Autoridad y autoritarismo - Miquel Bassols Puig - E-Book

Autoridad y autoritarismo E-Book

Miquel Bassols Puig

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¿Está en crisis la autoridad? Lo escuchamos en lugares y ámbitos muy diversos: la autoridad de los padres y de las madres en la familia; la de los maestros en el ámbito pedagógico; la de los médicos y terapeutas en su práctica clínica; la de los investigadores en el campo del saber científico; la de las jerarquías en las instituciones religiosas. Y sobre todo la de los políticos en el mundo de la política. De hecho, la autoridad siempre ha estado en crisis, especialmente cuando debe justificar en qué se autoriza. Y, cuando esta desfallece, el autoritarismo se convierte en el síntoma de un uso del poder que no puede respetar ya la singularidad de las personas. En Autoridad y autoritarismo, Miquel Bassols recurre al psicoanálisis como instrumento fundamental para someter a examen la autoridad y las crisis sociales con las que está íntimamente relacionada, y nos plantea los interrogantes y algunas de las claves que sirven para encontrar respuestas a la compleja problemática que es inherente a ella.

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Director de la colección:

VICENTE PALOMERA

© del texto: Miquel Bassols i Puig, 2022.

© de esta edición, RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2022.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona

http://www.rbalibros.com

Primera edición: mayo de 2022.

REF.: OBDO042

ISBN: 978-84-1132-051-1

REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL · EL TALLER DEL LLIBRE, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

A ARNAU Y BERNAT, Y TAMBIÉN A KYLE,

POR EL DESEO DE LAS LETRAS

ALLÍ DONDE SEA QUE SE AUTORICEN EN ELLAS

L’autoritat és mútua o no és.

BLAI BONET

Podemos decir que la Legalidad es el cadáver de la Autoridad; o, más exactamente, su «momia» —un cuerpo que perdura a pesar de estar privado de alma o de vida.

ALEXANDRE KOJÈVE

Pretendemos mostrar de qué manera la impotencia para sostener auténticamente una praxis se rebaja, tal como es común en la historia de los hombres, al ejercicio de un poder.

JACQUES LACAN

INTRODUCCIÓN

¿Está en crisis la autoridad? Lo escuchamos en lugares y ámbitos muy diversos: la autoridad de los padres y de las madres en la familia; la de los maestros en el ámbito pedagógico; la de los médicos y terapeutas en su práctica clínica; la de los investigadores en el campo del saber científico; la de las jerarquías en las instituciones religiosas. Y sobre todo la autoridad de los políticos en el mundo de la política. La política es hoy el campo donde las autoridades son puestas más en cuestión, donde a menudo se hace demasiado difícil que sean reconocidas —«No nos representan», dicen— y donde también se hace más difícil que se reconozcan entre ellas —«¡No mienta! Usted no tiene autoridad para seguir gobernando»—. La descalificación de la autoridad del otro parece hoy el recurso más efectivo para despreciarlo, para sacarlo de los lugares del poder y también para negarle finalmente los derechos más fundamentales. ¿La autoridad está en crisis? De hecho, si hacemos un repaso en la historia, la autoridad siempre ha estado en crisis, especialmente cuando debe justificar en qué se autoriza, qué la constituye como autoridad. Entonces, cuando la autoridad desfallece, el autoritarismo se convierte en el síntoma de un uso del poder que no puede respetar ya la singularidad de las personas. Cuando desaparece la autoridad y se degrada en el uso del poder de la fuerza, legal o física, desaparece el reconocimiento mutuo indispensable para convivir en una sociedad que se reconozca a sí misma como justa y verdaderamente democrática. La democracia, convertida en un juego de mayorías garantizadas solo por la cantidad de votos obtenidos en elecciones, se convierte entonces en un sistema vacío de contenido, en un simple recurso retórico para un retorno del autoritarismo más sutil o más grosero. «Democracias autoritarias» se llama ahora, o también «democracia sin política». Este recurso al autoritarismo se hace muy a menudo en nombre de la legalidad como garantía última de la autoridad, del uso del poder y de la fuerza en el seno de los propios sistemas democráticos. Constatamos, sin embargo, que el recurso único y constante a la legalidad alimenta aún más la crisis de la propia autoridad.

El conflicto que estamos viviendo estos últimos tiempos entre Cataluña y el Estado español es sin duda paradigmático de esta coyuntura. El recurso único y constante a la legalidad para resolver los conflictos políticos ha llevado a un callejón sin salida que no parece tener ya marcha atrás. ¿Podemos leerlo como un conflicto de autoridades que no pueden reconocerse entre ellas? En todo caso, el síntoma Cataluña, por llamarlo así, es ya un síntoma en Europa y plantea el problema de la autoridad y del uso del poder a instancias y niveles diversos. Esta coyuntura ha sido, sin duda, uno de los motivos de nuestro interés para analizar el tema de la crisis de la autoridad y de la emergencia del autoritarismo. Es el hilo rojo que atraviesa estas páginas.

El círculo vicioso entre autoritarismo y crisis de autoridad —uno se nutre del otro, uno es efecto del otro— ha sido señalado ampliamente por muchos pensadores, especialmente después de la Segunda Gran Guerra, momento que selló el declive de las figuras clásicas de la autoridad. Hay que seguir el rastro de algunos de estos pensadores a partir de la segunda mitad del siglo XX para entender la coyuntura en la que nos encontramos actualmente. Fue también el inicio de la época de los nuevos autoritarismos, desde los más implícitos hasta los más explícitos, que hoy crecen al amparo de las democracias formales occidentales con una retórica tomada de su tradición más ilustrada. Hoy podemos escuchar incluso un discurso xenófobo en nombre de los derechos humanos. El autoritarismo no es entonces incompatible ni con el Estado de derecho ni con un régimen democrático que puede mantenerse bastante bien como una democracia de amos que no llegan a conversar entre ellos, cada uno en su feudo. Sin embargo, el discurso del autoritarismo no podría sostenerse sin las servidumbres voluntarias de partes de la población que encuentran en las figuras del amo moderno un seguro contra la incertidumbre y la indeterminación inherentes al malestar en la civilización. De ninguna otra manera podría explicarse la extensión creciente de este nuevo discurso autoritario que atraviesa Occidente, legitimado precisamente en nombre de la democracia. El autoritarismo es un fenómeno que se infiltra en el tejido social de maneras muy diversas y desapercibidas. Sus raíces se hunden en lo más íntimo de cada sujeto, en su relación con los otros más cercanos y también en la relación de cada uno con lo más desconocido de sí mismo. El resorte del autoritarismo es siempre inconsciente, responde de hecho a un momento crucial de la subjetividad de nuestra época y hay que escucharlo como un síntoma de la degradación de los vínculos sociales. No se puede entender el autoritarismo y su uso del poder en todos los ámbitos sin entender primero el resorte individual de este.

¿Cuál es la lógica de la crisis de la autoridad y de su declive en nuestras sociedades democráticas? ¿Qué puede aportar hoy el psicoanálisis en el ámbito de la política en cuanto a la noción de autoridad y al uso del poder? ¿Qué consecuencias podemos extraer desde la experiencia del psicoanálisis, una experiencia que es siempre individual, en los conflictos sociales que se hacen patentes en las sociedades llamadas democráticas? La extensión de la psicología individual al campo social y político ya fue prevista por Sigmund Freud, especialmente en su texto titulado «Psicología de las masas y análisis del Yo», principio de una orientación que ha propiciado desde entonces desarrollos y contribuciones de gran interés. El psicoanálisis de Jacques Lacan reformuló sus fundamentos y nos puede ayudar a actualizar un análisis de los vínculos sociales y de la autoridad que hoy nos parece indispensable para estar a la altura de la subjetividad de nuestra época, una subjetividad cada vez más marcada por una crisis de los sistemas simbólicos, hechos de lenguaje, en los que tienen lugar estos vínculos.

Siguiendo esta orientación, plantearemos primero la relación que existe entre la autoridad y el fenómeno de la creencia, y veremos después qué han dicho algunos autores que tomamos, precisamente, como «autoridades» sobre el tema. La diferencia y la relación que existe entre la autoridad y los mecanismos del poder se nos ha revelado como un eje fundamental para entender las crisis de la autoridad. Autoridad y poder son dos registros que suelen confundirse demasiado fácilmente y su superposición es la vía más directa hacia el autoritarismo. La autoridad del Padre, figura clásica que sostiene el poder del patriarcado, es el otro elemento fundamental que hay que analizar hoy por las paradojas que implica. Sirva como testimonio lo que nos decía un hombre sobrepasado por la situación en su familia, pero agobiado también por el cargo que tenía en el campo de la política, de donde tomaba la palabra para explicarse: «He dimitido de la función de padre, ya no sé cómo hacerlo». Curiosamente, su compañera lo tenía por un «autoritario».

Veremos a continuación qué nos puede decir de nuevo el psicoanálisis sobre la autoridad a partir de la forma que le es particular y que hemos llamado «autoridad analítica». Es una autoridad que se sostiene en el fenómeno que conocemos como la transferencia, concepto fundamental del psicoanálisis. La autoridad analítica nos indica una vía posible para ir más allá de la autoridad patriarcal en declive, más allá también de su regreso más funesto cuando el autoritarismo de hoy quisiera restaurarla. Los discursos que promueven hoy la restauración de la autoridad perdida del Padre —ya sea bajo la forma del mejor «paternalismo» o de las técnicas coercitivas que encontramos autorizadas en nombre de parte de la Psicología— no parece que puedan ya responder al malestar. Más bien lo alimentan. Pero tampoco el llamado «maternaje terapéutico» parece arreglárselas mejor cuando promueve la satisfacción de las necesidades y de las demandas en nombre de una Madre del amor. Y, sin embargo, a menudo encontramos esta demanda trasladada al propio Estado en el campo de la política, la demanda de ser un Padre autoritario y una Madre protectora al mismo tiempo. Buena parte del drama político contemporáneo parece desarrollarse en este escenario con un guion muy edípico, para decirlo con la conocida referencia freudiana. Más allá de este guion, la posición y la lógica de la feminidad se revela como una brújula necesaria en una época que muchos definen ya como la de una feminización generalizada. Hay que ver, sin embargo, qué entendemos por feminización y qué lógica distinta introduce la feminidad en la estructura de la autoridad. En esta orientación, que el psicoanálisis de Jacques Lacan abrió más allá de Freud, aunque no sin él, pretendemos formular la posibilidad de una «democracia femenina».

Quien espere fórmulas inequívocas y de manual para responder al problema actual de la autoridad en crisis no es necesario que siga leyendo. No me siento nada autorizado a acompañarlo en la elaboración del concepto y en la experiencia de la autoridad. Quien espere una construcción de las preguntas que he sabido hacerme desde el psicoanálisis para tratar el problema de la autoridad y de sus crisis en nuestras sociedades, hará bien en acompañarme. Seguramente podrá construirse entonces sus propias preguntas, y autorizarse por sí mismo en la elaboración de sus respuestas.

Este texto es el desarrollo de cuatro conferencias dictadas en la Comunitat de Catalunya de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis los días 4 y 25 de mayo, y 8 y 15 de junio de 2018, que sus instancias directivas programaron con el tema «Psicoanálisis y Política». Agradezco a la Junta Directiva haberme invitado a inaugurar un espacio que era una apuesta decidida por la implicación de la orientación lacaniana, más allá de la práctica del psicoanálisis, en el campo de la política. El psicoanálisis no es solo una práctica terapéutica reducida a la privacidad de la consulta del psicoanalista. Es también, y sobre todo, una posición ética ante lo que ya Sigmund Freud entendió como el «malestar en la civilización» y que Jacques Lacan tradujo en la exigencia, dirigida en primer lugar al psicoanalista, de estar a la altura de la subjetividad de su época. Agradezco también las intervenciones, preguntas y comentarios de todos los que participaron en las cuatro conferencias. Han sido el motivo de varios desarrollos incluidos en el texto.

Debo agradecer muy especialmente a Jacques-Alain Miller, fundador de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, su trabajo constante de orientación y la apuesta reciente que ha hecho con la creación de la red internacional llamada Zadig (zero abjection democractic international group), definida como una extensión del psicoanálisis en el campo de la política y de la opinión pública. Es una llamada, hecha más allá del ámbito restringido de los psicoanalistas, a tomar partido en las coyunturas sociales y políticas que piden hoy respuestas decididas y elaboradas a partir de la propia experiencia del psicoanálisis, fuera de cualquier política de partidos. Es una apuesta, nada evidente, de la que estamos sacando solo algunas primeras consecuencias. Este texto quiere seguirlas para vislumbrar su horizonte.

En cuanto a la redacción final de este libro, quiero agradecer la lectura que han hecho de los diversos borradores, siempre de manera tan crítica como generosa, Margarida Bassols, Neus Carbonell, Montserrat Ingla, Vicenç Palomera y Carlota Torrents.

Utilizo en varios momentos algunas fórmulas —los llamados «matemas»— y conceptos propios del psicoanálisis. Los indico acompañados de un asterisco (*) cuando aparecen en el texto por primera vez. Al final del libro, el lector encontrará dos anexos y un glosario de términos donde explico estos conceptos y matemas de la manera más clara y resumida que he encontrado. Las traducciones de las citas, cuando no se indica la edición correspondiente en castellano, son mías.

NOTA (FEBRERO DE 2022): en el momento de corregir las galeradas de este libro —publicado en lengua catalana hace dos años y fruto de unas conferencias pronunciadas hace cuatro—, el presidente Putin acaba de declarar, con la invasión de Ucrania, una guerra de la que no sabemos todavía el alcance y las consecuencias que pueda tener en el uso más cruento y autoritario del poder. El lector atento sabrá encontrar en estas páginas las huellas que anticipaban un nuevo episodio de la impotencia para sostener auténticamente una práctica política en la Europa de nuestros días.

1AUTORIDAD Y CREENCIA

El hecho de que haya dentro de cada catalán, naturalmente, un subversivo más o menos irónico hace que el hambre de autoridad sea en Cataluña latente, constante.

JOSEP PLA (1924: 12)

LA PARADOJA DEL PADRE

El problema de la autoridad es, en primer lugar, el problema de la creencia en el otro. La lengua catalana condensa esta doble significación, creer y obedecer, en el mismo término: «Aquest nen no creu». Este niño —o esta niña— no cree, no obedece, no respeta la autoridad. Creer al otro es ya darle una autoridad, es suponerle un saber sobre lo que tengo que hacer o, incluso, sobre lo que tengo que ser para ser amado por el otro. Cuando no podemos creer o fiarnos del otro no podemos otorgarle tampoco ningún tipo de autoridad, por mucho poder que tenga sobre nosotros. Este hecho —que es, como veremos, primordialmente un hecho de lenguaje— es el fundamento de todas las formas de autoridad, de todas sus crisis pasadas y actuales, y también del autoritarismo. No es, sin embargo, nada claro ni seguro cuándo creemos o no, cuándo llegamos a creer o no lo que se nos dice. Como escribía Gabriel Ferrater: «No debemos creer lo que nos dicen, pero tenemos que saber escuchar lo que se nos dice a través suyo» (Ferrater, 1971: 6). La autoridad depende, pues, de un hecho de interpretación, la interpretación de lo que se nos dice y del lugar desde dónde se nos dice. A veces, sin embargo, creemos lo que alguien nos dice sin saber por qué lo creemos, le otorgamos una autoridad sin saber qué saber le suponemos para creerle. Demasiado a menudo, no sabemos por qué creemos en una autoridad, no sabemos incluso cuándo la estamos creyendo y obedeciendo a la vez. Es el principio de las llamadas «servidumbres voluntarias» y del autoritarismo que se alimenta de ellas. ¿A quién, pues, debemos creer? ¿De quién podemos fiarnos?

Es la coyuntura en la que me encontré muy pronto, hacia los seis años, el día que mi padre me espetó la siguiente paradoja en forma de chiste, una paradoja que ha marcado mi relación con la autoridad y con el poder. El chiste era más bien banal, la conclusión no tanto, viniendo de donde venía: «No te fíes ni de tu padre». Entonces, ¿debía creer o no esta indicación? Aquel imperativo era una especie de dardo moral dirigido al corazón mismo de mi corta experiencia de la autoridad. Con pocas palabras todo un mundo podía derrumbarse. Si tenía que creerme esta frase no podía fiarme de mi padre que era el mismo que me la estaba diciendo. Pero si no podía fiarme de mi padre, no podía creerme tampoco aquella frase que me estaba diciendo de forma imperativa. Y si no podía creerme esta frase, entonces podía quedar librado al riesgo de fiarme de cualquiera. Siguiendo una lógica impecable, era uno de esos imperativos imposibles de cumplir, al mejor estilo del imperativo del Superyó* que Freud condensó con la siguiente paradoja: «Como el padre debes ser; como el padre no debes ser». Aquella frase tenía la misma forma paradójica: tienes que creer en la autoridad del padre que te dice que no tienes que creer en la autoridad de nadie, y tampoco en la del padre.

El problema no era la frase, no era el enunciado en sí mismo. Si la hubiera dicho cualquier otra persona que no fuera mi padre —mi tío, por ejemplo—, aún podría creer que el «ni» dejaba, al menos, un lugar para fiarme de alguien, de mi tío, por ejemplo. El problema era el acto mismo de su enunciación, único e irrepetible. El problema era el sujeto que enunciaba la frase y que era mi propio padre. La distinción clásica que hace la lingüística entre el sujeto de la enunciación y el sujeto del enunciado podía ser una buena salida para resolver la paradoja. El padre que me hablaba, el sujeto de la enunciación, no era el mismo padre del enunciado del que no debía fiarme. Pero entonces, mi padre no era idéntico a mi padre: el padre que me hablaba no era idéntico al padre del que no debía fiarme. Digamos que era un padre dividido en sí mismo, un padre no idéntico a sí mismo, un sujeto dividido entre lo que dice y el hecho de decirlo. Es una buena manera de entender el sujeto dividido del inconsciente, es una buena manera de entender que la función del Padre es un hecho de lenguaje, un hecho que funciona de manera inconsciente, sin saberlo el propio sujeto. Este hecho de lenguaje, la diferencia entre sujeto de la enunciación y el sujeto del enunciado, nos indica ya la naturaleza de la autoridad que funciona de manera inconsciente, según el poder que tienen las palabras para cada uno. La creencia en una autoridad radica de hecho en un acto de lenguaje, se apoya en el poder de la palabra que actúa sin que necesariamente lo sepamos conscientemente. El verdadero sujeto de la autoridad —ya sea el sujeto que cree en una autoridad o aquel que sostiene la autoridad misma— no es el Yo consciente que se identifica con el sujeto del enunciado. El verdadero sujeto de la autoridad es el sujeto del inconsciente, que habla sin saber muy bien qué es lo que dice, que dice más de lo que sabe y sabe más de lo que dice. Como entonces mi padre, como entonces yo mismo. Mi padre no sabía de hecho qué me estaba diciendo. Y yo todavía menos. De hecho, con esta paradoja me estaba introduciendo sin saberlo —ni él ni yo— a la paradoja de la autoridad y del poder de la palabra, poder que es el resorte del autoritarismo. Vista desde esta perspectiva, la paradoja del padre era una frase que ponía en cuestión al autoritarismo, también al autoritarismo del padre, y dejaba en la incógnita, como un enigma, cuál era la verdadera autoridad, también la suya.

Aun así, recuerdo muy bien que el impacto de la frase me llevó muy pronto a elevar la paradoja a un segundo grado, un poco más complejo: mi padre, ¿se fiaba de él mismo al decirme aquella frase: «No te fíes ni de tu padre»? ¿Se contaba él mismo, como sujeto de la enunciación, en el «padre» del enunciado? ¿En qué experiencia se autorizaba para decirme algo que podía poner en duda su propia autoridad? La paradoja obtiene por este sesgo su lado más lógico. La frase «No te fíes ni de tu padre», dicha por mi padre, es entonces muy parecida a la famosa paradoja lógica de Bertrand Russell que puso en cuestión la teoría clásica de conjuntos. Es una paradoja que subyace en el fundamento de toda autoridad y del ejercicio del poder.

A menudo se explica la paradoja de Russell con el ejemplo del barbero de aquel pueblo donde la ley dice que el barbero solo puede afeitar a todos aquellos que no se afeitan a sí mismos. El barbero de aquel pueblo, ¿puede afeitarse a sí mismo? Si se afeita a sí mismo, contradice la ley que dice que solo puede afeitar a aquellos que no se afeitan a sí mismos. Si no se afeita a sí mismo, entonces también contradice la ley porque no afeita a todos aquellos que no se afeitan a sí mismos.[1] Una autoridad que dice que no tienes que creer en la autoridad te pone ante esta coyuntura imposible de resolver. De hecho, nos encontramos un día sí y otro también ante esta paradoja, cada vez que las autoridades se desautorizan entre ellas y a sí mismas en lo que dicen. Dicho sea de paso, hay una astuta solución que consiste en decir que el barbero de aquel pueblo es... una barbera. Una barbera puede cumplir la ley del pueblo sin caer en contradicción: no debe afeitarse a sí misma y puede afeitar a todos aquellos que no se afeitan a sí mismos. Veremos más adelante —en el capítulo dedicado a la feminidad y al declive del patriarcado— que la cuestión de la diferencia de los sexos y de la posición femenina es bastante interesante, fundamental incluso, a la hora de considerar las formas de ejercicio de la autoridad y sus paradojas. Por otra parte, la barba ha sido a menudo un símbolo del poder fálico que la autoridad del patriarcado ha encarnado de diversas maneras.[2] Y la posición femenina plantea necesariamente una paradoja en las formas patriarcales de la autoridad y del uso del poder que se ejerce. ¡Cuidado, sin embargo, con las barberas con barba, que también las hay! Y también en el campo de la política. Tal vez la primera y más conocida en nuestra época ha sido la llamada «Dama de hierro», Margaret Thatcher, que no por casualidad sostuvo, además de ser la gran propulsora de las políticas conservadoras y neoliberales de hoy, una posición homófoba explícita y reconocida. El uso del poder fálico y de sus símbolos no ha sido ni es cosa solo de la parte masculina de los seres humanos. El autoritarismo no se puede entender sin la impostura del poder fálico en las sociedades patriarcales, pero tampoco sin la adhesión que ha obtenido con demasiada frecuencia de la parte femenina de los seres humanos.

No nos precipitemos, pues, a realizar una crítica demasiado obvia del autoritarismo que implicaría identificarlo con el poder fálico. Barberos y barberas que se travisten, con o sin barbas postizas, hay en totas partes y conviene, en efecto, no fiarse de nadie que nos prometa un buen afeitado o una buena barba para mejorar nuestras vidas. Sostener una autoridad auténtica no es nada fácil si seguimos la lógica paradójica que aquí queremos poner de relieve en relación al uso del poder, sea cual sea. La paradoja de Russell, la paradoja que el padre hace presente con un imperativo contradictorio, está en el corazón mismo de toda forma de autoridad y de la garantía que esperamos de ella. Encontramos también esta paradoja cada vez que pedimos a otro la garantía de una autoridad confiable. Y la encontramos también cuando se hace un recurso a la legalidad para buscar una garantía de la autoridad.

UNA FÓRMULA DE LA AUTORIDAD

Una paradoja tal se nos ha hecho evidente estos años pasados en la coyuntura política que vive España. El recurso a la autoridad del Tribunal Supremo, la cima de la estructura jerárquica del poder judicial, a fin de dirimir cuestiones políticas que no debería resolver, como es el conflicto político con Cataluña, planteó un grave problema de credibilidad en la autoridad. Un conflicto político —conviene repetirlo tantas veces como sea necesario— solo puede tratarse a través de una verdadera conversación política. Buscar la garantía de la autoridad política en la legalidad, incluso si esta legalidad es la mejor de las Constituciones posibles, no hará más que topar una y otra vez con la falta estructural de esta garantía, la falta del barbero que podría afeitar a todos aquellos que no se afeitan a sí mismos. Dicho de otro modo, no hay una garantía legal y exterior a la autoridad política. Cuanto más le pedimos a la legalidad, y al uso de la fuerza que supone, que cumpla la función de garantizar a la autoridad, más vacío de autoridad se muestra este recurso, más imposible resulta de encontrar una Autoridad —en mayúsculas— que garantice a las autoridades. Y más se degrada de rebote la función propia de la ley. No hay, pues, una Autoridad —legal o exterior— que garantice las autoridades diversas. Cada vez que alguien pide, incluso exige, una garantía en la forma de una Autoridad de las autoridades, topa necesariamente con la paradoja de una autoridad que nos dirá: «No te fíes de la autoridad». Y haremos bien en no fiarnos de ella, en efecto. De hecho, la misma paradoja se presenta cada vez que alguien pregunta, siempre con toda la razón del mundo: ¿Y quién controla a los controladores? ¿Quién evalúa a los evaluadores? ¿Quién juzga a los jueces? Estas preguntas piden la existencia de un Otro* —mejor escribirlo ahora en mayúscula— que controle, que evalúe, que juzgue, a los que nos controlan, a los que nos evalúan, a los que nos juzgan, a los otros en los que buscamos una garantía de la autoridad. Son preguntas que piden la existencia de un Otro completo y consistente a la vez, preguntas que nos empujan a una fuga al infinito, en busca de un Otro del Otro del Otro... una búsqueda que no puede detenerse lógicamente en ningún Otro que sea completo y consistente al mismo tiempo, en ningún Otro que nos ofrezca esta garantía última de la autoridad. Este Otro no existe y es lo primero que hay que entender para fundar una autoridad auténtica.

La no existencia de un Otro completo y consistente es el nudo de un aforismo de Jacques Lacan que será central en todo lo que podemos decir sobre la autoridad, y también sobre la democracia: «No hay Otro del Otro»*. Lo que significa que ningún sistema simbólico, ningún Otro —y el lenguaje es el primero— puede encontrar su garantía de autoridad, ni fuera ni dentro de sí mismo, en ninguna forma de Otro del Otro. Lo escribimos con un matema*: S(%)*. Y leemos este símbolo de la siguiente manera: significante de la falta del Otro, o también significante de la falta en el Otro. Es el matema que nos hará de brújula en el recorrido que nos proponemos hacer. Hay muchas maneras de buscar este Otro del Otro que no existe, todas apuntan a la inconsistencia y a la incompletitud de cada sistema simbólico que consideremos. En cada sistema simbólico falta el término —el significante*— del Otro del Otro, del Otro que garantizaría con una ley unívoca la consistencia y la completitud de cada Otro.[3]

La función simbólica del padre ha sido tradicionalmente la de ocupar este puesto en la estructura familiar y en la cultura patriarcal. Como veremos más adelante, es en esta función que ha fundado su autoridad, la autoridad que simboliza y encarna el poder y la fuerza de la ley. Es la ley que ordena y regula los deseos, las prohibiciones y obligaciones, las formas permitidas y prohibidas de satisfacción. Es lo que Freud relató en su famoso complejo de Edipo, un mito después de todo, donde la función del Padre es la de prohibir el deseo* de la Madre. Y ello en los dos sentidos de la expresión «deseo de la Madre»: el deseo hacia ella y el deseo de ella hacia sus hijos. Y es este mito el que Jacques Lacan formalizó en una estructura significante —una relación entre significantes—, donde el Nombre del Padre* es el símbolo, el significante que ordena las significaciones del Deseo de la Madre* en la estructura del inconsciente de cada sujeto. El significante del Nombre del Padre —su función, siempre más o menos religiosa, de símbolo del poder y de la autoridad— fue definido en un momento por Lacan como aquel significante que podría hacer y decir, en el lugar del Otro, la ley unívoca del Otro, el significante que sería su garantía. El Nombre del Padre, que simboliza la función ordenadora del mundo simbólico, sería el significante que aseguraría la existencia de un Otro del Otro, de un Otro que inscribiría la ley del Otro en el Otro.[4] El Nombre del Padre sería pues aquel barbero que afeita a todos aquellos que no se afeitan a sí mismos, la garantía de una autoridad verdadera. Pero este significante es solo un semblante, es solo un tapón para tratar de obturar una falta estructural en el sistema simbólico del lenguaje. Y es, además, un tapón que va siempre holgado, que no ajusta bien, incluso que no casa con esta falta estructural. Es un tapón que deja derramar el goce que fluye, un goce que no podrá ordenar nunca de manera satisfactoria. Lo que significa, en términos psicoanalíticos, que la estructura del inconsciente tiene siempre sus síntomas, síntomas que son signos del retorno de lo reprimido. Uno de estos síntomas es hoy, en el campo social y político, el regreso del autoritarismo en sus formas más oscuras.

Haríamos mal en creer que este retorno funesto del goce imposible de ordenar tiene un tratamiento posible con la promoción de un restablecimiento de la autoridad del padre como garantía de ordenamiento, ya sea con un recurso a la legalidad o bien con una multiplicación de las normas a fuerza de una modificación de la conducta. Este falso recurso solo alimentará el propio autoritarismo y los síntomas que lo acompañan. Esta falta estructural del Otro no se deja tratar con la creencia en un Otro del Otro. Es solo tratable a partir del consentimiento de esta falta, en un sistema que incluya decididamente este axioma: «El Otro del Otro no existe». Lo que deja un buen margen, deja de hecho todo un campo abierto, a la pregunta por el deseo del sujeto y por su responsabilidad a la hora de asumir las consecuencias de sus actos sin el dictado de una norma, una norma siempre impotente para inscribir la ley que importa, la ley de la palabra que constituye los vínculos entre los seres que hablan.

Esta búsqueda incesante de un Otro del Otro, esta espera incesante de un Nombre del Padre —esperando a Godot—, esta exigencia de completitud del Otro es, sin embargo, también estructural en el sujeto y es una de las razones de las servidumbres voluntarias que hacen también posibles los autoritarismos más diversos. Una niña que había planteado algunos problemas precoces, con la autoridad precisamente, me preguntó un buen día: «Y ¿cómo se llama Dios?, ¿cuál es su apellido?». Era una manera muy curiosa y ejemplar de buscar este Otro del Otro en la figura de un Padre del Padre, de buscar el Nombre del Padre de aquel que no tiene padre, de pedir la razón de la autoridad del Otro en un Otro elevado, por decirlo así, a la segunda potencia.

El problema se agrava, sin embargo, cuando la autoridad misma debe ir a buscar una garantía en este Otro del Otro que no existe. Esto significa que ya ha perdido, de entrada, su autoridad. Solo en la impostura puede alguien intentar colocarse en el lugar del Otro del Otro para garantizar la autoridad. Hoy se producen muchas imposturas siguiendo esta forma, tan aparentemente justificable, de recurso a la autoridad. Y tienen, como veremos, consecuencias fundamentales a la hora de considerar la autoridad y el ejercicio del poder. Si se nos permite decirlo así, la paradoja del Padre es la Madre de todas las paradojas de la autoridad. Es un tema muy edípico y freudiano, es cierto. Pero también es un tema que hay que analizar, como hizo Lacan, más allá del famoso complejo de Edipo freudiano.