Entre los numerosos ejemplos de
testarudez que el reino de Aragón ha ofrecido a la historia, uno de
los más destacados es, sin duda, el del papa Luna, cuya singular
terquedad prolongó durante una década un cisma que ya desgarraba a
la cristiandad desde cuarenta años atrás.
Todo empezó cuando los papas, en
lugar de permanecer en Roma que era la capital de la cristiandad,
se instalaron en Aviñón auspiciados y protegidos por el rey francés
que así tenía la posibilidad de manipular a su gusto los negocios
eclesiásticos, algo que siempre ha despertado el deseo de los
príncipes. Después de un largo período de permanencia en Francia
que se conoce como el Segundo cautiverio de Babilonia [1] , uno de los papas decidió por fin regresar a
Roma, donde murió al poco tiempo.
Mientras, el pueblo romano se
manifestaba incesantemente y organizaba tumultos y motines cada vez
que el Cónclave elegía a un papa que no era italiano. No olvidemos
que en aquella época el papa era el soberano que gobernaba Roma
junto con los vastos territorios pontificios denominados
inicialmente Patrimonio de San Pedro y que después se ampliaron
para llamarse Ducado Romano o Santa República de los Romanos y, una
vez que el siglo XVI trajo la descripción del Estado moderno, se
podrían llamar Estados Pontificios. Estos nombres pueden dar una
idea de lo mal que debía sentar al pueblo ver a un gobernante no
romano o ni siquiera italiano dirigiendo los destinos de su Roma.
Desde 1314, pues, los papas fueron franceses hasta que en 1378 se
eligió papa a un napolitano, Urbano VI, quien fijó de nuevo su
residencia en Roma.
Pero esta vuelta «al hogar» tuvo al
parecer un efecto perverso, porque al poco tiempo de haberle
coronado, la mayor parte de los cardenales electores se mostraron
profundamente arrepentidos y decidieron declarar nula la elección.
Algunos autores señalan que el nuevo papa se había mostrado
dictatorial e intratable, comportándose como un tirano enloquecido
desde el mismo día de su ascenso a la silla de San Pedro, el 7 de
abril de 1378. Otros autores más atrevidos aseguran que el nuevo
pontífice había decidido terminar de un plumazo con las exacciones
que habitualmente se producían en el seno de la Iglesia y que dos
clérigos de Bohemia, Jerónimo de Praga y Juan Hus (precursores, por
cierto, de Lutero), venían denunciando airadamente. Según estos
autores, Urbano VI, de rigurosa moral y destacado impugnador de la
simonía, se había pronunciado contra la venta de indulgencias y
había aseverado: «Quiero purificar la Iglesia y la
purificaré».
Fuera cual fuera el motivo, lo
cierto es que el comportamiento del nuevo papa no resultó del
agrado de sus electores, quienes se retiraron a la ciudad italiana
de Anagni para proclamar la nulidad de su elección y nombrar un
nuevo pontífice más acorde con sus gustos e intereses. El 20 de
septiembre de 1378 eligieron un nuevo papa francés, Clemente VII,
quien en vista de que el papa desposeído se negaba a abandonar la
sede romana se instaló en Aviñón bajo la protección del rey de
Francia.
Por tanto, en 1378 llegó a haber dos
papas que pretendían al unísono ser vicarios de Cristo en la
tierra. Como era de esperar, los países cristianos se dividieron en
dos bandos para adherirse al papa de Aviñón o al de Roma, y entre
estos se produjo un feroz intercambio de anatemas, maldiciones y
atentados, considerando cada uno que el antipapa era el otro y
organizando cruzadas contra el odiado rival. Y, como también era de
esperar, segundos después de la muerte de cada uno de los papas,
los cardenales de su entorno habían elegido y coronado a otro, para
no dar lugar a un vacío en la silla papal. Así se prolongó el cisma
un año tras otro, sin que ninguno de los dos se aviniese a abdicar
a favor del otro.
Uno de los papas (o antipapas, según
se mire) elegidos en Aviñón fue un cardenal aragonés llamado Pedro
de Luna, quien tomó la tiara con el nombre de Benedicto XIII y que
demostró ser honrado y capaz. Pero el papa Luna tenía un defecto y
era no ser italiano ni francés, por lo que ni el romano hubiera
nunca abdicado en su favor, ni el rey de Francia le prestó su apoyo
mucho tiempo. En 1398, Benedicto XIII tuvo que abandonar la ciudad
fortificada de Aviñón después de un asedio militar de más de cuatro
años al que le sometieron los soldados franceses, empeñados en que
renunciara a favor de un papa francés.
Pero los franceses no habían contado
con la obstinación del papa aragonés, quien lejos de dimitir se
refugió en su castillo de Peñíscola, donde recibió tropas y una
importante flota de los príncipes catalanes y valencianos con las
que emprendió una batalla naval contra los otros papas.
Así pues, un papa en Aviñón, otro en
Roma y otro en Peñíscola dieron lugar al cisma tricéfalo que
dividió a la cristiandad ya no en dos, sino en tres bandos, no sólo
sociales, sino militares, porque lo que empezó con demandas de
renuncia y amenazas terminó a cañonazos.
CISMA TRICÉFALO
El de Occidente no fue el
primer cisma tricéfalo que se produjo en el seno de la iglesia. Ya
en el siglo XI se dio una situación similar, cuando tres papas se
disputaron el poder. Pero, a diferencia del de Occidente en que
cada papa se asentaba en una ciudad distinta, los tres papas del
siglo XI se encontraban en Roma y se revolvían en la misma ciudad.
Debió de ser digno de ver cómo celebraban los oficios religiosos,
uno en Santa María la Mayor, otro en San Juan de Letrán y otro en
San Pedro in Batecanum, maldiciéndose los unos a los otros,
excomulgándose mutuamente y enviándose embajadas con amenazas,
ataques y atentados.
Sin embargo, en el cisma de Occidente los papas no se limitaban a
excomulgar al contrario o a atentar contra él, sino que organizaban
cruzadas internacionales y otorgaban indulgencias a quienes
luchasen contra los enemigos, es decir, contra los papas rivales y
los países que les apoyasen.
Pasaron los años y el papa Luna no
se rendía. Cuando el emperador Segismundo finalmente decidió tomar
cartas en el asunto, reunir un concilio y elegir un nuevo papa
destituyendo a todos los demás, el papa Luna no aceptó la
resolución del concilio. Sus argumentos fueron contundentes. En
primer lugar, la dignidad papal es irrenunciable. En segundo lugar,
una vez fallecidos todos los cardenales de su tiempo él era el
único cardenal que quedaba vivo desde antes del Cisma. Puesto que
todo lo sucedido después del Cisma era inválido, él era el único
cardenal legítimo que quedaba en el mundo y sólo él podía elegir
papa. Por tanto, se elegía a sí mismo. Era el otro quien debía
renunciar. «El otro», es decir, Martín V, perteneciente a la
poderosa familia Colonna, había sido elegido en 1414 en el concilio
de Constanza en el que, por cierto, se aprovechó para mandar quemar
vivo a aquel clérigo de Bohemia llamado Juan Hus, quien se había
convertido en un molesto grillo que perturbaba con sus chirridos el
plácido curso del caudaloso río de oro que, procedente de las
indulgencias, desembocaba en las arcas de Dios.
Oficialmente, el concilio de
Constanza terminó con el cisma, porque declaró antipapa al papa
aragonés que seguía porfiando y tratando de demostrar su
legitimidad frente al mundo entero, atrincherado en su castillo de
Peñíscola, donde ya solamente recibía apoyo de Castilla y de
Aragón.
Se ha dicho que le intentaron
envenenar en más de una ocasión, pero que su fuerte naturaleza y su
dura cabeza se resistieron a morir y que solamente murió de viejo
ya en 1423. No lo sabemos con certeza, sólo sabemos que al morir
dejó un heredero de su tiara y de su cabezonería, otro aragonés, a
quien el puñado de cardenales que resistía en Peñíscola coronó con
el nombre de Clemente VIII.
LAS HABILIDADES DE
UN NEGOCIADOR
El 25 de julio de 1429 llegó
ante la rampa de entrada del castillo un jurista valenciano a quien
no atemorizaba la amenaza de muerte que, según decían, pendía sobre
las cabezas de los legados que hasta allí llegaban con pretensiones
de hacer abdicar al papa aragonés. Llegó pidiendo ver a Clemente
VIII.
Alonso de Borja es el nombre
de aquel intrépido jurista que se atrevió a presentarse ante el
papa cismático para tratar de convencerle de que la Iglesia de
Cristo solamente podía tener una cabeza. Ya en vida del papa Luna,
Alonso de Borja había tenido el valor de entrar a su servicio a
pesar de que, sin ser especialmente clarividente, cualquiera
hubiera podido comprobar que los días papales de Benedicto XIII
estaban contados y, con ellos, lo estaba también la carrera
profesional de sus adeptos.
Este Alonso de Borja era el
pariente pobre de una familia asentada en Játiva, en el reino de
Valencia, procedente al parecer de un burgo pontificado al sur del
Ebro, Borja, cerca de la frontera navarra.
La ventana de la habitación del
papa Luna en el castillo de Peñíscola desde la que contemplaba el
avance se su flota. En aquella fortaleza se atrincheró para
guerrear contra los papas de Roma y de Aviñón, y hasta allí llegó
Alonso de Borja para convencer a su sucesor de que renunciase a la
tiara papal.
Hubo un tiempo en que los
Borja pretendieron atribuirse, como tantos otros, un origen noble,
y quisieron hacer creer que descendían de un tal Pedro de Artarés,
noble aragonés sobrino natural del rey Alfonso I el Batallador,
quien le había entregado la fortaleza de Borja en agradecimiento a
sus servicios. Pero lo cierto es que don Pedro de Artarés había
muerto sin descendencia en 1151 y que la primera noticia documental
que se tiene de la familia Borja fue su participación en la
conquista de Játiva en 1244, acompañando a Jaime I el Conquistador,
con quien llegaron a Valencia procedentes de Aragón. Después de
arrancar el reino de Valencia al moro, los Borja entraron a formar
parte de la nobleza local urbana de Játiva, pero una rama más
humilde de la familia no llegó a establecerse en la ciudad, sino en
los alrededores, concretamente en Canals, y de allí procedía Alonso
de Borja.
Sabemos que era el pariente
pobre de la familia urbana de Játiva porque fue fray Vicente
Ferrer, un dominico que predicaba por entonces, quien convenció a
la madre de Alonso para que éste iniciase la carrera eclesiástica y
convenció también a los parientes ricos de la ciudad para que
sufragasen sus gastos. Igualmente sabemos que Alonso supo
corresponder cumplidamente tan pronto se sentó en la silla de San
Pedro con el nombre de Calixto III, porque llamó consigo a los
hijos de aquellos que en su día le protegieron y los tuvo a su lado
hasta su muerte. El más importante de ellos fue su sobrino Rodrigo
de Borja, al que un día ceñiría la tiara papal con el nombre de
Alejandro VI. Tampoco se olvidó de su benefactor, quien le había
recomendado no sólo a sus parientes ricos para sufragar sus
estudios, sino que una vez estos hubieron finalizado le había
introducido en la corte del rey de Aragón, por entonces Martín I el
Humano. El Papa, agradecido, se ocupó de beatificar al fraile
dominico de Valencia al que hoy llamamos San Vicente Ferrer.
UN PREMIO PARA EL
ÉXITO
Como si formara parte de su
destino, el mismo año en que se inició el cisma de Occidente, 1478,
vino al mundo Alonso de Borja, a cuyas aptitudes diplomáticas se
debió la liquidación del último reducto cismático, el grupo de
cardenales atrincherados en Peñíscola junto a su electo papa
Clemente VIII.
Algunos autores opinan que
Alonso de Borja ascendió a la dignidad papal sin mérito alguno,
elevándose sobre infamias e iniquidades desde un oscuro rincón de
los alrededores de Játiva. Pero el hecho de conseguir la renuncia
al papado de un aragonés que llevaba años porfiando con medio mundo
puede ser mérito suficiente si no para hacerle papa, sí para
hacerle obispo.
Y eso es lo que consiguió.
Clemente VIII había venido rechazando todas las ofertas de
negociación de la curia de Roma e intervenciones del rey de Aragón
y suponemos que también desechó no pocas amenazas. Del papa Luna y
de él se dijo que eran herejes, apóstatas diabólicos, que habían
pactado con el demonio, y los legados pontificios o reales se
negaban a aproximarse al castillo de Peñíscola por miedo a una
acción demoníaca, a una maldición inevitable o a un ataque militar.
Quizá por eso tuvo más mérito la presencia de Alonso de Borja a la
puerta de la fortaleza, solicitando hablar con él en nombre de Su
Santidad Martín V. Y para asombro de toda la cristiandad y
seguramente del mismo Alonso, Clemente VIII le recibió.
Es bastante probable que el
antipapa estuviera deseando que alguien viniera a negociar con él y
a ofrecerle una salida digna y decorosa en lugar de lanzarle
anatemas y tratarle como al diablo encarnado. Lo cierto es que no
solamente recibió a Alonso de Borja inmediatamente, sino que se
avino a negociar y llegó a aceptar las condiciones que éste le
ofrecía. Eran bastante aceptables, por cierto. Si abdicaba, se le
permitiría reincorporarse a la Iglesia como obispo de Mallorca y se
reconocerían las decisiones tomadas por Benedicto XIII y por él
mismo.
Clemente VIII no era necio y
seguramente era consciente de la delicada situación a que se estaba
exponiendo con su terquedad. Por una parte, cada vez tenía menos
apoyo externo y algún día se iba a quedar solo ante sus oponentes.
Por otra parte, los recursos económicos que pudiera haber heredado
del papa Luna debían estar llegando a su fin y el porvenir no
parecía sonreírle. Así, pues, un obispado de las características
del de Mallorca suponía un retiro tranquilo y económicamente
acomodado, porque la sede mallorquina tenía muy buenos beneficios.
Y, finalmente, la solución que le propuso Alonso de Borja le
permitía salir con el rostro levantado y no temer insultos o malos
tratos. Era una salida airosa que, además, se ampliaba al resto de
su gente. El problema de abdicar y de renunciar a un cargo
religioso suponía arrastrar al abismo a todos los cargos nombrados,
puesto que si un papa reconocía no tener derecho a serlo, los
obispos y cardenales que hubiese nombrado quedaban destituidos
automáticamente.
Pero la salida honrosa que le
propuso Alonso de Borja incluía admitir los nombramientos y
decisiones anteriores, con lo cual nadie salía perdiendo.
El mérito real no estaba,
pues, en la negociación, sino en haber sido capaz de elaborar
semejante propuesta. No olvidemos que Alonso era entonces consejero
de personajes importantes ya que, merced al apadrinamiento de fray
Vicente Ferrer, había entrado a formar parte del consejo del rey de
Aragón Martín el Humano, y a la sazón lo era de Alfonso V el
Magnánimo. El hecho de que unos y otros le nombraran consejero,
puesto que también fue confesor en su día del papa Luna, y de que
lo eligieran como legado dice bastante de sus aptitudes
negociadoras, cosa sumamente importante en aquellos tiempos en los
que, finalizando la Edad Media e iniciándose el Renacimiento, el
ser humano estaba aprendiendo a utilizar la razón y no la fuerza
bruta para conseguir sus propósitos.
En resumen, el antipapa
Clemente VIII firmó un documento de renuncia por el que se
convirtió automáticamente en don Gil Sánchez Muñoz, obispo de
Mallorca, devolviendo al mismo tiempo que la tiara los bienes
eclesiásticos recibidos del papa Luna. En cuanto al hábil
negociador que logró la firma, el cardenal primado lo premió con el
obispado de Valencia, lo que le obligó a recibir todas las órdenes
sagradas de una sola vez, algo que, por cierto, era bastante común
cuando se trataba de premiar a un laico, porque no había mejor
premio que un cargo eclesiástico. Una abadía o un obispado eran las
posiciones que más pingües rentas y beneficios llevaban
asociados.
DE BORJA A
BORGIA
Se ha dicho que los Borja
italianizaron su apellido cuando se establecieron en Italia, pero
parece que lo cierto es que fue la cancillería pontificia del papa
Martín V la que decidió que había que latinizar el nombre de Borja
toda vez que Alonso había dejado de ser laico para convertirse en
sacerdote. La cancillería papal le obligó a convertir su apellido
en Borgia cuando se trasladó a Roma, una vez investido cardenal en
1444. No fue, por tanto, una conversión al italiano, sino al latín,
que al fin y al cabo es la lengua madre del italiano y la lengua
oficial de la Iglesia desde el siglo IV [2] .
ÓRDENES SAGRADAS
En la Edad Media,
la Iglesia había adoptado el sistema feudal: un obispo o un abad
eran señores feudales que recibían de sus vasallos las mismas
rentas, impuestos y derechos que los señores laicos. El mismo papa
fue señor feudal cuando tuvo territorios que gobernar, que se
llamaron Patrimonio de San Pedro. Era normal, por tanto, que un
laico se viera obligado a recibir todas las órdenes sagradas una
tras otra para convertirse en religioso y poder asumir el cargo
concedido. En aquellos tiempos, era habitual que los laicos se
convirtiesen en obispos o abades de la noche a la mañana para poder
ocupar abadías u obispados sin pérdida de tiempo. Por ejemplo, en
Bizancio, el patriarca Focio había recibido las órdenes sagradas en
sólo cinco días con el objeto de que bendijese los amores
extraconyugales del regente Bardas, que quería casarse con su
concubina tras haber repudiado a su esposa. Y en Roma, en 1024, el
papa Juan XIX recibió las órdenes sagradas y fue coronado papa en
un mismo día, ya que era laico.
DE OBISPO A
CARDENAL PAPABLE
Los obispos no son papables a
menos que se conviertan en cardenales. Alonso de Borja recibió el
capello cardenalicio del siguiente papa, Eugenio IV, el 2 de mayo
de 1444, también en virtud de su intervención exitosa en la disputa
que este papa venía manteniendo con el rey Alfonso V el Magnánimo
por causa del reino de Nápoles.
Alfonso el Magnánimo era rey
de Aragón y también de Cataluña, porque los reyes de Aragón
llevaban aparejado el título de condes de Barcelona, lo que les
convertía en príncipes de toda Cataluña desde que Ramón Berenguer
IV de Barcelona se casara con doña Petronila, heredera de Aragón. A
partir de su conquista, Valencia y Baleares quedaron comprendidas
en el reino.
Además de rey de Aragón y
Cataluña, Alfonso V el Magnánimo era rey de Cerdeña y de Sicilia, a
lo que se denominaba Reino de las Dos Sicilias, pero como le
parecía insuficiente, esgrimía desde tiempo atrás frente al papa
Eugenio IV sus derechos al trono de Nápoles, que estaba vacante
desde que la reina Juana II falleciera tras haberle adoptado como
hijo. Sin embargo, el hecho de que él fuera hijo adoptivo de la
reina de Nápoles no impedía a los barones de la casa de Anjou
presentar al papa su candidatura a la corona napolitana ni tampoco
impedía a Génova y Milán apoyarles. En realidad, la adopción de
Alfonso por parte de la reina Juana no fue más que uno de los
muchos caprichos pasajeros de la singular soberana, que tuvo tres
maridos y numerosos amantes y, según dicen, a todos les prometió la
corona de Nápoles. La reina Juana murió en 1435, y ante el estupor
y la decepción de los demás pretendientes dejó a Renato de Anjou
como heredero.
Quien tenía que decidir entre
los pretendientes era precisamente el papa, por ser el reino de
Nápoles feudo de la Santa Sede, y Eugenio IV no se decidía por
Alfonso, sino por el de Anjou. Además, Alfonso no solamente quería
el reino para sí, sino para dejarlo en herencia a su hijo Ferrante,
ilegítimo para mayor complicación.
Esta fue la nueva negociación
que recayó sobre Alonso de Borja. Debía conseguir la paz entre las
partes y hacer que el papa reconociese a Alfonso de Aragón como rey
de Nápoles, y a su hijo bastardo, heredero del trono.
Por otro lado, el papa Eugenio
IV había sido elegido el primero de marzo de 1431 en contra de los
intereses de los parientes y herederos del anterior papa Martín V,
los poderosos Colonna. Los continuos enfrentamientos que se
producían en el seno de la Iglesia, promovidos por príncipes tanto
eclesiásticos como laicos, habían llevado a la celebración de dos
concilios opuestos y antagónicos que se desarrollaban en paralelo,
uno en Ferrara, presidido por el papa Eugenio y otro en Basilea,
bajo la presidencia del arzobispo de Arlés, el cual terminó por
deponer al papa recién nombrado, quien a su vez excomulgó al
concilio de Basilea y a todos sus participantes. El concilio de
Basilea, sin hacer caso de la excomunión, procedió a elegir un
antipapa, Félix V que era nada menos que el príncipe Amadeo VIII de
Saboya. Mientras, el concilio de Ferrara se trasladó a Florencia y
finalmente a Roma, debatiendo los principios que separaban a la
Iglesia de Occidente de la de Oriente.
En toda esta acumulación de
hechos, debates y rivalidades, bien necesitaba el papa Eugenio el
apoyo de príncipes laicos contra el poderoso antipapa de Basilea y
los aún más poderosos Colonna. Por tanto, la contrapartida a
negociar por Alonso de Borja era la adhesión del rey de Aragón a la
causa papal.
La negociación respecto a la
corona de Nápoles hubiera sido imposible de no ser porque Alfonso
el Magnánimo arremetió contra la ciudad de Nápoles con todo su
ejército y logró sitiarla y, además, los napolitanos, que no debían
tener ningún deseo de ser gobernados por los franceses, se
rindieron sin presentar batalla.
Alfonso de Aragón fue, por
tanto, reconocido como rey de Nápoles, su hijo Ferrante fue
reconocido heredero legítimo y ambos prestaron su apoyo
incondicional al papa Eugenio IV. En cuanto a nuestro héroe
negociador, el obispo Borja, que había cumplido sesenta y seis
años, recibió el nombramiento de cardenal de la Santa
Iglesia.
Entonces fue cuando tuvo que
trasladarse a vivir a Roma y hubo de latinizar su nombre, Borja,
por Borgia.
LA
PROFECÍA
A finales del siglo XIV, un
fraile dominico valenciano llamado Vicente Ferrer recorría el reino
de Aragón predicando la palabra de Dios, o al menos la palabra que
la Iglesia consideraba divina, puesto que entre sus prédicas
exhortaba a alejarse de moros y judíos incluso a la hora de recabar
servicios médicos, cosa de gran importancia si tenemos en cuenta
que en aquellos tiempos tanto los médicos judíos como musulmanes
tenían una muy bien ganada fama de eficaces. De hecho, los mismos
sermones de fray Vicente manifiestan el prestigio social que tenían
entonces los alfaquíes (médicos moros) en la sociedad valenciana,
porque en ocasiones el predicador procuraba por todos los medios la
conversión del médico más que su apartamiento social, con el fin de
no perder eminencias científicas para la cristiandad.
En todo caso, el dominico
predicaba lo que creía oportuno, que era servir a Dios a través de
su Iglesia, y servirle significaba atrincherarse contra los dos
males más temidos en la Edad Media, el contacto con los infieles y
el Juicio Final, que por entonces siempre parecía ser algo
inminente. Las prédicas de fray Vicente no eran más que el reflejo
de la xenofobia antijudía y antimusulmana que existía en los siglos
XIV y XV, especialmente en los reinos de Aragón, Murcia y Castilla
[3] .
San Vicente Ferrer. Detalle del
retablo del siglo XVI conservado en Santo Domingo de Valencia. San
Vicente influyó en gran manera en el destino de Alonso de Borja. Él
fue quien convenció a la familia para dedicarle a la religión,
quien le introdujo en la corte del rey de Aragón, quien le presentó
al papa Luna y quien, según la leyenda, predijo que sería papa y
que le canonizaría.
De hecho, el predicador
consiguió numerosas conversiones tanto de moros como de judíos,
cosa que entonces se estimó como muy milagrosa por creerse efecto
del énfasis que el mismo Dios ponía en la palabra de fray Vicente.
En realidad, la mayoría, por no decir todos los conversos, se veían
en la tesitura de bautizarse o perder la clientela y, en numerosas
ocasiones, todos sus bienes, porque los cristianos tenían la
inveterada costumbre de perseguirles, apedrearles y asaltar sus
barrios para robarles y perjudicarles lo más posible.
Pero la lista de milagros de
fray Vicente Ferrer no se limitaba a las conversiones, sino que se
le atribuían más de mil hechos milagrosos, hasta el punto de que
las buenas gentes contaban que el prior de su orden le había
prohibido en una ocasión realizar más milagros por no menoscabar el
prestigio de la Iglesia. El buen dominico obedeció la orden de su
superior sin rechistar, pero no pudo impedir realizar un nuevo
milagro cuando un albañil que le contemplaba desde lo alto de un
andamio perdió pie y cayó al vacío gritando «¡Sálvame, padre
Vicente!». Fray Vicente tuvo que tomar una decisión precipitada que
no contrariase la orden recibida ni dejase al albañil sin
salvación. Le detuvo en el aire durante el tiempo necesario para
correr en busca del prior y pedirle una salvedad a la prohibición.
Cuando la obtuvo, voló a rematar la tarea inconclusa, haciendo que
el albañil aterrizase sano y salvo.
La historia anterior es
incierta, sin lugar a dudas, pero la que se cuenta a propósito de
Alonso de Borja, bien pudiera ser real. Se dice que en su incesante
recorrido del reino de Aragón para predicar y convertir, fray
Vicente recaló en Játiva y allí tuvo ocasión de conocer al pequeño
Alonso, que no contaba más de ocho o diez años, de cuya
inteligencia desenvuelta obtuvo al parecer una magnífica impresión,
ya que, como dijimos anteriormente, insistió a su madre para que le
dedicase a estudios religiosos y convenció a la rama rica de la
familia para que los sufragase.
La forma en la que el santo
predicador trabó conocimiento con el pequeño Borja es bien
sencilla. Alonso y su madre se tropezaron un buen día por la calle
con fray Vicente y ella corrió a pedirle que bendijera a su
hijo.
También se cuenta, sin que
sepamos si es cierto o una leyenda creada cuando ya la profecía se
había cumplido, que siendo ya Alonso bachiller jurista y residiendo
en Lérida escuchó uno de los encendidos sermones en los que fray
Vicente exhortaba a huir del pecado y a honrar a Dios, ya que
llegaba la hora de su juicio. Oírle y mostrar inmenso entusiasmo
fue todo uno. Entonces dicen que el dominico le miró fijamente y
pronunció la frase profética: «Tú serás el ornato y la gloria de tu
familia y yo mismo, a mi muerte, seré objeto de tu
veneración».
Quienes afirman que esta
historia es cierta aseguran que Alonso de Borja creía en las
profecías y que se mostró agradecido.
Quienes no la creen cierta,
opinan que seguramente se mostró agradecido, pero no por la frase
profética sino por los muchos empujones que el dominico le diera en
vida, encaminándole no solamente hacia la religión, sino hacia
objetivos tan elevados como ser confesor del papa Luna, a quien
fray Vicente defendía como papa verdadero con el mismo ardor con el
que predicaba contra los infieles, y por ayudarle a acceder al
consejo del rey de Aragón.
EL PARIENTE
POBRE
La familia Borja valenciana
era seguramente de origen aragonés, pues ya dijimos que llegaron a
Valencia acompañando al rey Jaime I el Conquistador, pero no
podemos asegurar que su linaje procediera de la villa de Borja. Lo
que sí sabemos con certeza es que ya en el siglo XIII el apellido
Borja era común en el reino de Valencia, especialmente en la ciudad
de Játiva, y que la mayor parte de las personas que ostentaban ese
apellido procedían de linaje de caballeros. También sabemos que su
escudo presentaba un toro de color rojo o, en lenguaje heráldico,
un buey bermejo. Y sabemos que Jaime I el Conquistador repartió las
tierras y los castillos abandonados por los moros en su derrota
entre los muchos caballeros que le habían ayudado a conquistar el
reino. Entre ellos estaba la familia Borja. Caballeros, por tanto,
al servicio de su rey.
Ser caballero en la Edad Media
suponía encontrarse en uno de los peldaños más elevados de la
estratificada sociedad feudal. El zoólogo Konrad Lorenz advirtió
que las gallinas constituyen una pirámide jerárquica en la que cada
gallina puede picotear a las situadas por debajo de su jerarquía y,
al mismo tiempo, recibir los picotazos de las situadas por encima.
En esto hay dos excepciones. La gallina colocada en la cúspide que
pica a todas y no sufre picotazos de ninguna y la situada en la
base que no tiene a quien picar pero recibe los picotazos de
todas.
El escudo de la familia Borja. El
toro rojo se convirtió en un símbolo cuando Rodrigo de Borja
alcanzó el sitial de San Pedro con el nombre de Alejandro VI e
incorporó el toro rojo al blasón papal.
Eso mismo sucedía en la
sociedad medieval. El más alto, que era el papa o el emperador,
tenía derechos sobre todos los de abajo y el más bajo, que era el
villano o el campesino, tenía obligaciones para todos. Recibía
todos los palos y soportaba todo el peso de la pirámide.
Pero el campesino, el artesano
o el comerciante no trabajaban para alimentar gratuitamente a
clérigos y nobles, sino que, a cambio, recibían de ellos la
protección física y moral. El clérigo tenía la misión, encomendada
por Dios, de conducir a las gentes hacia la salvación. El señor
tenía la misión, procedente asimismo de Dios, de emplear la fuerza,
el poder y las armas para mantener el orden y la justicia. La
misión de alimentar a todo ese tropel de señores recaía, por tanto,
en el siervo, cuyo destino era ser pobre de por vida.
El caballero medieval ejercía
la profesión más noble que, aparte de la religiosa, podía ejercer
un hombre, que era la de las armas. El valiente caballero luchaba
por aumentar su honor e impartir justicia, y mientras el pueblo
comentaba y cantaba sus hazañas escritas y recitadas por juglares y
clérigos andariegos en romances y poemas épicos.
Pero el caballero no solamente
aprendía las armas y la caza, mientras el clérigo aprendía las
letras y los rezos; eso sucedía en la alta Edad Media, cuando los
nobles eran iletrados y bárbaros. A partir del siglo IX, el
renacimiento carolingio comenzó a devolver a Europa el saber de las
siete Artes Liberales, las que constituyeron el Trivium y el
Quadrivium [4] , celosamente guardadas en los monasterios
ingleses e irlandeses, a salvo de invasores. Cuando los invasores
se civilizaron, ellos mismos reclamaron instrucción y el saber se
empezó a propagar a través de las Escuelas Episcopales y Palatinas,
las primeras universidades creadas por Carlomagno. Más tarde, otros
invasores, los sarracenos, trajeron de Oriente todo el saber
clásico traducido al árabe y después al latín, para que los
europeos pudiesen recuperar lo que creían perdido.
Por tanto ya en la baja Edad
Media, que es cuando se inicia este relato, los caballeros
aprendían a leer y a cantar y se instruían en esgrima, geometría,
nigromancia y leyes. Además, ningún caballero se educaba en su casa
ni en su castillo, sino que, en su niñez, iba a servir como paje al
castillo o palacio del señor feudal de jerarquía superior y allí,
al tiempo que servía, aprendía el uso de las armas tanto para la
guerra como para la caza, así como todo lo necesario para cumplir
con sus deberes cortesanos.
Los Borja, ya asentados en
Valencia, lucharon al lado del rey Pedro IV el Ceremonioso contra
la alta nobleza aragonesa, con lo cual se desvincularon de Aragón
para convertirse en valencianos, a fuero de Valencia. Los nobles
medievales, a pesar del juramento de fidelidad que hacían a su
señor natural, eran levantiscos y estaban siempre dispuestos a
traicionar su juramento y sublevarse contra él y así, cuando Pedro
el Ceremonioso pretendió modificar la ley de sucesión para que
fuera su hijo quien le sucediera en el trono y no su hermano, los
nobles crearon una alianza que se llamó la Unión, para levantarse y
obligar a su rey a mantener el privilegio de sucesión a favor del
hermano y devolverle el cargo de procurador general del reino, que
le había retirado para dárselo a su hijo.
Pero lo que nos interesa saber
ahora es por qué Alonso pertenecía a una rama humilde de la familia
y por qué Rodrigo, su sobrino más célebre, pertenecía a la rama más
distinguida y noble.
Precisamente, Rodrigo
procedía de la rama de los Borja que se desvincularon de su origen
aragonés y se pusieron al lado de Pedro el Ceremonioso en su lucha
contra la Unión, lo que les confirió mayor importancia social en el
reino valenciano y les permitió establecer uniones matrimoniales y
alianzas con familias de alto rango originarias de Valencia y no de
Aragón. Las familias de claro linaje valenciano cuyos nombres se
pronunciaban con mayor respeto y veneración eran por entonces los
Fenollet, los Oms, los Escrivá y los Milá, y emparentar con ellos
elevaba automáticamente el estatus social. Y la familia Borja, la
rica, la que se había establecido en la ciudad y de la que en su
día naciera Rodrigo, emparentó no sólo con una, sino con tres de
las familias de mayor tronío. Así, la bisabuela paterna de Rodrigo
se llamaba Fenollet-Oms y, la abuela paterna, Escrivá.
La otra rama, la que se
asentó en Canals, se conformó con cuidar del patrimonio de los
parientes ricos. Domingo Borja, el padre de Alonso, era el
administrador de la Torre de Canals, una finca propiedad de don
Rodrigo Gil de Borja, de la rama noble. Entre los apellidos de
Alonso no figuraba el de ninguna de las familias de alto copete, lo
que indica claramente su procedencia humilde.
Pero no en vano se acercaba
el Renacimiento a pasos agigantados, porque las cosas empezaron a
cambiar a mediados del siglo XV, y lo que antes hubiera resultado
inadmisible empezó a producirse cada vez con mayor frecuencia. En
la Edad Media, la nobleza y la riqueza tenían origen divino, y si
uno era noble, rico o caballero lo era por designio de Dios. Por
tanto, resultaba inconcebible que un noble emparentase con un
siervo, porque los siervos se encontraban uno o varios escalones
más abajo. Y, como la nobleza, el poder, la grandeza y la riqueza
se heredaban o se recibían siempre en nombre de Dios, de un señor
tan poderoso como un rey o un obispo, la desigualdad social era la
norma y, además, el origen de esa desigualdad era también divino,
por lo que nadie la cuestionaba.
Nadie la cuestionaba hasta
que llegó el Humanismo, el movimiento intelectual que se inició
hacia el siglo XIV con filósofos tan destacados como Guillermo de
Ockham y Roger Bacon, merced a cuyas ideas la gente empezó a
plantearse que no era oro todo lo que relucía, que no valía
especular y creer las cosas a pies juntillas sino que había que
aprender a observar para buscar la verdad. Con ello, el mundo entró
en una nueva etapa en la que lo que valía era no sólo la teoría,
sino también la práctica, y ésta nada tenía que ver con Dios.
Y la práctica bien podía
incluir el que un individuo de origen humilde como nuestro Alonso
pudiera elevar su rango y el de su familia por sus propios méritos
y su propio quehacer. Así, Alonso llegó un día a ser jurista
prestigioso, a obtener un cargo importante en la administración
real y a contar con ingresos cuantiosos. Y todo ello sin mediación
alguna de la mano divina, puesto que nada había heredado de sus
padres y lo único que había recibido gratis había sido el
patrocinio de fray Vicente Ferrer. Y siendo ya Alonso un personaje
socialmente reconocido se permitió el lujo de casar a su hermana
Isabel con el hijo del amo, Jofré de Borja, hijo de aquel don
Rodrigo Gil de Borja y de doña Sibila Escrivá. La familia de Alonso
de Borja recibió así un apellido ilustre a incorporar a los
vástagos del nuevo matrimonio, y la familia rica acrecentó su
patrimonio con la cuantiosa dote que Isabel aportó a las
nupcias.
Lo que no se imaginaban ni el
nuevo matrimonio ni el resto de la familia es que de esa unión
entre la hija del administrador y el hijo del amo iba a nacer nada
menos que el Borja más importante de todos, Rodrigo, que llegaría a
ser papa con el nombre de Alejandro VI.
Pero para eso debían suceder
todavía unas cuantas cosas.
LOS CATALANES EN
ROMA
Alonso de Borja había aceptado
el capello cardenalicio con el deseo de entregarse en Roma a una
vida más reposada y acorde con su edad, después de tantos años de
batallar como diplomático y como consejero de señores poderosos.
Pero no sabía el flamante cardenal en qué avispero se introducía,
porque Roma, su curia y su corte hervían de rivalidades, odios,
enfrentamientos, venganzas y rencillas, algunas de ellas seculares
y otras no por más recientes menos peligrosas. En aquel momento,
las dos familias más poderosas que impulsaban los enfrentamientos
más tumultuosos eran los Orsini y los Colonna.
En 1445, Alonso de Borja se
trasladó a Roma y se encontró con que el avispero le esperaba como
hubiera esperado a cualquier otro posible rival. Cualquier cardenal
lo era puesto que era susceptible de ser elegido papa o bien de
apoyar a una o a otra causa.
Pero en Roma no solamente
había luchas y enfrentamientos. El Renacimiento se abría allí
camino a pasos de gigante y el Humanismo había ya cuajado en
intelectuales con los que Alonso trabó amistad, como el cardenal
Besarión, obispo de Nicea, al que había conocido en Florencia en
sus andaduras para mediar entre el papa Eugenio y el rey de
Aragón.
Otro de los ilustres
personajes con los que trabó amistad fue Lorenzo Valla, a quien
Alfonso de Aragón tomó como secretario para protegerle de la
investigación inquisitorial que se le echó encima cuando el sabio
humanista publicó un libro con una acerada crítica filológica e
histórica de un texto denominado Donación de Constantino,
en el que demostró la falsedad del documento en cuestión.
Los papas venían utilizando
este controvertido documento desde el siglo XI para someter a los
reyes y emperadores y tratar de convertir el mundo occidental en
feudo pontificio. En la Edad Media, ningún intelectual se hubiera
atrevido a un análisis tan exhaustivo de un documento eclesiástico,
pero en el siglo XV el libro de Lorenzo Valla señalaba en el texto
matices idiomáticos que no solamente no correspondían al siglo IV,
que era el tiempo de Constantino, sino que se podían situar
claramente en el VIII, de donde se deducía que la falsificación
databa de esa fecha. La Inquisición le obligó a huir de Roma, a
pesar de lo cual Alonso mantuvo su amistad carteándose con él con
frecuencia.
LA DONACIÓN DE CONSTANTINO
La Donación de Constantino es un documento
falsificado por la curia romana del siglo VIII según el cual, en el
siglo IV, Constantino el Grande había recibido del papa Silvestre
el agua del bautismo, curándose la lepra que padecía. En
agradecimiento, regaló a la Santa Sede todos sus palacios, toda
Italia y todo Occidente. Él se retiraría a Oriente y establecería
su gobierno en Bizancio, «porque no es justo que el emperador
terreno reine donde el emperador celeste ha establecido el
principado del sacerdocio y la cabeza de la religión
cristiana».
Otros autores cuentan que, arrepentido de sus horribles crímenes,
Constantino el Grande pidió a la Sibila que le señalara el camino
de la expiación, pero ella le rechazó exclamando «¡Lejos de aquí
los parricidas a quienes los dioses jamás perdonan!». Solamente el
papa Silvestre I pudo traerle el perdón divino, a través del
bautismo.
Es posible que el motivo principal de la falsificación de este
documento fuera conseguir para la Iglesia cierta independencia
económica y dejar de depender del capricho de los príncipes que
unas veces la protegían y otras la abandonaban. Pero lo que no
parece tan de recibo es que, según el documento, Constantino
concediera además al papa el derecho a llevar una diadema idéntica
a la que él ostentaba, la corona, la tiara y el manto de los
emperadores, así como el cetro y todas las insignias del imperio; y
que concediera a los sacerdotes las mismas dignidades que los
senadores, y al clero los mismos atributos que al ejército
imperial.
Además, Constantino el Grande nunca se hizo bautizar, aunque
algunos señalan que lo hizo ya en su lecho de muerte y «por si
acaso».
Tiempo después, asentada la
libertad renacentista, el obispo Nicolás de Cusa rechazó
oficialmente la Donación de Constantino como documento
falsificado.
Otro de los conspicuos amigos
de Alonso fue el cardenal sienés Eneas Silvio Piccolomini, futuro
papa Pío II, el cual cuenta en sus memorias que mantuvo una fluida
correspondencia con el cardenal y luego papa Borgia a quien prodiga
numerosas alabanzas. Eneas Silvio fue un gran humanista que diseñó
todo un sistema educativo y escribió numerosos libros, y para
honrar su memoria su sobrino, el arzobispo de Siena que luego fue
papa con el nombre de Pío III, hizo construir en 1492 la Biblioteca
Piccolomini, en la catedral de Siena, que albergaría el cuantioso
patrimonio bibliográfico que Pío II había coleccionado. En su
juventud fue secretario del emperador Federico III, quien le coronó
como poeta. Cristóbal Colón se sirvió de su Tratado de
Geografía en su viaje a las Indias.
A pesar de tan notables
amistades, es muy posible que Alonso de Borja se sintiera solo en
Roma en medio de las insidias de los que pertenecían o apoyaban a
las facciones litigantes, Orsini y Colonna. También es posible que
sintiera la nostalgia de la familia que quedó en Játiva. Por otro
lado, cualquier familiar que prospere tiende a llevar consigo a los
suyos para que le acompañen en su prosperidad y, en aquellos
tiempos, al lado del esplendor de Roma, Játiva no debía ser gran
cosa, aunque Valencia era una de las ciudades más ricas del
Mediterráneo.
El caso es que Alonso de Borja
llamó a su lado a algunos de sus sobrinos. Los hijos de su hermana
Isabel, Pedro Luis y Rodrigo, vivían con él ya cuando era obispo de
Valencia, puesto que la madre había quedado viuda y se había
trasladado a vivir con su hermano. Fueron los primeros en recibir
un cargo. Además de Isabel, Alonso tenía otras tres hermanas,
Juana, Catalina y Francisca, a las que la gente llamaba «las
obispas», siendo él el único varón.
Tanto los autores que han
denostado al primer papa Borgia como los que le han valido
coinciden en un punto, y es en el amor que sintió por su familia
Alonso de Borja y en lo mucho que hizo por favorecerla. Cuando
servía al rey de Aragón había colocado a su sobrino Pedro de Milá,
hijo de Catalina y de Juan de Milá, como tesorero de Alfonso V el
Magnánimo en Nápoles. Cuando partió para Roma, llevó a otro de los
hijos de Catalina, Luis Juan de Milá, y a los dos hijos de Isabel,
Pedro Luis y Rodrigo de Borja.
Para todos ellos tuvo un
cargo relevante en su casa de Roma, una práctica que ha sido, es y
seguirá siendo común en las familias bien avenidas. Por otro lado,
era habitual que los miembros del alto clero introdujesen a sus
familiares y les procurasen cargos beneficiosos. Precisamente, el
siglo XV acuñó el término nepotismo (del italiano
nepote, sobrino) para designar a los parientes que el papa
presentaba como tales y que recibían cargos de ministros o privados
pontificios.
Esta palabra se empezó a
utilizar en tiempos de Inocencio VIII (1484-1492) como sinónimo de
favoritismo, por los favores que conllevaba esa
designación de pariente papal, muchos de los cuales serían
seguramente hijos naturales.
El hecho de que los papas
practicasen habitualmente el nepotismo quedó plasmado en algunas de
las pinturas de la época. La Biblioteca Vaticana guarda un bello
lienzo de Melozzo da Forli, donde aparece el papa Sixto IV con sus
sobrinos, los cardenales Pedro Riario y Juliano della Rovere.
También Tiziano pintó a Pablo III junto a sus sobrinos Alejandro y
Octavio Farnesio. Este cuadro, que se encuentra en la Galería
Nacional de Capodimonte, muestra una escena repleta de la malicia
que fluye entre los tres personajes. Diríase que están
intrigando.
Tres Farnesio, el papa y sus
sobrinos cardenales. El nepotismo era una práctica habitual por la
que los altos eclesiásticos protegían y favorecían a sus
familiares. Cuando recibió el título de cardenal, Alonso de Borja
llevó consigo a Roma a sus sobrinos predilectos, a los que concedió
cargos y prebendas de gran importancia. Tras ser elegido papa, el
ascenso de su familia fue tan vertiginoso que le valió la enemistad
de muchas familias romanas.
Cuando Alonso accedió al
solio pontificio en 1455, sus sobrinos también mejoraron de
posición, sobre todo los que habían entrado en la vida religiosa,
como Luis Juan y Rodrigo, que fueron nombrados cardenales. Más
adelante, en 1456, Pedro Luis recibió el cargo de alcaide de
Sant'Angelo, una fortaleza inexpugnable llena de laberintos que
anteriormente había sido semejante a la llave de la ciudad y
todavía servía tanto para fortificarse contra un atacante como para
encerrar a un enemigo de por vida. Más adelante, le nombró
gobernador de diversas ciudades, con lo que se ganó la enemistad de
las familias italianas acostumbradas a repartirse el gobierno de
las ciudades que ahora perdían, de un solo golpe, a manos de un
«catalán».
Tras los sobrinos, empezó a
llegar a Roma una nube de familiares y allegados procedentes de
Valencia, Aragón, Cataluña, Baleares y Nápoles, que entonces ya
pertenecía a la Corona de Aragón [5] , muchos de ellos señores sin señorío, ávidos
de riquezas y prebendas. Los italianos los designaron
despectivamente con el nombre de «catalanes», lo que nos da una
pista sobre uno de los motivos del rechazo secular hacia el papa
Borgia. No era romano, ni siquiera italiano, sino extranjero. Un
extranjero que se permitió no solamente ascender al cargo más alto
que podía ostentarse en el mundo occidental, sino que trajo consigo
a sus familiares para que prosperasen en tierra italiana. Ya hemos
dicho que el papa era soberano de Roma y de los Estados Pontificios
y que los romanos no admitían fácilmente que los gobernase un
extraño. Era habitual que el pueblo de Roma se levantase contra su
señor, el papa, e incluso que asaltaran el palacio de Letrán, la
sede pontificia, cuando no estaban conformes con la actuación de un
papa, sobre todo si no era «de casa». Los romanos eran incluso
proclives a perdonar al papa actos que hoy encontramos
inadmisibles, siempre que fuera italiano, pero no perdonaban en
absoluto las acciones de un papa foráneo al que consideraban
automáticamente espía de alguna potencia extranjera. No olvidemos
que Italia llevaba siglos luchando contra invasores extranjeros de
los que trataba de librarse sin éxito. Les pareció, por tanto,
imperdonable, el que no solamente les gobernara un extraño sino que
entregara los cargos y prebendas más codiciados a los suyos en
detrimento de las familias italianas.
Para mayor inri, los
«catalanes» pusieron de relieve su condición de extranjeros
comunicándose entre ellos en valenciano, lengua que llegó a
constituir para ellos una especie de clave secreta que les protegía
del espionaje de extraños.
EL PRIMER PAPA
BORGIA
Como sucede con casi todas las
historias de personajes controvertidos, los autores no se ponen de
acuerdo a la hora de señalar la reacción de Alonso de Borja cuando
se enteró de que había sido elegido papa. Unos dicen que la
elección de un «catalán» habiendo como había cardenales italianos
de familias encumbradas y poderosas, además de otros no con tan
grande bagaje pero, al menos, nativos, resultó no solamente una
decepción sino una sorpresa tanto para los de fuera como para los
de dentro, sin exceptuar al mismo pontífice electo, en cuya boca se
han puesto toda suerte de exclamaciones admirativas.
Otros autores, seguramente los
que mejor conocen la trayectoria de esta familia singular y los
recursos personales de sus miembros, afirman que durante las
negociaciones que llevaron a cabo los cardenales electores para
señalar al papa que debía suceder al fallecido Nicolás V, el
cardenal Borja, haciendo gala de su habilidad diplomática, les
convenció de que él era la mejor opción, al menos la más indicada
en aquellos momentos. Si así fue, tenía razón más que
sobrada.
En primer lugar, los
enfrentamientos entre las dos familias más poderosas del momento,
los Orsini y los Colonna, eran continuos, progresivamente más duros
y cada vez implicaban más a otros señores poderosos que apostaban
por uno o por otro. Elegir papa a un Orsini suponía una guerra
segura por parte de los Colonna, y de la misma manera elegir a un
Colonna suponía fuertes enfrentamientos con los Orsini. Lo mismo
daba elegir a uno que llevase su apellido como a uno que no lo
llevase pero que resultase del agrado de la familia.
En segundo lugar, Alonso de
Borja había cumplido los setenta y siete años, y dada la esperanza
de vida en aquellos tiempos era previsible que no durase mucho,
justamente el tiempo necesario para que preponderara una familia
vencedora.
Tras el interregno se elegiría
un nuevo papa de esa familia, al que todos acatarían.
En todo caso, ya se tratase de
una proposición del mismo Alonso de Borja o de una conclusión a la
que llegaron los otros, el 4 de abril de 1455 el Cónclave lo eligió
papa, y él aceptó tomar la tiara con el nombre de Calixto
III.
El mismo día de su elección ya
se produjeron disturbios y revueltas callejeras con provocaciones y
luchas entre los partidarios de los Orsini y los de los Colonna.
Tal fue el tumulto que el mismo papa electo decidió posponer su
coronación para cuando se templasen los ánimos y las calles de Roma
se mostraran más tranquilas.
Como no se tranquilizaban, el
nuevo papa asombró a todos con un arranque de furor y autoridad,
cosa que nadie esperaba en el tranquilo cardenal casi octogenario y
que debió de causar un fuerte impacto. Los enfrentamientos
callejeros entre Orsini y Colonna habían dado aquella vez la
victoria a los Orsini. Pero la victoria no suponía la supresión del
enemigo porque los Colonna supervivientes se habían refugiado en la
basílica de San Pedro, donde había de celebrarse la coronación, y
los Orsini se arremolinaron en la puerta, instándoles a salir y
esperándoles para masacrarlos.
Entonces fue cuando el anciano
papa electo se presentó en la casa del cardenal Orsini, y en un
tono que no admitía réplica ni dilación le conminó a poner fin a la
pelea y a encerrar a aquellos de sus partidarios que más
alborotaban. Este hecho puede no parecer sorprendente, pero hay que
tener en cuenta que para presentarse en casa del cardenal Orsini el
anciano papa tuvo que galopar un buen trecho por aquellas calles y
en aquellos momentos.
Después de que se cumpliera
su mandato, con las calles más tranquilas, se procedió a la
coronación del nuevo pontífice en San Pedro y a la posterior
procesión hasta San Juan de Letrán, la basílica-palacio que fue
residencia papal hasta que se construyeron los aposentos del
Vaticano.
Pero la decisión de parar los
pies a los Orsini le costó un disgusto con su antiguo benefactor,
el rey Alfonso de Aragón, puesto que estaba unido a esa familia con
fuertes alianzas. No sería el único.
Calixto III, el primer papa Borgia.
Alonso de Borja fue elegido papa en contra de los intereses de las
dos familias principales, los Orsini y los Colonna. Este retrato le
representa como protector de la ciudad de Siena y fue pintado por
Sano di Pietro. Se encuentra en la Pinacoteca Nacional de
Siena.
LA POLÍTICA DEL
PAPA BORGIA
No parece que el papa Borgia
se metiera en políticas ni enredos mundanos, sino que se limitó,
aparte de a hacer medrar a sus familiares, a los negocios de índole
religiosa, que era a los que debían dedicarse todos los
eclesiásticos, pero el hecho de que uno lo hiciera llegó a resultar
ejemplar hasta el punto de que no solamente el cardenal Eneas
Silvio Piccolomini escribió elogios hacia su persona, sino que
también los cardenales Capranica y Scarampo han dejado comentarios
escritos que alaban su gestión.
Gobernó la Iglesia durante
tres años en los que no perdió ni un solo ápice de su habitual
entusiasmo y energía. No se procuró bienes, aunque sí los procuró
para los suyos. En cambio fundó hospitales, se ocupó de los
desvalidos y adquirió fama de recto y de austero. Rectitud y
austeridad de los que sin duda se desquitaron con creces muchos de
sus familiares, allegados o amigos venidos de tierras españolas, a
juzgar por los odios y rencores que ha dejado su memoria en algunos
que le acusan de vampirismo.
Sí es cierto que Calixto III
llevó a cabo tres acciones que pudieran haberse visto como
funciones propias de su cargo, pero que también originaron
problemas y disgustos.
Una de las primeras cosas que
hizo fue beatificar a su benefactor, fray Vicente Ferrer. Esto
solucionó en parte la tensión creada con el rey de Aragón, porque
fray Vicente había sido súbdito suyo y confesor de su padre, el rey
Fernando I.
El 30 de junio de 1455, dos y
meses y pico después de su coronación, el papa Borgia elevó a fray
Vicente a los altares en una ceremonia que se llevó a cabo en San
Pedro in Batecanum, que seguía siendo la basílica
construida por el emperador Constantino el Grande, allá por el
siglo IV, aunque con algunas modificaciones. Tendrían que llegar
Bramante y Miguel Ángel para empezar a convertir la vieja basílica
en el suntuoso conjunto que es hoy.
La siguiente acción que llevó
a cabo el papa Borgia fue la rehabilitación de Juana de Arco. Juana
había recibido la sentencia de brujería y había sido condenada a la
hoguera por la Inquisición unos pocos años antes, en 1431. Al rey
francés Carlos VII, aquel que la abandonó a su suerte cuando ella
cayó en manos de los enemigos ingleses, no le hacía ninguna gracia
que tal sentencia pesara sobre la cabeza de Juana porque, al fin y
al cabo, había sido ella quien le había coronado en Reims. En
cuanto a los ingleses, menos gracia les haría que Juana fuese
rehabilitada, porque entonces habrían quemado a una inocente y
quién sabía si a una santa. Pero al francés poco le importaba la
opinión de los ingleses, porque tras casi un siglo de luchas que
fueron conocidas como la Guerra de los Cien Años, en 1453, Carlos
VII había conseguido echar al enemigo de su país y mantener Francia
entera para los franceses. Aun así, la reapertura del proceso de
Juana amenazaba con reabrir las heridas recientes y con relanzar la
guerra por el trono francés.
A quien tampoco le hacía
ninguna gracia ver a Juana libre de pecado era, por extraño que
parezca, a Alfonso V el Magnánimo, porque al fin y al cabo los
franceses habían sido y seguían siendo sus rivales en el trono de
Nápoles, y todo lo que fuera darles alas resultaba potencialmente
perjudicial para él. Y es que, en aquellos tiempos, los derechos
dinásticos pendían de un hilo y los reyes temblaban ante cualquiera
que pudiera presentarse como pretendiente de su corona.
Pero el año 1453 no solamente
es célebre por la reconquista de Francia, sino porque fue el año en
el que los turcos otomanos tomaron Constantinopla y su rey Mehmet
II la convirtió en Estambul. Así terminó para siempre el que un día
fuera el esplendoroso imperio de Bizancio. También cabe apuntar que
ese mismo año nació Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán,
personaje que tuvo enorme importancia en tiempos de César Borgia y
de quien hablaremos posteriormente.
Los turcos llevaban siglos
rondando el imperio bizantino, y precisamente cuando conquistaron
Tierra Santa, los europeos habían organizado diferentes
expediciones guerreras a las que el papa Urbano II, promotor de la
primera en 1095, había denominado «cruzadas» porque los guerreros
que en ellas participaban llevaban no solamente armas y pertrechos
militares, sino la cruz de Cristo como estandarte, lo que
diferenciaba estas campañas de las puramente mundanas.
Después de varias batallas,
expediciones, cruzadas, treguas, arreglos, armisticios y nuevas
invasiones y luchas, los musulmanes no solamente se habían
enseñoreado de la mayor parte de lo que un día fuera el imperio
bizantino, sino que mantuvieron la propiedad sobre Tierra Santa
que, por cierto, solamente fue rescatada a principios del siglo XX
por el general británico Allenby, el jefe de Lawrence de
Arabia.
En 1204, los cruzados
europeos habían invadido y saqueado Constantinopla como colofón a
una larga lista de expoliaciones del Imperio, que demostró a la
Historia cuál era el verdadero objetivo de los cruzados. Allí
constituyeron el reino franco de Constantinopla y, en 1453, un año
antes del acceso al solio pontificio de nuestro papa Borgia, los
turcos habían rematado su tarea y se habían apoderado de la hermosa
ciudad creada por Constantino el Grande.
La reapertura del caso de
Juana de Arco, la búsqueda de documentos que permitiesen anular la
sentencia de brujería y la rehabilitación de su nombre por parte de
Calixto III fueron, como dijimos, motivo de discrepancia con el rey
de Aragón, quien seguramente por distraerle hacia otros objetivos
le acusó de no atender a la presencia de infieles en el
Mediterráneo.
Pero seguramente el Papa ya
estaba pensando en atacar a esos infieles, porque su antecesor
Nicolás V ya había intentado llevar a cabo una cruzada contra el
turco, pero había muerto sin que los poderes laicos le prestasen la
atención necesaria. Es de suponer que Calixto III conocía este
asunto y debía de estar considerando la posibilidad de llevar a
cabo lo que no había conseguido su antecesor, pero no se dejó
prender en la trampa del de Aragón, y antes de iniciar la cruzada
concluyó el asunto de Juana de Arco.
Sin embargo, como seguía
siendo un gran diplomático no se enfrentó al rey de Aragón, ni a
los franceses, ni a los ingleses. Dejó muy claro que él no pensaba
entrometerse en asuntos laicos, ni mucho menos en cuestiones
dinásticas entre los príncipes. Declaró al mundo entero que si
reabría el proceso de Juana no era por contrariar ni por favorecer
a nadie, sino porque la propia familia de Arco venía solicitando
del papado que limpiara el oprobio de la memoria de Juana, anulando
la sentencia y haciendo pública su inocencia.
Calixto III la rehabilitó,
pero Juana solamente llegó a los altares en el siglo XX.
CALIXTO III,
VENCEDOR DEL TURCO
Algunos autores aseguran que
la presencia turca en Constantinopla, lo que significaba la amenaza
a las islas cristianas del Mediterráneo, era la pesadilla del papa
Calixto. Dicen que, poco dado a conversar sobre los asuntos
cotidianos, no se cansaba de hablar y discutir cuando se trataba de
los turcos y de la cruzada contra ellos.
También dicen que Calixto III
expolió, es decir, vendió, fundió y subastó los tesoros de San
Pedro para conseguir dinero para la cruzada, e incluso que paralizó
los trabajos de reconstrucción del Vaticano y que todo lo invirtió
en armar galeras de Cristo contra los turcos. Sin duda, este es un
punto delicado, porque dejar sin dinero las arcas de Dios podía no
ser un problema para el papa Borgia, de quien ya dijimos que fue
recto y austero, pero sí para sus sucesores.
No todos los papas fueron
rectos y austeros, y precisamente el hecho de que el papa Borgia lo
fuera es un dato que llama la atención. Pero, por un lado, los
trabajos del Vaticano eran todavía muy precarios. El Vaticano era
entonces un vetusto y destartalado palacio unido a una antiquísima
basílica, San Pedro in Batecanum, regalos de Constantino
el Grande al papa Silvestre I, a lo que algunos papas habían ido
agregando pabellones o capillas según les pareció necesario, pero
sin mantener un orden ni un estilo. Téngase en cuenta que la
residencia oficial de los papas era el palacio adjunto a la
basílica de San Juan de Letrán, otro regalo de Constantino el
Grande, y que solamente a la vuelta de Aviñón se habían instalado
en el Vaticano, ampliándolo en la medida que fue necesario sin
preocuparse de si la ampliación estaba al mismo nivel que el resto,
de si era fácil acceder a ella o de si guardaba el mismo estilo que
las anteriores.
No debía, por tanto, haber
una suma fija destinada a los trabajos del Vaticano. Fue Julio II,
ya a principios del siglo XVI, quien encargó primero a Bramante y
luego a Rafael y a Miguel Ángel la construcción de una
basílica-palacio-mausoleo «como nunca antes se hubiera visto
otro».
Por otro lado, nuestro héroe
no debía su ascenso al solio pontificio a familias poderosas ni a
linajes distinguidos ni a hechos llamativos, por lo que no debió
considerar necesario dar cuentas a nadie de lo que hacía con lo que
se le había entregado. Fue un papa independiente, que no se doblegó
ante los poderosos, como prueban la detención de los revoltosos
Orsini y el asunto de Juana de Arco que pusieron en su contra a su
anterior rey, Alfonso el Magnánimo.
Llegó un día en que este rey,
deseoso de castigar al Papa rebelde, hizo lo posible por entorpecer
la cruzada e incluso protegió a un célebre pirata que por entonces
se dedicaba a expoliar el Patrimonio de San Pedro, el Piccinino.
Claro está que la rebeldía del papa Borgia le llevó al extremo de
no reconocer como heredero del trono de Nápoles al hijo natural de
Alfonso el Magnánimo, Ferrante, para lo que, recordemos, había
mediado con Eugenio IV cuando no era más que un obispo. También se
negó a conceder el divorcio al propio rey Alfonso, quien quería
abandonar a su esposa María para casarse con Lucrecia
d'Alagno.
Mehmet II, llamado el Grande.
Conquistó Constantinopla y la rebautizó con el nombre de Estambul.
El papa Calixto III organizó una cruzada contra él cuando supo que
había prometido tomar Belgrado en 15 días y cuando empezó a ser una
amenaza para las islas cristianas del Egeo.
Todo esto le costó una
venganza bien meditada por parte del rey, como veremos a
continuación, pero el papa Borgia más que valenciano parecía
aragonés, porque igual que el papa Luna, estaba dispuesto a
enfrentarse a todo y a todos para conseguir su objetivo, que era
liberar del turco a la cristiandad sin dar su brazo a torcer.
El sultán otomano Mehmet II,
que había conquistado Constantinopla un año antes, se había
propuesto ahora invadir nuevas tierras cristianas y había enviado
su ejército y su flota hacia Hungría con la promesa de conquistar
Belgrado, entonces ciudad húngara, en un plazo máximo de 15
días.
Los peligrosos movimientos
del turco habían puesto también sobre aviso a los cristianos de las
islas de Chipre y Rodas, próximas geográficamente a las posesiones
turcas, en las que se asentaba, además, la Orden Hospitalaria de
San Juan de Dios, creada en Jerusalén para atender a los heridos y
enfermos de las cruzadas y que, a partir de la reconquista de
Jerusalén por parte de Saladino, había recalado en Chipre y luego
en Rodas, cambiando de nombre. Tiempo después, los Hospitalarios
tomarían el nombre de Caballeros de la Orden de Malta cuando Carlos
V los instalase en la isla de Malta. En la época que nos ocupa
debían de llamarse, pues, Caballeros de la Orden de Rodas.
Los Caballeros de Rodas y
otros cristianos de las islas mediterráneas habían enviado mensajes
de auxilio al papa viendo la peligrosa proximidad de los infieles,
y éste había decidido socorrerles.
Obtuvo de Alfonso el
Magnánimo el envío de una flota al mar Egeo con dos misiones. La
primera, auxiliar a los cristianos, y la segunda, distraer a los
turcos de su destino continental que ya dijimos que era Belgrado,
en Hungría.
Pero Alfonso, a quien la
cruzada no interesaba lo más mínimo y que solamente tenía deseos de
castigar al papa que tan soberbiamente se le había opuesto, hizo
todo lo posible por retrasar la salida de la flota poniendo hoy un
pretexto y mañana otro; en vista de lo cual Calixto III pidió ayuda
a los venecianos, que por su posición geográfica eran los más
próximos al lugar del conflicto. Sin embargo, Venecia siempre fue
más oriental que europea y en aquellos tiempos todavía se
consideraba herencia de Bizancio y una especie de suburbio
constantinopolitano, porque viendo en peligro las magníficas
relaciones comerciales de las que disfrutaba con los turcos, se
negó a participar en la cruzada.