Bodas de hiel - Sara Craven - E-Book
SONDERANGEBOT

Bodas de hiel E-Book

Sara Craven

0,0
3,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Laine había esperado a su guapísimo marido en la noche de bodas… Pero Daniel no la amaba; sólo se había casado con ella para cumplir la promesa de cuidarla. Dos años después, sin dinero y muy vulnerable, Laine tenía que enfrentarse de nuevo a Daniel. Pero esa vez él tenía intención de tener la noche de bodas que deberían haber compartido entonces. No quería una esposa… sólo quería acostarse con Laine.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 223

Veröffentlichungsjahr: 2020

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Sara Craven

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Bodas de hiel, n.º 1

Título original: Innocent on Her Wedding Night

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-722-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CUANDO el ascensor comenzó a subir hacia el cuarto piso, Laine Sinclair dejó en el suelo la pesada bolsa de viaje, estiró los dedos agarrotados y se apoyó en la pared. Había llegado hasta allí impulsada sobre todo por la rabia y la decepción, pero en aquel momento, cuando estaba a punto de encontrar refugio, las fuerzas la estaban abandonando, y su cuerpo acusaba el desfase horario, debido al vuelo, y el dolor del tobillo, a pesar de la venda.

«Ya estoy en casa», pensó mientras se pasaba la mano por el pelo. Casa, baño y cama. Sobre todo cama. Tal vez se preparara antes algo caliente para beber. Probablemente no.

No habría nadie en el piso. Jamie estaría trabajando, y aquel día no le tocaba ir a la mujer de la limpieza. Así que nadie la mimaría, por mucho que lo necesitara. Pero habría una paz y una tranquilidad totales para poder dormir y aliviar la tensión antes de que comenzara el interrogatorio que ya se imaginaba: «¿Por qué has vuelto?». «¿Qué ha pasado con el negocio de alquilar el barco?». «¿Y dónde está Andy?». Tendría que responder en algún momento a ésas y a otras preguntas, pero ya se preocuparía de ello a su debido tiempo. Y al menos Jamie, debido a los altibajos de su vida laboral, no le diría: «Ya te lo advertí».

El ascensor se detuvo. Laine se echó la bolsa al hombro y salió al pasillo haciendo una mueca de dolor a causa del tobillo. Buscó la llave en el cinturón de viaje. No había sido su intención llevársela. Tenía que haberla dejado, como símbolo de su antigua vida. No la iba a necesitar en un barco.

Entró en el piso, dejó la bolsa y echó una mirada al amplio cuarto de estar que, junto a la cocina que había enfrente, constituía el territorio neutral de la casa. Los dos dormitorios, uno frente al otro, se regían por leyes de estricta intimidad. Era un sistema que funcionaba bien.

Observó que la casa estaba inusualmente limpia. No había las botellas vacías, los periódicos arrugados ni los envases de comida para llevar que acompañaban a su hermano en la vida diaria cuando no estaba ella para evitarlo. Tal vez sus constantes reproches habían dado resultado. Al menos no tendría que abrirse camino para llegar a su inmaculado dormitorio. Pero a ese pensamiento le siguieron otros dos. Primero, que la puerta de su habitación estaba entreabierta, cuando debería estar cerrada y, segundo, que había alguien en ella.

«Bueno», pensó, «llevo más de un mes fuera. Quizá la señora Archer venga a otra hora y por eso está todo tan limpio».

Iba a decir algo, para anunciar que estaba allí, pero no llegó a pronunciar palabra, porque la puerta de su habitación se abrió del todo y un hombre totalmente desnudo salió por ella.

Laine gritó. Cerró los ojos y, apresuradamente, dio un paso hacia atrás, lo que hizo que chocara con la bolsa de viaje y se volviera a torcer el tobillo. Una punzada de dolor le recorrió el cuerpo de arriba abajo. El intruso dijo una frase en la que se mezclaban la blasfemia y la obscenidad y desapareció por donde había salido, mientras Laine se quedaba allí como si se hubiera vuelto de piedra y, en su cabeza, una vocecita asustada murmuraba: «¡No, oh no!». Porque había reconocido aquella voz. La conocía tan bien como la suya propia, aunque no creía que la volvería a oír. No había tenido tiempo de reconocer el cuerpo; además siempre lo había visto con algo de ropa. Sin embargo, no le cabía duda alguna de la identidad del intruso, por lo que, mientras agarraba la bolsa, decidió marcharse.

Se dirigía a la puerta cuando volvió a oír la voz del hombre.

–Elaine –su odiado nombre completo, pronunciado con cansado desdén–. Eres la última persona a quien esperaba ver. ¿Qué demonios haces aquí?

–¿Daniel? –se obligó a decir su nombre en voz alta–. ¿Daniel Flynn? –se volvió lentamente, con la boca seca, y observó aliviada que se había puesto una toalla en la cintura y que se apoyaba despreocupadamente en el quicio de la puerta. Pensó que no había cambiado mucho en dos años, por lo menos a primera vista. El pelo oscuro y despeinado seguía siendo más largo de lo convencional. La cara delgada e incisiva, de pómulos altos y labios bien modelados, seguía dejando sin respiración. El largo cuerpo era aún más fuerte de lo que ella recordaba, con las piernas interminables y el vello en el pecho que descendía en forma de flecha hacia el vientre plano.

Así que, a pesar de que él observaba unas rudimentarias reglas de decencia, no había nada por lo que sentirse aliviada. Todo lo contrario…

–No me lo puedo creer. Creí que no te volvería a ver –dijo ella en tono venenoso.

–Pues me has visto como no podías ni imaginar –la miró de arriba abajo con insolencia en sus ojos de color avellana y largas pestañas mientras agarraba unos vaqueros blancos y una camiseta azul oscuro–. Así es la vida.

–¿Qué haces aquí? –Laine alzó la barbilla con orgullo, tratando de no sonrojarse.

–Ducharme –su rostro bronceado emanaba hostilidad–. ¿No es evidente?

–Es igualmente evidente que no es eso lo que te he preguntado –se esforzó para que no le temblara la voz y para recuperar el control en aquella situación molesta e inesperada–. Lo que quiero saber es qué haces en esta casa.

–Eso te lo he preguntado yo primero. Creía que te habías ido a los cayos de Florida a trabajar.

–Sí, he estado trabajando en un negocio de alquiler de barcos –respondió ella con sequedad.

–Por eso quería saber qué haces aquí en vez de estar sirviendo daiquiris helados en cubierta.

–No tengo que darte explicaciones –dijo Laine con frialdad–. Lo único que tienes que saber es que he venido para quedarme. Así que vístete y sal de esta casa antes de que llame a la policía.

–¿Tengo que echarme a temblar y obedecerte? –la miró con desprecio–. Ni lo sueñes, cariño. Porque a menos que tu hermano me haya mentido, y, francamente, no creo que se haya atrevido, la mitad de este piso es suya, y ésa es la parte que estoy usando.

–¿Que estás usando? ¿Con qué derecho?

–He firmado un contrato de alquiler de tres meses.

–Lo has hecho sin mi permiso –el corazón le latía con fuerza.

–No estabas aquí –le recordó–. Y Jamie me aseguró que no volverías. Creía que tú y tu compañero de trabajo ibais a contemplar juntos las puestas de sol. ¿O entendió mal?

Sí, había entendido mal. Pero, entonces, Laine había pensado que lo más sensato era que Jamie lo creyera así.

–Ha habido un ligero cambio de planes.

–Ah –replicó él–, así que otro más que muerde el polvo. Espero que no lo conviertas en un hábito. Sin embargo, el acuerdo al que llegué con tu hermano es que la casa estaría a mi entera disposición durante su ausencia por su viaje a Estados Unidos.

–¿Ausencia? ¿Desde cuándo?

–Desde hace tres semanas –hizo una pausa–. Es un trabajo temporal.

–¿Por qué no me lo ha dicho?

–Pasó todo muy deprisa. Trató de ponerse en contacto contigo, pero no pudo localizarte. No contestaste a las llamadas telefónicas ni a los faxes que te envió a la oficina.

Se encogió de hombros, lo que hizo que ella dirigiera su atención, involuntariamente, a sus musculados hombros y a su cuerpo. Laine pensó que la toalla que llevaba era cortísima y que se le podía caer en cualquier momento. Optó por desviar la mirada.

–Suponiendo que ese dudoso acuerdo sea válido –dijo con los dientes apretados–, eso no explica que hayas salido de mi dormitorio.

–Pero es que ahora es el mío –dijo él con una sonrisa dura–. Al fin duermo en tu cama, cariño. Y hubo una época –añadió con voz suave– en que la idea parecía atraerte un poco.

–Eso fue antes de que me convirtiera en «una tramposa, una mentirosa y una bruja». Cito textualmente.

–Y con notable exactitud. Pero ocupar tu habitación no ha sido una elección voluntaria impulsada por la malicia. Ni tampoco por la nostalgia –añadió–. Sencillamente ha sido una cuestión de conveniencia.

–Sin embargo, comprenderás –continuó ella, como si no lo hubiera oído– por qué no quiero vivir bajo el mismo techo contigo, del mismo modo que no quería hace dos años.

–Veo que puede ser un problema.

–Me alegro de que estés dispuesto a ser razonable –estaba sorprendida–, por lo que espero que te traslades inmediatamente con tus pertenencias a un entorno más adecuado.

–¿A poder ser al infierno? –sonrió abiertamente–. No me has entendido, querida. El problema que pueda haber es tuyo, no mío, porque no me voy a marchar. Lo que tú decidas hacer, desde luego, es asunto tuyo.

–No puedes hacerme esto –lo miró consternada.

–Claro que puedo –se volvió a encoger de hombros mientras se ajustaba con gesto despreocupado la toalla.

–Pero en realidad no quieres vivir aquí.

–¿Por qué no? Salvo los cinco últimos minutos, ha sido muy agradable.

–¿Cómo soportas semejante humillación? –arrastró las palabras como si de pronto se hubiera dado cuenta de lo gracioso de la situación–. Al fin y al cabo, esto es un piso, no el elegante ático de un magnate de la industria editorial. Los grifos no tienen diamantes incrustados. No es un lugar para ti –hizo una pausa–, a no ser que la empresa haya quebrado desde que la diriges y lo único que puedas permitirte sea esto.

–Lamento decepcionarte –dijo sin traslucir emoción alguna–, pero la empresa va muy bien. Y estoy viviendo aquí porque me resulta conveniente durante una temporada –cruzó los brazos–. Date cuenta, Laine, que has vuelto sin decir nada a nadie, ni siquiera a Jamie, que creía que no volverías nunca. Y la vida no se ha detenido esperando tu regreso. El acuerdo es únicamente con Jamie, por lo que no puedo impedirte que uses la otra mitad del piso si lo deseas –añadió–.

–Eso es imposible –dijo sin mirarlo–. Y lo sabes.

–Pues no, no lo sé. Me da igual que te quedes o que te vayas. A no ser que te hagas ilusiones pensando que todavía siento cierta inclinación por ti. Si es así, desengáñate –hizo una pausa mientras observaba cómo ella se ruborizaba sin poder remediarlo–. Pero ten esto muy presente: no vas a insultarme hablando de mi profesión, y apelar a mi lado bueno tampoco te va a servir de nada.

–No sabía que tuvieras un lado bueno.

–En estos momentos está sometido a una tremenda presión. Si no quieres compartir el piso, vete. Es muy sencillo, así que decídete.

–Ésta es mi casa –dijo ella–. No tengo a donde ir.

–Entonces haz lo que te digo. Considéralo un favor. Así que si decides que esto es mejor que dormir debajo de un puente, deja de discutir y empieza a organizarte, porque te llevará cierto tiempo. En cuanto a la comida, tendrás que comprarte la tuya, porque no voy a pagártela. Ya hablaremos de cómo dividir las facturas –se dio la vuelta para marcharse–. Y no me pidas que te devuelva tu habitación –añadió–. Porque una negativa suele ofender.

–No se me ocurriría hacerlo –dijo Laine entre dientes–. Al fin y al cabo, te habrás ido dentro de unas semanas. Hasta ese venturoso día, me quedaré en la habitación de Jamie.

–Y después seguro que fumigarás la casa y quemarás tu cama –replicó él con sonrisa sardónica.

–Me lo has quitado de la boca –le espetó mientras él cerraba la puerta.

Se quedó clavada en el sitio. Aquello era un mal sueño. «Pronto me despertaré y se habrá acabado, y podré rehacer mi vida». Temblaba con tanta violencia, que lo único que quería era tumbarse en el suelo y quedarse así. Pero Daniel podía salir en cualquier momento, y bajo ningún concepto quería que la viera postrada a sus pies como un animal herido. No había creído que volvería a verlo, al menos no cara a cara. Se decía que lo había expulsado de su vida para siempre. Había puesto la suficiente distancia entre ambos como para ahorrarse el dolor de verlo por casualidad. Se había prometido que, poco a poco, los recuerdos de lo que había pasado entre ellos irían borrándose y hallaría un poco de paz. Pero ahí estaba de nuevo, y toda la vergüenza y los traumas del pasado compartido seguían tan vívidos y dolorosos como siempre.

«No he olvidado nada», pensó. «Y él tampoco». Se pasó la lengua por los labios resecos. «Cierta inclinación»: ésas eran las palabras que había empleado, y se le habían quedado grabadas. Porque eso era lo que había sido. Y la pasión desesperada y el deseo febril sólo lo había experimentado ella. «Pero no consentiré que crea que todavía me importa. Tengo que convencerlo de que lo he superado y he madurado», se dijo.

Esperó a que el corazón y la respiración recuperaran su ritmo normal y se dirigió lentamente a la habitación de Jamie para no forzar su dolorido tobillo. Bajó el picaporte y trató de abrir la puerta, pero ésta se resistió con obstinación como si hubiera algo detrás que lo impidiera. Laine empujó con el hombro y consiguió abrirla lo suficiente como para entrar encogiéndose. Se quedó clavada en el sitio y lanzó un grito ahogado de consternación, porque aquello ya no era un dormitorio, sino un vertedero. No había un solo centímetro que no estuviera ocupado. Había montones de cajas en el suelo, cajones con libros y discos compactos y varias maletas. El colchón estaba cubierto con el contenido de su armario ropero. Y lo que le había impedido entrar era una bolsa llena hasta los topes que se había caído al suelo. Como si estuviera soñando, Laine la agarró y la puso en su sitio. Aquello era similar a dormir debajo de un puente. Se dio cuenta de que tardaría horas en hacer el sitio suficiente para simplemente cruzar la habitación. En cuanto a bañarse y a dormir, cosas que tanto necesitaba, parecía que, en un futuro inmediato, no pasarían de ser un sueño.

Horrorizada, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Después de lo espantoso que había resultado todo con Andy, volvía a casa para encontrarse con aquello. Además de al maldito Daniel Flynn. «Te llevará cierto tiempo»; esas habían sido sus palabras. ¡El muy canalla! Sabía perfectamente con lo que iba a encontrarse en la habitación. Todo aquello no era de Jamie, así que tenía que ser de Daniel. Dormía en la habitación de ella y usaba aquélla como trastero.

–Si pudiera llegar a la ventana –murmuró con furia, borrando todo resto de autocompasión– tiraría todo a la calle.

Daniel había puesto sobre la cama toda la ropa que era de ella, incluso la ropa interior; sólo de pensarlo se moría de vergüenza. Se juró que lavaría y plancharía cada prenda antes de volvérsela a poner. Pero si Daniel creía que ella sola se iba a hacer cargo de aquel espantoso desorden, estaba listo. Se dijo que no se iba a salir con la suya mientras se dirigía cojeando a su habitación y aporreaba la puerta.

Se abrió de inmediato y Daniel se enfrentó a ella sin sonreír. Se había puesto unos vaqueros, pero seguía descalzo y con el torso descubierto. Laine sintió que se le secaba la boca al verse asaltada por recuerdos no deseados.

–¿Y ahora qué pasa? –preguntó.

–La otra habitación está hecha una pocilga. Quiero saber qué te propones hacer al respecto.

–Nada –respondió secamente–. No es mi problema.

–¿Qué demonios insinúas? Está llena de tus cosas y quiero que las saques inmediatamente.

–La voz de mando –frunció los labios–. No has perdido el tiempo mientras navegabas. ¿Y qué viene después en el orden del día, capitán?

–Ésa es ahora la mitad del piso que me corresponde –dijo señalando la habitación detrás de sí–. Y la quiero vacía.

–Entonces te sugiero que te pongas a ello –parecía aburrido–. Aunque Dios sabe dónde vas a poner todo eso. A propósito, nada de lo que hay en la habitación es mío. Algunas cosas son de tu hermano, pero la mayor parte son de una tal Sandra, que creo que se ha ido con él a Nueva York.

–¿Jamie ha dejado todo eso? –lo miró fijamente–. ¿Me ha dejado semejante desorden? No es posible. Nunca lo haría… –su voz se fue apagando.

–¿Ah, no? Si quieres discutirlo con él, puedo darte su número de teléfono de Manhattan.

–No te molestes. Ya me las arreglaré –iba a darse la vuelta y a marcharse dignamente, pero mientras lo hacía el dolor en el tobillo hizo que gritara y que casi perdiera el equilibrio.

–Si pretendes que te compadezca, puedes ahorrártelo, Laine.

Ella se dio cuenta de que el tobillo no le respondía mientras inspiraba con fuerza y trataba con precaución de apoyar el peso en él. Se estremeció sin poderlo remediar.

–¿Qué te pasa? –le preguntó sosteniéndola por el codo.

–No me toques –trató de librarse de su mano, pero él había visto la venda y la agarraba con más fuerza.

–¿Qué te has hecho? –parecía resignado.

–Me he torcido el tobillo. Déjame en paz.

–No soy yo quien se queja del dolor.

Horrorizada, vio cómo Daniel la tomaba en brazos y la llevaba a uno de los sofás que había al lado de la chimenea. Fue cuestión de un segundo, pero sirvió para revivir en ella el intenso recuerdo del aroma fresco de su piel desnuda. Con una sensación similar al pánico, pensó que no necesitaba aquello. Él se arrodilló y comenzó a desenrollarle la venda.

–Puedo arreglármelas sola –dijo con voz cortante.

–¿Ah, sí? –le lanzó una mirada irónica.

Laine se rindió. Miró por encima del hombro masculino, mordiéndose los labios, mientras él le examinaba el tobillo hinchado. Tenía los nervios de punta.

–¿Cuándo te lo has hecho?

–El otro día –respondió, encogiéndose de hombros.

–Deberías haber guardado reposo desde el primer momento. Así que empieza a hacerlo ahora mismo –se levantó con agilidad y fue a la cocina, de donde volvió al cabo de unos minutos con una bolsa de plástico llena de cubitos de hielo–. Toma, póntelo en el tobillo.

Ella lo hizo de mala gana y con expresión rebelde mientras Daniel se lo sujetaba con la venda.

–Gracias –dijo ella con voz tensa.

–No hay de qué –respondió él mientras se ponía de pie–. Me interesa mucho que las dos piernas te funcionen como es debido. Buscar empleo implica mucho ejercicio, y tienes que empezar a cobrar un sueldo sin demora.

–No te preocupes. Siempre he pagado lo mío.

–No siempre. Pero ahora prefiero que me paguen en efectivo en vez de en especie. Es más seguro.

–¿Qué quieres decir? –se puso rígida.

–Adivínalo –le replicó con frialdad, y volvió a marcharse a la cocina mientras ella respiraba con dificultad debido a la furia que experimentaba. Al regresar llevaba un vaso de agua y dos cápsulas.

–Tómatelas.

–¿Qué son?

–Calmantes. No te preocupes, que no te vas a despertar dentro de dos días en un burdel de Oriente Medio.

«Si supieras», pensó mientras se tomaba las pastillas de mala gana, «si tuvieras la más mínima idea de lo que ha pasado en los últimos días, tal vez entenderías por qué estoy tan nerviosa. Pero no lo sabes, y eres la última persona en el mundo a quien se lo contaría».

–¿Has comido? –preguntó él con el ceño fruncido.

–Me han dado de comer en el avión –no había probado bocado. Tenía el estómago revuelto y el corazón destrozado, y no dejaba de darle vueltas a lo que Andy había hecho, a su brutal traición. Y después de salir tambaleándose del infierno, después de todo lo que había sufrido, encontrarse con aquel hombre era el golpe definitivo.

–Voy a hacer café. ¿Quieres? –preguntó él.

–No, gracias –se recostó en los cojines y cerró los ojos.

Dejar de verlo era un comienzo, el comienzo de una larga lucha para liberarse de él y de los recuerdos que revivía en ella, que, por increíble que pudiera parecer, aún, al cabo de dos años, la dejaban destrozada. A pesar de tener los ojos cerrados, supo que se había ido. ¿Cómo podía ser tan consciente de alguien que la había traicionado de modo deliberado y cínico, que había destruido su autoestima y su seguridad y le había provocado el dolor del primer amor? Un amor que la había dejado hecha pedazos e insatisfecha. No debía pensar en ello. Ni en aquel momento ni nunca. Tenía otras preocupaciones más importantes, como encontrar trabajo, como él le había indicado con tanta delicadeza. Oyó el ruido de los cacharros en la cocina y se removió inquieta.

Las semanas siguientes, iban a ser una agonía que ningún calmante podría aliviar. A pesar de sus sentimientos, no podía mudarse a otro sitio inmediatamente, y él probablemente lo supiera. Siempre había esperado que si, por desgracia, en un futuro lejano se volvieran a ver, ella se sentiría tan segura debido a su éxito y a su felicidad, que podría mirarlo a la cara con indiferencia. Pero el destino tenía otros planes. No sabía cuánto dinero tendría en su cuenta, pero no sería mucho. Y había utilizado lo que le quedaba de crédito en la tarjeta para comprar el billete de vuelta. Y, como Jamie no estaba, no podía pedirle un préstamo.«He tocado fondo», pensó. «A menos que todavía se pueda caer más bajo».

–No te duermas, Laine –su voz la sobresaltó–. Trata de adaptarte a la hora de Londres o tardarás días en recuperarte del desfase horario.

Abrió lo ojos de mala gana y lo miró. Llevaba una taza en la mano.

–Te recomiendo que te lo bebas. Necesitas cafeína para despejarte.

–Si lo que tratas es de hacer las paces… –dijo ella con voz altiva.

–Ya lo sé. No va a servir de nada. Pero no te preocupes. No te ofrezco la paz, sino una tregua. Tómatelo.

Laine se mordió los labios y obedeció. Era un café solo, sin azúcar, como le gustaba, lo que hizo que el hecho de haberlo aceptado la mortificara aún más. Él se sentó frente a ella en el otro sofá, estiró las piernas y la observó con los ojos entrecerrados.

–¿Qué planes profesionales tienes ahora que la empresa de alquiler de barcos se ha ido a pique?

–Yo no he dicho eso –replicó a la defensiva.

–No es necesario. No has vuelto silbando alegremente.

Ella tomó otro trago de café mientras trataba de hallar una versión aproximada de la verdad.

–Digamos que mi socio y yo tenemos diferencias irreconciliables y lo hemos dejado.

–Eso me suena –comentó él sardónicamente, lo que hizo que ella se estremeciera–. ¿Es una ruptura definitiva o provisional? Es decir, ¿habéis terminado o sólo hasta que él se arrastre de rodillas ante ti pidiéndote perdón?

–Eso no va a suceder. Y no quiero seguir hablando de ello.

–Un rasgo propio de la familia Sinclair –dijo él con voz suave–. Dejar todo tipo de cosas sin decir. Es como si tratarais de tapar un volcán, ¿no te parece?

–No –repuso con frialdad–. Creo que hay que respetar la intimidad.

–¿Por eso no había forma de comunicarse contigo en Florida?

«No», pensó. «Eso fue porque Andy no había pagado el alquiler de la oficina y el dueño la cerró. Pero entonces yo no lo sabía».

–Jamie y yo somos hermanos. Pero no tenemos por qué pensar igual.

–Ya lo sé. Sandra habrá supuesto una sorpresa para ti, ¿verdad?

–Jamie ha tenido muchas amigas, y probablemente tendrá muchas más. Ésta será una más.

–Pues me parece que no.

–¿En serio? –preguntó ella con sarcasmo–. Llevas dos años sin saber nada de nuestras vidas ¿y de pronto eres el confidente de mi hermano? No me lo creo.

–Eres tú la que no has estado en contacto, Laine. Jamie y yo hemos tenido mucho en los últimos meses, de un modo u otro.

Había algo, la forma de expresarse tal vez o el tono de su voz, que le produjo un ligero escalofrío, ya que, aparentemente, no había motivo ni probabilidad de que el camino de Jamie y el de Daniel se cruzaran. Jamie era un simple empleado de una empresa de contabilidad de la City, mientras que Daniel había heredado las empresas de su familia y se había convertido en un magnate editorial antes de los treinta. Además, había sido amigo de Simon, pensamiento que le produjo un dolor instintivo. Simon, su adorado hermano mayor, el chico de oro, diez años mayor que ella, había sido compañero de escuela de Daniel, dos de los estudiantes más prometedores en sexto curso, que jugaban al críquet y al tenis juntos. Hasta ahí llegaba el parecido, porque Daniel era una persona solitaria, hijo único de un hombre que, tras la muerte de su esposa, había dedicado toda su energía y sus emociones al trabajo, expandiendo la empresa y comprando otras sin parar, sin tiempo para atender a un niño pequeño. En las vacaciones escolares lo dejaba en manos de personas a las que pagaba o lo enviaba a casa de algún conocido de negocios que tuviera hijos pequeños. Simon, en cambio, había tenido una madre, dos hermanos menores y una casa, Abbotsbrook, con un enorme y descuidado jardín, a la que volver al final del trimestre. Un lugar que en verano producía la ilusión de estar repleto de sol y calor.

Al final, Robert Flynn accedió de mala gana a que su hijo pasara parte de sus vacaciones con la familia de su amigo. Al fin y al cabo, como había señalado Angela Sinclair, la casa siempre estaba llena de gente. Tenían invitados casi cada fin de semana, por lo que uno más no se notaría. «Pero yo sí lo noté», pensó Laine con una punzada de dolor. Ése era un territorio prohibido al que no se atrevía a volver, sobre todo en aquellos momentos. Se acabó de tomar el café y dejó la taza en el suelo.

–Jamie está muy por debajo de ti, ¿verdad? Siempre lo has considerado inaguantable. Y estoy segura de que no te faltan sitios para vivir. Así que, ¿por qué aquí?

–Es un acuerdo que nos convenía a los dos.

–La empresa de Jamie no tiene sucursal en Nueva York –continuó ella–. ¿Qué está haciendo Jamie allí?