Atardecer en Central Park - Sarah Morgan - E-Book
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Atardecer en Central Park E-Book

Sarah Morgan

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Beschreibung

En el caos de Nueva York puede ser complicado encontrar el amor verdadero incluso aunque lo hayas tenido delante desde el principio… El amor nunca había sido una prioridad para Frankie Cole, diseñadora de jardines. Después de presenciar las repercusiones del divorcio de sus padres, había visto la destrucción que podía traer consigo una sobrecarga de emociones. El único hombre con el que se sentía cómoda era Matt, pero era algo estrictamente platónico. Ojalá hubiera podido ignorar cómo hacía que se le acelerara el corazón… Matt Walker llevaba años enamorado de Frankie, aunque sabiendo lo frágil que era bajo su vivaz fachada, siempre lo había disimulado. Sin embargo, cuando descubrió nuevos rasgos de la chica a la que conocía desde siempre, no quiso esperar ni un momento más. Sabía que Frankie tenía secretos y que los tenía bien enterrados, pero ¿podría convencerla para que le confiara su corazón y lo besara bajo el atardecer de Manhattan?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Sarah Morgan

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Atardecer en Central Park, n.º 159 - junio 2018

Título original: Sunset in Central Park

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-145-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

Querido lector,

 

De pequeña siempre me asombraba mi madre, que conocía todas las plantas que veíamos y normalmente por su nombre en latín. Solía ponerla a prueba para ver si la pillaba. Le tiraba del brazo y señalaba alguna flor u hoja, normalmente oculta debajo de otra, y le preguntaba: «¿Cuál es esa?». Siempre lo sabía. Yo deseaba convertirme en una experta, poder impresionar a la gente con mi nivel de conocimiento. Desgraciadamente, eso aún está por llegar (aunque sí que sé distinguir una rosa sin dudarlo), pero una de las mejores cosas que tiene ser escritora es que puedes crear personajes que son todo lo que no eres tú.

Frankie, la heroína de esta historia, sin duda es una experta. Al igual que mi madre, puede reunir unos cuantos tallos y crear con ellos algo que la gente se detenga a admirar. Frankie es una mujer fuerte e independiente que es muy buena en su trabajo y que controla cada aspecto de su vida excepto uno: su vida amorosa. Para dar ese salto, debe dejar de lado las creencias enturbiadas que tiene sobre el amor y la única persona que podría ayudarla a hacerlo es Matt, el hermano mayor de su mejor amiga.

El paso de amigos a amantes es una temática que estoy explorando. He disfrutado viendo cómo la larga amistad de Frankie y Matt se convierte en algo más profundo y cómo Frankie aprende a confiar en los demás después de pasarse años levantando muros para protegerse del mundo.

¡Gracias por haber elegido este libro! Espero que disfrutes conAtardecer en Central Park y que leerlo ilumine un poco tu día. No olvides buscar la historia de Eva, El ático de la Quinta Avenida, que sale a finales de año. Y si sigues Facebook, espero que me visites aquí: www.Facebook.com/authorsarahmorgan.

 

Con cariño,

Sarah

 

Besos

 

 

 

 

 

 

Dedicado a mi querida amiga Dawn.

Con mucho cariño.

 

 

 

 

 

 

El camino del amor verdadero nunca fue llano.

William Shakespeare

Capítulo 1

 

 

 

 

 

«La Bella Durmiente no necesitaba un príncipe. Necesitaba un café bien cargado».

—Frankie

 

 

Había esperado corazones, flores y sonrisas. No lágrimas.

–Se está desencadenando una crisis, dos en punto –Frankie activó el auricular y oyó la respuesta de Eva.

–No puede ser a las dos. Ya son las tres y cinco.

–No me refiero a la hora, me refiero a la posición. Se está desencadenando una crisis delante de mí y a la derecha.

Hubo una pausa.

–¿Quieres decir junto al manzano?

–Eso es lo que quiero decir.

–Entonces ¿por qué no dices directamente «junto al manzano»?

–Porque, si me haces ponerme unos auriculares para tener un aspecto profesional, quiero sonar profesional.

–Frankie, suenas más como el FBI que como una diseñadora floral. Además, ¿cómo va a haber una crisis? Todo está marchando bien. La temperatura es perfecta, las mesas están preciosas y, aunque esté mal que yo lo diga, las tartas tienen un aspecto impresionante. Nuestra novia está radiante y las invitadas llegarán en cualquier momento.

Frankie miró a la mujer apoyada en el árbol; parecía estar desmoronada.

–Odio tener que decirte esto, pero ahora mismo la novia no parece muy radiante. Tenemos lágrimas. Soy la última persona que debería hacer una observación sobre la psicología de las bodas y toda la parafernalia que las rodea, pero creo que esa no es la reacción habitual. Si llegan a este punto es porque creen que el matrimonio es algo bueno, ¿no?

–¿Estás segura de que no son lágrimas de felicidad? ¿Y cuántas lágrimas tenemos exactamente? ¿Un pañuelo de papel o una caja entera?

–Los suficientes para generar una escasez mundial. Más que un llanto parece una catarata después de lluvias torrenciales.

–¡Ay, no! Se le va a estropear el maquillaje. ¿Sabes qué ha pasado?

–A lo mejor ha decidido que debería haber elegido la ganache de chocolate en lugar del glaseado de naranja.

–Frankie…

–O a lo mejor ha entrado en razón y ha decidido largarse ahora que aún está a tiempo. Si yo estuviera a punto de casarme, también estaría llorando, y estaría llorando muchísimo más y más fuerte que ella.

Un suspiro le resonó en la oreja.

–Prometiste dejar en la puerta tus fobias a las relaciones.

–Cerré la puerta, pero deben de haberse colado por la cerradura.

–La actitud para este evento es de optimismo alegre, ¿lo recuerdas?

Frankie se quedó mirando a la novia, que sollozaba bajo el manzano.

–Pues no es lo que veo desde aquí. De todos modos, ha sido un verano seco, así que el manzano agradecerá que lo rieguen.

–¡Ve a darle un abrazo, Frankie! Dile que todo irá bien.

–Se va a casar. ¿Cómo puede ir todo bien? –le sudaba la nuca. Solo había una cosa que odiaba más que las despedidas de soltera y eso eran las bodas–. No pienso mentir.

–¡No es una mentira! Muchas personas viven felices y comen perdices.

–Eso es en los cuentos de hadas. En la vida real se van acostando con otros y luego se divorcian, siempre en ese orden –Frankie hizo un esfuerzo enorme por reprimir sus prejuicios–. Sal aquí ahora mismo. Este es tu campo de especialización. Ya sabes que no se me dan bien los sentimentalismos.

–Ya me ocupo yo –en esa ocasión fue Paige la que habló y, un instante después, con aspecto sereno e impoluto a pesar del calor y de la humedad de Nueva York, cruzó el jardín perfectamente cuidado y preguntó–: ¿Qué estaba haciendo justo antes de empezar a llorar?

–Ha recibido una llamada.

–¿Has podido oír algo de la conversación?

–No escucho las conversaciones de la gente. A lo mejor se ha producido un colapso financiero o algo así, aunque a juzgar por el tamaño de esta casa tendría que ser un buen colapso para que les afectara –se apartó el pelo de su sudorosa frente–. ¿Podemos empezar a hacer estos eventos dentro? Me estoy muriendo –era esa clase de día que hacía que la ropa se te pegara a la piel y que soñaras con bebidas heladas y aire acondicionado.

Pensó con anhelo en su pequeño apartamento de Brooklyn.

Si en ese momento hubiera estado en casa, habría estado entreteniéndose con esquejes, cuidando las hierbas aromáticas que tenía en el alféizar de la ventana y observando cómo las abejas flirteaban con las plantas de su diminuto jardín. O tal vez habría estado en la azotea con sus amigas, compartiendo una botella de vino mientras veían el sol ponerse sobre el horizonte de Manhattan.

Las bodas serían lo último en lo que habría estado pensando.

Sintió un roce en el brazo y se giró hacia su amiga.

–¿Qué?

–Estás muy estresada. Odias las bodas y todo lo que tenga que ver con ellas. Ojalá no tuviera que pedirte que vinieras, pero ahora mismo…

–Nuestro negocio está en pañales y no nos podemos permitir rechazarlas. Lo sé. Y me parece bien –bueno, no «bien» exactamente, pensó malhumorada, aunque allí estaba, ¿no?

Y entendía que no podían ser exigentes a la hora de elegir a sus clientes.

Paige, Eva y ella habían abierto Genio Urbano, su negocio de organización de eventos, hacía solo unos meses. Había resultado aterrador, pero también les había proporcionado una poderosa sensación de liberación. Ellas tenían el control.

Todo había sido idea de Paige, y Frankie sabía que sin ella probablemente estaría en paro. Y eso significaba que no tendría dinero para pagar el alquiler. Sin dinero para pagar el alquiler, tendría que abandonar su apartamento.

Una sensación de malestar la recorrió, como si alguien hubiera lanzado una piedra al tranquilo estanque que era su vida.

Su independencia lo era todo.

Y por eso estaba allí. Por eso y por la lealtad que sentía hacia sus amigas.

Se subió las gafas con la punta del dedo.

–Puedo soportar las bodas si es lo que nos toca. No te preocupes por mí. Ella… –dijo señalando con la cabeza a la mujer que estaba bajo el manzano– es tu prioridad.

–Voy a hablar con ella. Si llegan las invitadas, entretenlas. ¿Eva? –Paige se ajustó el auricular–. No saques las tartas todavía. Te avisaré de lo que vaya pasando –dijo antes de acercarse a la futura novia.

Frankie sabía que, fuera cual fuera el problema, su amiga se encargaría. Paige era una organizadora nata con un don para decir justo lo correcto en el momento correcto.

Y poseía otro don, crucial para el éxito de ese tipo de eventos: creía en los finales felices.

Para Frankie, las personas que creían en los finales felices eran unos ilusos.

Sus padres se habían separado cuando ella tenía catorce años después de que él, director de ventas, hubiera anunciado que iba a dejar a su madre por una de sus compañeras de trabajo.

Y en cuanto a lo que había sucedido desde entonces…

Se quedó mirando obnubilada a los lazos que ondeaban con la brisa.

¿Cómo lo hacía la gente? ¿Cómo lograban ignorar todas las estadísticas y los datos y se convencían a sí mismos de que podían encontrar a una persona con la que estar para siempre?

Los «para siempre» no existían.

Se movió, estaba inquieta. Paige tenía razón. No había nada en el mundo que odiara tanto como las bodas y todo lo relacionado con ellas. Le generaban aprensión. Era como ver un coche conduciendo por una carretera directo a una colisión en cadena, algo marcado por la terrible inevitabilidad. Quería cerrar los ojos o gritar para advertirles, pero lo que no quería hacer era presenciarlo.

Vio a Paige rodear a la sollozante mujer con su brazo y se apartó diciéndose que lo hacía para darles intimidad, pero lo cierto era que no quería mirar. Era demasiado duro. Demasiado real. Mirar removía recuerdos que prefería olvidar. Por suerte, su trabajo no era ocuparse de las emociones de los clientes, sino crear un arreglo floral que reflejara el cariz y el ambiente del evento.

Ahí tenía que haber un ambiente alegre, y por ello había elegido tonos crema y pastel para complementar las preciosas mantelerías. La celosia y la albejana se acurrucaban con las hortensias y las rosas en jarras de cristal elegidas para reflejar la sencillez que había solicitado la futura novia.

Por supuesto, «sencillez» era un término relativo, pensó Frankie mientras estudiaba las dos largas mesas. «Sencillez» podría haber significado servir una comilona en cestas de picnic, pero en ese caso las mesas resplandecían con cuberterías de plata y el brillo del cristal. Charles William Templeton era un abogado con una clientela famosa y fondos suficientes a su disposición para asegurar que su única hija, Robyn Rose, pudiera tener la boda que quisiera. El Plaza estaba reservado para el siguiente verano y Frankie se alegraba de que Genio Urbano no tuviera nada que ver con ese evento.

La consigna para la despedida de soltera había sido «elegancia de jardín con un toque de romanticismo». Frankie había intentado no esbozar una mueca de disgusto cuando Robyn Rose había hablado de hadas de las flores y de Sueño de una noche de verano. Gracias a Eva, que no tenía ningún problema en convertir en realidad las visiones románticas de sus clientes, habían cumplido las instrucciones más que de sobra.

Habían alquilado sillas y las habían personalizado con cintas que hacían juego con las mantelerías. Unas mariposas de seda hechas a mano estaban ingeniosamente colocadas por todo el jardín y metros de encaje creaban la ilusión de una gruta de hadas.

Frankie esbozó una media sonrisa.

Eso solo se le podía haber ocurrido a Eva.

El único guiño a la sencillez era el viejo manzano que en ese mismo momento estaba cobijando a la sollozante novia.

Frankie se estaba preparando para empezar a contener a las invitadas cuando Eva apareció a su lado con las mejillas sonrojadas por el sol.

–¿Sabemos qué está pasando?

–No, pero te puedo asegurar que no es una celebración. Paige va a tener que hacer magia.

Eva miró a su alrededor con melancolía.

–Está todo tan bonito y hemos trabajado tanto para que estuviera perfecto… Normalmente me encantan las despedidas de soltera. Las veo como una última celebración antes de que la novia y el novio cabalguen juntos hacia un bonito atardecer.

–El atardecer es lo que sucede antes del anochecer, Ev.

–¿Podrías al menos fingir que crees en lo que hacemos?

–Creo en lo que hacemos. Somos un negocio. Organizamos eventos y somos buenísimas en ello. Este no es más que otro evento.

–Haces que parezca muy frío, pero tiene su lado mágico –Eva estiró el ala de una mariposa de seda–. A veces hacemos los deseos realidad.

–Mi deseo era dirigir un negocio de éxito con mis dos mejores amigas, así que supongo que en eso tienes razón. Aunque no tiene nada de mágico, a menos que lograr seguir funcionando después de una jornada laboral de dieciocho horas sea mágico. El café, en cambio, sí que es mágico. Por suerte, no tengo que creer en los finales felices para hacer un trabajo genial. Mi responsabilidad son las flores, nada más.

Y le encantaba. Su historia de amor con las plantas había empezado cuando era pequeña. Se había refugiado en el jardín para escapar de las emociones que había dentro de la casa. Las flores podían ser un arte o podían ser una ciencia, y ella había estudiado cada planta minuciosamente, entendiendo que cada una tenía necesidades individuales. Estaban esas a las que les encantaba la sombra, como los helechos, el jengibre y la arisaema, y también estaban las que veneraban al sol, como las lilas y los girasoles. Cada una necesitaba un entorno óptimo. Si las plantabas en el sitio equivocado, se marchitaban y morían. Cada una necesitaba el hogar perfecto para florecer.

Muy parecido a lo que les pasaba a los humanos, pensó.

Le encantaba elegir la flor perfecta para el evento perfecto; disfrutaba diseñando arreglos florales, pero sobre todo le encantaba cultivar las plantas y observar el paso de las estaciones. Desde el extravagante aluvión de flores en primavera hasta los elegantes rojizos y naranjas oscuros del otoño, cada estación traía consigo sus propios regalos.

–Las flores son una maravilla –dijo Eva observando el ramo dispuesto tan artísticamente en la jarra–. Esa es preciosa. ¿Qué es?

–Es una rosa.

–No, la plateada.

–Centaurea cineraria.

Eva la miró.

–¿Y cómo la llama la gente normal?

–Cineraria gris.

–Es bonita. Y has usado albejanas –dijo su amiga deslizando un dedo sobre la flor con aire nostálgico–. Eran las favoritas de mi abuela. Solía dejarle ramos junto a la cama. Le recordaban a su boda. Me encanta cómo las has combinado. Tienes mucho talento.

Frankie oyó la voz de su amiga temblar. Eva había adorado a su abuela y su muerte el año anterior la había dejado hundida. Sabía que la echaba de menos terriblemente.

Aunque también sabía que Eva no querría ponerse a llorar en el trabajo.

–¿Sabías que las albejanas las descubrió un monje siciliano hace trescientos años?

Eva tragó saliva.

–No. Sabes mucho de flores.

–Es mi trabajo. ¿Qué te parece esta? Se llama Encaje de la reina Ana –dijo Frankie apresuradamente–. Te gustará. Es muy nupcial. Perfecta para ti.

–Sí –Eva se recompuso–. Cuando me case, la voy a poner en mi ramo. ¿Me lo harías tú?

–Claro. Te haré el mejor ramo que haya visto una novia. Pero no llores. Te pones hecha un desastre cuando lloras.

Eva se frotó la cara con la mano.

–Entonces ¿te alegrarías por mí? ¿Aunque no creas en el amor?

–Si alguien me puede demostrar que me equivoco, esa eres tú. Y te lo mereces. Espero que tu Príncipe Azul llegue en su corcel blanco y te lleve con él.

–Eso llamaría mucho la atención en la Quinta Avenida –dijo Eva sonándose la nariz–. Y, además, soy alérgica a los caballos.

Frankie intentó no sonreír.

–Contigo siempre hay alguna pega.

–Gracias.

–¿Por qué?

–Por hacerme reír en lugar de llorar. Eres la mejor.

–Sí, bueno, me puedes devolver el favor ocupándote de la situación –Frankie vio a Paige darle otro pañuelo a Robyn–. La ha dejado, ¿verdad?

–No sabemos. Podría ser cualquier cosa. O nada. A lo mejor solo se le ha metido polvo en los ojos.

Frankie miró a su amiga con incredulidad.

–Y ahora me dirás que aún crees en Santa Claus y en el Hada de los Dientes.

–Y en el Conejo de Pascua –ya serena, Eva sacó un espejo diminuto del bolso y se revisó el maquillaje–. Jamás te olvides del Conejo de Pascua.

–¿Cómo es vivir en el Planeta Eva?

–Es maravilloso. Y ni se te ocurra contaminar mi pequeño mundo con tus cinismos. Hace un momento estabas hablando del Príncipe Azul.

–Pero ha sido para que dejaras de llorar. No entiendo por qué la gente se somete a esto cuando directamente podrían atravesarse el corazón con un cuchillo de cocina y terminar antes.

Eva se estremeció.

–Has estado leyendo demasiados libros de terror. ¿Por qué no lees un poco de novela romántica?

–Preferiría atravesarme el corazón con un cuchillo de cocina –y se sentía como si lo hubiera hecho. Estaba mirando a Robyn Rose, pero estaba recordando a su madre, tendida sobre el suelo de la cocina, balbuceando de pena y sollozando mientras su padre, totalmente pálido, pasaba por encima de su tembloroso cuerpo y salía por la puerta dejándola al cargo del desastre que él había provocado.

Se quedó mirando al frente y sintió a Eva entrelazando su brazo con el suyo.

–Algún día, probablemente cuando menos te lo esperes, te vas a enamorar.

Fue un comentario típico de Eva.

–Eso no va a pasar nunca –sabiendo que su amiga se sentía emocionalmente vulnerable, intentó ser delicada–. El romanticismo produce el mismo efecto en mí que el ajo en los vampiros. Y, además, me encanta estar soltera. No me mires así, como si te estuvieras compadeciendo de mí. Es mi elección, no una condena. No es un estado en el que tengo que estar hasta que llegue algo mejor. No te sientas mal por mí. Me encanta mi vida.

–¿No quieres tener a alguien a quien acurrucarte por las noches?

–No. Así nunca tengo que pelearme por el edredón, puedo dormir cruzada en mitad de la cama y puedo leer hasta las cuatro de la mañana.

–¡Un libro no puede sustituir a un hombre!

–No estoy de acuerdo. Un libro puede darte más cosas que una relación. Te puede hacer reír, te puede hacer llorar, te puede transportar a mundos distintos y enseñarte cosas. Incluso te lo puedes llevar a cenar. Y, si te aburre, puedes dejarlo y seguir adelante con tu vida tranquilamente. Lo cual es muy parecido a lo que sucede en la vida real –a diferencia de su padre, su madre no se había vuelto a casar. Por el contrario, consumía hombres como si fueran de usar y tirar.

–Vas a hacer que llore otra vez. ¿Y qué me dices de crear un vínculo estrecho con alguien? Un libro no te puede conocer.

–Puedo vivir sin eso –no quería que la gente la conociera. Se había alejado de la pequeña isla donde había crecido precisamente por esa razón, porque la gente la había conocido demasiado. Cada detalle íntimo y profundamente embarazoso de su vida privada había sido de dominio público.

Paige se reunió con ellas.

–La llamada era del novio –su tono fue tajante y serio–. La ha cancelado.

Eva emitió un sonido de angustia.

–¡Oh, no! Tiene que ser espantoso para ella.

–A lo mejor no –aunque ya había imaginado lo que habría sucedido, a Frankie se le encogió el estómago–. A lo mejor en el fondo le ha venido bien.

–¿Cómo puedes decir eso?

–Porque tarde o temprano él la habría engañado y le habría roto el corazón. Mejor ahora, antes de que tengan hijos y ciento y un dálmatas y salgan perjudicados testigos inocentes –sin querer admitir lo destrozada que estaba por haber vuelto a tener razón, Frankie se echó hacia delante y sacó el Encaje de la reina Ana de la jarra.

–Ciento y un cachorros de la raza que fuera supondrían una presión enorme para cualquier matrimonio, Frankie –dijo Eva.

–Y no todos los hombres son infieles –Paige miró la hora en el móvil y el anillo de diamantes que llevaba en el dedo captó la luz del sol y resplandeció.

Al verlo, Frankie se sintió culpable.

Debería mantener la boca cerrada. Eva era una soñadora y Paige estaba recién prometida. Debía reservarse su opinión sobre el matrimonio.

–Para Jake y para ti será distinto –masculló–. Sois una de esas extrañas parejas que están perfectos juntos. No me hagas caso. Lo siento.

–No lo sientas –dijo Paige haciendo un ademán con la mano, y el diamante volvió a lucir–. Tú y yo no queremos lo mismo y no pasa nada.

–Soy una aguafiestas.

–Eres la hija de unos padres divorciados. Y no fue un divorcio feliz. Todos tenemos una visión distinta de la vida dependiendo de nuestra propia experiencia.

–Sé que exagero. Ni siquiera fue mi divorcio.

Paige se encogió de hombros.

–Pero viviste las consecuencias. Sería una locura pensar que eso no podría afectarte. Es como lavar un calcetín rojo con una camiseta blanca. Todo acaba manchado.

Frankie esbozó una media sonrisa.

–¿Yo soy la camiseta blanca en esa analogía? Porque no estoy segura de ser el equivalente a una camiseta blanca.

Eva la observó.

–Estoy de acuerdo. Yo diría que más bien eres el equivalente a una cazadora de combate.

–Robyn ha subido a arreglarse el maquillaje –dijo Paige reconduciendo la conversación al tema del trabajo–. Las invitadas llegarán en cualquier momento. Voy a hablar con ellas.

–¿Vamos a cancelarlo?

–No. Seguimos adelante, pero ahora no es una despedida de soltera. Es una fiesta. Una celebración de la amistad.

Frankie se relajó ligeramente. Lo de la amistad sí lo podía soportar.

–Genial. ¿Cómo lo has conseguido?

–Le he dicho que las amigas están para lo malo además de para lo bueno. Estaban invitadas para compartir lo bueno, pero si son amigas de verdad estarán a su lado también para lo malo.

–Y los momentos malos siempre mejoran con champán, sol y fresas –dijo Eva–. Ahí viene.

Frankie agarró una jarra de flores y Paige la detuvo.

–Son preciosas. ¿Qué estás haciendo?

–Las flores deben ajustarse al ambiente de cada ocasión y estas son demasiado nupciales.

Sin esperar la aprobación de Paige, arrojó el Encaje de la reina Ana al parterre y vio las flores caer al suelo.

Intentó no verlo como algo simbólico.

 

 

Las tres amigas llegaron a casa aproximadamente una hora antes de que el sol se pusiera.

Sudorosa, irascible y agitada por los sucesos del día, Frankie buscó las llaves en su bolso.

–Si no entro en los próximos cinco segundos, me voy a derretir aquí mismo.

Paige se detuvo junto a la puerta de entrada.

–A pesar de todo, ha ido bien.

–La ha dejado –murmuró Eva y Paige frunció el ceño.

–Lo sé. Me refería a la fiesta. Ha ido bien. Deberíamos celebrarlo. Jake va a venir. ¿Por qué no nos juntamos todos en la azotea para tomar una copa?

Frankie no tenía ganas de celebrar nada.

–Esta noche no. Tengo una cita con un buen libro –no iba a pensar en cómo se sentiría Robyn Rose. No iba a preocuparse de si estaba bien o de si tendría el valor de volver a amar. Ese no era su problema.

Se le cayó la llave al suelo y Eva miró a Paige.

–¿Estás bien?

–Claro. Solo un poco cansada. Ha sido un día largo con tanto calor –y parte de ese calor había sido el resultado de estar expuesta a un caldero hirviendo de emociones. Recogió la llave y se secó la frente con la palma de la mano.

–Deberías llevar falda –dijo Eva–. Habrías estado más fresca.

–Sabes que nunca llevo faldas.

–Pues deberías. Tienes unas piernas fantásticas.

Frankie intentaba abrir la puerta, pero no atinaba.

–Os veo mañana.

–De acuerdo, pero como pensamos que necesitarías un poco de distracción después de la despedida de soltera, te hemos comprado una cosa –Paige metió la mano en el bolso; ese bolso que contenía de todo desde limpiador hasta cinta adhesiva–. Toma –le dio un sobre y Frankie lo aceptó, conmovida por el gesto.

–¿Me habéis comprado un libro? –lo abrió y se sintió emocionada. Su mal humor se evaporó–. ¡Es el nuevo de Lucas Blade! Aún falta un mes para que salga. ¿Cómo lo habéis conseguido? –casi salivando, se lo apretó contra el pecho. Quería sentarse y empezar a leerlo ya mismo.

–Eva tiene buenos contactos.

Eva sonrió y unos hoyuelos se le marcaron en las mejillas.

–Le mencioné a mi querida Mitzy que te encanta su trabajo y utilizó su poder de abuela para obligarlo a que te firmara un ejemplar, aunque no sé por qué quieres leer un libro que se llama El regreso de la muerte. Yo me pasaría la noche despierta y gritando. Lo único bueno del libro es la foto de él en la sobrecubierta. Ese hombre está increíblemente bueno. Mitzy quiere presentármelo, pero no estoy segura de querer conocer a un hombre que se gana la vida escribiendo sobre asesinatos. No creo que tuviéramos mucho en común.

–¿Está firmado? –Frankie abrió el libro y vio su nombre escrito en un garabato con tinta negra–. Esto es una pasada. Estaba pensando en pedirlo en la preventa, pero el precio es escandaloso dado el éxito que tiene. No me puedo creer que hayáis hecho esto.

–Tu idea de algo horroroso es una despedida de soltera o una boda y, aun así, has venido –dijo Eva–, así que esta noche queríamos obsequiarte. Es nuestra forma de darte las gracias. Si te da miedo y quieres compañía, llama a la puerta.

Frankie sintió un nudo en la garganta. En eso consistía la amistad. En entender a alguien.

–Espero que sí que me dé miedo. Eso es lo que debería hacer.

Eva sacudió la cabeza, perpleja.

–Te quiero, pero jamás te entenderé.

Frankie sonrió. A lo mejor no consistía en entender a alguien; a lo mejor la amistad consistía en querer a una persona incluso aunque no siempre la entendieras.

–Gracias –murmuró–. Sois las mejores.

Por fin la llave entró en el cerrojo y ella entró en su santuario. Cerró la puerta y lo primero que hizo fue quitarse las gafas. La montura pesaba y se frotó la nariz delicadamente con los dedos mientras cruzaba su bonito salón. El espacio era pequeño, pero lo había amueblado bien, con unas cuantas piezas que había encontrado en Internet. Tenía un sofá mullido que había rescatado y tapizado ella misma, pero lo que más le gustaba de su apartamento eran las plantas. Ocupaban cada superficie disponible, un arco iris de tonos verdes con toques de color que conducían la mirada hacia el pequeño jardín.

Había convertido el pequeño espacio cercado en un frondoso refugio.

La madreselva goldflame, la Clematis montana y otras trepadoras ascendían por unos enrejados entre maceteros desbordados por una profusión de plantas colgantes. La vinca y la bacopa se enmarañaban y caían sobre la pequeña zona de terraza de cedro donde daba el sol en ciertos momentos del día, y una lámpara marroquí ocupaba el centro de la pequeña mesa donde se sentaba esas noches en las que prefería estar sola en lugar de reunirse con sus amigos en la azotea.

La paz y la calma la envolvían. La idea de pasar la noche leyendo un libro que llevaba meses esperando le levantó el ánimo.

Esa era su vida y le encantaba.

Esa montaña rusa que te levantaba el estómago y a la que llamaban «amor» no estaba hecha para ella. Ni lo necesitaba ni, mucho menos, lo quería. Ella nunca malgastaba una noche mirando anhelante el teléfono esperando que sonara, y nunca había llorado tanto como para necesitar ni un solo pañuelo.

Abrió el libro, pero sabía que si leía la primera página se iba a enganchar y primero tenía que darse una ducha.

Al día siguiente era domingo y tenía el día libre, así que, si quería, podría pasarse toda la noche leyendo y dormir hasta tarde y a nadie le importaría.

Uno de los muchos beneficios de ser soltera.

Soltó el libro preguntándose por qué todo el mundo parecía tan ansioso por renunciar a ese valioso estado.

Por mucho que quisiera a sus amigas, le alegraba vivir sola. Paige y Eva habían compartido durante años el apartamento que tenía encima y aunque ahora Paige pasaba más tiempo en el apartamento de Jake, aún dormía en su antigua habitación al menos la mitad de la semana. Frankie sospechaba que la decisión obedecía tanto al deseo de su amiga de no dejar sola a Eva como a la necesidad de conservar su propio espacio.

El romántico deseo de Eva de formar una familia era algo que entendía pero no compartía. Según su experiencia, la familia resultaba complicada, exasperante, embarazosa, egoísta y, en demasiadas ocasiones, dañina.

Y, cuando era la familia la que te hacía daño, las heridas eran más profundas y tardaban más en sanar, tal vez porque las expectativas eran distintas.

Las experiencias que había tenido de pequeña habían influenciado mucho quién era y cómo había elegido vivir su vida.

Su pasado era la razón por la que no podía asistir a una boda sin querer preguntarles a los novios si estaban seguros de querer seguir adelante.

Su pasado era la razón por la que nunca vestía de rojo, odiaba las faldas y era incapaz de mantener una relación con un hombre.

Su pasado era la razón por la que se sentía incapaz de volver a la isla en la que había crecido.

Puffin Island era un paraíso para los amantes de la naturaleza, pero para Frankie allí había demasiados recuerdos y demasiados isleños que le guardaban rencor al apellido Cole.

Y no los culpaba.

Había crecido al amparo de los pecados de su madre, y la reputación de su familia era uno de los motivos por los que se había trasladado a Nueva York. Al menos allí, cuando entraba en una tienda, la gente no hablaba de ella. Allí, nadie sabía y a nadie le importaba que su padre se hubiera ido con una mujer a la que le doblaba la edad o que su madre hubiera decidido curar sus inseguridades teniendo sus propias aventuras.

Había dejado todo eso atrás hasta hacía seis meses, cuando su madre había dejado de moverse por todo el país de trabajo en trabajo y de hombre en hombre y se había instalado en la ciudad.

Después de años de muy poco contacto con su única hija, ahora tenía ganas de estrechar lazos. A Frankie cada interacción con ella se le hacía insoportable, y entre los sentimientos de vergüenza, de rabia y de turbación, se encontraba la culpabilidad. Culpabilidad por el hecho de no poder encontrar el modo de ser más comprensiva con su madre. Su madre había sido la principal víctima de las infidelidades de su padre, no ella y debería ser más comprensiva. ¡Pero es que eran tan distintas!

¿Siempre habían sido así? ¿O era culpa de Frankie por haberse esforzado tanto en que fueran distintas? Porque el recuerdo más claro que le quedaba de su adolescencia era el de su absoluta determinación a no parecerse en nada a su madre.

Mientras se quitaba la camisa entró en la pequeña cocina y se sirvió una copa de vino. Paige y Eva sin duda se pasarían la noche charlando, diseccionando cada momento del evento.

Frankie no tenía ninguna gana de hacer eso. Bastante mal lo habían pasado como para ahora encima tener que repasar cada detalle y, además, sabían muy bien qué había salido mal: el novio había dejado a la novia. En su opinión, un cadáver no necesitaba una autopsia si podías ver el agujero de la bala atravesándole el cráneo, y en ese preciso instante tenía que olvidarse de todo lo que tuviera que ver con bodas.

Se metió en la ducha y se quitó de encima todas las tensiones del día.

Podía haber sido un desastre, pero con su habitual sosegada eficiencia, Paige había salvado la situación.

Las amigas de Robyn habían estado maravillosas al apoyarla y decirle las palabras adecuadas. Incluso había habido risas mientras habían compartido champán y las tartas de Eva. En lugar de una boda inminente, habían celebrado su amistad.

Se envolvió en una toalla y salió del diminuto baño.

La amistad era lo único en lo que se podía confiar.

¿Dónde estaría ella sin sus amigas?

Y aunque no estaba de humor para beber y charlar en la azotea, la reconfortaba saber que solo estaban a unos pasos.

Se acurrucaría a leer su libro y se perdería en él.

Se puso unos pantalones negros de yoga y una camiseta, se sirvió un poco de queso en un plato y se sentó a leer. Sumida en otro mundo, se llevó un buen susto cuando un enorme estrépito se oyó desde la cocina.

–¡Joder!

Apartada precipitadamente de un mundo de terror ficticio, la lógica tardó un momento en actuar y en decirle que una de las macetas de hierbas aromáticas que se medio sostenían en el alféizar de la ventana se había caído.

No necesitaba investigar el causante del accidente; ya lo sabía.

No era un asesino en serie. Era un gato.

–¿Garras? ¿Eres tú? –aún sosteniendo el libro, fue hasta la cocina, vio la tierra y los fragmentos de arcilla tirados por el suelo y una gata aterrorizada con el pelo del color de la mermelada de naranja–. Oye, tienes que mirar por dónde pisas.

La gata se metió corriendo bajo la mesa de la cocina y miró a Frankie desde una distancia segura, con el pelo casi completamente en posición vertical.

–¿Te has asustado? Porque a mí me has dado un susto de muerte –ya tranquila, Frankie dejó el libro sobre la mesa y se agachó a recoger el estropicio. La gata se encogió más todavía debajo de la mesa–. ¿Qué haces aquí abajo? ¿Dónde está Matt? ¿Hoy trabaja hasta tarde?

Matt, el hermano de Paige, era el dueño de la casa y vivía en los dos pisos superiores. Había sido Matt, arquitecto paisajista, quien había encontrado la vieja casa abandonada de ladrillo rojo años atrás y cuidadosamente la había convertido en tres apartamentos. Los cuatro vivían allí en una armonía casi perfecta. Y junto a ellos, la gata que Matt había rescatado.

Frankie tiró a la basura el macetero roto y la tierra y sacó una lata de comida para gatos. Siguió hablando, con cuidado de no hacer ningún movimiento brusco.

–¿Tienes hambre?

La gata no se movió, así que Frankie abrió la lata y la vertió en un cuenco que había comprado después de la primera visita del animal.

–Lo dejaré aquí –dijo soltando el cuenco.

Garras se acercó con la vigilante cautela que siempre mostraba ante los humanos.

Y Frankie, como alguien que se acercaba a la gente prácticamente del mismo modo, empatizó.

–No sé cómo bajas desde el apartamento de Matt, pero espero que tengas cuidado con dónde pisas. No querría que te hicieras daño –aunque ya era un poco tarde para eso. Sabía que Garras había sido maltratada y abandonada antes de que Matt la hubiera rescatado. Como resultado, la gata solo confiaba en Matt e incluso a él lo arañaba si hacía algún movimiento brusco.

Garras olfateó el cuenco con precaución y Frankie se mantuvo apartada para darle espacio al animal.

Fingiendo que la ignoraba, se rellenó la copa de vino, cortó unas lonchas más de queso y se sentó a la mesa de la cocina, que había sido un regalo de sus amigas cuando estrenó la casa. Era su lugar favorito para sentarse, sobre todo al levantarse por las mañanas. Le gustaba abrir las ventanas y ver la luz del sol inundar su jardín. Era un lugar muy soleado que captaba la luz y la calidez desde primera hora de la mañana.

–Deberíamos celebrarlo –dijo levantando la copa–. Por la soltería. Puedo ir a donde quiera, hacer lo que quiera y no dependo de nadie. Gobierno mi propio barco por las aguas que decido navegar. La vida es buena.

Garras olfateó la comida de nuevo sin dejar de mirar a Frankie.

Al final comenzó a comer y a Frankie le sorprendió la satisfacción que le produjo saber que el animal estaba empezando a confiar en ella. Tal vez debería comprarse un gato.

A diferencia de los humanos, los gatos comprendían la noción del espacio personal.

Abrió el libro y comenzó a leer por donde lo había dejado.

Estaba a mitad del tercer capítulo cuando oyó que llamaban a la puerta.

Garras se quedó paralizada.

Frankie puso un pedacito de papel en el libro para marcarlo intentando no dejarse llevar por la rabia que le había producido la interrupción.

–Serán o Eva o Paige, así que no hay por qué asustarse. Seguro que se han quedado sin vino. No me rompas ninguna maceta mientras voy a abrir.

Abrió la puerta.

–¿Habéis bebido tanto que no…? Oh.

Matt estaba en la puerta, aunque «estaba» no era el término correcto. Prácticamente llenaba el espacio. Pasaba del metro ochenta y cinco y tenía los hombros anchos y fuertes por todo el peso que levantaba en el trabajo. Podía haber resultado intimidante, pero una leve sonrisa le alzó las comisuras de los labios y suavizó las ásperas líneas de su masculinidad. Había decenas de razones por las que una mujer podía quedarse mirando a Matt Walker durante un buen rato, pero era esa atractiva sonrisa, capaz de derretirte los huesos, lo que garantizaba que jamás tendría escasez de compañía femenina.

–En lo que va de noche, no he bebido ni una gota. Espero remediarlo pronto –la miró y miró la puerta–. Deberías usar la cadena de seguridad que te puse.

–Normalmente lo hago. Pensé que eras Paige.

Qué bien olía, pensó Frankie. Como la lluvia de verano y la brisa del mar. Hacía que le entraran ganas de hundir la cara en su cuello y respirar su aroma.

Se preguntó quién de los dos se sentiría más avergonzado si lo hiciera.

Ella, sin duda. Matt no era un tipo que se ruborizara con facilidad.

–¿Te molesto? –le miró el pelo mojado y ella se lo tocó algo avergonzada.

Cuando estaba mojado adoptaba un color nada favorecedor. «Óxido». Así lo había descrito un chico del colegio después de que les hubiera caído encima una fuerte tormenta. Y, cuando se ruborizaba, lo cual le estaba pasando en ese mismo momento gracias a su díscola imaginación, su cara contrastaba de un modo terrible con su pelo.

–No me molestas, pero, si buscas a Paige y a Eva, están arriba, en la terraza.

–No las buscaba. He perdido a mi gata. ¿La has visto?

–Está aquí. Pasa. He abierto una botella de vino –le lanzó la invitación sin pensárselo dos veces porque era Matt. Matt, a quien conocía de toda la vida y en quien confiaba.

–¿Me estás invitando a pasar? –a él se le iluminó la mirada–. ¡Qué honor! Es sábado por la noche y sé cuánto adoras tener tu propio espacio.

El hecho de que la conociera tan bien era una de las cosas que hacía que su relación fuera tan sencilla y agradable.

–Gozas del privilegio del propietario.

–¿Eso existe? No lo sabía. ¿Y qué otros beneficios me corresponden que no haya reclamado?

–Alguna que otra copa de vino, sin duda, entran en la lista –le abrió más la puerta y él entró en el apartamento.

Ella se quedó mirándole los hombros. Era humana, ¿no? Y Matt tenía unos hombros impresionantes, de esos en los que te podías apoyar, si es que eras de las personas que se apoyaban en otras. Ella no lo era. Aun así, no podía negar que ese hombre era sexy desde cada ángulo, incluso por detrás. Por supuesto, el hecho de que le pareciera atractivo era su secreto y lo seguiría siendo.

Podía disfrutar de su fantasía privada, segura de que nadie lo descubriría nunca.

Cerró la puerta.

–¿Cómo has perdido a tu gata?

–He dejado la ventana abierta, pero nunca había tenido el valor de saltar. No sé si estar contento de que por fin haya sido lo suficientemente valiente para explorar o preocupado por que haya sentido la necesidad de escapar de mí.

–Umm, supongo que eso depende de si es un hecho aislado. ¿Las mujeres suelen intentar escapar de ti?, «no», pensó ella. «Por supuesto que no».

–Constantemente. Es terrible para el ego –se mostraba cómodo y relajado y a ella se le aceleró el corazón, como siempre le sucedía cuando estaba cerca de él.

Pero lo ignoró, como hacía siempre.

A diferencia de su madre, no creía que la atracción sexual fuera un impulso al que hubiera que obedecer. Ella prefería tener una amistad a largo plazo que sexo a corto plazo. Es más, había un millón de actividades más atrayentes que el sexo, que ella siempre había visto como algo lleno de complicaciones, de expectativas poco realistas y de presión.

«Si dieran calificaciones por el sexo, tú serías un “muy deficiente”, Cole. Y sin reconocimiento por el esfuerzo realizado».

Ella frunció el ceño, preguntándose por qué la había asaltado ese recuerdo justo ahora.

Aquel tipo era un capullo. No iba a malgastar ni un solo segundo pensando en un hombre cuyo ego era tan grande que requería su propio código postal.

Matt, por el contrario, era un buen amigo. Lo veía la mayoría de los días, unas veces en la azotea, donde quedaban para tomar unas copas o ver una película, y otras en Romano’s, el restaurante italiano de la madre de Jake.

Su amistad era una de las relaciones más importantes de su vida.

Y esa era una de las razones por las que soportaba a la gata.

–Creo que deberías estar contento de que haya bajado hasta mi apartamento. Eso demuestra que está empezando a confiar en los demás. Con suerte, con el tiempo dejará de intentar desollarnos a arañazos. Está en la cocina –fue hacia allí y él la siguió mientras observaba la abundancia de macetas en la ventana.

–¿Ahora cultivas plantas aromáticas?

–Unas pocas. Albahaca dulce y perejil italiano. Las cultivo para Eva.

–¿Existe un perejil italiano? Con la de viajes que he hecho a Italia durante la universidad y no sabía eso –se acercó a la ventana y miró el pequeño jardín que había al otro lado–. Has hecho un buen trabajo con este sitio. Tengo suerte de tenerte viviendo aquí.

Solían hablar sobre muchos temas distintos, pero él no solía hacer comentarios personales. A Frankie le ponían muy nerviosa y odiaba reaccionar de ese modo.

–Soy yo la que tiene suerte. Si no fuera por ti, estaría viviendo en un apartamento del tamaño de una caja de zapatos y guardando mi ropa en el horno. Ya sabes lo que es Nueva York –avergonzada, se agachó para acariciar a la gata y Garras se metió debajo de la mesa buscando protección–. ¡Huy! Me he movido demasiado deprisa. Está nerviosa.

Él se giró.

–Está mejorando. Hace unos meses ni siquiera habría bajado a visitarte –se sentó en una de las sillas de la cocina e inmediatamente Garras salió y saltó sobre su regazo–. Gracias por darle de comer.

–De nada –Frankie vio cómo Garras se estiraba lentamente. La gata perdió el equilibrio y sacó las uñas, pero Matt le acarició el lomo y la sujetó contra el duro músculo de su muslo.

Frankie miró su mano y la lenta y reconfortante caricia de sus dedos y sintió calor.

–¿Pasa algo?

–¿Cómo dices? –Frankie apartó la mirada del hipnotizante movimiento de sus dedos y lo miró a los ojos, que reflejaban diversión.

–Estás mirando a mi gata.

¿Gata? Gata.

–Yo… –había dejado de mirar a la gata hacía mucho rato–. Sigue muy delgada.

–El veterinario dijo que tardará un tiempo en recuperar todo el peso que perdió cuando estuvo encerrada en aquella habitación –él esbozó un gesto adusto que le recordó a Frankie que incluso la paciencia de Matt tenía límites. Pero entonces sonrió–. ¿Había visto antes esa camiseta? El color te sienta bien.

–¿Qué? –desestabilizada tanto por la sonrisa como por el comentario, lo miró.

No pensaba que Matt se burlara de ella nunca, lo cual solo podía significar que…

–¿Quieres algo? –lo miró a los ojos–. Porque puedes pedirlo directamente. No tienes que soltarme el rollo de «qué bien te queda esa camiseta» para ablandarme. Gracias a ti vivo en el mejor apartamento de Brooklyn y además de eso te conozco de toda la vida, así que puedes pedirme prácticamente lo que sea y te diré que sí.

–¿Es otro de los privilegios del propietario? –con delicadeza, Matt dejó a la gata en el suelo–. Tal vez no deberías haberme dicho eso. Puede que decida acogerme a esa cláusula de nuestro acuerdo.

¿Estaba flirteando con ella?

La confusión trabó su capacidad de pensamiento.

Con Matt siempre sabía en qué punto se encontraba, pero de pronto el territorio le resultaba desconocido.

No, claro que no estaba flirteando. Ellos nunca flirteaban. Ella no sabía flirtear. Su pericia, perfeccionada durante una década, consistía en disuadir a los hombres, no en animarlos a acercársele.

Y, de todos modos, Matt nunca se interesaría por ella. No era ni lo bastante sofisticada ni lo bastante experimentada.

Necesitaba decir algo trivial y divertido para normalizar la atmósfera, pero tenía la mente en blanco.

Matt la miró fijamente.

–Te he hecho un cumplido, Frankie. No tienes que diseccionarlo y analizarlo como si buscaras micrófonos ocultos o artefactos incendiarios. Simplemente dices «gracias» y sigues con lo tuyo.

¿Un cumplido?

Pero ¿por qué? Él nunca le hacía cumplidos.

–Esta camiseta tiene cinco años. No es tan especial.

–No he dicho que me guste tu camiseta. He dicho que me gusta cómo te queda. Te estaba piropeando a ti, no a lo que llevas puesto. ¿Has dicho algo de vino?

Con sutileza, Matt cambió de tema y ella, frustrada consigo misma, se giró para agarrar la botella.

¿Por qué tenía que tomarse así las cosas? ¿Tan complicado era flirtear?

Eva habría tenido preparada la respuesta perfecta. Y Paige también.

Ella era la única que no tenía ni idea de qué decir o hacer. Tenía que conseguir un libro sobre «¿cómos?». Cómo flirtear. Cómo no quedar como una idiota delante de un hombre.

–Montepulciano. ¿O prefieres cerveza?

–Lo de la cerveza suena bien.

Sacó una de la nevera mientras se obligaba a relajarse. Después, entraría en el buscador de Internet y teclearía «cómo flirtear». Practicaría algunas respuestas para que eso no le volviera a pasar. Si un hombre le hacía un cumplido, al menos debería saber cómo responder en lugar de tratar cada comentario que le hacían como si fuera un virus informático entrante.

–¿Qué tal te ha ido el día?

–Los he tenido mejores –arrancó la tapa de la cerveza–. Demasiado trabajo, demasiado poco tiempo. ¿Recuerdas aquel negocio que conseguí hace unos meses?

–Has conseguido montones de negocios, Matt.

–La azotea en el Upper East Side.

–Ah, sí, ya me acuerdo –esa conversación era mejor. No entrañaba peligro–. Fue un golpe maestro. ¿Hay algún problema con la planificación?

–Con la planificación no. Eso está bien. El problema es que Victoria se marchó ayer.

Frankie había hecho un curso con Victoria en los Jardines Botánicos y había sido ella la que se la había recomendado a Matt.

–¿No tiene que darte un preaviso?

–Técnicamente, sí, pero su madre está enferma, así que le he dicho que no se preocupara y que se marchara a casa.

Eso era típico de Matt. Era un hombre que valoraba la importancia de la familia. La suya era una piña, no una ruina como la de ella.

–¿No hay posibilidades de que vuelva pronto?

–No. Vuelve a Connecticut para poder estar más cerca.

–Lo cual te deja sin una horticultora cuando estás en mitad de un gran proyecto –las azoteas eran la especialidad de Matt y sus proyectos iban desde casas residenciales a grandes propiedades comerciales–. ¿Y qué pasa con el resto del equipo?

–El campo de James es el paisajismo duro y Roxy es muy aplicada y trabajadora, pero no tiene formación profesional. Victoria había empezado a enseñarle las nociones básicas, pero no tiene conocimientos suficientes para crear un diseño –dejó la botella sobre la mesa–. Voy a tener que buscar a alguien y espero tener suerte. Enseguida.

Bebió y Frankie observó la fuerte columna de su garganta y la oscura sombra punteada que le cubría la mandíbula. Era increíblemente guapo, con un cuerpo duro y fuerte. Se pasaba la mitad de la jornada laboral con las mangas recogidas y cubierto de tierra, pero incluso a través del atuendo informal su innato sentido del estilo lograba brillar. Era esa sutileza para el diseño lo que había levantado su negocio.

Si a Frankie le hubieran interesado los hombres, él habría sido un candidato perfecto.

Pero no le interesaban. Rotundamente no.

La gente decía que uno debía dedicarse a lo que se le daba bien, ¿no? Y a ella las relaciones se le daban muy, muy mal.

Matt soltó la cerveza y la miró durante un instante. Le lanzó una mirada cargada de intimidad que hizo que el corazón le latiera un poco más deprisa y se le acelerara la respiración.

Mierda, su mente le estaba jugando una mala pasada.

Tenía una imaginación hiperactiva cortesía de una vida sexual hipoactiva.

Miró a otro lado.

–Conozco a mucha gente. Haré algunas llamadas. Los jardines en azoteas requieren habilidades especiales. No se trata solo de plantar flores bonitas. Necesitas árboles y arbustos que te den color durante todo el año.

–Exactamente. Necesito a alguien que entienda las complejidades del proyecto, alguien experto y con quien sea fácil trabajar. Somos un equipo pequeño. No hay sitio para egos ni divas.

–Ya, te entiendo –era una estupidez ponerse nerviosa cuando conocía a Matt de toda la vida. El hecho de que hubiera madurado y hubiera pasado de ser un chico desgarbado a convertirse en un tío bueno no debería afectarla tanto.

Era el hermano mayor de su mejor amiga y habían crecido en la misma isla, junto a la costa de Maine. Había experimentado la misma frustración asociada al hecho de vivir en un pueblo pequeño, aunque, por supuesto, su experiencia no se había parecido en nada a la suya. Nadie había vivido una experiencia como la de Frankie.

Después de que se hubiera descubierto la aventura de su padre y él las hubiera abandonado por una mujer a la que le doblaba la edad, la respuesta de su madre había sido tener sus propias aventuras. Le había contado a todo el que había querido escucharla que se había casado demasiado joven y que había decidido recuperar el tiempo perdido. En un intento por redescubrir su juventud y recuperar la autoestima, se había cortado el pelo, había perdido diez kilos y había empezado a ponerse la ropa de Frankie. No había habido hombre demasiado joven, demasiado viejo o demasiado casado como para escapar a las atenciones de su madre.

Frankie había descubierto que una reputación no era algo que se tuviera que ganar. Podías heredarla.

Hiciera lo que hiciera, en Puffin Island siempre sería la hija de «esa mujer».

Era como si su identidad se hubiera fusionado con la de su madre, y algunos chicos del instituto habían dado por hecho que era una vía de acceso rápido a una vida de aventura sexual. Sobre todo, un chico en particular.

Frankie apartó aquel recuerdo negándose a darle cabida en su cabeza.

–¿Te apetece comer algo? No tengo el talento de Eva, pero tengo huevos y hierbas aromáticas. ¿Te apetece una tortilla?

–Genial. Y mientras la preparas, háblame de tu mal día. Paige me ha dicho que era una despedida de soltera –Matt agarró la cerveza–. Imagino que no es tu evento favorito.

–Y no te equivocas –no se molestó en negarlo. ¿De qué servía cuando Matt la conocía mejor que la mayoría?

–¿Qué ha pasado?

–Bueno, ya sabes… Lo de siempre. El novio se ha echado atrás, la novia ha llorado, bla, bla, bla…

Cascó los huevos en el borde del cuenco mientras hablaba con tono animado, fingiendo que no estaba afectada, cuando en realidad se sentía como si se hubiera pasado la tarde metida en una coctelera. Sus emociones estaban agitadas y removidas. A pesar del gran esfuerzo que había hecho por contenerlos, los recuerdos la habían engullido. Su madre prendiéndole fuego al álbum de boda y cortando el vestido de novia con unas tijeras de cocina; la angustiosa reunión familiar por el octogésimo cumpleaños de su abuela, al que su padre había llevado a su nueva novia y en el que se había pasado la tarde con la mano debajo de la falda de la joven.

–Pero, por supuesto, Paige ha salvado la situación. Podría calmar incluso una tormenta en el océano. La comida ha estado buena, las flores espectaculares y los padres de la novia nos han pagado la factura, así que ha tenido un final feliz. O todo lo feliz que se podía esperar –sacó un tenedor del cajón y batió los huevos tal como Eva le había enseñado, hasta que quedaron ligeros y esponjosos.

–Has debido de pasarlo fatal todo el rato.

–Cada segundo. Y en agosto parece que no hay otra cosa que despedidas de soltera. Si no fuera porque acabamos de abrir la empresa, me tomaría unas prolongadas vacaciones –cortó una selección de hierbas de las macetas de la ventana. Además de perejil y albahaca, había cebollino y estragón creciendo en una perfumada profusión de tonos verdes que hacía que su pequeña cocina pareciera un jardín. Las cortó y las añadió a los huevos–. Me ha hecho pensar en cosas en las que no pensaba desde hacía años. ¿Por qué puñetas tiene que pasar? Me pone de los nervios.

Él la miraba con calidez y comprensión.

–Así funcionan los recuerdos. Saltan cuando menos te lo esperas. Son inoportunos.

–Son un fastidio –añadió una nuez de mantequilla a la pequeña sartén, esperó a que chisporroteara y después vertió los huevos–. No se me dan bien las bodas. No debería trabajar en ellas. Soy una aguafiestas.

–Nunca había pensado que las bodas fueran algo que se le puedan dar bien o mal a alguien. Lo único que tienes que hacer es comprar un regalo, presentarte allí y sonreír.

–Las dos primeras partes de eso las puedo soportar. Es la última la que me da problemas –ladeó la sartén para extender la mezcla homogéneamente.

–¿Lo de sonreír?

–Sí, la gente espera que seas una mezcla entre una animadora y una grupi. Deberías estar alegre y emocionada y yo lo único que quiero es advertirlos de que echen a correr mientras puedan. Espero que algún día Genio Urbano tenga el éxito suficiente como para poder rechazar las bodas y centrarse en eventos corporativos. Creo que soy alérgica a las bodas al igual que hay gente que es alérgica a las picaduras de abejas –mientras los huevos se cocinaban, preparó una sencilla ensalada y un aliño de aceite de oliva y vinagre balsámico y llevó la fuente a la mesa.

–Entonces ¿el único modo de que dijeras «Sí, quiero» sería dándote una dosis de adrenalina? –se captaba humor en el tono de voz de Matt y ella sonrió mientras levantaba el borde de la tortilla y la doblaba por la mitad. La superficie era dorada y perfecta.

–Necesitaría algo más que adrenalina. Existen las mismas probabilidades de que pronuncie esas palabras que de que camine desnuda por Times Square –levantó su copa y dio un trago de vino–. Míranos. Es sábado por la noche y tú lo estás pasando en mi cocina con una gata desquiciada. Y conmigo. Necesitas buscarte una vida, Matt.

Él soltó la cerveza.

–Me gusta mi vida.

–Estás en la flor de la vida. Deberías estar teniendo una cita con cuatro rubias suecas.

–Sería agotador. Y, además, eso suena como algo que diría Eva, no tú.

–Sí, bueno, a veces intento sonar normal –dio otro sorbo de vino–. Cuando estás en un planeta extraño es importante intentar pasar desapercibido.

–No estás en un planeta extraño, Frankie. Y no tienes que ser algo que no eres. Y mucho menos delante de mí.

–Eso lo dices porque ya conoces todos mis secretos, incluyendo el hecho de que la camiseta que llevo tiene cinco años –colocó en el plato una tortilla perfecta, añadió un trozo de pan crujiente y se lo pasó–. No me hagas caso. Esta noche estoy de un humor raro. Es lo que produce en mí el mundo nupcial. Todas esas charlas sobre romances de cuentos de hadas me desestabilizan –y estar con Matt también la desestabilizaba. Estar tan cerca de él hacía que la excitación le rozara la piel y que el deseo ardiera en la zona inferior de su cuerpo. Sabía reconocer la atracción sexual, pero no sabía qué hacer con ella.

Su teléfono sonó; miró la pantalla y lo ignoró.

Justo a tiempo. No podía haber habido mejor momento para que la sacaran de una fantasía sexual.

Matt la miró.

–¿Quieres responder?

–No.

Matt pasó de mostrarse curioso a de pronto entenderlo todo.

–¿Tu madre?

–Sí. Está intentando estrechar lazos conmigo, pero eso implica tener que escucharle hablar sobre su último novio veinteañero, y esta noche no estoy de humor. Es sábado por la noche y nadie puede invadir mi espacio.

–Yo estoy invadiendo tu espacio.

El corazón le dio un respingo.

–Este espacio es de tu propiedad.

–Así que volvemos con los privilegios del propietario –Matt se la quedó mirando un instante antes de levantar el tenedor y empezar a comer–. ¿Sabe tu madre que perdisteis el trabajo y abristeis Genio Urbano?

–No.

–¿Te preocupa que se disguste? Imagino que Paige te dirá que nuestra madre siempre dice que uno nunca deja de preocuparse por los hijos.

Frankie sintió un puñetazo en el pecho.

–Mi madre no se disgustaría. No le interesa mucho lo que hago. Como sabes, no estamos muy unidas.

–¿Te gustaría que lo estuvierais?