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En un momento en el que la humanidad enfrenta una crisis de la verdad producida por la globalización y el empleo indiscriminado de la tecnología, Guillermo Hurtado nos enfrenta a la elemental búsqueda sobre qué es la verdad, interrogante esencial que ha ocupado antes a muchos filósofos y pensadores, pero que puede ser respondida desde una perspectiva distinta, especialmente si la reformulamos e intentamos dilucidar por qué nos debe importar. Sin realizar una extenuante revisión histórica, el objetivo de este libro es demostrar que los intentos por definir y hacer una teoría de la verdad —desde posicionamientos coherentistas, pragmatistas, deflacionistas, nihilistas, etc.— han resultado hasta ahora fallidos o insuficientes. Entonces, para responder a la pregunta sobre la verdad, el autor plantea no una definición sino una narración genealógica, no una teoría sino el desarrollo de una pedagogía moral de la verdad. La puesta en práctica de una pedagogía moral de la verdad ofrece alternativas variadas para vivir con ella de la mejor manera posible, alternativas ilustradas en la literatura hispánica —Don Quijote de la Mancha, La vida es sueño y El Criticón— con las que el autor explora temas como el miedo y el rechazo a la verdad y la confusión entre lo verdadero y lo falso. Hoy, que somos incapaces de distinguir entre lo artificial y lo natural o lo justo y lo injusto, Hurtado propone acortar la distancia entre la filosofía y la vida para, de ese modo, señalar los caminos que lleven desde las modalidades de la no-verdad hacia la verdad y reencontrarnos, así, con los impulsos originarios de la humanidad.
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Seitenzahl: 222
Veröffentlichungsjahr: 2024
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filosofía
Hurtado, Guillermo
Biografía de la verdad / Guillermo Hurtado. – México :
Siglo XXI Editores, 2024
142 p. ; 14 × 21 cm – (Colec. Filosofía)
ISBN: 978-607-03-1418-6
1. Verdad 2. Moralidad 3. Filosofía I. Ser. II. t.
LC B53 H87b
H9673b Dewey 121
© 2024, siglo xxi editores, s. a. de c. v.isbn: 978-607-03-1418-6isbn-e: 978-607-03-1419-3
© 2024, unam, instituto de investigaciones filosóficasisbn: 978-607-30-8961-6
este libro fue financiado con recursos del proyecto PAPIIT IA 400822
Índice
Prólogo
I. La intuición aristotélica: la verdad y el mundo
Dos preguntas sobre la verdad
Intuiciones y definiciones
La teoría de la verdad como correspondencia
Una encrucijada filosófica
La teoría semántica de la verdad
Primitivismo, deflacionismo y nihilismo
II. La intuición platónica: la verdad y el valor
La verdad como un modo del bien
La teoría de la verdad como rectitud
La teoría pragmatista de la verdad
Un desafío de Nietzsche
Estragos del nihilismo
III. Una genealogía de la verdad
¿Qué es el método genealógico?
Una genealogía negativa
Variedades de la ignorancia
La verdad dentro de la trama de las preguntas
Variedades del error
Las llaves de la verdad
IV. Facetas de la anti-verdad
Las dos dimensiones del concepto de verdad
Variedades del engaño
El vértigo de la mentira
Por qué no se puede mentir siempre
Moralidad y veracidad
El derecho a la verdad
V. Moralejas barrocas sobre la verdad
Literatura y verdad
La confusión en Don Quijote de la Mancha
La tiranía del engaño en La vida es sueño
La resistencia a la verdad en El Criticón
Epílogo. La crisis de la verdad
Bibliografía
A Fanny
Prólogo
En alguna ocasión se le preguntó a Miguel de Unamu-no cuál era su religión. Su inesperada respuesta fue: “buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad”. En este ensayo empren-do esa misma búsqueda, aunque no con un cometido religioso, sino estrictamente filosófico.
Detrás del retruécano unamuniano se asoma el supuesto de que entre la vida –la vida humana, entiéndase– y la verdad hay un vínculo estrechísimo. No obstante, ese vínculo se ha perdido de vista en algunos momentos de la historia de la filosofía. Uno de los propósitos de este ensayo es volver a examinar la relación entre la verdad y la vida. Aclaro que no formularé una teoría o una definición. Mi aproximación será diferente; lo que haré será ofrecer una narración filosófica de la que extraeré algunas conjeturas y moralejas que nos permitan entender mejor el papel de la verdad en nuestras vidas. Para cumplir con ese objetivo decidí escribir un ensayo en vez de una monografía.
En el primer capítulo profundizo en una intuición sobre la verdad que se remonta a Aristóteles y que estriba en que la ver- dad consiste en decir de lo que es que es y de lo que no es que no es. En el segundo capítulo abordo otra intuición que se remonta a Platón y que manifiesta que la verdad es un modo del bien. Sostengo que ambas intuiciones son igualmente indis- pensables para alcanzar una comprensión filosófica de la verdad. Después de examinar varias definiciones y teorías de la verdad, afirmo que no es por medio de definiciones más precisas o de teorías más sofisticadas como mejor podemos entender el concepto. También asevero que, para defender a la verdad de algunos de sus críticos más feroces, como Richard Rorty o Gianni Vattimo, nos conviene adoptar una estrategia distinta.
Para enfrentar los retos anteriores ofrezco una nueva genealogía de la verdad. El método genealógico que desarrollo es distinto al de Nietzsche o Foucault pues, mientras que ellos adoptaron el método para socavar a la verdad, yo lo uso para apuntalarla. El giro que doy al método consiste en plantearlo como una vía negativa, de tal manera que para entender a la verdad examino las diversas modalidades de la no-verdad.
En el tercer capítulo me ocupo del tránsito de la ignorancia y del error hacia la verdad. Sostengo que el concepto de verdad es un instrumento que nos permite distinguir entre las buenas y las malas respuestas que se dan a las preguntas sobre el mundo. El concepto de verdad, por lo mismo, surge dentro de una red de preguntas y respuestas, lo que le da un carácter dialógico. Más que una propiedad o una relación, la verdad es un proceso colectivo que nos permite, por así decirlo, ir ajustando las llaves con las que abrimos las puertas del mundo.
En el cuarto capítulo ofrezco una extensión del estudio genealógico del capítulo previo para entender el camino que nos lleva del engaño, la mentira, el secreto y el encubrimiento hacia la verdad. Sostengo que la verdad es un concepto bidimensional que regula las relaciones entre el ser humano y el mundo, y entre el ser humano con sus semejantes. Con respecto a la ética de la verdad, me alejo de una fundada en prohibiciones para inclinarme por una basada en recomendaciones recogidas por una pedagogía moral de la verdad.
En el quinto capítulo hago una lectura filosófica de tres obras clásicas de la literatura española del Siglo de Oro para buscar en ellas moralejas sobre cómo enfrentar la tarea de vivir con la verdad. Cada una de éstas aborda dificultades de nuestra relación con la verdad que son tan actuales hoy como hace cuatro siglos: la confusión entre la verdad y la mentira, la dificultad de separarlas y la resistencia a aceptar las verdades que nos incomodan.
Para concluir incluyo un breve epílogo en el que abordo la crisis actual de la verdad desde la posición filosófica desarrollada en este libro.
Cada época requiere una filosofía que le diga algo significativo a quienes viven en ella. En la filosofía del siglo XX predominó una actitud destructiva. La filosofía del siglo XXI debería adoptar una posición reconstructiva. Es menester reparar los conceptos clave de nuestra civilización para incorporarlos de nuevo a la trama de nuestra existencia. Por lo mismo, la filosofía actual no puede conformarse con decirnos qué es la verdad, sino que debe, además, ayudarnos a rencontrarnos con ella. Con esa intención he escrito este ensayo.
***
Un antecedente de este texto es el cuadernillo “Definición y moraleja de la verdad” publicado en 2017. Aquí reproduzco varios párrafos de aquella publicación, lo mismo que de algunos artículos aparecidos entre 2015 y 2022 en mi columna del periódico La Razón. En 2022 dirigí junto con Josu Landa un seminario en la UNAM que me ayudó a concretar mejor mis ideas. Las observaciones de José Manuel Cuéllar, Rafael Jiménez Cataño y Josu Landa me permitieron afinar mis propuestas. Fanny del Río me acompañó durante el proceso de redacción. Sin su estímulo no hubiera podido concluir este libro; por ello, y por muchas cosas más, le estoy agradecido.
I. La intuición aristotélica:la verdad y el mundo
Dos preguntas sobre la verdad
Aunque todo hablante competente del idioma español sabe usar la palabra “verdad”, hay ocasiones en que por curiosidad, ingenuidad o incluso por malicia alguien plantea la desconcertante pregunta: ¿Qué es la verdad? Esta interrogante nos invita a emprender una reflexión filosófica sobre la verdad, asunto legendario del cual se han escrito bibliotecas enteras y seguramente se seguirán escribiendo muchas más.
Es impresionante constatar la fidelidad milenaria que la filosofía le guarda a sus preguntas. No obstante, ha habido veces en que la filosofía se torna impaciente con ellas. En el siglo anterior –siglo impaciente, si lo hubo–, Wittgenstein sostuvo que la filosofía se apropia de palabras de uso común para plantear preguntas sin sentido que, por una suerte de embrujo lingüístico, capturan fatalmente nuestra imaginación. Una pregunta legítima debe tener respuesta en el horizonte. Hay preguntas específicas sobre la verdad de algo que tienen sentido –por ejemplo, la de si para una persona es verdad lo que le contó ayer la vecina–, pero de ahí a preguntarse qué es la verdad hay un largo trecho repleto de confusiones. Esta pregunta nos introduce en un laberinto de enredos conceptuales en vez de ayudarnos a resolver los problemas genuinos sobre la verdad que enfrentamos en el día a día.
En este ensayo no seguiré al crítico wittgensteniano e intentaré ofrecer una respuesta filosófica sobre qué es la verdad. Sin embargo, lo haré de manera atípica. Para trazar la diferencia entre mi aproximación y la más tradicional distinguiré la pregunta ¿Qué es la verdad? de ¿En virtud de qué es verdadero lo verdadero? En este capítulo examinaré algunas de las respuestas que se han ofrecido a la segunda interrogante, que aquí llamaré la pregunta metafísica de la verdad, y concluiré que éstas nos llevan a callejones sin salida. Sin embargo, más adelante sostendré que la pregunta original ¿Qué es la verdad?, tiene una respuesta filosófica legítima, siempre y cuando no pretenda también contestar, de manera tradicional, la pregunta metafísica posterior. Para llegar a esta conclusión haré un apretado recorrido por algunos momentos de la historia de la filosofía, comenzando con Aristóteles.
Intuiciones y definiciones
En su Metafísica, Aristóteles formuló una respuesta a la pregunta de qué es la verdad que se ha convertido en el núcleo del concepto tal como se preserva en Occidente. La cita es la siguiente: “la verdad es decir de lo que es que es y de lo que no es que no es” (Metafísica, IV 7, 1011b25-29). Llamaré a esta idea la intuición aristotélica. Aristóteles aclaró que esa idea no fue una estipulación o un descubrimiento suyo, sino una concepción sobre la verdad suscrita por otros autores. No obstante, hay que señalar que en aquellos tiempos esa intuición sobre la verdad todavía no era un lugar común, ya que la palabra alétheia tenía una diversidad de significados. Este asunto histórico-filológico es interesante pero no me ocuparé aquí de él. Lo único que me importa subrayar es que la intuición aristotélica ha sido considerada por muchos filósofos como la base para cualquier definición adecuada de la verdad. Obsérvese que no afirmo que la intuición aristotélica sea una definición de la verdad. Y es que, como veremos, por sólida que sea dicha intuición, entre ella y las definiciones de la verdad que se han ofrecido hay una considerable distancia.
¿Qué se espera de una definición de la verdad? Lo primero es que debe ofrecer una respuesta exacta a la pregunta de qué es la verdad, es decir, el definiens sólo debe utilizar los conceptos precisos para su cometido y no debe decir ni más ni menos de lo indispensable. Lo segundo es que no basta con que el definiens sea exacto en su formulación, sino que, además, debe ser esclarecedor, es decir, nos debe revelar qué es la verdad por medio de conceptos básicos, sencillos y claros. Cuando adoptamos ambos criterios la intuición aristotélica ya no parece aceptable como una definición de la verdad. Hay que decir más y decirlo mejor, y esta exigencia de mayor exactitud y comprensión también parece empujarnos hacia la pregunta metafísica.
Algunos filósofos distinguen la definición nominal de la definición real; la primera nos da el significado del nombre de una cosa, mientras que la segunda nos dice lo que la cosa es en realidad. La definición nominal casi siempre es la coloquial, mientras que la definición real casi siempre es la teórica. En el caso de la verdad, la primera definición responde a la pregunta de qué significa normalmente decir que algo sea verdadero. La exigencia de contar con una definición teórica de la verdad, en cambio, supone la pregunta metafísica de qué es lo que hace que algo sea verdadero. Para entender mejor las distinciones que he trazado, tomemos el caso de la definición de “agua”. La palabra “agua” se define nominalmente, es decir, coloquialmente, como un líquido sin olor, color ni sabor presente en los mares, ríos y lagos o se define realmente, es decir, teóricamente, como el compuesto de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, a saber, H2O. Ningún hablante del español acude al diccionario para aprender la definición nominal de agua: ya la sabe, puesto que la bebe y se moja en ella. Por ello, casi todos los diccionarios monolingües nos ofrecen, además, la definición real de “agua”, que es la que no siempre conocen o recuerdan algunos hispanoparlantes. De manera análoga, se diría que nadie aprende el significado de la palabra “verdad” al leer un diccionario. La palabra se aprende antes de saber leer. Por ello, un diccionario que sea de utilidad no sólo debería ofrecernos la definición coloquial del término, sino su definición teórica, igual que como hace con la palabra “agua”. No basta con saber qué es la verdad –objetivo de la definición coloquial–, sino que hay que saber –misión de la definición teórica– algo más: qué hace que lo verdadero sea verdadero. Diríase que esta segunda pregunta es más ambiciosa, ya que su respuesta requiere de una teoría filosófica, así como la definición teórica de “agua” precisa de una teoría química.
Podemos ahora comenzar a entender por qué dentro de la filosofía se hace una transición de una intuición a una definición y de ésta a una teoría. Un ejemplo clásico de una teoría filosófica de la verdad basada en la intuición aristotélica es la de santo Tomás de Aquino. Esta teoría sostiene que un juicio es verdadero en virtud de una relación de adecuación entre el pensamiento y el mundo. Un teórico de la adecuación sostiene que para esclarecer la intuición aristotélica hay que explicar la frase “decir de” presente en su formulación más común. Y es que lo que la intuición aristotélica, en su forma de “decir de lo que es que es y de lo que no es que no es”, da a entender que lo que es verdadero o falso es lo que se dice. Lo verdadero no lo que es y lo falso tampoco lo que no es; lo verdadero consiste en decir de lo que es que es y de lo que no es que no es. Si nadie dijera nada, entonces no habría verdad ni falsedad. El mundo sería el mismo, el césped sería verde y la nieve blanca, pero no habría lo verdadero ni lo falso. En resumen, lo verdadero y lo falso no están en el mundo por sí mismo ni en los humanos por sí mismos, sino en lo que los humanos dicen sobre el mundo. Mas no sólo atribuimos verdad a lo que se dice –ya sea que se exprese de manera verbal o escrita–, sino a lo que se piensa, aunque no se diga en voz alta ni se escriba. Es más, podría afirmarse que si los sonidos que salen de nuestra boca y los símbolos que escribimos sobre un papel son verdaderos o falsos es porque los pensamientos expresados por dichos sonidos y garabatos son verdaderos o falsos. Por ello, santo Tomás sostiene que la verdad está en lo que él llama el “intelecto humano activo”, es decir, la verdad es una propiedad de los juicios asertóricos, o sea de los actos mentales que componen o dividen conceptos. De esa manera, alrededor de la intuición aristotélica de la verdad se construyó la teoría de que un juicio es verdadero en virtud de su adecuación con el mundo. Esta teoría –resumida en la fórmula latina de que la verdad es adaequatio rei et intellectus– pone el acento en la relación de adecuación que hay entre el juicio y aquello en el mundo que lo hace verdadero.
El diccionario de la Real Academia Española define “verdad” como: “Conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente”. ¿Estamos ante la definición nominal de “verdad” o ante la definición real? Diría que estamos ante la segunda, porque los autores del diccionario siguen de cerca la definición de verdad que ofreció santo Tomás en su opúscu-lo Sobre la verdad. Es curioso que el diccionario ofrezca una definición basada en una doctrina filosófica, una entre otras, e incluso podría decirse que su parcialidad filosófica responde al hecho de que el tomismo ha sido la ideología educativa predominante en España y que, por ello, la gente entiende por “verdad” lo que le enseñaron en la escuela. Sin embargo, la definición citada resulta poco clara. Cuando uno busca en el diccionario el significado de “conformidad”, se encuentra con una lista de acepciones que no ayuda a entender en qué sentido la verdad es una “conformidad”. También llama la atención que se haya elegido esta palabra en vez de otras que proceden de santo Tomás, como las de “adecuación” o “concordancia”. Además, los otros elementos de la definición también resultan intrigantes. Según el diccionario, la conformidad en la que consiste la verdad se da entre “las cosas” y “el concepto que de ellas forma la mente”. Pero ¿qué son esas cosas? ¿Qué es ese concepto? El usuario del diccionario está obligado a consultar un manual de filosofía tomista para entender la definición de “verdad”. Podría responderse que sucede lo mismo con la acepción de “agua” como H2O; el usuario debe consultar un manual de química orgánica para entender qué es una molécula y qué significa que una molécula esté compuesta por dos átomos de un elemento y por un tercer átomo de otro. Sin embargo, el diccionario no se limita a definir el agua como H2O, sino que repite además lo que todos sabemos: que el agua es el líquido sin color, olor y sabor que se encuentra en los ríos, lagos y mares, y para entender eso no hace falta consultar un manual. Lo que esto muestra es que la definición teórica de la verdad que ofrece el diccionario sirve poco para entender qué es la verdad, la respuesta a esta pregunta queda envuelta en un velo metafísico.
Consultemos otro diccionario para que no se piense que somos parciales. El Diccionario del español deMéxico define la verdad como: “Correspondencia del juicio, el concepto o la proposición que elabora una persona acerca de un objeto, un acontecimiento o un acto, con la realidad o la naturaleza del mismo”. A diferencia del diccionario peninsular, que define a la verdad mediante el concepto de “conformidad”, el mexicano utiliza el de “correspondencia”, que también es teórico, salvo que pertenece a otra teoría, la llamada “teoría de la corres- pondencia”. ¿Acaso esta discrepancia está basada en una diferencia en el uso de la palabra “verdad” en ambos lados del océano? ¿Acaso los mexicanos entienden a la verdad como correspondencia, mientras que los españoles lo hacen como conformidad?
Me parece que la cuestión va en otro sentido. Así como el diccionario español acusa la influencia perdurable de la filosofía tomista, el diccionario mexicano lo hace de la filosofía anglosajona reciente. El concepto de correspondencia ha sido elegido en la comunidad anglosajona para regimentar la intuición aristotélica bajo parámetros teóricos distintos a los de la escolástica tomista. Sin embargo, como veremos, la relación de correspondencia tampoco resulta de gran ayuda para comprender qué es la verdad.
La teoría de la verdad como correspondencia
La teoría de la correspondencia es una especie de versión modernizada de la teoría de la adecuación. La diferencia es que mientras la segunda se enfoca en la verdad de lo que pensamos, la primera lo hace en la verdad de lo que decimos.
Una teoría de la verdad como correspondencia debe ser capaz de responder las siguientes preguntas: ¿Qué son los portadores de verdad? ¿Qué son los hacedores de verdad? ¿Qué es la correspondencia? La primera pregunta requiere una teoría del lenguaje que nos diga en qué consiste que algo tenga sig-nificado proposicional y, por lo mismo, pueda ser verdadero o falso. La segunda requiere una ontología que nos diga qué tipo de entidades determinan que un portador de verdad sea verdadero. La tercera requiere una teoría metafísica sobre la re- lación que existe entre el lenguaje y el mundo. No es poco lo que se le pide a una teoría de la correspondencia.
Un portador de verdad es aquello que puede ser verdadero. Recordemos que, según la intuición aristotélica, ni el césped ni la nieve son verdaderos, lo que puede ser verdadero es lo que se dice de ellos: que el césped es verde o la nieve es blanca. Algunos sostienen que los portadores de verdad son aseveraciones que hacemos todos los días y otros que más bien son proposiciones abstractas. Más allá de ese debate, la tradición filosófica ha subrayado que una característica esencial de los portadores de verdad –cualquiera que sea su naturaleza– es que expresan, representan o describen aquello por lo cual son verdaderos. Dicho en pocas palabras, los portadores de verdad deben tener un significado. Aquello que significan es lo que determina que sean o no verdaderos.
Un hacedor de verdad es aquello en el mundo que hace que un portador de verdad sea verdadero. Por ejemplo, diríamos que el hecho de que Simone de Beauvoir fue una filósofa es lo que hace verdadero al enunciado “Simone de Beauvoir fue una filósofa”, ese hecho específico es el hacedor de verdad del enunciado. El ejemplo anterior es sencillo, pero las cosas se complican cuando nos preguntamos sobre los hacedores de verdad de otros tipos de portadores de verdad; por ejemplo, aquellos que denotan totalidades, como los enunciados que nos dicen que “Todos los X son Y”, o que denotan una suerte de ausencia de hechos, como “Ningún X es Y”, o los que denotan objetos indeterminados, como “Un X es Y”. En esos casos no es fácil decidir cuál es el hacedor de verdad en cuestión.
La correspondencia entre los portadores de verdad y los hacedores de verdad es una relación abstracta y ello dificulta sobremanera nuestra comprensión de ella. Hay que aclarar que la correspondencia se da entre dos tipos de entidades espe-cíficas. Por ejemplo, la palabra “castillo” no corresponde con nada, ni siquiera con un castillo. La relación entre la palabra “castillo” y los castillos no es la de correspondencia, es la de denotación. Una palabra no es verdadera ni falsa. Para que un símbolo escrito sea verdadero o falso debe decirnos cómo es el mundo y, por lo mismo, poder acertar o fallar en su mensaje. El enunciado “El castillo está en la colina”, en cambio, sí es un portador de verdad y, por ello, puede corresponder a un estado de cosas en el mundo que lo haga verdadero. Supongamos que hay un castillo en la colina y que, por lo mismo, el enunciado sea verdadero. El éxito del enunciado se debe a que dice de manera correcta cómo es el mundo. Para explicar este fenómeno requerimos aceptar una noción como la de representación. El enunciado debe representar el hecho. Y para ello, como subrayaban los atomistas lógicos, es razonable asumir que haya un isomorfismo entre ambos, es decir, la estructura de los enunciados debe coincidir de alguna suerte con la estructura de los hechos. El ideal filosófico del lenguaje perfecto –planteado por filósofos como Leibniz y Russell– es el de un lenguaje cuya estructura lógico-sintáctica coincide a la perfección con la estructura ontológica del mundo.
Una objeción muy común a la teoría de la correspondencia es que nos hace proyectar en el mundo la estructura y los componentes básicos de los enunciados. Para saber cómo es el hecho que supuestamente hace verdadero a un enunciado necesitamos saber antes cómo es el enunciado. Por ejemplo, se supone que el enunciado “Montevideo está al sur de Buenos Aires” representa un hecho relacional conformado por Montevideo, Buenos Aires y la relación geográfica de localizarse en el sur. Esta correspondencia resulta tan exacta que parece demasiada coincidencia. Es difícil no sospechar que hay un truco escondido: nosotros postulamos los hacedores de verdad a la imagen y semejanza de los enunciados que asumimos como verdaderos sobre ellos. Supongamos que no existiera el lenguaje. ¿Seguirían existiendo los hacedores de verdad? ¿Tendrían la misma estructura? Se ha respondido que no tenemos modo de saber cómo sería el mundo sin el pensamiento y el lenguaje. Por lo mismo, no podemos descartar la sospecha filosófica de que somos nosotros, los hablantes de cada lenguaje, quienes cortamos el mundo a la medida para que nuestras oraciones verdaderas encuentren sus correlatos. Y afirmar lo anterior no implica que se niegue que exista un mundo independiente del pensamiento y tampoco implica negar el supuesto de que la verdad de un enunciado depende de cómo es el mundo. Lo que se niega es que el mundo esté compuesto de un conjunto de entidades llamadas “hechos” que coinciden con el conjunto de oraciones verdaderas de un lenguaje.
Además de la objeción anterior, hay otra no menos fundamental que consiste en sostener que no es evidente, más allá de los casos simples, que todos y cada uno de los enunciados verdaderos correspondan, en efecto, con un hecho. Se han planteado, por lo menos, cuatro ejemplos del problema anterior: 1] ¿Qué hechos hacen verdaderos a los enunciados sobre el pasado y el futuro? Si hay hechos pasados y futuros, ¿cómo seguir afirmando que el pasado ya no es y el futuro aún no es?; 2] ¿Qué hecho hace verdadero al enunciado “Un triángulo tiene tres lados”? Este enunciado, al igual que todos los llamados “enunciados analíticos”, parece ser verdadero por el significado mismo de la palabra “triángulo”, es decir, su verdad no depende de algún hecho del mundo; 3] ¿Qué hecho hace verdadero al enunciado “Emma Bovary fue esposa de Charles Bovary”? Como Emma Bovary es un personaje ficticio, no hay un hecho que lo haga verdadero, pero tampoco parece que el enunciado sea falso o que carezca de valor de verdad. Estas dificultades, y otras más que se han planteado, tienen que ser puntualmente resueltas por quienes defiendan la teoría de la correspondencia. El reto ha probado ser mayúsculo. No debe extrañarnos, por lo mismo, que sean pocos los filósofos que sigan sosteniendo hoy en día que la teoría de la correspondencia es la mejor respuesta a la pregunta de qué hace que algo sea verdadero.
Una encrucijada filosófica
Hemos visto cómo la búsqueda por una definición de verdad ha desembocado en la construcción de teorías de la verdad, pe- ro ¿qué sucede si fracasa la teoría construida alrededor de una definición? ¿Acaso eso implica que la definición también es fallida? Y si eso fuera así, ¿por qué resulta equivocada una definición? ¿Por no haber sabido capturar de manera correcta la intuición original? ¿O porque esa intuición es la que estaba equivocada?
Las respuestas a estas preguntas dividen la historia de la filosofía en dos.