Breve historia de al-Ándalus - Ana Martos Rubio - E-Book

Breve historia de al-Ándalus E-Book

Ana Martos Rubio

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Beschreibung

La huella que el reino de al-Ándalus ha dejado en la península es imborrable y preciada, una cultura sofisticada que llevó a ciudades como Córdoba a la cima de su época. Puede parecer una obviedad recordar que los musulmanes estuvieron en la península durante más de ocho siglos y que su estancia determinó numerosos aspectos de nuestra identidad nacional como el flamenco, los dulces navideños, gran parte de nuestro lenguaje o el germen de nuestra poesía. No obstante, aún es necesario recordar la historia de la estancia musulmana en España y también es necesario hacerlo de un modo divulgativo y accesible a cualquier persona. Esta es la tarea a la que Ana Martos se enfrenta en Breve historia de al-Ándalus, presentar la historia de un pueblo que supo convivir con los antiguos habitantes de la península y que trajo, además, la civilización y la cultura que España había perdido tras la marcha de los romanos. El islam hereda el saber grecorromano y el saber oriental por su pacífica expansión por Persia y por Bizancio, ese saber se había perdido en la Europa gobernada por los bárbaros. A la Península Ibérica llegaron invitados por un rey visigodo para que le ayudaran en sus luchas intestinas. Los musulmanes, aprovechando la debilidad y la fragmentación visigoda decidieron quedarse y trajeron con ellos un esplendor cultural que ya no se recordaba. Breve historia de al-Ándalus nos presenta de un modo sintético y desmitificador la gloria del califato de Córdoba creado por los Omeyas pero también las divisiones y los enfrentamientos dinásticos que provocaron la entrada de almorávides y almohades y la consecuente división en reinos independientes. La resistencia cristiana, que había convivido pacíficamente con el islam, aprovecha esa división para ir recuperando territorios, la recuperación total de la península no se dará hasta que los Reyes Católicos no unan los reinos de Castilla y Aragón y aprovechen la debilidad nazarí para conquistar Granada.

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BREVE HISTORIA DE AL-ÁNDALUS

BREVE HISTORIA DE AL-ÁNDALUS

Ana Martos Rubio

Colección:Breve Historiawww.brevehistoria.com

Título:Breve historia de al-Ándalus Autor: © Ana Martos Rubio

Copyright de la presente edición: © 2013 Ediciones Nowtilus, S.L. Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Responsable editorial: Isabel López-Ayllón MartínezMaquetación: Paula García Arizcun

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN edición impresa 978-84-9967-476-6ISBN impresión bajo demanda 978-84-9967-477-3ISBN edición digital 978-84-9967-478-0Fecha de edición: Marzo 2013

Depósito legal: M-3107-2013

A mi madre, que era de Córdoba, y a mi padre, que era de Granada.

Índice

Introducción

1. El imperio de las mil y una noches

Ismael e Israel

La época de la ignorancia

La lengua que hablan Dios y los musulmanes

La Kaaba

El sagrado Corán

La Hégira

Invítales a abrazar el islam

El reparto de la herencia del Profeta

La guerra santa

Bagdad, ciudad redonda y centro del mundo

El islam frente al cristianismo

El álgebra y los algoritmos

Mahoma frente a Aristóteles

El laúd de Sukayna

Bellas fábulas para contar feas verdades

2. La isla de los Vándalos

El moro Muza

La mesa de Salomón

La cuestión judía

La sociedad hispano-visigoda

Los witizanos

Florinda la maldita

La batalla de Guadalete

Tarik se queda

Las lamentables apostasías

Dimmí, enemigo de Alá, paga la chizia

Los monasterios

La viuda de don Rodrigo

3. La ciudad de las tres culturas

Los descendientes del Profeta

Isbaniya

El príncipe advenedizo

Los gigantes del espíritu

El barrio de los Andaluces

El campo de la estrella

Líbrenos Dios de la furia de los hombres del norte

Un adorno para las murallas cordobesas

Otra rebelión, la de los muladíes

Mi amor hará que nieve

La ciudad efímera

Córdoba en los siglos X y XI

Sancho el Gordo

Una vasca en el harén

La ambición de un escribano

La Noche del Destino

El Mangas

4. El imperio de los cinco sentidos

Los aromas de al-Ándalus

Evocación del Paraíso

El hamam

Una favorita por un palacio

De amor y música

Ni paganos ni infieles

Épica castellana y lírica sevillana

La medicina islámica

Noches toledanas

5. ¡Santiago, y cierra, España!

Entre mitos y realidades

La Cruz de la Victoria

Las cien doncellas

Nacen los reinos cristianos

La jura de Santa Gadea

Nace la monarquía castellana

La ofensa que dividió un reino

Baños para ablandar las carnes

Más feos que Satán con todo su convento

¡Viva el emperador de las Españas!

Los almohades

La Cruzada

Fueros y donadíos

Si no tenéis arma para consumar la iniquidad, ahí va la mía

España

6. El Suspiro del Moro

Cruces y coranes

La Roja

El Salón de los Abencerrajes

Las torres-palacio

El mirador de Lindaraja

Granada ya no labra oro ni plata

Vivirá mucho para padecer mucho

La Cuesta de las Lágrimas

Bibliografía

Introducción

En el siglo VIII, España se llamó al-Ándalus y constituyó la provincia más occidental de Dar al-Islam, un inmenso territorio que se extendía desde Persia hasta el Atlántico, cuyos habitantes oraban cinco veces al día en lengua árabe, dirigiendo sus plegarias hacia La Meca.

Diversas teorías señalan diferentes orígenes para el nombre de al-Ándalus. El más convincente podría ser el derivado de «La isla de los Vándalos», tamurt Vandalus en bereber y, en árabe, al-jazirat al-Andalus. Los vándalos abandonaron la península ibérica por el estrecho de Gibraltar para establecerse en la actual República Tunecina, donde dejaron no pocos vestigios de la cultura romana y de un refinamiento que en nada avala la connotación que su nombre ha alcanzado en nuestros días.

Según otros autores, al-Ándalus también podría ser la traducción árabe de «isla del Atlántico o Atlántida», que es el nombre que Platón dio a una isla mítica que se suponía próxima a la península ibérica.

El lector observará que muchos nombres árabes, tanto de personajes como de ciudades, son diferentes a los que encontrará en distintos libros. Esto se debe a la transliteración de los nombres a las distintas lenguas. Por ejemplo, si se ha transliterado al francés, encontrará el nombre de Marouan; si se ha transliterado al inglés, lo encontrará como Marwan, y, si se ha transliterado al castellano, lo encontrará como Maruán. El mismo nombre escrito de tres maneras.

Se escriban como se escriban, los personajes, la cultura y las vivencias de al-Ándalus vinieron y se marcharon, pero nos dejaron una huella indeleble que se refleja en nuestras construcciones, en nuestras costumbres, en nuestra lengua, en nuestra fisonomía, en nuestra gastronomía y en nuestra idiosincrasia.

1

El imperio de las mil y una noches

Mi amada, cuando está sola y no teme a los celosos, descubre sus brazos rollizos y firmes como los miembros de una joven camella, cuyo color es de un blanco puro, cuyo seno no ha concebido jamás. Su talle me hace perder la razón. Sus piernas son semejantes a dos columnas de mármol y están adornadas con anillos entrelazados que dejan oír, cuando anda, un murmullo muy agradable.

Moallaquat

Arm Ben Kolthum

Los Moallaquat o Mu’allaqat, ‘poemas suspendidos’, son una colección de poemas de los primeros tiempos de la literatura árabe, atribuidos a siete poetas y transmitidos por vía oral. Contienen una enorme riqueza de imágenes, de descripciones inspiradas y de color local. Recuerdan la vida nómada de los beduinos y se remontan al siglo VI. Pertenecen, por tanto, a los tiempos de la idolatría anterior al islamismo, a los tiempos que han pasado a denominarse «la época de la ignorancia», cuando el mundo árabe aún ignoraba el Corán, tiempos prehistóricos de la civilización árabe, en que la poesía marca la creatividad, porque dejaron a la posteridad una rica herencia de palabras recitadas.

ISMAEL E ISRAEL

Dos años después del diluvio, cuando Sem, hijo primogénito de Noé, contaba cien años de edad, engendró a Arpaksad, de cuya genealogía nacería siglos más tarde Abraham, el patriarca. En su tierra natal, Ur de los caldeos, tomó Abraham por esposa a Sara, pero Yahvé le ordenó dejar su casa paterna y partir para la tierra de Canaán, prometiéndole que de él nacería una nación grande y que en él serían bendecidos todos los linajes de la Tierra.

Pasó el tiempo y la promesa divina no se cumplía, porque aquella pareja destinada a poblar un país no conseguía concebir un hijo. Entonces, Sara entregó a su marido a su esclava egipcia Agar, para que la tomara como mujer y concibiese hijos en ella. Pero, una vez que se vio encinta, la esclava miró al ama con desprecio y el ama, enfurecida, la arrojó lejos de su hogar.

Abandonada en el desierto, Agar creyó morir pero el ángel del Señor vino a ella para advertirle que de su vientre nacería un hijo al que llamarían Ismael y cuya posteridad sería tan numerosa que no se podría contar. «Este hijo será como un onagro humano», le dijo, «su mano contra todos y todos contra él y enfrente de todos habitará». Con esta promesa volvió Agar a someterse a su ama y dio a luz a su hijo sobre las rodillas de Sara, quien lo recibió como hijo propio.

Ismael fue el hijo primogénito de Abraham, nacido de una esclava, pero cuando nació Isaac, concebido en su mujer Sara, esta le exigió expulsar a Ismael y a su madre para que no disputasen la herencia a su hijo propio. Así vio Guercino el repudio de Agar e Isaac. Pinacoteca di Brera, Milán.

Pero, pasado un tiempo, quiso Yahvé que también Sara quedara encinta, aunque su edad era avanzada y su período fecundo había desaparecido tiempo atrás. Y fue con este hijo y no con Ismael con quien Yahvé aseguró que establecería su alianza. Cuando llegó el momento de destetar a Isaac, el hijo de Sara, ella exigió a Abraham que expulsara de casa a la esclava y a su hijo, pues no debía repartir su herencia.

Así se vio Agar forzada por segunda vez a abandonar su hogar y a vagar por el desierto de Beersheva, junto con su hijo Ismael, un odre de agua y un pan. Cuando terminó sus exiguas provisiones, Agar invocó a Dios para que no permitiese morir a su hijo y Dios escuchó su ruego, abrió ante ella un pozo y llenó su bolsa de alimentos. Protegido por Yahvé, Ismael vivió en el desierto de Parán, desposando, en su momento, a una mujer egipcia de la que nació la abundante descendencia que el Señor le había prometido. De su genealogía nacieron doce príncipes para las doce tribus del desierto y sus descendientes habitaron la región que se extiende desde Javilá hasta el sur, que está frente a Egipto en dirección a Asur, estableciéndose enfrente de todos sus hermanos.

Esto es lo que cuenta el Génesis, pero ya sabemos que los libros de la Biblia, como casi todas las antiguas epopeyas, relatan la historia en forma de mitos. El mito de Agar es, sin duda, el origen de la eterna querella entre árabes y hebreos, entre Ismael e Israel, porque Israel es el nombre de Jacob, hijo de Isaac y progenitor de las doce tribus de Israel, como Ismael lo fue de las doce tribus del desierto.

Veinte siglos pasaron desde el nacimiento mítico de Ismael hasta el nacimiento histórico de Mahoma. No se ha podido establecer la línea recta que conduce del primero al segundo, pero la tradición ha dado la ascendencia por segura. Hay que tener en cuenta que los árabes guardan su genealogía, que se remonta a la generación más lejana, y no solamente guardan la suya, sino la de su caballo. Y han podido guardarla porque se han mantenido puros a través de los siglos, como ismaelíes o agarenos libres sin mezcla de individuos de otras civilizaciones.

Ninguna de aquellas naciones poderosas que en la Antigüedad construyeron imperios sobre pueblos conquistados logró penetrar en Arabia. Las expediciones romanas se estrellaron contra los inmensos océanos de arena que los árabes emplearon como salvaguarda. Apenas se aproximaba un invasor, los habitantes de los aduares levantaban sus tiendas, aparejaban sus camellos y sus caballos, cegaban los pozos que iban a dejar atrás y se internaban en el terrible desierto, dejando a los asaltantes extenuados en una inmensidad abrasada por el sol, sin agua, sin árboles y sin senderos.

LA ÉPOCA DE LA IGNORANCIA

Se distinguen en el extremo suroccidental de Arabia dos áreas geográficas; una de ellas es una inmensa llanura desierta, sin árboles ni ríos, y, la otra, un área montañosa rematada por una franja litoral que separa las montañas del mar. El clima es desértico en la llanura, pero las montañas ofrecen la sombra acogedora del oasis. Allí florecieron, en el primer milenio antes de nuestra era, numerosos reinos independientes, entre ellos, los de Saba y Palmira, de cuyas reinas se cuentan tantas historias y leyendas, y al norte la tierra de Edom alojó el reino de los nabateos, que desapareció antes de la llegada del islam dejándonos las maravillas del desierto rosado de Petra.

En lo que a nuestra historia atañe, aquella región fue el semillero del que surgieron los pueblos semitas a los que hemos llamado acadios, babilonios, fenicios, sirios, hebreos, cananeos o árabes. Todos con una lengua, una gramática y un vocabulario comunes. Por eso, el Génesis hace a todos ellos descendientes de un mismo tronco, Sem.

Desde el desierto, verdaderos enjambres humanos emigraron en la Prehistoria hacia la zona que hace frontera con Siria, donde el desierto se suaviza ofreciendo pozos y fuentes que dan riego a las palmeras. A su sombra se construyeron los primeros aduares, formados por tiendas y chozas de cañas y barro. Y allí se inició una nueva vida sedentaria junto a los huertos y a los cercados para el ganado, en los valles fértiles donde se cultiva el mijo y el café y donde el árbol del incienso crece de forma espontánea trepando por las laderas de los montes.

Nuevas hordas semitas fueron llegando sucesivamente del sur, escapando del desierto con sus camellos y sus ovejas y empujando más hacia el norte a los grupos que ya se habían establecido, para ocupar cada uno el oasis que el otro dejaba libre.

El islam se propagó por toda Arabia reuniendo a las tribus árabes en un Estado único con el Corán como constitución. Tribus principales de Arabia a la llegada del islam. Fuente: Slackerlawstudent, Wikimedia.

Las invasiones, las guerras entre tribus y la expulsión de los grupos más débiles al desierto para esquilmar sus bienes y, sobre todo, su preciada agricultura, fueron forjando el carácter belicoso de los líderes árabes que un día dirigirían los ejércitos del islam.

LA LENGUA QUE HABLAN DIOS Y LOS MUSULMANES

Leed el nombre de Alá; apreciad que Él os ha enseñado el uso de la pluma.

Corán, XCVI, 3 a 4

Cuando Dios decidió poblar la Tierra, esparció por ella numerosas criaturas entre las cuales repartió sus dones, dando a los griegos la belleza, a los chinos la habilidad manual y a los árabes la superioridad lingüística. Y ellos supieron conservar esa perfección a través de los siglos porque sus sabios dicen que la lengua no es humana, sino de origen divino y que ya Adán hablaba árabe cuando vivía en el Edén.

Entre los árabes, la palabra oral y más tarde escrita ejerció un gran influjo en el desarrollo de tradiciones y costumbres. El sentido de la imagen y del ritmo es inherente a la naturaleza de los hijos del desierto, que fueron poetas antes de tener poesía y fueron narradores elocuentes antes de tener literatura. Para los árabes, el verdadero maestro es el que habla y seduce con su palabra. De ahí vinieron el poder y la fascinación de Mahoma, que, aun siendo iletrado, aprendió el arte de convencer antes de lanzarse a predicar las revelaciones divinas.

Si Adán transmitió a los árabes su lengua hablada, la tradición afirma que la escritura se debe a Hymiar, hijo de Yoktán que fue rey de Yemen y dio su nombre a una lengua semítica que se habló hasta el siglo X, un alfabeto muy antiguo utilizado ya en las inscripciones de las estatuillas de alabastro de los reyes yemeníes, así como en algunas estelas votivas que agradecen a los dioses su intervención en el éxito de asuntos terrenales.

Pero la escritura árabe solamente se perfeccionó cuando se inició la transcripción del Corán, ya en el siglo VIII, agregando puntos para indicar las vocales breves porque, hasta entonces, solamente las consonantes y las vocales largas tenían derecho a ser escritas. Entonces, los lingüistas se convirtieron en artesanos de la lengua árabe para preservar el libro sagrado de modificaciones o alteraciones de dialectos contaminados por lenguas extranjeras. Téngase en cuenta que varios versículos del Corán señalan que el texto fue revelado a Mahoma en árabe puro y que nunca se ha admitido traducción alguna a otros idiomas. Con ello, consiguieron unificar la lengua de toda la península arábiga, arrinconando las otras lenguas y dialectos para hacer surgir una lengua única y gloriosa, la lugha. Y, con la expansión del islam, consiguieron también convertir el árabe en una lengua internacional no solamente para la religión, sino para la civilización. Es la lengua oficial de todos los países que hoy llamamos «árabes», con excepción de la lengua persa que se conserva en el actual Irán.

Según cuenta José Pijoán, los árabes conocieron la técnica de fabricar papel antes que otros pueblos orientales, ya que ninguno de los escritos islámicos tiene forma de rollo, sino que siempre está contenido en libros encuadernados. Los libros son objeto de veneración porque de ello se ocupó el Profeta reflejando en el Corán la importancia de aprender de los libros. Mahoma se confesó iletrado, pues tuvo que oír de viva voz las noticias e historias que le leían los que eran capaces de hacerlo. También tuvo que recitar de memoria las instrucciones que recibió de sus visiones angélicas. De ahí que muchas de las narraciones del Corán sean inexactas, pero el Profeta nunca trató de contar realidades, sino ejemplos de lo que Dios quiere que seamos y de lo que quiere que hagamos.

LA KAABA

Según la tradición musulmana, fue el mismo Abraham quien mandó construir el templo de la Kaaba durante una peregrinación a Arabia, en un tiempo en el que las gentes practicaban todavía el politeísmo y creían en numerosos dioses. Como todos los pueblos primitivos, los árabes practicaban cultos solares y estelares y adoraban árboles y piedras. La Piedra Negra, una piedra de origen meteórico engastada en plata y empotrada en el ángulo oriental de la Kaaba, podría ser un vestigio pagano preislámico, aunque algunas tradiciones aseguran que Ismael apoyó en ella su cabeza cuando vivió con su madre en el desierto de Parán y afirman que recibió esta piedra del ángel Gabriel. No es un objeto de adoración (los musulmanes, como los judíos, adoran exclusivamente a Dios) ni se le atribuye valor sobrenatural alguno, pero cuentan que Mahoma la besó, aunque apostillando «no me olvido de que eres una piedra, por lo cual, no puedes hacer ni el bien ni el mal», y, puesto que el Profeta la besó, también muchos musulmanes la besan.

Antes del islam, los pueblos de Arabia eran politeístas y utilizaban la Kaaba para adorar a sus numerosos dioses. Esta es la Sagrada Trinidad de Palmira, formada por el dios lunar, el dios solar y el dios supremo, siglo I. Museo del Louvre, París.

Pero la Kaaba fue al principio un templo pagano que alojó, junto con la Piedra Negra, la figura del patriarca, más las de las sublimes diosas a que alude el Corán y otras muchas divinidades árabes. Mahoma tuvo que luchar contra el politeísmo y la idolatría, como, según la tradición judía, tuvo que hacerlo Moisés.

La ciudad de La Meca, que hoy aloja la Kaaba y es centro mundial de peregrinación musulmana, fue construida en el siglo V, pero el valle en que se asienta, el valle de la Meca, fue frecuentado durante siglos por numerosas tribus que se agrupaban en torno a la Kaaba y sus líderes se enorgullecían de reclamar la custodia y administración del templo, que pasaba de una tribu a otra.

Como la Kaaba fue, desde el principio, alojamiento de dioses paganos, hay quien afirma que Mahoma tuvo la intención de destruir el santuario, pero optó por respetar tan importante lugar, sagrado para todas las tribus árabes, y prefirió atribuir su construcción a los patriarcas. Por eso, el versículo 98 del Corán señala que Dios estableció la Kaaba como refugio de todos los hombres y el versículo 11 afirma que Abraham e Ismael pusieron sus cimientos.

EL SAGRADO CORÁN

No obstante la presencia de numerosas deidades en torno a la Kaaba, llegó un tiempo en que el mundo árabe precisó un soplo de espiritualidad y un impulso certero que redirigiera sus pasos por el buen camino, porque la codicia, la inmoralidad y la insensibilidad se habían adueñado de él. Los dioses paganos, las piedras, los astros y los espíritus habían relegado a Alá, el dios supremo, a un rincón del Olimpo y la ciudad de La Meca, rica y próspera, estaba gobernada por una clase clerical ávida y codiciosa que ejercía un poder tiránico y sanguinario y gozaba de los mayores privilegios, habiendo desterrado a los pobres y a los humildes a los barrios periféricos desolados y miserables. Para colmo, la peregrinación se había convertido en un negocio.

Mahoma coloca la Piedra Negra en la Kaaba. El Profeta colocó la Piedra Negra sobre una alfombra, en el ángulo oriental de la Kaaba, para terminar con la disputa existente acerca de qué tribu debía colocarla en el santuario. Esta ilustración de 1315 se conserva en la Biblioteca de la Universidad de Edimburgo.

En semejante caldo de cultivo surgió la figura de Mahoma, que nació huérfano y pobre, con una mancha blanca ovalada entre sus omóplatos como una señal mística que los adivinos árabes, los rabinos judíos y los monjes cristianos trataron de interpretar cuando su ama de cría, Halima, le alimentaba en la ciudad de La Meca porque su madre, exhausta y enferma, nunca tuvo leche para amamantarle.

Recogido por su tío Abu Taleb tras la temprana muerte de su madre, Mahoma creció entre la virtud y la estima de su familia. Muy joven, se casó con su prima Jadicha, que ya era viuda y madre y quince años mayor que él, y en la que Mahoma encontró sensatez, afecto y nobleza de carácter. Jadicha fue el puntal del Profeta en su lucha contra la incredulidad, la idolatría y el menosprecio de las gentes cuando Mahoma sintió la llamada divina para reconducir al mundo árabe hacia la santidad y el amor, porque ella siempre mantuvo la confianza en la misión de su esposo.

El Corán es el libro sagrado en el que Mahoma recogió los deberes que el hombre tiene para con Dios. El islam es la religión que Mahoma fundó para el mundo árabe y que implica la sumisión al Todopoderoso y la entrega de toda la actividad humana a las reglas inexorables de la divinidad. El islam surgió como una religión y una cultura que pronto se convirtieron en un sistema económico, social y político del que surgió un Estado que hizo del Corán su Constitución. Acabó con la diferencia de clases absorbiendo individualidades y distinciones para formar una sociedad igualitaria y protectora que aplica la igualdad rasa de los beduinos, una sociedad cuyo cincuenta por ciento, las mujeres, se mantienen en una infancia eterna y cuyo restante cincuenta por ciento disfruta de todos los privilegios, pero también carga con todas las responsabilidades sobre sus espaldas.

El Corán es el libro sagrado de los musulmanes y se convirtió en la Constitución del Estado islámico. Página de un Corán andalusí.

La parte más antigua del Corán es una prosa rimada con imágenes vívidas y persuasivas que describe las visiones del Profeta repletas de colorido, como el Juicio Final o los milagros de la Naturaleza que demuestran la existencia y la acción de Dios. Hay otra parte narrativa que relata la lucha de Mahoma contra los incrédulos, su cólera implacable contra los que rechazaron su prédica y su anuncio de felicidad eterna para los que le creyeron y le siguieron, los que formaron el partido de Dios, hezbolá, y lucharon contra los escépticos. Hay también una parte legislativa con textos directos y precisos, exentos de poesía o rima, que regulan el comportamiento familiar y social y marcan el código a aplicar para resolver los problemas, señalan las penas para las transgresiones y exhortan a la virtud.

El Corán habla de caridad, de compasión y de amor. Rechaza la usura, el robo y el asesinato. No invita al ascetismo ni a las privaciones, sino a gozar de la vida y a dar por ello gracias a Dios. No habla de perseguir creencias religiosas ni de imponer la religión a otros, sino que permite la libertad de culto. Únicamente reclama el castigo para los árabes que no abandonen el paganismo y rehúsen convertirse, porque el islam es para los árabes, para su mundo y para su cultura. La yihad es, por tanto, la capacidad para luchar en nombre de Alá contra los que no aceptan su mensaje, su mensaje árabe transmitido en lengua árabe, porque el islam es la cultura de los árabes, aunque no sean musulmanes.

LOS PILARES DEL ISLAM

Los pilares del islam son cinco:

El compromiso. No hay más dios que Dios y Mahoma es su profeta.El ayuno en el mes sagrado del Ramadán.La limosna a los pobres.La oración cinco veces al día.La peregrinación a la Meca una vez en la vida.

LA HÉGIRA

Pero el culto a los dioses adorados en la Kaaba estaba demasiado arraigado en la gente y las ganancias que las peregrinaciones y ceremonias religiosas reportaban a los líderes de La Meca eran demasiado sustanciosas para dejarlas de lado y escuchar la prédica de un visionario que había recibido un mensaje ultraterreno y había entrevisto al mensajero a través de las veladuras de su propio misticismo.

Siglos atrás, el Evangelio había ya advertido de que nadie es profeta en su tierra y así le sucedió a Mahoma. Temiendo el final de la opulenta vida económica de La Meca, sus dirigentes presentaron una oposición tan ruda y poderosa a las propuestas religiosas de Mahoma que se desencadenó una fuerte persecución, lo que le obligó a exiliarse de su tierra natal para buscar refugio en la ciudad que desde entonces se llama Medinat al-Nabi, la ciudad del Profeta, y que conocemos como Medina. Este hecho sucedió en el año 622 y marcó el inicio del calendario musulmán. El año 622 de la era cristiana es el año de la huida de Mahoma, de la «Hégira» musulmana.

A diferencia de lo que le sucedió en La Meca, Mahoma fue recibido en Medina como enviado de Dios a quien todos deseaban alojar y a quien todos escuchaban con devoción y respeto. Pero él rehusó alojarse en casa de ricos y eligió el patio donde ponían a secar los dátiles unos jóvenes huérfanos, manifestando que «el hombre debe estar donde estén su camello y su montura».

Con los diez dinares que le prestó su suegro, Mahoma adquirió la humilde vivienda de los huérfanos y la convirtió en casa de oración. Erigidas junto a ella, las casas de ladrillo de sus esposas daban al patio y se cerraban con cortinas. Los viernes, el Profeta aparecía en una de aquellas puertas, se alzaba sobre un escabel de dos peldaños y desde allí dirigía los rezos de sus seguidores, que eran cada vez más numerosos. Al principio, las oraciones se pronunciaban mirando hacia Jerusalén, la ciudad santa que aloja el monte Moria, donde el ángel de Alá detuvo la mano de Abraham, que obediente se disponía a sacrificar a su primogénito Ismael. Pero Mahoma tuvo una nueva revelación que desde entonces dirigiría los rostros de los orantes hacia La Meca, porque el Altísimo le señaló esa ciudad como el lugar más sagrado: «Volved vuestra faz hacia el Lugar Santo, donde quiera que os encontréis».

Con el tiempo, la casa de Mahoma se fue convirtiendo en casa de oración con pórtico para alojar a pobres y peregrinos. Fue la primera mezquita «fundada en piedad», porque la palabra «mezquita» significa precisamente ‘casa de oración’ y la Kaaba era más un lugar de ceremonias que de oraciones.

El Corán reprueba las imágenes y los ídolos, aunque su condena resulta pequeña al lado de la condena bíblica. La Biblia abomina de las imágenes porque ya dijo Isaías que no se puede asar la comida con un leño y adorar el resto del leño convertido en estatua; el segundo mandamiento de la Ley de Dios prohíbe representar cosa alguna que esté en el cielo ni en la Tierra ni en las aguas[1]. La tradición musulmana asegura que, el día del juicio, los que pecan pintando seres animados serán castigados a infundir un alma a sus imágenes.

Es muy probable que el rechazo a las imágenes fuera fruto de la prevención para evitar que los creyentes volvieran a la idolatría y concedieran a las estatuas la veneración que solamente deberían reservar para la deidad. Recordemos que tanto Moisés como Mahoma tuvieron que luchar contra el paganismo, el politeísmo y la idolatría. De hecho, las ilustraciones de los libros musulmanes en que aparece Mahoma lo representan sin rostro o bien representan su rostro mediante una llama.

Mahoma (la figura sin rostro) entrando en la Kaaba para exterminar al dragón. Miniatura otomana de Siyer-i Nebi, siglo XVI. Museo Topkapi, Estambul. Imagen de Nakkas Osman.

INVÍTALES A ABRAZAR EL ISLAM

El islam se expandió merced a su tradición beduina, que le confirió la capacidad para negociar acuerdos de protección a cambio de tributos. Además, árabe es sinónimo de nómada, y a un nómada tanto le da instalarse en un lugar o en otro porque su instalación es temporal y lleva consigo cosas de poco peso y mucho valor con las que puede desplazarse rápidamente cuando las circunstancias lo requieren.

También contribuyó a esa rápida expansión la tolerancia del islam hacia las minorías religiosas, a las que convirtió en comunidades tributarias permitiendo sus cultos y ceremonias a cambio de un impuesto, igual que el sistema tributario permitió a los países ocupados mantener sus bienes y sus tierras. A esto hay que agregar la circunstancia que ha facilitado todas las invasiones del mundo y ha propiciado la caída de los imperios, el debilitamiento producido por largos enfrentamientos, querellas y escisiones. Todas estas circunstancias facilitaron la rápida expansión del islam, de manera que, al iniciarse el siglo VIII, Mesopotamia, Siria, Persia, Palestina y Egipto volvían su rostro hacia La Meca cinco veces al día para rezar.

Conviene saber que la tolerancia religiosa del islam se apoya en el Corán. El sura II, 57 dice: «no hagáis violencia a los hombres a causa de la fe»; el sura XXIX, 45 señala: «no disputéis con los judíos ni con los cristianos, sino en términos amistosos»; y el sura XLII, 14 añade «invítales a abrazar el islam… y diles que adoramos al mismo Dios».

En la época previa a la expansión del islam, dos imperios se repartían el poder: el Imperio persa y el Imperio romano, ya relegado a la parte oriental que conocemos como Imperio bizantino. Enfrascados en sus competiciones y querellas, ninguno de ellos prestó atención a Arabia ni la percibió como una amenaza. Los bizantinos se limitaron a construir una muralla defensiva, un limes, para aislar las fronteras sirias de posibles incursiones de los nómadas del desierto, pero no concentraron allí fuerzas militares, dado que los beduinos se limitaban a asaltar caravanas y nunca fueron considerados como un peligro para Roma. Lo mismo opinaron los persas, mucho más interesados en su lucha contra Bizancio.

Dos imperios agotados y proclives a la ruina que se vieron sorprendidos por un nuevo asaltante que luchaba con un arma desconocida: una nueva fe que no pretendía imponerse por la fuerza, sino intercambiar, exigiendo como botín la ciencia y el conocimiento y, como moneda de libertad, un tributo. Por todas estas causas, la difusión del islam fue no solamente fulminante, sino duradera, porque los imperios se derrumbaron a sus pies lienzo tras lienzo, como las fichas del dominó.

En sus invasiones, los musulmanes mantuvieron las tradiciones de los países invadidos, respetando sobre todo las religiones cristiana y judía, puesto que ambas proceden de la misma fuente en que bebió Mahoma, la Biblia o, como ellos la llaman, El Libro. Además, con su filosofía determinista, el Corán afirma que si Dios hubiera querido que todos los pueblos tuviesen las mismas creencias, hubiera creado un pueblo único y no una diversidad.

En el año 638, seis años después de la muerte del Profeta, el islam hacía ondear su bandera en Jerusalén, su segunda ciudad santa, ya no solamente sagrada por la escena bíblica de Abraham e Ismael en el monte Moria, sino porque, desde allí, Mahoma ascendió a los cielos en cuerpo y alma, a lomos de al-Barak, el caballo con rostro humano que lo transportó al Paraíso.

En conmemoración de tales hechos, el califa abd al-Malik construyó tiempo después en Jerusalén la famosa Mezquita de la Roca, una casa de oración que había de sobrepasar en belleza al templo del Santo Sepulcro que los cristianos ornamentaban y enriquecían constantemente con sus cuidados y sus donaciones. Al fin y al cabo, el Santo Sepulcro era un fraude, pues todos los árabes sabían que Jesús, el penúltimo profeta, no estaba enterrado allí, sino que había ascendido a los cielos y debía regresar, al igual que Mahoma, para morir definitivamente en la Tierra, por lo que tenía su tumba reservada en la mezquita de Medina, junto a la de Mahoma. Ya en el siglo IX, el quinto califa abasí, Harun al-Rashid, envió a Carlomagno las llaves del Santo Sepulcro como testimonio de respeto y amistad.

El siglo IX fue el de mayor esplendor de Persia y de Mesopotamia bajo el dominio árabe, pero el poder del califato se vio pronto minado por las revueltas de los soldados, las querellas religiosas y las rebeliones internas. Y sufrió en su carne el debilitamiento que, en la conquista de otros reinos, había sido su mayor recurso de fuerza y poder. El mismo siglo que vio su esplendor inició la fragmentación del imperio de las mil y una noches.

EL REPARTO DE LA HERENCIA DEL PROFETA

Los enfrentamientos, querellas y escisiones del islam se iniciaron a la muerte de su fundador. Mahoma nunca pensó que tuviera que nombrar un sucesor, dada su calidad de mensajero de Dios, y murió en el año 632 sin dejar heredero que dirigiese la comunidad musulmana. Además, sus hijos varones fallecieron en edad temprana y nadie hubiera considerado a una de sus hijas heredera del poder místico del Profeta ni del Estado suprahumano que fundó.

A la muerte del Profeta, el islam ya se había convertido en un sistema político y la comunidad musulmana agrupada en torno a su figura mística había llegado a ser un Estado con una forma jurídica para regular al colectivo y un conjunto de normas para regular al individuo. Y había dado los primeros pasos para su expansión por Arabia, pero pronto surgieron las rivalidades entre la familia del Profeta y los miembros de la aristocracia de La Meca, que se suponían con derechos para liderar la comunidad político-religiosa, puesto que sus ancestros venían haciéndolo desde antes de que el propio Mahoma naciera.

Aquella vez, la disputa terminó bien. Resultó elegido Abu Bakr, suegro del Profeta, que recibió el título de sucesor del enviado de Dios, es decir, califa. Y fue Abu Bakr quien impuso el islam en toda Arabia, aglutinando a todos los pueblos y a todas las tribus árabes bajo una misma bandera y una misma fe; también fue él quien inició la expansión posterior por Siria, Mesopotamia, Persia y Egipto.

Abu Bakr murió en el 634, antes de la conquista de Jerusalén y de Damasco. Su muerte desencadenó una guerra civil, el primer enfrentamiento interno que inició la escisión del islam en facciones partidarias de distintos modos de sucesión. Los fatimíes, partidarios de Fátima, hija predilecta del Profeta, y los chiíes, partidarios de su esposo Alí, eligieron a este como sucesor de Abu Bakr, alegando que el califato está reservado a los familiares y descendientes de Mahoma. Alí era yerno, es decir, hijo político del Profeta. Pero los suníes, partidarios de Aixa, viuda de Mahoma, se pronunciaron por la transmisión del califato según la tradición, es decir, reservar la sucesión para los aristócratas de La Meca que, como dijimos, llevaban largo tiempo ostentando el poder místico de la ciudad santa. A estas facciones se enfrentaron más tarde los jariyíes, postulando que cualquier musulmán piadoso puede ostentar el título de califa.

A pesar de la elección oficial del yerno de Mahoma como siguiente califa, las facciones contrarias no acataron su autoridad y así empezó una guerra que el líder de Egipto supo detener a tiempo lanzando a sus soldados a la lucha con una hoja del Corán ensartada en la punta de cada lanza. Esta apelación medieval al juicio de Dios tuvo un éxito rotundo porque todos los combatientes depusieron inmediatamente las armas. Sin embargo, eso no impidió el asesinato de Alí en el año 661, tras lo cual, Muawiya, líder suní de Siria, perteneciente a la poderosa y aristocrática familia omeya[2] de La Meca, inició una nueva dinastía que estableció su capital en Damasco.

En el año 680, a la muerte de Muawiya, debía sucederle su hijo Yazid, pero los chiíes de la ciudad de Kufa no le aceptaron como sucesor del Profeta, porque, para ellos, el verdadero sucesor debía ser Hussein, hijo de Fátima y Alí y, por tanto, nieto carnal de Mahoma y heredero de Alí, que ya había alcanzado la aureola de la santidad.

Yazid consiguió aplastar la revuelta de los chiíes de Kufa y perdonó la vida a su oponente, Hussein, en consideración a que era nieto del Profeta. Hussein no aceptó el perdón ni la reconciliación que Yazid le ofreció y promovió un nuevo enfrentamiento que acabó con su vida y con la de sus parientes, pues todos ellos fueron sitiados y muertos por las tropas omeyas en la ciudad de Kerbala. Hussein fue, desde entonces, el mártir de los chiitas y su muerte se describe, con todo lujo de detalles, en la novela La muerte de Hussein y la venganza de Mukhtar, que Abu Michnaf escribió en el siglo VIII y que cuenta con la veneración chii, porque su trama describe el heroísmo del nieto del Profeta. En la segunda parte de la novela, Abu Michnaf describe la venganza que Ibrahim, general de Mukhtar, tomó para vengar la muerte del mártir, sorprendiendo a Yazid y a sus soldados en una cacería. La novela habla de diez mil cabezas y ochenta mil orejas y narices cortadas, sobre las cuales los vengadores extendieron una alfombra para comer, beber y solazarse sin temor a los enemigos de Alá, del Profeta ni de su familia.

La muerte de Mahoma inició la división del islam en numerosas sectas encabezadas por partidarios de distintos sucesores del Profeta. Mezquita de Nayaf, en Irak, donde fue enterrado Alí, el yerno de Mahoma, elegido califa por los fatimíes. Imagen de Arlo K. Abrahamson.

Literatura aparte, la historia dice que en el año 749, Abul Abbas as Saffah, descendiente de Abbas, tío del Profeta y patriarca de los Banu Haxim, cambió finalmente por guerra abierta la lucha clandestina que su familia mantenía contra los omeyas, a los que consideraban usurpadores del trono califal. Tras derrotarles en la batalla del Gran Zab, se hizo con el poder, iniciando la dinastía abasí que, después de asesinar a los omeyas durante un banquete traidor y matar al último de sus representantes, trasladó la capital a Bagdad.

Pero no toda la familia omeya pereció en aquella matanza. Uno de sus descendientes consiguió salvar la vida y huyó en una carrera desesperada hasta llegar al Magreb, donde los bereberes familiares de su madre, que de allí era oriunda, le dieron cobijo. Desde el norte de África, el joven omeya no tuvo demasiados problemas para alcanzar las costas españolas. Se llamaba Abderramán.

LAS SECTAS ISLÁMICAS

Los chiíes o chiitas son seguidores de Alí, yerno de Mahoma, integristas partidarios de interpretar el Corán literalmente.Los suníes o sunitas son más flexibles en la interpretación coránica y reciben su nombre de la Sunna, una forma de vida descrita en los Hadices, colección de dichos y narraciones del Profeta.Los abasíes eran chiíes y descendientes de Abbas, el tío de Mahoma. Los omeyas eran suníes y descendientes de Muawiya, líder suní de Siria. Los partidarios de Alí, yerno de Mahoma, no llegaron al poder ni fundaron dinastía alguna.Los fatimíes eran chiíes y se decían descendientes de Fátima, la hija predilecta del Profeta. Su dinastía reinó en el Magreb entre los siglos x y xii, gobernando también Egipto y Siria. Fueron los fundadores de El Cairo.