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La señorita intachable cayó en los brazos del rey de los ganaderos… De comportamiento intachable, la señorita de la alta sociedad, reconvertida en periodista, Holly Harding, buscaba su primera gran exclusiva. ¿Y quién mejor que el infame rey de los ganaderos, Brett Wyndham? Sin embargo, cuando Holly conoció a Brett, descubrió en el enigmático multimillonario algo inherentemente peligroso que la hizo temer por su actitud sensata y profesional. Cuando el avión privado en el que viajaban se estrelló en el interior de Australia, se vio obligada a depender de Brett para su protección. ¿Cuánto tiempo podría la inexperta Holly negar la abrasadora atracción que existía entre ellos?
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Seitenzahl: 188
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Lindsay Armstrong. Todos los derechos reservados.
AVENTURA PARA DOS, N.º 2142 - marzo 2012
Título original: The Socialite and the Cattle King
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-535-1
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
HOLLY Harding tenía el mundo a sus pies, o al menos debería haberlo tenido.
Hija única de padres adinerados, a pesar de que su padre hubiera fallecido, debería haberse dormido en los laureles y cumplir los deseos que su madre tenía para ella: hacer una buena boda que, por supuesto, también fuera feliz.
Sin embargo, Holly tenía otros planes. No es que estuviera en contra del matrimonio, pero no se sentía preparada. A veces se preguntaba si lo estaría alguna vez.
Ella era periodista, aunque en ocasiones participaba de la vida social para contentar a su madre, Sylvia Harding, una conocida dama de la alta sociedad. En dos de esas ocasiones se había encontrado con Brett Wyndham, con resultados desastrosos.
–¿Un baile de máscaras y una comida benéfica? Debes de haberte vuelto loca –le recriminó Brett Wyndham a su hermana Sue.
Acababa de llegar de la India y estaba cansado e irritable. Y los planes de su hermana no mejoraron su ánimo.
–No es para tanto –insistió Sue.
Cercana a los treinta años y de cabellos oscuros, como su hermano, era una mujer pequeña y bonita, a diferencia de su hermano. Pero también estaba algo pálida y tensa.
–Además será por una buena causa, al menos la comida. ¿Qué hay de malo en recaudar dinero para un refugio de animales? Ya sé que no son más que perros y gatos, pero…
–No los soporto –contestó él con gesto cansado–. No soporto la comida. Ni a las mujeres…
–¿Las mujeres? –lo interrumpió Sue–. No sueles tener problema con eso. ¿Qué les pasa a esas mujeres?
Brett estuvo a punto de abrir la boca para contestar que ésas eran las mujeres más espantosas que había visto en su vida, desde los cabellos teñidos hasta las pestañas postizas, pasando por la cejas depiladas, las uñas postizas y el bronceado. Sin embargo, se guardó su opinión ya que Sue iba impecablemente arreglada y vestida con ropa muy cara.
–Sus perfumes bastan para provocarme alergia –contestó en cambio–. Y, sinceramente, tengo un problema con transformar actos para recaudar fondos en galas de alta sociedad para el lucimiento de trepadores sociales y buscadores de publicidad.
–¡Brett, por favor!
–En cuanto al baile de máscaras –Brett Wyndham no estaba dispuesto a ceder–, no soporto que los hombres hagan el idiota. Y cuando una mujer se disfraza, o cree disfrazarse, saca lo peor que lleva dentro.
–¿A qué te refieres?
–Quiero decir, querida, que desarrolla un instinto casi depredador –por primera vez, un destello de humor asomó a sus ojos–. Si no tienes cuidado, puedes despertar noqueado, atado y camino del altar.
–No creo que hayas tenido semejante problema nunca –Sue sonrió.
–Dentro de poco se celebrará la boda de nuestro hermano, Mike, con Aria –su hermano se encogió de hombros–, por eso he vuelto. Y seguro que habrá muchas fiestas.
La sonrisa se esfumó del rostro de Sue mientras las lágrimas inundaban sus ojos.
–¿Susie? –Brett frunció el ceño–. ¿Qué sucede?
–He dejado a Brendan. Descubrí que me estaba siendo infiel.
Brendan era el marido de su hermana desde hacía tres años. Brett cerró los ojos. Podría decirle «ya te lo dije», pero optó por abrazar a la joven.
–Tenías razón sobre él –lloriqueó Sue–. Sólo iba tras mi dinero.
–Supongo que todos debemos cometer nuestros propios errores.
–Sí, pero me siento tan estúpida. Y –contuvo un sollozo–, tengo la impresión de que todos se ríen de mí. Al parecer era un secreto a voces y yo fui la última en enterarme.
–Suele suceder.
–Seguramente, pero eso no hace que me sienta mejor.
–¿Sigues enamorada de él? –preguntó Brett.
–¡No! Quiero decir que, ¿cómo podría estarlo?
Su hermano sonrió distraídamente.
–Pero una cosa sí sé –continuó ella decidida–. Me niego a ser el hazmerreír de todos.
–Susie…
–Soy mecenas de la sociedad de protección de animales de modo que asistiré a la comida –insistió–. El baile es una de las actividades planeadas para las carreras de invierno. Formo parte del comité y también debo acudir, y pienso asegurarme de que todos sepan quién soy. Pero… –se dejó caer ligeramente contra él– apreciaría un poco de apoyo moral.
–¿Disculpa? –le preguntó Mike Rafferty a su jefe, Brett Wyndham.
Estaban en el apartamento de Brett con vistas al río Brisbane y las elegantes curvas del puente Jolly. Sue, que había insistido en ir a buscarle al aeropuerto, acababa de marcharse.
–Ya me has oído –contestó Brett secamente.
–Me has pedido que redacte una nota informando de que vas a acudir a una comida benéfica mañana y a un baile de máscaras el viernes. No me lo puedo creer.
–No exageres, Mike –le advirtió Brett–. No estoy de humor.
–Claro que no. Incluso podría resultar… agradable.
Brett le dedicó una mirada asesina y se acercó a la ventana. Con los oscuros cabellos cortos y revueltos, la sombra de la incipiente barba en la mandíbula, la intensidad de la oscura mirada, propia de un águila, y la estatura y envergadura de hombros, lo primero en lo que uno pensaba al verlo era en un adiestrado miembro de los SWAT.
Sin embargo, Brett Wyndham era veterinario especializado en salvar especies en peligro de extinción, cuanto más peligrosas mejor, como el rinoceronte negro, elefantes y tigres.
En un día normal de trabajo, saltaba de helicópteros con dardos tranquilizadores o se lanzaba en paracaídas sobre la jungla. También gestionaba la fortuna familiar que incluía una enorme explotación ganadera. Y desde que había tomado las riendas del imperio Wyndham, había triplicado la fortuna convirtiéndose en multimillonario. Jamás concedía entrevistas. Sin embargo, su trabajo había salido a la luz, llamando la atención del público.
Secretario de Brett, Mike Rafferty se ocupaba de cuidar la intimidad de su jefe en Brisbane, aparte de atender a sus deberes en Haywire, una de las mayores explotaciones ganaderas del norte de Queensland, y lugar al que los Wyndham llamaban hogar, así como en el complejo hotelero de Palm Cove.
–¿Vas a hacer declaraciones a la prensa? –preguntó–. Habrá cobertura de la comida de mañana, aunque al baile asistas de incógnito.
–No. No hablaré con nadie aunque, según mi hermana, mi sola presencia investirá al acto de cierta solemnidad –contestó él con una mueca.
–Seguramente –asintió Mike–. ¿De qué te disfrazarás en el baile de máscaras?
–No tengo ni idea. Decídelo tú, pero… Mike, que sea discreto –gruñó Brett–. Nada de simios, ni coronas, ni Tarzán –hizo una pausa y bostezó–. Y ahora me voy a la cama.
–Mami –observó Holly a la mañana siguiente–. No me convence mucho el traje. ¿No se supone que la comida es benéfica? –se miró al espejo. Llevaba un ajustado traje con chaquetilla negra y cuello en V, sobre una cortísima falda blanca y negra. Las sandalias, negras de tacón alto, dejaban expuestas unas uñas rosas recién pintadas a juego con las de las manos. Llevaba la gargantilla de perlas de su madre con los pendientes a juego.
–Claro que lo es –contestó Sylvia–. Un acto benéfico muy exclusivo. Las entradas cuestan una fortuna, aunque son desgravables –matizó–. ¡Estás impresionante, cariño!
Holly hizo una mueca de desagrado y se giró ante el espejo. Estaban en su dormitorio de la residencia familiar, una encantadora casa antigua sobre una colina en Balmoral. Había regresado a casa de su madre tras la muerte de su padre, para que Sylvia no estuviera sola. La situación resultaba muy ventajosa y por eso accedía de vez en cuando a los caprichos de la mujer, asistiendo a esa clase de eventos.
Además, sabía que su madre disfrutaba de su compañía y le encantaba vestir a su hija de punta en blanco.
Holly era bastante alta y muy delgada, dos cosas que le permitían lucir la ropa, aunque prefería vestirse de manera informal. No se consideraba gran cosa, aunque sí admitía tener unos bonitos ojos azules y una espesa mata de cabellos rubios, aunque difíciles de peinar.
En esos momentos llevaba un elaborado moño repleto de horquillas para sujetar los mechones en su sitio. El peluquero de Sylvia también le había arreglado las uñas.
A pesar de la obsesión de Sylvia por la vida social, Holly adoraba a su madre y se compadecía de la soledad que sentía desde que había enviudado. Sin embargo, la persona más importante en su vida había sido su padre.
De haber nacido en otra época, Richard Harding habría sido una especie de doctor Livingstone o señor Stanley. Había heredado una considerable fortuna y se había deleitado viajando para conocer lejanos lugares y personas de otras culturas, y también para escribir sobre todo ello. El motivo de haberse casado con alguien tan opuesto seguía siendo un misterio para su hija, aunque sus padres se habían mostrado felices juntos.
Sin embargo, en sus expediciones, Richard se había hecho acompañar de Holly. Y la consecuencia había sido una buena, aunque informal, educación complementada por la escuela tradicional, y una fluidez en francés, español y algo de suajili.
Todo ello había favorecido el empleo de Holly como reportera de viajes para una importante revista, aunque su especialidad eran los lugares inaccesibles. Para llegar a su destino montaba iracundos camellos, tercos burros, vehículos de aspecto peligroso conducidos por auténticos maníacos, y abarrotados ferris.
Según Glenn Shepherd, su editor, por fuera parecía frágil, pero en su interior escondía la dureza del acero y había tenido que enfrentarse a más de una situación complicada.
–No sé –había contestado ella, encogiéndose de hombros ante el comentario–. A veces parecer tonta y frágil hace maravillas.
–¿Y qué me dices de ese jeque que te presentó a sus esposas para que te unieras al clan? –su jefe había sonreído–. ¿O ese bandido mexicano que quería casarse contigo?
–Ah, ahí sí que tuve que mostrar mucha ingenuidad. Es más, tuve que robarle el coche –había admitido Holly–, aunque luego se lo devolví. Glenn, llevo un par de años viajando sin parar, ¿hay alguna posibilidad de cambiar?
–Creía que te encantaba.
–Y me encanta, pero también quiero ampliar mi carrera de periodista. Me encantaría poder hacer un reportaje de investigación, o realizar la entrevista del siglo.
–Holly –Glenn se había inclinado hacia ella– , no digo que no seas capaz, pero sólo tienes veinticuatro años. Cierta… perspicacia supongo que requiere algo más de tiempo. Ya lo tendrás, pero mientras tanto sigue trabajando como hasta ahora. En cuanto a la entrevista, nuestra política es que cualquier empleado puede intentar hacerla, siempre dentro de la ética. Si es lo bastante buena, la publicaremos, pero te advierto: tiene que ser excepcional.
–¿En qué?
–Sobre todo en el factor sorpresa –él se había encogido de hombros–. Brett Wyndham, por ejemplo.
–Eso es como pedir la luna –había contestado ella con una mueca.
Holly regresó a la realidad y echó un último vistazo al espejo.
–Si estás segura… –se dirigió a su madre–. ¿No crees que vayamos demasiado recargadas?
–No –se limitó a contestar Sylvia.
Holly tuvo que darle la razón a su madre en cuanto entró en el exclusivo restaurante Milton, convertido en un invernadero tropical. Casi sin ninguna excepción, las mujeres iban impecablemente peinadas y vestidas con ropas de diseño. Las joyas relucían bajo las lámparas y muchas llevaban sombrero. Además, la mayoría parecía conocerse, de manera que la reunión resultó de lo más cordial, a lo que también contribuyó el vino. Los temas de conversación giraban en torno al crucero más reciente, las vacaciones en la nieve o en alguna isla tropical, aparte del eterno lamento de lo difícil que resultaba encontrar una buena empleada de hogar.
También había hombres, pero en clara minoría. Uno de ellos se sentó junto a Holly.
«¡Cielo santo!», pensó alarmada.
El hombre era alto y de hermosas proporciones. Moreno y de aspecto satánico. Desprendía un aire de reprimida vitalidad combinada con arrogancia, y en su conjunto consiguió que a Holly se le erizara el vello de los brazos.
Vestía de manera informal con unos pantalones color caqui, una chaqueta deportiva y una camisa azul marino. Contempló malhumorado a los asistentes antes de concentrar su atención en el primer orador.
La benefactora de la protectora de animales se presentó como Sue Murray. Era bajita y morena, y estaba visiblemente tensa ya que se equivocó un par de veces antes de mirar fijamente al hombre sentado junto a Holly, respirar hondo y continuar el discurso con fluidez. Hizo un breve resumen de las actividades de la protectora y de los planes de futuro antes de agradecer a los asistentes su presencia.
–Pobrecilla –susurró Sylvia al oído de su hija–. Su marido la ha estado engañando. Querida, ¿te importaría si me sentara en otra mesa? Acabo de ver a una vieja amiga.
–Tranquila –respondió Holly antes de volverse hacia el hombre sentado junto a ella. El asiento contiguo al suyo también estaba vacío, de manera que ambos formaban una pequeña isla–. ¿Qué tal?
–¿Qué tal a ti también? –contestó él fríamente mientras la repasaba de arriba abajo con la mirada sin perderse ningún detalle.
Holly tuvo la sensación de que se la estaba imaginando desnuda, valorando su potencial como compañera de cama.
Los ojos azules emitieron un destello de ira y Holly bajó la vista ante la inesperada atención de su compañero de mesa y su propia e inesperada reacción a la misma.
Abrió la boca, dispuesta a dejar escapar algún improperio, pero él se adelantó sonriendo con descarada insolencia, como si fuera consciente del efecto que había generado en ella.
–¿Eres una gran defensora de los refugios de animales? –preguntó con escepticismo.
–No… bueno, no es que esté en contra de ellos –Holly se sintió momentáneamente aturdida–. Pero no es el motivo de mi presencia aquí.
Los ojos del hombre la abandonaron brevemente y se centraron descaradamente en Sue Murray, que iba presentándose de mesa en mesa. Luego le devolvió toda su atención.
–¿Y por qué exactamente estás aquí?
–He venido con mi madre.
–Eso parece sacado de la lista oficial de excusas que publica el Departamento de Tráfico anualmente –él la miró con un destello de diversión–. «Mi madre me pidió que me diera prisa, por eso excedí el límite de velocidad».
De no haberse sentido tan irritada, y de no haber sido tan acertado el comentario, Holly habría percibido el humor en la situación.
–Qué gracioso –observó fríamente–. Pero he de decirte que ya lo estoy lamentando. Y para tu información, no estoy de acuerdo con esta clase de galas benéficas.
–Qué raro –él alzó una ceja–. Pareces encajar.
–¿Encajar en qué?
–En la alta sociedad profesional –el hombre se encogió de hombros–. Abanderar la filantropía cara a la galería con el fin de escalar posiciones en la sociedad –contempló detenidamente la mano izquierda en la que no lucía ningún anillo–. ¿Quizás en busca de un marido rico? –añadió con delicada, aunque letal, ironía.
Holly dio un respingo que se volvió a repetir cuando la mirada de ese hombre se posó descaradamente en su escote. Era evidente que la estaba desnudando con la mirada.
Apretó los dientes con fuerza mientras se recriminaba no haber permanecido fiel a sí misma. No debería haberse vestido de punta en blanco con los cabellos tan tensos que estaban a punto de provocarle un dolor de cabeza. Y todo para apoyar una causa, aunque en el fondo era evidente que estaba transmitiendo el mensaje equivocado.
Por otro lado, pensó, no le daba derecho a ese hombre a insultarla.
–Si me permites decírtelo –observó ella–, creo que tus modales son atroces.
–¿En qué sentido?
–El cómo y por qué esté yo aquí no es asunto tuyo y, si vuelves a desnudarme con la mirada, no respondo de mis actos –añadió–. Soy muy capaz de cuidar de mí misma, y no soy tan inocente.
–Palabras de disputa –murmuró él–. Aunque hay…
–Ya sé lo que vas a decir –lo interrumpió ella–. Se trata de pura química –lo miró con desprecio–. ¡Qué truco más viejo! Ni siquiera mi bandido mexicano utilizó algo así, aunque bien pensado el jeque sí lo hizo. Bueno, eso creo –agitó la mano en el aire–. A veces se gana y a veces se pierde.
–Parece que llevas una vida interesante –él pestañeó.
–Así es.
–¿No te lo estás inventando?
–No –Holly se cruzó de brazos y aguardó.
–¿Qué? –preguntó él tras un largo silencio con fingida inquietud.
–Opino que una disculpa sería más que apropiada.
El hombre se limitó a contemplarla en silencio y, tras unos segundos, sus miradas se fundieron, sorprendentemente para Holly. En la sala sólo parecían estar ellos dos. Para Holly fue una experiencia de absorción, no sólo a través de la mirada, sino a través de cada poro de su piel, de la esencia de ese hombre de envidiable aspecto físico. No sólo era alto, bronceado y parecía en muy buena forma, como si estar sentado en un acto benéfico no fuera habitual en él. Tenía las manos grandes y bien formadas. Sus cabellos oscuros eran cortos y su rostro poseía unas facciones interesantes aunque difíciles de descifrar.
En realidad, concluyó, había algo peligroso aunque dinámicamente atractivo en ese hombre que le hacía a una pensar en ser acariciada por sus manos hasta volverte loca.
«¡Qué estupidez!», se recriminó a sí misma. «¡Menuda fantasía de adolescente!».
Sin embargo, no dejó de sentir un extraño escalofrío que alteró su respiración e hizo que el pulso le latiera con tal fuerza en la base de la garganta que las perlas de la gargantilla empezaron a moverse. Para su sorpresa, los pezones se pusieron duros haciendo que el contacto con el sujetador de seda resultara casi insoportable.
Holly intentó recuperar la compostura mientras la oscura mirada volvía a examinarla.
–No sé nada del bandido o del jeque –el hombre rompió el hechizo– , pero no puedo evitar pensar que existe una química entre nosotros.
–Me voy –Holly volvió a la realidad y se levantó de golpe.
–Por favor, no lo hagas por mí –él se reclinó en el asiento y se encogió de hombros–. Además, ¿qué pasa con tu madre?
–Me la llevo –exclamó ella mientras se alejaba de la mesa.
–Lo siento mucho –se disculpó Holly aferrándose con fuerza al volante. Su madre seguía estupefacta–. Pero ese hombre sentado a mi lado era… imposible, agobiante.
–¿Brett Wyndham se te insinuó? –preguntó Sylvia mientras se agarraba al asiento–. Holly, cariño, no corras tanto.
–Brett Wyndham… –Holly no sólo aminoró la marcha, sino que pisó el freno a fondo–. ¿Ese hombre era Brett Wyndham?
–Claro, la hermana de Sue Murray. Seguramente eso explica su presencia allí. Ya te conté que estaba pasando por problemas en su matrimonio y quizás la estaba apoyando moralmente. Nunca le había visto en una gala benéfica, ni en ninguna gala a decir verdad.
–¡De haberlo sabido! –Holly soltó el volante y se sujetó la cabeza entre las manos–. Aunque, ¿habría sido diferente? Se mostró excesivo… Por eso la miraba tanto.
–¿A quién?
–A su hermana. Cuando apartaba la vista de mí –continuó Holly con amargura–. Por otro lado, podría haberle visto el lado divertido. Podría haberle evitado con humor.
–Si supiera de qué estás hablando, podría mostrarme de acuerdo o no –se quejó su madre.
–Lo siento –Holly se volvió hacia ella y la abrazó–. Por todo. Y no me hagas caso, es tan sólo que una entrevista con Brett Wyndham sería el catalizador que necesita mi carrera.
DOS DÍAS después, Holly no veía la manera de evitar acudir al baile de máscaras.
Cada vez que sacaba el tema, Sylvia le explicaba que alteraría la composición de las mesas y que ya disponía de un disfraz, perfecto para ella.
–¿Y con quién vamos a ir? –preguntó Holly.
–Con dos matrimonios y un caballero amigo mío con su hijo –sentenció su madre.
Holly ya conocía al caballero amigo, aunque no a su hijo. Al inquirir sobre él, supo que sólo tenía veintiún años, pero que era un chico muy maduro y agradable.
–¿Maduro con veintiuno? –Holly no pudo evitar sentirse escéptica. Normalmente, esas dos palabras no solían coincidir en la misma frase.
A pesar de no sentir deseos de ir a la fiesta, al recordar la vergüenza que le había hecho pasar a su madre durante la comida benéfica, decidió ceder.
Desgraciadamente, el recuerdo de la comida fue acompañado del recuerdo de Brett Wyndham. Se había escandalizado ante el comportamiento de ese hombre. ¿Y quién no? La había acusado de ser una profesional de las fiestas y una cazafortunas.
Por supuesto que en su actitud subyacía el evidente disgusto que le provocaba la comida. ¿Por qué si no iba a cuestionar sus motivos para estar allí? Sin embargo, ¿cómo encajaba eso en el hecho de que su hermana fuera la benefactora de la sociedad protectora?
Lo más irónico, sin embargo, era que su enfado había quedado mitigado por dos cosas. La primera era la excitación que ese hombre había despertado en ella. En resumen era el primer hombre que la excitaba físicamente desde… desde hacía mucho tiempo.
Y la segunda cosa era el temor de haber desperdiciado una oportunidad de oro de conseguir la entrevista de su vida, la que daría el espaldarazo definitivo a su carrera.
En efecto, decidió, la había fastidiado de verdad e iba a tener que vivir con ello.
Por otro lado, a pesar de su inamovible postura hacia Brett Wyndham, sintió el impulso de buscarlo en Internet.