Breve historia del Imperio bizantino - David Barreras Martínez - E-Book

Breve historia del Imperio bizantino E-Book

David Barreras Martínez

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Beschreibung

Cruzadas, califas árabes, sultanes turcos, emperadores de Constantinopla, romanos, bárbaros: la esencia de la Edad Media es el Imperio bizantino. Generalmente se nos suele enseñar la Edad Media como una etapa de oscuridad marcada por continuas guerras entre señores feudales y por un cristianismo hermético. Un estudio a fondo nos demostrará que no es una imagen completa, ya que sólo tiene en cuenta el ojo occidental. Breve historia del Imperio bizantino nos presenta la historia del otro lado, la historia de la Edad Media vista desde un imperio majestuoso que supo conservar, desde su inexpugnable capital Constantinopla, durante más de un milenio los valores y la cultura del antiguo Imperio romano. El libro arranca en el S. III a. C. para ponernos en antecedentes acerca de la ruptura del Imperio romano en dos, el de Oriente y el de Occidente, sólo comprendiendo esto seremos capaces de aceptar que cuando se habla de la caída del Imperio romano, es el de Occidente el que cae, el Imperio oriental resiste, y su destino corre paralelo a la Edad Media. El Imperio Bizantino será no un nuevo imperio, sino la prolongación del Imperio romano hasta la modernidad. Conocer sus relaciones con los otomanos, o la influencia de las Cruzadas en Oriente, conocer las relaciones del Papa de Roma con el Emperador de Constantinopla, que desembocan en el cisma entre la Iglesia Católica y la Ortodoxa, o presenciar la decadencia de la dinastía Macedónica y la destrucción de Constantinopla, es conocer la Edad Media en toda su complejidad. Razones para comprar la obra: - El libro muestra una alternativa a la explicación dogmática de la Edad Media y nos muestra una Edad Media atípica. - Defiende la tesis fuerte de que Bizancio no es un nuevo imperio sucesor del romano, sino que es su prolongación. - Los autores exponen y contrastan varios puntos de vista, aunque no estén de acuerdo con ellos, con el fin de dar una explicación más completa.

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BREVE HISTORIA DEL IMPERIO BIZANTINO

 

David Barreras & Cristina Durán

 

 

Colección: Breve historiawww.brevehistoria.com

Título: Breve historia del Imperio bizantinoAutor: © David Barreras & Cristina Durán

Copyright de la presente edición: © 2010 Ediciones Nowtilus, S.L. Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Diseño y realización de cubiertas: Universo Cultura y OcioDiseño del interior de la colección: JLTV

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN-13: 978-84-9763-712-1

Libro lectrónico: primera edición

 

A nuestros padres Olimpia Gómez, Orlando Durán y Amparo Martínez, por mantener constantemente un pulso con la vida y por todo su cariño, apoyo y demostrada comprensión.

Los antiguos griegos pensaban que si un mortal acumulaba méritos a lo largo de su vida, su memoria se perpetuaría eternamente cuando hubiera abandonado el mundo material, ganándose de esta forma la inmortalidad. A Ana Martínez, nuestra abuela, y a Miguel Barreras, nuestro padre, quienes guiados por Caronte han atravesado hace poco el umbral de este mundo para perdurar eternamente en el Hades y sobre todo en nuestra memoria.

Índice

Prólogo

Introducción

Capítulo 1: Roma, siglos III al V. Génesis de un nuevo Imperio

Concepto de Bajo Imperio romano

La crisis interna del siglo III

El problema bárbaro

La economía romana en el siglo III

La revolución de Diocleciano

Fundación de la ciudad de Bizancio

Constantino, cristianismo y Constantinopla

La reforma militar de Constantino

La sucesión de Constantino y las invasiones del siglo IV

El asalto general del siglo V

Caída de Roma: supervivencia de Constantinopla

El nuevo orden

La mutación feudal

Capítulo 2: Constantinopla, siglos V al XI. El cénit de Bizancio

Concepto de Imperio bizantino

Justiniano y la reconquista de Occidente

Las claves del éxito de Justiniano

Balance del reinado de Justiniano

Los sucesores de Justiniano: Justino II, Tiberio II, Mauricio y Focas

Heraclio y la conquista de Persia

El Islam y el primer sitio árabe de Constantinopla

La dinastía heráclida

León III

Las dinastías isáuria y frigia

La dinastía macedonia

Basilio II y la conquista de Bulgaria: el apogeo del Imperio

Capítulo 3: Constantinopla, siglos XI al XV. Ocaso y caída de Bizancio

Significado histórico de la caída de Constantinopla

Crisis y abandono del sistema de temas

Constantinopla tras la dinastía macedonia: del apogeo a su lenta agonía

Normandos y turcos: los nuevos enemigos

La llegada al trono imperial de Alejo I

La primera Cruzada

Balance del reinado de Alejo I

La presencia germánica en Oriente

El Imperio latino, los nuevos estados bizantinos y la restauración paleóloga

Los sucesores de Miguel VIII Paleólogo

Los turcos otomanos y los últimos emperadores de Bizancio

Los preparativos para la toma de Constantinopla

El asedio otomano

La caída de Constantinopla

Conclusión

Bibliografía

Prólogo

David Barreras siempre ha sido un apasionado de la época medieval, periodo histórico al que ha dedicado buena parte de su tiempo durante los últimos diez años, trabajo fruto del cual publicó La Cruzada albigense y el Imperio aragonés (Nowtilus, 2007).

En cambio a mí, historiadora especializada en la Edad Antigua, me entusiasman civilizaciones perdidas como la egipcia, o la Grecia y Roma clásicas, por las que siento una verdadera predilección, aunque no por ello he dejado de investigar y colaborar en trabajos de historia medieval como el anteriormente mencionado de La Cruzada albigense y el Imperio aragonés (Nowtilus, 2007), de David Barreras, y Martín I El Humano (será publicado próximamente por el Real Monasterio de Santa María de Poblet), de José Antonio Peña. Supongo que como todo historiador, o incluso como todo amante y erudito de la Historia, el interés por conocer más y la búsqueda de diferentes enfoques nos impulsa a abrir nuevas líneas de investigación que puedan dar respuesta a nuestras inquietudes.

Llegados a este punto se nos plantea una cuestión. Si en torno a Constantinopla se desarrolló un imperio que existió a lo largo de toda la Edad Media, una potencia cuyos orígenes se remontan al periodo final de la Antigüedad romana conocido como Bajo Imperio, ¿qué mejor colaboración entre nosotros dos que escribir un libro de historia sobre la ciudad del Bósforo y su imperio?

Hacia 2002, David tenía ya acabada la base bizantina de este ensayo y comenzó a trabajar conmigo para imprimir al manuscrito un toque más «romano». Fruto de esta colaboración surgió un trabajo que es algo más que un libro sobre el Imperio bizantino, ya que se trata de una obra sobre la esencia de la Edad Media, aunque, eso sí, utilizando una óptica diferente con la que estamos acostumbrados a ver esta apasionante época, siguiendo un punto de vista romano-oriental. En este contexto, este ensayo nos muestra aquello que resultó fundamental para el desarrollo de la civilización occidental, la fusión entre las sociedades romana y germánica, hecho que supuso el nacimiento de la nue va sociedad feudal y la pérdida u omisión de los valores y la cul tura romano propiamente dicha. Del mismo modo, nos presenta las diferencias entre esa nueva sociedad europea y las relaciones de sus miembros, dentro de un mismo estamento y entre distintas clases, con respecto a la sociedad tardorromana que sobrevivió en Constantinopla y su imperio, entidad territorial esta que más que la heredera de Roma fue su prolongación misma. Constantinopla siempre conservó la esencia de la Antigüedad clásica, manteniendo en todo momento una estructura estatal de base romana y cuya cultura evolucionó a través de su historia desde la romanidad hacia una profunda helenización.

A lo largo de la lectura del libro, iremos descubriendo cómo Roma no cayó al final de la Edad Antigua y cómo su imperio sobrevivió en Constantinopla durante el transcurso de un extenso periodo de tiempo de casi mil años, en el cual constituyó un auténtico Imperio romano medieval. Sin embargo, en la época actual no se llama «romano» a este imperio que coincidió en el tiempo con la Europa feudal, sino que más bien se le conoce como «Bizancio» o «Imperio bizantino». El éxito del inventado término «Imperio bizantino» puede estar relacionado con la tradicional aversión de los occidentales hacia Constantinopla, percibiéndola como un Estado traidor y lejano a sus tradiciones. Por ello es posible que esta incorrecta denominación haya llegado hasta nuestros días, pudiendo incluso taparnos los ojos y hacernos ver a esta potencia del Medievo como un imperio que nada tenía que ver con el Imperio romano. Ya desde los tiempos en que Carlomagno usurpó el título de emperador romano, Occidente reservó la denominación de «Imperio romano» para referirse al territorio carolingio o, posteriormente, al Sacro Imperio romano-germánico, empleándose el nombre de «Imperio griego» para el territorio que actualmente conocemos como Bizancio.

El teatro de Marcello, en la ciudad de Roma. Este edificio, con más de dos mil años de historia, constituye un claro ejemplo de la profunda y duradera huella dejada por la civilización romana.

El Coliseo. El anfiteatro de la Ciudad Eterna, construido por el emperador Vespasiano (69-79) es, sin ningún género de dudas, el símbolo más representativo de la civilización romana.

Tras las invasiones germánicas del oeste de Europa, un abismo separó el Occidente bárbaro del Imperio romano de Oriente. Con el paso del tiempo la brecha se fue abriendo aún más por lo que las diferencias se incrementaron y esto, sin duda, hizo que la relación entre ambas regiones fuese deteriorándose cada vez más. El conflicto, entre los dos extremos de Europa, culminó en 1054 con el Cisma de Oriente, el cual provocó la escisión definitiva de sus dos Iglesias. En el viejo continente existían claramente dos mundos totalmente separados, que practicaban incluso una religión diferente, por lo que la reconciliación resultaba ya materialmente imposible. Los mal llamados bizantinos veían a los europeos del oeste como simples bárbaros germanos; paralelamente estos últimos llamaban a los primeros «griegos», de forma despectiva, y los consideraban disidentes religiosos, al practicar los ritos cristianos ortodoxos.

Cuando Occidente llegó a hacerse más fuerte que el Imperio romano de Oriente su líder espiritual, el papa, se atrevió a proponer la unión de las dos Iglesias bajo el reconocimiento de su primacía. Pero Oriente no estaba dispuesto a someterse a la autoridad de la Santa Sede y se aisló aun más de Occidente. De esta forma Occidente le dio la espalda a Constantinopla cuando a mediados del siglo XV los turcos amenazaban con hacer desaparecer definitivamente los últimos vestigios vivos del Imperio romano, por lo que la gran ciudad de Constantino ya no tardó demasiado tiempo en caer en manos de los otomanos ante la pasividad y el odio de Europa, antipatía que posiblemente haya hecho que hoy día no tengamos hacia su imperio la consideración que este merece. Por ello, esperamos que con este libro el lector, además de disfrutar al máximo, abra una ventana a una nueva visión de Constantinopla y a la atípica Edad Media que allí tuvo lugar.

No quisiéramos iniciar la narración de este trabajo sin antes hacer mención de nuestro agradecimiento a las ciudades de Lisboa, La Coruña, Lugo, Sevilla, Sagunto, Valencia, París, Roma, Atenas, Éfeso, Estambul y Jerusalén, por permitirnos indagar en su pasado y haber obtenido las bellísimas fotografías que forman parte de este trabajo.

Cristina Durán

Introducción

Cuando pensamos en la Edad Media, solemos pensar en la caída del Imperio romano y en la victoria de los bárbaros. Pensamos en la decadencia del saber, en el advenimiento del feudalismo y en luchas mezquinas. Sin embargo, las cosas no fueron realmente así, puesto que el Imperio romano, en realidad, no cayó. Se mantuvo durante la Edad Media. Ni Europa ni América serían como son en la actualidad si el Imperio romano no hubiera continuado existiendo mil años después de su supuesta caída.

Cuando decimos que el Imperio romano cayó, lo que queremos decir es que las tribus alemanas (germánicas) invadieron sus provincias occidentales y destruyeron su civilización. No obstante, la mitad oriental del Imperio romano permaneció intacta, y durante siglos ocupó el extremo sudeste de Europa y las tierras contiguas en Asia.

Esta porción del Imperio romano continuó siendo rica y poderosa durante los siglos en que Europa occidental estaba debilitada y dividida. El Imperio continuó siendo ilustrado y culto en un tiempo en que Europa occidental vivía en la ignorancia y la barbarie. El Imperio, gracias a su poderío, contuvo a las fuerzas cada vez mayores de los invasores orientales durante mil años; y la Europa occidental, protegida por esta barrera de fuerza militar, pudo desarrollarse en paz hasta que su cultura formó una civilización específicamente suya.

El Imperio del Sudeste trasmitió al Occidente tanto el derecho romano como la sabiduría griega. Le legó arte, arquitectura y costumbres; dio al Occidente [...] la noción de monarquía absoluta [...] y también la religión a Europa oriental.

Pero, finalmente, Europa occidental se fortaleció y fue capaz de defenderse por sí misma, en tanto que el Imperio se fue agotando. ¿Y de qué manera agradeció Europa occidental lo que había recibido? Con una actitud de desprecio y de odio [...]. La ingratitud ha continuado aun después de la muerte, porque la historia de este Imperio es prácticamente ignorada en nuestras escuelas [...].

Hay pocos occidentales que sepan que en los siglos en que Londres y París eran unos villorrios desvencijados, con calles de barro y chozas de madera, había una ciudad reina en Oriente (Constantinopla), rica en oro, llena de obras de arte, rebosante de espléndidas iglesias, con un comercio bullicioso, maravilla y admiración de cuantos la conocían [...].

Con estas palabras, Asimov nos resume lo que en su opinión ha significado el llamado Imperio bizantino para el curso de la historia. Un imperio que parece olvidado hoy en día y del cual, en muchas ocasiones, se desconoce incluso su origen. Pocos demuestran saber que Bizancio fue algo más que el heredero del Imperio romano. Puede considerarse que el Imperio romano fue el continuador de la cultura clásica griega. El Imperio romano tomó como modelo a Grecia. Pero Bizancio, como podremos ver, fue algo más que el heredero del Imperio romano, fue la prolongación de este. Roma no fue el modelo de Bizancio, Roma continuó su existencia mientras vivió Bizancio. Desde Augusto a Constantino XI, el último soberano que se sentó en el trono de Constantinopla, hubo una línea ininterrumpida de emperadores a lo largo de aproximadamente quince siglos. A pesar de esto, normalmente se considera que cuando se produjo la invasión de Occidente por los pueblos germánicos cayó el Imperio romano.

Corría el año 476 cuando Odoacro, señor de los hérulos, deponía al emperador de Occidente, Rómulo Augusto, produciéndose de esta forma la caída de Roma.

Este último párrafo constituye la versión oficial de los hechos, no obstante es preciso destacar que la frase oculta además una inquietante verdad que trataremos de desvelar a lo largo de este trabajo.

La mayor parte de la gente es fiel a la cita en cuestión, cree que con la caída de Roma y las provincias occidentales desaparecía el Imperio romano. Nada más distante de la realidad. Cierto es que los hérulos se apoderaron de Italia, al igual que unos años antes otros pueblos bárbaros se adueñaron de otras regiones del oeste de Europa, antaño dominios romanos. Pero, aunque la mayoría de veces se ignore, la parte oriental del Imperio romano no se vio afectada a estos niveles por las invasiones de las tribus germánicas.

A pesar de que a partir de 476 se llame Imperio bizantino o Bizancio a la mitad oriental del Imperio, la denominación correcta debería ser simple y llanamente la de Imperio romano. Ni tan siquiera debería ser válido, a partir de este año, el término Imperio romano de Oriente, ya que este último nombre era correcto cuando existía un imperio dividido en dos, pero una vez desaparecida la parte occidental, dejó de tener sentido. Si el Imperio romano de Occidente ha caído, ¿por qué seguir llamando a la mitad superviviente Imperio romano de Oriente? En nuestra opinión lo correcto sería llamar a este último territorio, simplemente, Imperio romano, puesto que de las dos partes que un día lo formaron fue la única que continuó unificada cultural y políticamente. De todas formas, para evitar confusiones con respecto al Imperio unificado, también conocido como Alto Imperio romano, emplearemos en lo sucesivo el término Imperio bizantino o simplemente Bizancio.

Con las incursiones de los bárbaros no se produjo la caída definitiva del Imperio. Si es cierto que una gran parte de su territorio, es decir, toda la mitad occidental, se perdió como consecuencia de estas invasiones. Pero la parte oriental permanecía intacta y consiguió resistir hasta 1453.

En concreto, el hecho que se considera que marca el fin definitivo del Imperio, la ya mencionada deposición de Rómulo Augusto en el año 476, únicamente supuso la pérdida de los territorios circundantes a la que originalmente había sido la capital, es decir, Roma. No obstante, hacía muchos años que la capital imperial era una ciudad mucho más rica, próspera y moderna: Constantinopla. Además, incluso la corte de Occidente se llegó a trasladar al norte en los años finales de su existencia, a Milán y más tarde a Rávena.

De la misma forma, hacia el año 476, también había llovido bastante desde que las provincias occidentales estaban dominadas por francos, visigodos, vándalos, alanos y otros pueblos bárbaros. En definitiva, cuando el último emperador de la mitad occidental fue destronado, este ejercía un efímero control de la península italiana, quedando el resto de provincias occidentales bajo dominio germánico.

Pero en Constantinopla existía un emperador que sí gobernaba de forma efectiva la totalidad de las provincias orientales romanas. Se trataba de Zenón, quien, ante la deposición de su emperador asociado, Rómulo Augusto, era el único titular legal del Imperio, papel que, como veremos en la segunda parte de este tratado, asumió Justiniano I plenamente.

Sin embargo, a pesar de todo, a los emperadores bizantinos no les faltaron competidores a lo largo de la historia. En Occidente surgieron varios soberanos que adoptaron el título imperial. Cuando Roma dejó definitivamente de estar bajo control bizantino y se veía amenazada por los bárbaros lombardos, el papa solicitó la ayuda de los francos, mismamente extranjeros germánicos, pero de religión católica. Este respaldo brindado por los francos fue premiado por la Santa Sede, recompensa que alcanzó su cota más alta cuando su rey, Carlomagno, fue coronado emperador de Occidente hacia el año 800.

De la misma forma, cuando a la muerte de Luis I el Piadoso, hijo de Carlomagno, su imperio quedó dividido, uno de los estados resultantes comenzó a denominarse Sacro Imperio Romano (Germánico), y su soberano adoptó el título de César (en alemán, Káiser) hasta épocas no muy lejanas.

Eran estos personajes soberanos poderosos, como es el caso de Carlomagno o de Federico I Barbarroja, pero en definitiva usurpadores del título que portaban. Solo hubo un emperador legítimo a lo largo de todo el Medievo, y su trono estaba en Constantinopla.

Una buena parte de los territorios occidentales perdidos como consecuencia de las invasiones germánicas, fueron recuperados en época de Justiniano I (527-565). Este emperador reconquistó la mayor parte de la costa mediterránea e incluso Roma. La legendaria ciudad de Rómulo y Remo únicamente había permanecido en manos bárbaras cincuenta y nueve años, entre 476 y 535. ¿No es esto un claro ejemplo de lo que se consideraban y de lo que realmente eran los emperadores de Constantinopla? Si, efectivamente, aún eran emperadores ro ma nos. Aunque tras la reconquista de Justiniano quedaban vastas zonas en poder de los bárbaros, áreas que habían pertenecido al Imperio en épocas más gloriosas, tales como la parte no mediterránea de Hispania, la Galia, la isla de Britania y ciertas regiones de Germania, con este emperador el Mare Nostrum fue de nuevo una realidad.

Si bien es cierto que el proyecto de Justiniano I para recuperar el Imperio romano pronto fracasó, ya que Bizancio fue disminuyendo constantemente su integridad territorial con los emperadores que le sucedieron, también es verdad que esta intención es suficiente para confirmar nuestra teoría. El Imperio romano no murió con la caída de Roma en 476, prolongó su existencia en Constantinopla y no desapareció definitivamente hasta que esta ciudad fue conquistada por los turcos otomanos en 1453.

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Roma, siglos III al V. Génesis de un nuevo Imperio

CONCEPTO DE BAJO IMPERIO ROMANO

En palabras de Miguel Ángel Ladero, «el concepto de romanidad tardía o Bajo Imperio está hoy plenamente aceptado en la historiografía y ha sido descargado, hasta cierto punto, de la consideración peyorativa en que se le tuvo, a partir de la Ilustración, como época decadente, premonitoria de la posterior barbarie medieval».

En 193, el ejército de Panonia proclama emperador a Septimio Severo. En 284, las tropas orientales que habían combatido a los persas hacen lo propio con Diocleciano. Ambas fechas, como bien afirma Maurice Crouzet, encierran un periodo, el siglo III, de crisis multiforme de la que saldrá lo que realmente constituye el Bajo Imperio. Con la ascensión al trono imperial de Diocleciano, finalizada ya la llamada crisis del siglo III, surge un nuevo Imperio romano de las cenizas del anterior. El Alto Imperio puede darse por muerto. El Bajo Imperio nace como una adaptación de su versión anterior a los nuevos tiempos.

A los necesarios cambios producidos en la dirección política se une una auténtica revolución en todos los ámbitos: administración, economía, sociedad, e incluso religión. El mundo ha cambiado y el Imperio ha de renovarse o morir. La Pax Romana ya no está garantizada, los bárbaros han empezado a penetrar las fronteras del Imperio. Las soluciones utiliza das durante el Alto Imperio se adaptaban a un mundo bárbaro relativamente tranquilo. Ya no sirven ahora. Las nuevas soluciones son de lo más variopintas.

La única forma de frenar a los germanos es luchar como ellos. El Ejército se transformará profundamente: adopta armas y tácticas del enemigo, recluta germanos e incluso nombra generales a algunos de sus líderes. Como podremos comprobar próximamente, la mejor manera de combatir a los germanos es enfrentarse a ellos con sus propias armas, sus propios soldados y sus propios caudillos.

Otro de los cambios importantes afecta al gobierno imperial, que ya no recaerá en un único emperador, si no que será dividido entre varios. Es la llamada colegiación imperial que estudiaremos más adelante.

Los nuevos y enérgicos emperadores, especialmente Diocleciano y Constantino, reorganizaron el Imperio y lo libraron del peligro bárbaro exterior y de la anárquica interior. En palabras de Crouzet, «una civilización surgió del caos entonces: es la que hay que considerar como la civilización del Bajo Imperio».

Todos estos cambios darán estabilidad al Imperio y le permitirán sobrevivir, en la parte occidental, tan solo doscientos años más, sin embargo Oriente perdurará por un milenio, es decir, a lo largo de toda la Edad Media.

Como indica Ladero, en el Bajo Imperio romano «hay, en efecto, elementos premedievales y grandes diferencias con las épocas anteriores del mundo clásico, al que, sin embargo, sigue perteneciendo. Fue esa Roma tardía, en lo que tenía de más específico, quien entregó la herencia de la Antigüedad». Otras opiniones expresan la idea de que el nacimiento del Bajo Imperio es paralelo al de la Edad Media.

LA CRISIS INTERNA DEL SIGLO III

Roma siempre estuvo acosada, en mayor o menor medida, por dos tipos de peligros: uno interior y otro exterior. El riesgo interno fue sin duda el más grave, y el que, aunque solo fuera indirectamente, acabó con el Imperio en Occidente, ya que creó el desorden necesario para que los bárbaros pudieran penetrar con facilidad las fronteras romanas.

La codicia de los militares y las clases dirigentes, que ansiaban hacerse con el poder, resultaba extremadamente peligrosa. Este era un enemigo que se encontraba acechando en el mismo corazón del Imperio. El propio emperador era muy consciente de ello.

Relieve que representa a legionarios romanos del siglo II en aptitud de combate (Museo de la Civilità Romana, Roma). Finalizadas las conquistas en esta época, se consiguió que los mandos del Ejército perdieran poder y de esta forma no pudieran liderar conspiraciones contra el emperador.

Las conquistas activas habían concluido para el Imperio romano en tiempos de Trajano (98-117). El fin de la guerra ofensiva se tradujo en una considerable merma para el poder del Ejército y, de esta forma, se reducían las posibilidades de que alguna fuerza militar destituyera al emperador. Sin embargo, en tiempos de Marco Aurelio (161-180), a pesar de los deseos de los augustos por que imperara la Pax Romana, el despertar de los bárbaros situados en las fronteras forzaba a mantener una guerra defensiva. Estas contiendas otorgaban nuevamente un poder enorme al Ejército. A las puertas del siglo III, tras el asesinato de Cómodo en 192, la elección del emperador quedará en manos de los generales romanos. La anarquía militar estaba servida.

Septimio Severo (193-211) saldrá vencedor de los enfrentamientos civiles que tuvieron lugar, se sentará en el trono y lo logrará hacer hereditario para sus descendientes. Tras veinticuatro años de reinado de su dinastía y con el asesinato del último Severo, Alejandro, en 235, se inicia un nuevo periodo de anarquía de otros cincuenta años. Los mismos militares que coronan a sus candidatos, conspiran contra ellos, los asesinan y nombran otros sucesores. La pauta dominante es que el elegido se mantenga en el trono pocos meses, algunos tan solo días, muy pocos llegan a gobernar años. En muchas ocasiones varias provincias escapan al control del teórico emperador, incluso llega a darse la situación de la proclamación simultánea de varios emperadores por distintas facciones del Ejército.

El castillo de Sant’Angello en la ciudad de Roma. Esta fortaleza fue construida en el siglo II, una época en la que el Imperio romano había alcanzado su máxima extensión y en la cual la Pax Romana imperaba en las tierras bañadas por el Mare Nostrum.

El caos reinante posibilitó la invasión del Imperio por parte de las tribus bárbaras y de los reinos civilizados exteriores. Los bárbaros, en consecuencia, acabarán transformándose en el principal de los dos riesgos mencionados anteriormente. Los Balcanes sufrieron las incursiones de los godos y Asia Menor fue víctima de los persas. Y es que los trescientos mil hombres que tradicionalmente componían los ejércitos del Alto Imperio eran insuficientes para poder hacer frente a los múltiples peligros, internos y externos, que en el siglo III amenazaban la integridad y supervivencia del Imperio romano. La debilidad de las fronteras era manifiesta. Hordas de godos en Oriente y de francos y alamanes en Occidente atravesaron las fronteras y sometieron a saqueo las ciudades romanas. Solo con la llegada al trono de Diocleciano y Constantino se logró superar la crisis.

Hasta esas fechas, el Imperio había permanecido a salvo de estas catástrofes. Las revueltas internas eran de corta duración y, en el caso de triunfar, acababan sentando en el trono a emperadores capaces. El número de efectivos militares apostados en las fronteras resultaba suficiente para contener de forma efectiva a los bárbaros que, por otro lado, no habían mostrado aún signos de su peligrosidad potencial.

La presión de los germanos sobre las fronteras romanas siempre había existido. El Imperio era asediado casi continuamente por grupos invasores bárbaros, cuyo objetivo era amasar el mayor botín posible antes de regresar a casa. Pero el problema no pasó a ser mayor hasta que los germanos fueron conscientes de su fuerza y se produjeron los desórdenes civiles necesarios para que Roma llegara a ser vulnerable. Para cuando llegó el siglo III y sus revueltas internas, el mundo germánico había comenzado ya a dar signos de virulencia.

Para entender esta cuestión debemos situarnos en el reinado de Marco Aurelio (161-180). En 161, se rompe la Pax Romana en las fronteras orientales con Persia, cuando la dinastía parta lanza una ofensiva contra las regiones de Armenia y Siria. Finalmente, la situación queda controlada pero, casi al mismo tiempo que se alcanza la paz con los persas, en 167 el Imperio tiene que hacer frente a la penetración por la frontera danubiana de cuados y marcomanos. El Imperio romano salía de un conflicto exterior con los bárbaros partos para meterse de lleno en otro, con pueblos germanos en esta ocasión, que, a la larga, sería mucho más grave. Tras combatir a los germanos hasta el año 174 y obligarles a pedir la paz, la idea de Marco Aurelio era llevar la frontera o limes más allá de la línea del Danubio, para, así, mantener a raya a los belicosos cuados y marcomanos. Sin embargo, la muerte le sobrevino en 180. Su sucesor, Cómodo (180-192), decidió firmar la paz con estos pueblos, imponiéndoles, eso sí, unas durísimas condiciones. Con este gesto el nuevo emperador iniciaba su política defensiva frente a los peligrosos germanos. La larga guerra resultaba demasiado costosa para las arcas imperiales y lo más sencillo para Cómodo era fijar la frontera del este de Europa en el límite natural que demarcaba el río Danubio.

Cómodo, además, impuso a los germanos la obligación de aportar al ejército romano tropas auxiliares, en un número de unos trece mil efectivos a los cuados y algo menos a los marcomanos. Esto no era algo nuevo para Roma, ya desde tiempos de Octavio Augusto (24-14 a. C.), las filas del ejército imperial recibieron la entrada de soldados germanos a su servicio. Sin embargo, la acción de Cómodo marcaría el refuerzo de una tendencia que sería la dominante en el ejército romano durante los siguientes siglos: el reclutamiento de tropas germanas. La práctica resultaría además funesta a la hora de decidir el final del Imperio occidental, que sería destruido desde dentro a manos de los propios germanos alistados en las filas de los ejércitos imperiales. Tal es el caso de la caída de Italia en 476: Odoacro, general de origen hérulo de los ejércitos romanos de la región transalpina, deponía al último emperador, Rómulo Augusto.

Desde otro punto de vista, puede que el predominio de soldados germanos en las filas imperiales resultara decisivo a la hora de lograr la supervivencia de Occidente durante casi trescientos años más: sin la presencia de estos mercenarios el ejército romano no hubiera podido hacer frente a las invasiones por falta de efectivos y por las carencias de sus desfasadas armas y tácticas de combate.

EL PROBLEMA BÁRBARO

Los romanos llamaban bárbaros a todos aquellos pueblos que no compartían su cultura latina o no estaban integrados dentro de las fronteras del Imperio. Entre los bárbaros destacaban aquellos que vivían en las cuencas de los ríos Rin, Danubio y Vístula, conocidos como germanos. En palabras de Emilio Mitre, «los bárbaros en general y los germanos en particular serían protagonistas de primer orden en el proceso de desintegración del Imperio en el Occidente».

Como expone Ladero, hacia el tercer milenio a. C., aparece la primera cultura germánica en la península de Jutlandia. Posteriormente, estos pueblos iniciarán una migración hacia las regiones centroeuropeas que en torno al 500 a. C. les llevará a entrar en contacto con los celtas. El avance de los germanos por tierras celtas solamente será frenado cuando, en el siglo I a. C., Julio César conquiste la Galia.

En contacto con los romanos, y gracias a las rutas comerciales, como la del ámbar en el Báltico, los bárbaros germanos sufrieron un leve proceso de romanización. Algunos de ellos llegaron a entrar en el ejército imperial como mercenarios, pero nunca en número tan importante como a partir del siglo III. Incluso podríamos decir que durante la crisis que sufrió el Imperio romano en este siglo, se puso de manifiesto el proceso de barbarización al que se estaba viendo sometido. No solamente había cada vez más germanos en el Ejército, sino que a esto hay que añadir que algunos emperadores eran de origen bárbaro, tal es el caso de Maximino el Tracio y Filipo el Árabe.

Acueducto romano que abastecía de agua a la ciudad de Hispalis, la actual Sevilla. La obra de ingeniería original data de la época de Julio César (101 a. C.-44 a. C.). Fue reconstruido en época árabe, e incluso se mantuvo en uso más allá de la reconquista cristiana, algo que viene a demostrar el profundo impacto que tuvo en el área mediterránea la civilización romana, a pesar del paso posterior de varias culturas, como son la visigoda y la musulmana.

Sin embargo, los pueblos germánicos no supusieron ningún peligro para el Imperio hasta finales del siglo II, como hemos podido ver en el punto anterior. Mitre afirma que «el limes, con el discurrir del tiempo, se fue convirtiendo no tanto en la frontera que separaba dos mundos como en la zona de contacto que permitía una progresiva simbiosis entre ambos». Durante los largos periodos de paz, el Imperio y sus vecinos germanos mantuvieron estrechas relaciones comerciales y políticas, que llevaron incluso a grupos de germanos a ocupar algunas de sus regiones.

Todos los pueblos germánicos conocían la agricultura sedentaria, no obstante su organización social era muy simple. Ladero hace mención a una organización de los germanos, en orden creciente de complejidad, alrededor de la familia amplia, la tribu y el pueblo. Las familias (sippe) se integran en tribus, posiblemente en torno al recuerdo de un antepasado epónimo, y el conjunto de grupos o tribus forma un pueblo (gau), con jefe común y reuniones anuales de sus guerreros, a menudo para elegirlo, en lugares a los que se confiere virtualidades sagradas. Por encima del pueblo, hay con frecuencia confederaciones, a veces forzosas, bajo la égida de alguno de ellos, que es más poderoso o ha resultado vencedor en anteriores contiendas. En opinión de Ladero «se trataba de un mundo primitivo, rural, casi analfabeto, sin verdadera organización estatal».

La asamblea de guerreros era la depositaria de la soberanía popular al elegir jefe, tratar sobre paz y guerra o juzgar los delitos mayores. Los germanos prestaban juramento a este caudillo libremente escogido, combatían por él y este los dirigía en la batalla con el objetivo de la victoria. Ni tan siquiera podemos hablar de una auténtica organización a nivel estatal. Esta era la base de una estructura social concebida única y exclusivamente para la guerra.

Pueblos guerreros por naturaleza, los germanos se irán desplazando hacia las proximidades del limes romano en busca de nuevas tierras de cultivo y atraídos también, sin lugar a dudas, por las posibilidades de botín. Coincidiendo con la crisis del siglo III, algunas tribus iniciarán una serie de migraciones que producirán el empuje de otras hacia el interior de las fronteras romanas. El movimiento de burgundios y vándalos provocará la presencia de sajones en la desembocadura del río Elba, de francos en los cursos inferior y medio del Rin y de alamanes en el alto Rin y el alto Danubio. Los desplazamientos de godos y hérulos tendrán el mismo efecto sobre carpos y sármatas iazigos, que se asentarán a lo largo del Danubio.

El Imperio únicamente pudo superar estas invasiones a finales del siglo III, en época de Diocleciano y Constantino. Pero la crisis solo pudo ser salvada haciendo una serie de concesiones territoriales: los Campos Decumates y la Dacia se perdieron para siempre y el limes quedó definitivamente constituido por el curso natural de los ríos Rin y Danubio. No obstante, algo cambiaría para siempre a partir de ese momento. El Imperio había dado las primeras muestras de debilidad en toda su historia, al mismo tiempo, los germanos comenzaban a ser conscientes de su poder.

En los siguientes años, las relaciones entre romanos y germanos sufrieron una mutación: el pacto y la negociación en muchas ocasiones se mostraron como el arma más efectiva a la hora de frenar a estos bárbaros. La fórmula también podía consistir en lograr la retirada del enemigo mediante el soborno o el pago de un tributo periódico. Otras veces lo más sencillo y efectivo para Roma, con un ejército incapaz de controlar los innumerables ataques bárbaros, consecuencia de su escasez de efectivos y por el desfase de sus armas y tácticas, era aliarse con un pueblo germano para, de esta forma, poder combatir a otro.

Algunos emperadores empezaron a contratar mercenarios bárbaros para reforzar el ejército. La falta de mano de obra agrícola en las regiones fronterizas devastadas por la guerra hace que Roma opte por permitir la instalación de grupos de germanos en ellas. En consecuencia, comenzaron a darse los pri meros asentamientos definitivos de germanos aliados de los romanos, los llamados federados o foederati. El ejército romano se fue barbarizando al mismo ritmo que los grupos de germanos federados se fueron romanizando y, por lo tanto, alcanzaron una mayor madurez organizativa. Este hecho ponía al Imperio en grave peligro. El asunto acabó yéndosele de las manos a Roma y con el tiempo estos asentamientos germanos llegaron a convertirse en reinos dentro del Imperio, reconocidos además por el emperador. La evolución y el crecimiento organizativo de estos estados germánicos continuó a buen ritmo en las provincias del oeste, de forma que, a las puertas del siglo IV, Occidente era un puzle de reinos bárbaros y su emperador, que solo tenía el control de la península itálica, era además un títere en manos de sus generales germanos.

Como indica Crouzet, a la muerte de Septimio Severo (193-211), la inseguridad imperaba. Los sajones llegaban en sus piraterías hasta el canal de la Mancha y las costas del Océano. Los francos atravesaron toda la Galia y alcanzaron Hispania. Los alamanes penetraron en Italia y no se les pudo parar hasta Pavía. En varias ocasiones los godos cruzaron el Danubio para invadir Tracia, Mesia o Grecia. Se lanzaron también sobre el mar Negro, infestando el Bósforo, el mar de Mármara, el mar Egeo; saquearon las regiones costeras, tomaron Éfeso, sitiaron Tesalónica y Atenas hubo de defenderse contra una intentona de asalto.

Pero los germanos no eran el único enemigo de Roma. En Oriente otro imperio altamente civilizado, Persia, había sido históricamente un quebradero de cabeza para los romanos. A partir del 224, la dinastía parta, que tanto acosó a Marco Aurelio, había sido sustituida por otra mucho más peligrosa. Los persas sasánidas constituyeron un imperio más centralizado que el de sus predecesores partos. La familia imperial persa consiguió que sus nobles guardaran fidelidad al rey, lo que aportaba al trono una mayor estabilidad. Como indica Crouzet, la religión mazdeísta proporcionaba además solidez a este entramado nacionalista. El desastre no se hizo esperar demasiado, y pronto las provincias orientales romanas comenzaron a ser invadidas. El culmen del conflicto se alcanzó cuando en el año 260 el emperador Valeriano fue derrotado y moría en su cautiverio persa.

Capitel aqueménida de la época de Darío I (521 a. C.- 486 a. C.), procedente de la ciudad de Susa (Museo del Louvre, París). La dinastía aqueménida de emperadores persas fue extinguida cuando su último representante, Darío III, fue derrotado por Alejandro Magno en 331 a.C. No obstante, el Imperio persa se prolongaría en las dinastías parta (247 a. C.- 224) y sasánida (224-642) hasta llegar su destrucción definitiva por parte de los árabes.

El Imperio se encontraba además al borde del colapso como consecuencia de la anarquía reinante. Los golpes de estado militares estaban a la orden del día y sentaron en el trono a emperadores a los que se les dio muy poco tiempo para intentar solucionar el problema. Roma se veía acosada por los bárbaros en todas sus fronteras y no era capaz de hacer frente a la ubicuidad permanente del peligro exterior. Esto generaba aun más desórdenes sociales que no hacían otra cosa que agravar la ya de por sí difícil situación. Las ciudades se fortificaron y solo podían ser defendidas por caudillos locales que, ante la falta de auxilio por parte del gobierno central, tendían a hacerse cada vez más independientes. Los elementos premedievales están servidos: invasiones y guerras constantes, inseguridad, descentralización del poder, ejércitos privados, ciudades fortificadas. El cambio de época está próximo, la Edad Antigua toca a su fin y el Medievo comienza a despertar.

LA ECONOMÍA ROMANA EN EL SIGLO III

Los desórdenes internos y externos, estudiados en los puntos anteriores, tuvieron como consecuencia una profunda caída de la economía del Imperio. Como indica Crouzet, desde tiempos de Septimio Severo (193-211) los continuos gastos militares vaciaron las arcas estatales. Al mismo tiempo, las revueltas y las invasiones provocaban que los ingresos fiscales disminuyeran. La única solución para vencer este déficit no era otra que la devaluación de la moneda. La primera inflación de la historia estaba servida.

La anarquía, las guerras, la hambruna y las epidemias se tradujeron en una acusada escasez de mano de obra en los campos y las minas, debido al receso sufrido por la población, siendo las regiones fronterizas las más afectadas. El comercio, víctima de los saqueos y el pillaje, consecuencias a su vez de la anarquía, también entró en decadencia.

El descenso generalizado de la producción, que tuvo lugar durante la crisis del siglo III, junto con esta devaluación monetaria, provocaron irremediablemente el aumento de los precios. La alteración de la moneda, además, se hizo inevitable como consecuencia de la escasez de materia prima, debido a la baja producción minera.

Ejemplos que ilustren mejor esta caótica situación no nos faltan. El emperador Caracalla (198-217) bajó un once por cien el peso del aureus y creó una nueva moneda de plata, el antoninianus, que acabó por sustituir al antiguo denario, y que, pesando la mitad se le atribuía un valor doble. El precio de los cereales aumentó veinte veces entre los años 255 y 294, cuando, entre el siglo I y hasta mediados del III había subido tan solo tres veces.

La crisis económica fomentaba la anarquía. A su vez los desórdenes internos provocaban, sin lugar a dudas, la caída de la economía. El asunto se tornaba por lo tanto en un círculo vicioso del que difícilmente se podía salir.

LA REVOLUCIÓN DE DIOCLECIANO

Tras todo un siglo de anarquía y una larga lista de treinta y un emperadores, la mayoría de los cuales acabaron su mandato en condiciones trágicas, el ejército de Oriente proclamaba emperador, en el año 284, a Diocleciano, un general originario de Iliria. Militar de origen humilde, mantuvo una carrera meteórica en el ejército que le llevó a ascender de rango con rapidez y a alcanzar una gran popularidad entre las filas de la legión.

El primer obstáculo que se encontrará Diocleciano (284-305) será la oposición de Carino, hijo del emperador Caro (282-283), entronizado en Roma por sus tropas. Los dos soberanos se enfrentaron en Mesia y, finalmente, Diocleciano resultaría triunfante, con lo que, hacia 285, este último se adueñaba de todo el Imperio.

Diocleciano era un militar puro y duro, surgido del pueblo llano, con una considerable falta de cultura. Durante la llamada crisis del siglo III ya se había optado por ceder el cetro imperial a algún que otro miembro del populacho; sin embargo, a priori no se auguraba un futuro demasiado prometedor a este nuevo candidato, ya que la mayoría de estos plebeyos tuvo un paso fugaz por el trono y un trágico final para su vida. Sin embargo, Diocleciano gozaba de plena confianza por parte del ejército, lo que daba estabilidad a su mandato. Esta fidelidad le permitió conseguir las primeras victorias militares. Atesoraba un carisma excepcional entre sus tropas, era un militar sumamente enérgico, un fanático patriota con una voluntad de hierro, lo que le hacía muy capaz de sacar al Imperio del abismo en el que se encontraba inmerso.

A finales del siglo III se consiguieron restablecer las antiguas fronteras y se acabó con los desórdenes internos. Diocleciano reconquistó Mesopotamia y penetró más allá de los limes europeos del Rin y el Danubio, así como atravesó las fronteras asiáticas con Persia. La Pax Romana no volvió jamás a ser un hecho pero, durante tres cuartos de siglo, al menos se gozó de una tranquilidad relativa que permitió llevar a cabo un conjunto de necesarias reformas internas.

Diocleciano reorganizó la maltrecha economía romana e inició una serie de cambios que afectaron al Imperio en todos sus ámbitos. Como veremos más adelante, destacan en esta revolución diocleciana las profundas modificaciones a las que se vio sometido el gobierno imperial, así como la reforma sufrida por el Ejército. Gracias a su esfuerzo, la gran crisis fue superada y de las cenizas del antiguo régimen surgió el Bajo Imperio romano.

Diocleciano concentró sus esfuerzos sobre todo en la mitad oriental del Imperio, que era la más rica y urbanizada. También era más urgente dedicarle mayor atención a las provincias del este, puesto que corrían más peligro que Occidente, al ser sus opulentas ciudades el objetivo principal de godos y persas. Con Diocleciano, por lo tanto, la corte imperial se desplazó hacia el este, estableciendo su capital en la ciudad de Nicomedia, en Asia Menor. La tendencia ya no sería jamás abandonada por los emperadores que le sucedieron. El centro del poder pasó a la mitad oriental o, en su defecto, si el gobierno quedaba dividido, siempre quedarían las provincias del este para el primogénito o favorito, siendo Occidente para el coemperador subordinado.

Hacia el año 293, Diocleciano comprendió que la única forma de mantener vivo el inmenso Imperio romano era fraccionando el poder. Para esto nombró emperador asociado a su fiel general Maximiano, al cual encargó el gobierno de la mitad occidental. Es preciso destacar que la idea ya había sido puesta en práctica años antes por Marco Aurelio (161-180), que en 161 asoció al trono a su hermano Lucio Vero.

El reparto de poder, además de facilitar el gobierno de las numerosas provincias del Imperio, hacía también más sencilla la sucesión, en un régimen en el que la hereditariedad no estaba bien definida. De esta forma el emperador asociado superviviente no tenía que pasar por el trámite de ser reconocido por el ejército, el senado o el pueblo, como se acostumbraba a hacer cuando el predecesor no designaba sucesor. Se suprimía por lo tanto el interregno y se evitaba que el nuevo inquilino del trono surgiera tras producirse enfrentamientos civiles.

La ausencia de un derecho monárquico bien establecido y definido hizo que Roma sufriera a lo largo de su historia numerosas guerras civiles. Sin embargo, puede que esto fuera en parte fructífero para el Imperio: la inexistencia del derecho sucesorio dinástico permitía muchas veces que se sentara en el trono el candidato más capaz, aquel que había conseguido salir victorioso de los enfrentamientos con los demás pretendientes. Tal es el caso de la sucesión de Diocleciano que puso en liza a Constantino, Magencio y Licino, resultando triunfante el primero, uno de los más grandes emperadores que conoció Roma.

Lo único que debía hacerse tras la desaparición de uno de los emperadores asociados era nombrar a otro que le supliera. De esta forma además se conseguía que los sucesores adquirieran experiencia en las tareas de gobierno, facilitando sus funciones cuando tuvieran que gobernar en solitario o como coemperador principal. Como nos indica Crouzet, cabe destacar que cuando se daba la asociación de dos emperadores, estos estaban dotados de los mismos atributos y poseían los mismos títulos, si bien a uno de ellos se le consideraba como el mayor, el «más fuerte», el «primero», para evitar todo desacuerdo.

La fórmula de Diocleciano consistía además en que cada uno de los dos emperadores nombrara a un subordinado, que le asistiera en las tareas de gobierno de algunas provincias y que, a su vez, le sucedería pasado un periodo de tiempo de veinte años. Los coemperadores poseían el título de Augusto y los subordinados el de César. Era la forma de gobierno denominada tetrarquía, formada por dos augustos y dos césares. De esta manera se creaba el colegio imperial que iría proporcionando emperadores a Roma.

Los emperadores asociados, se repartían los diferentes territorios de Roma para su gobierno pero, a pesar de esto, actuaban confederadamente, por lo que la unidad del Estado no se rompía. Los sucesores asociados al trono serían elegidos por sus méritos personales, al margen de su origen familiar. De esta forma se conseguía que el heredero fuera el más digno para merecer el trono. A pesar de todo, y como trataremos próximamente, Diocleciano pudo constatar tras su dimisión en 305, poco antes de morir, el fracaso y el definitivo abandono de su revolucionario sistema de gobierno.

Las nuevas estrategias adoptadas por Diocleciano, permitieron la estabilización militar, política y económica del Imperio romano, además de mantener una continuidad y su consolidación en la figura de Constantino I. Con Constantino el centro del poder imperial quedó, más que nunca, desplazado hacia Oriente. El gran emperador fundó una nueva capital, Nova Roma