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«Añorantes de un país que no existía» es un verso del poeta Antonio Deltoro dedicado a sus padres. Traza un apunte biográfico de Ana Martínez Iborra (1908-2002) y de Antonio Deltoro Fabuel (1906-1987), dos universitarios valencianos que estudiaron en el tránsito de la Dictadura de Primo de Rivera a la República y que trenzaron sus vidas hacia 1931. Miembros de la FUE y del Partido Comunista, participaron en la escena política y cultural de la Valencia republicana, y Deltoro fue secretario de Josep Renau en la Dirección General de Bellas Artes entre 1936 y 1938. Profesores de enseñanza media de Geografía e Historia y Literatura, el exilio los llevó a Francia, República Dominicana y, en 1941, a México. Allí fallecieron. Con el título «Dos conversaciones con Antonio Deltoro Fabuel (1978-1979)», se editan por primera vez dos entrevistas realizadas en Ciudad de México, en 1978 y 1979, por Francisca Perujo y Matilde Mantecón, pertenecientes a la llamada segunda generación del exilio. Una edición anotada por extenso para documentar mejor los episodios referidos por Deltoro y percibir el eco de las voces y los encuentros que fueron creando su mundo, en particular en los años que median entre 1929 y 1939. Ana Martínez Iborra y Antonio Deltoro lograron rehacer su vida afectiva y profesional en México y, aunque no vivieron atrapados en el anhelo del regreso -cancelado en torno a 1946-, no resultó fácil vencer la nostalgia. Fue el doble rostro del exilio, entre la integración y el desarraigo, escindido entre México y España. La edición se completa con un apartado de textos y documentos y con una selección de poemas que su hijo publicó entre 1992 y 2017, a la que ha puesto por título "Poemas a mis padres".
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Seitenzahl: 734
Veröffentlichungsjahr: 2020
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© de los textos: los autores 2020
© de esta edición: Universitat de València, 2020
Coordinación editorial: Maite Simón
Maquetación: Celso Hernández de la Figuera
Diseño de cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Corrección: David Lluch
ISBN: 978-84-9134-668-5
Edición digital
Para Ana y AntonioDeltoro Martínez
PRÓLOGO, Mariano Peset
PRESENTACIÓN: Entre España y México
FRAGMENTOS DE VIDA
DOS CONVERSACIONES CON ANTONIO DELTORO FABUEL (1978-1979)
1. Una infancia entre Chulilla y Valencia
2. Maristas, jesuitas y escolapios
3. En la universidad, de la Dictadura a la República
4. La guerra, con Renau en la Dirección General de Bellas Artes
5. De Madrid a Valencia, política y cultura
6. En Barcelona, del despacho al frente
7. La derrota, refugiados en Francia
8. Un año en República Dominicana
9. 1941, México, el exilio
Notas
POEMAS A MIS PADRES, Antonio Deltoro
TEXTOS Y DOCUMENTOS
Escritos de Antonio Deltoro Fabuel
Documentos
BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS
ÍNDICE ONOMÁSTICO
PRÓLOGO
Conocí a Ana Martínez Iborra y a Antonio Deltoro en agosto de 1986, en la ciudad de México, en su casa de Tejocotes, colonia del Valle. Aquel verano me acompañó mi mujer María Fernanda, que estableció contacto y amistad con varios españoles exiliados: con el ingeniero José Puche Planás que vivía en el mismo edificio –hijo del exrector republicano de Valencia–, con Elena Aub, y otros que mencioné en mi presentación del libro Universidades y exilio: homenaje a María Fernando Mancebo Alonso, recién editado por la fundación Max Aub de Segorbe… María Fernanda estaba realizando su tesis doctoral sobre la universidad de Valencia durante la república y la guerra civil, sobre la FUE que tanto protagonismo logró aquellos años. Ellos habían pertenecido a aquella organización de estudiantes que se enfrentó a la dictadura del general Primo de Rivera con intención de mejorar la universidad, el país… También en Valencia había hablado y trabado amistad con antiguos militantes de la FUE; tuvo el privilegio de conversar con protagonistas de su investigación, no solo escudriñar papeles.
Estuvimos un buen rato conversando sobre sus vidas. Ana recordó su bachiller en el instituto Luis Vives y sus estudios en la facultad de letras; su oposición a cátedra de geografía e historia de segunda enseñanza, con plaza en Irún. Al empezar la guerra volvió a Valencia, enseñó en el instituto-escuela y en el instituto obrero. Luego el exilio, Francia, Santo Domingo, en México fue profesora en el Luis Vives… Antonio Deltoro habló de sus primeros años en Chulilla, de su bachiller en los jesuitas y en los escolapios, de sus estudios en la universidad… Leyó mucho, conversó en tertulias; con José Renau participó en la creación de la Unión de escritores y artistas proletarios, que se reunía para renovar las vanguardias; fundaron la revista Nueva cultura, donde publicó sus primeros ensayos. Explicaba literatura en la escuela Cossío… Al estallar la guerra pasó a secretario de Renau, nombrado director general de bellas artes –ministro de instrucción pública Jesús Hernández–. Trabajaron para proteger el patrimonio, trasladando cuadros del Prado –Renau, Arte en peligro (1980)–, ofrecieron a Picasso la dirección del museo… Con el cambio de ministro se fue al frente, luego el destierro. En Santo Domingo dirige la revista Ozama –noticias, artes y letras–, destinada a los refugiados, donde publica nuevos ensayos. Pasan a México, enseña también en el Vives, pero al fin tuvo que dejarlo para mejorar los ingresos familiares… Desde aquel día surgió entre nosotros una amistad que duró toda la vida, aunque Antonio nos dejó pronto. Siempre que íbamos a México veíamos a Ana, en su casa de parque España, alegrías y tristezas compartidas.
María Fernanda –junto a Elena Aub– se reunió con ellos otras veces, y escribieron unas páginas que pueden leerse en este libro. Todavía en España la bibliografía sobre el exilio republicano era escasa, los volúmenes sobre El exilio español de 1939, que dirigió José Luis Abellán… Algunos diccionarios, luego fueron más, en la tradición del Espasa –Wikipedia o el flamante diccionario de la real academia de la historia–, quizá porque saben que se lee poco, solo se consulta. Aunque creo que breves vidas aisladas son solo datos; sus libros y publicaciones, meras relaciones bibliográficas… Aparte, como los autores son varios, hay diferente estilo o enfoque, ideologías distintas –recuérdese el numerito de la famosa entrada Franco–. Hay que reconstruir grupos y leer sus escritos, como se hizo en este artículo: en la escuela Cossío o en el instituto Vives, en el ministerio, en torno a Nueva cultura y Ozama… Comprender la situación, el espíritu de aquel trágico exilio. Otra cosa es el diccionario de Voltaire –un ejercicio literario, un ensayo sobre sus ideas– o el Dictionnaire historique et critique de Bayle, en el origen de la ilustración, incluso la Encyclopédie revolucionaria, que pertenecen a una época que los juzgaba vía adecuada para difundir ideas y conocimientos. Pero los diccionarios son para aprender idiomas, incluso los de la real academia o de María Moliner –tres veces mejor, según García Márquez–.
En La España de los exilios (2008) María Fernanda culminó una síntesis de sus conocimientos y buen hacer, que había anticipado en tantos trabajos. Llena de entusiasmo y firmes convicciones, quiso ofrecer su versión: «Solo quiero – dice– tras años de estudio, dejar mi interpretación para el futuro». Al ocuparse del instituto Luis Vives de México dejó –entre otras– una última mención: «por la amistad que me unió quiero recordar aquí a Antonio Deltoro y a su esposa Ana Martínez Iborra.» Y sendas fotografías, de su archivo personal.
***
Ana y Antonio no volvieron a España. Max Aub aclara esa actitud en La gallina ciega (1971): «Vengo –digo–, no vuelvo… volver sería quedarme…». Ellos también vinieron desde los sesenta para ver a la familia o arreglar algún asunto. El posible retorno de los exiliados republicanos tardó demasiados años en llegar.
Durante la segunda guerra mundial hubo esperanza, los aliados, tras los primeros éxitos del eje, iniciaron el camino hacia la victoria. En la carta del Atlántico de 14 de agosto de 1941, firmada por Roosevelt y Churchill para aunar fuerzas, prometieron respetar «el derecho que tienen todos los pueblos de escoger la forma de gobierno bajo la cual quieren vivir, y desean que sean restablecidos los derechos soberanos y el libre ejercicio del gobierno a aquellos a quienes les han sido arrebatados por la fuerza.» El caso de España era flagrante. En febrero de 1945, la conferencia de Yalta –con Stalin– inicia la estructura de la organización de naciones unidas y diseña cómo quedarían Europa y Japón. Da un plazo a las naciones que quieran integrarse para declarar la guerra al eje –en Potsdam acuerdan romper toda relación con el gobierno de Franco–. El 26 de junio se firma en la conferencia de San Francisco la carta de las naciones unidas. La España oficial no está presente, aunque sí algunos republicanos exiliados. El consejo de seguridad nombró un subcomité para estudiar su postura sobre el régimen de Franco, y el 12 de diciembre de 1946 la asamblea general lo condenó «por su carácter fascista, establecido en gran parte gracias a la ayuda recibida de la Alemania nazi de Hitler y de la Italia fascista de Mussolini», a los que prestó ayuda considerable –la división azul-, la ocupación de Tánger… Retiraron embajadores… En 1948 la asamblea general aprobó la declaración de derechos, muy distante de la situación en España:
Artículo 21
1. Toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos.
2. Toda persona tiene el derecho de acceso, en condiciones de igualdad, a las funciones públicas de su país.
3. La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto.
Sin embargo, todo cambió con la guerra fría. En 1950 se anula la condena y vuelven los embajadores, Estados Unidos concede un primer crédito. Luego vinieron los americanos con sus excedentes de leche en polvo y mantequilla y nuevos créditos que ayudaron a mitigar la pobreza y remediar la economía; establecieron sus bases con cierta limitación de la soberanía –Ángel Viñas, Los pactos secretos de Franco con los Estados Unidos: bases, ayuda económica, recortes de soberanía, Barcelona, 1981–. En diciembre de 1955 entran catorce naciones en la ONU, entre ellas España.
Los republicanos exiliados ya habían perdido la esperanza, había pasado demasiado tiempo, muchos habían muerto o no quisieron volver, su vida estaba en los países de acogida, México o Argentina, Francia, Rusia… Francisco Ayala lo atestigua: «Nuestra existencia durante este período ha sido pura expectativa, un absurdo vivir entre paréntesis, con el alma en un hilo, haciendo cábalas sobre la conflagración mundial, escrutando el destino que para los españoles prometía su deseado desenlace…», «¿Para quién escribimos nosotros?» (1949).
***
El retorno de los exilados fue dispar. El éxodo masivo de refugiados a Francia a inicios de 1939 se organiza mediante campos de internamiento cercanos a la frontera, que después se multiplican, incluso en el norte de África, en Djelfa, donde estuvo Max Aub. Muchos regresaron pronto a España –mujeres, niños, ancianos–; más aún cuando los alemanes entraron en Francia, mientras otros fueron internados en los campos de exterminio nazis o entregados por Pétain a Franco –Companys y Zugazagoitia, fusilados–. Muchos pasaron a la clandestinidad guerrillera y participaron en la liberación… Los más afortunados embarcaron hacia América. Franco continuó la feroz represión, juzgando y condenando, aniquilando la última resistencia del maqui interior… Sus campos de concentración no fueron muy diferentes de los hitlerianos –estudiados por Carlos Hernández de Miguel–.
En 1945 más de 100.000 españoles permanecían en suelo francés, en el sur y en las grandes ciudades; se les reconoció el estatuto de refugiado político, que perdían si volvían a España. Mientras, llegaron otros en sucesivas migraciones desde la España de la autarquía y el hambre. A partir de esta fecha Franco empieza a proclamar indultos y vías para el retorno; pero se ven con desconfianza, ya que no suponen amnistía, como muestra Pablo Aguirre Herráinz en su tesis de doctorado, ¿Un regreso imposible? Expatriación y retorno desde el exilio republicano (1939-1975) (2017). Se establecen filtros en la entrada o pueden ser denunciados y juzgados. Vienen algunos, pero la herida no se cierra. También en Rusia hubo un buen número de refugiados que ayudaron en el ejército soviético y se aclimataron en la paz. A partir de los cincuenta, un acuerdo permitió el retorno de los niños de la guerra…
En todo caso fue México el centro del exilio, gracias a la acogida del presidente Lázaro Cárdenas y la valía intelectual de muchos exiliados. La creación de la casa de España –después colegio de México–, su labor en la universidad nacional autónoma y en otras, facilitó su asentamiento. De otra parte, el SERE con el rector Puche a la cabeza y la JARE de Indalecio Prieto –enfrentados– pudieron financiar iniciativas y ayudas. Se agruparon en la unión de profesores universitarios españoles exiliados, creada en París, que pronto traslada su sede a México. En 1943 se reúnen en La Habana para sentar la restauración de un gobierno provisional republicano, las bases de su economía y del trabajo, una universidad nueva –Yolanda Blasco Gil, 1943: la transición imposible, también Jaume Claret–.
Las cortes republicanas se reunieron en México en 1945. Negrín continuaba de presidente del gobierno, renunció, y las cortes nombraron a José Giral, querían prepararse para el cambio. El presidente mexicano Ávila Camacho apoyó, decretó la extraterritorialidad del palacio de bellas artes para el discurso de Negrín y del salón de cabildos del palacio nacional para las sesiones.
En todo caso, sobre el retorno se puede reconstruir el marco legal –lleno de contradicciones–, intentar con esfuerzo fijar números en cada momento, sugerir razones; pero es casi imposible reconstruir tantas vidas, entrar en la mente y circunstancias de cada persona o familia. Habían transcurrido largos años, volver significaba abandonar logros alcanzados en el destierro, enfrentar, ya mayores, un nuevo comienzo con hijos nacidos o bien enraizados en su nueva patria: supondría un segundo exilio para los transterrados. Enrique Díez-Canedo había fallecido en México en 1944, sus hijos Enrique y Joaquín no volvieron, estaban instalados en su nueva patria –su nieta Aurora guarda la memoria de la familia, también Claudia Llanos y Clara Ramírez–.
Podemos abarcar un sector –el universitario–, algunos casos. Conozco de cerca el retorno de José María Ots Capdequí. Fue inhabilitado para cargos públicos, quince años y multa de 15.000 pesetas –datos de Vicent Sampedro Ramo–. Había pasado a Francia y después a Bogotá, pero regresó a España en 1953 por la muerte de su hijo mayor. Instó la revisión de su condena, y en 1961 logró su absolución, siendo repuesto en su cátedra un año después –datos de Carlos Petit–, poco antes de su jubilación. Agustín Millares Carlo volvió a España desde el exilio mexicano en 1952, algunos lo animaban. Antonio Rumeu de Armas le facilitó una entrevista con el ministro de gobernación Blas Pérez González y firmó la solicitud para incorporarse a su cátedra de paleografía en la central; pero Wenceslao González Oliveros, presidente del tribunal para represión de la masonería se opuso, y volvió a México –su expediente lo estudió Yolanda Blasco–. Fue repuesto en 1963, año de su jubilación, tornó a la UNAM, y después enseñó en Venezuela. No vino hasta la transición: tuvo un homenaje y unas clases en el centro asociado de la UNED en Las Palmas.
¿Era una regla no escrita en los recovecos del gobierno? Pensión sí, pero que no desempeñasen la cátedra. Max Aub pregunta a Américo Castro: «¿No te repusieron en tu cátedra? Quisieron hacerlo, meses antes de que me tocara jubilarme. No acepté. ¿Para qué? No lo hice por vanagloria ni por dármelas de héroe…» El histólogo Francisco Tello Valdivieso recuperó su cátedra en 1950, también en vísperas de su jubilación.
Es sabido que el régimen se ensañó con los discípulos de Cajal y arruinó su laboratorio. Pío del Río-Hortega se exilió en Argentina, Fernando de Castro hubo de esperar hasta 1950 para ser repuesto, todavía explicó unos años –véase José María López Piñero–. En el hospital provincial de Madrid estaba el psiquiatra Gonzalo Rodríguez Lafora, cercano a Cajal a través de Nicolás Achúcarro –muerto prematuramente– y de Río-Hortega. Depurado por ocho años y multa, se exilió a México, de donde volvió en 1947, aunque no logró ser repuesto hasta el año 60. Luis Urtubey, catedrático de histología en Valencia, fue separado, y nunca pidió la reposición, debían devolvérsela de oficio, pensaba.
En cambio, el matemático Julio Rey Pastor y sus discípulos tuvieron menos problemas; hacía años que había emigrado a Argentina donde encontró mejores horizontes –aunque en 1952 Perón le quitó la cátedra–. Roberto Araujo García, catedrático de análisis matemático en Valencia, fue condenado a seis años de prisión, una vez cumplidos fue reintegrado –como en mi facultad, Adolfo Miaja de la Muela–. El físico Nicolás Cabrera Sánchez vino del exilio a la autónoma de Madrid…
Llegada la tardía transición, regresaron otros. El camino estaba por fin abierto, incluso se reconocieron derechos y pensiones. En el archivo del reino vi a numerosas personas de edad buscando papeles para sus solicitudes, antiguos funcionarios –los más sin duda exiliados del interior–. Algunos entraron en el congreso de la mano de los partidos políticos: los comunistas Dolores Ibárruri, Rafael Alberti, Manuel Azcárate, Santiago Carrillo; en el senado Wenceslao Roces y el socialista José Prat, la eurodiputada Ludivina García Arias… Tarradellas volvió al frente de la Generalitat provisional: «Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí!». El último presidente de la república José Maldonado fue a morir a Asturias –Manuel Vicent lo recordó en El País en abril del pasado año–; como Claudio Sánchez-Albornoz, también presidente del gobierno, a su Ávila natal. Jorge Semprún, español y francés –superviviente de Buchenwald– llegó a ministro, pero ésta es otra historia…
Por ley de vida apenas había cátedras que devolver. Max Aub en su viaje menciona a Francisco Ayala, que venía desde mucho antes; le van a reconocer la cátedra y se está comprando un piso en Madrid –en todo caso bordeaba la edad de jubilación–. En 1984 Ayala ingresó en la real academia española, fue premio Cervantes (1991) y recibió el Príncipe de Asturias (1998). En 2005 fue nombrado presidente del patronato de la biblioteca nacional… Nicolás Sánchez Albornoz –fugado de Cuelgamuros–, historiador y amigo, al que conozco hace muchos años, fue el primer director del instituto Cervantes en 1991. También desde Estados Unidos volvió ya jubilado, el historiador Vicente Llorens, investigador de la emigración liberal, donó su biblioteca y archivo a la Generalitat valenciana… Vino Elena Aub, su hija Teresa, la biblioteca y el archivo de Max, en la fundación de Segorbe, crucial para los estudiosos del exilio. Regresaría Manuel Tuñón de Lara, en Francia desde 1946: había pasado años en varios campos de concentración franquistas. Desde la universidad de Pau impulsó una historia más verídica, menos contaminada y nacionalcatólica. Fue catedrático en ésta y luego en el País vasco. Antes, no aceptó una invitación de catedrático extraordinario de la universidad de las Islas Baleares que le ofreció el claustro –nueve votos en contra, siete a favor y dos abstenciones. Más adelante, la universidad le nombró doctor honoris causa.
Los grandes médicos Severo Ochoa y Francisco Grande Covián eran emigrados científicos –ambos habían iniciado su carrera en el laboratorio de Negrín–. El régimen franquista intentó atraerlos, como años antes a Falla –deseaba su prestigio–. El premio Nobel partió pronto, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos. Venía cada año; cuando recibió el premio, La codorniz mostró su alegría por su concesión a un señor que veraneaba en Luarca. Jubilado en 1975, regresa y dirige dos grupos de investigación de biología molecular en Madrid y en Nueva Jersey. Grande Covián permaneció en España, en el instituto de Jiménez Díaz, y alcanzó en 1950 la cátedra de fisiología de Zaragoza. Luego se fue a Estados Unidos, quería investigar. Volvió a su cátedra en 1979, fue emérito. También desde México Mercedes Maestre y Libertad Peña, a los médicos quizá les era más fácil…
Hubo homenajes y reconocimientos sin duda. Algunos honores para los más preclaros. Exposiciones y congresos sobre el exilio –en especial de socialistas y comunistas y cenetistas–. Recuerdo a Adolfo Sánchez Vázquez en el avión desde México para asistir a alguno. Cambios en los callejeros de ciudades y pueblos, que son propaganda para los partidos –por eso no las numeran–. Hubo un redoblado interés sobre la historia del exilio. Abundaron las publicaciones; se formaron grupos de historiadores: Aemic o Gexel, la Cátedra del exilio –El retorno (2013)–. La edición de libros volvió a España, suprimida la censura. Quizá no fue bastante, pero fue algo si comparamos con la ley de memoria histórica, los muertos en las cunetas o en fosas colectivas, en el valle de los caídos. Triste España…
Sánchez Vázquez en «Fin del exilio y exilio sin fin» resumió el momento: el dilema ya no es monarquía o república sino dictadura o democracia. El precio de la transición fue un pacto de amnesia sobre el pasado, impuesto por antiguos franquistas, al ganar las elecciones Adolfo Suárez. El exilio no tiene fin.
***
Salvador Albiñana es un historiador cercano, hemos colaborado en varias ocasiones –además somos amigos–. Hace años leyó su tesis doctoral sobre La universidad de Valencia y la ilustración en el reinado de Carlos III, donde mostró su buen hacer y minuciosidad; en el segundo volumen, inédito, puntualizó las biografías académicas de los profesores… También ahora en estas páginas ha anotado hasta el último detalle las entrevistas de Antonio Deltoro, para ilustrar a fondo el complicado drama del exilio. Es además persona de buen gusto: en 1987 organizó una exposición en La Nave, cuando nos reunimos en el primer congreso de historia de las universidades hispánicas; años después la magna exposición del quinto centenario de la universidad, Cinc segles i un dia. Por las mismas fechas Letras del exilio. México 1930-1949, una muestra de la biblioteca del ateneo español, en colaboración con María Fernanda Mancebo y Francisco Caudet. Últimamente, Libros en el infierno. Biblioteca de la Universidad de Valencia, 1939; después, ¡Vámonos! Bernard Plossu en México, 1965-1966, 1970, 1974, 1981, con Juan García de Oteyza (2013) y La biblioteca errante. Juan Negrín y los libros (2015) en París y luego en Valencia, y tantas otras… Con este libro sin duda alguna confirma su cuidado y buen hacer.
MARIANO PESET
PRESENTACIÓN Entre España y México
La memoria contiene detalles precisos, no el panorama completo; no resalta, si se quiere, todo el espectáculo. […] Más que nada, la memoria se parece a una biblioteca sin orden alfabético y sin obras completas de nadie.
Joseph Brodsky, Menos que uno, 1986.
«Añorantes de un país que no existía» –verso de un poema de Antonio Deltoro, dedicado a sus padres– traza un apunte biográfico de Ana Martínez Iborra (1908-2002) y de Antonio Deltoro Fabuel (1906-1987). Fueron dos universitarios valencianos, estudiantes de Derecho y Filosofía y Letras en el tránsito de la dictadura de Primo de Rivera a la República, que trenzaron sus vidas muy jóvenes, en torno a 1931. Miembros de la FUE, la Federación Universitaria Escolar, por un largo tiempo militaron en el Partido Comunista. Deltoro colaboró en la revista Nueva Cultura y en la Dirección General de Bellas Artes –llamado por su amigo Josep Renau– en los dos primeros años de la Guerra Civil. Profesores de enseñanza media de literatura y de geografía e historia, el exilio los llevó a Francia, a República Dominicana y, en 1941, a México. Allí fallecieron.1
La exhortación moral de Manuel Azaña en su discurso de Barcelona, en julio de 1938 –el último de la guerra y el último, también, de su vida–, no fue escuchada por los vencedores. No hubo paz, piedad ni perdón.2 La derrota de la República obligó a miles de españoles a cruzar la frontera francesa a comienzos de 1939. La mayoría regresó unos meses después, pero 150.000 personas emprendieron el camino del destierro, un camino que no todos los vencidos pudieron seguir. Confiados en que la derrota del Eje los llevaría de vuelta a España, fueron muchos los que creyeron que el exilio no iba a resultar demasiado prolongado, pero en torno a 1946 esa esperanza se vio frustrada. El inicio de la Guerra Fría dio aliento al régimen del general Franco y alejó el horizonte de una restauración democrática en España. Los refugiados tuvieron que hacer frente a un destierro que se vislumbraba definitivo o, cuando menos, prolongado. Muchos lograron –con variada fortuna y a menudo con una agazapada melancolía– crearse unas renovadas vidas afectivas y profesionales. Fue un proceso complejo en el que hubo rasgos comunes, pero sobre todo múltiples variantes personales. La diáspora republicana se resiste al molde único. Fue heterogénea. Bien puede decirse que hubo tantos exilios como exiliados.3
No todos los desterrados vivieron atrapados en el anhelo del retorno, una historia que también ofrece perfiles variados y en la que alguna influencia ejerció la censura moral de la diáspora, la condena de la vuelta como claudicación política ante la dictadura franquista. Hubo, por lo demás, diversas temporalidades. Algunos regresaron a finales de los años cuarenta, otros en el crepúsculo del franquismo, ya prescritos los delitos de la Guerra Civil, o en los inicios de la Transición, pero la mayoría de los desterrados no regresó a España. En el ámbito de las letras o de la Universidad –como recuerda Mariano Peset en el prólogo de este libro–, hubo algunas excepciones, por lo común tardías y nunca exentas de dificultades.4
El esfuerzo de adaptación a la sociedad de acogida resultó más esperanzado para quienes habían comenzado el exilio con unos treinta años de edad, aquellos que pertenecían a lo que Vicente Llorens llamó «generaciones intermedias», en las que figuraba él mismo, nacido en 1906. La observación, escrita a casi treinta años de iniciada la diáspora, estaba referida sobre todo a los escritores, pero lograba un alcance mayor. Esas generaciones, escribe Llorens –primer historiador de los exilios españoles contemporáneos– «deseosas o necesitadas de abrirse camino han sido en conjunto las más afirmativas».5 A esa generación pertenecían Antonio Deltoro y Ana Martínez Iborra, para quienes México pronto dejó de ser un paréntesis y se convirtió en el escenario de una nueva vida. Lo recuerda la estrofa del verso que inicia este escrito: «En México mis padres se sintieron a salvo, exiliados y añorantes de un país que no existía, casi perdido del todo, pero al lado de un parque, con sus hijos jugando sin hambres ni guerras. Después nos decían que sus años más felices fueron nuestros años más tiernos».6
El término oficial del exilio, la cancelación de las relaciones diplomáticas entre México y el Gobierno republicano, y el reconocimiento de la nueva España democrática alentaron unos primeros balances historiográficos y políticos, estimularon el memorialismo y propiciaron un mayor recurso a las historias de vida como fuente documental. Un método de investigación que matizaba el predominio de los relatos históricos carentes de protagonistas y fundados de modo exclusivo en el documento impreso. La historia oral había cobrado auge en la historiografía anglosajona desde mediados de los años sesenta, y no tardó en aplicarse –la edad de muchos protagonistas lo hacía posible– al estudio de la Guerra Civil. Valga la mención a Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, de Ronald Fraser, obra elaborada a partir de trescientas entrevistas realizadas en diferentes partes de España y que ofrece una impresionante historia oral de la contienda fratricida española.7 Pero tanto o más que a la guerra o al inicio de la represión franquista el recurso a las fuentes orales se aplicó de inmediato a dar cuenta de uno de sus desenlaces: el exilio. México fue una geografía privilegiada por cuanto reunía la densidad de la diáspora republicana con una tradición académica de registros sonoros interesados por la etnohistoria y por la Revolución mexicana. A comienzos de la década de los setenta el Instituto de Antropología e Historia de México creó el Archivo de la Palabra, un gran repositorio de fuentes orales que en 1979 incorporó el exilio republicano español.8
Los libros de Patricia Fagen –que realizó su trabajo de campo en 1966 y 1967– y de Ascensión H. de León-Portilla sobre los transterrados en México, publicados en 1973 y 1978, ya habían representado unos primeros logros.9 En ese último año, Francisca Perujo, integrante de la segunda generación del exilio –la de quienes habían llegado a México en su infancia–, proyectó una encuesta análoga. A ese empeño pertenece una entrevista con Antonio Deltoro que la escritora no pudo concluir, y quedó interrumpida por una larga estancia profesional en Italia. El registro de la conversación –que ha permanecido inédita– concluye con el efímero tránsito por República Dominicana, y no alcanza a tratar los largos años del exilio mexicano. Ana Martínez Iborra, también amiga de Perujo, no debió de mostrarse demasiado interesada en participar. «Para qué hablar de todos estos desastres», sentenció en la que pudo ser una primera y única entrevista tardía, en 1995. Los desastres eran los de la Guerra Civil, que, en suma, constituían la razón primera y determinante de esas conversaciones. «De la guerra todo el mundo te va a contar lo mismo», le dijo Deltoro apenas iniciado su encuentro.10
Por entonces, a partir de 1979, Eugenia Meyer, especialista en historia y memoria y en la utilización de fuentes orales como método auxiliar de la investigación histórica, concibió y coordinó el proyecto «Refugiados españoles en México» para el Archivo de la Palabra del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). En lo esencial quedó concluido a inicios de los años noventa –ya bajo la dirección de Dolores Pla Brugat– y reunió 120 testimonios, recogidos en su mayoría en la ciudad de México por diferentes colaboradoras que, al igual que Perujo, pertenecían a la segunda generación del exilio. En ese programa participó Antonio Deltoro. Fue entrevistado en 1979 por la escritora y editora Matilde Mantecón de acuerdo con un cuestionario común estructurado en cuatro bloques –antecedentes biográficos, los años de la República, la Guerra Civil y el exilio–, lo que por momentos resta algo de viveza al relato.11 Por otro lado, la conversación con Perujo, amparada por la privacidad y no destinada a una institución pública, resulta más fluida y permite en mayor medida la observación cercana y desenvuelta. En ambos casos, las entrevistadoras no volvieron sobre sus preguntas, lo que hubiera propiciado un esfuerzo de rememoración por parte de Deltoro, haciendo posible respuestas más matizadas o de mayor calado documental; lo que sin duda se pretendía era, sobre todo, el recuerdo más espontáneo, aquel que sobreviene sin elaboración previa. Las entrevistas prestan mayor atención al periodo que media entre el declive de la dictadura primorriverista y la derrota republicana de 1939. Para Deltoro fueron años decisivos, años atesorados en la memoria y evocados de continuo en México:
Fui de la generación de la República. Y después de los enemigos de la República, bueno, no de la República en sí, sino de cómo era esa República. La guerra fue la culminación de todo ese proceso vital. […] Hay gente que ha seguido una línea recta, y yo he ido –le confiesa a Perujo citando a Baltasar Gracián– a brincos de conciertos y desconciertos, por el medio en que nací, por mi formación familiar, por mi evolución histórica.
He revisado la transcripción de la entrevista con Mantecón realizada por el INAH y he transcrito la de Perujo, que se editan por vez primera con el título: «Dos conversaciones con Antonio Deltoro Fabuel (1978-1979)». En razón de la temporalidad lineal que ambas mantienen, no he considerado necesario conservar las preguntas y he preferido que el lector se acerque a la narración de Deltoro de manera más inmediata. Para facilitar la lectura he creado nueve epígrafes cronológicos y temáticos que respetan el orden seguido por las entrevistadoras.12
He anotado las conversaciones por extenso. Ampliar la documentación y cruzarla con referencias bibliográficas diversas resulta necesario para contextualizar los acontecimientos y para vislumbrar los desajustes entre la verdad del recuerdo individual y la verdad documental o historiográfica. También me ha permitido precisar episodios de la vida política y cultural de la Valencia de los años treinta, como la exposición de José Gutiérrez Solana en la Sala Blava (1929) o la visita de Paul Vaillant-Couturier (1933) en apoyo de la recién creada Unión de Escritores y Artistas Proletarios (UEAP); así como perfilar con algún detalle su larga amistad con Renau, iniciada hacia 1930. La biografía de Antonio Deltoro y de Ana Martínez Iborra también ayudaron a construirla quienes aparecen en las notas, vestigios del fluido cruce de encuentros que crea todas nuestras vidas. Deltoro despliega un incesante elenco onomástico, entre su compañero de estudios en los jesuitas Ernesto Alonso Ferrer, el pintoresco anarquista Antonio Badal, Porro, o la enfermera comunista Águeda Serna, Mura, un encuentro breve, cuya mención arroja algo de luz sobre las biografías escondidas del exilio.13 «Parece ser que todo está ligado a la vida y la muerte en México de muchas personas», precisa al mencionar al escritor Paulino Masip, fallecido en 1963. El relato de Deltoro habla de una derrota, pero sobre todo evoca unas vidas que lograron reconstruirse en la diseminada diáspora que encontró en México una de las grandes geografías de acogida. Llegaron en torno a 20.000 españoles, en su mayoría trabajadores manuales, si bien quienes estaban vinculados a las letras y las artes, la actividad científica o la docencia –en torno a un 30 %– han sido objeto de un mayor número de estudios.14
A pesar de lo mucho que se ha escrito desde los años ochenta sobre la Valencia republicana y sobre el exilio en México, el conocimiento que tenemos de Deltoro y de Martínez Iborra es desigual y adolece de imprecisiones o errores documentales que este trabajo aspira a paliar. Puede servir de ejemplo una fotografía de abril de 1937 que muestra –de izquierda a derecha– a Manuel Altolaguirre, Antonio Deltoro, Ana Martínez Iborra, Juan Gil-Albert y Ramón Gaya. Una imagen tomada en Alicante, donde el grupo participaba en alguna actividad de la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura. No siempre la acompaña el crédito correcto. En un reciente libro se confunde a Deltoro con Antonio Sánchez Barbudo y Martínez Iborra es silenciada con un escueto y resignado «dona no identificada».15
Manuel Altolaguirre, Antonio Deltoro, Ana Martínez Iborra, Juan Gil-Albert y Ramón Gaya, Alicante, 1937. Archivo Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
Antonio Deltoro es mencionado en los repertorios con una identidad algo esquiva –profesor, escritor, intelectual, ensayista o abogado– porque algo esquivo fue también su perfil profesional. Ha merecido atención historiográfica en razón de su actividad cultural en los años treinta y su vinculación a Renau.16 Por el contrario, a Martínez Iborra –siempre profesora, antes y después de la guerra– se la encuentra más tardíamente en los estudios sobre la enseñanza secundaria en España y en México. No obstante, ambas siguen siendo, en cierto modo, biografías un tanto veladas. Sus nombres los reunió por vez primera Vicente Llorens en Memorias de una emigración (Santo Domingo, 1939-1945), libro sobre el exilio en República Dominicana publicado en 1975. Los recordó a propósito de Ozama, una efímera revista ideada y dirigida por Deltoro, de cuyo primer consejo de redacción formaron parte Ana Martínez Iborra, Álvaro Custodio y Joan Junyer. Más tarde, los encontramos en el primer índice biobibliográfico del exilio en México, elaborado por Matilde Mantecón en 1982. Algo después, Elena Aub y María Fernanda Mancebo –que entrevistaron a Deltoro y a Martínez Iborra en su domicilio en México, en 1986– ofrecieron una primera y más amplia semblanza que daba cuenta también de los años valencianos previos a la Guerra Civil, así como de la corta etapa dominicana, entre 1940 y 1941. Asimismo, reaparecieron en los trabajos de José Ignacio Cruz sobre la pedagogía republicana en América, o en el diccionario del exilio cultural valenciano editado por Manuel García en 1995. Finalmente, sus nombres saltan en las páginas de la reciente monografía de Julia Tuñón sobre el Instituto Luis Vives, el primer Colegio creado por el exilio en México, abierto en 1940.17
En las entrevistas despliega Deltoro su capacidad fabuladora en la evocación de tipos y de ambientes. Advierte contra el abuso de la anécdota, pero recurre a ella a menudo. «Brillante platicador y agudo polemista –y un tanto montaraz–», escribió Renau, que lo trató mucho y por largo tiempo.
No era de los más asiduos a nuestras reuniones y debates –prosigue Renau, en referencia a quienes formaban la redacción de Nueva Cultura–. Sin embargo, estaba siempre presente en nuestro ánimo, que temía y gozaba a la vez del cálido, ingenioso y cáustico juicio de su lengua. En nuestra redacción –cuando venía–, en las tertulias de café –donde estaba siempre– o en las de mi estudio, su «mala leche» ibero-valenciana era la sal y la pimenta, que él prodigaba y suministraba equitativamente. […] Aprendíamos mucho de él.18
Fue, sin duda, diestro en la controversia y un excelente conversador, educado en la frecuente lectura y en el templado florete de la tertulia de café.
En estas conversaciones Deltoro combina el retrato costumbrista y el boceto biográfico con el recuerdo de escenas y pormenores insignificantes, atento a lo aparentemente trivial. «Sólo el detalle tiene algún interés», aconsejó Baroja al referirse a los libros de recuerdos.19 Buen lector del escritor vasco, Deltoro aplica la exigencia sin el menor afán de apuntar el rasgo revelador. Tan solo por el paladeo de las anécdotas y porque dan forma a nuestra existencia, y en ellas se encuentra la textura de la vida. «Mi padre, el memorioso, el inventor de cuentos y de anécdotas», escribe Antonio Deltoro en el poema «Bajo el cielo de marzo».
1. «Parque México», en Rumiantes y fieras, México, Ediciones Era, 2017. A finales de 2017, Antonio Deltoro Martínez (Ciudad de México, 1947) preparó para este libro una selección de diez poemas a la que puso por título Poemas a mis padres.
2. Manuel Azaña: Obras completas, vol. 6 (edición de Santos Juliá), Madrid, Ministerio de la Presidencia-Centro de Estudios Constitucionales, 2007, pp. 168-181.
3. La bibliografía sobre el exilio de 1939 resulta inabarcable. José Luis Abellán dirigió una obra monumental en la que colaboraron muchos protagonistas de aquel destierro: El exilio español de 1939, 6 vols., Madrid, Taurus, 1976-1978. Una sugerente revisión de conceptos y problemas en Mari Paz Balibrea (coord.): Líneas de fuga. Hacia otra historiografía cultural del exilio republicano español, Madrid, Siglo XXI, 2017.
4. Olga Glondys: «Regresos», ibíd., pp. 217-224. Marisol Alonso, Elena Aub y Marta Baranda: Palabras del exilio 4. De los que volvieron, Archivo de la Palabra del INAH, México, INAH-Instituto de Investigaciones José Luis Mora-Librería Madero, 1988; Jordi Gracia: A la intemperie, Barcelona, Anagrama, 2010; Alicia Gil Lázaro, Aurelio Martín Nájera y Pedro Pérez Herrero (coords.): El retorno. Migración económica y exilio político en América Latina, Madrid, Cátedra del Exilio-Instituto de Estudios Latinoamericanos-Marcial Pons, 2013; Giulia Quaggio (ed.): «Volver a España. El regreso del exilio intelectual durante la Transición», Historia del Presente, 23, 2014, pp. 11-68.
5. Vicente Llorens: «Entre España y América. En torno a la emigración republicana de 1939», en Manuel Aznar Soler (ed.): Estudios y ensayos sobre el exilio republicano de 1939, Sevilla, Renacimiento, 2006, pp. 167-179, 174.
6. Ana Deltoro Martínez nació en la ciudad de México en 1942, y Antonio Deltoro Martínez, como queda dicho, en 1947.
7. Ronald Fraser: Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la guerra civil española, 2 vols., Barcelona, Crítica, 1979.
8. Un apunte sobre los inicios de la historia oral en México, en Eugenia Meyer: «El archivo de la palabra», Boletín del Instituto Nacional de Antropología e Historia, 23, México, 1978, pp. 3-7. Rehabilitada y controvertida, la memora individual está colmada de olvidos e inserta a su vez en una compleja red de memorias sociales y colectivas, Josefina Cuesta: La odisea de la memoria. Historia de la memoria en España, siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, 2008, pp. 63-135.
9. Las obras de Fagen y de León-Portilla se consignan en la bibliografía.
10. Las entrevistas se encuentran en el archivo de Ana y Antonio Deltoro, en México. La de Antonio Deltoro se realizó los días 2, 3 y 4 de abril de 1978; de la de Ana Martínez Iborra ha quedado un breve registro cuya transcripción –Ana Martínez Iborra. Fragmento de una entrevista con Francisca Perujo, 1995, s/p– debo a Ana Deltoro. Sobre Perujo, véase la nota 178 en Notas a las conversaciones (en adelante NC).
11. La entrevista tuvo lugar el 14 de agosto y el 2 y 4 de octubre de 1979. El programa contó con la ayuda del Ministerio de Cultura de España, y por ello la transcripción puede consultarse en el INAH, en México, y en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca: PHO/10/039. Un breve resumen se encuentra en Dolores Pla Brugat (coord.): Catálogo del fondo de historia oral: refugiados españoles en México, Archivo de la Palabra, México, INAH, 2011, pp. 23-24. Sobre Mantecón, véase NC, 178.
12. La extensión de las entrevistas es similar, en torno a siete horas de conversación cada una de ellas. En la edición, he eliminado interjecciones y muletillas expresivas, he corregido los errores advertidos en nombres propios y topónimos, y he atendido algunas observaciones de Ana y Antonio Deltoro Martínez.
13. Deltoro la conoció al final de la guerra, cuando era comisario en el XIV Cuerpo de Ejército. Mura contrajo matrimonio con el bronco comunista mexicano David Serrano Andónegui, que la involucraría en el primer intento de asesinar a Trostki en mayo de 1940. Falleció en México en una fecha que no he podido precisar. Véase NC, 121.
14. La densidad del exilio intelectual en México convierte la bibliografía en inabarcable. Véanse las obras citadas en NC, 174-197. También Manuel Aznar Soler (dir.): «Homenaje a México y al exilio republicano español de 1939 en México», en Laberintos. Revista de estudios sobre los exilios culturales españoles, 17, 2015, pp. 66-309. En la corrección de pruebas de este libro, Manuel Aznar Soler e Idoia Murga Castro han editado: 1939. Exilio republicano español, Madrid, Ministerio de Justicia / Ministerio de Educación y Formación Profesional, 2019, catálogo de una muestra comisariada por Juan Manuel Bonet.
15. El pie de foto precisa: «Juan Gil-Albert amb intel·lectuals republicans durant la Guerra Civil. Manuel Altolaguirre, Antonio Sánchez Barbudo, Ramón Gaya i una dona no identificada» [‘Juan Gil-Albert con intelectuales republicanos durante la Guerra Civil. Manuel Altolaguirre, Antonio Sánchez Barbudo, Ramón Gaya y una mujer no identificada’]. Salvador Calabuig i Sorlí (coord.): València republicana. Societat i Cultura, Valencia, Ajuntament de València, 2016, p. 170.
16. Juan Manuel Bonet: «Deltoro, Antonio», en Diccionario de las vanguardias en España, 1907-1936, Madrid, Alianza Editorial, 2007, p. 196, lo menciona como ensayista, (1.a edición 1995). Carlos Álvarez se refiere a él como profesor: «Deltoro Fabuel, Antonio (1907-1987)», en Manuel Aznar Soler y José-Ramón López García (eds.): Diccionario biobibliográfico de los escritores, editoriales y revistas del exilio republicano, 4 vols., Sevilla, Renacimiento, 2016, 2, pp. 178-179.
17. Véase la bibliografía final. El trabajo de E. Aub y M. F. Mancebo se reproduce aquí como facsímil en Textos y documentos, 12. Mancebo los recordó de nuevo: La España de los exilios. Un mensaje para el siglo XXI, Valencia, Universitat de València, 2008, pp. 242 y 246-248.
18. Josep Renau: «Notas al margen de “Nueva Cultura”, Nueva Cultura. Información, crítica y orientación intelectual. Valencia (21 números) enero 1935 - octubre 1937. Problemas de Nueva Cultura, Valencia 1936, Vaduz-Madrid, Topos Verlag - Ediciones Turner, 1977, p. XXIII. Los comentarios de Renau sobre Deltoro, Ángel Gaos y Francisco Carreño Prieto los he reunido en el apartado Textos y documentos, 10.
19. Pío Baroja: «Desde la última vuelta del camino», en José-Carlos Mainer (ed.): Obras Completas, vol. I, Barcelona, Círculo de Lectores, 1997, p. 117.
FRAGMENTOS DE VIDA
Antonio Deltoro nació en Chulilla a finales de 1906, en una familia de campesinos adinerados y de arraigadas convicciones católicas que al poco tiempo, para atender la educación de sus seis hijos, se trasladó a Valencia. Acabado el periodo escolar, la infancia y la juventud de Deltoro las constituyeron largos veranos en el pueblo: «Doy gracias al cielo por haber nacido allí», afirma con entusiasmo.
Chulilla fue enciclopedia del mundo natural y escuela de vida en el trato con algunos jóvenes algo mayores de edad, lectores del anticlerical semanario La Traca, y con el blasfemo Tisera, también jornalero de su familia y trovero procaz con quien tuvo una relación cercana. Deltoro destaca, como ya había hecho Cavanilles a finales del siglo XVIII, la medianía como rasgo social característico de aquel pueblo de mil quinientos habitantes: «Como no había grandes terratenientes, no había nadie que no tuviera su parcelita de tierra […] y compensaban esa economía con el jornal». Fue, con los años, destino de frecuentes excursiones de los amigos –artistas de la Valencia de los años treinta– y de visitas de su novia Ana, y ocasional refugio de Renau, necesitado de ocultarse en algún lance de la militancia comunista. Allí, en ese pueblo colgado sobre el Turia, recordará su hijo la infancia feliz del padre «nadando por el río, corriendo entre las peñas».1
Se trataba de un mundo familiar de acusado contraste entre la piadosa familia paterna y la más liberal y descreída de su madre, de la que recuerda a su abuelo Baltasar, bon vivant con maneras de hidalgo a quien veía a hurtadillas porque vivía amancebado con la tía Francisca. Había diversificado su economía y se dedicaba a la ganadería y al transporte de madera que desde los pinares de Cuenca bajaba por el río Turia. Un oficio arriesgado del que se ocupaban las cuadrillas de madereros de la cercana Chelva, que le hablaron por vez primera del Danubio. Deltoro atesoró en su memoria las imágenes de los gancheros colgados de la hoz cuando los troncos se enclavaban y había que subirlos. Una escena que desapareció con la construcción de una central eléctrica hacia 1920. Por un tiempo, el pueblo se llenó de obreros y de barreneros leoneses y asturianos que pervirtieron las contenidas costumbres campesinas.
«En mi casa no solamente conservaban la religión, la petrificaban», afirmaba al evocar el rezo diario del rosario y la lectura de La Hormiga de Oro, semanario carlista promovido por Luis María de Llauder. De cuidada impresión, trascendió el umbral de lo piadoso y se adaptó al periodismo moderno. En el recuerdo de Deltoro –que menciona el impacto que le causó una fotografía del pope Gapón ahorcado– quedaron latentes muchas imágenes de aquella publicación. Fue, señala, «mi primer contacto con el mundo, era la única revista que tenía información».2
De acuerdo con ese ambiente acomodado y severamente católico, tuvo una escolarización religiosa. Tras un periodo en los Maristas –allí se sintió como pera en tabaque, precisa–, estudió en el Colegio de San José de Valencia, donde ya lo habían hecho sus dos hermanos. A los jesuitas dedica una larga diatriba contra sus métodos pedagógicos, la solemne escenografía en la lectura de las calificaciones y contra el recurso a las terroríficas escenas del Infierno y el Juicio Final –que tanto afectaron también a Luis Buñuel, alumno del colegio de Zaragoza–, frecuentes en las pláticas de los ejercicios espirituales. Y todo ello sazonado con episodios de homosexualidad por cuenta de algún padre de la Compañía.
El rechazo de Deltoro hacia los jesuitas es coincidente con el programa de reforma educativa institucionista y con la denuncia del elitismo social de la Compañía de Jesús, que cristalizó con A.M.D.G., la novela autobiográfica de Ramón Pérez de Ayala, publicada en 1910. No fue el único estudiante que guardó un recuerdo adverso. Ángel Gaos consideró su educación aberrante y Luis Galán criticó la marginación de los alumnos externos en la concesión de las distinciones escolares, la llamada Promulgación de Dignidades –uno de los motivos de la crítica de Rafael Alberti en el poema «Colegio (S.J.)», escrito en 1934–.3 «Yo si tengo algo de rebelde, que es mucho –afirma Deltoro–, se lo debo precisamente a mi estancia en los Jesuitas». Debió de estudiar entre 1916 y 1920, como Ernesto Alonso Ferrer, que llegaría a ser un reconocido otorrino, con quien mantuvo una larga amistad y de cuyo inicial entorno familiar ofrece un detallado relato. Entre sus compañeros estaban Ángel Gaos y José Carbajosa, que fueron, al igual que Deltoro, tempranos militantes del Partido comunista en Valencia. Fue expulsado por mala conducta al cuarto año.
«Y entonces en vez de llevarme al Instituto de Enseñanza oficial, me llevaron a los Escolapios, que eran más liberales. He de confesar –precisaba a Perujo– que los escolapios tenían una formación pedagógica muy superior a la de los jesuitas». Conservó siempre un agradecido recuerdo de sus profesores de dibujo, Constantino Castellote, y de literatura, el padre Vicente Ten, un hombre con formación musical y literaria que en ocasiones llevaba a algunos alumnos al teatro. Fue una revelación: «Fíjate lo que supone para un muchacho de catorce años ir al camerino de la Josefina Díaz y ver los entresijos del Teatro Eslava. Pues cambió por completo mi mentalidad». En 1924 obtuvo el grado de bachiller; en aquel año están fechadas unas caricaturas que revelan su destreza con el lápiz. Deltoro admite haber sido un estudiante desigual, salvo en las materias de arte, preceptiva literaria e historia de la literatura.
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Antonio Deltoro, Caricatura, 1924. Archivo Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
Tampoco fue un buen estudiante universitario. Por imposición familiar se matriculó en un curso preparatorio de ingreso en las licenciaturas de Ciencias o Medicina. Apenas estudió dos años y tras un enfrentamiento violento con los catedráticos Enrique Castell y Antonio Ipiens en un examen de química, se le abrió, al parecer, un expediente académico y abandonó los estudios médicos.4 Ese incidente, viva aún la expulsión del Colegio de San José, quebró la relación con su familia. «Esto sería largo de contar, algo de tipo barojiano o galdosiano. Primero mi estancia con mi familia, en Valencia, luego la ruptura con mi familia. Independizarme, ser el consabido habitante de las casas de huéspedes. Me llevaría horas contar sobre los tipos que conocí». Una observación cuyos pormenores, por desgracia, no interesaron a Perujo en su entrevista.
No fue un alumno aplicado salvo en las materias literarias, pero fue un atento y apasionado lector –en particular de literatura del Siglo de Oro– y, como todos, algo desordenado. «Todo aquel aluvión de cultura adquirida al modo corso, entrando a saco sin orden ni concierto en los libros que devoraba», afirmó Juanino Renau –también estudiante aquellos años– de sus erráticas lecturas.5Algunas de ellas fueron las ediciones de la Revista de Occidente y los catálogos de Prometeo o de Sempere –muy completos en la Biblioteca Popular de Valencia, frecuentada por Deltoro–, los autores del hoy discutido marbete de la Generación del 98, en especial Valle-Inclán, Baroja y Unamuno, los ensayos de Ortega –«lo veíamos con cierto recelo, pero contribuyó mucho a mi formación»–, la literatura soviética –bien atendida en la Biblioteca de la FUE–, los libros de Cenit o la edición de El Capital preparada por Manuel Pedroso para la editorial Aguilar; «en fin, conocimientos dispersos que nos fueron formando», admitía. «Estudiante –malo– de leyes (de los que iban “a aprobar” a Murcia), de todas las personas que he conocido de cerca es la más y mejor versada en poesía y literatura españolas de cualquier tiempo y, sin duda alguna, la más culta de nuestra redacción», escribió Josep Renau a propósito de Deltoro y de Nueva Cultura.6
Arthur Schopenhauer: Fundamento de la moral, Valencia, Sempere, ca. 1912.
José Ortega y Gasset: La rebelión de las masas, Madrid, Revista de Occidente, 1930
Con la excepción del marqués de Lozoya y de José Deleito y Piñuela, a quienes elogiaba, el resto del profesorado de Letras era, a su juicio, «un almacén de cachivaches». Particular mordacidad muestra con Pedro María López Martínez, catedrático de Lógica entre 1895 y 1931, de quien recuerda una definición repetida en sus clases: «Lógica es aquella ciencia filosófica, derivada de la psicología, que estudia mediante la razón, apoyada en los datos que le suministra la inteligencia íntima, el conocer la inteligencia conociendo, y el orden que debe poner en su ejercicio para llegar como fin a la verdad y conquistar la ciencia». «Genial», concluye. La figura de López Martínez fue blanco de un buen número de comentarios satíricos de alumnos como Gil-Albert, Vicente Llorens y, sobre todo, José Gaos. Resulta, sin duda, un caso extremo de mediocridad rayana en lo extravagante, pero no debe tomarse como patrón de medida. En el claustro, formado por unos cuarenta y cinco catedráticos numerarios, había docentes valiosos como José Castán Tobeñas, Mariano Gómez, Francisco Beltrán Bigorra, Roberto Araujo, Juan Peset o Fernando Rodríguez-Fornos. Por lo demás, en aquellos años entre la Dictadura y la República llegaron jóvenes profesores, como los médicos José Puche y Luis Urtubey, el historiador del derecho José María Ots Capdequí, el físico Fernando Ramón o Dámaso Alonso, que en 1933 ocupó la cátedra de Lengua y Literatura española. Fue una etapa de grandes expectativas de reforma en la enseñanza superior, aunque los logros fueron discretos. En 1930 se formalizó en Valencia la Federación Universitaria Escolar (FUE), primer sindicato democrático de estudiantes –creado en Madrid en 1927– que tuvo gran protagonismo en los años de la República; se impulsó el campus universitario del Paseo de Valencia al Mar; se mejoró la dotación para laboratorios y bibliotecas y, tras el incendio que asoló parte de la universidad en mayo de 1932, se acometió con empeño la construcción de la Facultad de Ciencias, ahora ajustada al proyecto racionalista y moderno de Mariano Peset Aleixandre.7
A diferencia de Deltoro, Ana Martínez Iborra fue una aplicada estudiante de Filosofía y Letras. En el curso académico 1919-1920 había en España 345 universitarias; diez años más tarde el número se había multiplicado de manera sensible, elevándose a 1744.8 Acompañando ese crecimiento irrumpió la generación de Martínez Iborra. Fue una de las diecinueve matriculadas en Letras en el curso 1925-1926 y formó parte –como también su compañera Presentación Campos– de una generación de universitarias activas en la reforma pedagógica y en la defensa del ideario político y cultural republicano. Entre 1929 y 1931 cursó el doctorado en Madrid, unos estudios orientados hacia la historia de arte que compartió con Josefa Callao, José López-Rey y Carmen Caamaño, un entorno muy cercano a la FUE. A su regreso a Valencia trabajó por un tiempo como ayudante de José Deleito y Piñuela, catedrático de Historia Universal Antigua y Media. Fue por entonces cuando inició la relación con Antonio Deltoro, a quien había conocido a través de su hermano, Manuel Martínez Iborra, estudiante de Medicina y uno de los líderes de la FUE en Valencia. En 1933, Ana obtuvo por oposición una cátedra de Geografía e Historia en el Instituto de Enseñanza Media de Irún, que atendió hasta el comienzo de la guerra. Ese año, Deltoro se incorporaba como profesor de Lengua y Literatura a la Escuela Cossío de Valencia, creada en octubre de 1930 por iniciativa del ingeniero y pedagogo José Navarro Alcácer y de un grupo de amigos del que formaban parte María Moliner, la futura lexicógrafa, su esposo Fernando Ramón, decano de la Facultad de Ciencias, y los catedráticos Puche y Ots Capdequí. Otro repertorio de estirpe institucionista. Deltoro dio clases hasta julio de 1936. La Escuela Cossío se mantuvo en activo durante la guerra y fue cerrada en 1939.9
Martínez Iborra y Deltoro fueron miembros de la FUE, aunque en 1932 Deltoro se vinculó al sector más radical, el recién creado BEOR, Bloque Escolar de Oposición Revolucionaria, controlado por las Juventudes Comunistas, en las que debió de ingresar ese mismo año. También fueron miembros del Bloque Manuel Martínez Iborra y Juanino Renau, que lo calificó de reacción sectaria e intransigente ante la pérdida del «aliento renovador» de la FUE tras la llegada de la República. «Es una etapa –escribió– de admirable euforia deportiva y de vergonzoso olvido de la función reivindicativa que animó su origen».10 Por entonces, la nueva dirección del Partido Comunista impuesta por la Comintern, con José Díaz en la secretaría, se esforzaba en atraer intelectuales y mostró un repentino interés por las cuestiones universitarias y las organizaciones estudiantiles, culpando a la FUE de haber quedado estancada en el reformismo. La cercanía de muchos fueístas la recordó Josep Renau en 1977: «Creo que poco antes o poco después de la proclamación de la segunda República, el Partido Comunista de Valencia sacó la cabeza a una semilegalidad de hecho en la Universidad, entre los estudiantes de la FUE. Y a través de estos pedí el ingreso en las Juventudes Comunistas». Fue en 1931, año en el que también se afilió Ángel Gaos.11
En una ciudad pequeña como Valencia, la vida universitaria se entreveraba de continuo con las actividades políticas y culturales. Lo consignan diferentes memorialistas como Juanino Renau o Gonçal Castelló, quien da cuenta de episodios y nombres –apenas camuflados, en ocasiones, que no resulta complicado identificar–. El personaje de Antoni Pons, enemistado con el catedrático Antonio Ipiens por un inesperado suspenso que le obligó a abandonar Medicina, y luego eterno estudiante de Derecho, es, sin duda, trasunto de Antonio Deltoro. Aparece compartiendo habitación en una casa de huéspedes con un compañero de estudios, Bernat Claramunt –tras el que se oculta a Bernat Clariana–. Exaltado miembro de la FUE y asiduo de la concurrida tertulia del café Lyon d’Or, encontramos a Pons discutiendo de arte con un Mijail Dublic –serbio instalado en Valencia y vendedor ambulante de libros–, en defensa del cubismo y del arte revolucionario. El realismo pictórico había alcanzado su punto más alto con Velázquez, pero en nuestros días dejaba de tener sentido. «Ja tenim les fotografíes», sentencia. Algo después, Castelló lo recuerda en marzo de 1932 visitando la exposición de arte Novecentista presentada en el Ateneo Mercantil de Valencia. Iba acompañado de su novia, una bella estudiante de Letras cuyo nombre –Carme Rovira– enmascara a Ana Martínez Iborra. «Una jove alta i opulenta, bruna de cabells i ulls negres com l’atzabaja […] Va cofada amb una boina posada lleugeramemt de gairell, és molt atractiva!».12 Elegantes en el porte, los vemos caminando por una calle de Valencia, en una fotografía fechada ese año. Unos versos del poeta Antonio Deltoro evocan a su madre con «el traje sastre y los tacones bajos de una muchacha epigramática de los años treinta».13
Ana Martínez Iborra y Antonio Deltoro, Valencia, 1932. Archivo Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
«Yo tenía una vocación bien definida por la literatura y por la pintura, y me conecté pronto con el movimiento artístico valenciano», afirmaba Deltoro. A tono con el combate contra el naturalismo de Blasco Ibáñez y la luminosidad de Sorolla, quienes propugnaban aires nuevos colaboraron en la exposición de José Gutiérrez Solana con la que se inauguró la Sala Blava en junio de 1929. Creada por el ilustrador y ceramista Ferrán Gascón Sirera, Nano, la Sala acogió exposiciones, conferencias, conciertos y debates y pronto se convirtió en la principal promotora de la renovación artística y literaria en Valencia. «¡Fíjate lo que suponía la pintura de Solana en oposición al sorollismo!, ese impresionismo fácil de retina limpia», le comentaba a Perujo. «Improvisadamente: a un grupo muy joven de jóvenes valencianos se les ocurrió abrir una Galería de Arte (La Sala Blava), llevar la obra de Solana y llevarme a mí», escribió Ernesto Giménez Caballero. El director de La Gaceta Literaria, presentado por Maximilià Thous en nombre de Taula de les Lletres Valencianes, pronunció la conferencia «Articulaciones sobre lo violento. Solana en Valencia».
«¡Qué bien está Solana en Valencia! –proclamó Gecé, que por entonces iniciaba la deriva hacia la literatura nacionalista de corte fascista–. ¡Qué bien se bebe su vaso de vino tinto con Ribera y con Ribalta a la sombra de la violencia, a la sombra del negro y del pardo, del ascetismo, de la fuerza, del pus y de la sangre!». Las arrebatadas acrobacias literarias de Giménez Caballero sobre Valencia, en las que hilvanaba a Blasco Ibáñez con Sorolla, César Borgia y san Vicente Ferrer, no convencieron demasiado a Adolf Pizcueta, pero la exposición fue muy elogiada y mereció algunas reseñas. Entre otros, de Almela i Vives y de Pérez del Muro, quien, entusiasta, propuso que el Museo Provincial de Bellas Artes adquiriese Santos de pueblo (1929), bodegón compuesto con tallas religiosas populares que, al decir de Eugenio Carmona, es uno de los motivos en los que mejor trasmite Solana el inquietante extrañamiento de su obra.14 Deltoro tendría ocasión de ver de nuevo al pintor –y de referir algún encuentro con él–. Gutiérrez Solana fue uno de los intelectuales y artistas evacuados de Madrid en noviembre de 1936 que formaron parte de la Casa de la Cultura en la Valencia capital de la República.
Francisco Carreño Prieto, Retrato de Antonio Deltoro, 1931, lapiz sobre papel, 41 x 29 cm. Colección Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
Francisco Carreño Prieto, Retrato de Antonio Deltoro, 1931, óleo sobre tela, 125 x 94 cm. Colección Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
En torno a 1931, su amigo Francisco Carreño Prieto le hizo tres retratos, dos dibujos y un óleo de líneas y coloración cezannescas que emparentaba con el interés que en aquel momento tenía Carreño por el poscubismo y por la obra de Daniel Vázquez Díaz, a quien había tratado en Madrid. El lienzo que muestra a Deltoro absorto en la lectura, acodado en un escritorio, se exhibió en la muestra organizada ese año por la Agrupación Republicana Valencianista.15 Por entonces, Deltoro estrechó su relación con Josep Renau. Fue una amistad larga y muy cercana que alcanzó también a sus entornos familiares. Renau lo fotografió en 1934