Animal de lenguaje - Charles Taylor - E-Book

Animal de lenguaje E-Book

Charles Taylor

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Beschreibung

Durante siglos, los filósofos han estado divididos acerca de la naturaleza del lenguaje. Los de tradición empirista afirman que el lenguaje es una herramienta desarrollada por los seres humanos para codificar y comunicar información. Pero esta visión, afirma Taylor, descuida el papel crucial que desempeña el lenguaje en la formación del mismo pensamiento: este no se limita a describir; constituye un significado y conforma la experiencia humana de manera definitiva. La capacidad lingüística humana no es algo que poseemos de modo innato. Primero aprendemos el lenguaje de los demás, y luego, inducidos a conversar, emerge nuestro ser individual. El lenguaje es intelectual, pero también queda representado en retratos, gestos, tonos de voz, metáforas… No reconoce fronteras entre mente y cuerpo. Al mostrar la plena capacidad de ese "Animal de lenguaje", Taylor arroja luz sobre qué es, en definitiva, el ser humano.

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CHARLES TAYLOR

ANIMAL DE LENGUAJE

Hacia una visión integral

de la capacidad humana de lenguaje

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

Título original: The Language Animal.

© 2016 by CHARLES TAYLOR

Publicado en acuerdo con Harvard University Press.

© 2017 de la versión española por ELENA ÁLVAREZ,

by EDICIONES RIALP, S.A., Colombia, 63, 8.º A - 28016 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4779-1

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Este es un libro sobre la capacidad humana de lenguaje. En él me he propuesto demostrar que esta es más multiforme de lo que solemos pensar habitualmente. Es decir, supone habilidades para la creación de significados que van mucho más allá de la codificación y comunicación de información, que es lo que normalmente se identifica como su principal función. Me he inspirado en las interpretaciones del lenguaje que se desarrollaron en la década de 1790 en Alemania, en la época y en el lugar que identificamos con el florecimiento del romanticismo germánico. Los principales teóricos en los que me he basado son Hammer, Herder y Humboldt. Por eso la teoría que he elaborado a partir de ellos se llama HHH.

El polo opuesto a este punto de vista es el que desarrollaron tres pensadores de la primera modernidad, racionalistas y empiristas. Entre otras cosas, fueron los creadores de las teorías epistemológicas modernas, que surgieron a partir de la obra de Descartes, aunque a veces en oposición a ella. Los primeros representantes de esta tradición citados en esta obra son Hobbes, Locke y Condillac. Por eso recibe el nombre abreviado de teoría HLC.

Esta teoría parece increíblemente simple a muchos pensadores de los siglos XX y XXI, por la influencia de Saussure, Frege y, hasta cierto punto, de Humboldt. Pero algunos de sus presupuestos centrales han sobrevivido en el contexto de la filosofía post–fregeana, así como en algunas ramas de la teoría cognitiva.

Por eso una parte importante de mi trabajo en este libro ha consistido en refutar los restos del legado de HLC, mediante el desarrollo de una interpretación basada en HHH. El resultado es (espero) una explicación de la esencia de la capacidad lingüística humana mucho más satisfactoria, y en consecuencia más variada (aunque menos ordenada).

Al embarcarme en este proyecto tenía la intención de completar ese desarrollo de la teoría romántica del lenguaje con un estudio de ciertos elementos de la poética post–romántica, porque creo que están estrechamente relacionadas. Empecé a trabajar en ello a finales de los años 80 y a principios de los 90 pero, debido a diversas interrupciones, solo he logrado completar la primera parte, y empezar unos estudios preliminares que pueden configurar la segunda.

Por eso he decidido publicar este libro sobre la capacidad lingüística del ser humano, y seguir trabajando sobre los románticos hasta terminar (espero) la segunda parte, que será como un estudio complementario a esta primera. De vez en cuando, a lo largo de este libro iré señalando los contenidos de esa segunda parte. Confío en que este trabajo sea lo bastante interesante por sí mismo como para justificar su publicación independiente.

Me he beneficiado mucho de mis conversaciones con un amplio número de pensadores, principalmente del círculo que gira en torno al Centre for Transcultural Studies, y especialmente Angel Bilgrami, Craig Calhoun, Dilip Gaonkar, Sean Keller, Benjamin Lee, y Michael Warner.

Quiero expresar también mi agradecimiento a Muhammad Velji por el trabajo realizado al ayudarme a preparar el manuscrito para su publicación, y por haber señalado algunas lagunas que era necesario completar, concretamente las que se referían, sobre todo, a encontrar traducción de las citas en otros idiomas, aparte de muchas otras mejoras. Por último, le debo las gracias por haber realizado el índice.

SUMARIO

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

ESTE LIBRO

PRIMERA PARTE. EL LENGUAJE EN CUANTO CONSTITUTIVO

1. TEORÍAS DESIGNATIVAS Y CONSTITUTIVAS

2. CÓMO SE DESARROLLA EL LENGUAJE

3. MÁS ALLÁ DE LA CODIFICACIÓN DE INFORMACIÓN

SEGUNDA PARTE. DE LA DESCRIPCIÓN A LA CONSTITUCIÓN

4. LA TEORÍA DE HOBBES – LOCKE – CONDILLAC

5. LA DIMENSIÓN FIGURATIVA DEL LENGUAJE

6. CONSTITUCIÓN 1 LA ARTICULACIÓN DEL SIGNIFICADO

7. CONSTITUCIÓN 2 LA FUERZA CREATIVA DEL DISCURSO

TERCERA PARTE. OTRAS APLICACIONES

8 CÓMO CREA SIGNIFICADO LA NARRATIVA

9 LA HIPÓTESIS DE SAPIR-WHORF

10 CONCLUSIÓN EL RANGO DE LA CAPACIDAD HUMANA DE LENGUAJE

PARTE I

EL LENGUAJE EN CUANTO CONSTITUTIVO

1.

TEORÍAS DESIGNATIVAS Y CONSTITUTIVAS

1

¿CÓMO ENTENDER EL LENGUAJE? Es una preocupación que se remonta al mismo origen de nuestra tradición intelectual. ¿Qué relación tiene el lenguaje con otros signos? ¿Y con los signos en general? ¿Los signos lingüísticos son arbitrarios o tienen un motivo? ¿Qué hace que los signos y las palabras tengan significado? Todas son preguntas muy antiguas. El lenguaje es un tema muy antiguo de la filosofía occidental, pero su importancia no ha dejado de aumentar. No es uno de los temas principales entre los antiguos. Empieza a adquirir importancia en el siglo XVII, con Hobbes y Locke. Y, llegado el siglo XX, adquiere un protagonismo que roza la obsesión. Todos los filósofos importantes tienen su propia filosofía del lenguaje: Heidegger, Wittgenstein, Davidson, Derrida, y todos los llamados “deconstruccionistas”, en todas sus formas, han puesto el lenguaje en el centro de su reflexión filosófica.

En lo que llamamos la época moderna, a partir del siglo XVII, se ha mantenido un debate permanente sobre la naturaleza del lenguaje, entre filósofos que reaccionaban y que se alimentaban recíprocamente. Creo que se puede arrojar un poco de luz sobre la discusión si empezamos por identificar dos tipos de teorías. Llamo a la primera de ellas del “encuadre”. Con este nombre me refiero a que su propuesta trata de comprender el lenguaje en el marco de una representación de la vida humana, del comportamiento, los fines o el funcionamiento de la mente, que en sí misma se puede describir y definir sin hacer referencia al lenguaje. Entiende que este surge en ese contexto que, como veremos, se puede interpretar de varias maneras, y cumple en él una determinada función. En todo caso, el marco en sí precede, o al menos se puede definir bien, independientemente del lenguaje.

Quiero llamar al segundo tipo de teorías “constitutivas”. Como el propio término apunta, son la antítesis de las teorías del encuadre. Presentan el lenguaje como realizador de nuevos fines, de nuevos niveles de comportamiento, nuevos significados, de modo que no se puede dar razón de él desde un marco de representación que haya sido concebido sin lenguaje.

Estos términos señalan que las dos teorías juegan con una misma cuestión decisiva. Pero a medida que avanzan, se dividen en torno a otros asuntos importantes, de forma que se multiplican los contrastes entre las dos aproximaciones. Por eso reciben también, respectivamente, las denominaciones de teorías “designativa–instrumental” y “constitutiva–expresiva”. Junto a esto, llegan a dividirse en la definición de la forma y los límites de esa misma realidad que pretenden explicar, es decir, el lenguaje; y en la validez que otorgan a las explicaciones atomista u holística. De hecho, pertenecen a ámbitos de interpretación de la vida humana muy distintos. Tenemos que entrar en este laberinto por algún punto, y empezaremos por el contraste entre el marco y la constitución. Después, gradualmente, iremos enlazando con las otras dimensiones de la controversia.

2

El exponente más clásico de la teoría del encuadre, por ser el primero y el más influyente, es el conjunto de ideas que se desarrollaron desde Locke, pasando por Hobbes y hasta Condillac. Ya he tratado este tema en Lenguaje y naturaleza humana[1]. Brevemente, las teorías Hobbes–Locke–Condillac (HLC) trataron de entender el lenguaje dentro de los límites de la representación epistemológica moderna, que se había hecho dominante con Descartes. En la mente se encuentran las “ideas”, interpretadas como impactos de representación parcial de la realidad, en su mayoría “externos”. El conocimiento consiste en tener la representación que cuadra con la realidad. Solo podemos albergar la esperanza de lograrlo si ordenamos nuestras ideas según un procedimiento responsable. Nuestras creencias sobre las cosas son construidas; son resultado de una síntesis. Todo depende de que esa construcción sea fiable y responsable; o por el contrario complaciente, descuidada y decepcionante.

El lenguaje desempeña un papel importante en esta construcción. Las palabras adquieren significado por su proximidad a las cosas significadas por la “ideas” que las representan. La introducción de palabras facilita en gran medida que la combinación de ideas configure un cuadro responsable. Pero las interpretaciones de este papel facilitador son diferentes. Para Hobbes y Locke, las palabras nos ayudan a captar las cosas según sus clases, lo que da lugar a una síntesis de conjunto; la intuición no lingüística, en cambio, quedaría relegada a una penosa asociación de particulares. Condillac, al contrario, piensa que la introducción del lenguaje nos da por vez primera el control sobre todo el proceso de asociación; nos otorga el «dominio sobre nuestra imaginación» [empire sur notre imagination][2].

La teoría constitutiva encuentra su expresión primitiva más enérgica en Herder, y precisamente como crítica a Condillac. En un pasaje muy famoso de su tratado Ursprung der Sprache, Herder repite la fábula de Condillac —se podría decir que es “simplemente” un relato— según la cual el lenguaje surgió entre dos niños y en un desierto[3]. Declara que falta algo en esta explicación, porque presupone lo mismo que pretende explicar. En este caso, se trata del lenguaje, el paso de una primera situación, en la que el niño se limita a emitir sonidos animales, a la fase en la que usa palabras con significado. La asociación entre el signo y cierto contenido mental se encuentra ya en el sonido animal (al que Condillac denomina “signo natural”); los infantes prelingüísticos, igual que los animales, gritaban de miedo cuando se encontraban en peligro, por ejemplo. La novedad del “signo instituido” consiste en que ahora el niño puede usarlo para concentrarse en la idea relacionada y manipularla, para dirigir de este modo todo el curso de su imaginación. Precisamente, esta transición añade al simple balbuceo la noción de que la asociación se puede usar así.

Este es el clásico ejemplo de una teoría del encuadre. El lenguaje se entiende en base a ciertos elementos: ideas, signos y la asociación de estos, que son anteriores a su formación. Antes y después, la imaginación se pone en acto y eso produce la asociación. La novedad consiste en que ahora la mente tiene el control. Así, el grito de miedo se puede usar para comunicar a otro la presencia de un peligro, como acto voluntario más allá del simple reflejo. En cuanto forma de designar el peligro, también se puede usar en razonamientos sobre los antecedentes y las consecuencias de amenazas concretas.

Este control, en sí mismo, es una realidad que antes no existía. Pero la teoría establece la mayor proximidad posible entre el antes y el después. Los elementos son los mismos, y su combinación se mantiene, solo cambia la dirección. Podemos deducir que precisamente esta continuidad confiere a la teoría su aparente claridad y capacidad de explicación: el lenguaje se ve despojado de su carácter misterioso al ponerse en relación con elementos que no presentan ningún problema aparente.

Herder parte de la intuición de que el lenguaje hace posible una forma particular de consciencia, que él denomina «reflexiva» [besonnen]. Por eso considera bastante frustrante e insatisfactoria una interpretación en continuidad como la de Condillac. La interpretación en términos de elementos preexistentes, según el parecer de Herder, no es apta para resolver el problema de en qué consiste esta nueva conciencia y cómo se produce. Por eso acusa a Condillac de hacer una petición de principio. «El Abad de Condillac… ya ha presupuesto que todo el lenguaje se ha inventado antes de la primera página de este libro» [Der Abt Condillac… has das gante Ding Sprache schon von der ersten Seite se inesperado Buchs erfunden vorausgesetzt][4].

¿Qué significaba para Herder la palabra «reflexión» [Besonnenheit]? Es difícil de explicar. He tardado en reconstruirlo en La importancia de Herder[5]. Podemos intentar ahora formularlo como sigue: los seres prelingüísticos son capaces de reaccionar a las cosas que les rodean. Pero el lenguaje nos permite captar la realidad tal y como es. Esta explicación es muy poco transparente, pero nos sitúa en la dirección correcta. Para hacernos una idea más precisa tenemos que reflexionar sobre los elementos que incluye el uso del lenguaje.

El lector puede preguntar qué es una figura, y yo respondo “un triángulo”. Pongamos que es un triángulo: entonces tengo razón. ¿Pero cuantas implicaciones tiene el haber acertado en casos como este? Bien, incluye algo así como saber que “triángulo” es el término descriptivo adecuado para este tipo de figuras. Tal vez hasta sea capaz de explicar por qué: “Mira, el objeto está unido por tres lados rectos”. Pero a veces reconozco algo sin saber decir mucho o nada del porqué. Simplemente sé que estamos escuchando una sinfonía clásica. Sin embargo, incluso en este caso, me doy cuenta de que la pregunta “¿por qué?” es bastante oportuna; me puedo imaginar que trabajo más sobre ella y encuentro algo, explicitando lo que subyace a mi confianza de estar en lo cierto.

Esto revela que el lenguaje descriptivo es inseparable de una comprensión de la cuestión planteada, es decir, que la palabra puede ser correcta o falsa. Y esto conduce a preguntarse si la entidad descrita tiene unas características. Quien usa el lenguaje descriptivo lo hace porque tiene una sensibilidad hacia este tipo de cuestiones. Se trata de una proposición necesaria. Nunca se nos ocurriría decir que un ser como un loro, a quien no podemos atribuir esa sensibilidad, estaba describiendo nada, por mucho acierto que haya tenido al graznar la “palabra correcta”. Cuando charlamos, raramente nos centramos en la corrección; solo lo hacemos cuando estamos inseguros, y entonces nos introducimos en profundidades por explorar del vocabulario. No obstante, somos responsables de la corrección en todo momento, y por eso siempre reconocemos la importancia de ese reto que hemos pasado por alto. Es esta responsabilidad de no enfocar la cuestión lo que ahora trato de explicar con la palabra “sensibilidad”.

Así, el lenguaje incluye una sensibilidad hacia la corrección[6]. En el caso del lenguaje descriptivo, la corrección se refiere a las características del objeto descrito. Podríamos llamarla “corrección intrínseca”. Para mostrar cuál es el alcance de la expresión, vamos a poner un ejemplo que la ilustre por contraste. Hay situaciones en las que algo, que a grandes rasgos podemos llamar signo, se puede usar bien o mal. Vamos a suponer que entreno a algunas ratas para que pasen por una puerta con un triángulo, que se presenta como alternativa a una puerta con un círculo. Las ratas se acostumbran a hacer lo correcto. El signo del comportamiento adecuado, en este caso, consiste en responder positivamente a la presencia del triángulo. Podríamos decir que la rata responde positivamente a la puerta con el triángulo en el momento en que la atraviesa, igual que yo respondo al triángulo cuando digo la palabra.

Pero en este punto sale también a la luz una diferencia. Lo que convierte el acto de pasar una puerta en respuesta correcta es lo mismo que atrae a las ratas hacia el queso situado en la amplia cámara que está al final del laberinto. El tipo de corrección que se pone en juego en un caso como este es el que podríamos definir como el éxito en una tarea, en este caso llegar al queso. La respuesta al signo es necesaria para completar la tarea, y por eso existe un “uso correcto” del signo. Pero es un tipo de corrección distinto al de quien asocia una palabra a las características de un referente descrito.

Se podría objetar, ¿es que la rata hace algo parecido? ¿No reconoce que el triángulo significa “queso”? Después de todo, está respondiendo a una característica del triángulo de la puerta, aunque esta sea instrumental. Podríamos decir que la rata asocia su acción a una característica de la puerta, es decir, que es la que tiene siempre el queso al fondo. Por eso, tal vez sea mejor “traducir” su comprensión diciendo que el triángulo indica “corre por aquí”. Pero esta variación en la traducción nos advierte del error en la suposición. Sin duda, hay características de la situación en base a las cuales “corre por aquí” es la respuesta adecuada a un triángulo en una puerta. Pero el logro de la respuesta correcta no está relacionado con una identificación de esas características o de otras. Por eso la cuestión sobre bajo qué descripción logra acertar la rata —“ahí está el queso”, “ahí está el premio”, “dónde saltar”, o cualquier otra cosa— no viene al caso y no tiene aplicación.

Este ejemplo muestra la diferencia entre responder adecuadamente a ciertas características de la situación, e identificar realmente cuáles son esas características. Esto último supone dar a esos rasgos una definición, una determinación explícita. Y esto nos conduce más allá del mero hecho de responder a ellos; o, dicho de otro modo, es una ulterior respuesta de otro tipo particular. Es la respuesta que expresamos con las palabras. Es propio de nosotros definir esa característica al aplicarle la palabra, y esta es la razón por la que tal aplicación tiene que ser sensible a cuestiones de corrección intrínseca, al hecho de que la palabra se aplique a causa de las características definidas, pues de otro modo no es propiamente una palabra[7].

Por contraste, digamos que la rata responde a una “señal”, destacando con este término que la respuesta no implica una definición de rasgos, sino más bien el lanzamiento hacia una recompensa. Dicho de otro modo, donde la respuesta a una señal forma parte de una tarea, el comportamiento correcto ante la señal se define como éxito en esa tarea. A no ser que tal éxito se defina en términos de alcanzar algo intrínsecamente correcto –lo cual no es el caso de llegar al queso–, la respuesta correcta al signo no tiene por qué incluir la definición de una característica concreta. Se trata solamente de reaccionar correctamente, y eso es compatible con reconocer todo el conjunto de características o ninguna de ellas en absoluto: la rata solo sabe que tiene que lanzarse por allí; pero no lo deduce de descripciones y razones.

La corrección que forma parte de la descripción es intrínsecamente distinta. No podemos definirla, sin más, en términos de éxito en una tarea –excepto que definamos esa misma tarea según lo que más arriba yo he llamado corrección intrínseca–. En otras palabras, la corrección intrínseca es irreductible a lo que podríamos llamar simplemente tarea: la explicación según una tarea solo sirve para el lenguaje si antes hemos incorporado la corrección intrínseca entre nuestros criterios de logro[8].

Podemos hacer esta misma distinción en otros términos, como los de “conciencia”. Para un animal no lingüístico A, ser consciente de X consiste en que X cuenta para la determinación de la respuesta de A. A responde a X de una forma concreta. Si X es comida, y A tiene hambre, A va a ir a por ella, a no ser que se le impida; si X es un depredador, A huye; si X es un obstáculo, A lo evita, y así sigue la dinámica. Por contraste, la conciencia lingüística de X no se puede reducir ni equiparar a la capacidad de provocar una respuesta concreta, o una serie de respuestas, bajo ciertas circunstancias. Podríamos pensar que esta capacidad es independiente de la capacidad de provocar respuesta, o paralela a ella. Pero sería más apropiado decir que la conciencia incluye un nuevo tipo de respuesta, el reconocimiento lingüístico, que no se puede reducir ni equiparar a cualquier respuesta del comportamiento.

Podemos tener esta conciencia lingüística también cuando inhibimos nuestra respuesta en el comportamiento habitual: puedo ver que otro tiene una personalidad peligrosa, pero soy capaz de obligarme a no huir. Incluso si doy esa respuesta, el reconocimiento lingüístico supone algo más que responder de esa forma. Por supuesto, también otros animales son capaces de frenar la conciencia ante la aparición de un objeto, normalmente cuando las condiciones no son favorables: el animal ve una presa, pero está lleno, así que no reacciona. Pero en el caso análogo de un ser humano, normalmente se produciría la respuesta que he llamado de reconocimiento lingüístico.

Esta conciencia lingüística es de un tipo diferente a la respuesta-provocación; es una secuencia más centrada en su objeto, denominado W. Supone una especie de concentración de la atención que Herder describe como “reflejo” o “Besonnenheit”, en el pasaje donde introduce este término[9].

Volviendo a nuestro ejemplo de antes, sobre las ratas que aprenden a llegar al queso, se puede ver la ambigüedad que encierra el uso de expresiones como “sabe que esta es la puerta por la que tiene que correr”. Aplicado a la rata en el ejemplo anterior, puede significar simplemente que sabe cómo tiene que responder al signo. Pero en otro contexto puede significar “sabe cómo aplicar correctamente la expresión: esa es la puerta por la que hay que correr”. La cuestión en juego es mostrar que se trata de capacidades muy diferentes. Tener la primera capacidad no requiere necesariamente poder relacionar los signos con la realidad en base a las características que manifiesta esa realidad; tener la segunda consiste esencialmente en actuar movidos por nuestra sensibilidad y sobre esas bases. En el segundo caso debe estar en juego un segundo tipo de elementos, que anima el comportamiento, y que en cambio se encuentra ausente en el primer caso.

La confusión entre los dos modos complica muchos debates sobre el comportamiento animal, sobre todo la controversia acerca del “lenguaje” de los chimpancés. Podemos prescindir de todas las discusiones sobre si los chimpancés, de verdad y siempre que se les señale de la forma adecuada, son capaces de prestar atención al protagonista, y seguiríamos dudando de qué sucede en ese caso. Que un animal señale el signo “banana” solamente en presencia de unos plátanos, o “quiero banana” solamente cuando quiere uno de ellos, por sí mismo no define lo que está sucediendo. Tal vez nos encontramos ante una capacidad del primer tipo: el animal sabe cómo tiene que mover sus patas para llegar a los plátanos, o llamar la atención y el reconocimiento de su domador. De hecho, el signo se relaciona con un objeto de esas características concretas: una fruta curva, en forma de tubo y amarilla. Pero con esto no queda demostrado el núcleo esencial del ejercicio, que el animal esté respondiendo a la pregunta al señalar.

Si se diera el segundo caso, en cambio, los chimpancés tendrían “lenguaje” en un sentido parecido al que tenemos nosotros. En el caso anterior, tendríamos que interpretar su comportamiento como una muestra más de la habilidad en la acción que sabemos que los chimpancés son capaces de manejar, como manipular palos, o mover cajas para llegar a cosas que están fuera de su alcance, de acuerdo con la descripción de Köhler[10]. No se puede considerar un tipo de logro más propiamente “semántico” que el otro.

En cambio, la sensibilidad para la corrección intrínseca supone estar operando, como quien dice, en otra dimensión. Permítame el lector llamar a esta última la “dimensión semántica” (o, en sentido más amplio, la “dimensión lingüística” —voy a explicar la relación entre estas dos terminologías en la sección 3—). Entonces podemos afirmar que los seres propiamente lingüísticos actúan en la dimensión semántica. Y ese puede ser nuestro modo de formular el punto de vista de Herder sobre la “reflexión”. Ser reflexivo significa obrar en esta dimensión, que es actuar movidos por la sensibilidad hacia los aspectos de la corrección intrínseca.

3

La teoría del lenguaje de Herder es holística por contraste con la comprensión tradicional que él estaba criticando, y que no lo era. En realidad, es holística en más de un sentido; pero en este momento me interesa destacar que no se entra en la dimensión lingüística por la adquisición de una sola palabra. Entrar en esta dimensión, ser capaz de concentrarse en los objetos porque se reconocen, crea, por así decir, un nuevo espacio a nuestro alrededor. En lugar de vernos superados por el océano de sensaciones que se lanzan sobre nosotros, somos capaces de reconocer una ola, y de atraparla en una atención clara y serena. Este nuevo espacio de atención, de distancia respecto al significado inmediato e instintivo de las cosas, de la conciencia concentrada que he descrito más arriba, es al que Herder quiere llamar “reflexión”[11].

Justamente esto es lo que él considera que falta en la teoría de Condillac. Condillac tiene una concepción del paso de los signos animales a los humanos mucho más elaborada que la de Locke. Los animales responden a signos naturales y “accidentales” (por ejemplo, el humo es signo “accidental” del fuego, y las nubes de la lluvia). Los seres humanos también tenemos signos “instituidos”. La diferencia se encuentra en que, por medio de estos últimos, los seres humanos podemos controlar el flujo de nuestra propia imaginación; en cambio los animales siguen pasivamente las conexiones que se disparan en ellos, provocadas por una concatenación de eventos[12].

Obviamente, hay una relación entre la descripción que hace Herder de nuestra «interrupción del océano de sensaciones» y esta idea propia de Condillac, según la cual asumimos el control. Pero lo que en el pensador francés falta todavía es el sentido de que el vínculo entre el signo y el objeto tiene que ser distinto en el momento en que uno cruza la línea divisoria. Todavía se concibe de una forma muy codificante, típica de los seguidores de Locke, como una conexión que se sitúa al modo de las cosas, de forma que la única cuestión que cabe plantearse al respecto es si es ella la que nos conduce, o si nosotros la conducimos a ella. Condillac se inscribe en esa corriente de pensamiento que concibe el lenguaje como instrumento, como una serie de conexiones que podemos utilizar para construir o para controlar las cosas. El punto central del lenguaje es que sirva para darnos el «imperio sobre nuestra imaginación»[13]. Locke es la fuente principal de este lenguaje cosificante. Cuando habla de la mente, suele recurrir con frecuencia a imágenes de la construcción a partir de distintos materiales[14]. Escapa totalmente a su intención el hecho de que pueda surgir una cuestión completamente distinta acerca de la corrección.

Llegar a esta cuestión supone desplazar nuestra perspectiva sobre el lenguaje hacia un ángulo completamente nuevo. Pero en este aspecto es fácil perderse. Condillac no era consciente de que se había dejado algo en el tintero. No se hubiera dado cuenta de dónde “provenía” Herder, ni sus herederos actuales, los defensores del lenguaje de los chimpancés, los ordenadores “parlantes” y de las teorías del significado de verdad condicionada; se desconcertarían y asombrarían al encontrar objeciones a su interpretación. Por eso Herder sigue siendo un punto de división muy importante en la comprensión del lenguaje que tiene nuestra cultura.

Para comprender mejor esta afirmación, hemos de examinar un poco más las carencias de Locke y Condillac, desde el punto de vista de Herder. Su comprensión codificada del signo no se debe a que ellos asuman el punto de vista del observador externo en el lenguaje, como hacen en nuestros días quienes que yo he presentado como sus sucesores. Ante un opositor, ellos se proponían explicarlo “desde dentro”, a partir de la experiencia que el agente tenga de sí mismo. No estaban probando una teoría del comportamiento al modo de la de Skinner, donde la corrección lingüística no desempeña ningún papel. Más bien, asumen ese tipo de corrección como una realidad incuestionable en el momento presente. La gente introduce los signos para “defender” o “significar” objetos (o ideas de objetos), y una vez que los han ido institucionalizando se pueden aplicar de forma correcta o errónea. Desde el punto de vista de Herder, su error ha sido que ellos nunca han analizado esta característica constitutiva.

El fracaso es fácil, y se podría decir que hasta natural, porque es el trasfondo sobre el que hablamos, sobre todo cuando acuñamos o introducimos términos nuevos. Es lo que damos por seguro o en lo que nos apoyamos cuando acuñamos expresiones, o sea, que las palabras pueden “representar” cosas; es decir, que para nosotros existe algo tan irreductible como la corrección lingüística. El fallo es tan natural que hasta tiene un respetable pedigrí, como ha ilustrado Wittgenstein al presentar un pasaje de Agustín como paradigma de este error.

Lo que se ha perdido de vista aquí es el trasfondo de nuestra acción, algo en lo que nos apoyamos habitualmente, aunque sin darnos cuenta. Más en concreto, lo que aporta ese trasfondo es poder tratar los términos como si estuvieran ya construidos en cada signo particular, como si pudiéramos empezar a acuñar nuestra primera palabra contando ya con que incluye esta comprensión de la corrección lingüística. La incorporación de esa comprensión de fondo de la corrección lingüística al signo individual tiene el efecto de cerrarla de forma muy eficaz. Como el trasfondo, es muy fácil pasarla por alto; una vez que hemos construido los signos concretos, podemos avanzar en el reconocimiento de todo los demás.

Esta es una carencia de todas las teorías designativas del significado. Pero la cosificación forjada por la epistemología moderna a partir de Descartes y Locke, es decir, la tendencia a objetivar nuestros pensamientos y “contenidos mentales”, lo empeora. Se asignaba una existencia al mobiliario de la mente, al modo de una cosa, algo que los objetos pueden tener independientemente de cualquier fondo. El cierre de la comprensión de fondo de la dimensión lingüística, por su incorporación a contenidos mentales cosificados, abre paso a su omisión total en esas teorías modernas “comportamentales” y “semi-comportamentales” que tratan de explicar el lenguaje exclusivamente desde el punto de vista del observador externo. Las asociaciones de ideas cosificadas se podían trasponer fácilmente a las conexiones de estímulo y respuesta características de las clásicas teorías del comportamiento. Hay una evidente línea de filiación que parte de Locke y pasa por Helvetius, hasta Watson y Skinner.

En este contexto, se puede observar que cualquier esfuerzo por reconstruir el fondo tiene que nadar a contracorriente de este componente importante de la cultura moderna, esa epistemología que se podía asociar fácilmente a la revolución científica. De hecho, algunos desarrollos de la filosofía de los dos últimos siglos, reconocidos actualmente entre los más importantes, se han dirigido hacia esta recuperación, que de formas distintas culmina en el siglo XX, con las obras de Heidegger y Wittgenstein, por mencionar solo sus versiones más reconocidas. Si señalo a Herder como un hito es porque ha tenido un papel importante en el origen de esta contracorriente, concretamente de nuestra comprensión del lenguaje. Esto no quiere decir que en todo momento se propusiera esta recuperación. Al contrario, como veremos más adelante, con frecuencia fracasó al sacar las conclusiones implícitas en esa nueva perspectiva que había adoptado; no obstante, tuvo un papel decisivo en la apertura de esta nueva perspectiva.

Ha habido dos líneas de debate, muy comunes y relacionadas entre sí, en el interior de esta contracorriente, y ambas se pueden ilustrar con la teoría del lenguaje de Herder. La primera consiste en expresar una parte del fondo, de manera que al apoyarse en él nuestro pensamiento, nuestra percepción y experiencia, o nuestra comprensión del lenguaje, resulte claro e innegable. El fondo que se articula de este modo aparece a continuación como incompatible con algunos rasgos de la doctrina heredada de la tradición epistemológica. Podemos hallar este tipo de desarrollo en autores del siglo XX como Heidegger, Wittgenstein y Merleau-Ponty. Pero el pionero de este tipo de argumento, cuyas huellas han seguido todos los demás, ha sido Kant.

Los argumentos de la deducción trascendental se pueden contemplar desde una multitud de luces distintas. Pero una forma de acceder a ellos es tomarlos como una especie de entierro final de cierto atomismo en los estímulos, que había estado ligado al empirismo. Como esto llegó a Kant a través de Hume, parecía sugerir que el nivel originario del conocimiento de la realidad (sea esta lo que sea) llegaba mediante estímulos concretos, o “impresiones” individuales. Este nivel de información podía estar aislado de una fase posterior, en la que se conectan esas impresiones; por ejemplo, en la creencia sobre las relaciones causa-efecto. Nos descubrimos a nosotros mismos formando esas creencias pero, si asumimos una postura de análisis reflexivo, fundamental en la epistemología moderna, podemos separar ese nivel básico de las conclusiones apresuradas a las que llegamos de golpe. Ese análisis revela, por ejemplo, que en el campo de los fenómenos nada corresponde a esa conexión necesaria que nosotros interpolamos con demasiada facilidad entre “causa” y “efecto”[15].

Kant devalúa todo este modo de pensar al mostrar que presupone, en cada impresión particular, haber sido tomada como una porción de información potencial. Pretende tratar de algo. Es este el soporte en el que se apoyan todas nuestras discriminaciones perceptivas. La antigua distinción, reconocida por los empiristas, entre impresiones de la sensación e impresiones de reflexión contribuye a concienciarse de esto. El zumbido en mi cabeza se distingue del ruido que escucho desde los bosques de alrededor, porque el primero es uno de los componentes de cómo me siento, y en cambio el segundo parece hablar de lo que está pasando fuera (mi vecino está usando otra vez su sierra de cadena). Así, hasta la sensación más concreta, para ser verdadera (en el sentido empirista, que la contrapone a la reflexión), tiene que incluir esta dimensión de “relacionalidad”. Más adelante se le llamaría “intencionalidad”, pero Kant habla de su necesaria relación a un objeto de conocimiento. «Ahora encontramos que nuestro pensamiento sobre la relación de todo conocimiento con su objeto comporta un elemento de necesidad» [Wir finden abe, dass unser Gedanke von der Beziehung aller Erkenntniss aun ihren Gegensty etwas von Notwendigkeit bei sich führe][16].

Asegurado este punto, Kant objeta que esta relación con un objeto sería imposible si realmente tomamos la impresión como un contenido profundamente aislado, sin vínculo alguno con otros. Asociarla con algo ya es situarla en un lugar, al menos en el mundo exterior, por oposición a mí, darle una localización en un mundo que no puedo dominar por completo, porque en muchos aspectos me resulta desconocido e indeterminado. La unidad de este mundo se presupone desde algo que podría presentarse como una pequeña muestra de “información” y así, sin importar su contenido concreto, en el fondo no puede dejar de tener una relación con todo lo demás. La condición de fondo para este presupuesto de la filosofía empirista, la impresión simple, nos prohíbe darle el sentido radical que parecía tener la propuesta de Hume. Tratar de violar esa condición de fondo significa caer en la incoherencia. Lograr que se rompan realmente todos los vínculos entre las impresiones individuales significaría perder completamente el sentido y la conciencia de cualquier realidad. «Esas percepciones, entonces, ya no pertenecerían a una experiencia, por lo que se quedarían sin un objeto, para convertirse en un juego ciego de representaciones, con menos realidad incluso que un sueño» [Diese <sc. Wahrnehmungen> würden aber alsdann auch zu keiner Erfahrung gehören, folglich one Objekt und nicht als ein blindes Spiel der Vorstellungen, d.i. weniger als ein Traum sein][17].

De este modo, al expresar la comprensión originaria de la totalidad, Kant barre el atomismo propio de la experiencia empirista. Quiero señalar ahora que Herder hace algo semejante. Al poner de manifiesto la comprensión originaria de la dimensión lingüística, también rebaja y transforma la teoría designativa del lenguaje, que en su época era dominante. Para hacer aún más próximo el paralelismo, uno de los rasgos que se borran también en su caso es precisamente el atomismo, la teoría de que el lenguaje es una colección de palabras que se introducen de forma independiente. Volveré sobre este punto en breve.

La segunda línea de debate en esta corriente que se opone al cartesianismo o al empirismo ha sido la propuesta de contextualizar nuestro pensamiento en nuestra forma de vida. Las primeras epistemologías modernas propusieron una interpretación del pensamiento notablemente desvinculada[18]. No se produjo por casualidad. El impulso hacia los fundamentos, el intento de dejar al descubierto una estructura clara de inferencia, sobre la base de impresiones originarias a partir de la evidencia, empujaron hacia la desvinculación respecto a cualquier pensamiento estructurado y de las asunciones enterradas en la costumbre cotidiana[19]. El movimiento hacia una comprensión más contextualizada del pensamiento se hace bien evidente en las obras de Wittgenstein y Heidegger. Pero Herder es uno de sus pioneros. Él destaca una y otra vez que hemos de comprender la razón humana y el lenguaje como partes integrantes de nuestra forma de vida. No se pueden interpretar como si formasen una facultad separada, simplemente yuxtapuesta a nuestra naturaleza animal, «como el cuarto peldaño de una escalera está por encima de los otros tres». Pensamos según el tipo de animal que somos, y nuestras funciones animales (deseo, sensibilidad, etc.) son las propias de los seres racionales: «En cualquier caso toda el alma, indivisible, surte su efecto» [überall… wirkt die ganze unabgeiteilte Seele][20].

Estas dos direcciones, que recuperan el trasfondo y sitúan nuestro pensamiento, están, como es evidente, estrechamente interrelacionadas. De hecho, la creencia firme en un pensamiento contextualizado conduce a Herder a buscar las razones de la dimensión lingüística. Precisamente porque no puede ver la razón/lenguaje como un mero añadido a nuestra naturaleza animal, se inclina a preguntarse qué tipo de transformación de nuestra vida psíquica en su conjunto asiste a la aparición del lenguaje. La “reflexión” constituye una respuesta a esta pregunta. Comprender nuestro pensamiento desde su contexto hace que lo veamos como una forma de vida psíquica entre otras posibles. Y esto es lo que nos hace caer en la cuenta de que tiene un origen específico.

Cuando Herder se embarca en esas dos direcciones relacionadas del debate, provoca un giro en nuestra forma de entender el lenguaje, de forma que lo interpretamos desde un nuevo ángulo. Un buen ejemplo de ello es la comprensión que tiene Herder del holismo. Una de las consecuencias más importantes, y reconocidas universalmente, del hallazgo de Herder, ha sido cierta forma de holismo en el significado. Una palabra solamente tiene significado en el marco de un léxico y en el contexto de ciertas costumbres de lenguaje, que en última instancia están insertas en una forma de vida. En nuestros días, la tesis de este tipo más reconocida es la de Wittgenstein.

Esta teoría surge del reconocimiento de la dimensión lingüística tal y como fue formulada por Herder. Una vez estructurada esta porción de nuestra comprensión de fondo, el atomismo del significado se vuelve tan insostenible como habría sido el paralelismo de las percepciones después de Kant. La relación entre ambas se puede expresar de la siguiente forma:

La posesión de una palabra en el lenguaje humano supone tener también el sentido de que se trata de la palabra correcta; ser sensible, como se decía más arriba, a la cuestión de su corrección irreductible. A diferencia de la rata que aprende a correr por la puerta con el triángulo rojo, yo puedo utilizar la palabra “triángulo”. Eso significa que yo puedo no solamente responder a la forma adecuada, sino que soy capaz de reconocer que es un triángulo. Pero ser capaz de identificar algo como triángulo implica tener también la capacidad de reconocer que otras cosas no son triángulos. Para que la descripción “triángulo” tenga sentido para mí, debe haber alguna otra cosa con la que contraste; yo debo tener alguna noción de otros tipos de figuras. “Triángulo” debe distinguirse en mi mente de otras palabras que designan figuras. Pero, además, reconocer un objeto como triángulo significa concentrarse en una propiedad dimensional concreta; supone seleccionar el objeto por su figura, y no por su tamaño, color, composición, olor, propiedades estéticas, etc. Aquí, de nuevo, es necesaria alguna forma de contraste.

Aquí tenemos por fin algunos de esos contrastes y conexiones que hemos de ser capaces de combinar. Un sujeto no estaría reconociendo la palabra “triángulo” como adecuada si no tuviera un mínimo sentido de lo que la convierte en la palabra correcta. Por ejemplo, si ni siquiera fuera capaz de captar que un objeto es triángulo por su figura, y no por su tamaño o su color. Y no es posible tener este sentido sin tener también la capacidad de decir alguna cosa, aunque sea a base de tentativas y esfuerzos. Por supuesto, se dan también casos en los que no somos capaces de expresar los rasgos peculiares concretos de algo que reconocemos, como puede ser una reacción emocional particular, o una tonalidad excepcional. Pero sabemos decir que se trata de un sentimiento concreto o de un color. Y también podemos decir que se trata de algo inefable. La zona en la que tenemos que abandonar la descripción se sitúa en un contexto de palabras. Si no pudiéramos decir nada de esto: ni que fuera un sentimiento, o que fuera indescriptible, no se podría pensar que tenemos una conciencia lingüística; y, en ese caso, si emanásemos algún sonido, este no se podría definir como palabra. Nos encontraríamos completamente fuera de la dimensión lingüística[21].

En otras palabras, un ser que solamente emite un sonido cuando se encuentra frente a un objeto determinado, pero no es capaz de decir por qué, es decir, si además de emitir el sonido no diera ningún signo de percibir que esta es la palabra correcta (con carácter irreductible), tendría que ser considerado un ser que solamente responde a las señales, como los animales que se han descrito al principio. (Pensemos en el loro).

Lo que se deduce de esto es que una palabra descriptiva, como “triángulo”, no puede encontrarse aislada en nuestro léxico. Debe encontrarse rodeada por una trama de términos, entre los cuales unos contrastan con ella, mientras que otros la sitúan, porque la colocan en la dimensión adecuada, por no hablar de la matriz más amplia del lenguaje en la que se sitúan las varias actividades en las que tiene sentido hablar de triángulos: medidas, geometría, diseño; y donde la propia descripción aparece como un tipo de discurso entre otros posibles.

A estos aspectos se refiere el holismo del lenguaje: cada una de esas palabras por separado solo puede ser palabra en el contexto de un lenguaje estructurado. El lenguaje no se puede construir palabra por palabra, para cada ocasión. Sencillamente, la capacidad lingüística madura no se alcanza de esta forma, y no podría hacerlo; porque cada palabra presupone un todo de lenguaje que le confiera toda su fuerza en cuanto palabra, es decir, en cuanto gesto expresivo que nos sitúa en la dimensión lingüística. En el momento en que los niños empiezan a decir su “primera palabra”, es seguro que se encaminan hacia el discurso humano completo, pero esta “primera palabra” es bastante diferente de una sola palabra en el contexto de un discurso desarrollado. Los juegos que hace el niño con esa palabra expresan y realizan una posición ante el objeto bastante distinta de la que tiene el término descriptivo adulto. No es un ladrillo entre los muchos con los que se construye gradualmente el lenguaje adulto. Más adelante volveré sobre este punto.

Pero precisamente este fue el error de la teoría designativa clásica. Para Condillac era bastante aceptable un léxico de una sola palabra. Piensa que los niños adquieren una palabra en primer lugar, a la que se suman otras. Van construyendo el lenguaje, palabra por palabra. Esta interpretación se debe a que Condillac ignora la comprensión originaria que es necesaria para el lenguaje; más bien, para él queda oculta por las palabras individuales. Pero la estructuración que hace Herder de la verdadera naturaleza de la comprensión lingüística manifiesta que esa pretensión es imposible. Dice Herder, con razón, en el texto que he citado antes, que Condillac presupone «das ganze Ding Sprache»[22].

Esta expresión parece haber captado felizmente la naturaleza holística del fenómeno. Con todo, también aquí, Herder decepciona en las conclusiones que saca de su texto sobre el nacimiento del lenguaje. Su relato “claro”, al final, nos habla solamente del origen de una palabra. Y, al final de este, es penosa su caída en la siguiente pregunta retórica: «¿Qué es la totalidad del lenguaje humano, sino una recopilación de palabras como esta [was is die ganze menschliche Sprache als eine Sammlung solcher Worte]?»[23]. Aun así, me gustaría reconocer nuevamente su contribución al ponernos en la vía del holismo. No solo porque se encuentra claramente implícito en la teoría que él construyó, sino también porque él mismo formó parte del debate.

Él entiende que el reconocimiento de que algo es algo, el reconocimiento que nos permite acuñar un término que lo describa, exige que destaquemos una marca distintiva [Merkmal]. La palabra X es la correcta por algo. Sin un sentido de lo que hace que esa palabra sea correcta, no puede haber un sentido de la palabra correcta. «¿Distinta de forma inmediata, cuando no hay una marca distintiva? Ninguna criatura sensible puede tener una sensación externa de ese modo, ya que siempre tendrá que suprimir —para entendernos, destruir— otros sentimientos, y tendrá que reconocer siempre la diferencia entre dos cosas por medio de una tercera cosa» [Deutlich unmittelbar, ohne Merkmal? So kann kein sinnliches Geschöpf ausser sich empfinden, da es immer yere Gefühle unterdrücken, gleichsam vernichten und immer den Unterschied von zweien durch ein drittes erkennen muss][24].

Así, la estructuración que hace Herder de la dimensión lingüística, bien entendida, y de la forma en que él empezó a configurarla, manifiesta que el clásico relato designativo de la adquisición del lenguaje es imposible por principio. Esta explicación supone, en cierto sentido, una profunda confusión entre la mera señal y la palabra. Porque puede haber repertorios de una sola señal. Se puede entrenar a un perro para que responda a una sola orden, y después añadir otra, y más adelante una más. En la primera fase, lo que no sea esa precisa señal en concreto, no es señal en absoluto. Pero no puede haber léxicos de una sola palabra. Precisamente por eso, interpretar bien una señal consiste en responder adecuadamente a ella. Interpretar bien una palabra requiere más, una forma de reconocimiento: nos encontramos en la dimensión lingüística.

El holismo del significado ha sido una de las ideas más importantes surgidas de la novedosa perspectiva de Herder. Humboldt la asumió en su presentación del lenguaje como una red[25]. Y esta encontró su variante más influyente a principios del siglo pasado, en el famoso principio de Saussure: «En lenguaje solo existen diferencias sin términos positivos» [dans la langueiln’y a que des différences sans termes positifs][26]. Este lema significa que no podemos comprender el significado lingüístico como una yuxtaposición de sonidos (palabras) y cosas; más bien yuxtaponemos diferencias de sonido a diferencias de significado. Así, la distinción entre “b” y “p” conduce en un contexto determinado a la distinción entre “but” y “put”. En otras palabras, un término adquiere significado solo en el campo de sus contrastes. De este modo, el principio ha adquirido una aceptación universal potencial. Es un axioma de la lingüística.

La imagen que propone Humboldt de la red descubre que nuestra captación de cualquier palabra singular está siempre situada en nuestra captación del lenguaje en su conjunto, y las múltiples reglas y conexiones que lo definen. Así, cuando acuñamos un nuevo verbo, y le añadimos “-aba” para ponerlo en tiempo pasado, todos entendemos lo que se ha dicho. Por eso también, para cada palabra tenemos alguna noción sobre cómo se relaciona con otras, por ejemplo, qué combinación con otras podría tener sentido en una proposición, como se puede apreciar en el paradigma del absurdo que Chomsky divulgó ampliamente: «Las ideas verdes descoloridas duermen furiosamente». Con otra famosa imagen, Humboldt relaciona la mención de una palabra con tocar una nota en un instrumento musical. Esta resuena en todo el instrumento[27].

Pero su aplicación más potente en el campo filosófico es, probablemente, la del último Wittgenstein. La refutación radical que Wittgenstein hace de la teoría “agustiniana” y designativa del significado aparece de forma constante en la comprensión de fondo sobre la que necesitamos apoyarnos para hablar y entender. Allí donde la teoría tradicional entiende que una palabra adquiere significado cuando se comunica ostensiblemente por una definición, Wittgenstein señala el fondo de lenguaje que presuponen esos actos tan simples de nombrar y señalar[28]. Nuestras palabras solo tienen su significado concreto en el marco de los “juegos de lenguaje” que hacemos con ellas, y estos a su vez tienen su contexto en la totalidad de una forma de vida[29].

Este holismo en el significado está inextricablemente relacionado con el hecho de que los seres humanos, como animales lingüísticos, también viven en un mundo más amplio, que se extiende más allá del presente episódico. La experiencia actual está invariablemente acompañada por el sentido de que está precedida por una historia personal y social; que va a estar seguida por un futuro; y que lo que se produce en su predicamento inmediato se sitúa en un contexto espacial más extenso. Podemos decir, en efecto, que los seres humanos no viven solamente en su situación inmediata, sino también en un amplio cosmos o universo, que tanto en el espacio como en el tiempo se expanden más allá de nuestro entorno momentáneo. Los extremos de este cosmos pueden haber sido más conjeturados o imaginados que conocidos en buena parte de la historia humana, como producto del mito y de la deducción salvaje; pero este contexto más amplio es ineludible.

Sin embargo, el contexto más amplio también es social: vivimos entre parientes, y en una localidad, tal vez también en una nación. Dentro de estos contextos, familiar o social, interactuamos con otras personas con diferentes roles; realizamos acciones distintas, que crean contextos diferentes. Todo esto es captado por el lenguaje, por ejemplo, el de la realeza, el de los varios puestos políticos o sociales –oficial de policía, médico, presidente–; o el de las distintas esferas de actividad –como la política, la economía, la religión, el ocio, etc–. No es solo que estos roles, esferas o relaciones hubieran sido imposibles sin el lenguaje (sobre este punto volveremos más adelante). También sucede que el holismo del lenguaje supone que no podemos más que percibir en qué medida esos roles y esferas están destinados a relacionarse mutuamente: de qué forma algunos de ellos son distintos de otros, por ejemplo, padre e hijo; o un contexto de negociación formal frente a otro de juego, o de trabajo frente a recreación, y podría haber muchos más ejemplos. Aprender el lenguaje de la sociedad es lo mismo que asumir cierto imaginario sobre el modo en que se organiza y actúa la sociedad, sobre su historia a través del tiempo; su relación con la realidad exterior: la naturaleza, el cosmos o la divinidad.

Pero mi interés principal en este asunto no es el hecho de que esos términos de papeles, relaciones, actividades y esferas permitan, en sentido estricto, que esas realidades formen parte de nuestro mundo. Más bien, el centro de atención se encuentra en el tema holístico de que nuestro lenguaje sobre ellos los sitúa en relación entre sí, en forma de contraste o de alternancia, o de interpretación parcial. Captarlos en el lenguaje es ya tener cierto sentido de la forma en que se relacionan. Esta relacionalidad puede estar más o menos articulada en un aspecto u otro, puede estar definida con mayor o menor claridad. Pero siempre hay una cierta percepción de ella en la vida humana porque es lingüística[30].

Esto es, en parte, lo que Heidegger se proponía evocar en su famosa definición del lenguaje como «casa del ser». Una casa es un entorno en el que las cosas se disponen según nuestra actividad y nuestro designio, hay estancias distintas para usos distintos, para personas diversas o momentos variados; o para almacenar diversos tipos de objetos; y así podríamos seguir. También el lenguaje que usamos en cada momento relaciona cosas y las dispone, por lo que se puede entender como una forma de distribución activa. Y esa relación forma parte esencial del lenguaje[31].

Pero lo que da una fuerza singular a esta imagen es que en ella contemplamos la disposición como uno de los posibles significados humanos. Nuestra percepción de los significados que tienen las cosas en sus varias dimensiones está vehiculada por medio de nuestro lenguaje. Sin embargo, podríamos sentirnos incómodos con esta expresión, porque hemos desarrollado unos usos del lenguaje que permiten una explicación de las cosas que ya no se caracterizan según el sentido humano de los términos: paradójicamente, son las ciencias naturales posteriores a Galileo. Como una actividad entre otras, se encuentran en el interior de la “casa”; pero presentan un universo “sin casa” en cualquier combinación de los significados humanos.

De este modo, los seres humanos vivimos inevitablemente en un contexto social e incluso cósmico. Parece obvia la reflexión de que solo los seres dotados de lenguaje pueden vivir en este tipo de contexto, porque supone que el lenguaje lleva consigo una idea, aunque pueda ser primitiva, de lo que no afecta y no puede afectar a nuestra situación inmediata. Pero la verdadera cuestión es que, como seres lingüísticos, no podemos hacer otra cosa que vivir en un mundo más amplio.

Este holismo del lenguaje tiene aún otra faceta. Tener conciencia lingüística supone estar enfrentándonos a sus limitaciones. Sabemos que hay cosas que podemos decir con facilidad. Por ejemplo, podemos responder a algunas preguntas sin pensar: “¿Cuándo le viste por última vez?” —“Ayer”; “¿Qué tipo de árbol es ese?”— “Un roble”. Pero en otros casos, podemos sentirnos perdidos, cuando nos hacen preguntas como “¿Por qué lo has hecho?”; “¿Qué sentías?”; o “¿Por qué no te gusta ese cuadro?”. En estos casos es probable que parte del problema se encuentre en nuestra propia opacidad para nosotros mismos (muchas veces motivada). Pero también puede ser, simplemente, que nos faltan las palabras. Es posible que el habitante de la ciudad se sienta perdido cuando le preguntan qué tipo de árbol es el que tiene encima.

No solo tenemos esta percepción de lo que podemos y no podemos decir (con facilidad). A menudo tenemos motivos para extender nuestro rango de articulación. Podríamos despertar en el ciudadano el interés por examinar las formas de las hojas, los tipos de corteza, para que a partir de entonces fuera capaz distinguir los robles de los olmos. O podríamos vernos empujados hacia una reflexión más auto-transformativa, y alcanzar una comprensión más profunda de nuestras motivaciones, de nuestras afinidades y repugnancias. La expansión de nuestras articulaciones puede regenerar nuestra experiencia de una forma bastante mínima, aprendiendo a distinguir robles de olmos, pero también de forma más profunda, cuando somos capaces de distinguir distintas formas de amor y sus implicaciones, para así llegar a leer nuestras relaciones, con sus tensiones y conflictos, de una manera bastante diferente.

Este tipo de cambio es análogo, aunque a un nivel más abstracto y objetivo, al cambio que se produjo en nuestra investigación científica con el cambio de paradigma. Aquí no es una cuestión de añadir palabras, sino de incorporar nuevos modelos, reconociendo patrones que antes no se habían apreciado.

La autocomprensión, y la comprensión humana en general, también se puede realzar con el reconocimiento de nuevos modelos; precisamente por eso la literatura es una fuente de comprensión. Balzac, en Les Chouans, pinta el retrato de un avaro [avare] con una cadena de acciones, palabras y respuestas que revelan el esquema obsesivo que define al modelo de este tipo de personas[32].

Humboldt muestra la importancia de esta frontera entre lo que se puede decir y lo que está más allá, así como nuestro deseo recurrente de hacer retroceder esa frontera para extender nuestra zona de articulación. En un nivel más banal, nos vemos obligados muchas veces a encontrar nuevas palabras para lo que tenemos que decir, como cuando nuestro interlocutor dice: “No te entiendo, ¿me lo puedes explicar de otra forma?”. Humboldt todavía nos empuja un poco más, para abrirnos a áreas de discurso que antes eran inefables. Algunos poetas se han embarcado en esta empresa: T. S. Eliot habla de «incursiones en lo inarticulado»[33]. Humboldt, por su parte, establece un impulso [Trieb] «para emparejar todo lo que el alma siente [mente] con un sonido» [alles, was die Se ele empfinden, mit dem Laut zu verknüpken][34]. En el capítulo 6 volveré sobre esto, y las formas en las que abrimos caminos a lo que de otra forma sería inalcanzable.

4

Pero necesitamos ampliar de alguna manera nuestro concepto de dimensión semántica. En realidad, ahora deberíamos hablar de dimensión lingüística, porque la semántica es uno de los aspectos o usos del lenguaje. Más arriba he hablado de la corrección descriptiva. Pero con el lenguaje hacemos más cosas que describir. Hay otras vías por las que una palabra puede ser le mot juste. Por ejemplo, puedo encontrar una palabra para describir mis sentimientos, y así también los estoy configurando, en cierto sentido. Se trata de una función del lenguaje que no puede reducirse a la simple descripción, o por lo menos no corresponde a la descripción de un objeto independiente. Lo mismo pasa si digo algo que restablezca el contacto entre nosotros, porque nos vuelve a situar en un plano cercano e íntimo. Necesitamos un concepto de corrección intrínseca más amplio que el de asociar palabras a objetos.

Podemos tener una descripción más general si volvemos a un contraste que he propuesto más arriba. La respuesta correcta de una rata en un laberinto está determinada, había dicho, por el éxito en la realización de una tarea. Vamos a usar el término “signo” en su acepción general, que se puede aplicar indistintamente a este caso concreto, pero también a cualquier uso genuino del lenguaje. Podemos decir entonces que el funcionamiento con signos se encuentra más allá de la dimensión lingüística en los casos en que la respuesta correcta está definida en términos de lo que lleva al éxito en una tarea definida de forma no lingüística. Allí donde esta explicación es insuficiente, el comportamiento se reduce a una dimensión.

Las ratas que responden a triángulos, o los pájaros que responden con sonidos a la presencia de los depredadores cumplen este criterio. Es suficiente la explicación como una simple tarea. Donde esa explicación ya no llega, es que el comportamiento entra en la dimensión lingüística. Esto se puede producir de dos formas. En primer lugar, la tarea misma se puede definir en términos de corrección intrínseca; por ejemplo, cuando nos proponemos describir bien una escena. Pero, cuando el fin es algo parecido a expresar nuestros sentimientos, o restablecer el contacto, el fallo se produce en otro punto distinto. En cuanto metas, a primera vista no parecen incluir la corrección intrínseca. Pero, de hecho, lo hace el modo en que el comportamiento relativo al signo correcto contribuye a completar la tarea.

Así, cuando acierto a señalar la palabra adecuada para expresar mis sentimientos, y me doy cuenta de que están movidos por la envidia, y cuando lo digo, el término está haciendo su papel porque es la palabra adecuada. En otras palabras, en este caso no podemos explicar la corrección de la palabra “envidia” simplemente por la condición que produce ese uso; más bien tenemos que justificar que produzca esta condición –en este caso, una expresión adecuada– en base a que se trata de la palabra correcta. Una comparación dejará más claro lo que quiero decir. Digamos que cada vez que estoy estresado, tenso y bajo presión, respiro profundamente y después suelto el aire por la boca a modo de explosión: ¡Oh! Inmediatamente me siento más calmado y sereno. Este es claramente el “sonido adecuado”, ya que se define por el deseo de restaurar un equilibrio. La corrección de how se puede explicar desde la tarea simple. Es como en los casos de la rata y del pájaro, salvo que no se refiere a un comportamiento directo en relación con distintos organismos, y en ese sentido no se parece a la “comunicación”. (Pero imaginemos que cada vez que otro se siente bajo presión, yo pronuncio el oh, y eso restablece su serenidad). Por eso puedo explicar la corrección simplemente en términos de producir calma, y no me hace falta explicar que produzca esa calma en términos de corrección.

Esta última cláusula marca el punto de contraste con “envidia” como término que expresa y aclara mis sentimientos. Si trae consigo esa aclaración, sin duda se debe a que es la palabra adecuada al caso. Pero lo central en la aclaración es, entonces, que se trata de la palabra correcta. Por eso no podemos explicar la adecuación porque de hecho resuelva, por así decir, el estado de confusión en el que me podía encontrar. No se puede establecer este criterio como causa de su corrección porque no podemos saber si aclara algo, a no ser que ya sepamos que es la palabra correcta. Mientras en el caso de ¡oh! la relación con su corrección se debía a que proporcionaba el desahogo deseado, aquí la simple consecuencia de hecho está sometida a criterio. Por eso, normalmente no estaremos tentados de tratar ese sonido como si tuviera un significado.