La cruzada Albigense y el Imperio Aragonés - David Barreras Martínez - E-Book

La cruzada Albigense y el Imperio Aragonés E-Book

David Barreras Martínez

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"No se confunda. No sobre trata de un libro más sobre las persecuciones de los cátaros, posturas eclesiásticas contra herejes y aventuras de conquistas o conquistados caballeros medievales sino un estudio detallado, bien narrado y documentado, de un periodo en el que se fraguaron grandes transformaciones políticas y religiosas que cambiaron la historia." (Web Comentarios de libros)

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Colección: Historia Incógnitawww.historiaincognita.com

Título: La cruzada albigense y el imperio aragonésSubtítulo: La verdadera historia de los cátaros, Jaime I el Conquistador y la expansión de la corona de AragónAutor: © David Barreras

Copyright de la presente edición: © 2007 Ediciones Nowtilus, S.L. Doña Juana I de Castilla 44, 3° C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Editor: Santos RodríguezCoordinador editorial: José Luis Torres Vitolas

Diseño y realización de cubiertas: OpalworksMaquetación: JLTV

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN-13: 978-84-9763-366-6

Libro electrónico: primera edición

ÍNDICE

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE:El Imperio franco y los orígenes de Cataluña y Aragón

SEGUNDA PARTE:Las herejías dualistas medievales

TERCERA PARTE:La Cruzada Albigense

CUARTA PARTE:La conquista de Valencia

QUINTA PARTE:Las relaciones internacionales de la Casa de Barcelona durante la segunda mitad del siglo XIII

CONCLUSIÓN

APÉNDICE:Paralelismos entre las cruzadas a Oriente y la Albigense

ANEXOS

BIBLIOGRAFÍA

 

PRÓLOGO

 

Hacia finales del siglo XX, la lectura de ensayos clásicos de historia medieval, como Los cátaros, herejía y crisis social, de Paul Labal (1982), y La caída de Constantinopla, de Steven Runciman (1998), despertó en mí un interés por las cruzadas mucho más profundo del que ya tenía. Un día que ahora mismo no recuerdo con exactitud, comencé a escribir sin ningún tipo de objetivo. La semilla estaba echada y hacia diciembre de 2000 tenía ya escrita la base de este ensayo. Durante seis largos años el trabajo fue tomando cuerpo y acabó derivando en lo que ahora es; sin embargo, el proyecto fue prácticamente abandonado por falta de motivación. Entre finales de 2000 y otoño de 2003 prácticamente no hice otra cosa que leer, lo que directamente no afectó al crecimiento de este escrito, pero que, sin lugar a dudas, sí resultó esencial a la hora de aportar ideas para que a día de hoy este trabajo fuera lo que ahora es. Un hecho acontecido el 14 de septiembre de 2002 tuvo una especial relevancia para la existencia de esta obra, y no solo le dio el impulso que necesitaba, sino que incluso cambió mi vida. Conocí a Cristina Durán, profesora de historia en la Universidad de Santiago de Compostela, y ella hizo que retomara el trabajo con mucha más ilusión con la que incluso había empezado, que no era poca. En la actualidad, Cristina es mi mujer y a ella va dirigido el primero de mis agradecimientos.

Buena parte de culpa de la existencia de este escrito la tiene, además de las lecturas mencionadas anteriormente, las lagunas históricas que existen sobre la Cruzada Albigense y la conquista de Valencia, así como la manipulación que se ha realizado sobre los hechos que tuvieron lugar durante el siglo XIII en Occitania, Aragón, Cataluña y Valencia. Todo ello supuso una fuerte motivación a la hora de crear esta obra.

Debo destacar también que me ha sido de gran utilidad el Atlas de historia de Aragón, de la Institución Fernando el Católico, un libro que me abrió los ojos y que sirvió para orientarme a la hora de seleccionar buena parte de la bibliografía.

Además de todo lo mencionado anteriormente, este texto también debe su existencia a dos autores que han aportado buena parte del material que he empleado para escribir el ensayo: el gran Paul Labal, eminencia de la escuela de historia medieval francesa, y José Luis Villacañas, profesor de la Universidad de Valencia y Murcia.

Antes de dedicar el libro, es preciso que haga dos agradecimientos. Una mención especial para mis hermanos Sonia y Manuel, por estar tan presentes en estos momentos finales del manuscrito, y agradezco también a mis únicos amigos, Jorge Piquer, Jorge Serra y José Sanabria, el darme ese pequeño empujón en los comienzos de la obra.

El libro va dedicado a una persona muy querida que ya no se encuentra entre nosotros. A lo largo de toda mi vida he tenido tras de mí a un hombre que ha resultado fundamental en el desarrollo de mi personalidad. Hace poco perdí a un amigo de casi 90 años que forma parte de la historia del último siglo de este país y de Europa. El teniente Don Juan José Mateo Tejedor luchó por defender todo aquello de lo que hoy disfrutamos, algo por lo que no dudó en combatir el fascismo en España y posteriormente en mi Francia natal. Por todo ello quiero dedicar este ensayo a la memoria de mi abuelo.

Finalmente, decir que espero que los lectores disfruten casi tanto de la lectura de este ensayo como yo de su escritura y destacar un hecho meramente anecdótico. ¡Qué curiosa resulta la vida! El presente libro se acabó de escribir el día 8 de octubre de 2006, la víspera del gran día de los valencianos, en el que se conmemora la entrada triunfal de los ejércitos de Jaime i en la ciudad del Turia, precisamente el tema central del libro.

 

INTRODUCCIÓN

 

Eran tiempos difíciles para la Corona de Aragón cuando en el año 1213 accedía al trono Jaime I el Conquistador. Su padre, Pedro II, murió en la batalla de Muret en un intento por extender sus dominios al sur de Francia. Desaparecía así la posibilidad de una expansión ultrapirenaica de la Corona.

De esta forma tan simple se nos suele presentar la derrota aragonesa sufrida durante la Cruzada Albigense cuando estudiamos la historia de Cataluña y Aragón. Con esta descripción tan vaga, puede parecer que Pedro II intentó llevar a cabo una invasión de los territorios del sur de Francia para conquistarlos y que murió heroicamente en esa empresa. También es frecuente admitir sin ninguna discusión que con la derrota de Muret y desaparecida la posibilidad de expansión ultrapirenaica solo quedaba la opción de emprender la conquista de los territorios del sur peninsular.

Pero lo cierto es que el tema no es tan sencillo como parece. La historia de la expansión de la Corona de Aragón por las tierras de Languedoc (conocidas también como Occitania, País d’Óc, Mediodía o Midi francés, en definitiva, el sur de la actual Francia) y la posterior conquista de los territorios de al-Andalus es en realidad más complicada, y en ella se mezclan cuestiones políticas, económicas y religiosas, como veremos a continuación.

Cuando se pone de manifiesto cualquier acontecimiento histórico, es frecuente que se acabe simplificando y más aún si se trata de una derrota propia. No obstante, los hechos relacionados con la batalla de Muret forman una parte muy bella de la historia de la Corona de Aragón como para caer en este vicio. Estos sucesos son en realidad bastante más complejos de lo expuesto habitualmente, pero por supuesto nadie se molesta en describir detalladamente una derrota; es mucho más frecuente escuchar relatos sobre gloriosos acontecimientos como la unión de Cataluña y Aragón, la conquista de Valencia o la fusión de la Corona de Aragón y el Reino de Castilla. Esta es la causa por la que frecuentemente se ignora un capítulo tan interesante e importante de la historia de Europa, y es que la Cruzada Albigense derivó en acontecimientos transcendentales para el mundo occidental y no solo condujo al receso de la expansión aragonesa más allá de los Pirineos. Ni tan siquiera los asuntos eclesiásticos quedaron al margen, ya que, además de lo enunciado anteriormente, la Cruzada supuso la creación de las órdenes religiosas mendicantes de los hermanos dominicos y franciscanos y, además, permitió su éxito. Del mismo modo, estos hechos condujeron a la instauración de la Inquisición, lo que en definitiva significó un giro en la política de la Santa Sede.

Esta historia trata sobre la ayuda que brindó un rey a sus súbditos o vasallos ante un ejército invasor. Pero no nos confundamos, el ejército invasor era el de los cruzados franceses, al mando de Simón de Montfort, y el monarca salvador, Pedro II de Aragón, justo lo contrario de lo que podemos llegar a entender con las explicaciones simplistas que desgraciadamente son tan frecuentes.

Como veremos, en cierto modo la conquista de Valencia está relacionada con la batalla de Muret, aunque esta derrota no fue el detonante de tal hazaña, a pesar de que esta sea la versión oficial de los hechos. Tras haber estudiado el tema en profundidad, debemos oponernos a esta opinión. Si el lector no abandona estas líneas, llegará a la misma conclusión: la muerte de Pedro II en Muret no supuso la renuncia definitiva a la expansión ultrapirenaica de la monarquía aragonesa, ni a su vez llevó a reorientar la conquista hacia el Reino de Valencia. Sin embargo, sí que es cierto que este hecho hizo tambalear los cimientos de los estados bajo el gobierno de Pedro II y que produjo una guerra civil en el momento de la sucesión al trono. Pero pese a todo, Muret no consiguió que la política de Jaime I el Conquistador difiriera demasiado de la de su padre. Las aspiraciones de Jaime I con respecto al Mediodía francés permanecieron intactas incluso más allá del famoso tratado de Corbeil (1258), donde a pesar de que el ya maduro monarca estampaba su firma en un documento donde renunciaba a los territorios en litigio a cambio de la paz con Francia, los hechos demuestran que en realidad siempre estuvo maquinando artimañas para hacerse con lo que él consideraba su patrimonio. A Jaime I el Conquistador tanto le sirvió para este fin planear alianzas matrimoniales como armar ejércitos.

Las pretensiones de los soberanos aragoneses sobre Occitania no acabaron por lo tanto con Pedro II. Con Jaime I el Conquistador, la Corona nunca pudo dedicarse plenamente a la expansión hacia el sur, ya que el pastel que suponía el Midi era demasiado apetitoso como para no desear llevarse el trozo más grande posible. Cierto es que lo que motivó realmente la conquista de Valencia fue otra batalla que aconteció un año antes que la derrota de Muret, la decisiva victoria de las Navas de Tolosa (1212), pero no es menos verdad que, a pesar de la relativa facilidad con la que se podían conquistar los territorios del futuro Reino de Valencia, Jaime I nunca dejó de lado el affair occitano.

Encontramos aquí un paralelismo con Alfonso X de Castilla, yerno de Jaime I. El rey sabio tuvo vía libre para el afianzamiento de la posición castellana en al-Andalus tras la debacle sarracena de las Navas, pero, sin embargo, y como su sobrenombre indica, fue lo suficientemente inteligente como para no renunciar a sus aspiraciones sobre los territorios navarros e incluso a la corona del sacro Imperio romanogermánico.

En definitiva, fue una batalla lo que motivó la conquista de Valencia, pero no la de Muret, sino la de las Navas de Tolosa, y puesto que existe una laguna importante en lo referente a la relación entre las expansiones ultrapirenaica y peninsular de Aragón, hagámosle un favor a la historia y veamos lo que aconteció en las regiones de Languedoc y Valencia entre 1208 y 1238.

Languedoc, la región por la que se enfrentaron en la batalla de Muret Pedro II el Católico y Simón de Montfort, señor de Ile-de-France y vasallo del rey francés Felipe II, estaba constituido por un conjunto de señoríos y feudos del monarca aragonés desde tiempos de Alfonso II y no pertenecía a Francia (o al Reino de los francos) desde la dinastía carolingia. Para poder corroborar estos hechos, debemos hacer una serie de comentarios acerca de las dinastías que precedieron a los reyes franceses y sobre la herencia de Pedro II.

 

PRIMERA PARTE

EL IMPERIO FRANCO Y LOS ORÍGENES DE CATALUÑA Y ARAGÓN

 

MEROVINGIOS Y CAROLINGIOS

En el año 481, el nieto de Meroveo, Clodoveo I, fue coronado rey de los francos. Durante la permanencia en el trono de este monarca, el reino se mantuvo unificado y abarcó la actual Francia y parte de lo que hoy es Alemania. Asimismo, Clodoveo se convirtió al cristianismo, hecho que le valió el apoyo del clero y de la nobleza galo-romana y que, además, supuso el inicio de las buenas relaciones de los reyes francos y de sus descendientes con la Santa Sede a lo largo de la Edad Media. Finalmente, el próspero reino unificado de los merovingios acabó desmembrado, como consecuencia de la costumbre franca de repartir la herencia.

Los francos se caracterizaban fundamentalmente por ser un pueblo guerrero, por lo que su ejército ansiaba nuevas conquistas para obtener cuantiosos botines. El mantenimiento de las tropas necesarias para poder llevar a cabo las innumerables campañas militares francas suponía un alto coste para las arcas reales; un gasto elevado al que debemos sumar el alto precio que significaba también contar con el respaldo de la nobleza cristiana. Todo ello condujo al enriquecimiento de algunas familias importantes. Estos prósperos linajes constituyeron el origen de los mayordomos reales. La lucha entre las familias más poderosas concluyó cuando el nieto de Pipino el Viejo, Pipino de Heristal, heredó de su abuelo el título de mayordomo real de Austrasia hacia el año 680, uno de los estados que resultó al quedar dividido el Reino franco. Pipino se impuso sobre sus rivales hacia el 687 y logró de nuevo la unificación.

Escenificación del bautismo de ClodoveoEl rey Clodoveo marcó el inicio de las buenas relaciones de los francos con la Iglesia al convertirse al cristianismo. Este importantísimo apoyo le permitió mantener unificado por primera vez al Reino Franco.

Pipino de Heristal mantuvo a los monarcas de la dinastía merovingia en el poder como simples figuras decorativas, y este fue el origen de la saga de mayordomos y reyes más importantes de los francos. A Pipino de Heristal le sucedieron su hijo Carlos Martel y su nieto Pipino el Breve. Este último destronó con el apoyo del papado al último rey merovingio en el año 751, de modo que se convirtió en el primer monarca de la dinastía carolingia.

¿A qué se debía la ayuda que recibían los carolingios de la Santa Sede? En el 751, los lombardos acabaron por expulsar a los bizantinos de Italia con la toma de Rávena, y con esto la Santa Sede se libraba por fin del yugo del Imperio romano de Oriente. Sin embargo, la Ciudad Eterna seguía sin ser libre; únicamente había cambiado de dueño y ahora pasaba a manos de los bárbaros lombardos. El mayordomo real Pipino tenía poder suficiente para librar a Roma de los invasores, pero este no era rey y necesitaba el consentimiento de la Iglesia para destronar al último merovingio. Finalmente esto sucedió, y al poco Pipino era coronado rey de los francos e iniciaba sus campañas contra los lombardos. En dos empresas bélicas el monarca franco derrotó a los invasores y en 756 entregó el territorio del antiguo exarcado bizantino de Rávena al papado.

Por su parte, Carlomagno no solo heredó de su padre, Pipino, un Reino franco unificado, sino que conquistó Lombardía, el norte de Hispania y creó la Marca Hispánica y el Reino ávaro, que se extendía por tierras de las actuales Alemania, Austria y Hungría.

Cuando en el año 780 accedió al trono bizantino Constantino VI con tan solo 10 años, su madre, Irene, se hizo con la regencia del imperio. Con el tiempo, Constantino alcanzó la edad adulta, pero su madre tenía bien agarradas las riendas del poder y no las quería soltar, hasta tal punto que encarceló y ordenó cegar a su hijo. Una vez Irene consiguió el apoyo necesario, se coronó emperador y esquivó casarse nuevamente para así evitar que su esposo se apropiara de su cetro. Debido a las ideas machistas de la época, no se reconocía la autoridad de gobierno de las mujeres, por lo que fuera del ámbito de Constantinopla se consideraba que el título imperial se encontraba vacante. El papa León III no dudó en nombrar a un nuevo emperador romano, de modo que el día de Navidad del año 800 Carlomagno fue coronado en la Ciudad Eterna. En consecuencia, dos emperadores se repartían el mundo conocido a comienzos del siglo ix: Irene en el Imperio romano de Oriente y Carlomagno en Occidente.

Para Asimov (2000), Carlomagno nunca vio con buenos ojos su entronización. El rey franco entendía que el legítimo emperador romano se sentaba en el trono de Constantinopla y, además, en esta ocasión se trataba de una mujer. El papa no tenía ningún derecho a coronar a un emperador, ya que esta facultad pertenecía en todo caso al patriarca de Constantinopla. La principal diferencia entre el Imperio bizantino y el de Occidente bárbaro estribaba en las relaciones de la Iglesia con el Estado. En Oriente, la Iglesia estaba sometida al Estado y el emperador disfrutaba incluso de potestad para deponer al patriarca; por el contrario, en Occidente eran los estados los que estaban sometidos a la Iglesia. Los papas excomulgaron y coronaron reyes a voluntad e incluso depusieron a los monarcas que no les satisfacían. Por lo tanto, ocurría algo similar a lo que pasa hoy en día en un régimen islámico, donde estado y religión llegan incluso a confundirse. Quizá fue por esto por lo que en Occidente se desarrolló una oscura Edad Media, mientras que Bizancio vivió mil años iluminado por la época clásica.

Coronación de Carlomagno Carlomagno recibió de manos del papa León III el título de emperador romano en el año 800.

Al final de su reinado, Carlomagno dejó el imperio en herencia a su único hijo superviviente, Luis I, pero a la muerte de este quedó dividido entre sus tres vástagos, Lotario, Luis el Germánico y Carlos el Calvo, según la costumbre de los francos, y nunca más volvió a reunificarse.

Podría decirse pues que la región de Languedoc, situada en el sudeste de la actual Francia, formó parte de un reino unificado de los francos en varias ocasiones, pero tras la dinastía carolingia no volvió a encontrarse en la órbita francesa hasta el siglo XIII, cuando los ejércitos cruzados al mando de Simón de Montfort dieron comienzo a un largo proceso de anexión.

PEDRO II DE ARAGÓN, SEÁOR DE LANGUEDOC

Cuando en 1209 falleció su hermano Alfonso, Pedro II heredó los condados de Provenza, Gavaldán y Millau, aunque la relación de Aragón y los condados catalanes con el Midi venía de más lejos.

Tras la dinastía carolingia y con la aparición del sistema feudal, el Reino franco quedó dividido en innumerables señoríos. Los condes de Barcelona iniciaron en el siglo XI una política de alianzas matrimoniales con las familias nobiliarias de los numerosos señoríos independientes de Occitania, con el objetivo de asegurarse sus derechos sucesorios. Estos derechos se irán afianzando con el paso de los años y concluirán con el matrimonio de Pedro II con María, heredera de Montpellier, en 1204.

A pesar de todo, la relación de la Corona de Aragón con el sudeste francés no acaba con la incorporación de señoríos, sino que, además, existían también unas complejas relaciones de vasallaje con muchos condados y vizcondados de esta región. De este modo, cuando Alfonso II de Aragón se anexionó el condado de Provenza por derecho sucesorio, esto se vio acompañado, además, por el juramento de fidelidad y vasallaje que le prestaron numerosos señores de Languedoc, como María, condesa de Bearn (1170); Céntulo V, vizconde de Bigorra (1175); el vizconde de Narbone, y los señores Bernardo Ato de Nimes y Rogelio V de Béziers (1178).

En definitiva, podría decirse que en tiempos de la Cruzada Albigense los señoríos de Languedoc o bien pertenecían a la Corona de Aragón, casos de Provenza, Gavaldán, Millau, Carladés y Montpellier, o bien tenían estrechas relaciones de vasallaje con el monarca aragonés, como Bearn, Bigorra, Cominges, Foix, Carcassonne, Nimes y Toulouse. Como hemos podido ver, la Corona de Aragón mantenía lazos de unión muy profundos con Occitania, y no solamente con Montpellier como podría creerse. Ante la invasión de esta región por parte de un ejército extranjero, el rey de Aragón debía actuar bien como soberano bien como señor feudal, puesto que las relaciones de vasallaje, según la costumbre de la época, llevaban aparejada la prestación de ayuda militar en el caso de una agresión exterior. Y como podremos observar a continuación, esto fue precisamente lo que ocurrió.

Pero ¿cómo es posible que la Corona de Aragón lograra incorporar estos vastos territorios sin tener que recurrir a las armas, sino simplemente a través de alianzas? Esto lo podremos llegar a entender si hacemos una revisión a los orígenes de la Corona.

EL CONDADO Y EL REINO DE ARAGÓN

En un principio, los dos núcleos más importantes de la Corona, es decir, Cataluña y Aragón, fueron un conjunto de condados fundados por los francos durante el reinado de Carlomagno. Estos condados, junto con otros territorios pirenaicos, formaban parte de la denominada Marca Hispánica, que se extendía a lo largo de los Pirineos. Esta estaba integrada por diferentes condados, gobernados cada uno de ellos por un conde, y era defendida por tropas que se hallaban bajo las órdenes de un marqués. Las marcas eran una serie de provincias fronterizas que durante el reinado de Carlomagno se fueron creando para defender los límites del imperio. La Marca Hispánica era una de las más importantes de estas regiones extremas, ya que constituía la frontera que defendía el imperio de los constantes envites musulmanes.

Los territorios que acabarían convirtiéndose en el Reino de Aragón fueron en su origen los condados francos de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza. No se conoce a ciencia cierta quiénes fueron los primeros condes de estos territorios; lo único que podemos afirmar es que hacia el año 800 un tal Aureolo, visigodo para algunos y franco para otros, era el titular del condado de Sobrarbe, sometido a la autoridad de los reyes francos. Tres años después murió el conde Aureolo y Amrus ibn Yusuf de Huesca ocupó el condado sobrarbés. Aznar Galíndez I, otro conde nombrado por el rey franco, recuperó hacia el año 814 Sobrarbe. Estos hechos ponen de manifiesto la gran importancia que suponía tener el control de la región pirenaica para la integridad del Imperio franco.

Estatua de Ramiro I de Aragón Hijo del rey de Pamplona Sancho III El Mayor, hacia 1044 fundó el Reino de Aragón al fusionar los condados de Ribagorza, Sobrarbe y Aragón.

Estatua de Alfonso I El Batallador Rey de Aragón y de Navarra, al morir sin herederos cedió todas sus posesiones a las órdenes militares del Temple y el Hospital. Su testamento finalmente supuso la escisión definitiva de los reinos de Navarra y Aragón.

Con el sucesivo desmembramiento del Imperio carolingio, los condados aragoneses fueron independizándose de los francos, a la vez que iban aproximándose poco a poco a la dinastía navarra. Los condados aragoneses consiguieron finalmente su independencia, en esta ocasión de los monarcas navarros, a la muerte del rey de Pamplona Sancho III el Mayor (1035), que repartió su herencia entre sus hijos. A su primogénito García Sánchez III le legó Pamplona y dejó el condado de Aragón a Ramiro I y los condados de Ribagorza y Sobrarbe a Gonzalo. Estos tres últimos territorios constituyeron el Reino de Aragón cuando Ramiro I se anexionó Ribagorza y Sobrarbe a la muerte de su hermano (1044). No obstante, los destinos de Aragón y de Navarra volvieron a unirse cuando el hijo de Ramiro I, Sancho I Ramírez de Aragón, aprovechando la bacante en el trono pamplonés, fue coronado rey. En esta ocasión, Sancho Ramírez ostentaba los títulos de rey de Aragón y de Navarra.

La nueva dinastía aragonesa destacó por la lucha que mantuvo contra los musulmanes, especialmente Alfonso I el Batallador (1104-1134), rey de Aragón y de Navarra. Este monarca fue un bravo militar y un enfervorecido defensor de la fe, unas características que se pueden constatar si se tienen en cuenta los objetivos que perseguía en sus empresas. Alfonso I dirigió sus campañas militares con el fin de hacerse con Zaragoza y Lérida, puntos estratégicos para, a más largo plazo, llegar a Tortosa y Valencia, desde donde podría embarcar sus tropas hacia Jerusalén e iniciar una cruzada en Tierra Santa. Alfonso I no consiguió todos sus objetivos, pero durante su reinado Aragón duplicó su extensión territorial. A su muerte, nombró herederos de sus reinos a las órdenes militares de San Juan, el Temple y el Santo Sepulcro. Sin embargo, la reacción de la nobleza navarra y aragonesa no se hizo esperar. Navarra aprovechó el desconcierto para recobrar su independencia y nombró rey a García Ramírez, mientras que la nobleza aragonesa hizo lo propio con Ramiro II, el hermano monje de Alfonso.

Ramiro II el Monje inició pronto su política para afianzar el reino. Para ello intentó concertar el matrimonio de su hija Petronila con un hijo del rey castellano Alfonso VII, pero finalmente decidió casarla con el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV.

LOS CONDADOS CATALANES

Los orígenes de Cataluña se remontan a la época de Carlomagno, cuando los francos conquistaron varios territorios musulmanes y establecieron en ellos una serie de condados hacia el siglo IX. Dentro de este contexto destaca la conquista de Barcelona en el año 801 por Luis I, hijo de Carlomagno, y el nombramiento del noble franco Bera como conde de la ciudad.

En el año 844 fue designado por primera vez un conde oriundo, Sunifredo. Su hijo Wifredo el Velloso (878-897) recibió el condado de Barcelona junto con los de Gerona y Osona. Fue el último conde designado por nombramiento real e inició la dinastía que regiría los condados catalanes de manera ininterrumpida y por transmisión hereditaria.

Con el sucesivo desmembramiento del Imperio carolingio, los condados catalanes, como ya hemos visto con los correspondientes aragoneses, se independizaron progresivamente de los francos. Tras la muerte de Carlomagno (siglo IX), el imperio fue decayendo y los numerosos territorios que lo integraban fueron adquiriendo cada vez más autonomía, hasta tal punto que, ya casi en el siglo en el que se enmarca la Cruzada Albigense (siglo XIII), las tierras que protagonizan esta historia, es decir, los territorios aragoneses, catalanes y occitanos, eran señoríos independientes, a pesar de que los reyes franceses nunca dejaran de renunciar a ellos por considerarse sucesores de los carolingios.

La independencia de Cataluña no se alcanzó hasta el año 987 con el conde Borrell II; sin embargo, su sanción jurídica aguardó otros dos siglos y medio, hasta la firma del Tratado de Corbeil (1258), momento a partir del cual los reyes de Francia renunciaron a sus derechos sobre los condados de la Marca Hispánica como herederos de Carlomagno.

Con la conquista de la Cuenca de Barberá y el Campo de Tarragona (siglo XI), así como con la reunión de los condados de Urgel (948), Besalú (1111), Cerdaña (1117) y Perelada (1131), Barcelona consolidó su hegemonía en Cataluña.

CREACIÓN DE LA CORONA DE ARAGÓN

El nacimiento de la Corona de Aragón se produjo cuando Ramiro II el Monje prometió su hija con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV (1137). A partir de ese momento, Ramón Berenguer se convirtió en príncipe de Aragón, por lo que actuó indistintamente como dueño y señor de ambos territorios, y su heredero; Alfonso II (1162-1196) fue rey de Aragón y de Cataluña, de modo que a partir de ese instante los destinos de ambos estados permanecieron unidos.

A pesar de esta unión, la Corona de Aragón debe entenderse como un conjunto de estados que estuvieron bajo la jurisdicción de un mismo rey, pero donde cada uno de ellos conservó sus propios gobiernos, leyes, instituciones, moneda, etc. Cada nuevo estado que se incorporaba a la Corona recibía sus propios fueros y mantenía su autonomía.

Aunque el soberano de esta federación utilizara preferentemente la denominación de rey de Aragón, esto no significaba la preeminencia o hegemonía de este reino sobre los demás estados integrantes. Frecuentemente, esta hegemonía recaía sobre otros estados miembros, y un claro ejemplo de ello es la preeminencia económica catalana durante el siglo XIV y la valenciana a lo largo del siglo XV. A pesar de todo esto, considero que la denominación de rey de Aragón es correcta, puesto que hasta la incorporación de Mallorca y Valencia el único reino que formaba parte de la Corona era Aragón, y el resto de estados integrantes conformaban condados, ducados, marquesados y demás señoríos. Un claro ejemplo de que la expresión rey de Aragón que empleamos es correcta lo tenemos en los únicos autores que podemos considerar imparciales, es decir, los extranjeros. Brenon (Francia), Labal (Francia), Runciman (Inglaterra), Zaborov (Rusia), entre otros, siempre utilizan los términos rey de Aragón.

Ramon Berenguer IV recibiendo homenaje (Liber Feodorum Maior)El conde de Barcelona adquirió el título de Príncipe de Aragón por su matrimonio con la reina Petronila I en 1150. Le sucedió su hijo Alfonso I El Casto, primer rey de Aragón y Cataluña.

Cuadro de Alfonso II El Casto Hijo del conde Ramon Berenguer IV y la reina Petronila I, fue el primer rey de Aragón y Cataluña e iniciaba la línea ininterrumpida de monarcas de la Casa de Barcelona hasta la muerte de Martín I El Humano en 1410.

Del mismo modo, opino también que el origen de la polémica senyera es asimismo aragonés, puesto que cuando se produjo la unión entre Aragón y Cataluña, es lógico pensar que se adoptara la bandera del reino como emblema de la nueva confederación, además de que lo más probable es que en esos momentos la bandera de Cataluña fuera la del condado dominante, es decir, la cruz de San Jordi de la enseña de Barcelona. Puede que esta afirmación sea calificada desde ciertos sectores de herética, pero, muy a su pesar, la historia de que la senyera la pintó el rey franco Carlos el Calvo sobre el escudo del conde de Barcelona Wifredo el Velloso con la sangre que manaba de la herida de este es imposible que sea cierta, puesto que sus mandatos no coincidieron en el tiempo. Carlos el Calvo murió en el año 877 y Wifredo no recibió el condado de Barcelona hasta un año después, con lo que la historia se convierte en una simple leyenda sin fundamento alguno. El auténtico origen de la senyera,