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La soledad no deseada es una experiencia universal que se manifiesta a lo largo de toda la vida, dejando una huella profunda en nuestra salud emocional y en nuestras relaciones interpersonales. Esta obra explora con profundidad y sensibilidad el fenómeno de la soledad no deseada en la infancia y la adolescencia, etapas en las que su impacto, aunque invisible, resulta determinante para el desarrollo emocional y social. El libro ofrece claves y estrategias para fomentar entornos empáticos en el hogar, la escuela y la comunidad, sustentándose en un análisis riguroso que abarca desde la primera infancia hasta la adolescencia. A través de la teoría del apego, la psicología del desarrollo y la psicotraumatología, los autores ilustran cómo las primeras experiencias de conexión o desconexión con los cuidadores configuran nuestras expectativas de relación y predisponen la vivencia de la soledad en etapas posteriores. Con un estilo que conjuga rigor académico y sensibilidad, estos reconocidos y admirados autores nos invitan a reflexionar sobre la soledad no deseada como un fenómeno complejo pero abordable, recordándonos que siempre es posible reparar, reconectar y resignificar nuestras experiencias emocionales. Este libro se convierte en una herramienta esencial para profesionales, cuidadores, familiares y cualquier persona interesada en comprender y acompañar a quienes enfrentan la soledad no deseada en cualquiera de las etapas iniciales de la vida. Asimismo , le invitamos a profundizar en este fascinante tema con el libro El cerebro social: neurobiología y soledad no deseada en adultos y ancianos, que se integra en la misma colección y se enfoca en las últimas etapas vitales.
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Seitenzahl: 467
Veröffentlichungsjahr: 2025
Apego y conexión social
© 2025 José Luis Gonzalo, Concepción Martínez y María Dolores Rodríguez
Primera edición, 2025
Directora de colección: Mercedes Bermejo
Directora de producción: M.ª Rosa Castillo
Corrección: Héctor Tarancón
Maquetación: quimdiaz.net
Diseño de la cubierta: cuantofalta.es
© 2025 Editorial Sentir es un sello editorial de Marcombo, S. L.
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© 2025 Colección Sentilibros
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ISBN del libro en papel: 978-84-267-3938-4
ISBN del libro electrónico: 978-84-267-4070-0
Producción del ePub: booqlab
A nuestros pacientes, que día a día nos enseñan a vivir ante la adversidad
La soledad es muy hermosa... cuando se tiene alguien a quien decírselo
(Gustavo Adolfo Bécquer)
Cubierta
Título
Créditos
Índice de contenidos
Prólogo
1.
Soledad no deseada en la edad bebé
1.1
Introducción
1.2
Un bebé no puede ni está preparado para sentirse solo
1.3
El apego: instinto para sobrevivir, conectar y sentirse unido al otro
1.3.1
Los conceptos más importantes de la teoría del apego
1.3.2
El amor tranquilo
1.3.3
El amor excitado
1.3.4
Clasificaciones de las disposiciones de apego y la soledad
1.4
¿Cuándo sabe un bebé que lo han dejado solo y que ha experimentado una pérdida?
1.5
Otras formas (algunas) socialmente admitidas de que el bebé pueda sufrir soledad no deseada
1.6
Cuando la soledad no deseada viene en la forma más abrumadora: la negligencia y el abandono
1.7
Cómo bregan los bebés con la soledad no deseada: la disociación
1.8
La mentalización se puede ver afectada por la experiencia continuada de la soledad no deseada
1.9
Una experiencia de soledad no deseada abrumadora en un bebé y sus consecuencias
2.
Soledad no deseada en la infancia
2.1
Introducción
2.2
Estilos de crianza que promueven la soledad no deseada
2.3
Necesidad básica durante el periodo de la infancia
2.3.1
Cuando sentir amor no es suficiente
2.3.2
El poder del afecto cultivado con dedicación y tiempo
2.3.3
Abuso sexual, negligencia y soledad no deseada
2.4
Competencias desarrolladas en compañía y conexión
2.4.1
Competencias que rescatan al niño de la soledad no deseada presente y futura
2.4.2
¿Es la tecnología digital una herramienta para la conexión?
2.4.3
Tiempo de juego. Conectar jugando
2.5
Lenguaje, comunicación y conexión
2.6
Riesgo e impacto de sentir la soledad no deseada en el contexto familiar
2.6.1
La soledad en compañía
2.7
Disposiciones de apego en la infancia: del contexto familiar al contexto escolar
2.7.1
Tutores de resiliencia frente a la soledad no deseada en el contexto escolar
2.8
Escuelas sensibles a la soledad no deseada.
Bullying
y la soledad no deseada
2.9
Desde la cuna hasta la edad adulta. Una historia de soledad no deseada
3.
Soledad no deseada en la adolescencia
3.1
Introducción
3.2
Adolecer, mucho más que un verbo: ser y estar adolescente
3.3
¿De qué hablamos cuando decimos soledad no deseada en la adolescencia?
3.4
La soledad adolescente, ¿problema o recurso personal?
3.5
Causas sociales, familiares y personales de la soledad en adolescentes
3.6
Soledad emocional cuando los sistemas de apego y/o afiliación no funcionaron bien
3.7
Soledad no deseada por confinamiento, COVID-19, y redes sociales
3.8
El
Bullying
: cuando se vulnera la necesidad de pertenencia
3.9
Adolescentes
Hikikomori
(síndrome de la puerta cerrada): una soledad inquietante
3.10
¿Cómo manejan los padres/madres/tutores la soledad no deseada adolescente?
3.11
Suicidio en la etapa de la adolescencia
3.12
Mirando la soledad adolescente con otros ojos. Claves para su detección
Cover
Índice
Start
Quiero iniciar este prólogo dando las gracias a los autores por haber dedicado su esfuerzo a escribir esta monografía, esencial para entender un desafío transversal, universal y creciente para toda la sociedad como es la soledad no deseada (este es el significado de la palabra soledad que utilizaré en estas páginas). Escribo estas líneas en Navidad, una época en la que la soledad pesa especialmente porque también afloran sentimientos de nostalgia y tristeza. De hecho, los medios dedican páginas a dar cifras y a mostrar expresiones de solidaridad con personas que van a pasar las fiestas solas.
Mi interés por la soledad surge a principios de 2018 cuando leí en New Scientist un breve artículo relativo a la creación de una Secretaría de Estado por parte del Gobierno de Reino Unido, alarmado por los datos y las consecuencias sanitarias y sociales de la soledad. Los diversos artículos que investigué en los siguientes meses se centraban fundamentalmente en la soledad que acompaña al envejecimiento, y concluían que su prevalencia era muy alta y creciente, y que se asociaba a numerosos problemas de salud (enfermedades cardiovasculares, deterioro cognitivo, alteraciones de la salud mental, incremento del riesgo de muerte en un 26 %, depresión, suicidio, malnutrición, caídas). Entre sus potenciales causas se mencionaban la vulnerabilidad personal por razones de discriminación, desigualdad, pobreza, violencia o enfermedad mental y los cambios en los modelos de relación familiar, muchas veces impuestos por la movilidad exigida por las actuales formas de trabajo. Y, aunque no es sinónimo de soledad, estos artículos destacaban también el papel predisponente del aislamiento social, fruto de la desaparición y el descrédito de agentes sociales e institucionales como los sindicatos, la iglesia o los pubs. Incluso se menciona el impacto negativo de la automatización, como sucede con los cajeros automáticos bancarios o las cajas rápidas de los supermercados. En resumen, la causa, o mejor las causas, hay que buscarlas en un incorrecto enfoque de los problemas sociales y de salud del ser humano. Por último, se dieron a conocer algunos casos estremecedores de ancianos hallados muertos en su domicilio tras varios años del deceso, sin que nadie se hubiera preocupado por ellos. Ni familia ni amigos ni vecinos. Todo este material se plasmó en dos columnas en la sección «El árbol de la ciencia» de El Diario Vasco en marzo de 2018.
Dos años después llegó la COVID, que hizo visibles muchos casos y puso a la soledad en el centro de todas las miradas: políticas, médicas y sociales. Desde entonces, se han confirmado aquellas conclusiones con metaanálisis de estudios longitudinales (BASIL+, SHARE), en los que, como siempre en este tipo de investigaciones que unen aspectos biológicos, psicológicos y sociológicos, es difícil separar el trigo de la paja. Desde la perspectiva médica, Lancet ha dedicado varias editoriales y un monográfico a la soledad y la OMS ha creado una comisión para abordar el reto. En España se han publicado estadísticas y se han puesto en marcha algunos proyectos interesantes. Es, pues, evidente que la soledad en la ancianidad es un grave problema sociosanitario y que hay que afrontarlo con múltiples medidas desde ópticas diversas.
Hasta entonces, la imagen de la soledad era la de una persona anciana mirando por una ventana o sentada en un banco del parque sin nadie a su alrededor. Hoy, esta imagen se amplía hasta abarcar a bebés carentes de figuras de apego, niños llorando en un rincón del patio del colegio, jóvenes abducidos por el móvil, enganchados a las redes sociales y mujeres sentadas en el suelo con el rostro cubierto. Es decir, la soledad es transversal y es más apropiado hablar de soledades. Esta realidad que permanecía oculta, o al menos no recibía la atención que merece, es muy preocupante. La soledad es muy frecuente en niños y adolescentes de la mano del abandono, el abuso y el acoso, todos ellos exacerbados por las redes sociales y las pantallas. Se estima que afecta a un tercio de la juventud, una juventud escasa, pobre, sin techo, sin salarios dignos, dependiente, triste y desesperanzada. Esta realidad obliga a pensar qué sociedad les estamos dejando. Los jóvenes deberían ser parte de la solución, pero son parte del problema. La soledad también es una compañera triste de las mujeres sometidas a violencia de género en cualquiera de sus formas. Y urge solucionarlo. Cualquier solución exige una reflexión previa y un diagnóstico de la situación. Este libro es un primer paso para abordar las soledades de un modo transversal e integral. El nexo común de todas ellas es la falta de apego y el sufrimiento que en algunos casos desemboca en el suicidio. Los casos clínicos que salpican el texto son una enseñanza que muestra que hay esperanza porque hay terapias y, especialmente, hay programas de prevención y detección precoz, que es donde no deben escatimarse recursos.
Me gustaría destacar dos aspectos de la soledad desde la perspectiva de la evolución humana y de la neurobiología. Al igual que el suicidio va en contra de una máxima evolutiva, como es la supervivencia, la soledad va en contra de otra máxima evolutiva, como es la socialización. Decía Aristóteles que «el ser humano es un animal social por naturaleza». Sin embargo, la soledad disipa los 150 amigos que cada persona tiene según el psicólogo evolutivo Robin Dunbar. Y eso que las redes solidarias de familiares, amigos y vecinos funcionan bien en nuestro entorno y, de hecho, hicieron vivible la COVID a muchas personas en riesgo. Nadie se merece estar solo sin desearlo. Es una forma cruel de abandono que ni nuestros antepasados prehistóricos se permitían. Numerosas evidencias indican que no se dejaba a nadie atrás y que se cuidaba a quien lo necesitaba. Las personas que sufren la soledad tienen una mayor actividad de genes y proteínas relacionados con el cortisol y la inflamación crónica, y un mayor número de células que median la respuesta inmunitaria para combatir las infecciones por bacterias y la reparación de heridas, tal vez porque la tendencia a sufrir caídas es mayor en las personas solitarias. Los cambios se producen en personas que se sienten solas más que en personas que viven o están realmente solas. Provocan un sentimiento de amenaza que conduce al rechazo a sus vecinos. Puede tener una explicación evolutiva, pues sentirse solo equivale a sentirse rodeado de enemigos y hay que prepararse para defenderse.
Desde la óptica neurobiológica, la soledad se cuela y se instala en el cerebro social aprovechando sus vulnerabilidades y debilidades, algunas resultantes del momento de maduración y desarrollo cerebral y otras, fruto de la agresión externa por una enfermedad, violencia o por el paso inexorable del tiempo. Nadie está libre de sufrirla; desde bebés hasta ancianos. La soledad no entiende de edades, aunque es más frecuente en las franjas etarias que van de los 18 a los 22 años y a partir de los 75, y menos frecuente entre los 55 y los 73 años. La soledad es una forma de reaccionar, de intentar superar el sufrimiento sin compartirlo con nadie. Este silencio que ahoga a las personas que viven y sufren en soledad es el punto sobre el que debe actuarse con medidas de acompañamiento, escucha activa, apoyo emocional, terapias conductuales y terapias farmacológicas si fuera preciso.
El cerebro social consta de elementos emocionales, mnésicos y racionales. Destacan la corteza prefrontal, la amígdala y el surco temporal anterior. Son redes neuronales cuya actividad sustenta nuestra conducta en sociedad. Su disfunción por cualquier motivo afecta a nuestras relaciones sociales y la soledad, el aislamiento, es uno de sus síntomas. Dada la conectividad de las redes que constituyen el cerebro social, no es extraño que la soledad se acompañe de síntomas cognitivos y emocionales.
La soledad, al igual que el suicidio, las adicciones, el envejecimiento y tantas otras realidades que aúnan vertientes médicas, personales y sociales, supone un problema de gran complejidad para ser sometido al escrutinio de la ciencia. Son múltiples factores interactuando en distintos cerebros. Su estudio empírico científico está muy limitado por la falta de datos esenciales. Por ejemplo, hay más de una definición de soledad no deseada (me gusta la que dan los autores, «la soledad no deseada no se sufre como consecuencia de la falta de compañía, sino de la falta de conexión con las personas que forman parte del contexto próximo. Por lo tanto, estar rodeados de personas y sentirse acompañados, en conexión y sintonía, no parecen ser sinónimos»). También faltan sistemas objetivos de cuantificación estandarizados que mejoren la UCLA Loneliness Scale y estudios aleatorizados a largo plazo. Esto se traduce en que hay muchos pequeños estudios clínicos y epidemiológicos cuyas conclusiones tienen un valor relativo, y también en que faltan indicadores para evaluar la eficacia de las decisiones políticas o de salud pública. Hay grandes iniciativas institucionales para delimitar mejor el problema de la soledad y para aliviarlo (implantación de medidas antisoledad en el domicilio: domótica, robótica, visitas virtuales, canal de TV con actividades conjuntas). Para muchos autores la solución pasa por la prevención y la identificación precoz, lo que se traduce en campañas de sensibilización pública que amplíen el foco y muestren la amarga cara de la soledad, posible incluso en los primeros meses de vida, programas pedagógicos en las escuelas, programas de formación para «cuidadores de personas» de cualquier edad y condición, y una interacción entre los médicos de atención primaria y grupos de trabajadores sociales, prestando especial atención a los más vulnerables y en riesgo de exclusión social.
Estamos ante un gran reto que interpela a toda la sociedad. Los retos implican quebraderos de cabeza, pero también oportunidades. Un editorial de Lancet menciona algunas iniciativas intergeneracionales: jóvenes solos acompañando a ancianos solos. También sugiere la necesidad de acondicionar espacios urbanos para que sean más amables, de tal modo que ejerzan efectos preventivos y terapéuticos contra la soledad y el aislamiento social. De hecho, los parques son terapéuticos según distintos estudios y hay ciudades que despliegan acciones en esta dirección. El gerourbanismo será un término de uso común en los próximos años.
Sin embargo, la sociedad se ha hecho más individualista. Esto es legítimo y el modo de vida actual empuja a ello. Por lo tanto, hay que convertirlo en una oportunidad. De hecho, la mayoría de las iniciativas surgen de un cerebro perteneciente a una persona concreta, que ve que el único modo de acometerlas es cooperando con otras personas dueñas de otros cerebros con otras capacidades. La cooperación que ha hecho progresar al ser humano es fruto de la interacción de los cerebros individuales.
Hay muchas cuestiones abiertas que son objeto de estudio. ¿Es una enfermedad o un síntoma de la sociedad en la que vivimos? ¿Qué papel desempeña la genética y cómo podría modularse? ¿Por qué ha aumentado tanto su prevalencia si la estructura de las conexiones sociales no ha cambiado y se han incrementado los servicios sociales? ¿Basta con medidas para mejorar la salud mental y fomentar la conectividad? ¿Debe involucrarse al médico de atención primaria o crear un grupo de trabajadores sociales? ¿Puede implicarse en la solución al 30 % de los jóvenes que se sienten solos ofreciéndoles un empleo fijo con un salario digno? ¿Se creará por fin una ventanilla sociosanitaria única que ofrezca soluciones rápidas, prácticas y eficaces a este drama? Encontrarán algunas respuestas con la lectura de este libro. En cualquier caso, conviene no caer en el populismo: no existen soluciones simples para un problema de enorme complejidad. De hecho, esta obra es fruto del trabajo colaborativo diario de sus autores, que aportan enfoques complementarios para abordar el problema de la soledad de modo integral. Una soledad evitada o aliviada es un triunfo de toda la sociedad. Arrancar una sonrisa de una persona sola no tiene precio.
Gurutz LinazasoroOiartzun, Navidad 2024
En este capítulo me propongo explicar cómo las raíces de los problemas que conlleva el sentimiento de soledad no deseada tienen sus antecedentes en la etapa bebé. Muchas de las experiencias adversas que se pueden padecer en los primeros años de vida predisponen —si se combinan con otros factores— a que en la edad adulta se llegue a sufrir dicho sentimiento. Si no se reparan estos antecedentes de abrumadora soledad infantil, la persona se puede ver abocada a ello en etapas posteriores de la vida.
Para explicarlo, recurriré a los marcos epistemológicos de la psicología evolutiva, el apego y la psicología informada por el trauma, así como a mi experiencia en el ámbito de la psicoterapia infantil y de adultos. Si la sociedad se ocupa de los bebés a todos los niveles, incluido el emocional, evitando que estos experimenten sensaciones de soledad profunda, tan abrumadora en esta etapa, al ser imposible de manejar y comprender, se estará sentando las bases de una sociedad más humana.
¿Pero puede sentirse solo un bebé? Cuesta imaginarse que un infante sienta soledad. Todos los adultos, cuando piensan en su paternidad y maternidad, lo hacen preparando el nido, la ropa, los enseres para la higiene, los juguetitos… Algunos se imaginan dándole mucho amor, que crezca rodeado de este. Casi todos los padres y madres tienen claras las necesidades físicas y funcionales de un bebé, pero algunos tienen problemas para representar en su mente las emocionales. El reconocimiento de que los bebés son seres sintientes, capaces de implicarse en interacciones diádicas y comunicativas, es un descubrimiento reciente y todavía no ha calado hondamente en la sociedad. «¿Un bebé siente?», «¡pero si no se enteran de nada!», «¡yo no me acuerdo!». Estas frases son aún una moneda corriente dentro del mundo adulto. Aunque no dispongan de una memoria explícita, los bebés cuentan con una memoria implícita (que no se recuerda, pero que tampoco se olvida de adultos) que registra las sensaciones que experimentan y que se expresarán en la vida adulta mediante el cuerpo y a través de las relaciones interpersonales. El hecho incuestionable es que el bebé siente. Y entre las diferentes emociones perturbadoras que le pueden invadir —a esa edad no tiene apenas recursos para bregar con ellas— está la de la soledad. Sobre todo, si esta es una experiencia duradera e intensa. Entonces, puede dejar una huella en la regulación emocional, hito que tiene su periodo de desarrollo sensible durante los tres primeros años de vida.
Algunos cuidadores piensan en las necesidades de los bebés en términos físicos (alimentación, higiene, juego, pautas de sueño, atenciones médicas…) y escasamente en términos de necesidades emocionales. No tienen desarrollada la capacidad de entrar en el mundo emocional de las personas y decodificarlo, esto es aún más complicado si se trata de bebés. Saber qué puede sentir un infante e interpretar adecuadamente sus señales conductuales y corporales para entender qué puede necesitar a este nivel es más complicado. De hecho, no todo el mundo puede hacerlo. Para poder mentalizar a un bebé cada uno ha tenido que ser mentalizado cuando era un infante por sus propios cuidadores [1].
Para algunos padres o cuidadores, la mención de que un bebé puede experimentar emociones, y representarse mentalmente qué le puede ocurrir a ese nivel, es ciencia-ficción. Para otros, dar cuidados emocionales está asociado a la ansiedad. Pueden tener en cuenta el mundo emocional del bebé, pero al tratar de representarlo mentalmente este está ligado a la preocupación, pudiendo, en muchas ocasiones, proyectar esta ansiedad en el infante. Para los primeros, pensar que un bebé puede sentirse solo es algo que pueden entender intelectualmente, pero les costará hacer una conexión emocional con lo que esto puede conllevar, mostrándose inhábiles para calmar ese sentimiento. Para los segundos, concebir que su hijo puede sentir soledad los lleva a agobiarse y a vivirlo con ansiedad; por lo que es probable que se la puedan transferir al infante, pues los cuidados están investidos de esta.
Un bebé —y, posteriormente, un niño— puede durante la crianza estar rodeado de sus padres y familia, pero experimentar un «abandono próximo», en palabras de Schore [2]. «Padres físicamente presentes, pero emocionalmente ausentes». O estos pueden ser incapaces de regular emocionalmente al bebé porque, por diversos motivos, ellos mismos no tienen desarrollada una óptima capacidad regulatoria. Esto, por desgracia, ocurre en muchos más hogares de los que se piensa. Las cifras de negligencia afectiva crecen año a año. Algo no se está haciendo bien. Porque es muy probable que estas primeras experiencias de negligencia afectiva en los bebés afecten a su desarrollo y, si no se reparan, en la vida adulta generarán la expectativa de que los otros no estarán disponibles afectivamente. Pueden sufrir, así, desregulación emocional y sentimientos de soledad abrumadora. Porque no se confía en el otro como base calmante y segura.
Actividad 1
¿Estamos haciendo algo mal? Las cifras de negligencia aumentan y es la primera forma de violencia contra la infancia.
Lea el Informe anual de la Comisión frente a la Violencia en los niños, niñas y adolescentes del Ministerio de Sanidad Español 2022/2023
https://www.sanidad.gob.es/en/areas/promocionPrevencion/prevencionViolencia/infanciaAdolescencia/docs/Informe_anual_CoViNNA.pdf
Como se verá a lo largo de este capítulo, la clave para que el bebé pueda sentirse acompañado y que se atiendan sus necesidades emocionales está en la capacidad de los padres o cuidadores para conectar con sus estados internos. La palabra principal es conexión. El bebé debe vivir una serie de experiencias afectivas en el contexto de una relación de apego amorosa y segura, donde la palabra y el juego se irán entrelazando para que bebé y cuidador se mantengan estrechamente unidos. El rol del cuidador, competente afectivamente, es fundamental para que logre alinear sus estados internos con los del bebé. Aquel activa al infante cuando lo necesita y, después, lo conduce suavemente a la calma cuando este envía señales de que necesita bajar la activación. Por lo tanto, el involucramiento de los padres y de otros adultos que se responsabilizan de la crianza de los bebés es muy importante. No se trata de hacerlo perfecto, esto sería negativo, sino de tener una actitud intencional y de darse cuenta de que se debe reparar una acción que ha roto la armonía relacional con el bebé y que produjo una ruptura de la sintonía entre ambos. Así, dice Schore [3]:
«La madre debe de modular los grados de estimulación excesivamente altos o bajos que inducirían en el niño niveles de activación sobre elevados o excesivamente reducidos. Funciona como una matriz interactiva en la que ambos interlocutores equiparan sus estados y de forma simultánea ajustan su atención social, la aceleración y la estimulación de la activación en respuesta a las señales del interlocutor».
Este capítulo expone cómo las bases del sentimiento de soledad no deseada pueden hundir sus raíces en la etapa bebé. «Nací solo y solo me dejaron. Es mi destino, y así estaré siempre. Nadie puede calmar mi vacío y mi dolor», me dijo un hombre en mi consulta. «Lloraba tanto que nadie me atendía. La criada le dijo a mi madre que, ¡por Dios!, me tomara en brazos, que me iba a morir. Desde entonces mi sistema nervioso está descacharrado, se quemó», me dijo otro. En esa sección, por tanto, se pretende explicar qué tipo de experiencias pueden grabar en el cuerpo y en el cerebro de un bebé, como un sello en un papel, los primeros recuerdos implícitos de sensaciones de soledad, que es abrumadora para un infante. Se hablará de las formas socialmente admitidas en las que un bebé puede sufrir sentimientos de soledad, como la entrada en la educación infantil y las primeras vivencias de exploración del mundo y separación de los padres; pero también de otras que no deberían ocurrir, como la negligencia afectiva (en aumento, por desgracia) y la pérdida de las figuras de apego, y de las repercusiones que todo esto puede tener en el futuro.
Los primeros tres años son los más importantes, junto con la adolescencia, en la vida de todo ser humano. Durante estos se está conformando el cerebro y este atraviesa por su periodo más plástico, donde las influencias del entorno contribuyen poderosamente a su organización o desorganización. Como bien expresa Bruce Perry [4]:
«Preguntar “¿qué te pasó?” no solo es clave cuando se quiere entender a alguien, sino que también es clave si queremos entender el cerebro. En otras palabras, tu historia personal —las personas y los lugares de vida— influye en el desarrollo de tu cerebro. La consecuencia es que cada cerebro es único. Nuestras experiencias vitales moldean la forma en la que se organizan y funcionan los sistemas fundamentales de nuestro cerebro. Por eso cada uno vemos y entendemos el mundo de un modo único».
Sufrir soledad persistente en la etapa bebé, por lo tanto, es una experiencia que moldea la forma en la que se organizan los sistemas fundamentales del cerebro, y puede contribuir a que se vea el mundo desde muy temprana edad como un lugar inhóspito donde para todo en la vida solo se puede contar con uno mismo y nada se puede esperar de nadie. Sin duda, es un modo depresivo de interpretar la vida y las relaciones. Como dice Rafael Benito [5] —quien regala un capítulo sobre la neurobiología de la soledad en el libro El cerebro solitario: neurobiología y soledad no deseada en adultos y ancianos—, no cabe olvidar que el neurotransmisor de la serotonina, implicado en el estado de ánimo, puede ser más o menos eficiente dependiendo del afecto materno temprano. Incluso bebés que nacen con un gen transportador de la serotonina menos eficiente pueden modificar esta tendencia si se encuentran con madres afectuosas y generadoras de apego seguro en sus hijos.
Al llegar al mundo cada uno lo hace solo. Del mismo modo que el último viaje también se hace en soledad. Albert Ellis [6], eminente psicólogo representante de la psicoterapia cognitivo-conductual, dice que para muchos aspectos de la vida cada uno está fundamentalmente solo. Su filosofía estoica parte del postulado de que «no hay nada triste en la vida, es el pensamiento quien lo hace así». Aun si usted está de acuerdo con este aserto —yo personalmente no lo estoy, pero no es un tema para discutir aquí—, no se puede negar que un bebé no tiene todavía desarrollada la cognición, con lo cual no puede entender ninguna filosofía de vida. Solo puede sentir a través de todo el lenguaje de las sensaciones que su cuerpecito le transmite.
Nada más producirse el alumbramiento y llegar al mundo, hay alguien que espera a ese ser, normalmente los padres y la familia —u otros—, y lo hacen, por lo general, llenos de alegría, sobre todo si el bebé nace sin ninguna complicación que ponga en riesgo su vida. Para los padres y la familia es el momento más feliz de sus vidas.
El bebé ya no está solo. Tiene a sus padres o cuidadores, que lo van a acompañar a lo largo de una extensa crianza, pues el cerebro no terminará su configuración hasta bien entrada la veintena. Todo un sistema de cuidados debe ponerse en marcha para garantizar la supervivencia física y psicológica del bebé. De lo contrario, moriría.
Aunque la mayoría de los padres y cuidadores son competentes en los cuidados, hay casos en los que estos carecen de dichas competencias [7,8], que son las que les permiten ejercer una crianza segura y afectivamente reguladora. Entonces, el bebé puede interiorizar las primeras vivencias que le harán sentir en su cuerpo la ausencia del contacto con el cuidador, lo cual a esta edad equivale a sentirse solo y no entender por qué.
Un neonato no puede (ni está preparado para ello) estar solo. Pero en el título del epígrafe he puntualizado: «Ni para sentirse solo». Para muchas personas es una obviedad que no puede estar solo. No sobreviviría. Sin embargo, no todo el mundo le otorga la misma importancia a no sentirse solo. Y cuando se habla de sentimientos, se hace referencia al desarrollo afectivo. La mayoría de los padres responden que su hijo o hija duerme bien, llora poco, es bueno o buena y que se alimenta satisfactoriamente. Tienen ideas sobre el colegio que les gustaría y el tipo de educación que quieren darle. También suelen tener claro que la estimulación cognitiva es muy importante para el desarrollo de la inteligencia, y que la inmersión lingüística es fundamental para que aprenda varios idiomas, pues el cerebro es muy plástico a esa edad y resulta más fácil que cuando eres adulto. Pero si son interrogados sobre las emociones y el apego, aquí probablemente no todos responderían que es el área de desarrollo más importante de todas. ¿Afectividad? Es un terreno más subjetivo. Pueden decir que el bebé aún no es consciente, que es pronto para eso… Pero el hecho es que esta es la etapa más delicada de la vida, en la que el «amor maternal», en palabras de Gerhardt [9], es el alimento que el cerebro necesita para crecer y que sus neuronas se interconecten sólidamente. «Si quieres que su cerebro crezca, alimenta su corazón», expresa el psiquiatra Dan Siegel [10]. Del mismo modo, el apego es un tipo especial de vínculo que el bebé desarrolla con sus cuidadores. Le permite interiorizar la seguridad en las personas y el entorno que le rodea, pudiendo empezar a explorar el mundo con confianza.
Tan trascendente es este primer vínculo afectivo llamado apego que, como afirma el psiquiatra Rafael Benito [5], la naturaleza dotó al organismo de todos los elementos neurobiológicos que se precisan para permitir la unión al primer cuidador que esté disponible para que atienda estas necesidades físicas y psicológicas. Y entre estas últimas están las afectivas. Gracias a la relación de apego, el infante sabe y siente que, cuando llora, lo cogen en brazos, lo mecen y se calma. Cuando tiene hambre, hay un pecho disponible. Si el cuidador nota que puede sentir frío, lo arropa para que note calorcito. Si el ambiente se torna estresante, actúa como filtro regulador, habiendo aprendido a cómo hacerlo. Si el bebé precisa de estimulación y juego, el cuidador se involucra con aquel en interacciones de conexión lúdica… ¡Qué importante son estas primeras experiencias para interiorizar que nadie está está solo en el periodo de la vida en el que más desamparado puede sentirse alguien!
Al nacer, el ser humano es extremadamente prematuro y vulnerable, para sobrevivir y para no estar —no se podría— solos ni sentirse solo (la soledad y la angustia primaria del bebé ante esta puede ser muy abrumadora porque el infante no tiene recursos mentales desarrollados para poder manejarla), la naturaleza, siempre sabia, diseñó la relación de apego. Si esta es segura y contenedora, el infante no se sentirá solo. Los padres o cuidadores deben aprender a darle al infante, cuando este lo demande o lo necesite (cuando llora porque se siente agobiado por alguna causa o pida entrar en un ciclo de interacción), presencia conectiva que le haga sentir que están a su lado para modularlo emocionalmente. Dado que la relación de apego es la experiencia que hace que no se sienta soledad de bebés, este capítulo se centra en explicar esto con detalle. Si la sociedad fuera consciente de la enorme trascendencia que el apego tiene en la vida de las personas, creo que la vida iría mejor. La gente no sería tan individualista. El apego seguro no libra de la enfermedad mental ni de los problemas ni de la adversidad; pero comunica al ser humano un primer mensaje fundamental: «No estás solo en el mundo y, si pides ayuda, ten la expectativa de que te la proporcionarán, puedes confiar».
Para muchas personas, el desarrollo humano depende de los genes. Expresiones populares como «el árbol que no se endereza de joven…» reflejan cómo desde un punto de vista tradicional se considera que el carácter de la persona es algo exclusivamente intrapsíquico, casi innato, desprovisto de la influencia de las experiencias de vida, y, sobre todo, de las relaciones interpersonales como factores importantes para que cada uno llegue a ser como es. Todavía hay quienes incluso sostienen que los trastornos mentales son de origen exclusivamente genético, como si los genes estuvieran aislados de toda influencia del entorno. Rafael Benito [5] argumenta precisamente lo contrario e introduce una nueva ciencia llamada epigenética (significa «sobre la genética»). Esta postula que el ambiente (en los primeros años de vida la influencia de los cuidadores es la más importante) puede modificar el modo en el que los genes se expresan. Aunque la estructura del ADN permanece inmodificable, la expresión genética sí puede sufrir variaciones. El ambiente selecciona las «teclas del piano que se van a tocar», los genes que se expresan y los que se silencian, mediante un proceso que se ha denominado «programación medioambiental». Este estudioso del tema, Rafael Benito [11], refiere que:
«Nuestros genes influyen en el funcionamiento cerebral; pero ningún gen es determinante en ningún aspecto de la actividad psíquica. Los genes responden y se dejan guiar por la actividad bioquímica del conjunto del organismo. Por ejemplo, si el bebé es amamantado y luego recibe una alimentación saludable se activarán un conjunto de procesos genéticos; la falta de comida activará otros procesos. Lo que tal vez no sea tan obvio es que las experiencias emocionales y sociales secretan también sustancias, como las citocinas, las hormonas y los neurotransmisores, con un papel preeminente a la hora de activar los genes y determinar sus características más significativas. Una de las razones por la que la calidad de la relación con los progenitores u otros cuidadores es fundamental en los mil primeros días de la vida, es el hecho de que en este periodo la experiencia interpersonal establece y conforma el sistema nervioso».
Los genes, por lo tanto, se pueden expresar de un modo u otro bajo la influencia del entorno. Dentro de este, el elemento más importante es el modo en el que somos cuidados y la calidad de la relación con nuestros padres o quienes ejerzan esta función. Así pues, se podría pensar que un bebé que nace con un temperamento «difícil» o que proviene de una separación (por ejemplo, de su madre biológica) estaría predeterminado a padecer una desregulación emocional en la vida adulta. Evidentemente, son factores de «vulnerabilidad neurobiológica» [8], pero solo vulnerabilidad. Si los cuidados que estos bebés reciben posteriormente son de calidad (sintónicos, empáticos, ricos en afecto y estímulo), ese primer impacto negativo en el sistema nervioso del bebé no tiene por qué ser el destino. Un apego seguro sería capaz de poder modificar estas primeras sensaciones de desregulación si sé es consciente de la enorme tarea que uno tiene entre manos. Porque muchos años de crianza de calidad son capaces de dotar de sentido a las primeras experiencias, esta puede ser reparadora y fomentar un proceso de reconstrucción resiliente. La autora Sue Gerhardt [9] refiere que todo el sistema fisiológico y emocional con el que se nace, y con el que la naturaleza ha dotado a los humanos, se regula gracias a la presencia tranquila y estable de un adulto competente que actúa como filtro estabilizador. Esta autora le otorga un papel importante a la hormona del cortisol, que es la que se segrega cuando se está bajo estrés, la cual es tóxica si inunda al bebé y el adulto no lo calma.
Así pues, la soledad es lo que más le estresa a un bebé. Si llora y nadie le consuela, pronto el cortisol alcanzará niveles intolerables. Y es que un infante no puede gestionar su malestar interno ante las muchas incomodidades que siente. Si se quieren prevenir futuros problemas en la adolescencia y en la vida adulta de sentimientos de soledad no deseada, se ha de actuar desde esta edad contribuyendo a crear en el bebé la expectativa de que no está solo y que alguien lo atiende cuando lo necesita. Así aprenderá desde el inicio de su vida que la soledad no es una experiencia ineluctable. Desde fuera hacia adentro, el infante irá construyendo un esquema mental que interpreta la adversidad desde la confianza en que podrá sentirse seguro y con la expectativa de que externamente encontrará quien lo ayude y apoye.
Un bebé tiende por naturaleza a buscar mediante sus conductas (llorar, pedir brazos…) que los adultos le ofrezcan calma. De este modo pueden ir conectando con sensaciones corporales que irán construyendo, paulatinamente, un sentimiento interno de seguridad. Dice Gerhardt [9]:
«Los bebés nacen con la expectativa de que alguien gestione su estrés, ya que ellos no tienen capacidad para hacerlo. Normalmente, durante los primeros meses de vida, muestran niveles bajos de cortisol si obtienen de los adultos el equilibrio necesario mediante el tacto, las caricias, el alimento y el acunarlos. Pero sus sistemas son inmaduros, muy inestables y sensibles, y por ello, pueden llegar a altos niveles de cortisol si los padres no llevan a cabo con ellos estos intercambios saludables que acabamos de mencionar; es en este sentido que puede decirse que los bebés no pueden gestionar por sí solos sus niveles de cortisol. Sin embargo, de manera gradual, los bebés toleran las situaciones que les provocan ansiedad, cuando llegan a tener confianza de que un adulto solucionará dichas situaciones y, en estas circunstancias, es más difícil que el nivel de cortisol se dispare».
Por lo tanto, como se verá, es fundamental que el bebé desarrolle un lazo de confianza y seguridad en los pocos adultos que se encargan de su cuidado. Cuidar no es solo atender las necesidades físicas, sino también la satisfacción de las necesidades afectivas, de amor, de confianza y de seguridad. A este lazo duradero que se va construyendo en la mente del bebé, con base en muchas experiencias relacionales con sus cuidadores, se le denomina apego. Este término fue acuñado por el médico inglés Bowlby [12]. Hasta la fecha, como afirma Ezquerro [13], no se consideraba que los bebés se apegaban a sus cuidadores por necesidades afectivas y de seguridad. Bowlby fue testigo del dolor de miles de niños que fueron evacuados de las zonas peligrosas de Londres durante la Segunda Guerra Mundial y separados de uno o dos de sus padres. El mismo Bowlby experimentó la herida de la pérdida de la nanny que lo cuidaba, con quien se había apegado de manera segura, lo cual lo sumió en la tristeza y en la soledad, pues, educado a la manera inglesa, estableció con sus padres una disposición hacia el apego inseguro evitativo. Todo esto fue un importante motor que lo impulsó a darse cuenta de que, además del sistema sexual y de alimentación (postulados por el psicoanálisis clásico imperante en su época), existe otro sistema al que denominó attachment (apego), tan importante o más que los anteriores, que impulsa al bebé a buscar la proximidad con las figuras parentales u otras para obtener el confort y la seguridad que necesita, especialmente en situaciones de amenaza. El genial médico inglés descubrió que el miedo activa el sistema de apego e impulsa a las crías a buscar seguridad y protección en sus figuras de cuidado, y esto tiene un valor etológico porque garantiza la supervivencia de la especie.
Esta teoría del apego de Bowlby [14] no fue bien recibida porque, aunque él no pretendía atacar el psicoanálisis, sino mejorarlo [15], la ortodoxia de la Sociedad Británica Psicoanalítica vio en ello una amenaza a los postulados centrales psicoanalíticos basados en la teoría sexual. A pesar de haber tenido —durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX— una influencia limitada en determinados ámbitos académicos y profesionales, tras su muerte, y especialmente a principios del siglo XXI, con la eclosión de las neurociencias, la teoría del apego ha sido refrendada y actualmente experimenta un auge y relevancia como nunca había tenido. Las neurociencias confirman que la relación de apego hacia unas figuras fuertes y sabias [12] guía el desarrollo del bebé y moldea el cerebro de este, de tal modo que adultos organizados e integrados lograrán que el infante desarrolle un cerebro bien estructurado e integrado [5]. La teoría del apego motiva actualmente la psicoterapia, la educación infantil, escolar, los centros de acogida, los hospitales psiquiátricos de adultos, los infanto-juveniles, la intervención social y, por supuesto, la crianza.
Desde la teoría del apego, el objeto de tratamiento en psicoterapia no serán solo las fantasías del paciente, sino las experiencias reales que este vive y cómo las elabora (con base en la calidad de las relaciones tempranas padres/hijo). Dichas experiencias, codificadas en forma de recuerdos, pasarán a ser el marco explicativo y la meta de trabajo terapéutico (el «tercer paciente»: la relación de apego). Esto es importante porque supone la validación del mundo interno de las personas. Porque muchos pacientes que acuden a las consultas de psicoanálisis clásico son confrontados, sin empatía alguna, con afirmaciones que consideran que sus vivencias (por ejemplo, haberse sentido solo en la infancia) no son relevantes, sino que lo importante son las fantasías intrapsíquicas. Intervenciones que pueden resultar iatrogénicas porque invalidan completamente el mundo interno del paciente.
Figura 1.1Soledad, ©Mario Picó.
Siguiendo a Hernández [16], se van a estudiar los conceptos más importantes que se tienen que manejar para comprender el apego y cómo este, si es seguro, previene del sentimiento de soledad no deseada o es capaz de amortiguar el impacto que puede tener en la vida. Personalmente, considero que si un bebé ha existido dentro de la mente de alguien y ha sido «visto», y si esta persona ha satisfecho las necesidades afectivas suficientemente, aquel no estará abocado a un sentimiento de soledad no deseada. Porque la expectativa, el «chip» mental [17] que se ha construido con base en cientos de experiencias relacionales (con unos cuidadores sensibles, empáticos, presentes a nivel emocional, con los que se puede conectar para buscar regular el estado interno, que reflexionan con los bebés y los acompañan en el desarrollo de una manera competente), interpretará en la vida adulta que las personas están disponibles. El apego saludable prepara para que se active el sistema de conexión social [18], que permite que las relaciones se vivan con seguridad. Lo contrario sucede cuando dicho sistema nervioso, hiperactivado o hipoactivado, entra en modo defensivo. Esto hace que socialmente se active el modo lucha/huida o el modo desconexión. Las bases de la futura competencia socioemocional se adquieren en las relaciones de apego tempranas con los padres, o con quienes hagan estas funciones.
Significa que de bebés se acude donde el adulto cuidador para encontrar consuelo y seguridad. Esta es una de las grandes lecciones de la primera infancia, que no se recuerda conscientemente, pero que no se olvida tampoco. Y es que la proximidad permite estar cerca. Sentir el calor, el olor, el cuerpo de la madre… Esto es lo que el bebé necesita para sobrevivir emocionalmente y no sentir cuando llora un profundo desamparo.
¿Cómo evalúa el adulto a cargo del infante esta conducta de apego que ha de satisfacerse? Nadie cuestiona, obviamente, que se alimente al bebé. Pero sí hay debates en cuanto a darle o no proximidad, es decir, nutrimiento afectivo y presencia consoladora y confortable. Punset, en su famoso programa titulado Redes, afirmaba que si en una sala donde estaba un recién nacido se sentaban la madre, los abuelos, la matrona…, cada uno tendría una opinión sobre si tomar o no al bebé en brazos. Es probable que las abuelas dijeran que es mejor que no, porque así se malacostumbra y se vuelve caprichoso y mimado; es posible que la matrona afirmara lo contrario, argumentando desde la teoría del apego, y la madre probablemente se sentiría desorientada, aunque en su fuero interno sintiera que sí debería atenderlo y tomarlo en brazos... La matrona es quien llevaría, en este caso, la razón porque atesora argumentos neurobiológicos: un bebé no puede gestionar las intensas sensaciones de sentirse solo, necesita esta proximidad para lograr la regulación. El infante tiene en su repertorio o equipamiento de base las conductas preprogramadas para pedirlo (molestar al adulto): llorar, chillar, revolverse, poner los brazos extendidos… Si se le deja largos periodos a merced de este llanto desregulador sin tomarlo en brazos y calmarlo, la hormona del estrés, el cortisol, segregada de manera continuada, inundará su cerebro, siendo tóxico y pudiendo dañarlo en su funcionalidad. Así que, como adultos cuidadores, se ha de hacer todo lo posible para que un bebé no se sienta solo. Es muy importante que tempranamente sienta que si necesita consuelo se lo den de manera sensible… ¡No hay que fomentar la semilla de los sentimientos futuros de soledad no deseada abrumadora adolescente y adulta ignorando el llanto del bebé! El tristemente famoso método Estivill para dormir a los infantes es un procedimiento perjudicial que está desconectado de las necesidades del bebé.
Actividad 2
Vea el vídeo de Eduardo Punset
«El cerebro del bebé».
https://youtu.be/mx5c6YXKa9I?si=2ozg5Q5JQgXTJKgL
En la edad bebé se necesita máxima proximidad, contacto piel con piel. El infante utiliza el contacto con la madre o figura de apego para poder calmarse, especialmente cuando el mecimiento estimula el sistema vestibular y regula al infante. Cualquiera que haya visto a una mamá u otra figura cantar una nana mientras cuerpo a cuerpo mece al lactante, habrá conectado también con la calma y se habrá sentido invadido por una infinita ternura. Al principio, madre y bebé, como decía Winnicott [19], son uno solo.
En la medida que el niño crece puede aprender a separarse de la madre, y la proximidad se buscará cuando se necesite consuelo, o afecto; o para conectar y jugar. El equilibrio entre la necesidad de autonomía del bebé y la de proximidad para calmarse, para no agobiar estando demasiado presentes e impedir que la experiencia enseñe, a medida que el infante se hace mayor, cuando se siente alterado o desregulado emocionalmente o ha de explorar el mundo, es todo un arte. La palabra y el lenguaje favorecen poco a poco la autorregulación del infante. Según el bebé crece, y si interioriza suficiente seguridad, puede abrirse a conocer más el mundo con la confianza en que sus figuras de apego estarán disponibles cuando las necesite si se encuentra con cualquier obstáculo, amenaza, problema o suceso que lo active y le genere ansiedad o inseguridad.
En la segunda infancia, la proximidad también es necesaria, el niño busca el consuelo y la seguridad en los brazos de los padres o figuras de apego o en sus palabras calmantes. Pero, sobre todo, es fundamental la disponibilidad emocional de estos para mediante el juego (que lo conecta con los cuidadores y lo introduce en un ciclo de interacción positiva, proporcionan estimulación y aprendizaje), o a través de las conversaciones, aprender a comprender las mentes de los demás y resolver problemas cotidianos. El niño necesita compartir todas las vivencias que le suceden porque está en la etapa de la socialización y la escuela, entre los seis y los doce años. Al principio, los padres guían y acompañan al niño en su inserción social. Posteriormente, cuando crece, le acompañan más que guían. Finalmente, ya de jóvenes, supervisan, pero están «siempre ahí». Aunque los padres son figuras de apego secundarias y hay una primacía de las relaciones de amistad y románticas, aquellos siguen siendo referencia fundamental como adultos sabios y fuertes.
¿Y en la vida adulta? La búsqueda de la proximidad siempre es necesaria y define a los humanos. Gracias a esto la existencia puede hacerse más cálida y segura para muchas personas. El apego es algo que se necesita durante toda la vida, así Yarnoz [20], citando a Bolwby, dice:
«Desde sus primeros trabajos, Bowlby sostuvo que el apego se mantenía de la cuna a la tumba. A pesar de que durante mucho tiempo fue considerada como una teoría que permitía comprender la dinámica infantil, hace décadas que la teoría del apego se ha aplicado con éxito para explicar también la dinámica adulta. Aunque existen diferencias importantes entre el apego de los niños a su cuidador y el apego entre adultos, la capacidad de utilizar a la figura de apego como base de seguridad se mantiene a lo largo de toda la vida. Entre adultos, la figura de apego es una persona con quien podemos contar, y que puede contar con nosotros. Alguien a quien nos sentimos cercanos, próximos, en sintonía».
¿Hay algo mejor en la vida que, tras un día lleno de malas noticias, disgustos, una jornada estresante o simplemente agotados, buscar a quien o quienes se consideren personas confiables y seguras, acercarse a ellas (buscar su proximidad, cada uno en el grado que tolere) y sentir su escucha libre de juicio, su apoyo emocional, sus consejos y su calidez? Sin duda, no lo hay. En la vida no se puede evitar la adversidad, ni el apego libra de la desgracia. Porque las personas son vulnerables. Lo que el apego da es la maravillosa oportunidad de sentirse en conexión y refugiado con aquellos a quienes quiere y en quienes confía.
La palabra que se ha utilizado, refugio, es precisamente otra palabra clave en el apego. ¿Qué significa refugio? Considere esta situación: un niño de cuatro años tiene una pelea con otro niño por un juguete. El compañero, al ver que se lo quiere quitar, le pega un tortazo. El niño llora y corre a buscar refugio donde su padre. Este, un hombre duro y hecho a sí mismo, valora esta conducta como sensiblera, por lo que rechaza los brazos (búsqueda de proximidad) y no se abre a consolar a su hijo y ser un refugio seguro para él. Le dice: «¡No, no, a mí no me pidas ayuda, tú verás…!», con un gesto serio en la cara. El niño continúa el llanto y el padre, impasible y sin mirarlo, se queda como a la espera. El hijo vuelve de nuevo donde el otro niño y se repite exactamente la misma secuencia, con el mismo desenlace. A la tercera, el infante opta por darle un fuerte empujón al niño del juguete, lo tira al suelo, se lo quita y va donde el padre, que le dice: «¡Muy bien, muy bien, así se hace, defenderte!». Tampoco lo abraza esta vez.
¿Qué aprende este niño? Muchas cosas, dirán ustedes. Entre otras, a resolver los problemas por la vía violenta. No hay ningún adulto que regule la interacción entre estos niños, porque ha sucedido en un parque y los padres del otro niño no han aparecido aún, estaban distraídos hablando con otros padres y no se enteraron. Para poder enseñar al niño una conducta prosocial hay que estar presentes, poner palabras y modelar el comportamiento adecuado, enseñando a expresar las emociones, hacer peticiones, esperar turnos, tolerar la frustración y aprender a compartir. Todo eso los cerebros de estos dos niños no lo pueden hacer por sí solos. Pero, además, cuando el infante recibió el primer bofetón, acudió donde su padre en busca de refugio (necesidad, además, de proximidad) y no la recibió. Si estas interacciones o similares se repiten muchas veces, el infante desarrollará la expectativa de que cuando se sienta con dolor emocional nadie le consolará, que la vida no está basada en esperar que los otros significativos te ayuden, sino que has de ser fuerte y valerte por ti mismo. Y ante un conflicto, además, has de usar la Ley del Talión. Este futuro adulto, de no recibir otras influencias, puede ver en las emociones y la búsqueda de ayuda una debilidad; por lo que si en la vida le toca sufrir sentimiento de soledad (por pérdidas, separaciones u otras circunstancias) es probable que valore la búsqueda de un refugio seguro como un vergonzante signo de vulnerabilidad. «Yo soy duro y no necesito a nadie, siempre estoy solo y así lo quiero», me dijo una vez un joven que había sido abandonado por su madre y terriblemente maltratado por su padre. No confiaba en nadie.
Por lo tanto, lo que los adultos deben transmitir a los niños con sus palabras y su lenguaje no verbal es que se puede acudir donde los demás para buscar consuelo y seguridad. Y que eso es muy bueno, lo mejor que existe en la vida. Porque si sufrir ya es duro, encontrar en los demás un refugio cálido y reconfortante es algo que vuelve a las personas intrínsecamente humanas. La mejor terapia para los niños que han sido víctimas de malos tratos es, primero, ayudarlos a confiar, a sentirse seguros con los adultos que se responsabilizan de su cuidado (educadores, familias de acogida…); y después, logrado esto —que puede llevar tiempo y muchas puestas a prueba—, los niños se abrirán al afecto y al cariño, que será la mejor de todas las terapias. «El ser humano tiene que aprender a volverse humano» [21].
Una vez que el niño ha encontrado un refugio seguro, el adulto le enseña a explorar la dificultad y abrirse al mundo, a afrontar la situación, confiando en sus recursos y posibilidades y fomentando una autonomía acorde a su edad. En este ejemplo, el padre —u otro adulto—, una vez que su hijo se ha calmado, le consuela y le pone palabras a lo vivido, y lo acompaña en el procesamiento de esos sentimientos tan intensos que experimenta y no sabe aún manejar: «Te has sentido triste y con dolor porque te han pegado. Lo siento mucho. Eso no está bien. Te ayudo para que tú y ese niño os podáis entender». Y el adulto, hablando con los dos, y estando presente, observando y guiando, le enseña al otro niño que es normal que se sintiera con rabia cuando le quitó el juguete, que su hijo se lo tenía que haber pedido. Enseña a su vástago a pedir y no a arrebatar, y también lo regula en la frustración si el otro niño no quiere dejarle el juguete porque es su turno. Mientras —le dice— puede jugar con otros juguetes. Y así, lo ayuda a manejar el secuestro emocional. Y enseña al niño que pegó la bofetada a expresarse con palabras asertivamente: «Me enfado, ahora lo tengo yo».
Esta función que los adultos hacen de ser refugio para sus hijos es de vital importancia para el desarrollo emocional. Y, además, no basta con hacerlo solo una vez, hay que repetirlo muchas veces, porque así se va construyendo la seguridad interior. Edificar los cimientos de la personalidad lleva tiempo. Los niños aprenden a regular el estrés a lo largo de su desarrollo, y gracias a los recursos emocionales que brindan las figuras de apego competentes, y a la confianza que despiertan, aquellos lograrán alcanzar, antes de la adolescencia, un sentimiento interno de valía y de seguridad que les proporcionará las bases socioemocionales que necesitan para crecer afrontando los desafíos de la vida.
Desgraciadamente, hay muchos adolescentes y adultos que no tienen a nadie que actúe como un refugio seguro, o no tienen la expectativa de que alguien pueda hacer esa función. Sin este recurso externo, los jóvenes pueden utilizar las drogas y el alcohol como una especie de «refugio seguro». Los datos de suicidio de los adolescentes son alarmantes: los consumados en menores de quince años han pasado de siete en 2019, a catorce en 2020 y a veintidós en 2021.
Actividad 3
Lea el artículo de El País sobre suicidios en la adolescencia, 23 de febrero de 2023.
https://elpais.com/salud-y-bienestar/2023-02-23/teresa-sanchez-psicologa-hay-un-crecimiento-alarmante-tanto-de-autolesiones-como-de-practicas-suicidas-entre-adolescentes.html
El término base segura es también clave dentro de la teoría del apego. En un momento del desarrollo, en torno a los ocho-nueve meses, el bebé comienza a adquirir la potencialidad de la marcha y del gateo, lo cual le empieza a dar autonomía. Puede conocer el mundo que le rodea, por lo que otro sistema, el de la exploración, hace aparición en todo su esplendor. Cuando el niño comienza estas exploraciones su sistema de apego está desactivado. El bebé gatea y mira a la madre (u otra figura de apego) para encontrar en su mirada la aprobación y un gesto de seguridad y de confianza en su cara. El bebé en esta etapa sensorio-motriz [22] aprende a través de las sensaciones y el movimiento, todo produce curiosidad y… ¡qué ganas de tocarlo todo y llevarlo a la boca! Pero el mundo está lleno de peligros, más cuando se es tan inmaduro y se necesita a alguien más fuerte y sabio, como afirma Bowlby. El bebé sigue caminando y en su vista aparece una araña que lo asusta tremendamente… ¿Dónde está la base a la cual acudir cuando hay peligro? ¡Menos mal! Ahí está mamá, que coge al niño en brazos y calma su llanto y espanta a la araña. El sistema de apego se ha activado y se inhibió el de la exploración, porque a su vez el sistema del miedo hizo que apareciera el de apego. Ante algo amenazante, las conductas de apego se activan y hacen que el bebé busque a la base como refugio seguro. En la base está el refugio. Primero hay que vivirlo externamente para que de la experiencia con la base externa el infante construya una base interna, un sentimiento de seguridad y agencia. Esto al bebé le otorga confianza y seguridad. Cuando se calme e interiorice esta base, podrá de nuevo explorar y abrirse al mundo con confianza, sabiendo que puede acudir donde su madre, que lo protegerá y/o le enseñará cómo conducirse y afrontar los desafíos de vivir. Bowlby [23] en este sentido afirma:
«La confianza ilimitada en la accesibilidad y apoyo que pueden brindar las figuras de apego constituye la base de desarrollo de una personalidad estable y segura de sus propias fuerzas».
Si estas interacciones se repiten consistentemente, con un adulto que no se atemoriza ni agobia ante las dificultades e intensidades emocionales del niño, ni se desconecta de este (o cuando lo hace, puede luego reparar y retomar la conexión), con desafíos que el infante puede afrontar, este crecerá interiorizando la base externa que su madre (u otra figura) es en la vida real como objeto simbólico, construido mentalmente, denominado «base segura internalizada» [24]. A lo largo del desarrollo del niño, y desde la edad bebé, esta es la tarea de los padres y de otros adultos que se responsabilizan de su crianza: ayudar a explorar, a conducirse en la vida, a aprender, a relacionarse, a descubrir el mundo interno también… Con autonomía progresiva pero siempre con otros. Así lo expresa Bowlby [24]: