Barcelona: de la ciudad acabada al territorio metapolitano - Eduard Rodríguez i Villaescusa - E-Book

Barcelona: de la ciudad acabada al territorio metapolitano E-Book

Eduard Rodríguez i Villaescusa

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Barcelona confinada dentro de sus límites administrativos puede quedar ahogada por la carencia de territorio y recursos para seguir creciendo. Agotado el territorio en el que expandirse, las ciudades modernas miran hacia su espacio interior, como único ámbito posible donde orientar su necesaria modernización. Barcelona está obligada a hacerlo si no quiere quedar atrás. ¿Deberíamos declarar la ciudad de Barcelona como ciudad terminada? ¿Qué nuevas realidades urbanas comportaría? ¿Cuáles serían las consecuencias urbanísticas y qué resoluciones podrían derivarse? El autor analiza los casos de otras ciudades terminadas y su conversión a territorio metapolitano, como Singapur, París o Washington, ciudades-territorio que ya han traspasado el concepto de Metrópoli.

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Título original catalán: Barcelona. De la ciutat acabada al territori metapolità.

© del texto: Eduard Rodríguez i Villaescusa, 2021.

© de la traducción: Francesc Pedrosa y Scheherezade Surià, 2022.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2022.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: mayo de 2022.

REF.: OBDO051

ISBN: 978-84-1132-073-3

EL TALLER DEL LLIBRE • REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

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Todos los derechos reservados.

NOTA DEL AUTOR

Este escrito no pretende ser definitivo, ni tampoco un tratado urbanístico; al contrario, tiene la voluntad de abrir líneas de reflexión cimentadas en una visión de la ciudad de Barcelona, no como municipio cerrado, sino como un núcleo central que es al mismo tiempo de un complejo tejido urbano y rural. Un espacio que ya no puede subsistir manteniendo unos límites administrativos anacrónicos, los cuales han sido borrados por el funcionamiento macroeconómico internacional y los sistemas de movilidad y de comunicaciones virtuales. Un territorio concebido desde la confluencia de lo construido con lo natural, que se relaciona mediante una densa red de concertaciones sociales, laborales y culturales, que consideran un mismo ámbito continuo al conjunto del territorio catalán.

CIUDAD ACABADA: UNA CONSIDERACIÓN INICIAL

Si hablamos de centro histórico, estaremos de acuerdo en que se trata de un recinto acotado, con unos límites establecidos y decididos, que comporta una forma de intervención concreta en el ámbito construido, que es coherente con la realidad que queremos conservar. Diríamos pues que un centro histórico es un espacio urbano delimitado, no ampliable, protegido y, por tanto, en cierto modo, «acabado». Acordaremos pues que, al igual que sucede en los centros históricos, terminar la ciudad supondría rellenar su espacio físico hasta llegar a tocar el límite del término municipal. Supondría ocupar el espacio, culminar la ocupación de todo su territorio, completando así su ámbito, físico y administrativo.

La ciudad histórica abrió el camino a los ensanches urbanos, que formalizaron el crecimiento de la ciudad a finales del siglo XIX y buena parte del XX, y más tarde a la ciudad extensiva, a la que se ha denominado con varios nombres: ciudad dispersa, ciudad difusa, ciudad-territorio... Adjetivos todos ellos que buscan explicar la actual situación física de la ciudad/aglomeración. Una terminología que, sin embargo, no nos habla del papel de ensamblaje social, económico y productivo que juega hoy la ciudad en la creación de riqueza, en un contexto de economía global. Una realidad actualmente más próxima a la que supusieron las históricas ciudades-Estado que no a la que representan los actuales Estados constituidos por ciudades.

No obstante, ciudad acabada no es sinónimo de ciudad completamente agotada. Singapur puede ser un ejemplo de una ciudad acabada, pero, a diferencia de Barcelona, Singapur no se agota, no se ahoga dentro de unos límites; de forma que, para seguir creciendo, prescinde de sus límites geográficos, e incrementa la ocupación en altura o bien gana terreno al mar. Así, la evidencia de la ciudad acabada, tanto aparente como real, conceptualiza un nuevo modelo de «crecimiento», que sustituye las debilidades de la proliferación in eternum por el intento de transformar los espacios interiores y la maduración de soluciones sólidas pensadas de la ciudad hacia adentro, formalizando, consolidando y mejorando la configuración de la ciudad compacta.

Superadas las corrientes higienistas de principios del siglo XIX —como consecuencia de los medios y servicios personales actualmente al alcance de los ciudadanos y de un cambio de hábitos de la población—, el tradicional parámetro urbanístico de la densidad de viviendas y residentes toma ahora una nueva dimensión. En este nuevo marco, la compacidad se reivindica como elemento primordial para garantizar la sostenibilidad.

A modo de precedente de ciudad acabada, el volumen de construcción que logró Barcelona en el periodo 1772-1791 fue enorme, y tanto el gobierno de la ciudad como el mando militar fueron incapaces de aportar suelo suficiente para satisfacer la demanda de nuevas construcciones, cosa que provocó una espectacular congestión del recinto amurallado. Según el archivo del Registre d’Obreria, de las 4.255 obras que se autorizaron durante este periodo de veinte años, solo el 2% fueron hechas sobre solares vacíos, mientras que el resto se ejecutaron en parcelas que ya habían sido edificadas antes; lo hicieron fundamentalmente para llevar a cabo mejoras en la casa o para intensificar su uso: el 33% de las peticiones se produjeron para solicitar el aumento del número de plantas o bien para autorizar el fraccionamiento del espacio ya construido.[1]

Si tenemos en cuenta la información catastral del municipio de Barcelona de 2015, la superficie urbana contabilizada era de 104 km² y el número de parcelas catastrales era 75.962, de las que 7.978 eran unidades vacantes. De esta información se deduce que tan solo un reducido número de parcelas permanecían como unidades urbanas vacantes, concretamente el 10,5%; muchas de ellas eran parcelas problemáticas, zonas verdes, o bien estaban calificadas y reservadas para construir escuelas o centros deportivos, sanitarios o administrativos, es decir, lo que consideramos equipamientos de uso público. Así, solo quedaba un pequeño número de solares que, ya en 2015, podían admitir un uso residencial, bien de titularidad pública, bien de propiedad privada. Naturalmente, seis años después la saturación ha ido a más, y estamos en una situación de agotamiento de la capacidad edificatoria de la ciudad-municipio, equiparable a la vivida a finales del siglo XVIII. Una ciudad confinada en el interior de su muralla de defensa y que podemos comparar con la que vivimos actualmente, la de una Barcelona recluida dentro de un término municipal limitado por sus propias fronteras administrativas.

En este contexto ¿deberíamos declarar la ciudad de Barcelona como ciudad acabada? ¿Qué nueva realidad urbana puede comportar? ¿Cuáles serían las consecuencias urbanísticas y, también, qué resoluciones podrían derivarse? La primera y más evidente, crecer exclusivamente a partir del esfuerzo constructivo de la renovación urbana y de la rehabilitación, utilizando herramientas normativas propias de los recintos enclaustrados (a menudo protegidos), contando con una realidad física y social existente o, lo que es lo mismo, con un espacio tangible, saturado y habitado.

En cualquier caso —ante la ausencia de suelo para agregar a la ciudad recluida dentro de su límite municipal—, proyectar el crecimiento urbano y la gestión de su desarrollo, con lo limitante de esta situación, resulta una tarea compleja. Antes, crecer suponía crear infraestructuras y viales sobre solares vacíos para construir inmuebles, que serían alquilados o vendidos a familias anónimas; actualmente, la realidad de la ciudad acabada es diversa y cuenta con personas, familias y negocios, existentes y arraigados, lo que hace del crecimiento urbano una laboriosa tarea, no exenta de complejidad. Este hecho obliga a construir teniendo presente la pluralidad de situaciones personales, y adoptar la más amplia diversidad de soluciones colectivas. Todo ello para seguir generando ciudad y resolver las necesidades de actualización y modernización, otorgándole un renovado valor a la estructura heterogénea propia de la ciudad acabada. Y si bien la ciudad territorial o administrativamente confinada no puede expandirse y carece de alternativas con nuevos espacios donde crecer, no ocurre lo mismo si la ciudad asume competencias territoriales de mayor escala, estableciendo un marco de relación intermunicipal y definiendo un modelo de ciudad-territorio ajustado a las condiciones que sus habitantes quieran autoimponerse.

BARCELONA: LOS INICIOS

En sus orígenes, la llanura de Barcelona se explica a partir de dos cuencas hidrográficas. La circunscrita a la depresión suroeste del monte Táber, la más significativa, y la de la otra vertiente, la situada al noroeste. Esta última es la que dio origen a la riera de Horta, que ensanchaba el delta del Besòs y se enriquecía con la contribución de un conjunto de pequeños torrentes que se juntaban en el Turó de la Peira.

El sistema hidrográfico de la vertiente suroeste estaba marcado por tres torrentes que tenían su origen entre el Tibidabo y Vallvidrera. El de la Creu d’en Malla, que provenía de la colina de Monterols, y otros dos más importantes, procedentes de las cumbres de Collserola: uno, el torrente de Bellesguard; y el otro, la riera de Magòria. Ambos riachuelos desembocaban en el estanque Cagalell, que subsistió hasta bien avanzada la Edad Media. Este fue el origen de la creación del Monasterio de Sant Pau del Camp y también condicionó su crecimiento, debido al paludismo propiciado por sus aguas, repetidamente estancadas. Para reducir los efectos de la enfermedad, el estanque de Cagalell fue desecado y, finalmente, las aguas de los torrentes de Bellesguard y de la riera de Magòria se desviaron hacia la riera Blanca.

El resto de los torrentes de la vertiente suroeste que atravesaban la llanura, desde la corriente del Gornal hasta el Fondo de Sant Just, nacían en el lado occidental de la sierra de Collserola y fueron las que ayudaron a la formación y evolución del delta del río Llobregat. Por último, cuando el mar se retiró a finales del terciario y la llanura dejó de ser un estuario, quedó definitivamente delimitado el curso natural del río.

De este modo, los dos ríos que atraviesan la cordillera de Collserola —el Besòs y el Llobregat— configuraron a lo largo del tiempo la llanura que favoreció el despliegue de la actividad humana. Una llanura favorable al asentamiento de poblaciones, muy protegida de dos vientos —el garbí y la tramontana— gracias a la protección que le ofrece la sierra de Collserola, y bien orientada hacia el Mediterráneo y el sol naciente.

Los primeros pobladores conocidos datan de unos 3.000 años a. C. Restos del llamado hombre de Cromañón han sido hallados en la vertiente occidental de la colina de Monterols, donde daba la vuelta el torrente de Bellesguard. Más tarde, se tienen datos del paso de tribus indoeuropeas, y después de los pueblos celtas, de los argáricos y finalmente de los layetanos. Estas poblaciones se iban asentando en el estrecho anfiteatro natural existente entre el mar y la montaña, ocupando las pequeñas colinas elevadas entre los humedales formados por los deltas de los ríos, para ir formando así un pueblo de raíz específica. A fin de protegerse de las invasiones de los fenicios, griegos y romanos, los layetanos crearon poblados amurallados en las colinas de Montgat, Can Boscà, Puig Castellar, la Rovira, Putxet, Montjuïc y también en la Penya del Moro (Sant Just). A pesar de estas posiciones defensivas, nada les impidió traficar con los mismos griegos, fenicios, romanos y púnicos. Finalmente, a pesar de haber sido los layetanos, junto con los púnicos, los primeros pobladores asentados entre los dos ríos, ambos pueblos fueron romanizados.

Así, la invasión romana sucedió el año 218 a. C. y la base de operaciones se estableció en Badalona (Baetulo), mientras que el asentamiento romano del monte Tàber fue más tardío: se produjo después del establecimiento de algunas tribus de íberos, con quienes llegaron a convivir.

La extensa llanura entre el Besòs y el Llobregat quedaba dominada por la cima del monte Tàber, que sobresalía únicamente entre 15 o 16 m por encima del nivel del mar. Sin embargo, esta altura era suficiente para facilitar la vigilancia. Además, el asentamiento romano en esta posición ofrecía la posibilidad de disfrutar de una pequeña bahía utilizable como puerto y el aprovechamiento de la llanura para abrir un sistema de comunicaciones por tierra, a través de los pasos naturales de Montcada y Sant Just, asegurándose al mismo tiempo el abastecimiento de agua dulce aprovechando el curso de las rieras que bajaban de Collserola y la proximidad y facilidades topográficas ofrecidas por la captación procedente del río Besòs. A raíz de esta decisión, se construyeron más adelante los acueductos de Collserola y del Besòs.

El asentamiento romano en la cima del monte Tàber dio paso, a comienzos del siglo I a. C., a la ocupación de la llanura, a pesar de las dificultades derivadas del suelo de aluvión y de la corriente litoral. Este asentamiento supuso el acercamiento de la colonia hacia Tarraco; a pesar de que la gran ruta pasaba por el interior, el camino costero tenía la ventaja de ser una hipotética ruta de defensa, además de abrir la ruta comercial por mar. Según Plinio el Viejo, bajo el reinado de Augusto (29 a. C.-14 d. C.), el núcleo de la llanura fue reconocido bajo el nombre de colonia Barcino, llamada Favencia.[1]

BARCELONA, UN RELATO SUCESIVO DE CIUDADES ACABADAS

Constituida administrativamente la que más tarde fue la ciudad de Barcelona, su historia urbana es una secuencia de implosiones constructivas y explosiones territoriales, de estructuras urbanas congestionadas y liberadas de sus sucesivas murallas para integrar nuevos territorios. Un encadenamiento de ciudades acabadas que se libraban de sus defensas para ocupar una parte de su ámbito natural comprendido entre los dos ríos.

EL AGOTAMIENTO DEL PRIMER RECINTO

Sobre este primer emplazamiento, conocido con el nombre de monte Tàber, los romanos construyeron el primer perímetro fortificado, que subsistió hasta después del siglo XII y del cual se conservan todavía algunos vestigios. Este perímetro tenía un desarrollo lineal de 1.301 metros y una superficie de unas 10,46 ha, y contaba con un camino de Ronda o de circunvalación que rodeaba todo el recinto. Este largo periodo de tiempo entre el primer asentamiento y finales del siglo XII hizo que la población desbordara el recinto cerrado y ocupara una parte de las tierras situadas en el norte y en el oeste, muy cerca de la muralla y cerca del mar.[1]

SEGUNDO RECINTO

Alrededor del saturado primer recinto se agrupó y creció una población dedicada principalmente a la construcción marítima. En el siglo XIII, la ocupación era ya tan grande que el espacio destinado a la construcción de las galeras civiles y militares ocupaba un frente de 850 m. Concretamente, desde lo que hoy es el Pla de Palau hasta las Drassanes (atarazanas), que en aquella época eran la principal maestranza de la marina real. Los arcos de sus naves góticas se elevaban sobre la playa y servían como depósito de la madera utilizada para construir los barcos.[2]

En este marco se inicia, en 1287, el segundo recinto amurallado, que se terminó en 1363. Partía del Portal de l’Àngel y continuaba por Jonqueres, para acabar en el monasterio de Sant Pere de las Puel·les. Desde este punto continuaba haciendo algunos zigzags hasta el baluarte del Príncep, en el actual parque de la Ciutadella, y a continuación se unía con la torre Nova, que era donde se hallaba el baluarte de Migdia. Por el lado sur de la ciudad y dejando fuera el espacio que ahora ocupa la Aduana, continuaba la muralla, siguiendo el camino de la actual Rambla hasta tocar con el baluarte del Portal de l’Àngel. Este perímetro tenía un desarrollo de 5.022 m y encerraba una superficie de unas 131,17 ha. Sin embargo, no toda la población de Barcelona se hallaba dentro de este nuevo muro, pues se sabe que más allá de la muralla sur se extendía ya el barrio de Tallers, que comprendía el Carme, el monasterio de Valldonzella y el hospital, y que por los alrededores de Sant Pau del Camp también se agrupaban muchas casas que ya configuraban las primeras calles.[3]

TERCER RECINTO

En 1377, es decir, pocos años después de haberse construido la segunda muralla, se tuvo que iniciar la construcción de la tercera, que se prolongó hasta 1644. Para este tercer cercado se dejó en pie todo el segundo recinto, salvo el trozo de muralla que transcurría a lo largo de la rambla, que se derribó para agrandar la ciudad hacia el oeste añadiendo toda la zona llamada del Raval, espacio que estaba ya muy poblado a pesar de encontrarse extramuros. Como resultado de esta expansión, el tercer cercado tenía un perímetro de 6.587,5 m y una superficie de unas 218 ha.[4]

CUARTO RECINTO

Se constituyó como consecuencia de los hechos de 1714, a fin de reprimir a la ciudad rebelde. El mes de junio de 1715, según el plan del general de ingenieros Werboom, se inició la construcción de la ciudadela sobre unos terrenos habitados del barrio de la Ribera.

A fin de acabar la obra en el más corto plazo posible, el mes de septiembre del mismo año se proclamó un bando que bajo pena de muerte impedía a carpinteros y albañiles de la ciudad dedicarse a otros trabajos que no fueran la construcción de la fortaleza. De este modo y con estos medios, la ciudadela se acabó en 1719, y el recinto de la ciudad civil quedó entonces reducido a un perímetro de 6.051 m, encerrando una superficie de 208,4 ha.[5]

Fuera del ámbito estrictamente habitado y protegido por la muralla, el territorio de Barcelona durante el Consell de Cent era consecuencia de las prioritarias necesidades de defensa, y también de las de hacer frente al resto de problemas de abastecimiento de la ciudad. El ámbito de competencias jurisdiccionales era, de forma más o menos importante, verdaderamente amplio: desde Molins de Rei a Montcada y desde Castelldefels a Montgat,[6] un territorio que abarcaba incluso más allá de la llanura natural de los deltas de los ríos Besòs y Llobregat.

Brocà precisa el límite jurisdiccional de la ciudad y explica que la sentencia arbitral de 1310 determinó: «Barcelona y sus arrabales inmediatamente contiguos» de «el huerto y viñedo [...] o territorio enfitéutico de Barcelona, [que] se extiende, según dicha Sentencia arbitral, hasta donde llegan los límites de las parroquias de dicha ciudad y sus arrabales».[7] En dicha sentencia, el territorio llamado «de huerto y viñedo», o territorio enfitéutico,[8] se extiende a los alrededores de la ciudad y la sierra de Collserola, excluyendo los términos de Sant Andreu del Palomar y Sant Adrià del Besòs y el de L’Hospitalet del Llobregat,[9] es decir, no llega ni al Llobregat ni al Besòs.[10] En esta zona, la jurisdicción de la ciudad se ejercía igual que «puertas adentro», y se regía por el derecho barcelonés.[11]

Más amplia que la llanura de Barcelona era la influencia (política, pero no judicial)[12] del territorio de Barcelona, que comprendía desde los collados de Montgat, Montcada, Finestrelles y Serola, hasta Castelldefels y Molins de Rei, y hasta doce leguas mar adentro. Este territorio había sido reconocido según el uso Item statuerunt, que disponía una zona de paz y tregua permanente bajo la protección del conde,[13] privilegio que indirectamente impidió que se desarrollaran instituciones municipales independientes y que obtuvieran el privilegio de regimiento.

Hasta el año 1714, algunos autores consideraban la llanura de Barcelona como el área comprendida entre la desembocadura del Besòs y la montaña de Montjuic, por un lado, y el mar y la sierra de Collserola, por otro —coincidiendo, aproximadamente, con el término actual de la ciudad de Barcelona—, mientras que otros lo identifican con la extensión más amplia de la comarca del Barcelonès.[14]

Bajo el régimen de la Nueva Planta, dictado por el Decreto promulgado por el rey Felipe V el 16 de enero de 1716, es decir, un año y tres meses después de la guerra de Sucesión española, desapareció la jurisdicción de la ciudad sobre sus territorios históricos de la llanura de Barcelona, dotando a sus pueblos una organización municipal, creando así los ayuntamientos. La pervivencia de unos derechos importantes en la llanura y el arraigo del uso de sus diferentes nombres tradicionales hicieron que la relación de Barcelona con los municipios contiguos se mantuviese viva durante el siglo XVIII y, al menos, una parte del XIX. Así, en el siglo XVIII encontramos bastantes veces, en la documentación municipal barcelonesa y en la de otras instituciones de gobierno, la expresión «Llano de Barcelona» aplicada a personas, pueblos y oficios municipales;[15] sin embargo, como bajo la Nueva Planta el Llano de Barcelona no constituye división ni entidad política o administrativa alguna, es difícil hallar alusiones a su extensión y significado.[16]

Como sucedió en el resto de Catalunya, y en especial en los pueblos de la marina, durante el siglo XVIII la llanura o llano de Barcelona experimentó un notable desarrollo económico y, en consecuencia, también un importante crecimiento demográfico. Esta situación generó cambios sociales, y no pocas tensiones territoriales. Una vez edificados los espacios que quedaban vacíos dentro de la ciudad, al no permitir la autoridad militar la ocupación de los campos situados en un radio de unos 1.200 m (alcance de los proyectiles de los cañones de defensa de la ciudad), el aumento de la población procedente de la emigración y también por el propio crecimiento vegetativo se instaló en los pueblos de alrededor.[17] La agricultura se intensificó a causa del aumento de la demanda y, por añadidura, el progreso de las técnicas de cultivo, gracias, en muchos casos, a la mejora de los canales de riego. Aun así, una industria incipiente pretendía estos mismos canales, ya que, por la falta de carbón, necesitaban la fuerza del agua como fuerza motriz para la obtención de energía. Estos grandes cambios generados por el crecimiento y la estructura productiva distorsionaron un modelo que se había mantenido sustancialmente estable desde la Baja Edad Media, y cambiaron los contratos de cesión de uso de la tierra, su precio y condiciones. Una de las consecuencias fue la rápida desaparición de los bienes comunales de los pueblos, engullidos por la demanda de los comerciantes de tierras y los campesinos terratenientes, lo que contó con el consentimiento del Intendente, que era la autoridad que tenía jurisdicción sobre estos bienes después de 1714[18] (un ejemplo de cómo el decreto de Nueva Planta rompió con la tradición y dejó desprotegida la propiedad colectiva).

Para acabar de empeorar la congestión de la ciudad, saturada y sin espacios donde edificar, la victoria borbónica en la guerra de Sucesión se lleva a cabo mediante un numeroso ejército y deja el Principado en una situación práctica de ocupación militar. Este hecho comporta la necesidad de satisfacer las demandas de intendencia militares (alojamientos, bagajes, utensilios...) que son asumidas por los ayuntamientos. La importancia de Barcelona, y el hecho de haber sido el principal núcleo de resistencia de la «rebelión», comportó que una gran parte del ejército de ocupación tuviera que residir en el interior de la muralla y en los pueblos del Llano. Aun así, los habitantes de la ciudad no satisficieron las peticiones militares en especie, aunque sufrieron las consecuencias, ya que fueron obligados a alojar a gran parte de las tropas invasoras. La estrategia del ocupante fue la de construir cuarteles o habilitar edificios confiscados, y consolidar así una presencia que al mismo tiempo conseguía variar la configuración demográfica de los pueblos.

Sin embargo, la operación más significativa se desarrolló en Barcelona, donde el marqués de Werboom proyectó la Ciutadella adosada al norte de la muralla existente. A fin de poder constituirla prioritariamente como defensa del puerto y del frente marítimo, previó el derribo de las casas situadas en el barrio de la Ribera y el realojamiento de sus habitantes. La congestión de la ciudad, fuertemente densificada y cuya superficie se iba a reducir todavía más —en unas 9,6 ha— hizo que Felipe V propusiera (y aprobara, en septiembre de 1715) la construcción de un barrio de casas de madera en el lugar que hoy ocupa la Barceloneta. La precariedad de estas construcciones y su ubicación próxima al litoral hicieron que este barrio no fuera otra cosa que un laberinto de barracas que albergaba a la gente más pobre y marginal de la ciudad. Para sanear el barrio y mejorar sus condiciones, el 3 de febrero de 1753 se puso la primera piedra para la fundación de la Barceloneta actual. La rapidez en su construcción hizo que, en 1755, el barrio ya fuese una realidad: un cuadrado perfecto de quince calles cruzadas ortogonalmente por otras nueve, todas ellas de una anchura de 6,69 m, para acoger 330 casas, todas ellas de ladrillo y de una altura de 5,85 m, donde se pudo alojar a una población de 1.721 habitantes. El conjunto se proyectó para ejecutar dos plazas y una iglesia.

En 1732, el ayuntamiento de Sant Andreu propone construir un cuartel para una compañía de caballería, sufragado proporcionalmente por los comunes de Badalona, Santa Coloma, Sant Martí, Sarrià y Horta.[19] El reparto de las correspondientes cargas entre la población, que era una de las prerrogativas del papel del común, fue una nueva ocasión para poner de manifiesto el favoritismo municipal, y ocasionó protestas por parte de población que carecía de privilegios (eran muchos los grupos con privilegios: los eclesiásticos, los militares, los soldados retirados, los padres con doce hijos, los empleados públicos, los familiares del Santo Oficio, ciertos artesanos que estaban exentos, etc.). Quejas de los no privilegiados que tenían que asumir las cargas propias y también las de aquellos que disfrutaban de alguna de las numerosas excepciones. Debemos decir que la desigualdad en el reparto de las contribuciones era un aspecto particularmente oprobioso, por la facilidad con la que los poderosos podían lograr privilegios y exenciones, lo cual perjudicaba a las clases medias y bajas.

Históricamente, la denominación «Llano de Barcelona» ha sido un topónimo de uso corriente hasta el siglo XIX, con significado y trascendencia, no solo geográficos, sino también jurídicos e institucionales. Actualmente el Llano de Barcelona, este espacio de configuración natural —como consecuencia de la aplicación del Decreto de Nueva Planta— ha quedado desmembrado en términos administrativos independientes. Este fraccionamiento se contradice con la historia del territorio que rodeaba la ciudad y la de sus habitantes, los cuales disfrutaban, desde la Baja Edad Media, de muchos de los privilegios y exenciones de la misma ciudad (no se podían crear jurisdicciones ni derechos feudales, los castillos no podían tener término jurisdiccional, no se pagaban diezmos ni primicias[20] y el régimen enfitéutico era más ventajoso, entre otras prerrogativas).[21]

De este modo, el Decreto de Nueva Planta de 16 de enero de 1716, además de anular la Diputación General y el Consell de Cent, promovió la aparición de cascos urbanos, municipios a cargo de regidores presididos por un alcalde designado gubernamentalmente. Y así, el territorio natural del Llano de Barcelona se dividió para constituir los municipios de Sarrià con Les Corts, Sant Genís con Horta, Sant Andreu con Santa Eulàlia, Santa Coloma, Sant Martí con el Clot, Sant Bartomeu con Sants, L’Hospitalet con Santa Eulàlia, Esplugues con Sant Just Desvern y también los núcleos más alejados de Badalona con Sant Adrià.

La constitución definitiva de los nuevos ayuntamientos, de los pueblos que no eran cabezas de corregimiento, por el decreto de Nueva Planta, consta que fue hecha en 1718,[22] y tuvo lugar de acuerdo con las disposiciones del edicto de 6 de julio de 1717.[23] Algunos de estos nuevos municipios creados forman parte, por anexión, del actual municipio de Barcelona; aun así, no están todos los poblados que eran parte de su antigua jurisdicción.

La Recopilación de Derecho Civil de Catalunya de 1960 aludía, en sus artículos 306, 309 y 319, al «antiguo territorio enfitéutico de Barcelona»,[24] que comprende el término municipal actual de Barcelona con Vallcarca y Sant Genís dels Agudells,[25] pero sin Santa Creu d’Olorda,[26]Vallvidrera, Sant Andreu del Palomar ni Horta.[27] Tampoco incluía la parte de Sant Adrià del Besòs situada en la vertiente sur del río que, por decreto del Gobierno Central del año 1929, quedaba integrada a la ciudad central y que en 1955 quedó sin efecto. Una paradoja más del desmenuzamiento territorial de la llanura natural de Barcelona comprendida entre los dos ríos. Se trata de una contradicción aún más sorprendente si tenemos en cuenta que, en la Edad Media, el río Besòs fue desviado hacia el norte, regularizando su desembocadura y saneando, de paso, una serie de islotes y terrenos pantanosos o humedales existentes entre el último tramo de su curso y la riera de Horta. La superficie recuperada de esta forma se aprovechó para ampliar las tierras de cultivo del margen derecho del río, tierras que ahora ocupa el municipio de Sant Adrià.

El límite de la Barcelona actual es una contradicción entre la realidad histórica y geográfica y la delimitación administrativa que nace en el Decreto de Nueva Planta, que más tarde se consolida cuando se aprueba el Plan Cerdà y las ampliaciones posteriormente acotadas que el Gobierno central concede.

Asimismo, coloquialmente la ciudad se suele explicar a partir de una imagen inicial que dice que Barcelona es un anfiteatro que baja desde Collserola hasta el mar, delimitado por los lados norte y sur por dos ríos, el Besòs y el Llobregat. Aun así, y a pesar de lo natural de esta descripción, fundamental en el contexto territorial, sorprendentemente el Plan Cerdà localizó el área de planeamiento a un entorno más reducido, desechando la plana del delta del Llobregat y poniendo como límite la montaña de Montjuïc.

EL PLAN CERDÀ PARA ABRIR EL RECINTO DE LA PENÚLTIMA CIUDAD ACABADA

En noviembre de 1855 se entregó el plan topográfico de la cercanía de Barcelona. El encargo, hecho por orden del Gobierno a Ildefons Cerdà, tenía que servir como base para poner en marcha el proyecto del Eixample. No deja de resultar sorprendente que, sin explicación justificada, este levantamiento incluyese las tierras que llegan al río Besòs, pero limitara la superficie prevista para la extensión de Barcelona hasta Sants y Montjuïc, obviando de este modo el resto del territorio, que incluiría la llanura natural que llega hasta el otro límite del sur, el que señala el río Llobregat.

Desde el principio, Cerdà consideró el Llano de Barcelona como una unidad que comprendía la vieja ciudad amurallada y el suelo de algunos de los municipios creados por el Decreto de Nueva Planta. Así, sus estudios topográficos comprendían los municipios situados más al norte, hasta llegar al río Besòs. Queda, no obstante, la duda —no justificada por el ingeniero— de por qué toma Montjuïc como límite y punto de referencia, sin incluir los municipios que estaban dentro de la llanura del delta del río Llobregat.[1]

«Hallándome pues en la necesidad de levantar un nuevo plano, fue preciso determinar primero la superficie que quería abarcar. Para ello no solo tuve en cuenta la superficie que en buenas condiciones de salubridad correspondería al escaso de la población actual, y a su incremento probable en un periodo de cien años, sino que además hube de comprender todas las poblaciones inmediatas, que deben reputarse como otros tantos arrabales o suburbios de la Ciudad y de la cual solo les separa la distancia de 1.254 metros que la severidad de las ordenanzas militares no ha permitido hasta el día de hoy edificar».

De manera poco explícita, en primer lugar en el momento de hacer el levantamiento topográfico y después en el proyecto de ensanche, quedó al margen del proyecto el ámbito de la orilla derecha del Llobregat, hasta llegar al estrangulamiento creado entre el río y la montaña de Sant Just Desvern.

Al respecto, cabe pensar que se debió a problemas de salubridad originados probablemente por el paludismo de las aguas estancadas del delta del Llobregat, o quizá al hecho de que Cerdà consideró que este territorio, situado a resguardo de la montaña de Montjuïc, estaba muy alejado del centro histórico de Barcelona, y que la montaña por un lado y los municipios de Sants-Collblanc, Bordeta y Sarrià establecían un límite lo bastante extenso para acoger el crecimiento que había previsto para la ciudad en los cien años posteriores a su proyecto. Ya fuera por estas razones, o por considerar como límite de urbanización el de los dos canales proyectados para el desvío del agua proveniente de Collserola (la riera Blanca y la riera de Horta), el hecho es que el proyecto de Eixample no ocupó toda la llanura natural de Barcelona, que alcanza el territorio dominado por la ciudad histórica y que equidistaba de los dos ríos, Llobregat y Besòs.

Así, la reserva militar non aedificandi fue superada en gran medida por el lado norte, llegando a Sant Andreu del Palomar y el río Besòs, mientras que, por el lado sur de la Barcelona amurallada, el proyecto ocupó poco más del suelo delimitado por esta zona de reserva militar. El arquitecto Rovira y Trias hizo, en 1846, una contrapropuesta de reforma y ensanche zonificado que, si bien es gráficamente más reducida que el Plan Cerdà en su parte escrita, parece reflexionar sobre toda la llanura: «La nueva ciudad de Barcelona comprendida en los límites supuestos vendrá a formar una especie de figura semipoligonal, cuya base coincidirá con la orilla de mar que media desde el Besòs hasta cerca del punto en donde desagua el río Llobregat».[2]

EL PLANEAMIENTO POSTERIOR Y ALGUNAS DE SUS CONSECUENCIAS

No vuelve a discutirse la relación de la ciudad con su territorio hasta la revisión del Plan Comarcal de 1953 (la ciudad de Barcelona y los 26 municipios a su alrededor). Las 27 poblaciones mantenían, sin embargo, la separación administrativa, y únicamente la existencia de un órgano gestor metropolitano debía de garantizar, de alguna manera, la coherencia de este territorio homogéneo.

En 1962 se inicia el trabajo de la Comisión Técnica de Revisión del Plan Comarcal, que tendría como hito la elaboración del Plan Director del Área Metropolitana de Barcelona, posteriormente llamado Esquema Director. El resultado, tras ciertas divergencias, fue un documento aprobado en 1968 a efectos solo de la propia Comisión, considerado como primer adelanto y revisión del Plan Comarcal. Como consecuencia del conflicto entre la Diputación y el ayuntamiento de Barcelona, se frustra el intento de definición de un ámbito de planeamiento unitario y, por tanto, el territorio se planifica segmentado en tres zonas:

La comarca de Barcelona, que integra, a nivel de planeamiento, los 27 municipios de 1953, lo mismo que ya contemplaba la revisión del Plan Comarcal.El área de Acción Inmediata, que tiene en cuenta las comarcas del Maresme, Vallès y Baix Llobregat.La Zona de Acción Diferida o «Plan de Infraestructuras Generales», que incluye los ámbitos de ambos planes.

En 1972, el Ministerio de Vivienda ordena la constitución de la Comisión Gestora del Área Metropolitana, y esta inicia el Plan de Ordenación Metropolitana, recogiendo la filosofía del Plan Director, que establece que el área metropolitana es un hecho, una realidad impuesta por el simple desarrollo y evolución de los factores urbanísticos y socioeconómicos del territorio que abarca. Entre otras cosas, los estudios hechos por la Comisión de urbanismo y servicios comunes de Barcelona y otros municipios para la revisión del Plan Comarcal de 1953 delimitaban la zona de influencia de la ciudad de Barcelona y estimaban una población para el año 2010 de 2,5 millones de habitantes. La diferencia con el municipio de Madrid es que, mientras que en Barcelona cada municipio conserva sus atribuciones administrativas para constituir un área metropolitana de 478,7 km²,[1] la capital española anexiona, ya en 1946, 28 municipios periféricos para llegar a dominar bajo una misma administración un área de 605,77 km².[2]

El Plan General Metropolitano (PGM) de 1976 fue redactado en un contexto político y económico muy diferente al actual, y su objetivo prioritario era lograr la preservación de ciertos espacios de dominio público y regular la edificación, en un momento histórico de control poco estricto sobre las intervenciones especulativas llevadas a cabo por los propietarios particulares.

En una coyuntura de precio barato del suelo (150 ptas./palmo en el Eixample), en un momento en el que la práctica habitual era vender el suelo por la superficie de la parcela y no por la edificabilidad que poseía o, lo que es lo mismo, por el rendimiento o provecho inmobiliario que se obtenía, su reventa rápida no producía grandes beneficios. En consecuencia, el afán especulativo de los promotores se centraba en incrementar el rendimiento de la parcela. Por eso, se forzaba la interpretación de la ordenanza o, cuando menos, se ignoraban algunos de los límites que imponía la licencia de obras para conseguir de este modo construir, de forma improcedente, más volumen del permitido por la normativa.[3] Era la época donde los promotores poco escrupulosos intentaban sobornar, o vulnerar e interpretar en beneficio propio el reglamento municipal, para conseguir unos cuantos metros cuadrados adicionales.

Por el contrario, el actual negocio inmobiliario especulativo trata muy a menudo de aprovechar la situación de un mercado favorable, para revender un solar o un edificio antes incluso de haber hecho ningún tipo de intervención. En una menor escala, proliferan las operaciones de compra de viviendas en edificios antiguos para restaurarlas, dándoles una pátina de modernidad para venderlas como apartamentos nuevos, en inmuebles que sufren patologías ocultas del edificio, propias del año en que fueron construidos. De este modo, el incremento del precio inmobiliario se hace insostenible, en una ciudad que no puede dar más alternativas de las que le ofrece su limitado territorio.

Esta situación estructural se intensifica como consecuencia del modelo económico imperante, donde el liderazgo mundial de las ciudades como centros de negocio obliga a invertir en Barcelona y mejorar su imagen y capacidad productiva, para hacer frente a la pertinaz competencia de otras ciudades. Una realidad que incrementa la demanda de localizaciones en la ciudad y que forzosamente presiona al alza el mercado inmobiliario, incrementando constantemente el precio del suelo y de la vivienda.

El PGM del año 1976, todavía vigente, fue el resultado de un gran esfuerzo y consiguió, además de ciertos valores urbanísticos que han sido reconocidos con frecuencia, una continuidad en el tiempo y una huella en el imaginario colectivo difícil de obtener en planeamientos de una vigencia más corta. Se puede decir que el PGM de 1976 forma parte de la cultura de los operadores de la ciudad y de los profesionales que en ella trabajan. Aun así, se redactó en un momento político predemocrático cuando, por ejemplo, el parque automovilístico en toda España era de 28.334 motocicletas y 619.677 turismos (actualmente, el número de vehículos matriculados solo en Barcelona es de 280.000 motocicletas y 580.000 turismos) para una población que en 1976 era de 1.886.921 personas y ahora es de 1.620.809,[4] y donde una vivienda de 150 m² en la calle Casanova con Aragón costaba 1.750.000 ptas. (10.517 euros). Todo esto sin mencionar los cambios tecnológicos, sociales, ambientales, energéticos o laborales que ha sufrido la sociedad en general.

En este marco se redactó un PGM que no hizo distinciones normativas entre centro y periferia, y que actualmente no atiende a las lógicas diferencias de rendimiento que se pueden extraer de una calificación llamada residencial, donde cabe desde un hotel a unas oficinas, comercios o viviendas. Un documento normativo de más de cuarenta años que zonifica ámbitos industriales de uso exclusivo, amplía la vialidad destruyendo estructuras históricas en beneficio del automóvil, hace reservas de suelo de equipamiento para una previsión de una cifra de población que nunca se alcanzará... Un proyecto de ciudad dictado por un planeamiento que ha sufrido casi 900 modificaciones puntuales[5] durante todos estos años, además de otras alteraciones de planeamiento derivado. Modificaciones de la importancia y trascendencia de la Vila Olímpica, el sector olímpico de Vall d’Hebron, los accesos al túnel de la Rovira, el puerto de Badalona, la continuidad de la Diagonal hasta Sant Martí que acerca Sant Adrià, Sant Andreu-Sagrera, etc. Unos cambios importantes en el PGM que hacen variar las previsiones hechas y cambian sustancialmente el modelo de ciudad previsto en 1976.

Tampoco era previsible, en 1976, la transformación del sistema productivo en el área metropolitana de Barcelona, entonces mayoritariamente industrial, hacia una economía especializada en el sector servicios, donde la ciudad residencial, y no los terrenos calificados de industriales de la periferia, acapara una gran parte de la demanda inmobiliaria. En esta nueva situación, la metrópolis es el más importante centro de producción y de creación de riqueza, la industria se deslocaliza y la ciudad concentra la inteligencia creativa.

En la era industrial, la fábrica era el núcleo principal del sistema productivo de la ciudad, que ahora tiene en el intercambio, dentro de espacios urbanos limitados, la base de su organización productiva. En este nuevo contexto posindustrial, es ese intercambio el que concentra la imparable demanda de espacios de trabajo y residenciales, una situación que hará que a las familias les sea cada vez más difícil acceder a una vivienda en el centro de la ciudad, dado que las empresas y los profesionales, igualmente interesados en ocupar el centro urbano, tienen una mayor capacidad financiera para instalarse en él. En este marco, en las ciudades, y concretamente en Barcelona, los precios inmobiliarios suben y, por desgracia, todo hace prever que seguirán subiendo mientras no haya un cambio en los cimientos del sistema productivo actual. Es más, en un mundo dominado por la economía de los servicios, donde hay una gran competitividad entre las ciudades por atraer capital inversor, cuanto mejor sea la imagen que proyecte Barcelona, más intensa será la presión sobre su mercado inmobiliario, lo que incrementará irremediablemente los precios del sector.

Unos precios de suelo e inmobiliarios que han hecho que, en las economías occidentales y para evitar su irremediable alza, se hayan dictado generalmente políticas de liberación extensiva de tierras agrícolas de tenencia privada. Tal estrategia se ha dirigido a facilitar la ampliación urbana, supuestamente fomentando el abaratamiento del suelo en ubicaciones céntricas, un operativo de incremento de la oferta que ha dado exiguos resultados. Esto se debe a que es raro encontrar valores de repercusión del suelo exageradamente desiguales en áreas de referencia tan homogéneas como son nuestras ciudades compactas. En estos casos, en el momento en que los terrenos agrícolas son recalificados para convertirse en residenciales, su valor se iguala con el precio de las parcelas urbanas vecinas, actuando estas como referencia de precio de venta del nuevo sector recalificado. Por eso ensanchar el ámbito urbano, con la supuesta intención de aumentar la oferta y conseguir el abaratamiento del suelo, ha resultado ineficaz prácticamente siempre.

Cabe, sin embargo, preguntarse si el mismo fenómeno sucedería en el hipotético caso de que una ciudad se anexionara otra población vecina, si los valores de repercusión del suelo se igualarían. No tenemos ejemplos recientes de este tipo de escenario; lo que sí sabemos con seguridad es que, cuando una infraestructura da accesibilidad a unos terrenos alejados, acercándolos al centro de la aglomeración, generalmente estos sufren un aumento de su precio de venta, al equipararlo al de los solares periféricos de la ciudad de referencia.[6]