Breve historia del feudalismo - David Barreras Martínez - E-Book

Breve historia del feudalismo E-Book

David Barreras Martínez

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"A través de las fuentes más novedosas, conocerá un turbio periodo histórico repleto de invasiones, conflictos civiles y guerras, que apasionará a cualquier amante de la historia medieval."(Todo literatura) "Breve historia del feudalismo desmonta los viejos tópicos sobre este sistema de gobierno y ayudará al lector a comprender que no sólo fue un período decadente y que campesino no era exactamente sinónimo de esclavo."(Panoplia de libros) Una obra que arroja luz sobre una de las etapas más desconocidas pero más interesantes de la historia de la humanidad. En las postrimerías del S. V, el Imperio romano agonizaba y era sustituido por pequeños estados de procedencia germánica, la inestabilidad de estos estados provocaba un continuo estado de guerra y de invasión entre los pueblos, los hombres más débiles eligen libremente confiar su protección a los más fuertes, a cambio de unas tasas. Breve historia del feudalismo nos narra la historia de la compleja metamorfosis de Europa y de las complejas relaciones horizontales entre la nobleza y verticales entre esta y el campesinado y, a través de esa historia, podremos derribar tópicos como la identificación de campesinado y esclavitud. David Barreras y Cristina Durán utilizan las fuentes más novedosas para explicar un complejo sistema en el que los reyes eran reyes en un territorio y vasallos en otro o en el que coexistieron estados y regiones feudalizados con otros que no lo hicieron. El objetivo de los autores es aglutinar las diversas tesis que sobre el régimen feudal existen y mostrárselas al lector para que pueda comprenderlas claramente, y así iluminar un poco lo que históricamente se conoce como la época oscura. Razones para comprar la obra: - Usando documentación actual y heterogénea, los autores consiguen desmontar viejos dogmas sobre la Europa feudal como la esclavitud del campesinado.

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BREVE HISTORIA DEL FEUDALISMO

BREVE HISTORIA DEL FEUDALISMO

David Barreras y Cristina Durán

Colección: Breve Historiawww.brevehistoria.com

Título:Breve historia del feudalismoAutor: © David Barreras y Cristina DuránDirector de la colección: José Luis Ibáñez Salas

Copyright de la presente edición: © 2013 Ediciones Nowtilus, S.L. Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos RodríguezRevisión y adaptación literaria: Teresa Escarpenter

Responsable editorial: Isabel López-Ayllón MartínezMaquetación: Paula García Arizcun

Diseño y realización de cubierta: Reyes Muñoz de la SierraImagen de portada:Cleric, Knight, and Workman (Imagen de la British Library; Manuscrito: Sloane 2435, f.85 )

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición impresa: 978-84-9967-527-5ISBN impresión bajo demanda: 978-84-9967-528-2ISBN edición digital: 978-84-9967-529-9Fecha de edición: Septiembre 2013

Depósito legal: M-21286-2013

En no pocas ocasiones habremos escuchado que el oscuro Medievo fue finalmente iluminado por el fulgor del Renacimiento. De igual forma el camino que recorre mi vida fue alumbrado un buen día por un ser omnipresente. Coautora de esta y otras obras, responsable de mi profundo interés por la Antigüedad tardía, mi fuente de inspiración, mi musa, mi esposa, la madre de mi maravillosa hija Athenea. No habría suficiente papel para describir todo lo que para este pobre mortal significa. A Cristina Durán.

Índice

Introducción

Capítulo 1. La caída de Roma

La lenta agonía de un imperio legendario

Romanos contra romanos

Bárbaros: terror en las fronteras

Germanos: conviviendo con el enemigo

Capítulo 2. Los reinos germánicos: un nuevo orden

Godos: los jinetes llegados del este

Sajones, anglos y jutos: los piratas del mar del norte

Vándalos, alanos y suevos: el azote de Hispania

Francos: aquellos paganos que muy pronto serían católicos

Capítulo 3. La mutación feudal

«Feudalismo»: un polémico término

Los tiempos romanos

Merovingios y carolingios

Sarracenos, vikingos, magiares y... el feudalismo se asentó

Capítulo 4. El período feudal: cuando los vínculos de dependencia dominaron las relaciones personales

Esclavitud: un modo de producción en recesión

Hacia la configuración de una nueva sociedad

Señores y campesinos

Señores y vasallos

Capítulo 5. Imperios, reinos y principados ¿feudales?

¿Se feudalizó Europa?

El reino visigodo o un proyecto interrumpido de estado feudal

Francia, el reino feudal modelo. Cataluña, su mejor heredera

León, Castilla y Bizancio: cuando el feudo fue la excepción a la regla

Capítulo 6. El ocaso del feudalismo

«Tiempos modernos»

De ciudades y burgueses

Cuando los reyes treparon con éxito por la pirámide

¿Cómo murió el feudalismo?

Conclusiones

¿Qué fue el feudalismo? ¿Cuándo y cómo surgió?

¿Qué logró el feudalismo? ¿Cuáles fueron las claves para que se produjera su exitosa implantación?

¿Cómo y por qué se extinguió el feudalismo?

Bibliografía

Introducción

Siglo V: caía el Imperio romano, los invasores germánicos se hacían con el control de sus antiguos dominios y se iniciaba la Edad Media. La secuencia descrita despierta en la época actual un gran interés entre el público, consecuencia, al menos en parte, del evocador misterio que la rodea. Cuando hacemos referencia al carácter tenebroso del Medievo debemos destacar especialmente la Alta Edad Media (siglos V a XI), por constituir esta un período considerado en muchas ocasiones por la historiografía como «oscuro», debido no sólo a la escasez de fuentes escritas en esta turbulenta época, sino también como consecuencia del bajo nivel de civilización que poseían los estados bárbaros surgidos tras la descomposición del Imperio romano de Occidente.

En Europa Occidental la sucesión de hechos men-cionada en el anterior párrafo acabaría desembocando irremediablemente en el sistema feudal. «Feudalismo», un término no menos cautivador que los anteriormente mencionados: «caída del Imperio romano», «invasiones germánicas» y «Edad Media». ¿Qué ocurrió precisamente cuando en un mismo lugar y en el mismo instante temporal coincidieron los dos primeros, es decir, romanos y germanos? Desde el siglo III el Imperio romano se vio sumido en una profunda recesión de la que nunca se llegaría a recuperar por completo. Esta crisis afectaría sobre todo a las provincias occidentales. Sería entonces cuando la mitad oeste del Imperio también sufriría las incursiones protagonizadas por diferentes pueblos de origen germánico, tales como godos, francos, alamanes, suevos y vándalos, entre otros. El choque de dos culturas tan diferentes, de dos mundos tan distintos como el romano y el germánico, al abrigo de un turbulento período de graves disturbios internos, de agresiones exteriores, de una crisis política y económica sin precedentes en el Imperio, derivaría en lo que en la época actual llamamos Alta Edad Media. Esa fase inicial del Medievo sería testigo del nacimiento del feudalismo, mientras que el establecimiento definitivo en la mayor parte de Europa Occidental de este sistema político y socioeconómico tendría lugar en torno al año 1000, es decir, entre la Alta Edad Media y lo que denominamos Baja Edad Media (siglos XI al XV).

¿Fue entonces el período feudal (siglos X al XV) una época decadente y oscura? Precisamente hacia la centuria XI, con el feudalismo en pleno auge, se produjo el despertar de Europa y con ello, como iremos desvelando a lo largo de esta obra, quedaba preparado el terreno para que en los siguientes siglos aquellos reinos fundados por los pueblos germánicos invasores acabaran constituyendo poderosos estados fuertemente centralizados, a cuyo frente se instalarían, ya en la Edad Moderna, las monarquías absolutas.

Adentrémonos pues en los siguientes capítulos para descubrir cómo se produjo la desaparición definitiva del Imperio romano. Veamos cómo los invasores germánicos hicieron añicos, o bien conservaron, el pasado romano de las tierras bañadas por el mare nostrum. Indaguemos en cómo el feudalismo nacería fruto del choque producido entre estas dos culturas. Analicemos qué fue el feudalismo y, finalmente, dónde se implantó y cuál fue su final.

1

La caída de Roma

LA LENTA AGONÍA DE UN IMPERIO LEGENDARIO

Año 193, el ejército romano de Panonia, una región situada a caballo entre las actuales Austria y Hungría, proclamaba emperador a Septimio Severo (193-211). Año 284, las tropas romano-orientales hacían lo propio con Diocleciano. Ambas fechas acotan un período de crisis generalizada, el siglo III, del que emergerá el denominado Bajo Imperio romano. Con la ascensión al trono imperial de Diocleciano (284-305), ya superado el gran bache que supuso aquella recesión del siglo III, surgiría una nueva potencia política y militar de las cenizas del Imperio romano clásico. El Alto Imperio puede en esos momentos darse por muerto. El Bajo Imperio nace entonces como una adaptación de la anterior versión a los nuevos tiempos. El mundo antiguo estaba cambiando en los albores de la tercera centuria, la pax romana ya no estaba garantizada, por todas partes los bárbaros habían comenzado a penetrar las fronteras romanas, por lo que el Imperio debía renovarse o acabaría condenado a la extinción. Las soluciones utilizadas durante el Alto Imperio para posibilitar sus éxitos militares se adaptaban a un mundo bárbaro relativamente tranquilo, motivo por el cual ya no servían para el turbulento período que estamos estudiando. Las nuevas soluciones nos resultan, cuando menos, curiosas. La única forma que los nuevos emperadores romanos encontraron para frenar el empuje bárbaro, sobre todo la amenazante presión germánica, fue combatir tal y como lo hacían estos ejércitos extranjeros. El efecto de este cambio se iría haciendo notar de forma progresiva y los soldados romanos acabarían utilizando las mismas armas y tácticas que sus enemigos. Al mismo tiempo también se reclutarían mercenarios germanos, en muchas ocasiones de forma masiva, e incluso algunos caudillos bárbaros llegarían a ser nombrados generales de los ejércitos imperiales. No obstante, esta metamorfosis experimentada por el ejército romano por sí sola no hubiera bastado para salvaguardar la integridad del Imperio. La revolución iniciada por Diocleciano, y continuada por Constantino (306-337), sería mucho más profunda y abarcaría, además del ya mencionado ámbito militar, los marcos político, administrativo, económico, social y religioso. Estos dos emperadores consiguieron de esta forma reorganizar el Imperio romano y librarlo momentáneamente de la anarquía interior y del peligro bárbaro exterior, problemas que serán tratados más ampliamente en los apartados siguientes, «Romanos contra romanos» y «Bárbaros: terror en las fronteras», respectivamente. Todos estos cambios aportarían cierta estabilidad al Imperio y le permitieron sobrevivir en la parte occidental doscientos años más y en Oriente incluso durante todo un milenio.

Octavio Augusto (27 a. C.-14) se convertiría en el primer emperador cuando asumiría de facto el pleno poder político de la República romana. En la imagen, estatua del emperador Octavio Augusto, Museo de la Civiltà Romana, Roma.

Roma siempre estuvo acosada, en mayor o menor medida, por los dos graves peligros mencionados en el anterior párrafo. El riesgo interno fue sin duda el más grave, y el que, aunque sólo fuera indirectamente, acabó con el Imperio en Occidente, ya que creó el desorden necesario para que los bárbaros, la otra gran amenaza de Roma, pudieran penetrar con facilidad sus fronteras.

La codicia de generales y senadores romanos, que siempre anhelaban hacerse con el poder supremo, resultaba extremadamente peligrosa para el trono imperial y, en definitiva, para el Estado en sí mismo. Este era un enemigo que, a diferencia del adversario bárbaro, se encontraba acechando en el mismo corazón del Imperio. Debido a ello, cuando las conquistas romanas activas concluyeron en tiempos de Trajano (98-117), también se redujo considerablemente el poder de los altos mandos del ejército, ya que, de esta forma, las posibilidades de que alguna fuerza militar destituyera al emperador quedaban minimizadas. Pero ya en época de Marco Aurelio (161-180), a pesar de los deseos de los emperadores por que imperaran tiempos de paz, el despertar de los bárbaros situados en las fronteras o limes obligaba al Imperio a iniciar un nuevo período bélico, aunque en esta ocasión se trataría de una guerra defensiva sin objetivo de conquista alguno. Dichos nuevos conflictos una vez más dejaban en manos de los generales un magnífico poder. Muy pronto el asesinato del heredero de Marco Aurelio, Cómodo, en el 192, pondría de manifiesto lo anterior. La elección del emperador quedará a partir de entonces en poder del ejército romano, dividido, la mayoría de las veces, en distintas facciones. La anarquía estaba por lo tanto servida.

No obstante, Septimio Severo saldría vencedor de los enfrentamientos civiles que tuvieron lugar, y no solamente se vestiría de púrpura, sino que, además, haría que el cetro imperial fuera hereditario para su familia. Pero tras cuarenta y dos años de estancia en el trono de la dinastía de Severo, el último de sus representantes, Alejandro, sería asesinado y muy pronto volvería a producirse otro período de conflictos civiles. Durante alrededor de medio siglo el ejército coronaría a sus propios candidatos a emperador, casi a la vez que esos mismos militares conspiraban contra ellos, los asesinaban y, sin ningún tipo de reparo, designaban nuevos sucesores. Ante tal panorama resulta sencillo comprender que muchos de los emperadores de este turbulento período se mantuvieran en el trono tan sólo unos meses. Incluso en algunos casos no es de extrañar que los «elegidos» fueran portadores del cetro imperial por escasos días. Muy pocos serían los que ocuparan tal honor durante años. La práctica totalidad de los soberanos del siglo III vería interrumpido su imperio de forma violenta, con la pérdida ya no sólo de la corona, sino incluso de su propia vida. Durante esta calamitosa centuria en no pocas ocasiones varias provincias romanas escapaban al control del emperador que se sentaba en la corte de Roma; es más, incluso en algún momento se produjo en lugares distantes la proclamación simultánea de varios emperadores por distintas facciones del ejército.

Las últimas grandes guerras de conquista romana fueron organizadas durante el reinado de Trajano (98-117), campañas entre las que destaca el sometimiento de Dacia, la actual Rumanía. Trajano sería el primer emperador nacido en las provincias coloniales, concretamente en Hispania, por lo que a partir de su entronización se rompió con la antigua tendencia de coronar únicamente a patricios originarios de Italia. En la imagen, busto del emperador Trajano, Museo Capitolino de Roma.

Alejandro Severo ocupó el trono durante trece años, tiempo más que suficiente para que, tras haber comprado la paz de los belicosos germanos, llegara a ganarse la antipatía de su ejército. Su impopularidad le conduciría a la muerte y los mismos soldados que le asesinaron en Maguncia, en la actual Alemania, serían quienes aclamarían como emperador a Maximino el Tracio (235-238). Durante los escasos tres años en los que portó la púrpura imperial, Maximino optó, a diferencia de su predecesor en el trono, por dar prioridad al desarrollo de una eficaz política militar. Para ello, deseoso de sanear la tesorería imperial, hubo de aumentar los impuestos, decisión a la que se opuso firmemente la clase senatorial, aristocracia terrateniente seriamente afectada por la creciente presión fiscal. Muchos de estos patricios pertenecían a la nobleza provincial y serían precisamente sus miembros quienes se alzarían en el 238, en concreto la aristocracia del norte de África, para entronizar a uno de sus representantes, el gobernador Gordiano. Pero Gordiano y su asociado al trono, su hijo Gordiano II, a pesar de ser reconocidos ambos por el Senado romano, pronto serían derrotados por las legiones de África. El Senado entronizaría entonces a dos nuevos emperadores, Pupieno y Balbino, aunque esta antigua institución romana se vería finalmente forzada a reconocer por aclamación popular los derechos del joven Gordiano III (238-244), nieto de Gordiano I. Sería precisamente Gordiano III el único de los tres emperadores que sobreviviría y quedaría solo al frente de Roma tras los asesinatos de Pupieno y Balbino a manos de la guardia pretoriana.

El sádico emperador Heliogábalo (218-222) corrió la misma suerte que sus antecesores y también fue asesinado. Sería sucedido por otro miembro de la dinastía de los Severos, Alejandro (222-235), el último de los representantes de su familia que accedió al trono imperial. En la imagen, cabeza del emperador Heliogábalo, Museo Capitolino (Roma).

Pero el reinado de Gordiano III no estaría exento de dificultades. Por entonces el Imperio romano se enfrentaba a godos y persas, y sería precisamente durante una campaña frente a estos últimos cuando el prefecto del pretorio, oficial imperial con atribuciones civiles y militares, Filipo el Árabe, se hizo con el trono gracias a una conspiración. Filipo (244-249) daría un nuevo giro a la política imperial y optaría por negociar la paz con Persia a cambio de oro para, de esta forma, poder centrar su atención en los problemas que más amenazaban con resquebrajar los cimientos de Roma. Sería por ello por lo que Filipo se interesaría especialmente en la defensa de las fronteras europeas, sobre todo en el limes danubiano, área acosada por los belicosos godos, al tiempo que trató de afianzar su posición en el trono, motivo por el cual debió combatir de forma enérgica a varios usurpadores. No obstante, finalmente sería privado de su cetro imperial en el 249 por Decio, uno de estos aspirantes. Decio (249-251) había sido uno de los generales de confianza de Filipo el Árabe, emperador que lo había puesto al frente de las legiones del Danubio. Precisamente en la frontera marcada por este río, el nuevo soberano continuaría luchando contra los godos, pueblo germánico que tras superar el Danubio alcanzaría Mesia, la actual Bulgaria, y los Balcanes, regiones a las que someterían a saqueo a lo largo de un año. Finalmente, en el 251 Decio moriría combatiendo a las hordas godas en Abrittus (Mesia), al mismo tiempo que el ejército romano era derrotado. Y mientras que los germanos podían proseguir sus rapiñas sin apenas hallar oposición por parte de las autoridades romanas, en Italia Treboniano Galo (251-253) se hacía con el poder imperial. Pero nuevamente la historia se repetía cuando el flamante emperador caía víctima de una conspiración urdida por un general, Emiliano, al que se le había otorgado demasiado poder, ya que Treboniano Galo le había colocado al frente de la defensa del Danubio. Aunque Emiliano tampoco ocuparía el trono durante demasiado tiempo, puesto que, al no poder contar con el apoyo de la metrópoli ni del Senado, sería sustituido por Valeriano el Ilírico (253-260). Por entonces a la presión goda se unió el rebrote de las hostilidades con los persas, así como el empuje de francos y alamanes en el limes renano. Valeriano caería prisionero de los persas en el 260 y su hijo, Galieno, tendría que hacer frente a los alamanes, a los que por suerte pudo detener en el norte de Italia. Este triunfo militar no evitaría, sin embargo, que en Oriente el conflicto persa acabara precipitando la proclamación como emperadores de Macriano y Quieto por parte del ejército allí acantonado. Mientras tanto, Regaliano protagonizaba un alzamiento en Panonia, región que había sido invadida por los sármatas, pueblo procedente de las estepas euroasiáticas. Y, por si no fuera suficiente, en la frontera del Rin el general Póstumo asesinaba al hijo de Galieno, Salonino, y también se coronaba emperador.

Clodio Albino fue un general romano de finales del siglo II que luchó en las guerras civiles que tuvieron lugar tras la muerte del emperador Cómodo. Enfrentado al emperador Septimio Severo, durante los primeros años de este último en el trono, finalmente sería derrotado y muerto. En la imagen, busto de Clodio Albino, Museo Capitolino (Roma).

Todos estos desórdenes internos y externos tendrían como consecuencia una profunda caída de la economía imperial, cuyas arcas se hallaban casi siempre vacías desde que a partir de Septimio Severo los gastos militares se incrementaron. Si a ello le añadimos la acusada reducción en la recaudación de impuestos que tuvo lugar como consecuencia de las frecuentes revueltas e invasiones, puede intuirse fácilmente que una de las soluciones que se planteó para atajar el problema fuera devaluar la moneda. Esta política económica provocó que las piezas nuevas, con un menor peso en metal precioso, fueran las que se utilizaban casi en exclusividad para la realización de todo tipo de transacciones económicas, mientras que las monedas antiguas comenzaron a ser guardadas, llegando las clases más pudientes, sobre todo la aristocracia senatorial, a atesorar grandes cantidades de piezas de oro. Ello supuso que en poco tiempo las monedas de peor calidad comenzaran a no ser aceptadas y que, por contra, las más apreciadas empezaran a escasear. Ante la elevada demanda de estas últimas su valor aumentó considerablemente, lo que provocó también el aumento de los precios. La inflación se trató de controlar fomentando el uso de la moneda divisional, mediante la restricción de las emisiones de piezas de oro y con medidas para controlar directamente los precios, como el Edictum pretiis, decretado por Diocleciano en el 301, el cual establecía el precio máximo que debía pagarse por cada producto agrícola o manufactura, así como por la mano de obra empleada, y decretaba la pena capital para todo aquel ciudadano que incumpliera esta ley. Pero durante el reinado de Constantino (306-337) esta política fue abandonada, ya que se favoreció el uso de una nueva moneda de oro, el sólido, y ello provocó que los usuarios de las monedas fraccionarias, es decir, las clases más desfavorecidas, se empobrecieran aún más. El motivo no era otro que el aumento de los precios pagados con las monedas de menor valor. La creación del sólido, moneda estable, con valor definido y acuñada en grandes cantidades, permitió la recuperación de la economía aunque, no obstante, esto tuvo como contrapartida abrir un abismo entre ricos y pobres aún mayor del que ya existía. La acuñación de moneda divisional no desapareció, pero Constantino abandonó la política imperial que favorecía su utilización y no hizo que su curso fuera obligatorio. Debido a todo ello estas piezas se devaluaron considerablemente.

Con el asesinato del emperador Alejandro (222-235) finalizaba la presencia de los Severos en el trono y de esta forma se daría continuidad a la orgía de sangre que hasta el año de proclamación de Diocleciano (284-305) otorgaría el cetro romano a un elevado número de soberanos, de los que, ante todo, es preciso destacar que la mayor parte de ellos tuvo un final trágico. En la imagen, busto del emperador Alejandro Severo, Museo Capitolino (Roma).

En el Imperio romano se acuñaban monedas con tres metales, bronce (as), plata (sestercio y denario) y oro (áureo y sólido), y las piezas fabricadas con cada uno de estos materiales solían tener diferentes usos. La moneda de bronce, la de menor valor, se empleaba principalmente en las transacciones de menor envergadura, en contraste con las de oro, que servían para los pagos de elevadas sumas de dinero, mientras que las de plata, con un valor intermedio, podían emplearse para satisfacer las soldadas de los legionarios. Ya los emperadores Septimio Severo y Caracalla (198-217) serían en buena medida responsables de la crisis monetaria como consecuencia de su política frente a las monedas de valor intermedio, es decir, las de plata. Mientras que el primero devaluó el denario, el segundo creó el antoniano, pieza que también estaba fabricada en plata y que acabó siendo muy utilizada, aunque es preciso destacar que pronto se mostraría como una moneda de incierto valor, ya que se depreció constantemente conforme iba disminuyendo en ella la cantidad de plata. Al antoniano se le asignaba inicialmente un valor doble con respecto al denario, a pesar de que el primero poseía solamente la mitad de metal precioso, y al ser una moneda de uso muy frecuente su devaluación acabó contagiando a las demás piezas. Esta aguda crisis monetaria propició un aumento de los pagos en especie, modalidad de retribución que en aquellos tiempos difíciles incluso resultaba satisfactoria para el sistema recaudador de impuestos.

La alteración de la moneda, además, se hizo inevitable como consecuencia de la escasez de materia prima para las acuñaciones, debido a la baja producción minera. La anarquía, las guerras, la hambruna y las epidemias se tradujeron también en una acusada escasez de mano de obra en los campos y las minas, debido al receso sufrido por la población, siendo las regiones fronterizas las más afectadas. El comercio sería por entonces víctima de constantes actuaciones de saqueo, pillaje que era a su vez consecuencia de la anárquica situación que se vivía dentro de las fronteras imperiales. Todo ello derivó en una notable caída en las actividades mercantiles. El descenso generalizado de la producción, que tuvo lugar durante la crisis del siglo III, junto con la ya mencionada devaluación monetaria, provocó también de forma irremediable el aumento de los precios. Un ejemplo muy ilustrativo de la delicada situación a la que se había llegado lo constituye la evolución del precio de los cereales, que aumentó veinte veces entre los años 255 y 294, cuando, entre el siglo I y hasta mediados del III había subido tan sólo tres órdenes de magnitud.

Las ciudades también decayeron a partir del siglo III y muchas de ellas por esta época comenzaron a amurallarse, a pesar de que la mayoría no se encontraban en ubicaciones fronterizas. La tarea de fortificar estos recintos urbanos se vería favorecida si tenemos presente que sus poblaciones se habían reducido de forma considerable, lo cual disminuía el perímetro necesario de muralla defensiva. Al mismo tiempo que las urbes populosas se marchitaban, las grandes propiedades agrícolas proliferaban, latifundios que en esa época en Occidente eran trabajados principalmente por colonos en lugar de esclavos, mano de obra esta última típica del Alto Imperio cuya utilización se había convertido en todo un lujo, entre otros motivos como consecuencia de la manifiesta escasez de prisioneros de guerra existente tras haber cesado las campañas de conquista. Ahora el ejército no emprendía gloriosas empresas para colocar a nuevos territorios bajo el yugo imperial; en su lugar los romanos empleaban su fuerza bélica contra otros romanos.

ROMANOS CONTRA ROMANOS

En la segunda mitad del siglo III, las guerras civiles iniciadas dieciocho años atrás hacían estragos sobre un defenestrado Imperio romano. Por esa época ascendería al trono Galieno (253-268), emperador poseedor del honor de ser el último patricio en acceder a la púrpura romana. Tras su asesinato la corona imperial sería portada por distintos militares, altos mandos del ejército que habían alcanzado su elevada posición por méritos propios y que se acabarían erigiendo en los artífices de la recuperación de la Roma bajoimperial, así como en los máximos responsables de que su supervivencia se prolongara hasta el último cuarto del siglo V. Sería precisamente Galieno el emperador que desarrollaría la reforma del ejército que acabaría apartando del alto mando del mismo a la clase senatorial, de forma que, a partir de entonces, únicamente se accedería a los rangos militares superiores por méritos y no por abolengo.

El nuevo prototipo de emperador-soldado se mostraría ante sus súbditos como un caudillo que conduciría al Imperio a la victoria. Es más, no sólo se intitulaba como Invictus (‘invicto’), sino que incluso sería considerado, ahora más que nunca, como un verdadero dios viviente. Por esa época se recuperará el tradicional culto a la figura del emperador, de forma que los últimos emperadores paganos se identificaron con Júpiter, la suprema deidad romana. Pero el «invencible» solamente será emperador mientras sea merecedor de ese calificativo. Precisamente el soberano de Roma ocupa legalmente el trono como consecuencia de los éxitos militares conseguidos en el campo de batalla o por su triunfo frente a los que tratan de usurpar su poder. Del mismo modo, un general que gana grandes batallas puede acabar resultando muy peligroso para el emperador, ya que sus victorias le legitiman a la hora de optar al trono.

Los máximos representantes de este emperador modélico serían Diocleciano y Constantino. Ellos dirigirían con mano firme el Bajo Imperio, la potencia militar emergida en el ocaso de la tercera centuria, siglo en el que una extensa relación de treinta y un fracasados augustos les precedían.

Diocleciano era un enérgico soldado, un militar de pura cepa, un carismático líder que gozaba de la plena confianza de sus tropas, a pesar de sus orígenes humildes y de su considerable falta de cultura. Muy pronto a este entusiasta romano no le faltarían oportunidades para revelarse como el candidato más idóneo a la hora de sacar al Imperio del abismo en el que se encontraba inmerso. Ya durante la gran depresión del siglo III se había optado por la fórmula de coronar a plebeyos que pudieran mostrarse capaces a la hora de portar la púrpura imperial, aunque cierto es que después de los resultados manifestados con las primeras de estas aclamaciones, en poco tiempo comenzó a augurárseles a todos los emperadores así entronizados un futuro bastante oscuro. No obstante, este emperador de origen ilirio (de una región de los Balcanes occidentales) contaba con algo más que las credenciales que aportaba a su hoja de servicios una meteórica carrera militar. La plena confianza de sus tropas proporcionaba al mandato del nuevo emperador el más sólido de los pilares en el que sustentarse, fidelidad esta que permitiría a Diocleciano alzarse con los primeros triunfos en el campo de batalla. Al poco de sentarse en el trono hubo de hacer frente a Carino, hijo del emperador Caro (282-283), que había sido proclamado augusto por sus tropas en Roma. Pero muy pronto Diocleciano sería el único soberano del Imperio tras vencer en Mesia a su rival en el año 285. Siguiendo esta senda de la victoria Diocleciano lograría acabar con la anarquía interior cuando el nefasto siglo III tocaba ya a su fin, al tiempo que las fronteras de la época altoimperial quedaban prácticamente restituidas. En Europa los limes danubiano y renano volvían a ser una realidad, mientras que en Asia se recuperaba Mesopotamia y el enemigo persa era mantenido a raya en sus dominios. Cierto es que las gestas militares de Diocleciano no eran campañas de conquista, como mucho se trataba de empresas militares de reconquista o ataques preventivos de contención contra los enemigos exteriores, pero aunque la pax romana no volvió jamás a ser un hecho, durante tres cuartos de siglo el Imperio gozó al menos de una tranquilidad relativa que permitió al emperador-soldado llevar a cabo un conjunto de eficaces reformas internas. Para ello Diocleciano no sólo reorganizó la maltrecha economía romana, sino que realizó también profundas modificaciones, sobre todo en lo tocante a organización militar y en cuanto se refiere a nuevas fórmulas de gobierno. El resultado final de esta auténtica revolución acabaría modificando el consumido Alto Imperio en todos sus ámbitos.

Con la fundación del Imperio Octavio Augusto no solamente se hizo con el control absoluto de Roma sino que, además, logró poner fin al largo período de guerras civiles que se inició veinticinco años atrás después de la constitución del primer triunvirato, del que formó parte su padre adoptivo, es decir, su tío Julio César. En la imagen, detalle de un relieve del Ara Pacis Augustae en la ciudad de Roma, altar que fue construido por mandato del Senado en época de Octavio Augusto (24 a. C.-14).

Diocleciano concentró sus reformadores esfuerzos principalmente en Oriente, mitad del Imperio cuyas populosas y prósperas provincias eran objetivo principal para godos y persas, los más poderosos entre los bárbaros. El emperador ilirio incluso trasladó allí su corte, a la ciudad de Nicomedia (Asia Menor), y ello serviría de precedente para que, años más tarde, la capital imperial pasara a ser Bizancio, ciudad refundada por Constantino en el 330 y conocida posteriormente como Constantinopla y, mucho más tarde, Estambul. Desde su trono de Oriente parece como si Diocleciano comprendiera que la única forma de mantener vivo el inmenso Imperio romano fuera fraccionando el poder, aunque en realidad serían los hechos circunstanciales que se sucedieron los que impusieron esta nueva fórmula de gobierno. En este contexto, en el 285 colocó a Maximiano, uno de sus generales más capaces, al frente de los ejércitos de Occidente para que combatiera la revuelta de los bagaudas, campesinos alzados en armas contra el opresivo sistema fiscal romano. Para garantizar la fidelidad de Maximiano, así como para conseguir la plena adicción de sus tropas, Diocleciano le acabó asociando al trono como césar. Maximiano hizo un buen uso de los poderes con los que había sido investido y sofocó la revuelta de las Galias, pero uno de sus generales, Carausio, se sublevó en Britania. Carausio contaba con el apoyo de los romanos instalados en la isla por lo que, ante esta complicada situación, Diocleciano en persona intituló como augusto a Maximiano para reforzar aún más su posición.

La idea de compartir el trono no era nueva, ya que Marco Aurelio (161-180) había hecho lo propio con su hermano Lucio Vero cuando fue coronado. También otros emperadores habían compartido el poder siguiendo el ejemplo de Marco Aurelio con mayor o menor éxito. Pero Diocleciano utilizó este método de gobierno como nadie lo había hecho hasta la fecha. La división del poder imperial, además de facilitar el gobierno de un inmenso territorio, hacía también más sencilla la sucesión al trono, sobre todo si tenemos presente que el principio hereditario no estaba bien definido en el Imperio romano. De esta forma, cuando dos soberanos compartían el poder y uno de ellos fallecía, el emperador asociado superviviente no tenía que pasar por el trámite de ser reconocido por el ejército, el Senado o el pueblo, como se acostumbraba a hacer cuando no había sido designado un sucesor. Esta nueva fórmula acababa con los períodos de interregno y de anarquía que se daban hasta que un aspirante al trono acababa asentándose en el mismo de forma definitiva, con lo que se ponía fin a los cruentos disturbios civiles que se producían frecuentemente cuando fallecían los emperadores, tumultos a los que tan acostumbrados estaban los romanos y que tanto daño provocaban al Imperio. Con este reparto del gobierno imperial, tras la muerte de uno de los soberanos asociados, el augusto que permanecía con vida podía continuar gobernando en paz y únicamente debía designar a alguien para que supliera al fallecido. De esta forma además se conseguía que los sucesores, sobre todo si estos eran jóvenes, adquirieran experiencia en tareas de gobierno y que estuvieran bien preparados para desempeñar sus funciones cuando tuvieran que reinar en solitario o como coemperadores principales. Destaca en este sentido que a pesar de que los emperadores asociados poseían los mismos títulos y gozaban de atributos similares siempre existía una cierta supremacía por parte de uno de ellos en esta especie de «colegiación» imperial, soberano al que se consideraba como principal y que normalmente era el más veterano.

Como ya hemos mencionado, no parece que Diocleciano tramara esta división del poder como su modelo ideal de gobierno, sino que fueron las circunstancias especiales que vivía el Imperio romano las que llevaron al emperador a acabar adoptando esta solución. Finalmente, fuera como fuera, el caso es que durante su reinado el gobierno quedó repartido entre cuatro emperadores, mediante una fórmula conocida como «tetrarquía». Cuando Diocleciano compartía el poder con Maximiano le encargó que designara a un subordinado para que apoyara a este último en sus quehaceres militares y políticos, al tiempo que él mismo hizo lo propio. De esta forma cada uno de los dos augustos nombró a un asistente o césar. Diocleciano, que gobernaba Oriente desde Nicomedia, designó como césar a Galerio, con sede en Sirmio (Panonia), ciudad desde donde asistiría a su superior, principalmente como su brazo armado. De esta forma, mientras Diocleciano sofocaba en el 298 la revuelta iniciada en Egipto por el usurpador Lucio Domicio Domiciano, Galerio penetraba con éxito en Armenia y el Cáucaso combatiendo a los persas. Paralelamente, en Occidente Maximiano mantenía el orden en Italia, Hispania y el norte de África desde su corte milanesa y para ello era respaldado por Constancio Cloro, general que había acabado con la revuelta del usurpador Carausio, y que una vez nombrado césar controlaría la Galia y Britania asentado en Tréveris (Renania).

Para reforzar los vínculos de los césares con sus respectivos augustos se les instó a repudiar a sus esposas y a que se casaran con las hijas de sus superiores. También se acordó que transcurrido un período de tiempo de veinte años los augustos abandonaran el trono y fueran sucedidos por sus césares, al tiempo que estos últimos designarían nuevos coemperadores. Aunque, de esta forma, los cuatro emperadores asociados se repartían el control de los diferentes territorios del Imperio romano, es preciso destacar que actuaban confederadamente, por lo que la unidad del Estado romano no se rompía.

La idea era, en principio, que los emperadores asociados fueran además elegidos por méritos propios, al margen de cuál fuera su origen familiar. De esta forma se conseguía que se designara para obtener el honor de ser coronado césar al candidato más digno. Pero a pesar de todas estas precauciones adoptadas por Diocleciano él mismo pudo constatar enseguida, tras su retirada del trono en el 305, el fracaso y el definitivo abandono de su revolucionario sistema de gobierno, como bien pronto podremos comprobar. No obstante, las nuevas estrategias utilizadas por este emperador permitieron la estabilización militar, política y económica del Bajo Imperio, sobre todo si tenemos presente que buena parte de las medidas adoptadas por Diocleciano tuvieron su continuidad en la figura de Constantino.

Las reformas militares llevadas a cabo por Constantino (306-337) condujeron al ejército romano hacia una profunda reorganización. Debido a dichas medidas en el siglo IV existían dos tipos de cuerpos militares, las tropas de frontera, o limitanei, y los soldados profesionales, o comitatenses. Dentro de esta última fuerza de choque movilizable se encontraban los palatini, considerados como el grupo más selecto de los ejércitos romanos y que, además, se ocupaban incluso de garantizar la seguridad personal del emperador tras la disolución de la guardia pretoriana en el 312. En la imagen, arco del emperador Constantino en la ciudad de Roma.

El 1 de mayo del año 305 Diocleciano y Maximiano cumplirían con el compromiso en su día adquirido y cederían el trono a los césares, Galerio y Constancio, respectivamente. Estos últimos designarían a su vez como césares a Severo, en Occidente, y a Maximino Daya, en Oriente, coemperadores que, supuestamente, al cabo de otros veinte años les sucederían de forma automática como augustos. Pero muy pronto la muerte de Constancio Cloro, acontecida en julio del 306 en Ebouracum, la actual ciudad inglesa de York, provocaría las primeras querellas del gobierno imperial compartido. Constantino, hijo de Constancio, fue aclamado por las legiones de Britania como augusto, aunque la oposición de Galerio obligó casi de inmediato al heredero de Cloro a renunciar a este cargo. Severo sería designado augusto para Occidente, aunque la debilidad de la presión ejercida sobre Constantino por los coemperadores quedará revelada cuando observamos que fue reconocido por estos como césar. Pero el embrollo no había hecho más que empezar. Un nuevo pretendiente al trono, Majencio, protagonizó en Roma un alzamiento que le sirvió para coronarse emperador en octubre del 306, mientras que su padre, el retirado augusto Maximiano, volvía para ceñirse de nuevo su toga de color púrpura. La guerra civil estallaría y en ella hallaría la muerte el legítimo emperador de Occidente, Severo, derrotado por los usurpadores Majencio y Maximiano, quienes habían aprovechado bien la manifiesta debilidad de su enemigo y el apoyo que les brindaban las cohortes pretorianas, fieles defensoras de Maximiano ya durante su primer período como emperador de Occidente.

En el 308 los distintos aspirantes que se disputaban el control del Imperio acercaron posturas a través de una serie de sorprendentes decisiones. Galerio permanecería como augusto en Oriente, mientras que Licinio, general de confianza de este y de Diocleciano, sería investido con este mismo título en Occidente. Serían asistidos por Maximino Daya y Constantino, respectivamente, ambos con el rango de césar. Evidentemente esta decisión no satisfizo las aspiraciones de Majencio y su padre, Maximiano, pero, es más, tampoco colmó las expectativas de Constantino y Maximino Daya, los cuales se apresuraron a tomar también el título de augusto. El lío estaba por lo tanto servido y podía intuirse que un nuevo conflicto armado enfrentaría a los peores enemigos del Imperio: romanos contra romanos. Occidente sería testigo de la mayor parte de los enfrentamientos armados, mitad del Imperio teóricamente bajo la soberanía de Licinio, quien en realidad controlaba poco más que Iliria. Italia quedaba, como ya hemos comentado, en manos de Majencio y Maximiano, así como parte de África, en tanto que el resto de esta junto con Hispania, Galia y Britania acabaron bajo dominio de Constantino. Mientras tanto, en Oriente fallecía Galerio en el 311 y Maximino Daya se hacía prácticamente con el control de todos sus dominios. Tras derrotar y acabar con Maximiano en Marsella (310), Constantino se dirigió a Roma a enfrentarse con su hijo, Majencio. El 28 de octubre del 312 la victoria obtenida en la batalla del puente Milvio (Roma) parecía confirmar la supremacía de Constantino sobre los demás emperadores y le convertía en dueño de todo Occidente. En esta contienda el propio Majencio perecería ahogado en aguas del río Tíber.

Hacia el 313 Constantino y Licinio sellaron un pacto, con el objeto de estrechar el cerco sobre Maximino Daya y con el fin de que el segundo se casara con la hermana del primero. Al poco de la firma de esta alianza Maximino sería derrotado por Licinio de forma definitiva. Moriría ese mismo año. Ya solamente dos emperadores se repartían el Imperio romano y, teniendo en cuenta lo acontecido a lo largo del siglo III, todo parecía indicar que, finalmente, sólo quedaría con vida uno de ellos. Y así fue. Corría el año 324 cuando la tregua entre Constantino, que gobernaba Occidente, y Licinio, en Oriente, se rompió de manera definitiva. La excusa utilizada por Constantino para desatar las hostilidades no fue otra que alegar el paganismo de Licinio. Constantino se había erigido en defensor del cristianismo desde que en el 313 promulgara junto a Licinio en Milán el edicto que legalizaba la práctica de esta nueva religión monoteísta, a pesar de que el primero no se llegó a bautizar hasta hallarse en el lecho de muerte. ¿A qué se debía la repentina simpatía de Constantino por la religión de Jesucristo? Existe una leyenda que afirma que en los prolegómenos de la batalla del puente Milvio la nueva religión le fue revelada a Constantino, quien vio la imagen de una cruz junto con un mensaje divino. Sin embargo, no es ningún mito el hecho de que el gran emperador utilizó la nueva, y cada vez más fuerte, religión como una eficaz herramienta política. En su enfrentamiento con Licinio, Constantino haría además uso de sus excelentes dotes militares y, a pesar de que sus tropas eran inferiores en número, tomó la iniciativa combatiendo al enemigo en sus propios dominios. La batalla de Adrianópolis volvería a enfrentar a romanos contra romanos en el año 324 y se traduciría en una estrepitosa derrota para el emperador de Oriente, aunque se diera su ya mencionado mayor número de efectivos militares y este contara con posiciones fortificadas. Pero, a pesar de tan estrepitosa derrota, Licinio pudo escapar y emprender la huida hacia Bizancio, cuyas sólidas murallas hubieran resultado impenetrables para Constantino si este finalmente no hubiera conseguido el control de sus aguas costeras, acción gracias a la cual cortaría los suministros de la ciudad. Nuevamente Licinio logró huir, cruzando esta vez el mar de Mármara hacia Asia Menor, pero no llegaría demasiado lejos, ya que fue detenido en Crisópolis, actual barrio de Üsküdar, en la ciudad turca de Estambul. Constantino I el Grande era ya el único emperador romano, pero muy pronto el Imperio pagaría un alto precio por el enorme esfuerzo realizado durante la guerra civil acaecida tras el derrumbe de la segunda tetrarquía y un nuevo conflicto estallaría tras su fallecimiento, el cual enfrentaría a sus sucesores.

Buena parte de la culpa de que tras la desaparición del fundador de Constantinopla nuevamente la paz peligrara la tenía el hecho de que este hubiera otorgado labores de gobierno a sus tres hijos, los futuros Constantino II, Constante I y Constancio II, sin decantarse por ninguno de ellos como sucesor. Puede que Constantino estuviera poniendo a prueba a sus vástagos para decantarse por el sucesor más digno. Sin embargo, en el año 337 la muerte privó al emperador de poder realizar la designación definitiva de su heredero, y con ello en el Imperio volvió a reinar la anarquía tras perderse la figura que le había aportado estabilidad una vez que Diocleciano abdicara en el 305.

Durante los primeros años tras el fallecimiento de Constantino el Grande sus tres hijos se repartían el Imperio, aunque finalmente, tras enfrentarse entre ellos y a un usurpador, el general Magnencio, solamente quedó con vida Constancio II. Constancio lograría vencer a Magnencio, en el 351, pagando el Imperio un coste muy elevado, ya que precisó de la ayuda militar de alamanes y francos y, una vez concluida la guerra, estos germanos camparon a sus anchas más allá de la frontera del Rin, instalándose de forma definitiva entre este río y el Mosela. Constancio hubo de recurrir a su primo Juliano, a quien había nombrado césar, para restablecer el orden en la Galia. Muy pronto Juliano se revelaría como un general muy capaz y derrotaría a los germanos en el 357 cerca de Estrasburgo, en la actual Francia. La gran popularidad adquirida por Juliano provocó que fuera aclamado augusto. Una nueva guerra civil estallaría entonces y la situación anárquica que generaría provocó que nuevamente las fronteras fuesen traspasadas por francos y alamanes, llamados otra vez por Constancio II. Juliano hubo de partir a Asia para combatir a los persas, que amenazaban la frontera oriental, y esto fue aprovechado por los francos para consolidar su posición en las tierras invadidas. Pero afortunadamente para Juliano la muerte sorprendería a Constancio en el 361 y el Imperio romano quedó nuevamente en manos de un único dueño. Un solo emperador volvía a dirigir el destino de tan vasto Imperio, aunque, no obstante, no tardaría en quedar de nuevo dividido entre dos augustos, de forma definitiva, además, desde el 395. A partir de entonces Occidente y Oriente no volverían a unificarse nunca más bajo un mismo estado. Del mismo modo, el Imperio romano jamás se recuperaría totalmente de las heridas abiertas por esta ruptura de los limes europeos. Desde mediados del siglo IV el enemigo bárbaro acecharía todas las fronteras del Imperio, invadiría su territorio y no cesaría en sus correrías hasta producirse el hundimiento definitivo de su mitad occidental a finales del siglo V. Una vez analizado el peligro interno que acechó al Imperio romano, veamos a continuación en qué consistió el riesgo externo, es decir, la amenaza bárbara, la cual acabó por transformarse en el principal de estos dos desafíos.

BÁRBAROS: TERROR EN LAS FRONTERAS

Los romanos denominaban «bárbaros» a todos aquellos pueblos que no compartían su cultura latina o no estaban integrados dentro de las fronteras del Imperio. Entre ellos destacan especialmente aquellos que vivían en las proximidades del Rin, el Danubio y el Vístula, conocidos como «germanos», nombre adoptado a partir del vocablo que los celtas empleaban para referirse a aquellos pueblos asentados al este del primero de estos ríos. Nuestro principal conocimiento acerca del conglomerado de etnias que formaban parte del «universo» bárbaro lo constituyen las fuentes clásicas escritas, griegas y latinas, así como las investigaciones arqueológicas. Por desgracia la mayor parte de los pueblos de los que hablan estos documentos antiguos, sobre todo cuando nos referimos a las tribus germánicas, no dejaron prácticamente testimonio escrito alguno. La cultura germánica era eminentemente oral, motivo por el cual no encontramos el primer texto redactado en una de sus lenguas hasta mediados del siglo IV