Breve historia de América Latina - Sergio Guerra Vilaboy - E-Book

Breve historia de América Latina E-Book

Sergio Guerra Vilaboy

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En esta controvertida época, cuando los centros imperiales de poder tratan de impedir la independencia económica y política de los pueblos latinoamericanos, se convierte en tarea ineludible el conocimiento de la historia de la región. En ese propósito se inscribe este libro, donde se ofrece una síntesis de los procesos económicos, políticos y sociales que han tenido lugar en los países del área, desde la llegada de los primeros pobladores hasta la actualidad. América Latina, región de incontables recursos naturales y rica herencia cultural, pero sumida en la más absoluta miseria y exclusión, emerge en estas páginas. La aguda pupila del autor para seleccionar los hechos más relevantes y perfilar con trazo seguro las circunstancias determinantes de estos hechos, convierte la obra en estudio orientador para quienes pretendan indagar en la historia de esta región que Martí denominó Nuestra América.

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Seitenzahl: 674

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Edición: Elisa Pardo Zayas

Diseño Artístico de la Colección: Francisco Masvidal Gómez

Diseño de Interior y Cubierta: Enrique Mayol Amador

Composición: René A. Pría Artaud

Corrección: Maritza Vázquez Valdés

Corrección para e-book: Royma Cañas

Maquetación para e-book: Madeline Martí del Sol

© Sergio Guerra Vilaboy, 2014

© Sobre la presente edición:

Editorial de Ciencias Sociales, 2014

ISBN 978-959-06-1559-7

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

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Sergio Guerra Vilaboy(La Habana, 1949). Licenciado en Historia en la Universidad de La Habana y Doctor en Filosofía (Ph.D.) por la Universidad de Leipzig (Alemania). En la actualidad es Profesor Titular, Jefe del Departamento de Historia y Presidente de la Cátedra Eloy Alfaro de la Universidad de La Habana. También es Secretario Ejecutivo de la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe (ADHILAC) y presidente de su Sección Cubana. Es vicepresidente del Tribunal Nacional Permanente de la República de Cuba para el otorgamiento de doctorados en Historia. Es subdirector de la revistaDebates Americanosde la Casa de Altos Estudios Fernando Ortiz y coeditor deChac-Mool,Cuadernos de Trabajo Cubano-Mexicanosque se publica en México.

Ha dictado conferencias y cursos en varias universidades de Europa y América Latina y publicado libros sobre diversos temas de la historia latinoamericana:Los artesanos en la revolución latinoamericana. Colombia 1849-1854(La Habana, 1991 y Bogotá, 2000);Paraguay: de la independencia a la dominación imperialista. 1811-1870(La Habana, 1984 y Asunción, 1991),El dilema de la independencia. Las luchas sociales en la emancipación latinoamericana (1790-1826),(con ediciones en México, 1993, Bogotá, 2000 y La Habana, 2000, 2002 y 2003),Etapas y procesos en la Historia de América Latina(México, 1997),América Latina y laindependencia de Cuba(Caracas, 1999),Historia mínima de América(La Habana, 2001 y 2003) yTres estudios de historiografía latinoamericana(México, 2002 y La Habana, 2003). También fue uno de los coordinadores del libroLa Habana/Veracruz, Veracruz/La Habana, las dos orillas(México, 2002) y coautor deHistoria de la Revolución Cubana(Quito, 2005).

A mis maestros Manuel Galich, Manfred Kossok y Francisco Pividal, siempre presentes.

Introducción

El nombre de América Latina surgió a mediados del siglo xix, asociado al desarrollo de una identidad propia de los pueblos al sur del río Bravo y frente al expansionismo norteamericano. La búsqueda de un nuevo apelativo para esta parte del continente americano, al que se denominaba como Indias o Hispanoamérica, había comenzado a finales del si-gloxviii, poco tiempo antes de que estallara la lucha emancipadora en las colonias españolas. Ello estaba en correspondencia con la aparición de una incipiente conciencia protonacional entre los españoles-americanos, como los llamó el jesuita peruano Juan Pablo Viscardo en una carta contestataria de 1792.

Fue el venezolano Francisco de Miranda el primero que se preocupó por una nueva denominación para señalar de manera inconfundible a la totalidad de las posesiones españolas de este hemisferio y también para distinguirla de los Estados Unidos de América, que se habían apropiado del nombre genérico del continente para dárselo a su recién constituida nación. Por eso inventó hacia 1788 el nombre de Colombia, del que ya se había valido cuando elaboró su primer manifiesto independentista, titulado “Proclamación a los Pueblos del Continente Colombiano, alias Hispano-América”, de la misma manera que llamaría después “ejército colombiano” al contingente militar que en 1806 guiara a las costas de Venezuela, o El Colombiano al periódico que editara más tarde en Londres (1810).

La impronta de Miranda es bien visible en el texto de la constitución de la primera república de Venezuela, aprobada en Caracas el 21 de diciembre de 1811, que utiliza el término mirandino de “continente colombiano” como sinónimo de América Hispana, acepción que desde entonces sería de uso común en el vocabulario de los principales patriotas. Sin dudas, en los años de la lucha independentista de las colonias españolas (1808-1826), la conciencia de una identidad hispanoamericana común y de la necesaria unión de todos los que se enfrentaban a España estuvo ampliamente extendida entre los criollos levantados en armas contra la metrópoli. Uno de ellos, Vicente Rocafuerte, más tarde recordaría con añoranza que en esa época tan feliz su generación consideraba a toda Hispanoamérica como su patria de nacimiento. Para los protagonistas de aquella gesta, el “continente colombiano”, como le había llamado Miranda, era un común horizonte “nacional”.

El propio Simón Bolívar, el 27 de noviembre de 1812, encontrándose en Cartagena tras el fracaso de la primera República de Venezuela, en carta al congreso de la Nueva Granada, denominó a Caracas “cuna de la independencia colombiana”,1 expresión que reiteró en su conocido “Manifiesto de Cartagena” preparado a mediados del siguiente mes, y en otros textos de esta etapa. Sin embargo, ya en su “Carta de Jamaica” (septiembre de 1815) se inclinó por circunscribir el término a un ámbito geográfico más limitado, al proponer, por primera vez, el uso de Colombia para designar exclusivamente al nuevo Estado que debería formarse de la unión de Venezuela y Nueva Granada, proyecto materializado en 1819.

1 Simón Bolívar: Obras Completas, t. I, p. 40.

La creación por Bolívar en Angostura (1819) de la “gran” Colombia, mediante la integración de Venezuela, Nueva Granada y Quito, invalidó hasta 1830 el uso del término mirandino para denominar a toda Hispanoamérica. Pero después de la desintegración de la Colombia bolivariana en esa fecha, el apelativo se volvió a usar para aludir a todo el vasto territorio que se extiende de México a la Patagonia, aunque otorgándole un nuevo significado: se trataba de afirmar y definir la identidad común, ya no en contraposición a España, sino frente al brutal expansionismo de Estados Unidos, entonces en pleno apogeo. Así, el panameño Justo Arosemena, alarmado por las pérdidas territoriales de México (1848), las actividades piratescas de William Walker por Centroamérica (1855-1856), los intentos de apoderarse de Cuba y la irritante presencia norteamericana en su tierra natal –que había provocado el incidente de la “Tajada de Sandía” el 15 de abril de 1857–, rehabilitó el nombre de Colombia para designar a la América Hispana en un discurso en Bogotá, el 20 de julio de ese año, en presencia de varios diplomáticos del continente, donde también llamó a rescatar el legado bolivariano de integración.

Una preocupación semejante por la dramática coyuntura creada por las depredaciones norteamericanas sobre México y América Central manifestó el neogranadino José María Samper. En un extenso ensayo a favor de la unidad continental, titulado significativamente “La Confederación Colombiana” (1859), se opuso a la búsqueda de la identidad hispanoamericana en un simple parentesco racial o solo por la comunidad de lengua, cultura o religión. Dos años después, Samper publicó en París su libro Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las Repúblicas Colombianas (Hispano-americanas) (1861), en cuyo prefacio llevaba más lejos su anterior planteamiento, al proponer ahora el empleo del término de Colombia para designar ya no solo a las antiguas colonias de España, sino a todos los territorios al sur de Estados Unidos.

También el puertorriqueño Eugenio María de Hostos se pronunció durante un tiempo por el uso de Colombia, pero debió dejarlo cuando se adoptó en 1861 como nombre de una república, la antigua Nueva Granada. El obligado abandono del término Colombia, en su acepción mirandina, tenía lugar precisamente en un momento en que ya había surgido la alternativa de América Latina para denominar los territorios del río Bravo a la Patagonia, nombre nacido al calor de los ascendentes antagonismos con el poderoso vecino del norte. Es muy significativo que la expresión América Latina surgiera con un indudable y definido acento antinorteamericano.

La aparición del novedoso concepto, a mediados del siglo xix, estaba vinculado al resultado de las luchas por la independencia del período de 1789 a 1826, cuando tras la emancipación política pasaron a un segundo plano las contradicciones con las antiguas metrópolis europeas y, en su lugar, se alzaron las agudas pugnas con Estados Unidos, que iniciaba entonces su voraz política expansionista. En varios textos de la época, la creciente contradicción con Estados Unidos se fue relacionando con las evidentes diferencias –culturales, religiosas, lingüísticas, étnicas, etc.– que separaban la América del Norte, de origen anglosajón, de una América del Sur, que contaba con un importante componente latino en su ascendencia. La búsqueda de las causas de este diferendo en una distinta matriz étnica fue prácticamente simultánea al surgimiento de la idea de la latinidad de la Europa meridional, y por extensión, de las antiguas colonias ibéricas.

Uno de los primeros autores que se refirió al origen latino de los pueblos que habitaban las colonias españolas fue Alexander von Humboldt. Otro escritor europeo que tuvo un importante papel en este proceso fue el francés Michel Chevalier, quien, en medio del debate que entonces apenas se insinuaba sobre las razas y que iría subiendo de tono hasta llegar muy pronto a tesis claramente racistas, contrapuso la latinidad de las antiguas colonias de España, Portugal y Francia a la América sajona, tal como aparece por primera vez en un texto suyo de 1836.

De esta manera se fue extendiendo, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, la idea de la latinidad de la mayoría de los territorios ubicados al sur de Estados Unidos. Pero aún no se había producido el alumbramiento de una nueva expresión que designara a los países ubicados desde México hasta el estrecho de Magallanes, pues los autores que mencionaban la latinidad de esta parte del planeta seguían usando el término América del Sur para denominar al conjunto de las antiguas colonias de España, Portugal y Francia. Tampoco los primeros escritores hispanoamericanos que aludieron a la latinidad del subcontinente, como el dominicano Francisco Muñoz del Monte, el cubano Antonio Bachiller y Morales o el chileno Santiago Arcos, proponían otro nombre para estos territorios, sino solo lo hacían para destacar la importancia de esa herencia en la conformación de sus pueblos.

En rigor, el neologismo “América Latina”, que al parecer hizo su aparición a mediados del sigloxix,tuvo como verdaderos padres al colombiano José María Torres Caicedo y al chileno Francisco Bilbao, ambos entonces residentes en París. Este último empleó el vocablo, por primera vez, en una conferencia dictada en la capital francesa el 24 de junio de 1856 con el título de “Iniciativa de la América”, donde también se valió del gentilicio “latino-americano”.2Paralelamente, Bilbao defendió en varios textos a la “raza latino-americana” frente al expansionismo anglosajón, añadiendo además que la “América latina” ha de integrarse, pues en el norte desaparece la civilización y emerge la barbarie. Tres meses después de este discurso fundacional de Bilbao en relación con la denominación de América Latina, Torres Caicedo también lo utilizó, el 26 de septiembre de 1856, en la primera estrofa de la parte IX de su poema “Las dos Américas”.

2En Miguel Rojas Mix:Los cien nombres de América. Eso que descubrió Colón,p. 344.

Poco después, en febrero de 1861, Torres Caicedo dio a conocer en París sus “Bases” para laUnión Latino-Americana. Pensamiento deBolívar para formar una Liga Latino-Americana; su origen y sus desarrollos, dirigida a la integración económica y política de las que denominó “Repúblicas latino-americanas”, texto que cuatro años después editaría en forma de libro en la propia capital francesa. El colombiano, a diferencia de Bilbao –quien no seguiría usando el neologismo, en protesta por la agresión francesa en México–, sería un incansable propagandista de la novedosa expresión y su más ferviente difusor, al extremo de corregir las segundas ediciones de sus trabajos anteriores a 1856, para sustituir “América española” por“América Latina”.

Incluso Torres Caicedo fundó en Francia la “Sociedad de la Unión Latinoamericana” (1879), con el propósito de promover de manera sistemática la unión de los países latinos de América, y en cuya mesa directiva figuraron personalidades tan conocidas como el expresidente dominicano Gregorio Luperón y el patriota puertorriqueño Ramón Emeterio Betances. En su libro Mis ideas y mis principios, publicado en París en 1875, el propio autor, que representaba a Venezuela, Colombia y El Salvador ante el gobierno francés, se atribuyó la primacía en la adopción del nuevo término, lo que ha llevado a algunos historiadores a adjudicarle suexclusiva paternidad, desconociendo el papel de coautor que con justicia corresponde a Bilbao.

El uso de la palabra ''latino'', como adjetivo detrás del sustantivo “América”, se haría cada vez más frecuente en la segunda mitad del sigloxix.Entre los escritores hispanoamericanos que ya en la década del 60 lo utilizaban frecuentemente se hallaban Juan Montalvo, Carlos Calvo y Eugenio María de Hostos, precisamente en los momentos cuando los franceses –en el contexto de su intervención en México (1861-1867) y la consiguiente imposición del imperio de Maximiliano–, relanzaban el término para intentar cubrir, con el manto de un supuesto panlatinismo, las aventuras expansionistas de Napoleón III en este hemisferio. Tan extendido se iba haciendo ya en esa década el uso del nombre América Latina, que de él se valieron muchos delegados hispanoamericanos al congreso integracionista de Lima (1864-1865).

El propio José Martí, que acuñó expresiones entrañables como Madre América o Nuestra América, también utilizó en algunas ocasiones la expresión América Latina, solo para constatar la existencia de una comunidad lingüística y cultural, no racial, pues para él “No hay odio de razas, porque no hay razas”.3 Reafirmaba así su sentido integracionista y, al mismo tiempo, reivindicador frente a Estados Unidos; tal como hizo, por ejemplo, en su discurso de Nueva York dirigido a los emigrados cubanos el 24 de enero de 1880, “para descargo de las culpas que injustamente se echan encima de los pueblos de la América latina”, o en un texto escrito tres años después donde anotó: “Todo nuestro anhelo está en poner alma a alma y mano a mano los pueblos de nuestra América Latina”.4

3 José Martí: Obras Completas, t. II, p. 112.

4 Ibídem, t. I, p. 690 y t. II, p. 277.

El mismo sentido martiano conferido al término América Latina sería el validado, después de la muerte en combate del Apóstol de la independencia de Cuba (1895), por muchos otros destacados pensadores y figuras revolucionarias del continente. Por su parte, el filósofo uruguayo José Enrique Rodó adoptó el concepto para esgrimir el legado de la tradición latina (Ariel) y contraponerlo al brutal expansionismo anglosajón (Calibán).

En definitiva, a lo largo del siglo xx, el uso de América Latina terminaría por imponerse de manera categórica sobre los otros nombres que ya indistintamente se venían usando: Hispanoamérica, América Meridional (reiterado por Simón Bolívar), Nuestra América (preferido por José Martí); o que se inventarían después: Eurindia (Ricardo Rojas), Indoamérica (Víctor Raúl Haya de la Torre), América Indo-íbera o América indoespañola (José Carlos Mariátegui) y Espérica (Ramón de Basterra).

El término de América Latina se fue popularizando y en su noción moderna mantiene su viejo sentido integracionista, de una comunidad de naciones hermanadas en una misma historia de luchas anticoloniales y antimperialistas. En específico comprende a los pueblos de este continente, económicamente subdesarrollados, surgidos de diversas colonizaciones europeas –fundamentalmente de España, Portugal y Francia– y de un profundo proceso de mestizaje, pero en la actualidad cada vez más identificados entre sí, y que se hallan en campos bien diferenciados al de las grandes potencias contemporáneas, deslindados por las contradicciones que existieron y las que se mantienen entre las exmetrópolis y sus excolonias. Así, en los inicios de un nuevo milenio, el término ya consagradode América Latina no alude a un simple parentesco cultural, lingüístico o étnico, sino a una más profunda identificación surgida de un pasado y un presente común de luchas, aspiraciones, intereses, problemas y destinos históricos.

Hoy el nombre de América Latina, cuyo uso se ha impuesto casi de manera universal, sirve para designar a los países ubicados del río Bravo a la Patagonia –también Brasil, las antiguas colonias francesas y los grandes conglomerados indígenas–, y es el que se asocia a la aspiración de conformar en el subcontinente una sola comunidad económica y política, dando cima al legado que proclamaron y defendieron las más grandes personalidades latinoamericanas desde los tiempos de Miranda, Bolívar y Martí. Es con tal sentido que se utiliza en esta Breve historia de América Latina.

La presente obra tiene el propósito de ofrecer una síntesis, desde una perspectiva cubana, de la evolución política, económica y social de América Latina desde la llegada de sus primeros habitantes hasta la actualidad. No pretende referirse a todos los acontecimientos ni tampoco hacer un recuento pormenorizado de la evolución de cada uno de los países latinoamericanos. Por el contrario, se parte de una selección de problemas y hechos relevantes, desde una perspectiva histórica comparada. El libro está concebido para ser leído con facilidad, por lo que no se han incluido largas citas, solo algunas pocas frases imprescindibles, debidamente entrecomilladas, acompañadas de su correspondiente referencia bibliográfica. Por la misma razón se ha omitido el aparato crítico y largas notas aclaratorias al pie de páginas, aunque se ha incorporado al final un listado bibliográfico general.

Además, debo aclarar que este libro es una versión corregida, actualizada y aumentada –se han incluido nuevos tópicos y desarrollado más algunos temas– de laHistoria mínima de América, publicada por las editoriales Félix Varela (2001) y Pueblo y Educación (2003), a la que se le han suprimido las partes referidas a la historia de Estados Unidos.

Sergio Guerra Vilaboy

La Habana, marzo-abril de 2005

Capítulo 1

Los primeros pobladores y las sociedades autóctonas

Casi desde los mismos comienzos de la invasión europea al llamado Nuevo Mundo, la interrogante sobre el origen del hombre americano despertó las inquietudes de cronistas y conquistadores, lo que dio lugar a las más diversas teorías. Una de ellas fue elaborada por el padre Joseph de Acosta en su Historia Natural y Moral de las Indias (Sevilla, 1590), donde volcó su preocupación por la procedencia de los habitantes encontrados en América: “quedamos sin dudas obligados a confesar, que pasaron acá los hombres de allá de Europa o de Asia o de África, pero el cómo y por qué camino vinieron todavía lo inquirimos y deseamos saber”.1 Muchas de las primeras explicaciones partían de argumentos muy ingenuos, basados en la simple observación, o en otras ocasiones de elementos extraídos de la Biblia –los aborígenes procedían de Noé o de algunos de sus descendientes– y de viejas leyendas, atribuyendo la presencia humana en este continente a pueblos desaparecidos de la historia como los cananeos, los habitantes de la mítica Atlántida o a migraciones de poblaciones de la Antigüedad: egipcios, fenicios, cartagineses, hebreos u otros.

1 P. Joseph de Acosta: Historia Natural y Moral de las Indias, en que se tratan de las cosas notables del cielo, elementos, metales, plantas y animales dellas, y los ritos, y ceremonias, leyes y gobierno de los indios, p. 45.

Otras hipótesis revistieron un carácter aparentemente más científico, como la teoría monogenista esgrimida por el paleontólogo argentino Florentino Ameghino en la segunda mitad del sigloxix.Según su compleja tesis, echada por tierra por la arqueología y la paleontología, no solo el hombre, sino también los mamíferos, se habían originado en el sudeste de América, desde donde se difundieron por todo el planeta. En cambio, según los poligenistas, no había razones para poner en duda que el hombre hubiera aparecido simultáneamente en diferentes puntos del globo, entre ellos América.

Génesis del poblamiento americano

Las más recientes investigaciones científicas han comprobado que el hombre no es originario de América, pues existe una imposibilidadfilogenética basada en que los monos americanos (platirrinos) pertenecen a una rama muy alejada de los antropoides. En este hemisferio tampoco se han hallado fósiles de monos catarrinos, ni antropoides, ni prehomínidos –comoaustralopithecus,pithecanthropusoneandertales–, lo que descarta que pudieran surgir aquí elementos humanoides por una vía evolutiva. Todos los restos óseos descubiertos hasta ahora pertenecen a hombres modernos, esto es,homo sapiens.

Aunque existen muchas teorías sobre el origen del hombre americano –algunas de las cuales consideran incluso la posibilidad de un poblamiento depresapiens, provenientes de las costas asiáticas del Pacífico en tiempos de la llamada glaciación Illinois, hace unos 200 000 años–, las evidencias apuntan a que llegó a este continente procedente de Asia ya conformado comohomo sapiens, en varias oleadas remotas. Todo indica que este proceso fue relativamente tardío en comparación con el poblamiento de otras partes del planeta, dado que los restos fósiles humanos de mayor antigüedad datan de hace 195 000 años y fueron hallados en el suroeste de Etiopía (1967). A sustentar esta tesis contribuye el hecho de que los siete restos dehomo sapiensmás antiguos encontrados en América –entre ellos Punín (Ecuador), Fontezuela y Arrecifes (Argentina) y Lapa Vermelha (Brasil), así como el hombre de Tepexpan (México)–, son relativamente recientes, pues por diferentes medios de datación han sido fechados entre 8 000 y 15 000 años.

La inmensa mayoría de los especialistas de este tema considera que la llegada del hombre a este hemisferio comenzó en tiempos del denominado glacial Wisconsin (70 000 al 10 000), en un proceso que se extendió por milenios y que terminó por generar un verdadero mosaico de culturas y pueblos indígenas diferenciados entre sí y con distintos niveles de desarrollo socioeconómico. Se supone que la primera migración ocurrió hace más de 50 000 años y se produjo por el estrecho de Bering, de apenas 80 kilómetros de extensión, favorecida por las condiciones creadas para el paso del hombre con el descenso del nivel del mar, al parecer durante el subestadío glacial altoniense (70 000-28 000).

A avalar esta tesis contribuyen los indicios de que durante el Wisconsin se produjo la entrada humana a la zona comprendida entre el archipiélago japonés y la península de Kamchatka. La proximidad geográfica de esta región con América, junto con una vegetación y una fauna relativamente parecida y condiciones fisiográficas diferentes a las actuales, pudo permitir un paulatino poblamiento mediante el continuo flujo y reflujo de grupos asentados en ambas costas del Pacífico. A pesar de la verosimilitud de esta teoría, no se han encontrado en América restos humanos equivalentes a los sapiens fósiles hallados del otro lado del Pacífico, pertenecientes a cronologías similares. No obstante, a través del análisis del ADN mitocondrial realizado a indígenas americanos actuales, se hacalculado por especialistas de Estados Unidos que los separan unos 35 000 años de los primeros pobladores de este continente.

Al parecer, los primitivos habitantes de América eran hombres del paleolítico, nómadas, que vivían en cavernas y se dedicaban a la recolección, la caza y la pesca, con instrumentos de concha muy elementales, aunque se sabe muy poco del marco ecológico que debió condicionar sus formas de existencia. Se extendieron por el continente americano de norte a sur, hasta llegar, en un lento desplazamiento efectuado a lo largo de milenios, al extremo austral.

A favor de esta hipótesis se levantan los hallazgos más antiguos –por lo general, instrumentos de piedra asociados a huesos de mamuts y otros grandes animales herbívoros (caballos, perezosos gigantes, mastodontes), como loskiokkemoeddingsencontrados en Texas (Estados Unidos), donde aparecieron puntas del tipoclovisfechadas por el carbono 14 en 37 000 años– descubiertos hasta el presente en cada región americana y que indican los rastros más remotos de presencia humana: los de Lewisville (Texas) tienen una antigüedad de 37 000años; los de la isla de Santa Rosa (California) 29 000; los de Meadowcroft (Pennsylvania) 20 000; los de Tlapacoya (México) de unos 24 000; los de Paccaicasa (Perú) 20 000; los de El Abra (Colombia) 12 000; los de El Jobo (Venezuela) de 14 000; los de Inga y Punín (Ecuador) 10 000; los de la caverna de Pedra Pintada (Brasil) 11 000 y unos 10 000 los de la cueva de Fell en el estrecho de Magallanes.

Este último yacimiento, junto con el de Los Toldos –fechado entre 11 000 y 9 000 años de antigüedad y ubicado en una cañada en la provincia de Santa Cruz (Argentina)–, aportó restos semejantes a los de la mencionada cueva de Fell: fauna extinta asociada con un conjunto de utensilios compuestos por las puntas de proyectil llamadas “cola de pescado”. Todo ello parece confirmar la existencia de grupos cazadoresen el extremo sur del continente al final del Pleistoceno,2relacionados con los primitivos habitantes de la América del Norte. Estos hallazgos muestran una probable cronología de ocupación y una posible ruta de poblamiento humano del continente. El último grupo humano que llegó por esta vía, hace aproximadamente 5 000 años, fue el esquimal.

2 Los geólogos consideran que el Pleistoceno se inició dos millones de años atrás y terminó hace unos 10 000 años, fecha en que comenzó el Holoceno, esto es, la época geológica actual.

En opinión de muchos antropólogos físicos, América fue poblada inicialmente por hombres de origen mongoloide –llegados primero por un corredor en el estrecho de Bhering y después de la retirada del glacial por las islas Aleutinas–, aunque a través de posteriores migraciones es muy factible que entraran más tarde, probablemente entre 15 000 y 6 000 años, elementos australianos, malayos, polinesios y melanesios procedentes del Pacífico –favorecidos por un clima más suave y niveles más bajos de las aguas polares–, los que al parecer se mezclaron con el sustrato mongoloide arcaico. Las principales teorías que sustentan estas tesis se basan en el análisis de tipos sanguíneos, las similitudes lingüísticas y las apariencias físicas e incluyen la mancha mongólica, del tamaño de una moneda, que aparece en los primeros años de vida de los niños de este origen y que ha sido observada en la mayoría de los infantes indígenas de América.

Recientes análisis de ADN, extraído de cráneos fósiles de la desaparecida tribu de los pericués (Baja California), no muestran parentescos con los restantes grupos aborígenes americanos de origen mongoloide y sí con ciertas etnias del sureste asiático, de la Polinesia y de Australia. Su antigüedad (13 000 años) avala la tesis de la llegada de otras oleadas migratorias de orígenes dispersos en el Pacífico y con distintos itinerarios. Eso puede explicar que algunos hallazgos arqueológicos, como la mujer del Peñón, exhumada al oriente de ciudad México (1957), de una antigüedad calculada en 12 700 años, con su singular cráneo dolicocefálico –largo y estrecho– tenga cercana filogenia con el fósil de la mujer deArch Lake (Nuevo México), datado en 11 000 años, y con el hombre deKennewick, en el noroeste de Estados Unidos, de 9 500 años.

Todos ellos difieren de otros restos indígenas americanos antiguos y están desligados genéticamente de los principales grupos aborígenes de este continente: braquicefálicos y mesocefálicos. En la misma dirección apuntan los hallazgos (1975) de fósiles craneales de 13 500 años en Belo Horizonte (Brasil), con inequívocos rasgos australianos, y los instrumentos fechados en 12 500 años, encontrados recientemente en Monte Verde (1997), cerca de Puerto Montt (Chile), semejantes a los utilizados por los nativos de aquellas regiones, lo que puede corroborar la existencia de migraciones marítimas mucho más remotas de lo que se suponía hasta hace muy poco.

Estos últimos inmigrantes procedentes del Pacífico ya dominaban la navegación, probablemente se encontraban en el estadío mesolítico y, sobre todo, neolítico, pues ya conocían la agricultura (maíz, yuca) y trabajaban la cerámica, conocimientos que se calcula existían en América hace más de 3 000 años. Estas oleadas se mantuvieron durante milenios y cesó el contacto sistemático por el sur en tiempos relativamente recientes, cuando las sociedades de procedencia se hicieron más sedentarias.

A partir de estas migraciones de diversos orígenes étnicos, geográficos y de niveles de vida, que arribaron en diferentes momentos históricos –tal vez entre 7 000 y 2 000 años, cuando ya se habían producido los cambios climáticos que generaron la flora y fauna actuales, marcando el fin de los tiempos del Pleistoceno–, se produjo el desarrollo desigual de los pueblos aborígenes en un proceso que se extendió por decenas de siglos. Así, mediante migraciones que no debieron ser masivas y que quedaron aisladas de sus lugares de procedencia y sometidas a un proceso de adaptación a las nuevas condiciones naturales del medio donde se asentaron, se fue conformando una población autóctona mediante un crecimiento vegetativo bien diferenciado, resultado de combinaciones propicias o adversas del clima, suelos vegetales ricos o pobres y mayor o menor conocimiento de la agricultura. Se ha comprobado la existencia de más de un centenar de familias lingüísticas independientes en América, que comprenden cientos de idiomas y dialectos.

Principales características de las sociedades indígenas americanas

Los habitantes de América, anteriores a la invasión del continente por los europeos, se encontraban en muy diversos estadios de su evolución social. A lo largo y ancho del llamado Nuevo Mundo vivían infinidad de comunidades aborígenes que aún se hallaban en diversas fases de la sociedad primitiva, pues se dedicaban a la caza, la pesca, la recolección y(o) una agricultura extensiva que requería ser complementada por las tres actividades mencionadas. En la mayoría de estos pueblos, que transitaban del nomadismo al sedentarismo, se daba el tipo de sociedad “de subsistencia”: escasa producción, bajo nivel de consumo, desconocimiento de cualquier forma de propiedad y ausencia de estructuras clasistas.

En cambio, otras poblaciones aborígenes contemporáneas, como los aztecas, mayas e incas, conocieron una agricultura más productiva que, auxiliada del regadío y la fertilización, podía satisfacer las necesidades alimentarias básicas. Estos ya conocían estructuras sociales más complejas, el nivel de producción y consumo era relativamente alto, existía el concepto de propiedad más desarrollado y, por ello, una clara estratificación clasista, que había dado lugar a la conformación del Estado.

Desde el punto de vista de la actividad económica fundamental, de la que dependían estos pueblos indígenas, el continente americano puede ser dividido a nivel esquemático en ocho grandes zonas básicas: al norte de los Grandes Lagos, desde Alaska hasta la península del Labrador, se ubicaba el área del caribú, a cuya caza se dedicaba la tribu nómada de los atapascos, que resolvía mediante este rumiante la mayor parte de sus necesidades de alimentación y abrigo; en la costa occidental norteamericana, de norte a sur, la del salmón, de cuya pesca vivían los algonquinos; en los actuales estados de California (Estados Unidos) y Baja California (México), la zona de los frutos silvestres, cuya recolección alimentaba, entre otros pueblos, a los yuma, apaches y yuquis, que se cobijaban en grutas o cabañas endebles; en las praderas centrales que forman la cuenca de los ríos Mississippi y Missouri se asentaban los sioux o dakotas, que se dedicaban a la caza de bisontes; mientras en la costa este de Norteamérica, limitada al norte por los Grandes Lagos y al sur por el golfo de México, estaba el área oriental del maíz, cuyo cultivo era realizado por los iroqueses y hurones.

Al norte y centro de Surámerica, y en las Antillas, se encontraba la zona de la mandioca, base de la alimentación de tupís, caribes, arauacos, taínos y guaraníes, estos últimos conocedores de una agricultura más diversificada; y en las verdes praderas del sur de esta parte de América (las pampas), el área del guanaco, cuya caza sostenía a los charrúas, pampas, araucanos, puelches, tehuelches y onas. La octava zona, sin dudas la más avanzada, incluía gran parte del territorio actual de México, casi toda Centroamérica y la faja suramericana, situada desde la sierra de los Andes hasta la costa este, limitada al sur por el río Maule, y era la que alojaba, entre otros pueblos, a los aztecas, mayas e incas, que lograron el más alto desarrollo socioeconómico de la América precolombina gracias al cultivo intensivo de la tierra. De los cientos de tribus indígenas que habitaban el continente americano a la llegada de los europeos, solo unas pocas –iroqueses, chibchas (muiscas de la sabana de Bogotá y quimbayas de la región del Cauca) y guaraníes– se acercaban al nivel cultural y de organización social alcanzado por los habitantes de Mesoamérica y la región andina.

El conocimiento de la agricultura intensiva, cuyo desarrollo se efectuó al parecer paralelamente en dos o tres centros del continente –se calcula que comenzó entre el 7000 y el 1500 a.n.e.–, entre ellos las zonas altas de Mesoamérica y la costa y sierra del área andina, creó las condiciones para la llamada “revolución neolítica”, precondición para el posterior surgimiento en estos territorios de sociedades de clases y deslumbrantes centros de civilización. Ello constituyó un cambio radical que trajo aparejado el sedentarismo, la construcción de verdaderas ciudades y complicados sistemas de regadío. Ahora bien, las grandes culturas indígenas americanas fueron el resultado de una sucesión de horizontes3por el que estas sociedades ascendieron en su desarrollo económico, social y político desde el paleolítico hasta una comunidad sedentaria, ya estratificada en clases y vertebrada en torno a formaciones estatales de diverso tipo.

3 En la arqueología se emplea el término horizonte para designar a un complejo cultural parecido en un determinado espacio y tiempo.

En estas áreas medulares desde algunos cientos de años antes de nuestra era –cuando se vertebraron las primeras culturas americanas de cierta complejidad como los olmecas del golfo de México y las de Chavín y Tiahuanaco en la región andina–, la sociedad se caracterizó por la existencia de comunidades aldeanas, organizadas en torno a la propiedad común del suelo y el trabajo colectivo por clanes familiares, aunque sometidas a un grupo humano (teocracia) apartado de la agricultura, que impuso al resto de la población fuertes tributos en productos y trabajo. Radicada en ciudades-Estado, a la teocracia indígena le correspondió un papel determinante en los terrenos político, social y económico al ofrecer al pueblo la ayuda espiritual y la protección de los dioses, en cuyo nombre hablaban y actuaban.

Ese poder despótico centralizado, que ejercía funciones de utilidad social –defensa, irrigación, construcción de templos y otras obras ceremoniales, caminos, puentes, almacenes, etc.–, dirigía las labores agrícolas y preservaba elstatus quoen sociedades clasistas estratificadas de alto nivel de desarrollo relativo, se fundamentaba en el extraordinario peso alcanzado por la religión –festividades, ritual, organización social, la guerra, en la arquitectura monumental, en las artes, en la legitimación del poder dinástico y en el conjunto de la organización política. Estas características fueron comunes a todas las grandes civilizaciones americanas.

Este sistema socioeconómico y político, que descansaba en la explotación de toda la comunidad por la casta dominante, se parece mucho al tipo de sociedad que Carlos Marx describió para la India y China antiguas con el nombre de “modo de producción asiático” o esclavitud generalizada –otros autores lo han denominado “despótico-tributario”–, un régimen de transición de la comunidad primitiva a la sociedad de clases en el cual coexisten formas arcaicas de organización comunitaria –-ayllúentre los incas ycalpullipara los aztecas–, con un Estado jerarquizado dominado por una teocracia que exige tributos y prestaciones personales (mitaentre los incas ycuatequilentre los aztecas).

La dinámica de estas ciudades-Estado les permitió expandirse hacia los territorios colindantes, a los que irradiaron su influencia y marcaron con una misma tradición social, cultural, religiosa y científica. A estos rasgos semejantes a todas las grandes civilizaciones americanas, habría que añadir la existencia de otros elementos comunes: cultivo del maíz y frijol, instrumentos de trabajo (coa otaclla), técnicas agrícolas, el riego, las construcciones de piedra y barro, algunos tipos de cerámica y de textiles, los sacrificios humanos y otros.

Se supone que los núcleos más importantes de estas civilizaciones clasistas alcanzaron su primer apogeo entre los años 200 y 900, cuando desarrollaron una serie de patrones culturales y de civilización considerados clásicos. Aproximadamente entre los años 700 y 1000, estas complejas sociedades americanas sufrieron una serie de sacudidas y crisis que pusieron fin al llamado período clásico y propiciaron el florecimiento de nuevas culturas, entre ellas la azteca y la inca, que alcanzaron junto a los mayas el punto más alto de desarrollo político y socioeconómico de los pueblos indígenas antes de la llegada de los europeos. Inclusive, la última etapa del expansionismo azteca e inca fue casi coincidente, a finales del sigloxvy primeros lustros delxvi.

Entre las características de estos dos grandes focos americanos de civilización, esto es, Mesoamérica y el área andina, se destaca el absoluto aislamiento existente entre ambos, lo que no solo determinó apreciables diferencias sociales, económicas y culturales, sino también limitó mayores posibilidades de desarrollo. Sin dudas, también contribuyó a ello el restringido proceso de domesticación de animales –limitado al pavo, perro, pato y, en los Andes, además, al cuy, alpaca y llama– y la ausencia en América de importantes especies para la alimentación, el tiro y la carga –burro, caballo, vaca y cerdo–, el desconocimiento dela rueda y de la metalurgia del hierro, que los privó de instrumentos de trabajo como el arado. A esto hay que agregar la existencia de economías de excedentes exiguos, en las que el hombre era casi exclusivamente la única fuerza de trabajo.

Las culturas mesoamericanas

Esta región, conformada en parte por los actuales territorios de México y Centroamérica, fue en tiempos precolombinos el asiento de una de las dos grandes áreas de desarrollo de las civilizaciones indígenas en este continente, a la cual los arqueólogos han convenido en denominar Mesoamérica. Aquí florecieron formidables culturas como la olmeca, maya, tolteca y azteca, por solo mencionar las más conocidas.

Se le considera una zona de civilización, basada en una agricultura relativamente avanzada; esta zona cobijó un conjunto de culturas pertenecientes a una variedad de pueblos que mantuvieron entre sí estrechas relaciones y compartieron un mismo escenario natural y muchos elementos y características: cultivos del cacao y el maguey, uso de la coa, las chinampas, el complejo nixtamal-tortilla, la espada con hojas de obsidiana y la camisa protectora de algodón, el calendario de 18 meses de 20 días, la semana de 13 días, el calendario ritual de 260 días, el ciclo de 52 años, la existencia de fiestas fijas y movibles, los días fastos y nefastos, arquitectura de falsa bóveda y columnas serpentiformes, pirámides escalonadas, uso de papel de amate en códices y mapas y la escritura jeroglífica, entre otros elementos. A ello debe añadirse una serie de divinidades comunes como el dios de la lluvia –Tláloc en lengua náhuatl– o una misma deidad civilizadora representada por la serpiente emplumada (Quetzalcóatl en náhuatl o Kukulcán en maya).

Olmecas y toltecas

Una de las más antiguas civilizaciones mesoamericanas fue la olmeca, con centro en la zona sur de Veracruz y el norte de Tabasco (México), considerada una especie de cultura madre para toda la región y que se desarrolló desde varios siglos antes de nuestra era. Se supone que aquí, al sur de la costa del golfo de México, entre el 1500 a.n.e. y el año 300, comenzó, sobre la base del trabajo intensivo de la agricultura, una incipiente diferenciación clasista y la formación de un Estado embrionario –cuyos principales centros estaban en La Venta, San Lorenzo y Potrero Nuevo– dominado por una teocracia que, de una u otra manera, extendió su influencia a regiones más distantes, como los zapotecas de Oaxaca (Monte Albán) o los mayas “preclásicos” de Chiapas (Kaminal Juyú) y Yucatán.

La cultura olmeca se distinguió por sus estelas, altares, plataformas, algunas pirámides que sostenían construcciones de madera, tumbas, representaciones de felinos y de seres híbridos, mitad hombres, mitad jaguares, así como las colosales cabezas de hasta 16 metros de altura, identificadas con el posible rostro de sus gobernantes, de las que han sido encontradas poco más de una docena. Al parecer, a esta época corresponde la invención del calendario ritual de 260 días, la escritura jeroglífica y la numeración, con signos de puntos y barras.

A ella siguió el llamado horizonte Teotihuacano-Maya, el cual se considera clásico y se ubica cronológicamente entre los años 250 y 950. Ya se corresponde plenamente con la aparición de las primeras sociedades clasistas fundamentadas en una agricultura intensiva (maíz) que llegaron a constituir imponentes ciudades-Estado como la de Teotihuacán, enclavada cerca de la actual ciudad de México o las muy numerosas del Petén en Yucatán. Eran no solo centros ceremoniales, sino verdaderas urbes permanentes y complejas –con grandes pirámides, templos, áreas para juegos de pelota, palacios, caminos de piedra, etc.–, ligadas a un extenso entorno rural, poblado por centenares de comunidades que utilizaban sistemas intensivos de cultivo, técnicas avanzadas de regadío y de conocimientos climáticos.

Entre los logros alcanzados en este período ya figura una arquitectura de grandes proporciones –como la pirámide del Sol en Teotihuacán, de una altura de 63 metros y una base cuadrangular de 225 metros de lado– y toda una serie de descubrimientos científicos en diversos campos. La influencia de los teotihuacanos y los mayas llegó hasta regiones apartadas como los purepechas o tarascos de Michoacán y los mixtecas de Oaxaca (Monte Albán II), que florecieron después del año 1000. En esta última región las sierras que se unen cerca del istmo forman mesetas y valles de tierra fecunda que favorecieron el desarrollo de mixtecas y zapotecas; la decoración de los muros de Mitla y las joyas de oro de Monte Albán son exponentes de ese desarrollo.

Entre los años 650 y 950 la región mesoamericana fue sacudida por una serie de acontecimientos internos (económicos, políticos y sociales) y externos (invasión de otros pueblos) que dieron al traste con estas civilizaciones catalogadas como clásicas. En particular, los habitantes de Teotihuacán fueron los primeros en sentir los efectos de esta crisis debido probablemente a que era la civilización más cercana a la frontera norte y, por ello, más expuesta a los efectos negativos de los cambios climáticos, que perjudicaron sensiblemente las cosechas, y a la irrupción de hordas salvajes, nómadas o seminómadas, de cazadores chichimecas –tribus de habla náhuatl de diversa procedencia geográfica y étnica– derramadas por el valle del Anáhuac.

La desaparición de la ciudad de Teotihuacán, saqueada y semidestruida hacia el año 650, abrió paso al predominio de diversas culturas locales –mixteca, tolteca, choluteca, huaxteca, totonaca, tarasca, azteca, etc.–, que dio origen a varios centros de civilización, de desarrollo paralelo –Xochimilco, El Tajín, entre otros–, al cual siguió el denominado Mixteca-Puebla. Este último horizonte prehispánico se inició hacia el año 1200, asociado a nuevas invasiones chichimecas procedentes del norte y al florecimiento de diversas ciudades-Estado como la de Tollan (Tula) –abandonada después por los toltecas, hacia el año 1168, como resultado de otras invasiones chichimecas encabezadas por Xólotl– y las de Culhuacán, Tenayuca, Texcoco y Azcapotzalco. Esta etapa coincidecon un nuevo auge de la cultura maya en el norte de la península deYucatán, aproximadamente entre los años 1200 y 1450.

Los mayas

La historia del pueblo maya se desenvolvió fundamentalmente en el Petén y la península de Yucatán –a donde probablemente se trasladaron procedentes de las tierras altas de la actual Guatemala–, a partir de los años 200 o 300, pues la estela 29 de Tikal, la placa de Leyden y la es-tela 9 de Uaxactún –que registran las hazañas y nombres de gobernantes (ahauobohalach uinic)– fueron fechadas en los años 292, 320 y 328, respectivamente. Hasta ahora en estos dos sitios (Tikal y Uaxactún), separados por unos 50 kilómetros, se han hallado más de 80 estelas y más de cincuenta altares repartidos en varias plazas.

Al parecer los mayas de este período denominado clásico se distribuían en un sinnúmero de ciudades-Estado que pugnaban constantemente entre sí –Sayil, Tikal, Uaxactún, Copán, Quiriguá, Piedras Negras, Xultun, Yaxha, Caracol, Calakmul, Yaxchilán, Uxmal, Labná, Kabah, Itsimté, Ucanal, Toniná, Chichén Itzá, Tzimin Katz, Bonampak, Dzibanché, Uxul, Nakun, Balkbal, La Milpa, Naranjo, La Honradez y Palenque– y estaban gobernados por dinastías hereditarias de guerreros y sacerdotes, cohesionadas en torno a la figura divinizada delahauob. Así, por ejemplo, en Copán se encontró un enorme bloque cuadrangular de piedra con 16 hombres sentados esculpidos –cuatro por lado– quienes representan al parecer los miembros de una misma familia que gobernó esa ciudad entre los años 426 y 820. El primero de ellos se llamó Yax Kuk Mo y el último Yax Pac. En otro sitio maya, Palenque, el desaparecido arqueólogo cubano Alberto Ruz encontró en 1952 la primera pirámide mesoamericana destinada a mausoleo de un importante personaje, a la manera egipcia.

En su esplendor, los mayas consiguieron un apreciable avance de la arquitectura –distinguida por el falso arco o arco maya–, la astronomía y la matemática –se valieron de un sistema de numeración vigesimal que incluía el cero, un logro solo compartido con los habitantes de la antigua India, de quienes los europeos obtuvieron la idea– que les permitió elaborar un complicado calendario, más preciso que el gregoriano, el cual se usaba desde 1582.

La más antigua y grande ciudad maya fue probablemente Tikal, situada en el centro del Petén, con más de tres mil construcciones, entre templos, observatorios astronómicos, edificios ceremoniales, palacios y pirámides, estos últimos con la particularidad de tener su escalinata al medio y su templo encima, el mayor de los cuales alcanzaba los 60 metros de altura. Las culturas mayas del período clásico entraron en una abrupta decadencia de poco más de un siglo (889-1007), cuando las ciudades fueron abandonadas y la selva se apoderó de ellas–la estela 11 de Tikal registra su última inscripción en el año 889– por razones que aún no están claras, aunque sin dudas asociadas a la crisis mesoamericana que se había iniciado con la destrucción de Teotihuacán.

El renacimiento de esta portentosa cultura, ahora limitada al área norte de la península de Yucatán, estuvo favorecida por las migraciones toltecas procedentes del valle de México (Tula), que dieron lugar a un intenso sincretismo, pues los invasores no destruyeron las antiguas formas de vida, costumbres, creencias –Chac, dios del maíz, era el favorito del culto popular– ni el arte de los mayas, sino que los incorporaron, generando una civilización mestiza. Ello ocurrió después que los invasores toltecas fundaron la ciudad de Mayapán en el año 987, mientras otros grupos conquistadores se apoderaban de Uxmal y Chichén Itzá (964), esta última establecida desde el 432 cerca de dos enormes cenotes.

Esta etapa, en que el poder estatal al parecer se estructura sin los viejosahauobmediante una alianza de jefes –las familias invasoras de los cocomes, xius e itzáes– y centros urbanos –la llamada Liga de Mayapán, conformada por las ciudades-Estado de Chichén Itzá, Uxmal y Mazapán–, tuvo como símbolo el predominio de la mítica serpiente emplumada. Mayapán, después de vencer a los itzáes de Chichén entre los años 1194 y 1250, mantuvo su hegemonía durante dos siglos, aunque fue totalmente arrasada por sus enemigos en 1461. Después la cultura maya-tolteca se extinguió como su antecesora clásica: las ciudades fueron abandonadas y la exuberante vegetación tropical pronto cubrió sus ruinas, mientras las poblaciones se dispersaron y retrocedieron en su desarrollo socioeconómico.

Sin dudas el centro maya más sobresaliente de esta etapa, desde el punto de vista cultural, fue Chichén Itzá, una ciudad-Estado amurallada, con impresionantes construcciones como el Patio de las Mil Columnas, la imponente pirámide de nueve pisos del Castillo y el llamado Templo de los Guerreros. En particular, este último ofrece muchos de los rasgos toltecas de la ciudad de Tula: pórtico con columnatas, frisos con tigres y águilas comiendo corazones, atlantes, columnas en forma de serpientes emplumadas, etc. Otras ciudades mayas significativas de este período fueron Champoton y Tulum, protegidas por murallas.

Los aztecas

Casi simultáneamente a la invasión tolteca a Yucatán, tribus de lengua náhuatl, entre las cuales sobresalían los mexicas o aztecas, tras una larga y accidentada peregrinación iniciada en la mítica Aztlán en el sigloxii–en busca del sitio prometido por su dios tutelar Huitzilopochtli–, fundaron la ciudad de Tenochtitlán (1345) en un islote del lago Texcoco, justamente donde hoy se encuentra la explanada de El Zócalo y el Palacio Nacional en la ciudad de México. En ese lugar vieron un águila, con una serpiente en su pico, sobre un nopal, lo que interpretaron como una señal de sus dioses. Aunque los mexicas no inventaron los sistemas hidráulicos ni tampoco el cultivo en chinampas, que se desarrollaba desde mucho antes en las márgenes del lago Texcoco, fueron ellos los que le dieron mayor desarrollo y complejidad.

Al principio los aztecas cayeron bajo el dominio de los tepanecas (viejos residentes emparentados con los toltecas) de la ciudad-Estado de Azcapot-zalco, hasta que el “jefe detodos los hombres” (tlatoaniotlacatecuhtli) mexica, Itzcóatl, logró en 1430 la independencia, gracias a la llamada triple alianza con Texcoco y Tlacopán. Luego conquistó importantes áreas fuera del valle de México. Al parecer, durante su gobierno, la clase dominante azteca consolidó su poder a la vez que quedaban atrás sus rasgos gentilicios –la gens primitiva se transformó encalpulli, donde el factor aglutinante era cada vez más el económico en detrimento de la consanguinidad–, tal como evidencia la reescritura de los antiguos códices.

Nuevas cotas en la expansión mexica se alcanzaron bajo el mandato de Moctezuma Ilhuicamina, entre los años 1440 y 1468, época en que el dominio azteca alcanzó la costa del golfo de México, mientras Tenochtitlán crecía y se desarrollaba con calles y canales que cruzaban el lago en distintas direcciones. Después de las conquistas de Axayácatl, que gobernó de 1468 a 1481, y Ahuízotl, que lo hizo entre 1486 y 1502 –entonces se inauguró el Templo Mayor, de más de 1 200 metros cuadrados, consagrado a veneradas deidades como Huitzilopochtli y Coatlicue–, los mexicas llegaron a dominar poblaciones establecidas en territorios tan lejanos como el istmo de Tehuantepec o la costa del Pacífico, aunque no pudieron doblegar a los tarascos o purépechas, con su capital en Zintzuntzan, en una de las márgenes del lago de Pátzcuaro (Michoacán).

La ocupación azteca sobre tan amplios espacios se fundamentó en exigencias de tributos a los vencidos y el establecimiento de un intercambio comercial favorable, que garantizaban con la presencia permanente de su poderoso ejército. Este sistema de dominación se consolidó durante el gobierno de Moctezuma Xocoyotzin, iniciado en 1503, cuando ya Tenochtitlán era sin dudas la ciudad-Estado hegemónica en todo el actual centro de México. En 1506 este mandatario sometió a los mixtecas (Oaxaca), aumentó los tributos exigidos a los pueblos sometidos y sacrificó más prisioneros en el Templo Mayor.

Culturas del área andina

La región andina –que comprende las cumbres y vertientes de la cordillera de los Andes y su extensa costa, generalmente desértica, salvo en oasis fertilizados por los ríos que buscan el Pacífico– constituyó la otra gran zona medular de la América indígena: antiquísimos sistemas de canales, cuyas huellas se remontan probablemente a cientos de años antes de nuestra era, cultivos altamente alimenticios (papa, maíz) y la cría de animales suministradores de lana, cueros, carne y grasa, hicieron florecer allí desde épocas remotas, como en Mesoamérica, sociedades y Estados civilizados.

Tanto las hermosísimas ruinas de Tiahuanaco, como las de Chavín, Paracas y otros lugares en la sierra o la costa, son un testimonio mudo del temprano progreso de los pueblos andinos. Desde la más lejana antigüedad comenzó en las regiones andinas de Perú el cultivo de la tierra (papa, maíz, quinoa, frijoles, etc.) y la domesticación de animales (alpaca y llama) que permitieron el florecimiento de sociedades y Estados civilizados que compartían estos adelantos. A ese desarrollo contribuyó el empleo del riego y el abono (guano y restos de pescado) en la agricultura intensiva, facilitado en las sierras por el uso de terrazas y andenes. Según algunos autores, la cultura madre del área andina, equivalente a la olmeca en Mesoamérica, surgió en la cuenca del Marañón y en las proximidades del lago Titicaca, donde estuvieron enclavados los centros de Chavín y Tiahuanaco.

Las civilizaciones preincaicas

El primer núcleo cultural importante conocido es Chavín de Huántar (Ancash), en la sierra norteña del actual Perú, el cual se desarrolló entre los años 850 y 500 a.n.e. Junto a la agricultura, esta antigua cultura andina logró avances en la cerámica, actividad que según demuestran los descubrimientos de Huaca Prieta, fechados en el 2250 a.n.e., se hallaba muy difundida en esa zona. De este núcleo cultural se conserva en muy mal estado una serie de plataformas, plazas y edificaciones paralelepípedas, denominadas “templos”(huaca,en quechua), adornadas con el felino estilizado, animal al que allí se rendía culto, y una rica iconografía (relieves, esculturas, piezas líticas, textiles, cerámica y orfebrería). Además de Chavín, los principales centros contemporáneos fueron La Copa o Kuntur Huasi (Cajamarca), Cerro Blanco y Punkurí (Nepeña), Moquete y Pallta (Casma), Caragay, cerca de la actual ciudad de Lima, y algunos otros.

Un poco después, entre los años 300 a.n.e. y el 500, aparecieron otros núcleos de civilización en el norte y en el sur (Mochica y Nazca), renacidas en vísperas de la colonización española (sigloxiv) y rebautizadas por los arqueólogos como Chimú e Ica. Otra cultura significativa fue la de Paracas, ubicada en la península de ese nombre bajo el Perú central, cerca de Pisco.

Al sur de Paracas, en los valles de Nazca, existía ya en el sigloviun pueblo (Ica-Nazca) que alcanzó también un gran desarrollo antes de su conquista por el imperio Huari (650-1100) y que tuvo por eje a la ciudad de Kawachi, aunque esta no se caracterizó por la existencia de centros urbanos importantes ni tampoco por sus grandes construcciones. Sin embargo, uno de los aspectos que más ha llamado la atención de la arqueología nazca son las descomunales líneas que aparecen grabadas sobre la arena del desierto –pampa del Ingenio, pampa de San José y pampa de Socos–, elaboradas como un gran horóscopo o calendario,que algunos, subestimando los logros de las civilizaciones indígenas, han interpretado como pistas de aterrizaje para naves extraterrestres.

Mientras tanto, en los valles de la costa norte (Moche, Chicana y Virú) se desarrollaba la cultura Mochica que, gracias a su avanzada técnica agrícola –incluidas diversas obras de irrigación, con canales de hasta 110 kilómetros de longitud, y eficientes acueductos–, extendió sus fronteras sobre valles y desiertos en la costa de esa región (Lambayeque y Nepeña) hacia el año 200 de nuestra era. Entre sus principales centros destacan también los de Pañamarca (Nepeña), Mollocope (Chicama) y Pacatmandú (Pacasmayo).

La opulenta tumba de un alto dignatario –que contenía sombreros emplumados, ornamentos de oro, exóticos caracoles, decoradas piezas de alfarería, bellísimos ropajes y muchas finas armas–, enterrado en Sipán (Lambayeque) junto con su perro, esposas y sirvientes, es una prueba de la estratificación social y la complejidad alcanzada por esta civilización. Aún hoy resisten el paso del tiempo las ruinas de sus majestuosas construcciones, formadas por fortalezas, calzadas, pirámides y monumentales edificios, como el templo de Huaca del Sol, situado en el valle Moche, con una altura de 48 metros, cuya construcción necesitó decenas de millones de ladrillos de adobe, conservados gracias a la escasa humedad atmosférica y la ausencia de precipitaciones, y donde se realizaban los rituales sacrificios humanos.

En la meseta del Collao, al sur del lago Titicaca –región andina de la actual Bolivia–, prosperó desde el año 500 al 1000 otra imponente civilización preincaica. Se trata de la cultura de Tiahuanaco, ciudad-Estado enclavada a unos 3 800 metros de altura. Lo mejor que conocemos de ella son las ruinas de impresionantes construcciones en piedra –sobresalen la de Acapana, una pirámide escalonada de planta cuadrada de 210 me-tros de lado y 15 metros de altura, y la famosísima Puerta del Sol, en Calasasaya–, en lo que debió ser el mayor centro ceremonial de lengua aymará del altiplano.

También existen aquí restos de dos recintos, denominados el Palacio y Puma Puncu, con grandes losas y bloques de piedra tallados y puertas monolíticas más pequeñas. Toda la arquitectura de Tiahuanaco está realizada con material pétreo, especialmente areniscas y basaltos extraídos de canteras cercanas, con bloques de hasta cien toneladas de peso. Además, se sabe que construían terrazas elevadas de nueve metros de ancho, flanqueadas a lo largo por canales de riego que les permitían obtener cosechas muy abundantes.

A ella siguió la civilización Huari, que llegó a irradiar su influencia por extensas áreas de la región andina, entre Lambayaque y Cajamarca por el norte, y Sicuas y Sicuani por el sur. Su máxima expansión se alcanzó entre los años 900 y 1100, cuando al parecer llegó a vertebrar una especie de imperio con capital en Huari, ubicada a 25 kilómetros de Ayacucho. Su dominio se facilitó por una amplia red de caminos, como el del Chinchaysuyo, por el que fluían los tributos y mensajeros –chasquis,en lengua quechua–, que unían la capital con varios centros urbanos como Chan Chan en Moche; Chimú Cápac, en Supe; Cajarmaquilla y Pachacamac, en el valle del Rimac; Viracocha Pampa, cerca de Huamachuco; Huilca Huaín, en el callejón de Huaylas; Huayhuaca, en Andahuaylas, y Pikillacta en las proximidades del Cuzco.

Al parecer, la civilización Huari entró en rápida decadencia entre los años 1100 y 1200, cuando desaparecieron el poder centralizado y las ciudades hegemónicas, dando paso a un resurgimiento regional que duraría varios siglos, con diversos Estados dominando localidades diferentes hasta el año 1470, cuando comenzó la expansión de los incas. En esta etapa preincaica, en que aparecieron estados de todo tamaño y riquezas, las culturas más importantes fueron la Chimú, en la costa norte, la de Chancay en el litoral central, la Ica-Chincha, en la costa sur y la confederación chanca y los collas en la sierra sur.

De todas ellas la más conocida es la Chimú, sucesora de la Mochica, que alcanzó su esplendor hacia 1450. Dominó todo el territorio que se extiende desde el golfo de Guayaquil en el norte, hasta el río Rimac en el sur. Desarrollaron suntuosas construcciones defendidas por murallas y fortalezas, un complejo sistema de canales para la irrigación, el cultivo en terrazas artificiales y la aplicación de fertilizantes (guano). Sus conocimientos metalúrgicos fueron superiores al del resto de las grandes civilizaciones indígenas americanas: no solo trabajaron con maestría el oro, la plata y el cobre, sino que consiguieron una aleación de este último mineral con el estaño que les permitió elaborar las puntas de sus herramientas agrícolas, así como cuchillos y agujas.

La principal ciudad chimú fue Chan Chan, cerca de la actual Trujillo–parece que empezó a levantarse en época Huari–, aunque es posible que cada valle estuviese sujeto a una ciudad-Estado independiente, como las de Pacatnamú y Purgatorio. La de Chan Chan tenía inmensos palacios, cisternas, jardines y pirámides, como las del Sol y la Luna. Al igual que en otras culturas preincaicas, los cultos funerarios estaban plenamente generalizados e incluían ofrendas rituales y comidas.

Los incas

Sin dudas la civilización incaica fue la más trascendente de las culturas que existieron en el territorio del actual Perú. Su apogeo apenas duró cien años, desde mediados del siglo xv hasta los comienzos de la cuarta década del siglo xvi, cuando irrumpieron los conquistadores españoles. Según la leyenda, sus orígenes se remontan al momento en que tribus de lengua aymará, procedentes de la cuenca del Titicaca y dirigidas por el mítico Manco Cápac, se establecieron en el fértil valle del Urubamba, donde fundaron la ciudad del Cuzco a 3 467 metros de altura sobre el nivel del mar, en medio de pueblos de habla quechua, que sería en lo adelante el idioma de su gran imperio.

La tradición indígena, recogida por cronistas españoles, insiste en la sucesión en el poder de dos dinastías, la Hurin y la Hanan, los cinco soberanos iniciales procedían de la primera y los siguientes de la segunda. Al parecer, después de su octavo gobernante, Viracocha, los incas se liberaron de la dominación colla y pasaron a realizar las primeras conquistas territoriales con un objetivo de dominación permanente. Solo a partir de este momento se puede hablar de una historia incaica, recogida por losquipucamayosen susquipus, un simple recurso nemotécnico para recordar datos y nombres.

En realidad solo a partir de su sucesor, Pachacútec, las antiguas leyendas incas comienzan a hacerse verosímiles, lo que coincide con la creación de un gran imperio. Ese mérito corresponde a Pachacútec, noveno Sapa Inca, que gobernó entre los años 1438 y 1471, quien expandió sensiblemente los territorios bajo su mando –llegó hasta la región de los aymaraes del Collao, junto al lago Titicaca, por el sur, y hasta Cajamarca por el norte, incluyendo buena parte de la costa del Pacífico colindante–, tras dominar a sus tradicionales enemigos chancas e implantar lamitima–una política de colonizaciónbasada en el trasplante de población quechua– a los nuevos territorios conquistados. Gracias a esta práctica, a la llegada de los europeos se hablaba el quechua desde el paralelo 3 de latitud norte hasta el paralelo 36 de latitud sur.

Al Inca Pachacútec también se le atribuye el inicio de la remodelacióndel Cuzco, la organización deayllúsde producción agraria y la crianzade animales domésticos como llamas, alpacas, cuises, patos y perros, así como la construcción de torres en función de gnomones, erigidas en la línea del horizonte del Cuzco, usadas por losamautaso sabios sacerdotes para conocer la fecha de los equinoccios y poder indicar la mejor época para las siembras y cosechas. Del trabajo comunitario de losayllússalían, además del autoabastecimiento, los tributos para los templos del Sol, losamautas, los funcionarios del Tahuantinsuyo y del propio Inca. Los miembros delayllúcumplían además otras funciones sociales (mita): debían enviar hombres para trabajar, durante seis meses y hasta un año, en la construcción de fortalezas, templos, caminos o también servir como soldados.

El hijo de Pachacútec, Túpac Inca Yupanqui, que gobernó el Imperio hasta 1493, conquistó el Chimú y todos los señoríos costeros hasta Pachacamac, cerca de la actual Lima –por el sur llegaría más tarde hasta el río Maule (Chile)–, y organizó el Estado mediante un sistema centralizado piramidal, rígidamente jerarquizado para impedir la modificación delstatusde sus miembros. Ello se complementaba con una enorme burocracia –cuyos puestos más encumbrados eran monopolizados por la familia del Inca y los dirigentes de los pueblos conquistados–, que administraba las cuatro partes en que quedó dividido el Tahuantinsuyo. Sin dudas la organización estatal alcanzada por los incas fue la más avanzada de las existentes en América antes de la invasión europea.

A Túpac Inca Yupanqui también correspondió la construcción de la fortaleza de Sacsayhuamán –tres series de murallas dispuestas en zigzag, levantadas con piedras de hasta cinco metros de altura– y la culminación de la remodelación del Cuzco, pues fue el virtual edificador de la fabulosa ciudad que encontraron los conquistadores españoles. Los majestuosos edificios, fortalezas, templos –como el de Viracocha, en cuyos santuarios se rendía culto a este dios y a Inti (el sol), Killa (la luna) y a Qoyllur (las estrellas)– y palacios del Cuzco –todos ellos de piedra finamente talladas, a tal grado que las junturas entre estas no requerían cemento– estaban distribuidos armónicamente en tierras ganadas a las montañas y donde además existían espacios cultivables, conseguidos mediante la construcción de andenes regados por complejas redes de canales. También Pisac, Machu Picchu y Ollantaytambo constituyen ejemplos del alto nivel de conocimientos alcanzado por los incas en el campo de la arquitectura, la topografía y la ingeniería.