Capítulo I
Los pueblos sometidos
Las naciones son como las personas.
Gozan de una etapa de juventud que puede o no ser esplendorosa;
después llega un periodo más o menos largo de madurez que puede ser
fructífera o vana; y finalmente alcanzan la decadencia que dura,
según las circunstancias, un tiempo corto o prolongado hasta la
total desaparición. Pero también, como las personas, las naciones
tienen la oportunidad de perdurar en el tiempo y de, aun cuando
desaparezcan, dejar señales imperecederas de su existencia. Y
también algunas consiguen durante el periodo de decadencia un
renacimiento más o menos duradero.
Algo así sucedió con Egipto, Grecia
y Roma que disfrutaron de una época juvenil de máxima brillantez,
tuvieron una madurez muy productiva y tras su decadencia y
desaparición definitiva dejaron un rastro de cultura, sabiduría y
arte que todavía hoy nos asombra. Y también sucedió algo
extraordinario con el pueblo hebreo, que una vez conquistó la
tierra de Canaán, que la perdió mil veces y ha vuelto a ella al
cabo de los siglos.
LA MUERTE POLÍTICA DE
GRECIA
Alejandro Magno murió en 323
antes de nuestra Era. Antes de morir, en los pocos años que le tocó
vivir, conquistó una gran parte del mundo y creó un imperio que
implantó la cultura griega en tres continentes. Pero es frecuente
que los hijos malgasten y despilfarren la fortuna que con tanto
esfuerzo les legaron sus padres y, de la misma forma, aquel vasto
imperio desapareció al poco tiempo de la muerte de su fundador
porque sus sucesores, los llamados Diádocos, primero se lo
repartieron y después lo desbarataron luchando unos contra otros
hasta disgregarlo, debilitarlo y dejarlo casi inerme a merced de
nuevos conquistadores, nuevas naciones que llegaron con todo el
vigor y el entusiasmo de la juventud, dispuestas a devorar el
mundo.
En 217 antes de nuestra Era,
dos de estas nuevas naciones fuertes y poderosas chocaban con
estrépito haciendo vibrar el Mediterráneo. Roma y Cartago se
disputaban con saña la hegemonía que un día perteneciera a Egipto o
a Grecia.
Pero ni Egipto ni Grecia
escucharon el estruendo de las Guerras Púnicas y ninguna de ellas
se apercibió de que Roma se dibujaba ya como heredera del imperio
descuartizado de Alejandro. El destino la estaba sin duda señalando
con dedo firme, pero las otras naciones no vieron la señal. El
motivo de tal sordera fue el que ha propiciado las grandes
invasiones a lo largo de la Historia. Sus dirigentes disputaban
entre sí, empleando toda su energía y todos sus recursos en
combatir cada uno al otro y el murmullo que levantaban les impidió
oír la estridencia de las armas romanas y cartaginesas.
Grecia nunca fue un país, sino
un conjunto de estados y ciudades-estado que se aliaban o se
enfrentaban según las circunstancias. Y, en la época de la que
hablamos, la semilla de la discordia llevaba ya largo tiempo
fructificando, propiciando la decadencia y la debilidad. Las
ciudades griegas eran más enemigas entre ellas de lo que podían
serlo de cualquier posible enemigo o invasor extranjero. Cuenta
Polibio que era tanta la inquina que cada Estado guardaba para los
demás, que parecía como si hubieran decidido exprimir hasta la
última gota de sangre y explotar hasta el último ápice de energía e
invertirlas en destruirse y eliminarse mutuamente, de forma que no
quedara el menor rescoldo de fuerza cuando llegara el nuevo
extranjero invasor.
LOS DIÁDOCOS
Alejandro Magno
murió antes de que naciera su hijo Alejandro IV, el heredero
legítimo de su colosal imperio. Eso dio lugar a una intensa lucha
entre aquellos de sus generales que eran partidarios de mantener la
unidad del territorio conquistado y los que creían más acertado
dividirlo en zonas geográficas que facilitaran su gobierno.
Finalmente lo dividieron y se llamó período de los Diádocos a la
etapa en la que los generales de Alejandro se repartieron las
satrapías, las jefaturas y los poderes reales del imperio.
Cuando nació el hijo póstumo de Alejandro quedó confinado junto con
su madre bajo la tutela de los generales. El ejército llegó a
proclamarle rey, pero no vivió lo suficiente para reinar, porque el
más audaz y ambicioso de los Diádocos, Casandro, asesinó al niño y
a la madre y se proclamó rey.
El imperio se debilitó por las continuas luchas entre los generales
y los constantes cambios de poder, que llegaron a desestabilizar
las ciudades y a dejar sin recursos y en total bancarrota a
territorios que, como Egipto, habían conocido el mayor poder y
esplendor de la historia.
Este historiador griego
objetivo y riguroso cuenta como Agelao peroraba ante los griegos
reunidos en Naupacta, les exhortaba a poner fin a sus pueriles
diferencias y a unirse para velar por la salud común, porque en
Occidente se veían crecer y amontonarse temibles nubes de tempestad
que pronto vendrían a descargar sobre sus cabezas.
En vano trató Agelao de
convencerles, pues, aunque sus palabras conmovieron a los
presentes, pudo más el peso de los odios hereditarios y las
contiendas seculares que las recomendaciones de la prudencia.
Argumentó que si todas las naciones helénicas se considerasen un
cuerpo, con Macedonia como cabeza, y armasen sus múltiples brazos
con espadas y lanzas, el suelo sagrado de Grecia se vería libre.
Pero si continuaban desgastando sus exiguas fuerzas en ataques y
escaramuzas, el vencedor de aquella lucha de titanes que se
desarrollaba en el Mediterráneo, fuera cual fuera, volvería antes o
después su mirada ávida de riquezas hacia el mundo griego.
Mientras, Roma aguardaba el
momento oportuno. Los enfrentamientos entre las ciudades griegas y,
dentro de cada ciudad, entre los distintos partidos, eran
precisamente lo que los romanos necesitaban para tener suficiente
tiempo para deshacerse del enemigo cartaginés, rearmarse y
dirigirse, sin vacilaciones, hacia lo que quedaba de aquel gigante
exhausto y decadente que era el mundo heleno.
Pero el mundo heleno, lejos de
seguir los consejos de los que, como Agelao, pedían unidad y
entendimiento, empezó a ver en Roma la posible solución a sus
viejas querellas y, tan pronto se presentaron en Grecia las
primeras legiones romanas, se formó un partido a su favor
[1] .
Así cavaron los griegos su
propia tumba con sus propias manos, porque los romanos, guerra tras
guerra, batalla tras batalla e invasión tras invasión, fueron
borrando del mapa uno a uno los estados griegos y convirtiéndolos
en provincias o en regiones sometidas, eliminándolos para siempre
de la lista de países del mundo.
Así murió Grecia, pero solo
políticamente, porque Roma, que capturó a Grecia por las armas, fue
capturada por ella por el espíritu. La cultura, la filosofía, la
religión y el pensamiento helenos no solamente apresaron a Roma,
sino que conquistaron, a través de ella, todo Occidente.
DE IMPERIO DE FARAONES A
PROVINCIA ROMANA
Los griegos eran soberanos de
Egipto desde la conquista de Alejandro Magno, en el siglo IV antes
de nuestra Era. En el reparto del Imperio que se llevó a cabo a la
muerte del macedonio, Egipto correspondió a Tolomeo quien
estableció la capital en Menfis, aunque él y sus sucesores
prefirieron residir en Alejandría donde reposaban por entonces los
restos de Alejandro y donde se estableció el centro económico y
político del país.
Ruinas del templo de Apolo en
Delfos Los Estados griegos desaparecieron de la
lista de naciones para convertirse en provincias romanas, pero la
muerte de Grecia fue solo política porque su cultura conquistó a
Roma y a todo Occidente.
Aunque Tolomeo trató de
mantenerse al margen de las guerras encarnizadas que se produjeron
entre los restantes generales de Alejandro, sus herederos
terminaron por involucrarse en ellas, porque las querellas se
propagaron a sus sucesores y a los sucesores de estos.
En el siglo III antes de
nuestra Era, Tolomeo III se autoproclamó «dueño del Mediterráneo y
del Mar de la India» porque había conseguido con sus victorias y
las de su antecesor Tolomeo II dar a Egipto la hegemonía del
Mediterráneo y llevarlo al apogeo de su poder y su riqueza. En
aquella época, Alejandría reunía en su Museo y en su Biblioteca a
los intelectuales más destacados del momento, que acudían llamados
por el esplendor de la ciudad y las excelentes retribuciones que se
ofrecían a los artistas, científicos, filósofos y literatos.
Hacia el año 50 antes de
nuestra Era, Roma sufrió una grave crisis financiera. Un problema
que el triunvirato, entonces gobernante, formado por César, Pompeyo
y Craso, decidió solucionar echando mano de los recursos, casi
míticos, de Egipto. Quiso la casualidad que, por aquellos días, el
pretendiente al trono egipcio, Tolomeo Auletes, requiriese la ayuda
de sus buenos amigos romanos para resolver un conflicto familiar y,
para que su demanda no cayese en saco roto, la apoyó con una
importante suma de dinero más el regalo de una interesante
propiedad, Chipre. Con ello consiguió no solamente el apoyo de Roma
para convertirse en Tolomeo XIII, sino la consideración de amigo y
aliado.
Murió Craso luchando contra
los partos y los restantes triunviros. César y Pompeyo, se
enfrentaron en una guerra civil que terminó trágicamente para
todos. Pompeyo cometió el lamentable error de refugiarse en Egipto
huyendo de las iras de César y Tolomeo cometió otro error mucho más
lamentable: hacerle cortar la cabeza, creyendo que así César le
estaría eternamente agradecido.
Un error que le costó el
trono, porque César corrió enfurecido a Alejandría, allí se dejó
enredar por la hermana de Tolomeo, Cleopatra, se casó con ella y
terminaron ambos reinando en Egipto.
PERIODO HELENÍSTICO
Se llama período
helenístico a la etapa histórica de Grecia y del helenismo después
de Alejandro Magno. «Helenístico» significa griego o casi griego.
Tras las conquistas de Alejandro, los griegos se repartieron por
Asia y Egipto, llevando consigo su cultura y difundiendo su ciencia
y su filosofía, enriquecidas por las aportaciones e
interpretaciones de otros pueblos y otras razas.
Al año siguiente, César murió
asesinado en Roma y se formó un nuevo triunvirato entre Octavio,
Lépido y Marco Antonio. Un segundo triunvirato que terminó igual
que el primero. Lépido murió y Octavio y Marco Antonio se
enfrentaron por tierra y por mar, después de repartirse el mundo en
oriental y occidental y después de que Marco Antonio se dejara
asimismo prender en las redes de seducción de Cleopatra, que estaba
dispuesta a todo con tal de convertir su reino en el más poderoso
del mundo.
Todo acabó en el mayor de los
desastres. Octavio venció a Marco Antonio en Actium. Él y Cleopatra
se suicidaron en Alejandría para no oír el estrépito de las
legiones de Octavio pisando suelo egipcio. Así quedó el otrora
poderoso imperio de los faraones incorporado a Roma como una
provincia más. Una provincia más del nuevo imperio que se dibujaba
ya con el perfil arrogante de su primer emperador, Octavio Augusto,
y que vino a heredar el esplendor y el poder de dos antiguos
imperios ya sometidos. Pero para el pueblo de Roma, aquello terminó
con su libertad democrática, porque Augusto, como se le conoció
desde entonces, se arrogó el poder absoluto y no compartió con el
Senado más que el poder administrativo. Después de someter a tantas
naciones, la misma nación romana quedó sometida a un solo poder: el
del emperador.
FIN DE LOS MACABEOS, LA
ÚLTIMA ESPERANZA DE ISRAEL
Para el pueblo judío la causa
de las calamidades, invasiones y exilios que le tocó sufrir fue que
se apartara de la ley de Dios. Dios se había revelado a Abraham
como Yahvé y había establecido con él una alianza que duraría por
los siglos de los siglos, según la cual, el pueblo hebreo tendría
derecho divino a la tierra de Canaán y, a cambio, debía aceptarle
como único dios nacional. Para firmar el pacto, Abraham aceptó el
rito de la circuncisión que diferenciaría siempre a los judíos de
los demás pueblos, los cuales se convertirían desde entonces en
«los incircuncisos», los «gentiles».
Pero los judíos no siempre
fueron fieles a Dios, porque muchas veces se dejaron influir por
los demás pueblos y cometieron abominaciones para ellos tan
imperdonables como la idolatría.
Y esas faltas les acarrearon
castigos divinos en forma de catástrofes, invasiones,
humillaciones, éxodos y diásporas.
En el siglo VI antes de
nuestra Era, Nabucodonosor los llevó prisioneros a Babilonia.
Tiempo después, Ciro les devolvió la libertad y restauró la nación
hebrea, tras de lo cual, muchos se establecieron en Mesopotamia,
otros en Egipto y otros se dispersaron por todo el
Mediterráneo.
Cuatro siglos más tarde, los
seleúcidas, descendientes de otro de los generales de Alejandro,
Seleuco, que llevaban muchos años enfrentándose a los de Tolomeo,
conquistaron la tierra prometida a la que Moisés, según la
tradición, condujera un día al pueblo hebreo. Antíoco III, rey
seleúcida, venció a Tolomeo V y Judea pasó a manos de esta
dinastía. A partir de entonces, todo fue de mal en peor hasta que
Matatías, el sumo sacerdote judío, se rebeló contra el opresor y
juró que, aunque todos los demás le obedecieran, él y sus hijos
solamente obedecerían a Dios.
Pero aquello no quedó en
palabras. Cuentan que, mientras el sacerdote se enfrentaba a los
esbirros del rey Antíoco, vino un judío a ofrecer un sacrificio a
los dioses griegos y Matatías, enfurecido, levantó su espada y le
decapitó allí mismo sobre el altar profanado. Y, no teniendo ya
nada que perder, degolló al comisario del rey. Acto seguido, huyó
con sus cinco hijos al monte donde se le fueron uniendo otros
judíos que no estaban dispuestos a tolerar el escarnecimiento de su
Ley. Con el tiempo, se organizaron y al año siguiente, cuando murió
Matatías, coronaron rey de Judea a su hijo mayor, Judas
Macabeo.
Fue una buena elección porque
el hijo de Matatías condujo a su pueblo a la victoria. En 163 antes
de nuestra Era, Jerusalén había sido liberada y purificada y el
Templo se había vuelto a consagrar. Pero los días de vino y rosas
no fueron largos, como bien señala la misma Biblia. Al año
siguiente, Antíoco IV se enfrentó a Judas Macabeo y así siguieron
las luchas durante años, hasta que Judas Macabeo murió en batalla y
el rey seleúcida Demetrio I nombró gobernador de Judea a Jonatan,
el hermano del héroe fallecido. Además de gobernador Jonatán fue
sumo sacerdote, el primer sumo sacerdote Macabeo.
El reino Macabeo alcanzó la
cúspide del poder en 103 antes de nuestra Era, siendo Alejandro
Janneo gobernador de Judea. En aquella época, los judíos habían
sometido Samaria e Idumea, sus dos grandes enemigos, y habían
conquistado Galilea. Habían destruido el templo samaritano y habían
obligado a los idumeos a adoptar el judaísmo. Es importante retener
este dato y saber que el pueblo idumeo fue siempre considerado
enemigo por el pueblo judío, a pesar de haber adoptado aquel su
religión y su ley. Y es importante porque un día vendría de Idumea
un gobernador que rigió los destinos del pueblo judío a pesar del
odio y del rechazo: Herodes el Grande.
El poder de los Macabeos
terminó de un plumazo cuando Pompeyo, el general que gobernó Roma
junto a César y Craso, derrotó a Antíoco XIII, acabó con el reino
seleúcida y tomó Jerusalén. Hasta entonces, los griegos venían
considerando a los romanos unos bárbaros sin civilizar y los judíos
ni siquiera se habían enterado de su existencia. Pero, en 64 antes
de nuestra Era, Pompeyo anexionó Siria a Roma como otra de sus
provincias y luego marchó con su ejército a Judea donde únicamente
encontró resistencia en Jerusalén.
HERODES EL GRANDE
Todo cuando hemos
leído de Herodes el Grande procede de historiadores judíos, como
Flavio Josefo, y puesto que le consideraron enemigo, no es fácil
saber si fue realmente tan malvado como le han descrito. Lo que sí
sabemos es que durante su reinado hubo paz y prosperidad en Judea,
que reconstruyó el país devastado por guerras e invasiones, y que
engrandeció el Templo.
Por otro lado, Herodes se ganó nuevas enemistades al exigir que la
religión quedara al margen de la política. Pero hay que tener en
cuenta que con ello pudo evitar nuevas represalias de Roma, al
impedir nuevas rebeliones político-religiosas. Recordemos que el
pueblo judío no se caracterizaba precisamente por su prudencia y
estaba siempre dispuesto a alzarse contra el invasor extranjero,
convencido de que Dios daría la victoria a su pueblo elegido, como
había sucedido en tiempos de Judas Macabeo, vencedor de los
seleúcidas. Pero los romanos no eran los seleúcidas, decadentes y
debilitados, sino que eran una potencia pujante y arrogante que no
toleraba desórdenes. Herodes sabía muy bien con quien se
enfrentarían si se levantaban contra Roma y puso todo su empeño en
evitar una venganza mortal como las que tomaron años después Tito y
Adriano contra los judíos.
Herodes tomó por esposa a Miriam, de la familia de los Macabeos,
para fusionar el linaje Macabeo con el suyo, el idumeo, tan odiado.
A pesar de que la amaba tiernamente la hizo asesinar por celos y
nunca pudo sobreponerse al sentimiento de culpa que su mala acción
le produjo. Aunque se volvió a casar hasta diez veces, no consiguió
olvidar a Miriam y con el tiempo se fue consumiendo entre la
melancolía y los temores paranoides. Unos temores, fundados o
infundados, que le llevaron a ejecutar a varios de sus hijos, hasta
el punto que se cuenta que Augusto comentó que prefería mil veces
ser el cerdo de Herodes antes que uno de sus hijos. Murió en el año
4 antes de nuestra Era, odiado y vilipendiado por sus súbditos
judíos.
Sin embargo, a pesar de tanto odio y resentimiento, ningún escritor
ni historiador judío menciona la matanza de los inocentes de que
habla el Nuevo Testamento. Ni siquiera Flavio Josefo, que vertió
sobre él todo su rencor, dice una palabra al respecto.
El sacrilegio de Pompeyo Pompeyo fue el
general romano que incorporó Palestina a Roma como parte de la
provincia de Siria, tomada al reino de los seleúcidas. Al entrar en
Jerusalén quiso contemplar los misteriosos ritos de adoración del
Templo y se atrevió a entrar, a pesar de ser gentil y además en el
día santo de la Expiación, agraviando con su profanación al pueblo
judío.
Pompeyo no tuvo prisa alguna.
Nada le apremiaba. Sabía que la conquista de aquella ciudad antigua
y venerable era cuestión de estrategia. Construyó rampas y colocó
máquinas de asedio con la tranquilidad de saber que nadie le
atacaría, porque tuvo la precaución de hacerlo aprovechando la
inacción del sabbath. Y ya solo tuvo que esperar al
sabbath siguiente para lanzar el ataque. En el día
sagrado, los judíos no tomarían por nada del mundo la iniciativa de
un ataque. El Éxodo (34,21) prohíbe tajantemente trabajar
en sábado. Solamente se defenderían si los atacaban, pero la
defensa llegó tarde porque Roma lo tenía todo dispuesto.
Un siglo después de que
Matatías se levantase contra el invasor Seleúcida, Judea se había
convertido en una provincia romana.
UNA DOCTRINA DE
RESIGNACIÓN PARA LA DECADENCIA
Hemos asistido al fin de tres
naciones, a la humillación de tres pueblos y al sometimiento de
tres reinos. Afortunadamente asistiremos también a la integración
de tres culturas. Tres culturas que se unieron para impregnar un
periodo de la Historia en el que tres pueblos sufrieron el agravio
de la invasión romana.
Estas tres culturas: griega,
egipcia y hebrea, se reunieron en Egipto, porque allí fue donde se
realizó el encuentro entre Oriente y Occidente, la fusión de tres
pueblos heridos de muerte por Roma, que se fundieron en uno solo
para llorar la libertad y la esperanza perdidas.
Gaetano Negri, historiógrafo,
literato y político milanés del siglo XIX, escribió en su libro
La crisis religiosa (ediciones Dumolard, Milán, 1878) que
cuando el ser humano es incapaz de renunciar a la felicidad y esta
se le escapa, solamente le queda llevarla a otra vida
trascendental.
Según este autor, para
conseguir salir de una condición francamente miserable y poder
aceptar una realidad tan inaceptable como la maldad del mundo en
que vivimos, no tenemos más remedio que echar mano de una esperanza
de felicidad en un mundo futuro.
Eso es, sin duda, la base
psicológica de la mayoría de las religiones.
En un momento, por tanto, de
calamidades y desilusiones, el mundo estaba pidiendo a gritos una
filosofía del dolor, una doctrina de resignación, pero no de
resignación gratuita, sino de resignación presente con vistas a una
recompensa futura. Una doctrina que despreciase un presente
ignominioso y ofreciese un futuro reconfortante. Un consuelo para
todos los afligidos, los humillados, los escarnecidos, los
desposeídos, los desesperanzados.
Los judíos lo sabían muy bien.
Habían soportado numerosas invasiones, humillaciones, destrucciones
y expulsiones a lo largo de su historia. De hecho, Jerusalén ha
sufrido sitios, tomas, destrucciones y saqueos desde el siglo X
antes de nuestra Era y el Templo, el Templo con mayúsculas, ha
sufrido profanaciones, saqueos e incendios en numerosas ocasiones
[2] .
El sabbath Es el día sagrado de los
judíos, correspondiente a nuestro sábado, que se inicia a la puesta
del sol del viernes y finaliza a la puesta del sol del sábado. El
sabbath era un festival babilónico de luna llena que los
judíos incorporaron a sus tradiciones durante su exilio en
Babilonia. Forma parte de la alianza establecida con Yahveh y de
ahí su observancia rígida. Adán fue desterrado la víspera del
sabbath y la humanidad volverá a entrar en el Edén a
través del sabbath.
El pueblo de Israel lleva
muchos años esperando al Mesías, al ungido, al enviado, al siervo
de Dios elegido para proclamar la libertad de los cautivos, la
amnistía de los prisioneros, el consuelo de los que lloran, la
alegría de los enlutados, la venganza de Yahveh, la salvación y la
recompensa para la hija de Sión. Así lo dice la profecía de
Isaías.
En el siglo I antes de nuestra
Era, por tanto, desaparecido el estado judío independiente, el
pueblo esperaba con mayor anhelo que nunca la llegada del
libertador. Hubo un momento en que creyeron que Judas Macabeo podía
ser el Mesías, pero la profecía decía muy claro que había de
descender de la casa de David, que aniquilaría al enemigo y que
establecería un reino ideal en la tierra, cuya capital sería
Jerusalén.
Surgieron por entonces
numerosos mesías en respuesta a la necesidad de libertad del pueblo
judío, pero el mismo Herodes se ocupó de aniquilarlos a medida que
brotaron. Herodes debió tener muy en cuenta el peligro que suponía
para los judíos la provocación de un mesías enfrentado a Roma y
capaz de arrastrar a las masas a la lucha y, lógicamente, a la
muerte.
Además de los mesías,
florecieron en Judea varios grupos extremistas que pretendían matar
a todo romano que se atreviera a invadir el recinto del Templo. Su
finalidad, como es lógico, era liberar Judea por la fuerza. Pero su
fuerza era infinitamente pequeña al lado de la gran potencia en que
se había convertido Roma. Y Herodes, suponemos que siempre
intentando hacer de barrera entre Judea y Roma, hizo ejecutar sin
juicio al primer jefe del grupo más fiero, los zelotes o cananeos.
Muerto el jefe, creyó Herodes que los extremistas se disgregarían,
pero no fue así, sino todo lo contrario. Se creó un ala mucho más
extremista de terroristas que consideraban el asesinato y el pánico
un instrumento político. Como llevaban siempre una daga llamada
sica, se les aplicó el nombre de sicarios.
Isaías había profetizado la
venida de un rey fuerte, ideal, enviado por Dios para liberar a su
pueblo y dominar sobre todas las naciones del mundo. Isaías
describió un futuro ideal para alentar a los judíos sojuzgados por
los asirios. Un aliento que el pueblo revivió durante la
deportación a Babilonia y que retomó con gran brío en tiempos de la
dominación romana. Flavio Josefo dio cuenta de los numerosos mesías
que encabezaron revueltas y sediciones contra los romanos, aunque
él no los consideró mesías, sino insurrectos, y describió las
masacres que tuvieron lugar al reprimir Roma los constantes brotes
de rebelión.
Pero el libertador judío no
acababa de llegar y cuantos intentaron encarnarle sucumbieron, ya
fuera a manos de su propio rey, Herodes, o a manos de los
romanos.
Además, las esperanzas de los
judíos no se podían trasladar a una vida futura, porque todo cuando
había de sucederles les sucedería en esta vida. Los autores de la
Biblia no mencionan el alma ni el más allá, sino que los
premios y los castigos se reciben en este mundo. Toda la literatura
apocalíptica que floreció a partir del año 200 antes de nuestra Era
habla de catástrofes terrestres, de juicios universales, de
castigos y de reinos ideales situados aquí en la tierra.
La Puerta de Oro
De las ocho puertas situadas en la muralla de la ciudad antigua de
Jerusalén, solo la Puerta de Oro permanece cerrada desde que los
turcos la sellaron siglos atrás. Se llama también Puerta de la
Gracia porque el Mesías ha de entrar por ella.
Por tanto, mientras las
filosofías griega y romana iban tomando cariz de religiones para
reemplazar a aquellas religiones politeístas que ya no ejercían
influencia mística sobre las gentes decepcionadas de todo, el
pueblo judío veía frustrarse sus esperanzas una y otra vez, a
medida que veía caer la cabeza de uno de sus líderes al que incluso
había llegado a considerar su esperado Mesías.
Flavio Josefo describe en sus
Guerras de los judíos las revueltas que se producían
constantemente en Judea. Estos hechos terminaban en verdaderas
matanzas y en suicidios de los que no se resignaban a perecer a
manos de los soldados de Roma.
Pero el libertador que con
tanto anhelo esperaba el pueblo judío no solamente no llegó, sino
que hoy, al cabo de más de veinte siglos, la Puerta de Oro, la que
solamente el Mesías podrá abrir en la muralla de la ciudadela de
Jerusalén, permanece cerrada a cal y canto.
Capítulo II
El cristianismo antes de Cristo
Las religiones de los antiguos
pueblos del Mediterráneo ejercieron un papel decisivo en la
Historia, no solo en la historia de aquellos pueblos, sino en la de
una enorme parte del mundo, porque fueron el eslabón imprescindible
para la transformación de las religiones primitivas en las
religiones universales que han determinado nuestra historia actual:
el judaísmo, el cristianismo y el Islam.
La cuenca del Mediterráneo fue la
cuna de las religiones monoteístas, porque en ella se forjaron las
imágenes de dioses con rostro y figura de persona que configuraron
los panteones politeístas, las cuales dieron paso más tarde al
monoteísmo, cuando las figuras de los dioses adquirieron
dimensiones gigantescas y cuando el sentimiento de culpa y la
angustia vital de la gente hicieron surgir la figura del dios
redentor que se ofrece en sacrificio para salvar a los hombres que
depositan en él su fe y su esperanza.
EL MITO ES UN ESPEJO
ETERNO
Los mitos son una constante
entre todos los pueblos de todos los tiempos, pero los mitos no son
necesariamente mentiras, sino narraciones de sucesos acaecidos
antes de que se escribiera la historia [3] . Por eso, en todas partes se dan patrones e
incluso detalles muy similares, porque llegan a formar parte del
inconsciente colectivo de los pueblos. El profesor John Francis
Bierlain afirma que el mito es un espejo eterno en el que podemos
vernos a nosotros mismos.
Todas las culturas tienen su
mito de la Creación, en la que un dios se enfrenta al Caos y hace
surgir de la nada a la Tierra y a las luminarias celestes y,
después de poblarla con vegetación y animales, crea una primera
pareja que debe multiplicarse para habitarla.
Todas las culturas nos cuentan
la historia de una inundación que anegó el mundo en castigo a la
perversidad de los hombres y de la que el dios o los dioses
pusieron a salvo a un grupo de justos.
Parece que nos cuentan un
cuento, pero nos pueden estar relatando su explicación del Big Bang
y del periodo de desglaciación que sobrevino a la última glaciación
cuaternaria de hace unos 18.000 años y que dejó los hielos
glaciales más o menos como están hoy o como estaban antes de que el
efecto invernadero se acentuase.
Todos los pueblos primitivos
comparten tres necesidades psicológicas: las de cantar, bailar y
contar historias. Todos necesitan interpretar los fenómenos
naturales de manera simbólica, dándoles un sentido épico, heroico.
Por eso nos sorprendemos a menudo al observar las enormes
similitudes que guardan las leyendas de pueblos geográfica y
culturalmente muy alejados. Por otra parte, los oyentes tienden a
calificar de reveladas las historias narradas en lenguas arcaicas o
plenas de expresiones extrañas.
De la religión revelada que
contienen los libros sagrados de los Veda en la India,
aprendemos que Brahma, después de crear el universo y el mundo,
creó un hombre y una mujer y los hizo superiores al resto de la
creación. Les llamó Adima y Heva y los alojó en un lugar
privilegiado de espléndida vegetación, un paraíso terrenal situado
en Ceilán, del que no debían salir y donde debían adorarle
eternamente. Pero ellos, como era de esperar, desobedecieron, por
lo que el encanto natural que les rodeaba desapareció y se
transformó en tierra inculta que tuvieron que trabajar para
siempre, ellos y sus descendientes.
En la religión persa, Ormuz,
espíritu sin cuerpo y principio del bien, prometió felicidad al
primer hombre y a la primera mujer si se comportaban conforme a sus
preceptos. Pero vino Arimán, el principio del mal, a tentarles con
frutos deliciosos. Finalmente, la pareja terminó expulsada del
lugar feliz y se vio obligada a matar animales para alimentarse y
cubrirse. Y no solo ellos, sino también las siguientes generaciones
fueron malditos.
Y ya sabemos lo que cuenta el
Antiguo Testamento sobre Adán y Eva y el paraíso terrenal.
También pueden parecernos cuentos infantiles pero, si somos capaces
de vislumbrar lo que subyace a tanto símbolo común, a tantas
culturas, encontraremos la descripción del tránsito del homínido al
hombre y la adquisición de lo que le separa de los animales, la
conciencia con la que se elevó por encima del resto de las
criaturas, distinguió entre el bien y el mal y fue dueño de su
destino, pero de un destino maldito que le obligó a trabajar para
vivir y le privó para siempre de la dulce inconsciencia animal que
había vivido anteriormente, sin conocer el sentimiento de culpa y
dejándose gobernar por sus instintos. Y, por si fuera poco, al
erguirse para caminar en dos pies, la hembra hubo de parir a sus
hijos con dolor.
El paraíso
perdido La mayoría de las religiones hablan de un
dios creador, de una primera pareja y de un paraíso perdido. La
historia del pueblo hebreo está narrada en el Antiguo
Testamento mediante mitos que describen situaciones sociales,
políticas y religiosas y en los que cada personaje puede
representar a uno o a numerosos individuos.
No obstante, los mitos son
historia para los pueblos primitivos, mientras que para los pueblos
evolucionados, se supone que nosotros lo somos, los mitos cuentan
la historia de una forma un tanto ingenua y, sobre todo,
antropomórfica, que la hace apta para la comprensión de una mente
primitiva.
El pensamiento primitivo no
es capaz de captar un concepto abstracto y tiene necesidad de
concretarlo, de la misma forma que un niño no puede entender el
concepto abstracto de muerte y ha de referirlo a la muerte de un
animal o de una persona, para poderlo comprender, porque su mente
aún no ha desarrollado el proceso de abstracción y se halla en
etapas de pensamiento concreto. De igual modo, el pensamiento de
los pueblos primitivos concretó las abstracciones del bien, el mal,
la vida, el amor o la muerte, representándolos mediante seres
divinizados, los dioses. Y así también concretó en personajes
antropomorfos situaciones sociales, políticas o religiosas.
En nuestra cultura, el mejor
ejemplo de este tipo de representación es el Antiguo
Testamento, que narra situaciones históricas como si se
tratara de situaciones concretas de personajes de carne y hueso.
Las demás culturas tienen también sus mitos y sus historias
sagradas, como hemos visto, muchas de las cuales coinciden con la
Biblia.
Los hebreos eran nómadas,
pastores que en el segundo milenio antes de nuestra Era recorrían
el Próximo Oriente en busca de pastos para sus ganados de ovejas y
cabras. Pero sabemos que las tribus nómadas despiertan las
sospechas y los recelos de los pueblos sedentarios, esos pueblos
que tienen un lugar de residencia fijo y se dedican a quehaceres
más estables que andar por el mundo en busca de agua o de
pastos.
Junto con los recelos, los
nómadas llegaron a atraerse la ira de los pueblos sedentarios
porque los ganados disputaban la tierra a los productos agrícolas y
allí donde pace el ganado tarda mucho tiempo en volver a germinar
la vegetación. Pero los sedentarios no solamente labraban la
tierra, sino que además eran herreros. Y un herrero sabe construir
un arma con la que herir al enemigo que amenaza sus tierras.
Desde el punto de vista de
los pueblos nómadas, el agricultor malvado atacó al pastor
inocente. Desde el punto de vista de los pueblos sedentarios, la
civilización agrícola se impuso a la nómada y el progreso dio un
paso hacia delante. En el relato de la Biblia, Caín,
agricultor y herrero, mató a Abel, pastor nómada, y después se
retiró al este del Edén, a la tierra de Nod. Y precisamente en la
tierra de Nod, Elam, que está al este del Edén [4] , floreció una civilización que tuvo numerosos
enfrentamientos con los nómadas sumerios.
Otro mito importante es el
que da nombre a las diferentes tribus para identificarlas y conocer
su rumbo. Cada tribu se atribuyó el nombre de un fundador, un
antepasado del que descienden todos y que recibe el nombre de
«patriarca». Algo así hicieron los griegos, formados también por
diversos pueblos y tribus. Los jonios se dijeron descendientes de
Jon, los aqueos, de Aqueo y los helenos, de Heleno.
De la misma forma, el pueblo
hebreo, formado por innumerables tribus y familias, se convirtió en
un solo pueblo con tres patriarcas y doce tribus. Los tres
patriarcas son Abraham, Isaac y Jacob (o Israel) y las doce tribus,
los doce hijos de Jacob, aunque hay que hacer notar que la tribu de
Leví no fue un pueblo sino una casta sacerdotal. Conviene tener
presente que el número doce es un número mágico que corresponde a
los doce meses del año o a los doce signos del Zodiaco. Y doce
fueron los hijos de Jacob, los apóstoles y los dioses a quienes los
egipcios dieron nombre y que después fueron adoptados por los
griegos.
Pero anteriormente, cuando se
empezó a escribir la Biblia, solamente había tres tribus
que dijeron descender de los tres hijos de Noé: Sem, Cam y Jafet.
Según el Antiguo Testamento, Cam fue padre de Canaán y Noé
le castigó a servir como esclavo a sus hermanos. Y es cierto que
los cananeos fueron sometidos y esclavizados por los semitas.
EL VALOR MÍSTICO DE LOS
NÚMEROS
Para los antiguos
babilonios los números tenían un valor místico que provenía de su
relación con los dioses. En tablillas de barro babilónicas se han
encontrado relaciones tan complejas como los nombres de dos genios
que se escriben mediante una fracción en la que se inserta el
nombre de la diosa Ishtar. Uno de los genios es 2/3 de Ishtar y el
otro 5/6 de Ishtar. Esta práctica tenía probablemente la finalidad
de proteger la información sagrada de la curiosidad de los
profanos.
El doce tiene el valor de los signos del Zodíaco. También el siete
tiene valor místico pues coincide con los días de la semana, que
son los que Dios empleó para crear el mundo. Cifra, por cierto, que
los judíos tomaron del mito babilónico de la Creación. En
Babilonia, el número de los demonios era de siete y siete veces
siete, es decir, innumerables e irreductibles (el siete es un
número primo y no se puede reducir).
La semana de siete días tiene origen sumerio, porque en aquella
época solamente se conocían los siete planetas llamados visibles:
el Sol, la Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Además,
la semana de siete días encaja perfectamente en el mes lunar que es
de veintiocho días. Los hebreos aprendieron de los babilonios la
importancia del número siete y por ello se utiliza con tanta
frecuencia en la Biblia. Salomón necesitó, por ejemplo, siete años
para erigir el Templo. José anunció al faraón siete años de
prosperidad y siete de decadencia, al interpretar su sueño de siete
vacas gordas y siete vacas flacas. El Apocalipsis describe siete
ángeles con siete trompetas y siete sellos y está dirigido a siete
comunidades de Asia Menor.
Un mito sumamente interesante
es el del sacrificio del primogénito a los dioses, una costumbre
que practicaban, entre otros, los pueblos semitas. Los fenicios,
por ejemplo, sacrificaban a su hijo más querido al dios del fuego,
Moloch, cuando sufrían grandes desgracias. Diódoro Sículo comenta
que el dios se sintió molesto en una ocasión porque solamente le
sacrificaban niños de familias de baja condición, pero se aplacó en
cuanto las familias aristocráticas le entregaron a sus
primogénitos. En las excavaciones de Megido, Jericó y Guezer se han
encontrado restos de niños enterrados en los cimientos de los
edificios, a los que se sacrificaba para garantizar la solidez de
la edificación.
Las religiones, lejos de
condenar tan bárbaros rituales, los consagraban, porque los pueblos
antiguos consideraban que el mayor sacrificio que se podía ofrecer
a la divinidad no era el de la propia vida, sino la del hijo mayor,
el más querido. Y los hebreos, que eran semitas procedentes de
Caldea, tenían también el hábito de sacrificar a sus primogénitos a
sus dioses (al principio tenían muchos). La misma Biblia
recoge esta costumbre: «Conságrame todo primogénito, todo lo que
abre el seno materno entre los hijos de Israel, tanto de hombres
como de animales» (Éxodo 13).
Encontramos mitos que nos
recuerdan esta práctica cuando el ángel mata a todos los
primogénitos de los egipcios, el faraón manda matar a los varones
hebreos, Herodes ordena degollar a todos los varones de Judea y
cuando Abraham se dispone a sacrificar a Yahveh a su primogénito
Isaac. Abraham se entristece pero lo toma como un ritual lícito que
hay que cumplir.
También Yefté ofrece a Dios
el doloroso sacrificio de su única hija (Jueces 11,
30-39). El sacrificio de un cuerpo femenino a la deidad es un
ritual antiguo que podemos encontrar repetidamente en la historia
de los griegos (Ifigenia, Andrómeda) y en la de otros muchos
pueblos, incluyendo algunos de la América precolombina.
Pero lo que realmente nos
cuenta el mito de Abraham es un paso dado hacia delante en el
proceso de civilización del pueblo hebreo. Recordemos que Abraham
salió de Ur, en Caldea, en la época de penurias de la decadencia de
Sumer, y llegó a Canaán desde donde, al encontrar también miseria y
hambre, emigró a Egipto y allí consiguió buena vida y muchos
privilegios haciéndose pasar por hermano de su mujer, Sara, para
que el faraón pudiera disfrutar de ella (Génesis 12,13).
También era una antigua costumbre de los pueblos primitivos ofrecer
la esposa en señal de veneración o respeto. Abraham la ofreció
posteriormente a Abimelec, rey de Guerar, diciendo que era su
hermana (Génesis 20).
Efectivamente, el pueblo
hebreo emigró a Egipto donde vivió tiempos de abundancia. No hay
más que leer sus lamentos cuando salieron de allí siguiendo a
Moisés y añorando las ollas de carne que comían en tierra egipcia
(Éxodo 16,2). En realidad, los hebreos no eran esclavos,
sino emigrantes y vivían un régimen justo según el cual no tenían
que pagar impuestos, pero tenían que dar a cambio una
contraprestación que consistía en fabricar ladrillos de adobe. Esos
horrores que leemos en la Historia Sagrada y vemos en las
películas sobre los judíos en tierra egipcia no responden a la
realidad, porque, en primer lugar, los egipcios tenían una
legislación muy avanzada que concedía derechos incluso a los
esclavos y, en segundo lugar, ninguna historia, inscripción ni
relato egipcio avala la narración de la esclavitud de los hebreos.
Es más un mito que una historia, un mito que pretende contarnos
algo sumamente importante acerca del pueblo judío, que es su
evolución en contacto con los civilizadísimos egipcios.
De no tratarse de mitos, no
cabe duda que la Biblia daría los nombres de los faraones
y de los personajes importantes que menciona. Pero podemos leer que
Salomón se casó con «la hija de Faraón» aunque no se indica el
nombre de la hija ni el del padre; como tampoco aparece el nombre
de la famosa reina de Saba; ni el nombre del faraón que encumbró a
José y le hizo su visir. Ni siquiera aparece el nombre del famoso
faraón opresor de las películas que, según cuenta el
Éxodo, persiguió enconadamente a Moisés y a su pueblo. Y,
sin embargo, se cita explícitamente el nombre del rey de Tiro,
Hiram, al que encargó Salomón los materiales para el Templo, así
como al faraón Nekó (2 Reyes 23, 29), que mató a Josías en
Megido. También pueden leerse repetidamente en la Biblia
los nombres de Nabucodonosor, Ciro y Antíoco.
Por tanto, una de las cosas
más importantes que aprendieron los hebreos en tierras egipcias fue
abandonar su bárbara práctica de sacrificios humanos. Los egipcios
jamás hubieran sacrificado a una persona a sus dioses, que eran
bondadosos y comprensivos y no sanguinarios ni vengativos como los
dioses semitas.
Esa transición es la que
narra el mito de Abraham cuando está a punto de sacrificar a su
hijo y aparece un ángel que cambia al niño por un carnero
(Génesis 22). No más sacrificios humanos.
Más adelante, Dios prefirió
la misericordia a los sacrificios (Oseas 6.6) cuando los
dioses sanguinarios de los hebreos, Elohim (que significa
«dioses»), se hubieron humanizado con el contacto egipcio y se
hubieron convertido en Yahveh (nombre propio de una
divinidad).
Y, como ya hemos dicho que
los mitos son universales, encontramos una historia similar en la
India que narra el tránsito de los sacrificios humanos a los
sacrificios de animales y ofrendas de flores u objetos inanimados.
Adgigata, como Abraham, fue un hombre bueno y justo y, como él,
aunque predilecto de Brahma, no pudo tener hijos hasta una edad muy
avanzada, en la que su esposa concibió ya de forma milagrosa. Pero
también Brahma pidió a Adgigata que le sacrificase a su único hijo,
tan amado y tan esperado. Y asimismo, cuando Adgigata se disponía a
cumplir la demanda de Brahma, una paloma acudió puntual a librar al
niño del holocausto y, además, a advertir al padre que aquel niño
tan amado y esperado tendría larga y fructífera vida, porque de su
estirpe nacería la virgen destinada a concebir el fruto celestial
del germen divino.
El mito de Abraham, que
representa una etapa del pueblo hebreo durante el periodo egipcio
de la XII dinastía, nos dice que los judíos adquirieron no
solamente civilización de los egipcios, sino también sus costumbres
y, sobre todo, la idea de un Dios universal que, como Amón-Ra,
existía por sí mismo.
LA HERENCIA EXTERNA
Los hebreos aprendieron muchas
otras cosas de los egipcios, por ejemplo, la costumbre de la
circuncisión. La circuncisión consiste en extirpar parcialmente el
prepucio y se ha dicho que podría haber sido una medida de higiene,
pero parece más bien un rito de fertilidad que practicaban los
egipcios y, dicen que por influencia de estos, los cananeos. Los
judíos lo adoptaron como adoptaron numerosas costumbres egipcias y
cananeas.
La circuncisión es, desde
entonces, el rito de iniciación del varón en el judaísmo y
constituye una señal de identidad frente a los incircuncisos. San
Pablo eximió de esa práctica a los gentiles que se acercaron al
cristianismo, lo que estableció una nueva marca de separación entre
los judíos y los cristianos [5] .
La circuncisión La ceremonia de la
circuncisión tiene lugar a los ocho días del nacimiento, según
ordena el Génesis (17, 10-12): «os circuncidaréis la carne del
prepucio y esto será la señal de alianza entre yo y vosotros. Todo
varón será circuncidado entre vosotros a los ocho días».
Otra costumbre heredada o
aprendida en Egipto, que cita también Herodoto, fue la prohibición
de la carne de cerdo, algo de que los egipcios abominaban porque
Set, el maligno, hirió al dios Horus convertido en cerdo
negro.
Para los egipcios y también
más tarde para los judíos, los pueblos que no practicaban estas y
otras costumbres no estaban tan cerca de Dios como ellos y los
despreciaban porque los consideraban sucios. De hecho, los
circuncisos se sentían orgullosos y superiores a los demás en
limpieza.
Junto con la prohibición de la
carne de cerdo, el Levítico (11,3 y 11,7) señala animales
impuros que no pueden comerse, es decir, impone unas normas
dietéticas y unos rituales complejos para los judíos (casi todos
seguidos más tarde por los musulmanes) que, según apunta Isaac
Asimov, podían muy bien ir encaminados a apartarles del contacto
próximo con los gentiles. El rito que más aproxima a las personas
es compartir una comida y se hace muy difícil compartirla en tales
circunstancias.
Ella te aplastará la
cabeza Entre los relieves que decoran el altar de
Pérgamo, se distingue la sandalia de Afrodita pisando la cabeza de
un gigante caído. Recuerda la frase del Génesis: «pondré enemistad
entre tú y la mujer y ella te aplastará la cabeza».
Pero lo más importante de la
herencia egipcia no fue ni la circuncisión, con todo su significado
simbólico de estrecha alianza con Yahveh, ni las normas dietéticas
ni el abandono de los sacrificios humanos, sino el concepto de un
dios único, es decir, el monoteísmo.
Dice Isaac Asimov que el
monoteísmo empezó a aparecer en el Antiguo Testamento en
los escritos del periodo posterior al cautiverio de Babilonia. En
586 antes de nuestra Era, Nabucodonosor tomó Jerusalén, destruyó el
Templo y se llevó al pueblo hebreo a Babilonia, donde vivieron en
cautiverio hasta que Ciro, casi cincuenta años más tarde, tomó
Babilonia y devolvió al pueblo judío su nación, permitiéndole
regresar a Judea. Ciro fue su salvador, por lo que en muchas citas
se le denomina «el Ungido».
Isaac Asimov cuenta en su
Guía de la Biblia que, a la muerte de Nabucodonosor, los
escribas judíos reunieron los escritos disponibles para formar el
Antiguo Testamento. Y en los libros que surgieron se
aprecia, además de la influencia egipcia, la de los babilonios y
los persas. Según dice este autor, los libros del Antiguo
Testamento tomaron su forma definitiva hacia el año 459 antes
de nuestra Era, aunque todavía quedaban muchos por escribir, que se
fueron produciendo posteriormente. Y en esa época habían ya
recibido la influencia de los egipcios y de los babilonios. La de
los persas no tardó en llegar, porque hacia el año 400 antes de
nuestra Era, estos ya dominaban Asia y habían extendido su religión
reorganizada por Zoroastro, según la cual, Ahura Mazda (Ormuz) «es
el que es, su ser es el existir y su esencia es divina».
Zoroastro (versión latina de
Zaratustra) había difundido una nueva doctrina que se extendía
rápidamente por todas partes, porque era tan dual como lo es el ser
humano y simbolizaba tan a las claras la lucha que todos libramos
en nuestro interior, que todos quedaban maravillados al escucharla
y se adherían fervorosamente a ella. Ahura Mazda, el dios persa
principio del bien, llamado también Ormuz, se había enfrentado con
un ejército de espíritus angélicos al principio del mal, Arimán,
que luchó ferozmente al frente de una legión de espíritus malignos,
los devas.
Los devas, por cierto, eran
los espíritus del bien en la India, pero algunos pueblos
convirtieron a los dioses del vecino en los demonios del suyo.
Belcebú, por ejemplo, era un dios fenicio al que nuestra cultura
convirtió en demonio. Otro tanto sucede con Lilith, una diosa
mesopotámica que los judíos convirtieron en un demonio
femenino.
Así heredó el judaísmo los
ángeles de los persas; la moralidad de los egipcios y los
babilonios; la idea egipcia de que la Humanidad es el rebaño y Dios
es su pastor y la de que el hombre fue creado por Dios a su imagen
y semejanza; el nombre de Satán se aplica al demonio después del
destierro en Babilonia, ya que antes se le llamaba «el
enemigo».
El mito del ángel caído, que
se rebeló contra su Creador y la batalla librada por ejércitos
angélicos contra legiones de demonios que terminaron arrojados a
los infiernos, apareció entre el pueblo judío en el siglo I antes
de nuestra Era, heredado de la descripción de Zoroastro y
probablemente del mito griego de la rebelión de los titanes y los
gigantes contra Zeus que quedaron aprisionados bajo la tierra tras
su derrota. Al contemplar los relieves que decoran el altar de Zeus
en Pérgamo y que describen escenas de la lucha de los dioses contra
los gigantes, destaca la escena de una sandalia de la diosa
Afrodita que pisa desdeñosa la cabeza de uno de los gigantes caídos
y que nos recuerda una frase bíblica: «Pondré enemistad entre tú
(la serpiente, el diablo) y la mujer (Eva), entre tu linaje y el
suyo y ella (María para los cristianos) te aplastará la cabeza».
(Génesis 3,15).
Así se influyeron y
penetraron mutuamente las culturas del Mediterráneo, intercambiando
deidades, ritos y cultos, en un proceso de sincretismo que empezó
por una disminución importante del número de dioses para
encaminarse al monoteísmo. Y la influencia vino de la mano de las
relaciones económicas y sociales que originó la penetración
cultural mutua.
UN MONOTEÍSMO
INDECISO
Los hebreos conocieron sin
duda el monoteísmo en Egipto. De hecho, la Biblia cuenta
que Abraham, que vivió en Egipto, estableció la alianza con aquel
dios desconocido e innombrable, que se le reveló un día con el
nombre de Yahveh.
Pero ya dijo Engels que no es
fácil mantener mucho tiempo la abstracción de un dios único
incognoscible e innombrable, aunque se le ponga nombre, sino que la
única manera de que el monoteísmo perdure es hacer concesiones al
politeísmo.
Pero la misma Biblia
reconoce que la alianza no fue constante, ya que el monoteísmo fue
interrumpido por etapas de politeísmo. Así leemos en Oseas
1,9: «Vosotros no sois mi pueblo ni yo soy vuestro Dios» y
sabemos que en varias ocasiones el pueblo judío se dio a la
adoración de dioses falsos, ídolos y animales.
El tema central de los libros
de la Biblia que forman el canon judío es siempre la
alianza entre Dios y el pueblo hebreo. La primera mención aparece
en el Génesis (15,18), cuando Dios prometió a Abraham y a
sus descendientes la tierra de Canaán, a cambio de que ellos
aceptasen y respetasen la Ley que se les daría más adelante en el
monte Sinaí, según narra el Éxodo (34,27).
Uno de los cultos más
recurrentes fue el del toro, el famoso becerro que tanto disgusto
causó a Moisés, seguramente heredado del dios Apis egipcio, el que
asume la forma de toro o de la diosa egipcia Hator, cuya
representación es una vaca.
Pasado el tiempo, Jeremías
(31,31) habló de la renovación de la alianza con Dios y de la
vuelta al buen camino, cuando ya no sería necesario enseñar
siquiera a los niños el nombre de Yahveh porque todos le
conocerían. Una nueva alianza de la que quedó prendido el
cristianismo.
Jeremías (44) da fe de cómo
Dios se enojó por la abominación de adorar a otros dioses y de cómo
su ira destruyó las ciudades de Judá, «hoy son una ruina donde no
hay un solo habitante, por el mal que cometieron ofendiéndome». Y
les amenaza con enfrentarse a ellos irremediablemente y con
exterminar a todo Judá. Su pecado ha sido ofrecer incienso a los
dioses de Egipto. Isaías (44) narra el pleito entre Yahveh y los
ídolos y el restablecimiento del pueblo de Dios.
Cuando Nabucodonosor tomó
Jerusalén y destruyó el Templo, los hombres santos judíos trataron
de explicarse a qué se debía tanta desdicha como sufría su pueblo.
Jeremías interpretó que todo el pueblo hebreo era culpable por su
deslealtad para con su Dios, por haber llegado al materialismo
religioso y al politeísmo.
Con el contacto con otros
pueblos más civilizados, la religión judía se impregnó de moral. Ya
en tiempos de Salomón se había abierto la puerta de Judea a las
nociones morales de los egipcios, que entonces predicaban los
moralistas Amenemope, Ani y PtaHotep, el visir sabio. Una moral que
fue la más avanzada de su época y que describiremos en el capítulo
III.
Los profetas judíos hicieron,
sin duda, suya la moral egipcia, que aparece en los
Proverbios y en los textos del Eclesiástico,
escrito hacia 180 antes de nuestra Era, pero no aceptaron la idea
del más allá, del viaje del alma por el mundo subterráneo, el
juicio a que ha de enfrentarse todo ser humano y el premio o
castigo que le sigue. Para ellos, los premios y los castigos
estaban en este mundo. Dios castiga en los descendientes los
pecados de los padres, como podemos leer en Éxodo (20,5)
«soy un dios celoso que castiga en los hijos las faltas de los
padres hasta la tercera y cuarta generación».
Cuando Ciro restauró la
nación judía tras liberarla de los babilonios, se creó un estado
teocrático gobernado por la casta sacerdotal, los levitas. El cargo
de sumo sacerdote era hereditario y este gobernaba en nombre de
Yahveh, el único dios. Aquí también pudo influir el concepto
babilónico de que el rey ejecuta la voluntad del dios: «Lo que el
dios ata, aquí se ata», frase que no puede por menos que remitirnos
al Evangelio según San Mateo (16,19): »Lo que atares en la
tierra, quedará atado en el cielo».
Los egipcios eran, como
sabemos, politeístas, pero incluso en las características de sus
dioses se aprecia la gran inteligencia y progreso del pueblo
egipcio. Sus dioses, además de bondadosos y pacíficos, no eran
omnipotentes ni podían, por tanto, modificar el curso de los
acontecimientos cósmicos, no eran omniscientes y, además, aceptaban
a los otros dioses y a los otros cultos.
Maat representaba la verdad, la
justicia y el orden en el antiguo Egipto y todo estaba sometido a
este principio. No era propiamente una diosa, aunque se
representaba con figura femenina, sino un principio abstracto que
todo lo gobernaba. El mismo faraón debía gobernar conforme a la
verdad, al orden y a la justicia. De lo contrario, el castigo que
le esperaba en la otra vida era realmente temible.
Entre las deidades egipcias,
muchas de ellas representadas por animales, una había alcanzado un
alto nivel de abstracción:
Maat era a la vez el orden,
la verdad y la justicia, porque todo debía estructurarse conforme a
Maat, es decir, conforme al orden, a la verdad y a la justicia. Se
representaba con forma femenina, pero no era una diosa, sino un
principio ético que afectaba a todo el mundo egipcio, empezando por
el faraón.
Porque el faraón no era el
personaje caprichoso y despótico que nos han presentando algunas
historias bastante sesgadas, cuya finalidad era, sin duda, poner de
relieve los méritos del héroe que vence a tan formidable enemigo.
Según los Textos de las Pirámides, el propio faraón
solamente se podía salvar si era justo, ya que los conceptos
político y religioso del poder se habían fusionado en la justicia.
Todo hombre, no solamente los reyes y los sacerdotes, podía
alcanzar la vida eterna si sus actos merecían el cielo, donde la
recompensa suprema era gozar de los atributos de la divinidad, pero
este premio, es importante recordarlo, había que merecerlo
comportándose en la vida conforme a los principios de Maat y esa
condición incluía por igual a reyes, príncipes, sacerdotes y pueblo
llano.
La forma de distinguir a
quienes habían merecido la recompensa final era pesando su corazón
en el juicio final que se celebraba tras la muerte. Para los
egipcios, el corazón era la sede de los actos morales, donde
radicaba la capacidad de ejercer el bien o el mal. El corazón
humano era, pues, el correlato terrestre de la Maat
celestial.
Los egipcios eran, como hemos
dicho, politeístas, pero en tiempos de Amenofis III, algo cambió en
su religión. Amón-Ra, que hasta entonces había sido el Sol, el
astro solar, empezó a aparecer en los himnos como el misterioso, el
único, el que no tiene nombre, no tiene forma aparente, el que es
uno e invisible.
Todos los demás dioses no son
más que distintos aspectos de Amón-Ra. De esto a la revolución
religiosa que surgió en Amarna durante el reinado de Amenofis IV
(1370-1352 antes de nuestra Era), hijo del anterior rey, no hay más
que un pequeño impulso, el que propició el primer faraón monoteísta
de la Historia.
La Estela de la
Restauración de Tutankhamon describe con detalle cómo fue y
cómo se desarrolló aquella revolución religiosa que se inició en la
escuela sacerdotal del templo solar de On, en Heliópolis, donde
parece que nació la idea de un dios único y excluyente, es decir,
no solamente de un monoteísmo, sino de una intolerancia religiosa
que llegó a extrañar profundamente a todos los que no la
profesaron. Una revolución religiosa que no solo estableció la fe
en un único dios, Atón, sino que prohibió tajantemente la adoración
de otros dioses y se ocupó de destruir todas las representaciones
físicas de dioses y diosas, porque Atón era incorpóreo, espíritu
puro y no tenía representación física. El verdadero Dios no tiene
forma.
Comoquiera que los sacerdotes
de Amón se opusieran a la exclusividad de Atón, llevó Amenofis IV
su fanatismo religioso hasta el punto de destruir todas las
inscripciones que incluyeran el nombre de Amón y reemplazarlas por
el de Atón. Para ello empezó por su propio nombre, Amenofis (o
Amonhotep), transformándolo en Akhenatón. Y llegó en su celo a
hacer revisar uno por uno los monumentos religiosos para cambiar la
palabra «dioses» por la de «Dios».
Esta religión, auspiciada y
fortalecida por el faraón Amenofis IV, duró oficialmente diecisiete
años, es decir, los años que duró su reinado. Y decimos
oficialmente porque parece que, aunque a la muerte del faraón se
exterminó todo vestigio del culto a Atón, hay autores que afirman
que la escuela sacerdotal de Heliópolis mantuvo la llama oculta del
monoteísmo y es posible que aquella fuera la misma llama que
prendió, tiempo después, en los hebreos emigrados a Egipto y en un
griego ilustre que visitó aquella escuela y del que hablaremos en
el capítulo III, Pitágoras de Samos.
Recordemos que el Antiguo
Testamento menciona a Elohim, para referirse a Dios, cuando
esa palabra significa dioses, en plural, y más adelante, cuando
Abraham estableció su alianza con Dios, ya se le llama Yahveh. Hay,
por cierto, otra palabra para denominar a Dios en la
Biblia, que es Adonai. El Adonai hebreo es, según algunos
lingüistas, pariente del Adonis sirio y del Atón egipcio.
UNA CONTRARRELIGIÓN
REVOLUCIONARIA
Parece que con Moisés sucedió
lo contrario que con Akhenatón. Después de la muerte de este
faraón, se borraron sus inscripciones y se eliminó cualquier rastro
de la religión monoteísta que implantó. Sin embargo, a pesar de
haberle sometido, a él y a su obra, a una verdadera damnatio
memoriae, en el siglo XIX se descubrió toda su historia. En el
caso de Moisés parece que fue al contrario. Según Jan Assman, no
existen pruebas de su existencia histórica y, sin embargo, su
personalidad se ha venido desarrollando como la encarnación de la
liberación y del monoteísmo [6] .
Akhenatón hizo precisamente
todo lo que se dice que hizo Moisés, en lo que a implantación del
monoteísmo se refiere.
Abolió el culto a los demás
dioses y estableció un culto único a un dios exclusivo, un dios de
luz, Atón. Su religión modificó culturalmente todo el sistema
egipcio y fue, además, una revolución tan radical como violenta,
porque destruyó todas las imágenes y borró los nombres de todos los
demás dioses. La Estela de la Restauración de Tutankhamon
describe los lugares santos convertidos en basureros y menciona la
grave enfermedad que aquejó al país.
Igualmente, las tablas de la
Ley que Dios entregó a Moisés en el monte Sinaí o, como se conocen
entre los cristianos, los Mandamientos de la Ley de Dios
(Éxodo 20 y Deuteronomio 5), empiezan por el
abandono definitivo de todos los demás cultos: «No tendrás otros
dioses delante de mí».
La de Akhenatón fue, por
tanto, una verdadera revolución religiosa. Una religión que repudió
todo lo anterior, tachándolo de inválido y abominable. Eso,
exactamente, fue lo que hizo la ley de Moisés.
DAMNATIO
MEMORIAE
Era una sentencia
judicial que decretaba la condena del recuerdo de alguien que
hubiera sido enemigo del Estado, borrando las inscripciones en las
que apareciese su nombre, destruyendo sus estatuas y prohibiendo el
uso de su nombre familiar, lo que hoy llamamos apellido.
Esta sentencia condenatoria se aplicó a gobernantes que dejaron un
recuerdo ignominioso, como Nerón, Máximo y Cómodo, puesto que el
Senado decidió borrar sus nombres de los anales de la Historia. La
misma sentencia se aplicó a la papisa Juana, si es que existió
realmente. En cuanto a Akhenatón, los egipcios borraron su memoria
por considerarle hereje.