Anglosajones - Marc Morris - E-Book

Anglosajones E-Book

Marc Morris

0,0

Beschreibung

A comienzos del siglo quinto de nuestra era, un acosado y exhausto Imperio romano abandonó Britania a su suerte, y la isla se precipitó en el caos y la ruina, asaltada por invasores venidos del otro lado del mar que se establecieron como nuevos amos. Bandas guerreras y emigrantes de raigambre germánica que acabarían fundiéndose, con el devenir del tiempo, en los anglosajones. Este libro narra la turbulenta historia de este pueblo a lo largo de los seis siglos siguientes, desde su arribada a las playas britanas a su ocaso tras la batalla de Hastings, desde las incesantes pugnas de reyes «dadores de anillos» que competían por la gloria hasta la embestida de los vikingos, que casi los aniquiló. Explora cómo anglos y sajones abandonaron a sus viejos dioses por Cristo, cómo pasaron de cantar a los «matadores de dragones» en el Beowulf a fundar cientos de iglesias, y traza el renacimiento de las ciudades y el comercio, y los orígenes del familiar paisaje inglés de condados y burgos. Una historia que Marc Morris, reputado medievalista, recorre de manera original, a partir de las vidas y trayectorias tanto de figuras conocidas –monarcas como Offa, Alfredo el Grande o Eduardo el Confesor–, como de personajes más oscuros, pero no menos importantes –reinas ambiciosas, santos revolucionarios, monjes intolerantes o nobles codiciosos–. De esta manera, Anglosajones proporciona un rico y plural relato de una época todavía envuelta en brumas, que consigue separar la historia de la leyenda, para contar cómo surgió una nueva sociedad, una nueva cultura y un pueblo. Para contar, en definitiva, el nacimiento de la primera Inglaterra, «la tierra de los anglos».

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 816

Veröffentlichungsjahr: 2024

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Anglosajones. La primera Inglaterra

Morris, Marc

Anglosajones / Morris, Marc [traducción de Yeyo Balbás].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2024. – 432 p., 16 de lám. : il. ; 23,5 cm – (Historia Medieval) – 1.ª ed.

D.L.: M-18267-2024

ISBN: 978-84-128158-3-2

94(420) "5/11"

ANGLOSAJONES

La primera Inglaterra

Marc Morris

Título original:

The Anglo-Saxons. A History of the Beginnings of England

First published in the United Kingdom by Hutchinson in 2021

Publicado por primera vez en Reino Unido por Hutchinson en 2021

© 2021 Marc Morris

ISBN: 978-17-863309-9-4

© de esta edición:

Anglosajones. La primera Inglaterra

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-128157-1-9

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Cartografía: Desperta Ferro Ediciones

Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez y Óscar González Camaño

Traducción: Yeyo Balbás

Primera edición: septiembre 2024

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2024 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

A mi padre, Tom Morris.

Índice

Árboles genealógicos

Agradecimientos

Introducción

Capítulo 1     La ruina de Britania

Capítulo 2     Lobos de guerra y dadores de anillos

Capítulo 3     El instrumento elegido por Dios

Capítulo 4     ¿Un imperio inglés?

Capítulo 5     La tempestad del norte

Capítulo 6     Resurrección

Capítulo 7     ¿Un sobreesfuerzo imperial?

Capítulo 8     Una nación bajo la tutela de Dios

Capítulo 9     El rey mal aconsejado

Capítulo 10     Crepúsculo

Conclusión

Bibliografía

Agradecimientos

Mi gratitud a todos los que ayudaron en la creación de este libro. A Sophie Ambler, Mark Edwards, Helen Gittos, Ryan Kemp y Melanie Marshall por sus consejos, artículos y traducciones, y a Rory Naismith por su asistencia experta en la búsqueda de imágenes de monedas. Quisiera agradecer en especial a Richard Abels, Guy Halsall, Charles Insley, John Maddicott y Howard Williams, quienes amablemente se prestaron a leer varios capítulos del borrador del libro y me ofrecieron valiosas críticas. Muy en especial debo agradecerle a Levi Roach, quien leyó casi la mitad del libro y respondió pacientemente a infinidad de correos electrónicos a lo largo de los años que me llevó escribir esta obra.

En Hutchinson supuso un gran placer trabajar con Anna Argenio, que editó el libro con rigor, inteligencia y buen humor, y también con David Milner, que corrigió el borrador final con su acostumbrada agudeza profesional. Mi agradecimiento también incluye a Josh Ireland, por corregir todo el texto, a Martin Lubikowski por elaborar los mapas y a Rose Waddilove por su paciente búsqueda de todas las imágenes. Estoy muy agradecido a Sarah Rigby y Jocasta Hamilton por encargarme el libro en 2016, y también a mi agente, Julian Alexander, por casi veinte años de amistad y guía.

Por último, gracias a Cie, Peter y William por su apoyo y cariño.

Introducción

Mientras escribía este libro, solicité a varias personas que me dijeran lo primero que les viniera a la mente cuando pensaban en los anglosajones. Por supuesto, hubo una gran variedad de respuestas, aunque dos en especial surgieron de un modo recurrente. La primera fue el tesoro de Sutton Hoo, descubierto en 1939 y hoy conservado en el Museo Británico. La segunda fue la muerte del rey Haroldo en la batalla de Hastings, librada en el año 1066.

Ninguna de las dos resulta sorprendente: el tesoro de Sutton Hoo, depositado a principios del siglo VII en una embarcación junto a su propietario, y después cubierto por un gran túmulo, sigue siendo la colección de artefactos anglosajones más impresionante jamás descubierta. Incluso alguien que no esté familiarizado con su nombre es casi seguro que reconocerá los objetos más célebres. El yelmo, con su máscara facial tan característica, ha aparecido en la portada de innumerables libros y revistas. Por su parte, la muerte del rey Haroldo en Hastings es bien conocida, ya que tuvo como consecuencia directa la conquista normanda y está representada en el Tapiz de Bayeux, otra de las obras artísticas más célebres que se han conservado.

Figura 1: El yelmo de Sutton Hoo. © Fideicomisarios del Museo Británico. Reservados todos los derechos.

Pero ¿qué tienen en común estos dos grandes referentes «anglosajones»? Un hiato de casi medio milenio los separa, durante el cual se produjeron una enorme cantidad de cambios. Haroldo gobernaba sobre un solo reino, que las gentes de la época llamaban Inglaterra, con unos límites muy similares a los actuales. Un reino próspero y pacífico, con una economía en expansión, un buen número de acuñaciones de plata, y docenas de pueblos, ciudades y puertos. Era, asimismo, un país cristiano que contaba con dieciséis catedrales, unos sesenta monasterios y miles de parroquias.

En el momento en que se produjo el enterramiento de Sutton Hoo, el panorama era muy distinto. El territorio que, siglos después, se convertiría en Inglaterra constituía una amalgama de minúsculos reinos, en competencia entre sí por una hegemonía temporal. Ninguno contaba con alguna localidad de más de doscientos habitantes, acuñaciones en plata, o intercambios comerciales de entidad. Tampoco existía un cristianismo organizado, que había llegado tan solo una generación antes y que, hasta ese momento, apenas había progresado: casi todos los habitantes del reino todavía eran paganos y adoraban a dioses como Thunor, Frig y Wotan. El rey Haroldo, que solo conocía un mundo de obispos, burgos, condados y sheriffs, probablemente se habría sentido mucho más cómodo entre los ingleses de finales de la Edad Media que entre aquellos que sepultaron a su señor en un barco más de cuatro siglos antes. En las centurias transcurrido¡as entre ambos momentos se habían producido unos procesos de transformación esenciales.

Cualquier generalización acerca de «los anglosajones» resulta por tanto difícil y, a menos que se base en las cuestiones más elementales, también redundante. Hablar sobre «el arte de la guerra anglosajón» resultaría tan inapropiado como generalizar sobre las tácticas militares empleadas entre los siglos XIV y XIX. Por consiguiente, en el presente libro, en gran medida he evitado los debates de amplios vuelos y, en su lugar, he intentado esbozar los principales cambios sociales y políticos a medida que se produjeron. Cada capítulo pretende ahondar en la principal cuestión de cada momento histórico específico. El tercero, por ejemplo, se centra en la segunda mitad del siglo VII, que fue testigo de la expansión del cristianismo y de la fundación de monasterios y obispados. Por supuesto, otras cuestiones esenciales ocurrieron en Britania durante ese periodo, que también se abordan, pero como problemas secundarios. Este enfoque ha supuesto que una parte sustancial del material escrito haya terminado, inevitablemente, en la papelera. No obstante, resulta imposible escribir sobre un periodo que abarca más de siete siglos, desde la Britania romana hasta la conquista normanda, sin ser selectivo. Al limitarme a un solo tema principal por capítulo, he intentado construir una historia más diáfana.

Figura 2: Detalle del Tapiz de Bayeux: la muerte del rey Haroldo. Con permiso especial de la ciudad de Bayeux.

En la mayoría de los capítulos, me he centrado, asimismo, en un personaje histórico en particular. Cuatro están dedicados a reyes concretos, dos a obispos y otro a una familia en concreto (los Godwinsson). De nuevo, esto principalmente obedece a la claridad narrativa y a que la biografía supone un buen modo de enmarcar los hechos en términos humanos bien identificables. Al mismo tiempo, deseaba que esta obra fuera algo más que una sucesión de retratos inconexos, por lo que hay mucho material no biográfico incluido en cada capítulo, que explora los temas más amplios del libro y vincula un capítulo con el siguiente. El resultado no pretende ser una serie de historias encapsuladas, sino una narración continua de la etnogénesis de los ingleses y el desarrollo de Inglaterra.

Por desgracia, ninguno de los capítulos está dedicado a una mujer, pues, simplemente, no existen bastantes evidencias como para justificar un tratamiento tan extenso Con algunos reyes y obispos tenemos la suerte de disponer de relatos contemporáneos de sus vidas, pero en el caso de reinas o abadesas no ha sobrevivido ninguna fuente original. El venerable Beda hace unas breves menciones sobre algunas religiosas en su monumental Historia ecclesiastica gentis Anglorum (Historia eclesiástica del pueblo de los anglos), redactada a principios del siglo VIII. Aparte de esto, no existen fuentes textuales sobre personajes femeninos hasta mediados del siglo XI, cuando dos reinas, Emma y Edith, encargaron unas obras de naturaleza política que abordan algunos aspectos de sus gobiernos. Pero incluso estas fuentes tardías, por valiosas que sean, no aportan materiales suficientes como para justificar un capítulo completo. Lo más frustrante es que existen periodos en los que es posible deducir que algunas mujeres desempeñaron un papel político clave: en varios momentos del siglo X, algunos jóvenes reyes surgen y desaparecen en rápida sucesión, mientras que sus madres permanecen en la corte, de un reinado al siguiente, y aparecen como los principales testigos en los documentos reales. No obstante, por muy poderosas que fueran estas mujeres, su actividad no quedó registrada, y sus personalidades y carreras políticas resultan imposibles de reconstruir.

Esta laguna en las fuentes puede resultar chocante, dado que, a menudo, se considera que el periodo anglosajón supuso una época dorada para las mujeres. Desde finales del siglo XVIII, se ha asumido que las mujeres en Inglaterra poseían más derechos antes de la conquista normanda de los que contaron después y que disfrutaban de una mayor consideración social. En palabras de un reputado historiador de mediados del siglo XX, antes de 1066, hombres y mujeres disfrutaban de «una vida conyugal ruda y sencilla».1 Sin embargo, como suele ocurrir con todas las edades de oro, esta imagen se fundamenta en una lectura selectiva de unas evidencias muy limitadas y cuestionables. Uno de los principales pilares es un relato sobre las mujeres germanas elaborado por el historiador romano Tácito a finales del siglo I d. C. Tales féminas, asegura el historiador, eran virtuosas, frugales y castas, y apoyaban a sus hijos y maridos, animándolos a realizar grandes hazañas. Pero solo se trata de un autor romano que elogia la sociedad de los «bárbaros» para criticar la suya propia. Se retrata a las mujeres germanas en términos elogiosos porque, a diferencia de las romanas, no caían en el adulterio ni perdían el tiempo en las termas y los teatros. Por desgracia, parece ser que la realidad del estatus de la mujer en la Germania del primer siglo de nuestra era y en la Inglaterra anglosajona no fue mucho mejor que en siglos posteriores.2

Algo similar ocurre con los hombres anglosajones. La idea de que el periodo previo a la conquista normanda constituyó una edad de oro para la gente común cuenta con una tradición mucho más longeva. Cuando Inglaterra rompió con Roma en el siglo XVI, los intelectuales ingleses quisieron demostrar que la Iglesia anglosajona siempre había sido una institución prístina de origen autóctono, ajena a la influencia papal. Durante la guerra civil del siglo XVII, los parlamentarios adujeron que las libertades y los poderes representativos por los que luchaban habían sido ostentados por sus antepasados anglosajones y se habían perdido en 1066. En su mayor parte, se trataba de un mito, aunque perdurable y omnipresente. A fines del siglo XIX, esta tendencia adquirió un tono siniestro cuando se comenzó a ensalzar la supuesta superioridad racial de los anglosajones, lo que ha conducido a que hoy algunos autores crean que deberíamos abandonar el uso del término «anglosajón».3

Huelga decir que, dado el título del presente libro, no estoy de acuerdo con semejante propuesta. Es cierto que el término «anglosajón» nunca fue muy usado por los individuos a los que nos refiere dicho nombre, pues tendían a considerarse a sí mismos como «anglos» o «sajones». Pero fue empleado a finales del siglo IX por Alfredo el Grande, quien solía autodenominarse «rey de los anglosajones», y también por algunos de sus sucesores del siglo X. La idoneidad del término «anglosajón», como un modo conveniente de referirse a los diversos pueblos de habla inglesa que habitaron en las tierras bajas de Britania entre el abandono romano y la llegada de los normandos, responde a una larga tradición establecida que se remonta al menos quinientos años.

Lo importante es que tratemos de ver a estas personas tal como eran, y que intentemos desterrar las concepciones erróneas sobre ellos que se desarrollaron en los siglos posteriores. Esto no resulta fácil, ya que poseen un gran bagaje a sus espaldas. La entusiasta revitalización del uso de la onomástica personal anglosajona durante el siglo XIX hace difícil no pensar en los diversos Alfredos, Ediths y Haroldos, presentes en este relato, como si fueran honorables victorianos. La realidad, por supuesto, es que los anglosajones eran personas muy distintas tanto a nosotros como a nuestros antepasados más inmediatos. Al examinar sus vidas, hallaremos infinidad de caracteristícas que se nos pueden antojar admirables: su coraje, su piedad, su ingenio, su arte y su amor declarado por la libertad; pero también encontraremos infinidad de aspectos desconcertantes: su brutalidad, su intolerancia, su misoginia y su dependencia de la mano de obra esclava. Su sociedad produjo obras de arte que siguen deslumbrando e instituciones que aún nos acompañan, pero era muy desigual, patriarcal, intolerante y teocrática. A pesar de existir algunas similitudes, tales diferencias son lo que, a nuestros ojos, los vuelve fascinantes. Por ello, debemos comprenderlos, no idealizarlos.

En última instancia, nuestra concepción sobre los anglosajones ha de basarse en las fuentes históricas, aunque resultan extremadamente escasas durante la mayor parte del periodo. En la práctica, carecemos de registros textuales de ningún tipo para los primeros dos siglos transcurridos tras el fin del dominio romano sobre Britania, por lo que dependemos, casi por entero, de la arqueología. Esta situación mejora a medida que avanza el tiempo, pues han sobrevivido más fuentes textuales, pero todavía existen grandes lagunas en nuestro conocimiento. En ocasiones, los hechos importantes únicamente son conocidos gracias a una mención en un único documento o una sola moneda exhumada. A menudo, solo podemos establecer hipótesis, ya que no contamos con ninguna evidencia directa.

Y cuantas menos evidencias, más controversia. El hecho de que tantos aspectos resulten cuestionables significa que los debates académicos son innumerables. Entrar en ellos supone navegar por un amplio y caudaloso río en el que confluyen infinidad de corrientes historiográficas; e intentar resumirlas resulta igual de insensato que tratar de congelar una cascada. Un estudio definitivo acerca de este periodo resulta, por tanto, una tarea imposible. Lo que el lector hallará a continuación es una interpretación de las evidencias que se antoja plausible y las conclusiones más convincentes que he alcanzado. He tratado de exponer tales razonamientos siempre que me ha sido posible sin alterar la narración, pues resulta una historia extraordinaria. Al igual que un antiguo recitador de historias convocado por el rey para relatar los sucesos de épocas pretéritas, espero entretener a mi público.

Notas

1 Stenton, D. M., 1956, 348.

2 Stafford, P., 1994, 221-249. Stafford también desmonta la afirmación de que las mujeres anglosajonas tenían mayores derechos como propietarias de tierras. Solo el cinco por ciento de la tierra registrada en el Libro de Domesday estaba en manos de mujeres, y solo el uno por ciento, en manos de mujeres distintas de reinas y condesas; ibid., 226.

3 Higham y Ryan, 13-15.

La ruina de Britania

La caída de Romay la llegada de los sajones

1

En noviembre de 1992, un granjero llamado Peter Whatling perdió un martillo en un campo próximo a la localidad de Hoxne (pronunciado Hoxen), en Suffolk. Como se negaba a aceptar que lo había extraviado para siempre, solicitó la ayuda a un amigo, Eric Lawes, a quien le habían regalado un detector de metales tras la jubilación. En el transcurso de los sondeos, Lawes percibió una fuerte señal y comenzó a excavar e hizo un descubrimiento tan insólito que, de inmediato, se puso en contacto con la policía y las autoridades locales. Al día siguiente, acudió un equipo de la Unidad Arqueológica de Suffolk para completar las excavaciones con una notable discreción.

Lo que el señor Lawes había encontrado resultó ser uno de los tesoros romanos más espectaculares jamás inhumados en Gran Bretaña. Incluía veintinueve piezas de orfebrería en oro: pulseras, anillos, collares y una cadena corporal extremadamente rara, decorada con piedras preciosas. Este ocultamiento incluía una rica variedad de elementos de vajilla de plata: cuencos y platos, pimenteros ornados con formas de animales y figuras humanas, además de casi un centenar de cucharones y cucharas. Aunque lo más significativo era la enorme cantidad de monedas: 584 de oro y más de 14 000 de plata. Este hecho, por sí solo, lo convertía en un hallazgo en verdad excepcional, pues, de un plumazo, hizo que casi se duplicara el número de acuñaciones tardorromanas descubiertas en Gran Bretaña. Por si fuera poco, también encontraron el martillo del señor Whatling.

Un hallazgo como el tesoro de Hoxne (imagen a color n.º 1), conservado en el Museo Británico junto con el ya célebre martillo, plantea toda clase de interrogantes. ¿Quién era su dueño? ¿Quién lo enterró? ¿Cuándo y por qué? Por lo general, este tipo de preguntas no pueden responderse con certeza, aunque, en el caso que nos ocupa, existen algunas evidencias que nos sirven de ayuda. Varias cucharas tienen nombres inscritos y, con diferencia, el que aparece con mayor frecuencia es el de Aurelio Ursicino. Por desgracia, ignoramos de quién se trataba, ya que no se le menciona en ninguna de las fuentes textuales sobre la Britania romana, pero cabe suponer que era el dueño de las cucharas y, por lo tanto, es posible que de todo el tesoro. Lo que no podemos afirmar con certeza es si aún se hallaba con vida en el momento en que este tesoro fue enterrado. Aunque, para determinar cuándo esto se produjo, nos encontramos en un terreno más firme, gracias a la presencia de las monedas. Estas emisiones pueden fecharse a partir de las efigies de los emperadores que aparecen en ellas, y las más tardías se acuñaron entre los años 407 y 408 d. C. El momento exacto en que el tesoro fue después enterrado es ya otra cuestión.1

Todo ello nos conduce a la pregunta más importante de todas: ¿por qué ocultaron bajo tierra esta suntuosa selección de objetos preciosos junto a una inmensa cantidad de dinero? En la actualidad, los expertos suelen mostrarse cautelosos a la hora de establecer juicios definitivos sobre tales asuntos y apuntan una gran variedad de posibles motivos. En ocasiones, tales tesoros se enterraron junto a sus antiguos dueños y, por consiguiente, constituyen un ajuar funerario. Otras veces, el contexto arqueológico parece más bien apuntar hacia una ofrenda votiva, en caso de que se hubiera arrojado el tesoro a un pozo o se hubiese enterrado cerca de un santuario. Aunque las explicaciones de carácter ritual siempre son factibles, existe un factor primordial que ha impulsado a las gentes de todos los periodos históricos a enterrar sus objetos de valor: el temor a que les fueran arrebatados por la fuerza. Si representamos en un gráfico el número de tesoros conocidos en las islas británicas a lo largo de los siglos, el mayor pico, por un amplio margen, se produce durante las guerras civiles de la década de 1640, pero también existe un marcado incremento durante la conquista normanda y las invasiones vikingas. En 1667, el cronista Samuel Pepys se sintió lo bastante atemorizado ante una incursión holandesa en el Támesis que reunió todas las monedas de oro que poseía en Londres y se las envió a su esposa para que las enterrara en su finca de Cambridgeshire.

El miedo siempre se compensa con la esperanza. Quienes, ante una amenaza, escondían sus objetos de valor en el subsuelo, obviamente lo hacían con la esperanza de recuperarlos una vez que esta hubiese finalizado, y parece probable que esa fuera la intención de quien enterró el tesoro de Hoxne. Dicho tesoro había sido minuciosamente empaquetado en un arca de roble que se descompuso con el tiempo, a juzgar por los restos de las bisagras y cerraduras, mientras que algunos artículos se habían introducido en pequeñas cajas de madera o envuelto en tela. No cabe duda de que no se trataba del botín de unos ladrones. Quien realizó el enterramiento, lo hizo con sumo cuidado, casi con toda certeza con la intención de regresar después para desenterrarlo en cuanto considerase que las condiciones resultasen más seguras, como hizo Samuel Pepys con su pecunio en el otoño de 1667. Sin embargo, a diferencia de Pepys, el propietario del tesoro de Hoxne jamás llegó a hacerlo.

En palabras del historiador John Maddicott, los ocultamientos, por tanto, suponen «indicadores fiables de conflictividad». Quizá, para los legos, lo más sorprendente acerca del tesoro de Hoxne es que distaba mucho de ser un caso aislado: se han exhumado más de mil tesoros procedentes de la Britania romana. Pocos hallazgos son tan suntuosos como el de Hoxne, aunque se han descubierto otros de una calidad similar también en Anglia Oriental, en Mildenhall, Eye y Thetford. La mayoría de estos hallazgos están datados en el siglo IV d. C., y el número de ocultamientos aumenta de un modo notable a medida que avanza el siglo. Hacia el año 400 d. C., si nos basamos solo en los descubiertos y documentados en época moderna, las élites de la Britania romana inhumaban un promedio de diez tesoros al año.2

Los motivos de este comportamiento no resultan difíciles de entender, ya que en esa fecha el Imperio romano se hallaba sumido en profundos desórdenes, y en ningún lugar más que en Britania, su provincia más septentrional.

Cuando se enterró el tesoro de Hoxne, los romanos habían dominado Britania durante casi medio milenio. Julio César dirigió la primera incursión militar en el 55 a. C., pero no obtuvo ninguna ganancia territorial. No fue hasta casi un siglo después, en el año 43 d. C., cuando el emperador Claudio emprendió la conquista a gran escala y obtuvo la sumisión de los gobernantes del sur de la isla, después de impresionarlos gracias al poder de un ejército capaz de transportar elefantes de guerra a través del canal de la Mancha. Fueron necesarios otros cuarenta años de campañas para someter al resto de las tierras bajas; un proceso interrumpido por la célebre revuelta de Boudica en el año 60 d. C., aunque hacia finales del primer siglo de nuestra era ya se habían establecido los límites de lo que sería la Britania romana.

En ese mismo periodo, y durante el siglo II, se impusieron los consabidos rasgos de la civilización romana. Por primera vez en Britania, surgieron pueblos y ciudades según una ordenada disposición en cuadrícula, que contaban con termas, teatros, templos, monumentos y basílicas, todos construidos fastuosamente en piedra y algunos revestidos de mármol. La urbe más importante era Londres, fundada poco después de la invasión de Claudio, para servir de centro administrativo de la provincia recién creada. Con una muralla de unos tres kilómetros de longitud, que delimitaba un área de 134 hectáreas, albergaba una población de tal vez cincuenta mil almas y su foro era el más grande al norte de los Alpes.

Conectar las treinta ciudades y las setenta poblaciones suponía una infraestructura tan extensa y sofisticada que solo reaparecería en Britania más de mil años después. Las calzadas unían los nuevos centros urbanos con sus zonas agrarias de influencia, se construyeron puentes sobre los principales ríos y estos se unieron entre sí mediante canales. Estos grandes logros de ingeniería estaban diseñados principalmente para beneficio del ejército, pero también facilitaron los vínculos comerciales con el resto del imperio. Las naves llegaban a Britania con productos y mercancías de toda Europa e incluso más lejos, a una escala que no se igualaría hasta finales de la Edad Media.3

Por consiguiente, en la Britania romana la vida de algunos resultaba extremadamente buena. En el campo y en las ciudades, los ricos residían en villas con docenas de estancias, paredes con frescos, suelos con mosaicos, fontanería interior y calefacción por suelo radiante. Bebían vino y cocinaban con aceite de oliva importados, y disfrutaban de unos lujos que habría envidiado cualquier aristócrata británico anterior al siglo XVIII. Sin embargo, para otros muchos, la vida pudo no haber sido tan placentera. A causa de su innegable grandeza y sofisticación, el Imperio romano siempre ha suscitado admiración, aunque recientemente algunos expertos han señalado que la extremada riqueza de las élites dependía de la violenta explotación del grueso de la población, que en gran medida está ausente de los registros arqueológico y textual. En la década de 1960, se descubrió un cementerio en Poundbury en Dorset, en las afueras de la ciudad romana de Dorchester, con los restos de más de mil doscientos britanos ordinarios del siglo IV. La mayoría de los vestigios óseos mostraban signos de desgaste asociados a años de duro trabajo y desnutrición prolongada. En opinión del historiador David Mattingly, «bajo el dominio romano, por cada ganador había cien perdedores».4

Dicho esto, para quienes se hallaban en la parte baja de la escala social, la vida en Britania antes de la llegada de los romanos no era necesariamente mejor, ya que la esclavitud era una institución igual de común en la sociedad celta. Otros historiadores, asimismo, aducirán que, aunque la enorme sofisticación y complejidad de la economía romana benefició al conjunto de la sociedad, esto no se produjo en la misma medida para todos. La enorme cantidad de cerámica hallada en las excavaciones arqueológicas de los yacimientos romanos prueba que esta se fabricaba a una escala industrial, realizada en tornos de alfarero y cocida en hornos a altas temperaturas, lo que acarreó un acceso universal a platos, cuencos y jarras de excelente calidad, y que incluso modestos edificios, como graneros y establos, contaran con techumbre de tejas. Cabe suponer que los artículos de menor pervivencia –forja, manufacturas de cuero y textiles–también se producirían en masa. Los romanos, asimismo, mejoraron la productividad agrícola, al introducir un arado pesado con vertedera, que sustituyó otro modelo inferior que solo arañaba la superficie. Se drenaron pantanos y se talaron bosques. La población incrementó hasta una cifra estimada entre dos y seis millones de almas, una demografía que, incluso en su estimación más baja, no se volvería a alcanzar hasta la época de la conquista normanda. Los pueblos y las ciudades romanas, minuciosamente diseñados con desagües y alcantarillas, disponían de un saneamiento mejor que los medievales. Antes de la llegada de Roma, los britanos conocían la moneda, aunque lejos de los niveles de circulación que tendría después. Este nivel de desarrollo exigía una alfabetización. Hubo un momento en el que se requería que todos los soldados del ejército romano supieran leer. Aunque esa condición fue finalmente eliminada, para que el comercio a larga distancia floreciera y la administración funcionase, una parte significativa de la sociedad debía saber leer y escribir.5

Los romanos –desde comienzos del siglo III, todos los habitantes del imperio poseían la ciudadanía, con independencia de su origen–, de algún modo asumían que esta situación perduraría para siempre, ya que el Imperio sería eterno. Y, sin embargo, en apenas una generación, todo eso desapareció. Los pueblos y ciudades se desmoronaron y arruinaron, las monedas dejaron de acuñarse y los productos más básicos desaparecieron, lo que forzó a mucha gente a rebuscar entre la basura para subsistir o a aprovecharse de los más vulnerables.6

¿Qué es lo que falló?

La prosperidad del Imperio romano dependía de la paz; una paz garantizada por un ejército profesional bien entrenado, remunerado y equipado, que contaba con un armamento producido en masa junto a sofisticadas máquinas de guerra. Tras someter a los pobladores de las tierras bajas de Britania unas décadas después de la invasión de Claudio, el contingente romano quedó estacionado de forma permanente ante los pueblos del norte de la isla, un territorio más difícil de conquistar y menos rentable a nivel económico. Se construyeron grandes fortalezas legionarias, capaces de albergar a miles de hombres, en Caerleon, Chester y York; desde estas bases principales, surgía una extensa red de fuertes menores para las guarniciones, a través de colinas y valles, para controlar o aislar a los pueblos celtas que habitaban en el margen noroccidental de la isla, en las actuales Escocia, Gales e Irlanda. En el año 122 d. C., el emperador Adriano visitó Britania y decidió delimitar el límite septentrional del imperio con la construcción del famoso muro que lleva su nombre, y que se extendía desde el Mar de Irlanda hasta el mar del Norte, jalonado de fuertes a lo largo de sus 112,6 kilómetros de longitud (imagen a color n.º 2). Según un biógrafo contemporáneo, su propósito era «separar a los romanos de los bárbaros».

Durante su apogeo en el siglo II, el número de soldados acantonados en esta extensa región fronteriza era enorme, unos cincuenta mil hombres, más de una décima parte del ejército imperial. En la siguiente centuria, esta cifra se redujo de forma drástica, hasta suponer un tercio del máximo alcanzado antes del año 300 d. C. Esta reducción en el gasto militar produjo una sucesión de efectos económicos para el conjunto de Britania. En toda la provincia, las ciudades se redujeron de tamaño y sus monumentos y edificios públicos dejaron de repararse y se deterioraron. Londres se vio especialmente afectada, pues su población cayó en picado y gran parte de sus construcciones se desmantelaron.7

Figura 3: El aspecto cambiante del Richborough romano. Arriba: Reconstrucción del fuerte romano de Richborough, en torno al año 120 d. C., convertido en un puerto próspero. © Archivo Histórico de Inglaterra. En medio: Se observa cómo quedó reducido a un pequeño fuerte a mediados del s. III mediante la adición de fosos, gracias al artista Ivan Lapper (English Heritage / Heritage Images / Getty imágenes). Abajo: Por último, se amplió y amuralló a finales del siglo III como se ve en esta fotografía aérea. © Archivo Histórico de Inglaterra.

Al mismo tiempo, hacia mediados del siglo III, surgió una nueva amenaza, los invasores llegados del otro lado del mar comenzaron a atacar y saquear la costa sudoriental de Britania. Procedían de Germania, un poliédrico término empleado por los romanos para referirse a las regiones europeas que se hallaban fuera de su imperio, al norte de los ríos Rin y Danubio y al oeste del Vístula. A los germanos que en ese momento asaltaban Britania se les llamaba sajones.

A pesar de este declive y de tales amenazas, se preservó la paz en Britania. Aunque el número de tropas se hubiese reducido, se realizó un gran esfuerzo para mejorar las defensas físicas. Una gran inversión económica, desconocida hasta la fecha, se destinó a las murallas de las ciudades y a construir un sistema de fortalezas a lo largo de la costa del sur y el este de la isla. En Richborough, Kent, el bullicioso puerto que había prosperado en época romana debió de ser asolado por los sajones, ya que, a mediados del siglo III, su tamaño se redujo radicalmente, y la zona central quedó rodeada por una triple línea de fosos que atravesaba, sin miramientos, tiendas y almacenes. A finales de ese siglo, el conjunto de la ciudad se había transformado en una formidable fortaleza, con muros de piedra de siete metros de altura y más de diez de grosor. En otros enclaves se construyeron estructuras similares, como en Portchester, Pevensey y Caister-on-Sea, conocidas en su conjunto como los fuertes de la costa sajona. Mientras tanto, la vida en aldeas y ciudades de algún modo se mantuvo. Se construyeron nuevas villas y las antiguas zonas de factorías se transformaron en jardines y huertos. En el ámbito rural, algunas de las villas romanas más grandiosas se erigieron a principios del siglo IV.8

Sin embargo, a medida que avanzamos en el siglo IV, la situación se antoja menos optimista. Aparecen las primeras menciones a los pictos, un belicoso pueblo del norte de Britania, y a medida que pasan las décadas podemos percibir una creciente ansiedad ante sus ataques. Las defensas del Muro de Adriano se reconstruyeron de forma repetida y en el año 343 el emperador Constante dirigió en persona una expedición contra la amenaza picta. En la década del 360, se documentan invasores cruzando el mar desde Irlanda, los escotos y los attacotti. Esta crisis se agravó en el 367 hasta el extremo de producirse un motín generalizado en el Ejército romano, que requirió una nueva expedición militar llegada del continente para restablecer el orden.9

La historiografía moderna se muestra dividida sobre el alcance de esta «restauración». Algunos historiadores lo consideran un éxito que habría devuelto a Britania la prosperidad de antaño, una pujanza reflejada en las continuas inversiones en grandiosas villas y defensas urbanas. Otros, sin embargo, no se muestran tan convencidos y consideran los hechos del 367-368 un duro golpe del que la provincia jamás se recuperó. Un estudio de todos los yacimientos romanos conocidos en Gran Bretaña, que registra el número de hábitats ocupados de una generación a otra, sugiere que este territorio se hallaba en franco declive desde comienzos del siglo IV. Hacia el año 375, la ocupación de las villas se había reducido en un tercio y en las ciudades a la mitad. Estas cifras sugieren que las clases populares se habían visto golpeadas con dureza por las repetidas incursiones bárbaras.10 Aunque lo que en realidad selló el destino de Britania fueron los ataques llegados del otro extremo del imperio.

El Imperio romano era célebre por su amplitud, pues se extendía desde el Atlántico en occidente hasta Arabia en oriente, y abarcaba todas las tierras que rodeaban el Mediterráneo, el mar del «Centro del Mundo». Tan vasto, de hecho, que en última instancia resultó imposible gobernarlo desde una sola capital, de modo que, en el año 286 d. C., quedó dividido en dos: la mitad occidental comprendía Italia, Hispania, la Galia y Britania, mientras que la oriental incluía los Balcanes, Grecia, Palestina y Egipto. A partir de ese momento, salvo un par de periodos excepcionales, siempre hubo dos emperadores, gobernando dos imperios separados, con dos ejércitos diferenciados.

No existe una única explicación consensuada sobre las causas del desmoronamiento de esta colosal estructura política, aunque un factor ampliamente asumido como desencadenante fue la aparición de los hunos. Un pueblo nómada originario de las extensas llanuras de Asia Central, que, en palabras de un autor romano coetáneo, era un «pueblo rudo e indomable, ávido de apoderarse de lo ajeno». Hacia el año 376, esos «otros» incluían a los godos, un pueblo más sedentarizado que habitaba en la frontera norte del Imperio romano oriental. Ese año, a causa de los ataques hunos, miles de godos solicitaron y obtuvieron permiso para cruzar el Danubio y asentarse en territorio imperial. No obstante, las relaciones entre los refugiados y sus anfitriones romanos pronto se deterioraron, lo que desencadenó una rebelión y, al final, una batalla a gran escala en Adrianópolis (la actual ciudad de Edirne, en Turquía). El desenlace supuso un colosal desastre para Roma: dos tercios del ejército del imperio oriental, quizá diez mil hombres, fueron aniquilados, y el propio emperador Valente se halló entre los muertos.11

Esta catástrofe en el este acarreó unas consecuencias inmediatas para occidente. Es probable que algunas tropas fueran enviadas a oriente para compensar las pérdidas en Adrianópolis, pero resultó aún más importante la decisión de reubicar la capital occidental. Durante el siglo anterior, la mitad occidental del imperio había sido gobernada desde la ciudad de Tréveris (actual Trier), en la actual Alemania y entonces en la provincia romana de la Galia. No obstante, en el 381, el emperador Graciano, probablemente debido a la crisis en los Balcanes, abandonó Tréveris y trasladó su corte a Milán. Una mala noticia para la Galia, ya que la presencia del emperador era una fuente de patrocinio para las élites locales y un importante respaldo para la economía regional.12

También supuso una pésima noticia para Britania, ya que la isla estaba igual de involucrada en la urdimbre política y económica del imperio. Varios autores romanos mencionan que desde Britania se enviaba grano para abastecer a las tropas imperiales en el Rin y, por consiguiente, podemos suponer que también se exportaban otros productos desde la isla a Tréveris. Parece probable que Britania se viera muy afectada por el traslado de la corte imperial. Solo dos años más tarde, en el 383, el ejército romano de Britania se rebeló para aclamar a su líder, Magno Máximo, como nuevo emperador de Occidente. Con presteza invadió la Galia, derrotó y asesinó a Graciano y, acto seguido, restauró Tréveris como sede de la corte imperial.13

Sin embargo, este intento de cambiar el rumbo de los acontecimientos duró muy poco. Cinco años después, Máximo también fue derrotado y muerto en batalla por el nuevo emperador de Oriente, Teodosio, y la corte de Occidente de nuevo se trasladó a Italia. Este mazazo a las aspiraciones britanas se vio agravado por el hecho de que, para lograr la usurpación, Máximo se había llevado tropas de la provincia, que perecieron con él o se quedaron en el continente europeo. Una fuente coetánea, conocida como Notitia Dignitatum (Listado de dignidades), apunta a que, en la década del 390, los soldados que habían estado acantonados en Caernarfon, al norte de Gales, en ese momento se hallaban en los Balcanes, mientras que la legión antes establecida en Caerleon, al sur de Gales, fue trasladada a Richborough, un fuerte diez veces más pequeño. Las evidencias arqueológicas en ambos yacimientos sugieren que la presencia militar romana en Britania estaba disminuyendo muy rápido.14

Mientras tanto, en el corazón del imperio, la crisis continuaba aumentando. Teodosio, que desde el 392 había gobernado tanto Oriente como Occidente, murió tres años después y dividió el imperio entre sus dos hijos, ambos jóvenes e inexpertos. Arcadio, que gobernaba en Oriente, tenía diecisiete años; Honorio, que sucedió a su padre en Occidente, tan solo diez. Las disputas por el trono se sucedieron, al igual que las guerras civiles entre facciones, mientras que la amenaza de los bárbaros seguía agravándose: en los años 401 y 402, los godos invadieron la propia Italia.15

Estos tumultuosos eventos debieron tener un impacto en Britania, aunque no podemos precisar cuál fue con exactitud. Lo que sí sabemos es que el 402 es el último año en el que las monedas romanas aparecen en el registro arqueológico de Britania en cantidades significativas. La acuñación de monedas en Londres había cesado tras la muerte de Magno Máximo en el 388 y desde entonces la provincia dependió de las emisiones del continente, sobre todo de Milán. Sin embargo, en el 402 las autoridades romanas consideraron que Milán estaba demasiado cerca de los conflictos de más allá de los Alpes, y la ceca se trasladó a Rávena. Tras este traslado, la llegada masiva de monedas a Britania cesó de súbito.16

Para el ejército romano establecido en esta provincia, debió de ser la gota que colmó el vaso: no recibir la paga es muy probable que hubiera producido el descontento de los soldados. Por supuesto, aún habría moneda en circulación, pero sin el suministro regular desde el continente no sería suficiente. Sin duda, las autoridades britanas hicieron todo lo posible para paliar el problema. La gran mayoría de las monedas que nos han llegado de la Britania tardoimperial muestran signos de «recorte», es decir, de haberse retirado cierta cantidad de plata del borde. En el caso del tesoro de Hoxne, el 98,5 % de sus 14 500 monedas de plata habían sido mutiladas de esta forma, por lo que algunas habían perdido casi un tercio de su peso original. Es probable que fuera un intento de las autoridades de aumentar la circulación monetaria, ya que después del 402 hallamos monedas acuñadas en Britania que son imitaciones de emisiones imperiales auténticas, lo que sugiere que al menos parte de la plata recortada de las monedas más antiguas se estaba reciclando para las nuevas acuñaciones. El tesoro de Hoxne contiene 428 copias de este tipo, y todas se habían recortado.17

Por lo tanto, a principios del siglo V, a las tropas britanas se les pagaba en una moneda cuya circulación se reducía ostensiblemente cada año, y podemos suponer que, en muchos casos, no recibían paga alguna. Para el año 406, la situación del ejército sin duda resultó insostenible. En el verano de ese año, los soldados se rebelaron y aclamaron a un tal Marco como nuevo emperador. Hacia el otoño, había sido depuesto por un cierto Graciano, quien, a su vez, fue asesinado tras solo cuatro meses de reinado y reemplazado por un soldado raso llamado Constantino. Esta rápida rotación en el liderazgo sugiere que el problema iba más allá de las cuestiones personales y se estaba produciendo una lucha entre facciones que defendían distintas políticas, en especial sobre la relación de Britania con el resto del imperio. Estos debates adquirieron una mayor urgencia a finales del 406, momento en el que varios pueblos bárbaros –los vándalos, los alanos y los suevos– cruzaron la frontera del Rin e invadieron la Galia, lo que habría provocado una conmoción entre los britanos, al pensar que podían ser los siguientes.

Figura 4: Tres monedas del tesoro de Hoxne, que muestran la reducción de su tamaño debido al recorte. Fotografía tomada por Chris Keating en el transcurso de un taller en el Museo Británico. Dominio público.

La sustitución de Graciano por Constantino, acaecida poco después, sugiere el triunfo de quienes pensaban que la mejor forma de defensa era el ataque. Inmediatamente después de su ascenso al poder, este aspirante a usurpador marchó hacia la Galia, con la intención de deponer al emperador en funciones. Su nombre, a decir de las fuentes, otorgó esperanza a la gente, quizá porque evocaba el recuerdo de Constantino el Grande, que había sido proclamado emperador en Britania casi un siglo antes y logró unir un imperio dividido. Por desgracia, el nuevo Constantino no estuvo a la altura de su ilustre tocayo. Después de algunos éxitos iniciales, se ganó la implacable enemistad de su rival, Honorio, al ejecutar a varios de sus parientes, y a su vez fue apresado y decapitado por tropas imperiales leales.

Lo que le supuso un desastre personal a Constantino se convirtió en una calamidad aún mayor para el país que había dejado atrás. En su intento de triunfar en el continente, debió de llevarse consigo gran parte de las tropas acantonadas en Britania, lo que redujo aún más sus ya mermadas defensas. Si alguien había alertado ante semejante apuesta al todo o nada, pronto quedó patente que estaba en lo cierto. Poco después de la partida de las tropas, probablemente en el año 408, la provincia fue devastada por una invasión sajona.18

Había llegado el turno al resto de la población para rebelarse. Según el historiador griego Zósimo, que escribía a principios del siglo VI, los ataques bárbaros condujeron a los britanos a «hacer defección del Imperio romano y a vivir independientemente, dejando de prestar obediencia a las leyes de aquellos». Fue una extraordinaria decisión alentada por el calamitoso estado al que los habían llevado los sucesos de las últimas décadas. El propósito del Estado romano era garantizar la paz a su ciudadanía mediante un ejército bien entrenado; si dicho ejército estaba ausente, o resultaba tan precario que no podía impedir las violentas incursiones marítimas, ¿de qué servía pagar impuestos o acatar una ley que prohibía a los civiles portar armas? La autodefensa era sinónimo de autogobierno. Los britanos, nos dice Zósimo, «ciñéndose entonces las armas, […] afrontaron el riesgo de su propia defensa y libraron sus ciudades de los bárbaros que las amenazaban […] al tiempo que expulsaban a los magistrados e instituían a su albedrío formas propias de gobierno».19

Pudo dar la impresión de que la revuelta del 409 supuso un gran éxito, ya que la pequeña y valiente Britania se había deshecho del dominio romano y, gracias a ello, había vencido a los bárbaros. En realidad, semejante decisión condujo a la provincia romana hacia un abismo. Una vez cortados los vínculos económicos y políticos con el Imperio, la antigua provincia entró en barrena. El registro arqueológico, antes tan abundante, se vuelve tan tenue que resulta casi imperceptible. La cerámica de calidad desaparece, al igual que los artículos de forja más comunes, como los clavos. Su repentina desaparición indica no solo que tales industrias se arruinaron poco después del 410, sino que, en una generación, las villas y las ciudades de la Britania romana habían sido abandonadas casi por completo. Las implicaciones de estos datos son insoslayables: la sociedad se había derrumbado. En palabras de un historiador moderno, «probablemente supuso el momento más dramático de colapso social y económico en toda la historia británica».20

Las implicaciones adicionales son terribles. El abandono de los pueblos y villas significa que un gran número de personas debió de haber deambulado en busca de refugio y comida. Además, el fracaso de las redes convencionales de comercio y transporte indica que los alimentos debieron escasear. Y la ausencia de un ejército habría provocado un aumento de los saqueos, pillajes y robos. Los ricos podían emplear su riqueza para contratar protección armada, aunque obviamente no podían permanecer en unas residencias lujosas, aunque carentes de fortificaciones. El resto de la población habría tenido que valerse por sí misma. De una forma u otra, como sucede cuando los estados modernos fallan y la sociedad civil se disuelve, un gran número de personas debieron de perecer a causa del hambre, la violencia y las enfermedades.21

Este fue el momento en el que se produjo el ocultamiento de Hoxne. Las monedas más recientes del tesoro, tan solo ocho, muestran el rostro de Constantino, el usurpador britano aclamado en el 407, y fueron acuñadas antes de la muerte de su homólogo oriental, Arcadio, en el 408. El hecho de que las ocho estén recortadas y presenten otros signos de desgaste sugiere que debieron de circular durante algún tiempo tras su emisión, por lo que el tesoro pudo haber sido enterrado una o dos décadas después. Durante ese tiempo, no habría oportunidades de cenar con saleros de plata ornamentados o lucir joyas con incrustaciones de gemas, y existía una posibilidad cada vez mayor de que los artefactos les fueran robados o incautados mediante la violencia. De ahí, supuestamente, procede la decisión de ocultarlos.22

Todo con la posible esperanza de que los malos tiempos en algún momento pasaran y que el dominio romano se restaurara, como siempre había ocurrido en el pasado.

Lo más probable es que, durante esos años, Britania siguiera sufriendo repetidas incursiones bárbaras. Carecemos de pruebas contundentes, porque los asaltantes, a diferencia de los colonos, dejan escasos testimonios arqueológicos, y allá donde el registro arqueológico muestra evidencias de pueblos y villas destruidos por incendios, la tendencia actual ha sido asumir que obedecen a causas accidentales y no deliberadas. No obstante, dada la falta de soldados para ocupar los fuertes costeros y el fallo en la coordinación y las comunicaciones, los bárbaros que, durante décadas, habían probado suerte en Britania, ahora tenían un objetivo mucho más fácil ante sí. El caos social desatado a raíz de la revuelta y las multitudes de gentes desplazadas y vulnerables convirtieron a la antigua provincia en un perfecto coto de caza para las incursiones en busca de botín, ganado o esclavos. La tradición posterior nos ha hecho suponer que los pictos y los escotos suponían la peor amenaza y, sin duda, esto sería cierto cuanto más al norte se viajara. Pero en el sur y el este de Britania, los sajones supondrían la principal amenaza.

A pesar de que no existen descripciones contemporáneas sobre los sucesos de Britania, los invasores sajones son mencionados por algunas fuentes del otro lado del canal de la Mancha, en la Galia del siglo V. En el año 455, un aristócrata y poeta galorromano llamado Sidonio Apolinar menciona de pasada al «para quien es un juego surcar con su barca de piel el mar bretón y hendir con un esquife cosido el verde mar».23 Algunos años más tarde, este mismo autor aporta un panorama más completo en una misiva dirigida a un amigo encargado de repeler las incursiones a lo largo de la costa atlántica. «El sajón –escribió–, es el más feroz de todos los enemigos. Viene sobre ti sin previo aviso; cuando esperas su ataque, se escabulle. La resistencia solo le induce al desprecio; un oponente temerario pronto cae […] Los naufragios no le producen terror, solo le suponen entrenamiento. El suyo no es simple conocimiento de los peligros del mar; los conoce tanto como a sí mismo».24

No fue solo la ferocidad y el coraje de los sajones lo que perturbó a sus oponentes, sino también su carácter pagano. Los romanos antaño adoraron a un panteón de diferentes dioses, pero a lo largo del siglo IV los dejaron de lado en favor del cristianismo. Durante el reinado de Constantino el Grande (reg. 306-337) la persecución de los cristianos cesó y su credo se convirtió en la religión oficial del Imperio. En cada provincia surgieron nuevas iglesias y una nueva jerarquía de sacerdotes encabezada por los obispos. Sidonio, que había iniciado su carrera como diplomático, finalmente se convirtió en el obispo de Clermont-Ferrand.25 En consecuencia, se mostró horrorizado ante el paganismo de los piratas sajones que, como la mayoría de los pueblos de más allá de la frontera norte del Imperio, no se habían convertido y se aferraban de forma obstinada a sus creencias paganas.

«Cuando los sajones zarpan desde el continente –explica–, es su costumbre, al regresar a sus hogares, arrojar a uno de cada diez cautivos a las aguas». Esta práctica, añade, resultaba más deplorable por el hecho de que respondía a una creencia sincera: «estos hombres están obligados por unos votos que han de ser pagados con víctimas; consideran un acto religioso perpetrar esta horrible matanza y obtener la angustia del prisionero en lugar de un rescate».26

Estos piratas paganos debieron de asaltar Britania a principios del siglo V y causar estragos tierra adentro, aprovechando y contribuyendo al desmoronamiento social. En el año 429, se pidió a otro obispo galorromano, Germán de Auxerre, que cruzara el canal de la Mancha para combatir el surgimiento de una herejía y acabó ayudando a una comunidad de britanos sitiados por una horda de pictos y sajones, una lucha que ganó cuando bautizó a los defensores y les ordenó entonar el aleluya como grito de guerra. Esta historia proviene de una biografía de Germán redactada medio siglo después para demostrar su santidad y, por lo tanto, resulta improbable que sea cierta en todos los aspectos, aunque presenta dos cuestiones importantes. Primero, que en Britania todavía existían personas hacia el año 429 que trataban de defender la autoridad pública, lo bastante preocupadas por la propagación de la herejía como para solicitar ayuda fuera de la isla. Y, en segundo lugar, que estas autoridades britanas estaban sumidas en una lucha existencial contra los invasores bárbaros y, a pesar de la ayuda incondicional de Germán, cada vez les resultaba más difícil hacerlos frente. En palabras del biógrafo posterior del obispo, estaban sumidos en una «contienda totalmente desigual».27

Todo esto nos lleva a la parte más célebre de la historia. Es bien conocida porque la relató Beda el Venerable, cuya Historia eclesiástica del pueblo de los anglos sin duda constituye la obra más importante e influyente de todo el periodo anglosajón. Según Beda, los britanos, «absolutamente ignorantes de los usos de la guerra», se vieron reducidos a un estado tan miserable a causa de los ataques pictos y escotos que celebraron un consejo en el que decidieron emplear a extranjeros para que luchasen en su nombre. Por invitación de su rey Vortigerno, una fuerza de guerreros sajones llegó a Britania en tres barcos y se les cedió un lugar donde asentarse en la parte oriental de la isla. En un principio, estos mercenarios realizaron una labor eficiente, ya que obtuvieron una victoria contra los enemigos que habitaban al norte de los britanos.

Sin embargo, como Beda sigue en su explicación, los sajones albergaban la intención oculta de conquistar todo el país. Después del éxito inicial, enviaron un mensaje a sus países de origen en el que decían que Britania era una tierra fértil y que los britanos eran unos cobardes. Muy pronto, llegó una flota sajona mucho mayor, que se unió a la hueste original para formar un ejército invencible. No pasó mucho tiempo antes del inevitable desenlace. Los sajones hicieron las paces con los pueblos del norte contra los que se suponía debían luchar y volvieron sus armas contra sus huéspedes britanos, exigieron mayores recompensas por su servicio y amenazaron con devastar toda la isla si no se cumplían sus demandas. Cuando no les llegaron más entregas, los sajones incendiaron y devastaron Britania de un mar a otro. «Se derrumbaban los edificios tanto públicos como privados –afirma Beda–, los sacerdotes eran asesinados a mansalva entre los altares, los prelados y sus pueblos a una eran exterminados por igual sin consideración alguna de la dignidad por la espada y por el fuego, y no había quien diera sepultura a los que habían sido asesinados de manera tan cruel».28

A pesar de su fama, la historia de Beda no puede tomarse al pie de la letra. El principal problema reside en que supone una fuente muy tardía: Beda escribía a principios del siglo VIII, trescientos años después de los hechos que pretende describir, y durante ese tiempo la historia de la llegada de los sajones había adquirido un carácter legendario. Por ejemplo, la afirmación de que la hueste inicial llegó en tres barcos, además de ser en sí misma improbable, supone un lugar común reproducido en los mitos de origen de otros pueblos del norte de Europa. La mención de un líder britano llamado Vortigerno también resulta sospechosa, ya que este nombre significaba algo así como «alto gobernante» en lengua britona. Beda, asimismo, menciona a los líderes sajones como Hengist y Horsa, de los que dice que eran hermanos. Al parecer, se trataba de una tradición local de Kent y resulta aún menos probable que posea alguna base histórica: sus nombres se traducen como «castrado» y «caballo», y los hermanos con nombres aliterados son otra característica frecuente de los mitos fundacionales europeos. Resulta igual de improbable que Hengist y Horsa existieran como que lo hicieran Rómulo y Remo.29

A pesar de que ciertos retazos del relato de Beda son, sin duda, leyendarios, su fuente principal es una tradición textual. La historia de la llegada de los sajones fue redactada originalmente en pergamino por un autor britano llamado Gildas, en una obra que ha pasado a la posteridad como De excidio et conquestu Britanniae (Sobre la ruina y conquista de Britania). Supone un texto muy problemático, ante todo porque no sabemos casi nada sobre el propio Gildas. Se han vertido grandes cantidades de tinta discutiendo sus posibles fechas basándose en algunas menciones en su obra. En general, lo más probable es que viviera a principios del siglo VI y que escribiera su famosa obra en algún momento del segundo cuarto de esta centuria.30

El principal problema en torno a De excidio et conquestu Britanniae es que, en realidad, no se trata de una obra histórica, sino de una epístola dirigida a los gobernantes britanos de su propia época, donde los critica por sus múltiples pecados y faltas, al tiempo que los exhorta a reparar sus malos hábitos. Gildas incluye en su obra una introducción histórica para explicar el modo en que la sociedad de su época había alcanzado un estado tan lamentable, pero se vio dificultado por la falta de fuentes fiables. Como él mismo aclaró al comienzo, los invasores bárbaros habían quemado los libros más antiguos sobre la historia britana o se los habían llevado al exilio, lo que lo obligó a depender de las obras de autores foráneos que solo le aportaron una imagen muy incompleta. En consecuencia, no menciona ninguna fecha y comete varios errores clamorosos. A modo de ejemplo, afirma que el Muro de Adriano se construyó a causa de los ataques pictos a principios del siglo V, por lo que yerra al datar su construcción en casi trescientos años.31

Y, sin embargo, una vez presentadas todas estas advertencias, De excidio et conquestu Britanniae aún es el relato más valioso sobre la historia de la isla en el siglo V, y el único que puede se considerar remotamente coetáneo. El principal acontecimiento –la causa definitiva, según Gildas, de toda la miseria posterior de Britania– fue la llegada de los sajones. Su historia es más o menos idéntica a la reproducida después por Beda: los britanos, sometidos a los reiterados ataques de los pictos y los escotos, convocaron un consejo y decidieron emplear una fuerza de sajones como mercenarios. Estos guerreros llegaron primero en tres barcos y se asentaron en el sector oriental de Britania, aunque pronto se les unió otro contingente de mayor entidad. A diferencia de Beda, Gildas no afirma que los sajones se enfrentasen a los escotos y los pictos; en su relato, se limitan a volverse cada vez más exigentes y agresivos en las demandas a sus anfitriones britanos, antes de rebelarse por fin y devastar todo el país, un evento que Gildas describe en los mismos términos apocalípticos que Beda tomaría prestados después.32

¿Resulta creíble esta historia? Gildas era cronológicamente más próximo a estos supuestos sucesos que Beda, pero aun así escribió casi un siglo después de que estos ocurrieran, y su mención a que los sajones llegaron en tres barcos sugiere que la historia ya estaba contaminada por la leyenda. Además, ¿es de verdad plausible que los britanos quisieran emplear a los sajones como mercenarios, dada la evidencia, tanto directa como circunstancial, de que habían asaltado y saqueado Britania durante décadas con la misma furia que los escotos y los pictos? Gildas obviamente creía que no, ya que no menciona los ataques sajones previos a este episodio. En su narración, los sajones aparecen solo después de que los britanos tomaran la fatídica decisión de invitarlos, una decisión que Gildas furiosamente condena como el colmo de la locura.33

Tal vez, aunque resulte sorprendente, la respuesta a tales preguntas sea afirmativa: es perfectamente razonable pensar que los britanos decidieran emplear bárbaros para luchar en su nombre, ya que suponía una práctica romana habitual desde hacía mucho tiempo. A lo largo del siglo IV, estos guerreros se habían reclutado con asiduidad en los ejércitos imperiales, y algunos incluso ascendieron a las más altas jerarquías. A modo de ejemplo, Flavio Estilicón, el general de mayor rango en el Imperio de Occidente y su gobernante efectivo durante la minoría de edad de Honorio, era de origen vándalo. Constituyó una práctica que funcionó bien mientras los reclutas se integraban en el ejército regular y se romanizaban de manera efectiva. Lo que, en conjunto, funcionó peor fue una nueva política, establecida a finales del siglo IV, basada en contratar los servicios de ejércitos completamente integrados por bárbaros y bajo el mando de sus propios líderes. Estas tropas «federadas» a menudo demostraron ser mucho menos fiables y estaban expuestas a cambiar de bando de forma repentina con consecuencias desastrosas. Aunque, para entonces, la situación se estaba volviendo desesperada y tales intentos resultaron habituales.34

Tal fue la circunstancia en la que finalmente se encontraron los britanos tras su ruptura con Roma. El país estaba sumido en el caos y bajo constantes ataques de pictos, escotos y sajones. Las legiones se habían marchado hacía mucho tiempo y la población civil, que con anterioridad tenía prohibido portar armas, no pudo aprender las artes de la guerra de la noche a la mañana. En tal tesitura, resulta fácil entender por qué quienes ostentaban la autoridad pudieron tratar de remediar el problema reclutando a un grupo de bárbaros para luchar contra otros bárbaros.

¿Cuándo tuvieron lugar estos hechos? Beda, mucho más preocupado por las cronologías que Gildas, los sitúa durante el reinado del emperador Marciano, cuya ascensión al trono tuvo lugar en el 449, y esta fecha fue asumida (en realidad, celebrada) por autores posteriores como el año oficial de la llegada de los sajones. Pero Beda se equivocó a causa de un error de su principal fuente, De excidio et conquestu Britanniae, en la paráfrasis a una carta que, casi con total certeza, se redactó después de la revuelta sajona, y que Gildas había insertado de forma acrítica en su narración antes de la llegada de los sajones. Beda, que tal vez dedujo a partir del contenido de la misiva que esta no pudo redactarse antes del 446, debió de pensar que los sajones llegaron a Britania después de esta fecha.35

De hecho, otra evidencia, de la que no disponía Beda, apunta a que esa datación está equivocada por unos veinte años, y que las primeras arribadas sajonas habrían tenido lugar una generación antes, en torno al año 430. Es hacia este momento cuando hallamos los primeros vestigios arqueológicos de asentamientos sajones: enterramientos, artefactos y construcciones que responden a tipos desconocidos por completo en la Britania tardorromana, aunque muy comunes en el norte de Germania y el sur de Escandinavia. Asimismo, contamos con otra fuente escrita, además de Gildas. La Crónica Gala del año 452, como revela su prosaico nombre moderno, supone un conjunto de anales compuestos en la Galia hacia mediados del siglo V. No menciona nada sobre la llegada de los sajones, aunque sugiere que su rebelión tuvo lugar en torno al 441. La entrada para este año dice: «Los britanos (sic.), hasta ahora afligidos por varios desastres y vicisitudes, fueron ampliamente sometidos al dominio de los sajones».36