Confía en mí - Helen Bianchin - E-Book

Confía en mí E-Book

Helen Bianchin

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Beschreibung

Cuando Stephanie aceptó hacerse cargo de ese trabajo, supo que tendría que negociar con Raoul Lanier, el poderoso heredero de un imperio, hombre implacable, dueño de una irresistible sensualidad. Stephanie intentó ignorar la súbita atracción que surgió entre ambos. Tenía que concentrarse solamente en la hábil capacidad negociadora del señor Lanier, ¡no en sus técnicas amatorias! Después de todo, tenían entre manos un importante contrato. Pero luego quedó claro que el único contrato que le importaba a Raoul era... ¡el matrimonio!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2000 Helen Bianchin

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Confía en mí, n.º 1203 - enero 2016

Título original: The Husband Assignment

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8029-0

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

RAOUL Lanier respondió con una inclinación de cabeza al rutinario saludo de despedida de la atractiva azafata.

La atención que le había dispensado durante el largo vuelo internacional fue bastante más cálida, comparada con la cortesía profesional dedicada a sus compañeros de viaje.

Habría sido una diversión interesante si los encuentros sexuales fortuitos formaran parte de su agenda personal, pensaba Raoul mientras entraba en el edificio principal del aeropuerto.

Como hijo mayor, y heredero de una parte de la fortuna de millones de dólares, a temprana edad había adquirido una personalidad mezcla de precaución y cinismo.

Sus genes europeos lo habían bendecido con una envidiable estatura, un cuerpo bien estructurado y atractivos rasgos faciales, que siempre provocaban una segunda mirada en los demás. Su vestuario, de excelente calidad, completaba una combinación de atractivos muy deseables para las mujeres de todas las edades.

Cualidades que eran una ventaja y una maldición, reconoció pensativo mientras se acercaba a la cinta transportadora.

Una vez rescatado el equipaje, tras consultar su reloj, advirtió que disponía de dos horas para pasar por la aduana, tomar un taxi hasta su hotel, ducharse y cambiarse de ropa, antes de comparecer a la reunión de negocios programada para ese día.

El objeto principal de su visita a Australia consistía en estudiar la posibilidad de establecer en Sidney una filial de la multinacional Lanier. Iba con el ánimo dispuesto a cerrar el trato si las propuestas finales satisfacían sus demandas.

Y eso no sería tan sencillo, puesto que era un experto negociador, cuya estrategia era reconocida y elogiada por sus asociados.

Al cabo de un rato, Lanier salía a la soleada calle en busca de un taxi.

Tras indicarle al conductor el nombre del hotel, se reclinó en el asiento y se entregó a un silencio contemplativo.

La reunión de esa tarde era importante. Su estrategia consistiría en presentarse como una persona que no se comprometía a nada y luego ausentarse de la escena durante varios días. Estaría localizable solo a través del teléfono móvil en Queensland, Golden Coast.

Más tarde, su pensamiento derivó a la familia con una cierta preocupación.

Se sentía muy unido a sus dos hermanos. El menor, Sebastian, casado recientemente, se encontraba en Europa con su esposa.

Michel era el motivo de su preocupación. Tras solo seis meses de matrimonio, la pareja estaba en crisis. Seis semanas atrás, la esposa de Michel se había marchado de Nueva York para participar en una película que se filmaba en los estudios de la Warner Brothers en Gold Coast.

Tras unas reuniones importantes en Europa, Michel había seguido a Sandrine a Australia con el fin de negociar una reconciliación. Raoul sospechaba que su hermano intentaría utilizar los problemas económicos de la filmación como una ventaja para conseguir sus propósitos.

Los hermanos Lanier poseían una considerable fortuna personal, así que invertir unos pocos millones de dólares en una película, no iría en detrimento del presupuesto de Michel.

Raoul miraba los altos edificios que se perfilaban a la distancia. Conocía Sidney y le gustaba la belleza de su asombrosa y moderna arquitectura. Era una ciudad joven comparada con las de Francia, su país de origen.

Vivía en Auteuil en un lujoso piso de dos plantas, con suelos de mármol, alfombras persas, mobiliario antiguo y objetos de arte.

Nacido y criado en París, se licenció en una de las universidades más prestigiosas del país y de inmediato ingresó en la empresa como uno de los miembros ejecutivos más jóvenes.

Raoul esbozó una leve sonrisa al recordar sus primeros tiempos, tutelado bajo el ojo de águila de su padre. Henri Lanier había sido un maestro implacable, pero equitativo.

En la actualidad, presidía la multinacional, asesorado por Michel y por él, con iguales responsabilidades. Por su parte, Sebastian había estudiado Derecho. Compartía el ejercicio de la profesión con la escritura y hacía poco había publicado su primera novela.

El taxi se detuvo a la entrada del hotel Sheraton situado muy cerca del mar.

Mientras Raoul le pagaba al taxista, un botones se hizo cargo del equipaje.

Una vez en su habitación, bebió agua mineral, y después de ordenar el almuerzo en su habitación, se entregó a la tarea de deshacer el equipaje, ducharse y hacer llamadas telefónicas.

Después del almuerzo, se vistió, ordenó los documentos en una cartera y, tres minutos pasadas la dos de la tarde, bajaba al vestíbulo.

La reunión estaba fijada para la dos, pero Raoul sabía muy bien que la estricta puntualidad era sinónimo de ansiedad, nada aconsejable cuando una gran inversión estaba en juego.

La reunión duró la mitad del tiempo previsto, porque Lanier planteó exigencias e instrucciones claras que no dejaron la menor duda sobre quién controlaba la situación.

Más tarde, se retiró a su habitación para trabajar en el ordenador portátil y hacer unas llamadas telefónicas, una de ellas a Michel, para anunciarle que llegaría al día siguiente.

Sus planes para el resto del día comprendían un paseo al aire libre para estirar las piernas, una cena ligera, un par de horas en el ordenador y finalmente un buen sueño reparador.

El interfono sonó en el despacho de Stephanie.

–Michel Lanier ha llegado –anunció una voz.

–Hazlo pasar dentro de un minuto, Isabel –pidió a su secretaria.

Le gustaba su trabajo porque era bien pagado y ofrecía muchas ventajas. Además se sentía satisfecha de que su gestión, basada en su experiencia cinematográfica y olfato para captar el interés del público, aumentara la venta de localidades en los cines y por tanto las ganancias de los estudios, que a la postre eran los inversores.

En esos días, su actividad se concentraba más que nada en una película que se había excedido del presupuesto, y agotados todos los medios de financiación, el estudio había decidido suspender el rodaje.

Sin embargo, el marido de la actriz y modelo Sandrine Lanier, con un pequeño papel en el film, estaba dispuesto a aportar una considerable suma de dinero para salvar el proyecto.

Stephanie guardaba unos documentos en una carpeta cuando oyó que golpeaban a la puerta.

–Los señores Michel y Raoul Lanier –anunció la secretaria antes de retirarse.

Stephanie, de pie ante su escritorio, le dedicó una amable sonrisa a Michel.

–Tomen asiento, por favor –dijo al tiempo que indicaba sendos sillones de piel.

–Mi hermano ha querido estar presente en la reunión. ¿Hay alguna objeción? –preguntó Michel.

–Por supuesto que no.

Michel hizo las presentaciones.

–Stephanie Sommers. Raoul Lanier.

Michel Lanier era muy atractivo, alto y de cabello oscuro. Sin embargo, aunque bastante parecido a su hermano, Raoul Lanier era más alto, también de cabello oscuro, ojos grises y una boca sensual, capaz de desafiar el equilibrio mental de cualquier mujer. Stephanie no pudo evitar pensar que esa boca también podía convertirse en una dura línea, casi cruel.

La presencia del hermano le hizo dudar de que Michel Lanier fuera el único participante en la inversión destinada a salvar la película en la que aparecía su mujer.

–Stephanie –Raoul le estrechó la mano formalmente, aunque ella prefirió ignorar un leve matiz burlón en la sonrisa del hombre.

La joven ejecutiva se dijo que la corriente sensual que sintió en su piel al contacto de esa mano era solo producto de su imaginación.

–Señor Lanier –respondió fríamente.

Con una ceja alzada y una leve sonrisa, el hombre señaló a su hermano.

–Evitemos las formalidades. Prefiero que me llame Raoul, en vez de señor Lanier, para que no haya confusiones con mi hermano.

Su acento era suave, pero la profundidad y entonación de su voz despertaron de inmediato los mecanismos de protección en Stephanie.

Tenía encanto sin lugar a dudas. La sensualidad que emanaba de su persona, junto a su aspecto físico y su dinero, no podía ser menos que letal para una mujer.

Con movimientos deliberados, Stephanie se sentó en el sillón detrás del escritorio. Era una posición de poder, y ella lo sabía.

–Hemos elaborado el presupuesto que nos pidió y creo que lo encontrará satisfactorio –dijo dirigiéndose a Michel. Deliberadamente ignoró al hermano–. Intentaremos invertirlo en la promoción de la película. Desde luego que no podemos comenzar dicha promoción hasta que no acabe el rodaje. Los promotores de ventas asistirán a una proyección privada y luego discutirán los aspectos que habría que realzar para atraer la atención del público. Pensamos que sería una buena idea incluirlo a usted en la campaña publicitaria, como inversor y como marido de Sandrine. Confío en que la idea será de su agrado –terminó con una sonrisa meramente profesional. Al ver que Michel no respondía, explicó–: Todo esto forma parte de nuestra oferta a fin de proteger su inversión. ¿Tiene alguna pregunta que hacer al respecto?

–¿Tiene otra cita después de esta? –preguntó Raoul suavemente.

Stephanie consulto su reloj y se puso de pie.

–Sí. Siento no disponer de más tiempo –dijo mientras le tendía un sobre a Michel–. Cuando haya examinado estos documentos, no dude en llamarme por si tiene alguna pregunta o sugerencia que hacer.

–Me gustaría continuar discutiendo el tema para aclarar ciertos puntos –intervino Raoul–. ¿Digamos a la hora de cenar, esta noche? Michel y Sandrine estarán presentes. Me hospedo en el Sheraton Mirage. ¿Quedamos a las seis y media en el vestíbulo?

–Lo siento mucho, pero no me será posible –contestó Stephanie al tiempo que intentaba ocultar la molestia que le producía el tono autoritario del hombre.

–¿Es una cita tan importante como para no poder cancelarla por un asunto de trabajo?

–Debo recoger a mi hija en la guardería dentro de media hora, llevarla a casa y cuidar de ella, señor Lanier.

Raoul entornó los ojos.

–¿No le es posible contratar una canguro?

Stephanie sintió el impulso de propinarle un puñetazo por entrometerse en su vida privada.

–A esta hora es bastante difícil –contestó secamente.

–Inténtelo, Stephanie.

Molesta por la autoridad que emanaba de ese hombre, le costó sobremanera morderse la lengua y no mandarlo al diablo ahí mismo. Michel Lanier era un hombre rico, aunque Stephanie presentía que parte de su inversión procedía de la multinacional Lanier. Y en ese caso Raoul Lanier tenía legítimo derecho a participar en las negociaciones de su hermano.

Stephanie abrió la puerta del despacho.

–¿Me excusan un momento?

Los dos hombres salieron, aunque segundos antes, un par de ojos grises la miraron con una chispa socarrona. A su vez, ella le devolvió una punzante mirada, cargada de ira.

Cerró la puerta detrás de ellos e inmediatamente llamó a Sarah, la joven estudiante que solía cuidar a la niña en su ausencia.

Unos cuantos minutos más tarde, salía a la recepción, muy consciente de la mirada aprobatoria de Raoul mientras se acercaba a ellos.

–A las seis y media, en el vestíbulo del Sheraton Mirage –confirmó sin el menor entusiasmo.

Raoul le dedicó una fugaz mirada burlona.

–Aquí está el número de mi teléfono móvil –dijo al tiempo que le tendía una tarjeta.

Alzando una ceja deliberadamente, ella tomó la tarjeta sin tocar los dedos del hombre. Y de inmediato, volvió a su despacho.

Eran casi las cinco. Por tanto tenía poco más de una hora para recoger a Emma, conducir hasta Mermaid Beach, bañar y darle de cenar a su hija y luego ducharse, vestirse, dejar instrucciones a la canguro y marcharse.

Stephanie se puso un vestido negro ajustado. A continuación, unos cuantos toques de cepillo en los rubios cabellos acomodaron el juvenil peinado que solía llevar. Tras examinar su maquillaje, agregó un toque de color en las mejillas; unas gotas de Hermés, su perfume favorito, detrás de las orejas y en las muñecas finalizaron su arreglo personal. Por fin, se calzó unos zapatos negros de fino tacón y entró en la sala de estar.

–Adiós, cariño –dijo mientras abrazaba a su hija–. Sé una buena chica y obedece a Sarah– agregó al tiempo que se volvía a la canguro–. Si hay algún problema, llámame al teléfono móvil. En todo caso, no llegaré tarde. Y muchas gracias, Sarah. Te ruego que me perdones por haberte llamado a última hora –dijo sinceramente.

–No es ninguna molestia, Stephanie. Que te diviertas.

De eso no estaba segura. Mientras conducía por las calles céntricas, no cesaba de repetirse que la cena de esa noche sería estrictamente profesional.

¿Por qué no podía dejar de pensar que había sido claramente manipulada?

Con buena suerte, tardaría aproximadamente unos quince minutos entre Mermaid Beach y el hotel situado en Main Beach.

Era un hermoso atardecer de verano. Gold Coast había sido su hogar durante casi cuatro años. En ese tiempo había luchado denodadamente por dejar atrás el recuerdo de una relación rota, con la amargura añadida de que la razón del fracaso se debió a que el hombre de su vida le rogó que abortara porque, según él, un bebé sería una enorme responsabilidad que estropearía sus planes profesionales. Con una calma glacial, ella le había devuelto el anillo de compromiso y se había enfrentado a una nueva vida.

No había sido fácil labrarse un futuro. Pero la presencia de Emma en su vida le probaba diariamente que el esfuerzo había valido la pena. Era una niña adorable, la viva imagen de ella de pequeña, con sus suaves rizos rubios rojizos.

Una débil sacudida la sacó de sus pensamientos. Tuvo que salir del coche a mirar. Justo lo que necesitaba. ¡Un pinchazo en una rueda!

Tras proferir una maldición, se dispuso a cambiarla. Esa era una de las ocasiones en que gustosamente habría olvidado su autosuficiencia femenina para delegar el problema a la pericia técnica de un hombre.

Claro que ningún coche se detuvo a auxiliarla y tuvo que hacer el trabajo sola.

Cuando hubo acabado, con los dedos sucios de grasa, echó un vistazo al reloj. Levaba un retraso de diez minutos. Una vez dentro del coche, después de limpiarse las manos con unos pañuelos de papel, marcó el número del móvil de Raoul.

Al segundo timbrazo oyó la voz del hombre. Tardó menos de un minuto en identificarse, explicar lo sucedido, excusarse y cortar la comunicación, antes de que él pudiera hablar.

Cinco minutos más tarde, Stephanie estacionaba el coche en el aparcamiento subterráneo del hotel y luego tomaba el ascensor que la conduciría al vestíbulo.

De inmediato, vio a Raoul, impecablemente vestido y peinado.

Mientras se acercaba, él se volvió y la examinó apreciativamente de pies a cabeza.

Ella echó los hombros hacia atrás y sonrió con simpatía. Estaba acostumbrada a manejar cualquier situación. Era difícil que alguien o algo le hiciera perder la compostura.

–Sandrine. Michel –saludó con naturalidad cuando se unió al grupo–. Raoul siento mucho haberme retrasado –agregó cortésmente.

«Tú debes llevar el control», le ordenó una voz interior.

–¿Entramos?

Mientras se hacían paso entre las mesas del comedor, intentó ignorar el escalofrío que le recorría la espalda, bajo la mirada de esos ojos grises entornados.

Raoul Lanier era un hombre cuya riqueza y poder eran envidiados en la esferas de las finanzas. Sin embargo no le interesaba el hombre como persona, intentó convencerse a sí misma.

Entonces, ¿por qué en ese momento sentía la inseguridad de una niña de siete años en vez de confianza en sí misma, como correspondía a una mujer de veintisiete como ella?