseguida y de cuerpo entero a su padrino Ángel Cabana Sierra y a su madrina Benita Fernández, ambos visitaban la casa con frecuencia y brindaban ayuda en días de enfermedad o de júbilo, como cuando el coheterío estremecía la pequeña plaza de la parroquia durante las fiestas del Carmen, en segundos domingos de septiembre. A la virgencita del Carmen le rezaba su madre todas las noches en el dormitorio, y a San Roque, el santo patrón de las inmediaciones. Ella rogaba en voz baja y Angelito la escuchaba como un arrullo; cerraba los ojos hasta dormirse con la tranquilidad de que la tenía cerca, muy cerca, por muy cerrada o glacial que fuera la noche o enigmáticas resultaran las ausencias repentinas sufridas por su madre y su padre.
—Si oscurecía también podían aparecer los espíritus del bosque –pensó.
En la aldea creían en esos seres, algunos eran buenos y protectores, alados y hermosos; y otros, pícaros, falsos, malignos y repulsivos. Merodeaban la noche con fulgores verdes, búhos de un solo ojo, lobos de dos cabezas, almas en pena aparecidas en las aguas y los caminos.
Sebastián contaba siempre las mismas historias. Ya no tenía dientes y palidecía por momentos, solo el brillo intenso de sus ojos muy azules desmentía su debilidad y senectud, sus desvaríos… Con una copa de vino en la cabeza y una cola de zorra en el pantalón insinuaba unos pasos de baile en las fiestas o se tumbaba en un banco a repetir, en tono de confidencia, las murmuraciones de las comadres, las visiones en el cristal de las ventanas durante las tempestades o los resplandores frente a la iglesia donde reposaban todos los difuntos de las cercanías. Contaba siempre cómo una vez logró escapar de los lobos por una llamita que consiguió encender y arrojar a la mirada de las bestias, ya bien cerca. Todos, incluyéndolo a él, lo escuchaban ensimismados: las lavanderas en la fuente del pueblo, las viudas a la entrada de la iglesia, los hombres en el mercado, los viejos en los atardeceres,y los niños mientras la lumbre calentaba el sueño arrebujados en la calidez robusta del escano de la sala, el banco largo y sólido donde se juntaba la familia frente a los sahumerios de la leña ardiente.
De súbito sintió como si los olmos, las hayas y avellanos se estremecieran. Un soplo húmedo agitó los fresnos. Por primera vez reparó en su soledad profunda. Nunca se había sentido así, como desnudo.
—Los primos ya no vendrán. Tengo que volver a casa –se persuadió.
Recogió sus ropas y se vistió rápido. Comenzó a llover y apuró el paso. Sintió dolor; era la misma punzada de siempre. Casi lo paralizaba.
—¡Ave María!, ahora sí se complicaron las cosas… –se alarmó.
Antonia iba a reprenderlo por andar pescando frialdades y lo demás era un verdadero fastidio: tendría que reposar, dejar a un lado las caminatas por unos días y, sobre todo, las tardes en el río, y estarse quieto durante horas con paños tibios alrededor de la pierna para la inflamación de los huesos. Todavía no podía ni imaginar cuánto le haría sufrir ese mal.
—Sí, algunos decían que los huesos se deshacían en polvo y otros aseveraban que como estos también terminaba por hincharse el mismísimo corazón, pero él no iba a hacer caso a esos pronósticos. Eran habladurías, cosa de viejos demasiado temerosos a la muerte. Él no podía comprenderlos, la muerte estaba tan lejos…, él no la conocía.
Abrigo
Recorrió con la mirada la madera de los robles y castaños, la armadura del techo de la casa. Las vigas eran como una calle ancha de Lugo donde desembocaban modositas otras callejas deslizadas por tramos y arcos umbrosos al interior de las murallas romanas. Las arañas se descolgaban en las esquinas, a salvo del deshollinador que Antonia paseaba por los techos asiduamente. Los palos entretejidos en lo alto terminaban en los maderos recios, estos sostenían el cielo de su vida y las tejas de pizarra azul que protegían de las nevadas lluviosas o del implacable sol de mitad del día en veranos ardorosos. Todavía la resina escurría de los árboles acostados en días de humedad y él sentía el agua en las piedras de la casa. Sentía su frescor y fluir… El agua fluía y fluía como la del Neira y los días vividos hasta entonces, como la música lejana y sombría de una gaita en invierno.
Los López y los Osorio, más viejos por los lados de Láncara,hablaban del manantial en lo hondo de la edificación, una de las más modestas de la aldea, como una parte o dependencia de unapropiedad mayor, ubicada en un ángulo esquinado del pueblito, en el lindero más allá del cual los terrenos se extendían lisos hasta comenzar a empinarse tenues hacia las colinas. Rodeada por el fondo de una cerca de piedras, la pequeña construcción se cuidaba de los inviernos y las rachas de aire con gruesos muros y ventanas de cristal como postigos. Las aguas subterráneas brotaban a sus plantas, y la familia bebía el líquido a la puerta o por un costado del hogar. Su madre, desde viejos tiempos, llenaba los baldes de barro allí mismo. Pero esas no eran las aguas que humedecían las piedras, las lajas reposadas unas sobre otras tanto tiempo. Para él, las aguas del río Neira secreteaban su rumor dentro de las piedras de los muros o quizá dentro de sí. Sentía las aguas mientras estaba despierto o dormido, como si las piedras de la casa llovieran o como si las gotas calaran sus huesos de una buena vez, sus huesos desnudos; dolían todos y la pierna abrigada entre alcanfores y paños calientes, único remedio para aliviarse. El malestar iba de la cadera al tobillo y a veces se tornaba irresistible. Él pasaba horas bajo las mantas con la esperanza de calentarse y mejorar, así quizá podría borrar la sensación de que una parte de su cuerpo pesaba y estaba prematuramente viejo, demasiado viejo, como Sebastián, quien encorvado y exhaustovagaba por los caminos de la aldea y ya casi no respondía a los saludos de los compadres y las comadres, porque había perdido la memoria y el oído, y andaba envuelto en un mundo que los otros no percibían y él musitaba bajo e ininteligible como si respondiera a otras voces…
Alguna lamparita de aceite permanecía encendida en la casa porque aún no clareaba. Angelito decidió arrebujarse en el banco, macizo y confortable, cerca de donde humeaban las cenizas del fuego prendido en la noche. Se incorporó del lecho, vadeó con éxito el arcón para la ropa, el pequeño aguamanil, un armario y los veladores, sin enredarse con la cortina divisoria de la estancia para aislar el lecho matrimonial del de los hijos. Su silueta se dibujó efímera en el espejo. Adelantó unos pasos a hurtadillas para no hacer ruido y despertar a sus padres y hermanos, y sobre todo a los animales: de estos sentía el resuello de su respiración bajo el entablado del piso del dormitorio, donde se les resguardaba, mientras las palomas y los murciélagos se refugiaban en lo alto, en la cornisa. A pesar de su sigiloso andar, Angelito ocasionó un resoplido, un acomodo ruidoso del rebaño de ovejas y vacas, un leve trote de caballo, un sordo cacareo de aves. Fue un alboroto pasajero. Todo volvió rápido al plácido y callado reposo.
Sentado en el escano, creía que el tiempo no transcurría. Percibía y observaba minucioso a su alrededor. El péndulo del reloj de pared continuaba moviéndose acompasadamente. Todos dormían y la casa conservaba el silencio como una gruta olvidada. Entre el dolor y el insomnio, ya no soportaba quedarse en cama mucho más, pero a su vez no se despabilaba del todo en medio de la penumbra. Iba y venía su lucidez, como si soñara despierto o viera visiones… En la sala, los hilillos de humo ascendían de vez en vez a intervalos breves y espumosos. En ocasiones, él quería atraparlos. Le fascinaban y transportaban por vericuetos de lo escuchado una y mil veces a las viejas historias de guerreros celtas, suevos, romanos, musulmanes y caballeros cruzados, confundidas en el pasado reciente y remoto: esos espíritus habitaban la niebla espesa de las amanecidas por aquellos confines o la vida de los ilustres hidalgos de la comarca, herederos de esa condición por uno y muchos caminos, todos considerados de buena fortuna.
Una vez había oído a un notario enunciar cada uno de los laberintos del destino por los cuales podría considerarse a alguien como hidalgo de condición. Él estaba sentado junto a su padre bajo la higuera cercana a la iglesia mientras algunos hombres del pueblo reposaban de la caminata al regreso del mercado. Reunidos a la sombra escuchaban al menudillo escribano, un ser endeble, cuyo rostro, perfilado por unos anteojos sobre una nariz prominente, sabía bien de su ascendencia entre los presentes por la exuberancia de sus discernimientos y juicios, perspicacia y conocimiento al dedillo de las directrices, capítulos, apartados y normativas de todas las leyes escritas o por escribirse regidoras de los arbitrios y potestades en las inmediaciones, y porque además andaba de visita por esos lares donde el venido de afuera era atracción ceremoniosa y bien visto como sabedor de todas las verdades letradas. El chupatintas dejaba a los inexpertos y neófitos habitantes de la aldea con la boca abierta, mientras discurría concienzuda y detalladamente sin que Angelito, por su corta edad, pudiera seguirle el trazo o los significados a aquel tedioso discurso, pronunciado con entonación enfática y modulaciones de voz. El escribano se arreglaba los lentes, alzaba la barbilla en pose de erudito y contaba:
«Existen los hidalgos de sangre por pertenecer a una familia distinguida, de clase noble; los de bragueta –agregaba no sin desplegar una cierta sonrisa maliciosa–, por haber tenido siete hijos varones sin interrupción de hembra alguna; de cuatro costados, por los abuelos paternos y maternos; de devengar quinientos sueldos, quienes por los antiguos fueros de Castilla tenían derecho a cobrar quinientos sueldos en satisfacción de injurias; de ejecutoria, el que hubiere litigado su hidalguía y probado ser hidalgo de sangre y por diferencia a quien la conseguía por privilegio del rey; de gotera, alguien en algún pueblo gozaba de los privilegios de hidalguía, pero de mudarse a otra parte perdía tal merced; de privilegio, por compra o merced real; de solar conocido, quien tenía solar o casa solariega o descendía de quienes hubieren poseído ese bien; por prestar servicio al rey, cualquiera al servicio del monarca con armas o con su propia persona, algo enunciado en las leyes de Juan II: “que los caballeros ciudadanos de todas las ciudades y villas y lugares de los reinos de S.M. gozaban de nobleza”; y por graduación militar, los soldados que en los reales ejércitos llegaran a la graduación de coroneles, mariscales, sargentos mayores, maestres de campo y capitanes generales…» –concluyó casi sin respiro su melopea exhaustiva, grandilocuente e innecesaria, pues de todo ello poco pudieron discernir los reunidos a la sombra del árbol, a no ser, constatar lo enrevesado del asunto de ilustres conveniencias y mucho respeto.
Los paisanos de la comarca y también él convivían desde la niñez con signos, huellas o detalles del pasado, algunos explícitos y comprensibles a simple vista; otros, indescifrables o enigmáticos, abundaban en los portones de los templos, los cimientos de los puentes sobre los afluentes del Neira, en las paredes de las capillas, en frescos e imágenes borrosas pero apreciables aún en los escudos, los sellos militares, las ruinas de castillos y las llaves de hierro; las polvorientas veredas al camino real de Santiago, los baúles,armarios y mosaicos; en el deshilado de las sábanas, los bordados de los manteles y la suavidad del tejido empleado para las servilletas; en las iluminaciones, las inscripciones de los muros, las tumbas y los libros parroquiales, las directrices de los petrucios para llevar indumentarias, los mecheros y candelabros, y en las tradiciones del día a día, los hábitos de trabajo y hasta bajo la tierra, desde donde de improviso afloraban vestigios de unos antepasados que vivían en círculos, soñaban en círculos, amaban en círculos y hasta morían en círculos, siempre en círculos, como enunciando espirales o infinitos concéntricos. Mágico, mágico mundo en las tierras por largo tiempo la mano de Dios sobre el paisaje, en el séptimo día de la creación, con sus rías y sus lenguas de tierra adentrándose en el mar y todo apreciado por los habitantes como cosa natural y cotidiana sin cavilar mucho en sus significados o en las razones de su abundancia allí, como parte de sus vidas.
Angelito había visto muchas veces los círculos de piedra en algún promontorio del valle, donde se perdía junto a sus primos dando vueltas y vueltas pero hacia adentro, con los brazos extendidos a ambos lados como aves en vuelo con destino a un punto.
¡Ah, el pasado!, otros pormenores eran más palpables y deliciosos y olientes como el pan y el vino, las filloas y los cocidos, las avellanas y castañas, los jamones, el tocino, las morcillas y chorizos, y el aroma de la leña al fuego vivo invadiendo hasta el últimoresquicio de las moradasy el alma, o la certeza de que las piedras de las tapias habían sido colocadas allí cientos, quizá hastamiles de años atrás… Los sueños no, los sueños tenían en toda Galicia y en la aldea de Láncara el sonido del mar inmenso nunca visto por la mayoría de sus pobladores y la forma de un barco surcando las aguas tormentosas del Norte, hacia donde se ponía el sol enlas tardes y desde donde se avistaba a poco de navegar la Torre de Hércules, el Faro romano protector de los marinos, no más salir del puerto en A Coruña… Los sueños viajaban lejos a las tierras nuevas de América. Al hablar, a los indianos se les subía a la cabeza y a los ojos la euforia de su corazón. Musitaban o exclamaban febriles: ¡América! ¡América!, para referirse a intensidades y abundancias, mujeres hermosas y riquezas sin límite: ¡América!: un paraíso al alcance de unas pocas semanas por mar desde que la máquina de vapor irrumpiera en el itinerario de las navegaciones y las acortara en el tiempo. Y en América: Cuba, a pesar de la guerra, pues la guerra se había acabado cuando él tenía tres años y la isla seguía siendo «la fidelísima» tierra de promisión con olor a fruta fresca, a rocío mañanero, a sahumerio de tabaco envuelto en pencas de guano y el sabor a mieles y alcoholes de los azúcares prodigiosos… Todo eran sueños, sueños, sueños interminables alcanzados por quienes se iban lejos del terruño, del hogar y no permanecían en el tedio y la decadencia, la ruina abarcándolo todo: se morían los nobles hijos de los señores feudales más encumbrados, la hiedra iba cubriendo los muros de los castillos, se desplomaba el esplendor de las habitaciones y vidas, volvíanse polvo títulos y nombramientos, se perdían los pazos y hasta los empeños de progreso pues las nacientes industrias eran superadas por las de otras provincias y reinos más capaces de sacudirse el pasado, la rudeza y el pudor…
Pero Angelito no conjeturaba nada de esto, desde su sitio, junto al hornuelo donde su madre cocía el pan todos los días, en la esquinita, solo vislumbraba la cruz para evitar que «trasgos y otros seres entre villanos y pícaros» malograran la hornada en un exceso fugaz. En ese instante, imaginó sobre la mesa las crujientes y doradas rebanadas de pan caliente embadurnadas de aceite de oliva o acompañadas de un trozo del tocino preparado por sus padres en días de matanza. Paladeó los olores de su imaginación y sintió hambre. Anheló el amanecer cuanto antes.