Antes, desde y después del cubismo - María Dolores Jiménez-Blanco - E-Book

Antes, desde y después del cubismo E-Book

María Dolores Jiménez-Blanco

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"Antes, desde y después del cubismo. Picasso, Gris, Blanchard, Gargallo y González, y vuelta a Picasso" estudia la trama del arte contemporáneo que tiene en estos artistas sus ejes principales. La influencia de Picasso, la precisa originalidad de Juan Gris, capaz de dar nueva forma al cubismo y hacer de él un movimiento clásico, su relación con María Blanchard, la creación de la escultura moderna en hierro en la obra de Pablo Gargallo, Julio González y el propio Picasso, son los temas que perfilan esa trama, un momento fundamental para el desarrollo de la historia del arte occidental. Antes de que se iniciara el cubismo Pablo Picasso ya estaba convencido de que el siglo XX iba a ser su siglo. No sería el único en pensar así. Alfred H. Barr, Jr., el gran formulador de la historia oficial del arte moderno desde su posición de director del Museo de Arte Moderno de Nueva York en las décadas de los treinta y cuarenta, estableció mediante exposiciones y publicaciones una visión de Picasso que haría fortuna hasta convertirse en dogma historiográfico: la del artista proteico y de obra multiforme, cuyas inquietudes y soluciones plásticas venían a resumir la modernidad. Picasso era para Barr, y para quienes le siguieron al frente del museo, el mejor emblema de un concepto clave para entender lo moderno: libertad.

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Antes, desde y después del cubismo: Picasso, Gris, Blanchard, Gargallo y González, y vuelta a Picasso

www.machadolibros.com

María Dolores Jiménez-Blanco

Antes, desde y después del cubismo

Picasso, Gris, Blanchard, Gargallo y González y vuelta a Picasso

La balsa de la Medusa, 217

Colección dirigida por

Valeriano Bozal

© María Dolores Jiménez-Blanco

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)[email protected]

ISBN: 978-84-9114-173-0

Índice

Introducción. Antes, desde y después del cubismo: Picasso, Gris, Blanchard, Gargallo y González, y vuelta a Picasso

1. Picasso y Gauguin

2. Juan Gris

3. ¿Después del cubismo? La pintura de María Blanchard después de 1918

Ilustraciones

4. Pablo Gargallo

5. Julio González: La nueva escultura en hierro

6. Picasso y la escultura

Lista de ilustraciones

Procedencia de los textos

Introducción

Antes, desde y después del cubismo: Picasso, Gris, Blanchard, Gargallo y González, y vuelta a Picasso

Antes de que se iniciara el cubismo Pablo Picasso ya estaba convencido de que el siglo XX iba a ser su siglo. No sería el único en pensar así. Alfred H. Barr, Jr., el gran formulador de la historia oficial del arte moderno desde su posición de director del Museo de Arte Moderno de Nueva York en las décadas de los treinta y cuarenta, estableció mediante exposiciones y publicaciones1 una visión de Picasso que haría fortuna hasta convertirse en dogma historiográfico: la del artista proteico y de obra multiforme, cuyas inquietudes y soluciones plásticas venían a resumir la modernidad. Picasso era para Barr, y para quienes le siguieron al frente del museo, el mejor emblema de un concepto clave para entender lo moderno: libertad. En aquel entorno este concepto significaba sobre todo capacidad de experimentación frente a restricciones normativas, aunque en determinados momentos históricos adquiriese también un sentido político. Y a ojos de Barr mucho de lo que propuso y realizó Picasso se apoyaba de un modo u otro en el cubismo, que desde su punto de vista vertebraba toda una línea de progreso desarrollada a lo largo del siglo XX, según mostraría en una célebre exposición en 19362. Pierre Cabanne, por su parte, en 1975 tituló una de sus publicaciones más destacadas como Le Siècle de Picasso3. Este hecho resulta especialmente llamativo si tenemos en cuenta que el mismo Cabanne había publicado en 1967 un libro de entrevistas a Marcel Duchamp, Entretiens avec Marcel Duchamp4, la otra personalidad a quien los artistas del siglo XX han dirigido preferentemente su atención y han considerado un referente ineludible. Entre ambos, Cabanne elige a Picasso como personificación de un siglo luminoso y oscuro a la vez, cargado de novedades y lleno de posibilidades pero también de sufrimiento. Y eligiendo Picasso elegía también al cubismo como forma plástica del siglo XX con todo lo que ello pudiese significar.

Para muchos, quizá para una mayoría de historiadores y aficionados, y sin duda para el público general, el siglo XX fue realmente el siglo de Picasso, y sin embargo... Sin embargo, cuando habían transcurrido solo sus primeras décadas, el propio artista vivía con desasosiego la sensación de que lo que había empezado a conformarse como un mundo a su medida, se escapaba: a la altura de 1930 parecían quedar definitivamente atrás el ambiente bohemio de Montrmartre, la camaradería del Bateau Lavoir en la que había nacido el cubismo, la sensación eufórica de que todo cambio era posible en un mundo cada vez más mecanizado, más sofisticado intelectualmente, más libre. La I Guerra Mundial había amenazado de muerte la idea de progreso y de fraternidad internacional que hasta ese momento habían compartido en París artistas de todo el mundo, y en el ambiente cada vez más extraño de la década siguiente, la de los locos años veinte, la combinación del llamado retorno al orden conviviendo con la aparición del surrealismo amenazaba con arrollar a un cubismo que muchos querían ver ya devaluado, incluso convertido en una simple moda, vulgarizado o popularizado, según se mire, por el art déco . En el panorama político y social el crack bursátil de la Bolsa de Nueva York en 1929 y los totalitarismos europeos acabarían por definir un mundo cada vez más convulso, un mundo que hacía temer que los valores de la Ilustración, que se creían tan sólidamente arraigados en Europa, se estaban poniendo en cuestión.

Es lógico pensar que entonces Picasso tuviese la impresión de que lo que había constituido el estimulante entorno creativo de comienzos del siglo XX temblaba, y que había empezado a resquebrajarse tiempo atrás. Ya antes de los treinta empezó a parecerle que algunas de las promesas del París de 1900 se estaban evaporando. Era como si nada de lo aprendido en la Barcelona modernista o en el París que encontró en su primer viaje tuviese ya mucho sentido. A la altura de 1930 solo una parte de lo que le había rodeado cuando se inició su interés por el primitivismo, su camino al cubismo y sus exploraciones inaugurales sobre la idea del collage en dos o en tres dimensiones, o sus peculiares aproximaciones al clasicismo, podía seguir acompañándolo como hasta ahora. Su padre, el primer maestro en cuyas enseñanzas encontró desde muy joven algo frente a lo que rebelarse, había muerto en 1913. Algunos de sus más queridos amigos, desde Casagemas hasta Apollinaire, también. Igual que una de sus musas y amantes, Eve Gouel, a la que él evoca en sus cuadros cubistas como Ma Jolie . Y en 1927 fallece Juan Gris, con quien había tenido una relación tensa, mediada por la escritora y coleccionista Gertrude Stein y por el marchante Daniel Henry-Kahnweiler, pero a cuyo velatorio acudió compungido. Su círculo más estrictamente íntimo, por otra parte, se complicaba cada vez más, como sugiere la alternancia en su pintura de las presencias de Olga Koklova, Marie Thèrese Walter y muy pronto también Dora Maar bajo las formas y disfraces más dispares. El propio Picasso había clausurado el momento venturoso que identificaba con el primer cubismo y la camaradería artística forjada en torno a él cuando declaró que después de llevar a Braque a la estación de tren de Avignon para su incorporación al ejército francés en 1914 nunca más volvió a verlo. Basándose en todo ello se ha dicho que las dos versiones de Los tres músicos , pintadas en 1921 y conservadas en Nueva York y Filadelfia, son, con su gran formato y su inequívoca filiación cubista, su homenaje a una época y una épica ya pasadas.

¿Estaba realmente comenzando otra era? ¿O todo aquel mundo se cerraba solo en falso? No hay una respuesta simple a estas preguntas: muchas cosas habían cambiado, mucho había quedado atrás, especialmente la ingenuidad utópica y hasta escapista de los primeros años de las vanguardias. En la década de los veinte, y especialmente en los treinta, los artistas tendrían que tomar partido, tendrían que poner de manifiesto su capacidad de estar en contacto con una realidad cada vez más áspera. Pero eso no significaba que hubiese que renunciar a todo lo planteado en años anteriores, a lo imaginado, explorado o deseado, incluyendo muy especialmente el cubismo, pero no solo el cubismo. Este, de muy diferentes formas, siguió vivo y alentó infinitas prácticas y posibilidades plásticas posteriores. De hecho, Picasso, que nunca dejó de mirar a través de las lentes del cubismo, así lo había insinuado al pintar en 1921 Los tres músicos , cuando todos le veían con la mirada puesta en los clasicismos o incluso cuando un poco más tarde coquetease con el surrealismo. ¿Acado había entonces que entender aquellos dos cuadros de 1921 como una despedida o eran más bien una reafirmación?

La idea del nacimiento del cubismo como momento fértil para el arte y como instante de gran estímulo personal quedó fijada en la memoria personal de Picasso y fue probablemente revivida por él en el territorio de la escultura en el momento de su colaboración con González, justamente pensando en cómo hacer un monumento a su querido amigo el poeta Guillaume Apollinaire, su cómplice y apologeta durante los primeros años del cubismo. González explica en la revista Cahiers d’Art5 que, durante la colaboración que se estableció entre ambos entre 1928 y 1932, Picasso declaró sentirse tan feliz como en 1908, quizá porque entendió que se encontraba en un momento tan cargado de posibilidades como aquel: un momento en el que el assemblage , el uso desprejuiciado de materiales, de formas, planos y líneas desplegados en el aire abrirían vías que tanto ellos mismos como muchos otros podrían desarrollar en el futuro. Es fácil imaginar que, a pesar de todo lo que le rodea en torno a 1930, al rememorar a Apollinaire mientras trabajaba en un monumento a su memoria junto a González, Picasso sintiera que el cubismo estaba aún en el centro de su trabajo. O que se diera cuenta de que definitivamente nunca dejó de estarlo porque, como diría Gris, no era un estilo (y como tal, algo opcional), sino una forma de entender el mundo, la forma propia de aquella época. Las palabras de Picasso a González podrían interpretarse también en otro sentido, pues constatan que Picasso se vio de nuevo a sí mismo en el lugar que desde que llegó a París en 1900 había sentido como propio: el del artista-genio, el del artista héroe al que tantos seguirán en el futuro a pesar del presente, e intuye entonces lo mucho que aún queda por hacer. A pesar de todo, a pesar de los innegables cambios ocurridos en la vida europea e internacional en general, y en la cultura parisina en particular, él podía seguir ocupando el lugar que había querido conquistar desde entonces: el del artista-faro, mártir, héroe y precursor que siempre quiso heredar de Paul Gauguin. Un lugar que tenía mucho de literario y que debía entenderse en el contexto de la tradición romántica, como había ocurrido con la propia figura de Gauguin, siempre rodeada de leyenda. Pero también un lugar que en un futuro próximo le iba a exigir responsabilidades públicas muy marcadas: en 1937 los acontecimientos de la guerra civil española le harían asumir bruscamente esa posición mediante la realización del gran lienzo titulado Guernica para el Pabellón de la República Española en la Exposición de Artes y Técnicas de París.

Las conversaciones que Picasso y González, viejos conocidos de juventud barcelonesa, mantienen entre 1928 y 1932 mientras ponen en pie una nueva manera de imaginar la escultura recordando a Apollinaire, servirían a ambos para hacer balance de lo ocurrido en sus vidas y en su arte hasta aquel momento. Y nos sirven a nosotros para tomar perspectiva al acercarnos a una época cuyo epicentro es el cubismo. Desde ese punto de vista fijaremos nuestra atención en varios artistas y episodios de diferente intensidad y transcendencia, que forman parte de una trama mucho mayor: la de la exploración de nuevas formas y significados en el arte de las primeras décadas del siglo XX. Que Picasso abra y cierre esta cadena no es casualidad. Aunque quizá sea mejor describir estos escritos como una constelación: todos los artistas se relacionan de un modo u otro, todos tienen carreras independientes pero se encuentran vinculados entre sí por lazos biográficos, artísticos, o ambas cosas al tiempo. Desde ese otro punto de vista tienen a Picasso en el centro. Cada uno de los artistas aquí tratados –Picasso, Juan Gris, María Blanchard, Gargallo y Julio González– , tienen su propia capacidad de irradiación sobre todos los demás. Es evidente que la relación no es siempre de igual a igual, y también lo es que ninguno escapa del peso de la figura de Picasso.

Gris vive durante años a pocos metros de Picasso en el Bateau Lavoir, el frágil edificio situado en el número 13 de la rue Ravignan. Es allí donde conoce la evolución del cubismo y donde toma contacto con quienes rodean a este movimiento y a sus protagonistas: Picasso, por supuesto, pero también Braque, Apollinaire, Max Jacob o, muy importante, el marchante Daniel- Henry Kahnweiler, quien se convertiría en su principal apoyo económico y emocional hasta que su condición de judío-alemán le impidió seguir siéndolo en el proceloso contexto de la Primera Guerra Mundial. La realidad, efectivamente, empezó a ser áspera mucho antes de 1930. Picasso y Gris se seguirían cruzando de mil formas, pero a partir de la Gran Guerra Gris encuentra un camino propio que le convertiría en referencia del cubismo más puro. Él mismo actuaría, a su modo, como referente y amigo de María Blanchard durante algunos años, y especialmente en torno a 1918, cuando su estancia en Bealieu-les-Loches les proporciona una cercanía que se hace muy palpable en la pintura de ambos. En Beaulieu conviven a su vez con el poeta chileno Vicente Huidobro y con el escultor lituano Jacques Lipschitz, en una especie de comunidad de cuyos debates creativos surgen nuevas visiones de pintura, escultura y poesía. Huidobro colaboraría entonces también con Gris en su búsqueda de palabras y expresiones adecuadas para sus escritos, y significativamente dedicaría a Gris y a Lipschitz (¡solo a ellos!) su libro Horitzon Carré , «recordando nuestras charlas vesperales en aquel rincón de Francia». En aquel lugar de la Turena, buscando alejarse del París donde sonaba el estruendo de la guerra, Gris había realizado dos años antes, en 1916, uno de sus cuadros más reveladores: su Retrato de Josette , actualmente en el Museo Reina Sofía de Madrid, en el que sintetiza su amor por la tradición clásica –pues todas las piezas de la figura se someten al marco de la geometría, como en un pedimento griego–, por la tradición francesa –pues el tema parte de una Mujer con mandolina de Corot– y sobre todo por el cubismo, cuando la supervivencia de este parecía amenazada por su condición de boche , es decir, extranjero. A fin de cuentas, parecía decir Juan Gris, todas las formas de la naturaleza, incluida la de su compañera Josette en un interior, son susceptibles de someterse a la visión plana y racionalizadora del cubismo sin perder un ápice de su atractivo sensorial, y todas son compatibles con todos los clasicismos de la historia sin perder su espíritu moderno.

A pesar de lo continuos esfuerzos de Gris, a pesar de la persistencia de Blanchard y también a pesar de la aún enorme presencia de Picasso, al acabar la Gran Guerra algunos entendieron que el cubismo en la pintura francesa había tocado a su fin. Gris defiende lo contrario argumentando que el cubismo es, precisamente, algo inexorablemente propio de su tiempo y de su lugar. Aún desde Beaulieu, el 22 agosto de 1918, contesta airado a la carta que su marchante Léonce Rosenberg le ha remitido, refiriéndose a un artículo de Pinturricchio (pseudónimo del crítico Louis Vauxcelles) en la revista Carnet de la Semaine sobre lo que consideraba el inevitable fin del cubismo: «Para los que trabajamos seriamente el cubismo es una estética que es el resultado de un estado de un espíritu muy profundo y muy humano y muy de época [...] Así es que ellos sabrán, no les servirá de nada»6.

Gris, como tantos otros de sus amigos, entendía que el cubismo tendría una vida posterior a 1918. Ya hemos dicho que justamente en este período la obra de Gris tomaría un protagonismo en París que no había tenido antes de la guerra: gracias a su destilada forma de unir cubismo y clasicismo (casi la cuadratura del círculo a la que alude el título del Horizon Carré de Huidobro) se convertiría en centro de atención de puristas como Ozenfant, o de futuristas que buscan un puente al clasicismo, como Severini. No por casualidad, revistas como la italiana Valori Plastici en 1919, la francesa Esprit Nouveau en 1921, la alemana Der Querschnitt en 1923 o la americana Transatlantic Review en 1924 publican con gran interés sus pensamientos acerca de la pintura de su tiempo7. Tampoco es casualidad que fuese en 1925, unos meses después de la publicación del manifiesto surrealista, cuando Gris fuese invitado a pronunciar su conferencia magistral en La Sorbona, cuyo título, De las posibilidades de la pintura , transparentaba el sentido de las posiciones de Gris. Sin embargo, en la otra cara de la moneda estaba el hecho de que el propio Léonce Rosenberg, que durante la guerra tomó el relevo de Kahnweiler como marchante del cubismo abriendo la galería L’Éffort Moderne, contribuyó decisivamente en los primeros años veinte a las célebres subastas del Hotel Drouôt en las que los fondos cubistas de la galería Kahnweiler, que hubo de rebautizarse como galerie Simon para romper todo tipo de asociación nominal con su antiguo dueño judío, se saldaron con precios claramente perjuduciales para el prestigio y la situación económica de los artistas cubistas. Efectivamente, también este factor contribuiría de manera muy descorazonadora a la sensación del fin de una era.

Aun así, Picasso, Gris, Blanchard, Gargallo y González siguen trabajando en lo que seguían considerando «resultado de un estado de espíritu muy profundo y muy humano y muy de su época». Y sus caminos siguen cruzándose. Blanchard mantiene despues de 1918, en lo que se ha querido entender como una fase posterior al cubismo, un sentido de la estructura que sigue siendo visible en su obra hasta el final, incluso cuando se hace compatible con una mayor presencia de lo emocional, e incluso cuando su dolorosa salida de la Galerie de L’Éffort Moderne en 1920 se interpreta como una ruptura. De hecho, también la obra de Gris posterior a 1920 adquiere en ocasiones un sentido expresivo que no tenía en épocas anteriores, sin renunciar por ello a su célebre método deductivo o a su estricto sentido de la composicion, tanto geométrica como cromática, inseparable del cubismo. Gris, por su parte, menciona a Gargallo más de una vez en su correspondencia como alguien familiar y próximo, y en algún sentido puede entenderse que el esfuerzo del pintor por acercar el cubismo al clasicismo como forma de garantizar su supervivencia en el entorno hostil de la Francia que apuesta por sus propias tradiciones con la excusa del retorno al orden tiene algún reflejo, quizá algo desvaído, en algunas piezas de Gargallo. Gargallo y Julio González, a su vez, comparten también su paso por las artes decorativas e industriales en el contexto de la Barcelona modernista, así como la presencia intermitente pero siempre latente del imaginario noucentista en su obra. Ambos trabajaron con hierro, y aún hoy hay quien entra en la estéril discusión sobre quién de los dos lo hizo primero. Gargallo alcanzaría en vida cierta notoriedad crítica y comercial y es hoy quizá más conocido popularmente gracias a su presencia en lugares públicos de gran visibilidad como el Palau de la Música Catalana en Barcelona. Es González, sin embargo, quien consigue abandonar de forma más clara las limitaciones localistas de su bagaje previo a partir de su colaboración con Picasso, y quien emerge como capaz de entender con una audacia libre de prejuicios las variadas formas en que puede llevarse a cabo lo que él mismo llama «dibujar en el espacio». Y es González quien se convierte en referente ético y estético para escultores posteriores como David Smith, que reinterpreta algunas de sus ideas y técnicas desde el contexto del expresionismo abstracto americano después de 1945. Todos ellos, Picasso, Gris, Blanchard, Gargallo y González, transitaron por el territorio amplio y lleno de matices que se despliega entre la mímesis naturalista y la propuesta esquematizadora del cubismo. Nunca pensaron en sus diversos vocabularios expresivos como etapas sucesivas, ni siquiera alternativas: más bien se trataba de visiones complementarias de enorme permeabilidad, pues se mezclaron y conjugaron continuamente en el transcurso de sus trayectorias como posibilidades complementarias e imprescindibles para responder a diferentes estados de ánimo, a diferentes objetivos o a diferentes circunstancias. Baste recordar en este sentido el conocido caso de la presencia de dos piezas simultáneas de Julio González en el París de 1937: la Montserrat en el Pabellón de la República Española y la Femme au miroir en la Exposición «Origins et Developement de l’Art International Independant. De Cézanne à l’art figuratif», que tuvo lugar en el Jeu de Paume.

Todo lo anterior implica que los artistas aquí tratados tuvieron trayectorias complejas, con todas las dificultades propias de lo que significaba ser artista moderno. Más allá del relato hagiográfico de las vanguardias, y en las antípodas de la versión edulcorada de la bohemia, es necesario recordar que aquellas dificultades eran serias e implicaban condiciones de vida de verdadera dureza, soledad, incomprensión y, por supuesto, precariedad económica y física, por mencionar solo las más acuciantes. Ninguno de ellos, salvo Picasso, llegó a sentirse completamente a salvo. Quizá ese hecho explique que ninguno de ellos, de nuevo salvo Picasso, tuviesen vidas largas. Hemos dicho que Juan Gris murió en 1927, cuando cumplía cuarenta años. María Blanchard murió en 1932 y Gargallo en 1934, y ambos habían nacido en 1881, como Picasso. Julio González era algo mayor que los demás, pues nació en 1876. Pero también murió mucho antes que Picasso, en 1942. Por lo que sabemos, sin embargo, a pesar de las infinitas dificultades que hubieron de afrontar –especialmente en el caso de Blanchard, que unía una dura enfermedad a su condición de mujer en un mundo de hombres–, ninguno abdicó de sus objetivos: todos ellos se mantuvieron, de forma más o menos rotunda y con las variantes propias de cada caso, en el círculo del cubismo.

Notas al pie

1 Ver Barr, Alfred H., Jr.: Picasso, Forty years of his art , New York, The Museum of Modern Art in collaboration with The Art Institute of Chicago, 1939, y Picasso: Fifty Years of his Art, New York, The Museum of Modern Art, 1946, entre otros.

2 Barr, Alfred H., Jr.: Cubism and Abstract Art , New York, The Museum of Modern Art, 1936.

3 Cabanne, Pierre: Le Siècle de Picasso , París, Denöel, 1975.

4 Cabanne, Pierre: Entretiens avec Marcel Duchamp , París, Belfond, 1967.

5 González, Julio: «Picasso Sculpteur», Cahiers d’Art , núm. 11, 1936, pp. 6-7.

6Juan Gris. Correspondencia y escritos , edición crítica de M. Dolores Jiménez-Blanco, Barcelona, Acantilado, 2008, p. 214.

7Ibid. , pp. 457-480.

1

Picasso y Gauguin

En 1919, Somerset Maugham publica su libro The Moon and Sixpence , un acercamiento a la biografía –tanto externa como interna– de un artista en el que se ha visto representada, sin nombrarla, la figura de Paul Gauguin. El personaje, bajo el nombre de Charles Strickland, encarna por encima de todo la leyenda del artista genial, con todo lo que ello lleva aparejado: su sufrimiento e incomprensión inicial, su atractivo para generaciones venideras, su mito.

Como dice el propio Somerset Maugham en las primeras páginas del libro:

La facultad de crear mitos es innata a la raza humana. Esta se aprovecha ávidamente de cualquier incidente, sorprendente o misterioso, de la trayectoria de aquellos que se han distinguido de sus iguales, e inventa una leyenda a la que después aferra una creencia fanática. Es la rebelión de la fantasía y el romanticismo contra lo ordinario de la vida. Los incidentes de esta leyenda se convierten en el pasaporte más seguro hacia la inmortalidad del héroe1.

Picasso comparte con Gauguin/Strickland ese lugar en donde la historia se convierte en mito, en donde la biografía se convierte en relato épico y en donde las anécdotas dejan de serlo para convertirse en trascendentes episodios de unas trayectorias vitales en las que nada es contingente. Por el contrario, todo es necesario porque responde a un destino superior, como dictado por los dioses, del que forman parte tanto la miseria como la grandeza: ambas son las dos caras inseparables de la misma moneda.

Lo interesante es que, tanto en el caso de Gauguin como en el de Picasso, no se trata solo de una visión a posteriori , cincelada esmeradamente por artistas, historiadores y críticos décadas después de la muerte del personaje, como ocurre tópicamente con el caso de Van Gogh: tanto Gauguin como Picasso fueron muy conscientes de la necesidad de crear ellos mismos –y a ello se afanaron con ahínco– su propio mito en vida, su leyenda: convencidos de que ese aura les aseguraría, como dice Maugham, el paso a la historia con todas las glorias que anhelaban. En este sentido, puede proponerse como hipótesis que es precisamente el modelo de Gauguin, a quien Picasso descubre deslumbrado en los primeros años del siglo XX, el que le inspira a la hora de fraguar su propia leyenda. De Gauguin le impresiona no solo, obviamente, su obra, de la que tomará claros préstamos. También su entorno, formado por poetas y críticos como Mallarmé o Morice; también el propio Picasso, desde muy joven, favorecerá la cercanía de poetas, desde el decadentista Casagemas en los años del cambio de siglo hasta, posteriormente, el vanguardista Guillaume Apollinaire o el socialmente exitoso Jean Cocteau, que suelen identificarse, respectivamente, con las etapas cubista y clasicista en la obra de Picasso. De Gauguin le impresiona, además, su persona, su trayectoria, su sufrimiento material que no le hace decaer en su convicción. Es decir, su mito. Sobre todo cuando el propio Picasso atraviesa una época –1900 y 1906– en la que sufre similares penalidades. Porque, igual que a lo largo de toda su vida Picasso incorpora a su obra imágenes, ideas o modos artísticos tomados de otros artistas, en ocasiones Picasso toma modelos vitales que otros artistas encarnaron antes que él.

Gauguin muere en 1903 en las Islas Marquesas. Con sus alejamiento a los Mares del Sur en la década de 1890 –con el intervalo de 1893-1895–, la figura de Gauguin había acrecentado su misterio, y su obra, antes reconocida solo por un reducido núcleo de incondicionales, comenzaba también a acrecentar su atractivo entre los pintores más jóvenes. Su mito, forjado en la lejanía, alcanzaba ahora sus definitivos tintes épicos. Al conocerse la muerte de Gauguin parecía que el nuevo arte, con su misión románticamente liberadora, se había quedado sin profeta, huérfano de una personalidad capaz de servirle de guía o inspiración. Así lo sentía uno de los más rendidos admiradores de Gauguin: este era un artista español, el ceramista y escultor vasco Paco Durrio, a quien Gauguin había pintado hacia 1894 en París. Durrio percibía claramente la necesidad de dar continuidad al mito del artista- mártir, mesiánico, para que el desarrollo del arte moderno pudiese continuar su curso. En los años transcurridos entre las dos estancias tahitianas de Gauguin, es decir, entre 1893 y 1895, Durrio había colaborado con él en la creación de cerámicas renovadoras. Ya entonces se había convertido en uno de los grandes defensores y difusores de la obra de Gauguin en París. Después, Durrio contribuyó a su prestigio no solo entre los jóvenes pintores españoles que llegaban a París, a los que les elogiaba la figura del artista y les mostraba su colección de obras, que el propio Gauguin le había legado al despedirse de él para su segundo viaje a Tahití. También había colaborado a la preparación de las principales exposiciones de la obra de Gauguin que se celebraron en París en aquellos años, especialmente en la que se organizó a su muerte, en la galería de Ambroise Vollard de la rue Lafitte, en 1903, y después en el Salón de Otoño de 1906.

Si la figura de Gauguin necesitaba un sucesor, este debía encontrarse entre la nueva generación de artistas que emergía en París. Debía ser alguien con la misma potencia, la misma rebeldía, la misma capacidad creativa. Pero también la misma fértil ambigüedad respecto al arte del pasado, y la misma desinhibida capacidad de absorber y aprovechar hallazgos de otros artistas del presente, incluso los muy próximos, características innegables de Paul Gauguin que parecían pasar más inadvertidas para los turiferarios, que preferían verle como un artista solitario, revolucionario y rompedor. Tanto Gauguin como Picasso tenían claro que, como diría T. S. Eliot, «el mal poeta imita; el buen poeta roba»2. Parece que Picasso merece los cien años de perdón del refrán, porque precisamente roba al ladrón. Y no solo le roba sus modelos: el primitivismo como arma de liberación, desde luego, pero también Velázquez, Ingres, Degas o, notablemente, Cézanne. No solo le roba ideas estéticas como la subjetivización del color, visible en toda la obra de Picasso, y de forma más evidente en la llamada época azul –por cierto, premonizada de forma casi literal en el Cristo en el Huerto de los Olivos que Gauguin pinta en 1889–. También quiere robarle su papel, su posición frente a los demás pintores como el nuevo mesías, el nuevo desbrozador de caminos, en un momento en que él mismo necesitaba aparecer como el gran heterodoxo genial. Del mismo modo que en los años cincuenta, ya convertido en un gran clásico, Picasso se mide con Velázquez, en los primeros años del siglo XX busca su referencia en el gran solitario, en el gran rompedor, en Paul Gauguin. Picasso desea no tanto copiar o imitar, sino suplantar y superar a Gauguin, como después le ocurriría con Velázquez. En los años cincuenta, Picasso es sobre todo un hito histórico cuya obra, ya convertida en clásica, parece pertenecer al pasado: por eso desea medirse con el clásico por excelencia, Velázquez, y con su obra más sobresaliente, Las Meninas , a la que reta, homenajea o parodia, según se mire, en su célebre suite de 1957. Pero ahora, en el paso al siglo XX, cuando a su llegada a París trata de imponerse en un mundo lleno de nuevas posibilidades para el arte, la mayoría de ellas consistentes en un sistemático desprecio de las convenciones en busca de un nuevo territorio, encuentra su referente en Gauguin, cada vez más mitificado como el artista que había abierto caminos. El propio Gauguin, además, se había encargado de poner de manifiesto esta visión de su personalidad. Por ejemplo, en 1896, Gauguin le escribe a su compañero Schuffenecker desde Tahití:

en cierto modo, he dado a la juventud, a falta de enseñanza, libertad: debido a mi audacia, todo el mundo se atreve hoy en día a pintar sin tener en cuenta la naturaleza y todos sacan provecho de ello, venden a mi lado porque, una vez más, ahora todo a mi lado parece comprensible3.

En 1902, el año anterior a su muerte, le dice a su amigo Monfreid desde las Islas Marquesas:

Usted sabe que desde hace tiempo yo he querido establecer el derecho a atreverse a todo; mis habilidades (teniendo en cuenta que mis dificultades económicas han sido excesivas para tal empresa) no han dado gran resultado pero, sin embargo, la máquina está en marcha. El público no me debe nada, ya que mi obra pictórica no es más que relativamente buena, pero los pintores que hoy disfrutan de esa libertad sí me deben algo.

Es cierto que muchos se imaginan que esto se hizo solo. Por otra parte, no les pido nada y mi conciencia basta para recompensarme4.

Gauguin es, para Picasso, el arquetipo del genio, de raigambre romántica: exactamente la horma que él quiere calzar. El genio como «la figura del artista perfecto en la cual se reconocen los atributos y las cualidades de un modelo de humanidad que sobrepasa los límites de lo que es meramente humano. El genio es como un dios hacedor y constructor de una realidad que, aparentemente subjetiva, pretende alcanzar la objetividad absoluta y ofrecer, bajo la forma del arte, la verdadera esencia de la realidad o aquellos aspectos de la realidad que la mera apariencia encubre. El genio, como héroe, se enfrenta a las convenciones que bajo la forma de ley, regla o norma, limitan o dificultan la plena realización de la persona humana y someten su libertad en razón de un consenso universal tácitamente admitido y asumido. El mundo del genio es el mundo de la desmesura, no se aviene a ninguna imposición interna y no admite regla o ley –aunque la sociedad demuestre su necesidad– que considere contraria a su naturaleza y a su íntima necesidad»5.

Esta definición podría aplicarse tanto a Gauguin como a Picasso. Y coincide, además, con la visión exaltada del artista como superhombre desarrollada por Nietzsche, que probablemente Picasso había asimilado gracias a su amigo Casagemas. Si Gauguin proyectó la imagen de alguien capaz de romper amarras, alejándose de sus orígenes y de lo rutinario tanto geográfica como moral y artísticamente, lo mismo esperaba conseguir Picasso –aunque quizá aspiraba también a mejorarlo en cuanto a conseguir en vida un reconocimiento crítico que Gauguin solo adquirió después de muerto.

Picasso jamás admitió expresamente el peso de Gauguin en su ruta hacia el primitivismo, o en su heterodoxo redescubrimiento temprano del clasicismo, aunque los préstamos y las imágenes creadas por el joven artista inspiradas en el maestro resulten evidentes. Del mismo modo, tampoco nos ha quedado constancia expresa de su admiración por el personaje. Pero parece plausible que de Gauguin no solo le intrigasen determinadas fórmulas pictóricas, temas o composiciones. Se trata también de una fascinación personal, de una identificación emocional, de un deseo de, como querría Durrio, convertirse en el nuevo Gauguin, en ese nuevo artista que debía ser no solo genial, sino sobre todo legendario.

A pesar de las penurias y los desprecios, a pesar de la marginalidad que debiera sufrir en el presente, sería en el futuro un personaje de leyenda, alabado y literaturizado como solo los excelsos podían serlo incluso cuando poco o nada se supiese de su pintura. Solo así podría crearse un verdadero interés no solo por su obra en particular, sino por el arte moderno en general. Esa obsesión de lo legendario sí quedó manifiesta mucho después en unas palabras de Picasso a Alfred H. Barr, Jr:

En este período nuestro, de moral débil, lo esencial es crear entusiasmo. ¿Cuánta gente ha leído realmente a Homero? Pero igualmente todo el mundo habla de él. Así se ha creado la leyenda de Homero. Una leyenda provoca, en este sentido, un valioso estímulo. Tanto nosotros como la generación más joven, lo que más necesitamos es entusiasmo6.

Unas declaraciones de Picasso que, por lo demás, podrían parecer extraídas de los Escritos de un salvaje de Gauguin.

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Analizando la obra de Picasso, tan transparente a la hora de mostrar sus intereses y sus estímulos visuales, es posible trazar la línea que dibuja su camino de aproximación a la obra y a la personalidad de Gauguin. Una aproximación que tiene lugar sobre todo en los primeros años del siglo XX, paralelamente al descubrimiento y la posterior difusión de la obra de Gauguin entre los artistas parisinos y, por extensión, entre todos aquellos que, en Europa o Estados Unidos, buscaban fórmulas nuevas de modernidad. En aquellos años, y en realidad durante todo el primer cuarto del siglo XX, Gauguin –junto con el sintetismo y el postimpresionismo con que puede relacionarse– se convierte en sinónimo de modernidad, en vía de escape de la convención académica. En Picasso, como ocurre con tantas otras referencias, la atracción por Gauguin no es exclusiva de un período, sino que se mantiene siempre viva. Picasso nunca cierra ninguna puerta. Pero aunque la presencia de Gauguin nunca llega a extinguirse del todo en la obra de Picasso, puede decirse que en el período anterior a Les Demoiselles d’Avignon se intuye con mayor intensidad.

Picasso acudió a París en 1900, con motivo de la Exposición Universal que se abría al público el 1 de mayo. En ella se mostraba un cuadro suyo, Últimos momentos , en el que se hacía referencia a un lecho de muerte. Aunque tradicionalmente se pensaba que podría tratarse de Ciencia y caridad7, John Richardson ha propuesto que este lienzo sería más bien la base física sobre el que posteriormente Picasso pintaría el titulado, significativamente, La vie , del que enseguida hablaremos8.

Picasso llegó con Carles Casagemas a París en octubre, se instalaron en el estudio de Nonell en Montmartre, y se unieron a la colonia de artistas españoles que incluía, entre otros, a Paco Durrio. En aquel viaje, como es natural, Picasso quiso ponerse al día de las modas artísticas francesas. Pero sus obras de entonces muestran, más que un interés claro por el postimpresionismo que ya se apoderaba de París, su atracción por Toulouse Lautrec, Van Gogh y, también, por ilustradores como Steinlen o Bottini. Estas influencias se hacen palpables no solo en su primer cuadro importante pintado en París, Le Moulin de la Galette , de la colección Tanhausser (Guggenheim NY), o en el más cercano Mujer en azul (MNCARS), sino también en las ilustraciones que realiza en 1901 en Madrid, para la revista Arte Joven , que publica junto con Francisco de Asís Soler. Un proyecto editorial que duraría poco. En mayo de 1901 Picasso ya está de vuelta en París. Unos meses antes, en febrero, había recibido la noticia del suicidio de su amigo Casagemas. Pierre Daix ha dicho que Picasso afirmaba que fue este suicidio el que le llevó a «pintar en azul»9. Azul es, ciertamente, el rostro demacrado del poeta decadentista muerto. En todo caso, al llegar a París Picasso se instala inicialmente en el estudio del Boulevard de Clichy que antes había ocupado Casagemas, y durante unos meses se dedica a pintar escenas del París nocturno que juntos habían frecuentado. Después, acompañado de su marchante y casero Mañach, se dirige a la rue Lafitte a conocer nada menos que a Ambroise Vollard. Este, ya conocido como el marchante más atrevido de París, había conseguido una excelente clientela de coleccionistas internacionales por su apoyo a Cézanne, pero también por su hábil explotación de la leyenda de Gauguin, el más carismático de los postimpresionistas, del que por entonces ya había realizado tres exposiciones, respectivamente, en 1895, 1896 y 1898. Vollard organizaría en junio de 1901 una muestra del pintor vasco Francisco Iturino y el joven Pablo Picasso, que aún no había cumplido veinte años. Fuese cual fuera el balance de la exposición –fracaso según Vollard, quizá para justificar el hecho de no haber continuado exponiendo a Picasso; éxito según otras fuentes–, lo cierto es que Picasso se introduce así, física y simbólicamente, en el lugar donde el propio Gauguin había expuesto antes.