Recuperar el realismo - Charles Taylor - E-Book

Recuperar el realismo E-Book

Charles Taylor

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Beschreibung

Según Descartes, el conocimiento existe en forma de ideas, que supuestamente representan el mundo. Esta epistemología -ideas que median entre la realidad externa y nuestra mente- sigue ejerciendo un control sobre el pensamiento occidental. Sin embargo, como muestran Dreyfus y Taylor, el conocimiento consiste en mucho más que en las representaciones explícitas que formulamos. Ganamos en conocimiento del mundo mediante un compromiso corporal con las cosas, las manejamos, nos movemos entre ellas y nos interrogamos sobre su significado.

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Hubert Dreyfus – Charles Taylor

RECUPERAR EL REALISMO

Traducción y prólogo de Josemaría Carabante

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

Título original: Retrieving realism.

© 2016 by HUBERT DREYFUS – CHARLES TAYLOR.

Publicado en acuerdo con Harvard University Press.

© 2016 de la versión española por JOSEMARÍA CARABANTE,

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Colombia, 63, 8.º A - 28016 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4682-4

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A la memoria de Samuel Todes

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

PRÓLOGO

PREFACIO

1.“UNA IMAGEN NOS TUVO CAUTIVOS”

2. HUYENDO DE LA IMAGEN

3. LA COMPROBACIÓN DE LAS CREENCIAS

4. HACIA UNA TEORÍA DEL CONTACTO: EL LUGAR DE LO PRECONCEPTUAL

5. LA COMPRENSIÓN ENCARNADA

6. FUSIÓN DE HORIZONTES

7. EL REALISMO RECUPERADO

8. UN REALISMO PLURAL

AUTORES

PRÓLOGO

UN REALISMO RENOVADO

La aportación principal por la que debe medirse la importancia de un libro de filosofía no es por las respuestas que aporta, sino por la capacidad de suscitar de nuevo las grandes preguntas que originaron en sus comienzos el pensar filosófico. Desde este punto de vista, este ensayo rebate los presupuestos de una tradición gnoseológica, la que los autores denominan “mediacionalismo”, y propone resituar de nuevo el saber humano en un nivel más primordial, revelando los condicionamientos que nacen de la estructura encarnada del hombre.

La crítica, como comprobará el lector, es profunda y sigue debates especializados que han tenido mucha relevancia en el ámbito académico. La reflexión de Dreyfus y Taylor se extiende en un diálogo ininterrumpido con las grandes tradiciones del pensamiento, desde el escepticismo hasta la posmodernidad, esculpiendo una argumentación y discurso que concita al tiempo la virtud de lo clásico y de lo contemporáneo. Al no ser un texto sencillo, queremos ofrecer en esta breve introducción algunas claves para facilitar su lectura.

A la dificultad argumental se suman los problemas terminológicos. En el caso de Taylor, ampliamente conocido en el panorama filosófico, muchos de sus conceptos cuentan con un acuñación precisa, pero hemos optado por aquellas expresiones que facilitan la comprensión de un público amplio. Más complicadas resultan las peculiaridades de Dreyfus, cuyo proyecto filosófico, a pesar de su seriedad y rigor, ha sido poco difundido entre los lectores hispanohablantes; también hemos preferido emplear términos que, siendo fieles al original, sean más claros y comprensibles en nuestra lengua.

Como es sabido, en filosofía todos los temas están conectados, de modo que las respuestas que se ofrezcan a una determinada problemática descubren también la postura sobre otras. Cuando lo que se debate es la naturaleza del conocimiento, hay implícitas concepciones antropológicas y ontológicas de envergadura. La crítica de estos dos autores al representacionalismo —una visión que afirma que el saber es solo la representación interna de lo externo y cuyo influjo todavía late en ciertas constelaciones filosóficas de hoy— constituye también una clara refutación del dualismo. Asimismo, cuando se declaran partidarios de un realismo robusto pluralista están reafirmando la riqueza y la multiplicidad cultural, pero al tiempo, y para guarecerse del relativismo, descubren una unidad natural entre los hombres y la posibilidad de alcanzar una fusión de horizontes culturales y vitales que posibilite la convivencia y comprensión recíproca. Y, finalmente, al reflexionar sobre el saber humano, lo hacen con la convicción de que este término solo tiene sentido si se refiere a una realidad que es independiente del sujeto que la conoce.

Taylor y Dreyfus son tajantes a la hora de mostrar su rechazo a una tradición filosófica —mediacional, representacional, racionalista…— que cosifica cuerpo y mente y cuyo examen ocupa gran parte de la argumentación de este libro. Explican sus problemas pero los contextualizan ofreciendo su génesis, sus desarrollos y sus derivaciones contemporáneas. Lo más interesante de este viaje intelectual que nos proponen es, precisamente, seguir las huellas y los vestigios de esta corriente e implicarse en los debates de hoy denunciando la influencia de una imagen (bild) que ha cautivado el imaginario filosófico y que amenaza con perpetuar el dogmatismo epistemológico, alejando al hombre tanto de sí mismo como de su compromiso con lo que le circunda.

Ni en Taylor ni en Dreyfus la crítica es nueva: el primero de ellos ya ofreció una completa reflexión sobre la identidad del sujeto moderno en esa obra capital de la filosofía contemporánea que es Fuentes del yo. Dreyfus ha reflexionado sobre la fenomenología y se ha aprovechado de la sugerente obra de Heidegger para reubicar el saber en la existencia, es decir, en la antesala nutricia de la razón. Su convencimiento de la relevancia de lo preteórico le ha convertido en uno de los principales críticos de esa moda que trata de asimiliar razonamiento humano y computación y, frente al nihilismo al que conduce la expulsión de lo sagrado, propone en su último ensayo —All things shining. Reading the Western Classics to find Meaning in a secular Age, escrito junto con Sean Dorrance Kelly— una suerte de reencantamiento mediante las grandes obras de la literatura.

Pero, volviendo a Recuperar el realismo, puede señalarse que toda la argumentación y el debate que se plantea en estas páginas con los principales representantes de la filosofía moderna y contemporánea gira en torno a varios conceptos claves. El primero de ellos es el de vinculación, que revela la natural implicación del hombre con un entorno que conoce y sobre el que opera, un contexto con el que está familiarizado y que posee significado existencial. Frente a esa epistemología que distancia el mundo de cosas sin sentido de la razón humana que lo objetiva, estos autores recuerdan que la perspectiva que adopta la ciencia no es la primaria ni la fundamental, sino que deriva y depende de la constitución originaria que hermana mundo y hombre.

Pero esta actitud natural de implicación, ¿en qué rasgos o características humanas arraiga? Es aquí donde Dreyfus y Taylor ofrecen una lúcida fenomenología del agente encarnado que desmantela la abstracción fundacionalista y el dualismo, ya sea implícito o explícito, de muchas teorías filosóficas vigentes, como el naturalismo cientificista. Esta última concepción constituye hoy el epicentro desde el que irradia un materialismo vigoroso y empeñado en reducir lo mental a lo cerebral, pero que admite fronteras inflexibles o límites inexpugnables entre ellos y que, por tanto, quiebra la unidad que Dreyfus y Taylor defienden. La condición encarnada del hombre es lo que determina la apertura de lo real, que adquiere significación en cuanto se ofrece al ser humano.

Otros conceptos claves, relacionados con los anteriores, son el de “afrontamiento absorto” y “trasfondo de comprensión”. El primero hace referencia al modo en que el hombre, mediante sus habilidades y acciones corporalizadas, se las ve o trata con las cosas del mundo de una manera no conceptual, prerreflexiva y prelingüística. El hombre reconoce de un modo natural las cosas que conforman su mundo; se enfrenta con éxito a las situaciones en las que se desenvuelve, ofreciendo respuestas inmediatas a toda coyuntura existencial. Y la suma de esos reconocimientos ayuda a configurar un trasfondo que da sentido a su mundo y lo convierte en inteligible.

Todas estas aclaraciones serán suficientes para comprender la relevancia de la teoría del contacto que se propone en estas páginas; una teoría que es el presupuesto de un nuevo realismo o de una “tercera vía” que solvente el dilema entre los férreos partidarios del cientificismo y los defensores del “realismo deflacionario”. Los argumentos de los primeros son bien conocidos; en el caso de los segundos, la contraparte es la concepción relativista de R. Rorty. Sin embargo, más allá de la validez de este realismo renovado que Taylor y Dreyfus defienden y más allá de las soluciones que ofrecen a los problemas que hoy se plantean en torno a la naturaleza del conocimiento, su aportación es la de admitir que el debate gnoseológico sigue abierto y que es obligación de todo proyecto filosófico serio replanteárselo, sin soslayar sus dificultades.

A nadie se le escapa que algunos de los planteamientos de Dreyfus y Taylor son discutibles. Pero no tienen la intención de proponer su concepción dogmáticamente. Sus intuiciones son estímulos que mantienen vivo el diálogo filosófico sobre el saber humano y lo reubican. En este sentido, la apuesta filosófica contenida aquí se entenderá mejor subrayando el compromiso de sus autores con la reflexión libre e independiente. Para ellos tanto la existencia humana como el mundo tienen sentido; no está el hombre, a pesar del embate escéptico y posmoderno, en tierra extraña y hostil, encarcelado en sus representaciones o cegado por una plétora de construcciones culturales arbitrarias. Si se confía, vienen a concluir ambos pensadores, en que la paulatina implicación del hombre con su entorno puede revelar la verdad, a pesar de que su descubrimiento sea provisional o tentativo, tiene sentido la tarea verdaderamente filosófica, es decir, esa tenaz e irreprimible búsqueda de la auténtica sabiduría.

JOSEMARÍA CARABANTE

PREFACIO

Empezamos a escribir este libro durante las tres semanas que compartimos en el centro de Bellagio y queremos expresar nuestro más profundo agradecimiento a la Fundación Rockefeller por hacerlo posible.

Asimismo, estamos también agradecidos a todos los interlocutores con los que hemos discutido y especialmente a todos aquellos que participaron en el debate Dreyfus-McDowell.

En concreto, hay una persona, Richard Rorty —amigo, adversario, y sparring—, cuyas críticas nos han permitido mejorar nuestra exposición. Su muerte prematura impidió que discutiera con su agudeza habitual la versión final. Esta es solo una de las muchas razones por las que seguimos hoy lamentando su pérdida.

También queremos recordar a otro amigo, Samuel Todes, cuya innovadora obra ha influido mucho en nuestro pensamiento. Tal vez este libro consiga llamar la atención sobre la importante contribución que realizó a los temas que aquí se discuten.

Nos gustaría dar las gracias, asimismo, a Geneviève Dreyfus y Muhammad Velji por su inestimable ayuda en la preparación del manuscrito final. También a Muhammad Velji le agradecemos su importante trabajo en la elaboración del Índice.

Partes de los capítulos 1 y 2 fueron publicados previamente en J. K. Schear (ed.), Mind, Reason, and Being-in-the-World. The McDowell-Dreyfus Debate (Abindgdon, Oxon, Routledge, 2013), capítulo 3.

1.

“UNA IMAGEN NOS TUVO CAUTIVOS”

«Una figura nos tuvo cautivos» (Eine bild hielt uns gefangen). Así lo afirma Wittgenstein en el parágrafo 115 de las Investigaciones Filosóficas[1]. Con ello se refiere a la poderosa imagen de “una mente en el mundo” de la tradición epistemológica moderna que comienza con Descartes. Lo que quiere subrayar empleando el término “imagen” (Bild) es distinto y más profundo que una simple teoría. Se trata en gran medida de un trasfondo de comprensión irreflexivo que constituye el contexto de todas nuestras teorizaciones e influye en ellas. Pero se puede interpretar la afirmación además como si el modelo epistemológico que surge con Descartes conllevara y estuviera formado por una imagen no completamente explícita. Esto ha provocado una especie de cautividad porque ha impedido identificar los errores de esta corriente de pensamiento. En cierto sentido, somos incapaces de pensar “fuera de su caja” porque su imagen nos resulta tan evidente y tan de sentido común que se nos antoja incuestionable[2].

Detectar esa imagen equivaldría a comprender el gran error, el “error marco” que distorsiona nuestra comprensión y que, al mismo tiempo, evita que la reconozcamos justamente como lo que es: una distorsión.

A nuestro juicio, en esta cuestión Wittgenstein está en lo cierto. En nuestra cultura subyace un gran error, una comprensión equivocada de tipo operativo sobre lo que significa conocer, con consecuencias también nocivas en otros ámbitos, tanto teóricos como prácticos. Como resumen, podríamos indicar que entendemos (o malentendemos) el conocimiento como “mediacional”. En su origen esta concepción se sustentaba sobre la idea de que éramos capaces de captar la realidad externa por medio de representaciones internas. En una de sus Cartas, Descartes señalaba que «estoy seguro de que no puedo tener ningún conocimiento de aquello que se haya fuera de mí sino por mediación de las ideas que yo he tenido en mí de ello»[3]. Pero esta afirmación solo tiene sentido si se acepta al mismo tiempo una determinada topología de la mente y el mundo. La realidad que buscamos conocer se encuentra fuera de nuestra mente, mientras que nuestro conocimiento sobre ella está dentro de nosotros. De ese modo, el saber dependería de que ciertos estados de la mente representaran de un modo preciso lo que existe fuera de ella. Cuando la representación es correcta y fiable, hay conocimiento. Se conocen, pues, las cosas “sólo a través” o “por medio” de esos estados internos que llamamos ideas.

Esta imagen puede ser calificada de “mediacional” debido a la importancia crucial que adquiere en ella la expresión “solo a través de”. A través del conocimiento, establecemos cierto contacto con la realidad externa, pero solo mediante esos determinados estados internos. Un rasgo de esta importante imagen, que aquí resulta evidente y que con el tiempo se ha convertido en un contexto indubitable, es precisamente la estructura “interioridad/ exterioridad”. Se supone que la realidad que queremos captar está fuera de nosotros y dentro los estados que nos permiten percibirla. Si las ideas, entendidas como representaciones internas, son el elemento de mediación, también esta imagen puede ser llamada “representacional”. Pero esta no es la única posibilidad, como veremos. De hecho, aunque este modelo ha sido criticado, a menudo se ha pasado por alto esa topología subyacente que constituye el contexto implícito tanto de la concepción original como de la crítica que intentó refutarla más tarde.

Es este último punto el que es más difícil de hacer convincente. Descartes pasa por ser en la filosofía contemporánea uno de los pensadores más refutados. Tanto su distinción entre lo interno y lo externo, como la consiguiente separación entre lo físico y lo mental, implican un dualismo que hoy tiene pocos defensores. Además, el elemento mediador, la idea, el contenido de la mente, al que se accede por introspección, plantea dudas y, lo que es aún peor, se considera irrelevante en la mayoría de las concepciones contemporáneas sobre el conocimiento. Y podríamos seguir añadiendo reparos.

Pero, sin embargo, algo esencial a su concepción se mantiene. Pensemos, por ejemplo, en el llamado “giro lingüístico”. Muchos filósofos creen hoy, en relación con los contenidos de la mente, que no deberíamos recurrir a imágenes mentales, sino referirnos a aquellos enunciados de verdad que sostiene un hablante o, por decirlo más coloquialmente, a sus creencias. Aunque el cambio es significativo, permanece la estructura mediacional. En este caso, el elemento de mediación no es psíquico, sino lingüístico. Pero con ello se acepta que, por un lado, hay algo externo en sentido cartesiano, pues los enunciados se expresan en el espacio público de los hablantes. Pero, por otro, al depender la verdad de los enunciados de los hablantes individuales y de sus pensamientos (habitualmente no expresados), se reproduce aquí esa misma estructura básica: una realidad externa, fuera, y la verdad dentro de la mente. El conocimiento se produce cuando las creencias (los enunciados de verdad) se corresponden presumiblemente con la realidad. Nuestro saber depende, por tanto, de las creencias, es decir, es una “una creencia verdadera y justificada”.

Algo parecido ocurre con el denominado “giro materialista”, que rechaza el dualismo cartesiano negando uno de sus extremos: a su juicio, no existen “sustancias mentales”. Todo es materia e incluso el pensamiento surge de ella. Esa es la opinión de Quine. Pero este filósofo reprodujo, en un nuevo contexto metafísico, una estructura similar a la cartesiana. Para él nuestro saber proviene de lo que llama “estimulaciones superficiales”, al ser afectados los receptores sensoriales por los diversos estímulos del entorno. Esta es la base del saber humano. En otras ocasiones, Quine afirma que es la descripción inmediata de dichos estímulos, es decir, los enunciados observaciones, la base del conocimiento, y considera que la ciencia se construye sobre requisitos que muestran cómo (la mayoría) se mantienen. En cualquiera de estos casos, se mantiene esa misma estructura mediacional, es decir, el requisito de “solo a través de”. La prueba de la “indeterminación de la traducción”, de la “indeterminación o inescrutabilidad de la referencia” y de la diversidad de explicaciones científicas nacen de la suposición de que la elección entre los diversos postulados científicos u ontológicos no está determinada por aquellas situaciones básicas.

Lo interior en la “epistemología naturalizada” de Quine posee un sentido materialista. El conocimiento sobre el mundo exterior nos llega a través de los receptores, por lo que estos determinan el límite, pero en un sentido exclusivamente científico y no metafísico. Igualmente, también está reflejada la estructura cartesiana en la conocida hipótesis del “cerebro en una cubeta”, en la que se supone que es posible engañar al cerebro induciéndole a creer que es el de un sujeto que actúa en el mundo, aunque en realidad esa creencia está causada por los estímulos que provoca un científico maligno. Si en su momento la epistemología clásica creyó en la posibilidad de que un demonio maligno determinara la continuidad de nuestros contenidos mentales, sin que el sujeto se diera cuenta, la contemporánea recrea una pesadilla similar con el cerebro. Este se ha convertido en el reemplazo material de la mente porque supuestamente es la base material de la que depende causalmente el pensamiento. La estructura mediacional y la conexión mediatizada de inputs, causados en el ejemplo por el científico maligno, y por tanto la misma exigencia de “un solo a través de”, se mantienen también en el caso de esta interpretación materialista.

Si se preguntara a un defensor de la hipótesis del “cerebro en una cubeta” por qué se refiere solo al cerebro, diría que porque el pensamiento “superviene” sobre él. Pero ¿cómo lo sabe? ¿Cómo podemos saber que sólo se necesita el cerebro, o el cerebro y el sistema nervioso o todo el organismo, o con mayor seguridad, el organismo y el entorno para que haya percepción y pensamiento? Sencillamente, nadie lo sabe. Si la hipótesis del cerebro en una cubeta resulta plausible es únicamente debido a la influencia de la estructura mediacional, es decir, debido a la imagen implícita en la epistemología moderna, que exige que un ámbito funcione como dentro, y que todavía nos mantiene cautivos.

Veamos otra de las interpretaciones que se han dado a esa estructura, la del “giro crítico”, propiciado por la filosofía kantiana. Para Kant, la relación fundamental no es la que existe entre representación interna y realidad externa. Lo que Kant llama representación (Vorstellung) parece en general ser lo mismo que realidad externa y empírica. Es decir, para él el contenido de la intuición proviene de fuera porque lo recibimos al ser afectados (affiziert) por los objetos, y es diferente de lo formado por las categorías, que son productos de la mente. En Kant, pues, el requisito “solo a través de” adopta una forma diferente. Es “solo a través de” la aplicación de las categorías como las intuiciones se constituyen en objetos para nosotros y hacen posible la experiencia y el conocimiento. Sin conceptos, las intuiciones serían ciegas. En la obra de Kant, “interno”, “externo”, “solo a través de” adquieren nuevos significados (y en concreto, en el caso de los dos primeros, más de uno). Pero lo importante es que se mantiene la misma estructura básica. Más tarde explicaremos por qué esta continuidad ha resultado tan importante y decisiva.

Podemos concluir, por tanto, que la imagen que subyace en la epistemología moderna todavía ejerce sobre nosotros mayor influjo de lo que los críticos del dualismo cartesiano, del mentalismo y del fundacionalismo, admitirían. También a estos críticos les afecta. Ni tampoco, como veremos después, los que se autodenominan “posmodernos” han conseguido escapar a su influencia. Esto quedará poco a poco claro a medida que avancemos en nuestra argumentación. Por el momento bastará con indicar que tampoco en la tradición filosófica han faltado corrientes escépticas que han dudado sobre nuestras facultades mentales y el alcance de la ciencia. Surgieron precisamente con el argumento contra el escepticismo (Descartes) y desde entonces se han producido conocidos giros escépticos (como Hume, por ejemplo, por no hablar del relativismo ontológico de Quine). Por ahora, bastará con que señalemos esa profunda continuidad a la que hemos aludido en los párrafos anteriores.

1.

La relación entre escepticismo y epistemología moderna es evidente desde que esta nació en la obra de Descartes. Descartes no utiliza el escepticismo para proponer una filosofía escéptica, sino para ofrecer su propia topología del yo, la mente y el mundo. Sin embargo, desde la Primera Meditación, el constante bombardeo de argumentos escépticos satura al lector. Frente al escepticismo antiguo o el más moderno de Montaigne, su objetivo no es convencernos de lo poco que en realidad sabemos, sino que su argumentación concluye con una más audaz y trascendental reivindicación de la certeza. La estrategia empleada al inicio de su obra le sirve para distinguir lo externo de lo interno, es decir, para diferenciar la realidad de las cosas corporales de la de los contenidos mentales. Cuando nos damos cuenta de lo vulnerable que es ante la crítica escéptica nuestro presunto saber sobre la realidad, y nos convencemos de que de lo único que no podemos dudar es del contenido de nuestras propias “ideas”, nos encontramos entonces ya para siempre a salvo de esa oscura confusión entre lo mental y lo corporal, que nace de la supuesta unión sustancial entre alma y cuerpo, y que, según Descartes, es la causa principal de todo pensamiento oscuro y confuso.

Lo que diferencia a Descartes de las fuentes inspiradoras de su Primera Meditación, los pensadores clásicos de la tradición pirronista, es que su propósito es distinto. Como Descartes se ha servido de sus mismos argumentos, hemos olvidado lo diferentes que son sus proyectos filosóficos, con independencia de que algunos de sus coetáneos, como Montaigne, continuaran esa tradición teórica e incluso Hume llevara a cabo una recuperación parcial de la misma.

El objetivo del escepticismo clásico fue mostrar lo poco que el hombre podía conocer, mostrando que para cada una de nuestras afirmaciones había otras contradictorias igualmente válidas. ¿Podemos estar seguros de que hay objetos físicos fuera de nosotros? Si es así, ¿por qué vemos doblado el palo debajo del agua?, etc. En todos estos casos, la reflexión nos muestra que esas cuestiones son al final indecidibles. Reina la isosthenia, es decir, todas las respuestas que ofrezcamos serán siempre insuficientes. Por tanto, según los escépticos, no tenemos un verdadero conocimiento de las cosas.

Pero ¿qué perseguían con estas reflexiones? El objetivo en la vida es la serenidad, la ataraxia o tranquilidad. Para alcanzarla, el hombre debe renunciar a metas que son inalcanzables, como la ciencia infalible. Pero ¿no requiere el ser humano algún tipo de saber para vivir? Esto es lo que debieron pensar en el mundo antiguo quienes no se dedicaban a la filosofía, a juzgar por las conocidas anécdotas en las que aparecen filósofos que se chocan contra la pared o caen en un pozo. La respuesta del escéptico es que para el hombre es suficiente con las apariencias. Si se deja guiar por ellas, no tendrá ningún problema. No es necesario que nos elevemos hasta la altura de la certeza científica en la que que se descubre la realidad que determina las apariencias.

Esto no es necesario, pero tampoco el hombre debe perturbarse buscándolo ya que, como Sexto Empírico indica, este saber solo serviría para alterar nuestra serenidad. A su juicio, cualquiera idea sobre los bienes que son buenos o malos por naturaleza conlleva desasosiego porque nos hace temer por su pérdida si los tenemos, o desearlos en el caso de no disfrutar de ellos. Está claro que podemos tener frío o sed, pero nuestra situación empeoraría si creyéramos que ese sufrimiento es malo por naturaleza[4].

Estos argumentos están llamados a provocar una especie de conversión en el hombre, por medio de la cual pasa de ser un inquieto buscador de la verdad y se transforma en alguien que es capaz de suspender el juicio y vivir sin necesidad de certezas científicas (adoxastas).

Pueden asimilarse fácilmente las “apariencias” de los escépticos con la concepción de las “ideas” de Descartes. Pero, como ha advertido Burnyeat[5], sería un error identificarlas. Las “apariencias” no constituyen una clase ontológicamente definida y diferente de otros tipos de realidad. No son contenidos mentales, sino las formas que adquieren las cosas al aparecer ante el hombre. Además no tienen por qué hallarse en la mente. El palo que aparece doblado en el agua puede que sea una característica propia del “palo bajo el agua”. Además la apariencia pudiera solo ser el modo en que nosotros, como cuerpos con alma, sentimos frío, calor, dolor, etc. Los Phainomena y las phantasiai no siempre se refieren a lo sensible (aistheta). Cubren también, por ejemplo, phantasiai que no son verdaderas, o la propia conclusión del escepticismo de que todo es relativo[6].

Esta distinción se aplica al supuesto estatuto epistémico de cómo aparecen las cosas, si es que alguna vez merecen ser consideradas auténtico conocimiento. Pero no se afirma que las phantasiai constituyan una entidad determinada. Pero eso es precisamente lo que sostiene Descartes. Para su argumento resulta importante aceptar que las ideas son entidades internas y mentales, distintas de las externas, porque así resultan inmunes a la crítica escéptica. Demostrar que se puede tener conocimiento de las apariencias es un paso importante en la reflexión de Descartes. Esto explica que supere la indeterminación ontológica de las antiguas phantasiai. La sensación de frío, de calor o dolor tiene que ser dividida ontológicamente en una condición externa y física de alta o baja temperatura, o de tejido dañado, de un lado y, de otro, en una impresión interna, puramente mental. De ese modo Descartes reemplaza la antigua y clásica topología del alma, con su estructura tripartita —aesthesis, phantasia, nous (sensación, imaginación y entendimiento)— por un nuevo y sencillo espacio interior en el que todo aparece junto. Rorty lo describe como «la idea de un solo espacio interior en el que eran objeto de cuasi-observación las sensaciones corporales y perceptivas … las verdades matemáticas, las reglas morales, la idea de Dios, los talantes depresivos, y todo el resto de lo que llamamos “mental”»[7].

Esta nueva concepción conlleva también una nueva noción del término cogitare, o penser, que incluye toda la gama de estados físicos: «¿Qué es una cosa que piensa? Es decir, una cosa que duda, que concibe, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que también imagina, y que siente»[8]. Los sentidos y la imaginación destacan ahora por ser la fuente de algunas cogitaciones, pero no de otras, y percatarnos de esto nos permite saber cómo tratarlas y la confianza que hemos de depositar en ellas. Pero todos estos elementos se encuentran en un único espacio.

Mientras que la distinción clásica dependía de la mayor o menor interpenetración con nuestra existencia corporal, el nuevo espacio es totalmente diferente del cuerpo. Así queda establecido un dualismo novedoso y radical que a lo largo de estas páginas llamaremos “clasificación dualista”.

Pero ¿por qué resulta tan importante esta diferenciación para Descartes? Al considerar que las ideas constituyen un tipo determinado de cosas, una clase cuyo esse es percipi, es decir, cuya forma básica de existencia es aparecer “interiormente” en nosotros, se diferencia una entidad sobre la que fundamentar la certeza. Se pone fin a la miseria del escepticismo y se concluye esa interminable cadena de retractaciones que implicaba la isostheneia. Se alcanza de ese modo un fundamento seguro: al menos de ello no se puede dudar. El objetivo, al final, es ofrecer un fundamento para recuperar lo perdido en la Primera Meditación. Como el general McArthur, Descartes llega a un lugar seguro, a su Australia, un sitio desde el cual puede cumplir con su promesa de regresar. Gracias, primero, al cogito y, después a la demostración de la existencia de Dios, podemos partir de la constatación indubitable de que poseemos ideas ciertas y llegar a la certeza de un orden de cosas externas establecido científicamente. El escepticismo, pues, se destruye a sí mismo cuando se establece ese nuevo dualismo entre lo interno y lo externo y con ello el nuevo ámbito de la interioridad, cuyos contenidos son (supuestamente) inmunes a la propia crítica escéptica. Nada podía estar más alejado de las intenciones del escepticismo antiguo (o del de Montaigne).

Esta fue una de las razones que llevaron a la creación de un nuevo tipo de entidad, la “idea”. Pero fue un efecto sobredeterminado. Y no sólo por el papel que iba a desempeñar en el proyecto fundacionalista, sino también bajo la influencia que tuvo la mecanización de la imagen del mundo que comenzó gracias a la obra de Galileo y de otros protagonistas de la revolución científica moderna. La percepción, entendida como un proceso de naturaleza material, se concebía mejor como una impresión producida en la mente por la realidad circundante. Como más tarde indicó Locke, «en nosotros se producen las ideas (…) por la operación de partículas insensibles sobre nuestros sentidos»[9]. Desde esta perspectiva, la idea constituye el primer efecto de la afección en la mente, anterior a las asociaciones que después ella misma elabora. Es, pues, lo que la mente recibe pura y pasivamente, la “impresión” causada en ella, por emplear la expresión utilizada por Hume más tarde. En palabras de Locke: «A este respecto, el entendimiento es meramente pasivo, y no está en su poder tener o no tener esos rudimentos, o, como quien dice, esos materiales del conocimiento»[10].

La concepción mecanicista ofrece un lugar para esta entidad, la impresión pasiva, definida en términos causales. Pero el proyecto fundacionalista requería también una entidad de esta clase, por lo que fue también el punto de partida para su reconstrucción del saber. En ese contexto, la idea básica (que Hume más tarde llamará “idea simple”) es aquella cuyo contenido no es en sí mismo ni producto de una interpretación ni la conclusión de una inferencia mental. Si no fuera así, sería necesario superar lo interpretado o lo inferado con el fin de llegar a su fundamento último. Explicada causalmente, se consideraba que la idea era recibida pura y pasivamente, una mera impresión desnuda. De ahí que lo dado de un modo previo a la interpretación y lo recibido pasivamente fueran como las dos caras de una misma entidad o como dos formas de describir su misma naturaleza básica. La pasividad causal y la ausencia de interpretación eran dos dimensiones de un mismo estado. Esto constituye la base de lo que más tarde se llamará el “mito de lo (puramente) dado”[11], pero también la raíz de todas las confusiones que nacen de la distinción entre el “espacio de causas” y el “espacio de razones”. También determinó la reificación del pensamiento[12].

2.

La teoría dualista de la representación, la concepción según la cual el conocimiento se basa en representaciones de la realidad externa, que cristaliza con Descartes y Locke en el siglo XVIII, es el origen de lo que hemos denominado la tradición de la epistemología mediacional. A nuestro juicio, se trata de una tradición importante en la que sus integrantes comparten una determinada imagen (bild) de la “mente-en-el-mundo”, a pesar de los desacuerdos sobre otros temas e incluso a pesar de que sus defensores contemporáneos piensen que se encuentran totalmente a salvo de la influencia del cartesianismo.

¿Cuál es esta imagen? O, dicho de otro modo, ¿cuáles son sus rasgos comunes, aquellos que se encuentran por encima de las diferencias, también de aquellas que para los pensadores de hoy son más trascendentales? Queremos señalar cuatro rasgos estrechamente vinculados. Puede que en algún caso no se suscriban todos, pero al mantenerse el resto hay cierta continuidad entre ellos.