Brujas del Sur. Saga completa - Anne Aband - E-Book

Brujas del Sur. Saga completa E-Book

Anne Aband

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Beschreibung

Cuando la magia y el amor se entrelazan, el destino de una familia de brujas está sellado para siempre. En Brujas del Sur, la aclamada saga de fantasía romántica de la autora bestseller Anne Aband, los lazos familiares y el poder ancestral se ponen a prueba en un mundo lleno de brujas, ángeles y seres sobrenaturales. Desde el encuentro fatídico de Marina y Ángel, que marca el inicio de una conexión poderosa, hasta la lucha desesperada por rescatar a Amy de las garras de Eterna, cada libro te sumergirá en una trama de amor, valentía y magia que desafía el tiempo y el espacio. A lo largo de esta serie, acompañarás a Carmen, la hermana pelirroja de espíritu indomable; Amanda, cuya búsqueda de identidad la lleva a un peligro inesperado en Roma; Lucas, que enfrenta desafíos personales y un amor imposible en una academia de magia en Londres; Sara, cuya competitividad la empuja a redescubrir el amor y la pasión; y You, dispuesta a cruzar cualquier límite para salvar a su hermana en medio de una zona de guerra. Finalmente, el épico cierre decidirá el futuro de esta familia, cuando Esther y sus aliados enfrenten la última batalla para proteger su legado. ¿Lograrán nuestros héroes superar los desafíos y preservar el legado de su linaje mágico? Sumérgete en esta saga inolvidable donde el romance, la magia y las batallas épicas te mantendrán al borde de tu asiento. Vive junto a estos personajes inolvidables el desenlace de su historia y descubre por qué Brujas del Sur ha cautivado a miles de lectores. No te pierdas esta aventura mágica que te atrapará desde la primera página hasta el último epílogo. ¡Prepárate para un viaje que te robará el corazón!

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Seitenzahl: 1053

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Brujas del sur

Libro 1

Anne Aband

© Anne Aband (Yolanda Pallás), [2023]

© Recopilación de la saga completa [2024]

Corrección: Eva Pallás

ISBN: 978-84-129167-1-3

Safe creative: 2306204636204

Impresión independiente

Todos los derechos reservados. Te pido por favor que descargues de forma legal este libro. Es un gran esfuerzo de mucho tiempo y seguro que el karma te lo recompensa. Gracias.

Somos fuertes, somos brujas

En una tierra de encantos y misterios profundos,

donde el viento danza y susurra secretos al sol,

una antigua leyenda se despierta en el horizonte,

donde cinco brujas unirán su destino en un solo rol.

De la misma sangre y poder elemental,

se alzan las hechiceras del mismo linaje

la primera de agua, la segunda de fuego,

la tercera hallará sus poderes en el aire,

la cuarta los tomará de la tierra.

Pero una quinta bruja se alzará en el horizonte,

guiada por un destino entrelazado con las estrellas,

su poder aún dormido despertará en el momento oportuno,

y juntas serán imparables, victoriosas y bellas.

El destino las llama, su poder se revela,

juntas enfrentan la oscuridad sin temor,

y en su unión, la victoria es su bandera,

las cinco brujas de leyenda imparables con honor.

BRUJAS DEL SUR 1

Como el agua fluye, sé adaptable en tus caminos

Capítulo 1. El comienzo

La niña pelirroja canturreaba, sentada en el columpio. Cada vez se impulsaba más y más, mientras, su cabello rizado volaba, tapándole la cara y haciéndola reír. Su hermana melliza la miraba asustada desde un lado. Ella nunca se atrevería a subir tan alto, o a trepar por los árboles. En realidad, hacía pocas cosas. Con siete años, ya tenía claro que le encantaban los libros que su abuela ponía a su alcance. Y pasar el rato con su madre leyéndoselos, era su mayor afición.

—¡Estela! Mira, voy a volar —gritó la pelirroja.

Ella se retorció su cabello rubio, nerviosa. Si se caía, su abuela les iba a castigar.

—¡Baja ya, Carmen! —gritó, pero su hermana no le hizo ni caso.

Marina, dos años mayor, salió corriendo de la casa y miró enfadada a su hermana. Se lanzó por el columpio y lo paró con tal brusquedad, que Carmen salió disparada hacia el rosal junto a la valla. Estela la miró horrorizada, alzó las manos y paró el golpe con una burbuja de aire. Carmen se bajó de ella y la miró, emocionada.

—¡Vamos a repetirlo!

—Niñas, ¿qué hacéis? —dijo la abuela desde la cocina. Las mellizas se miraron y entraron en la casa corriendo.

Marina echó un vistazo de nuevo al columpio, que no había parado todavía. Se movía solo y se estremeció. Siempre pensó que su hermanita seguía presente, aunque ninguna la había visto. Ella iba a ser la cuarta hija, pero todo se estropeó, por culpa de su padre.

Apretó los puños y cerró la puerta. Algún día lo pagaría.

El columpio siguió moviéndose hasta que finalmente paró. Una risa infantil se escuchó, pero nadie fue consciente.

***

—Me ha parecido que estabas columpiándote demasiado fuerte, Carmen —dice la abuela mirándola por encima de las gafas.

—Solo un poco —contesta Estela defendiendo a su melliza que comía a dos carrillos unas croquetas recién hechas.

—Marina, sube la comida a tu madre, hoy voy con retraso.

—¿No fue bien la reunión? —contesto preocupada.

—Sí, sí, tranquila, todo bien —pero puedo ver que el rostro de la abuela parece más cansado de lo normal. Cuidar de sus tres nietas y de su hija enferma no es fácil.

Pongo en la bandeja un cuenco de sopa y pescado guisado, más un vaso de agua y la tisana que le damos todos los días, para mantenerla lo mejor posible.

Subo cargada, sin protestar. Desde que cumplí los ocho, ayudo a mi abuela a llevar la casa, siento que es mi responsabilidad.

Entro en la habitación de mi madre. Ella está como siempre, echada, con los ojos abiertos, mirando al techo. De vez en cuando pestañea, pero hace tiempo que dejó de hablar y de moverse. Mi abuela dice que tiene una enfermedad del corazón, que se le ha roto. Ojalá ella pudiera curarla.

Incorporo a la menuda y delgada mujer de cabellos rojizos y prematuras canas en la que se ha convertido y pongo la mesita para la comida sobre sus piernas. Aplasto un poco la comida porque ella mastica poco. Mi madre abre la boca por instinto reflejo, pero sigue mirando al frente, sin apenas pestañear.

Ella es muy guapa, Carmen se parece mucho, aunque todas hemos heredado sus ojos verdeazulados, con diferentes matices, que ahora miran apagados. Su nariz es recta y tiene los pómulos marcados, quizá demasiado, por su delgadez. Como no sale al sol está pálida y sus pecas resaltan más sobre su piel. Yo tengo el cabello oscuro y lo odio, porque me recuerda al de mi padre. En cuanto pueda me lo teñiré.

Me distraigo un momento y la infusión se me cae en la bandeja. La limpio rápidamente antes de que gotee a la cama. Creo que hoy no se tomará la tisana, porque con lo liada que está mi abuela, no puedo pedirle que prepare otra.

Termino de dar de comer a mi madre, la recuesto y recojo todo. Estela se asoma a la puerta.

—¿Puedo leerle a mamá? Tengo un cuento nuevo que trajo la abuela de la biblioteca.

—Claro, pasa. Yo también quiero escucharlo.

Estela se acerca, le da un beso en el rostro y se sienta junto a ella. Carmen entra en la habitación, se sube de un salto a la cama y se echa, apoyando su cabeza en el costado de mamá.

Yo me acomodo en los pies de la cama, mientras Estela, con su suave voz, comienza a leer el cuento de ricitos de oro y los tres osos. Aunque es pequeña, pronuncia muy bien cada palabra y no pone mala cara, a pesar de que Carmen la interrumpe con comentarios sobre las niñas que se meten en casas ajenas sin espadas. Sonrío disfrutando de este pequeño momento. Este mundo dista mucho de ser perfecto, porque mamá está así. Quizá algún día, cuando le esté dando de comer, ella me mirará con amor y nos abrazará. Así, todo será como antes.

La abuela se asoma y al ver que estamos entretenidas la oigo bajar al sótano. Nuestra casita está cerca del mar, en un pueblo de la costa mediterránea. Aquí nació mi abuela y luego mi madre. Cuando se casó, la arregló, pero hay zonas donde no solemos ir, como el sótano.

***

Resopló al bajar las estrechas escaleras. Se estaba haciendo mayor demasiado pronto y sus nietas... eran tan pequeñas. Si todo hubiera sido distinto con su hija pequeña, Berenice, tal vez sería más fácil, pero ella se marchó de su lado y vivía en la capital. Sí, se había casado y tenía una hija de seis años, Gala, pero nunca dijo que tuviera ningún tipo de don. Puede que lo estuviera escondiendo, no lo sabía, porque apenas hablaban.

Rebuscó entre las hierbas ordenadas alfabéticamente para preparar más tisana para su hija. Encontró lo necesario y preparó el majado de varios ingredientes, luego lo metió en el frasco que había bajado al sótano.

Suspiró pensando en la vida complicada que les esperaba a sus pequeñas, y luego miró al grimorio que aparecía abierto, mostrando la la profecía que había escrito su tatarabuela. No era demasiado artística, pero era clara. Quizá sus nietas no fueran las elegidas. Rezaba por ello cada día a cualquier dios que la escuchase. Y puede que le doliera perder una pequeña nieta no nacida o que su hija estuviera casi en coma, pero si eso significaba mantenerlas a salvo, lo daba por bueno.

Subió a la cocina y guardó el frasco de las hierbas. Escuchó. La suave voz de Estela todavía estaba leyendo. Preparó la comida para sus nietas y abrió la puerta de la cocina, para respirar y relajarse. Tenía casi sesenta y ocho y aunque no se consideraba muy mayor, se sentía cansada.

Un suave viento movió las hojas de la parra que tenía en el huerto. Se estremeció. Era viento cálido, viento del sur, y le recordaba que no las podría esconder para siempre.

La tierra sostiene, recuerda tus raíces y crece con firmeza.

Capítulo 2. Varios años más tarde

Aseo a mi madre, como todas las mañanas desde que cumplí los quince. Ahora que mis hermanas han cumplido los diecisiete, nos vamos turnando. Ellas están muy ilusionadas con sus próximos proyectos y estudios, algo que yo no voy a poder hacer.

Mientras recojo la esponja, veo por la ventana a mi abuela, que está cortando algunas hierbas aromáticas del huerto que tenemos en el jardín trasero. Se para para descansar y secarse el sudor de la frente. Cada vez está más mayor y le cuesta mucho subir las escaleras.

Siento que la vida que he tenido durante estos años no es la mía. Sí que acabé mis estudios obligatorios en el colegio y con buenas notas. Siempre he estado cuidando a mi madre, a mis hermanas, ayudándoles a hacer los deberes, procurando que fueran felices. Y eso que solo tenía dos años y medio más que ellas.

Pero luego, tocó ponerse a trabajar o no hubiéramos llegado a fin de mes. Los gastos médicos y del colegio no fueron baratos. Con la pensión de mi abuela y una paga pequeña que le daban a mi madre, teníamos lo justo para el mes. Todo el dinero se fundía como hielo en el verano.

Así que cuando la señora Manuela, conocida de mi abuela, necesitó una chica para su tienda de adornos para los turistas en el puerto, me contrató. Ya llevo un año y medio trabajando. No es el trabajo que más me gusta, en realidad, ni sé lo que quiero. Pero al menos estoy cerca del mar, que tanto amo. Cuando salgo de trabajar, me permito caminar descalza por la playa, con los pies un poco dentro del agua. Es como si las olas acariciasen mi piel.

Porque era lo único que podía hacer. Cuando éramos pequeñas, las tres tuvimos un pequeño juego con los elementos. Una vez, Carmen casi incendia la casa y más de alguna otra, Estela, tuvo que salvar de caídas a su melliza con una corriente de aire que le hizo de colchón. En cuanto a mí, disfrutaba mucho moviendo el agua a mi parecer, cosa que, en este momento era imposible.

—Supongo que al no utilizarlos, los dones se van —les decía a mis hermanas, que también se habían frustrado por ello, aunque no recordábamos demasiado.

Bajo a la cocina y cojo una manzana de la cesta. Mi abuela me da mi infusión diaria. Sabe algo amarga, pero contiene todos los nutrientes necesarios, eso ya lo sé. La tomo de un trago y me voy, mordisqueando la fruta.

—¿A trabajar? —dice Carmen. Como si no lo supiera. Ella está ya de vacaciones y aunque su piel clara y pecosa es lo peor para el sol, se empeña en tomarlo.

—¿Has mirado las ofertas que te pasé? En el supermercado necesitan a alguien que reponga. Empezamos temporada turística y habrá oportunidades. Estela me ha dicho que empezará en la oficina de turismo. Tú podrías…

—Sí, sí, ya se. Yo podría. Necesitamos el dinero, bla, bla, bla. Pero es que no me apetece estar todo el día en un supermercado, Marina. Me gustaría encontrar un trabajo emocionante.

—Tienes diecisiete años, eres menor y nadie va a contratarte para ponerte en riesgo, por mucho que te guste.

—Seguiré buscando, te prometo que a finales de semana tendré algo, pero déjame elegir.

—Claro, claro. Y no tomes el sol demasiado o te quemarás.

Doy un beso en la coronilla de su cabello rojizo y le pongo el sombrero. Carmen es una muchacha preciosa, espectacular, con ojos verdeazulados, cambiantes según su humor, y una gran sonrisa que es capaz de conquistar a cualquiera. Estela, su melliza, con su aspecto delicado, inspira ternura y sensibilidad. La primera quiere ser policía o bombero. La segunda está deseando entrar en Bellas Artes.

A mí me hubiera gustado quizá estudiar veterinaria o biología marina y no se me habría dado mal. Supongo. Suspiro y cierro la cerca de la pequeña casa. Se cae a pedazos, pero no me da tiempo de ponerme a pintar. Son tantas las cosas pendientes que a veces siento que el mundo se me cae encima. El jardín está mal cuidado, hay goteras en la buhardilla y el sótano, ese al que la abuela apenas baja ya, huele a humedad.

Desde que su artrosis se acrecentó, soy yo la que preparo las tisanas para mi madre y para nosotras mismas. No entiendo por qué debemos tomarlas, pero la abuela me dijo que teníamos una especie de falta de vitaminas y de otros nutrientes esenciales, algo genético, y que la infusión nos ayudaría. Y, desde luego, estamos muy sanas. En cuanto a mi madre… ahí sigue.

Ningún médico le ha encontrado nada, aunque no pudimos pagar una resonancia privada para ver si tenía algo en el cerebro. Y como sigue bien de salud en apariencia, nadie se molestó en pedirla.

Llego al puerto antes de las diez. Los barcos hace horas que se han marchado para faenar y los turistas más madrugadores pasean por el limpio pavimento. En ese pequeño pueblo de la costa, el alcalde se toma muy en serio la higiene. Abro la tienda de la señora Manuela con su llave y comienzo a preparar el escaparate. Ese día toca cambiarlo, algo que me encanta. Vendemos de todo tipo de recuerdos turísticos, camisetas, tazas, llaveros, incluso redes de pesca. A veces creo que son algo anticuados, aunque tienen ese toque pasado de moda que a muchos les gusta. Estela ha hecho algunos diseños para camisetas y los hemos impreso. Han tenido mucho éxito, así ella puede obtener un poco de dinero que ahorra para comprarse materiales de dibujo.

Limpio el escaparate y preparo un gracioso buzo de cerámica de un artista local, rodeado de corales de escayola y peces de colores. Después, abro el móvil y miro los mensajes. Estela me ha enviado su último dibujo con un tema algo raro. Hay una fuerte tormenta oscura que se cierne sobre la ciudad, con grandes olas. No sé qué significa, la verdad.

A las dos horas, Carmen me dice que ha encontrado trabajo y que va a estar de camarera en el nuevo restaurante del puerto, no muy lejos de allí. Lo acababan de abrir y no conozco a los dueños, así que puede que pase a echar un vistazo al salir de trabajar.

La puerta de la tienda se abre, y me asomo desde la trastienda, donde estoy desempaquetando un nuevo pedido de jarritas. Un hombre bastante alto y vestido con una camiseta y vaqueros algo caídos, mira el escaparate por dentro. Solo puedo ver sus anchas espaldas y su cabello rubio que lleva descuidado y no muy largo.

—Buenos días ¿puedo ayudarle en algo? —digo poniéndome detrás del mostrador.

Él se gira y no puedo evitar abrir la boca, volverla a cerrar… sin saber qué decir. Es guapísimo, de unos treinta, quizá menos, tostado por el sol y con una amplia sonrisa. Sus ojos son azules, contrastan por su claridad y su aspecto es… es perfecto.

—Buenos días, sí, me gustaría que me ayudaras. Me llamo Ángel y necesito algunas piezas para decorar mi local.

—Cla...claro —acierto a decir. Tengo que parpadear dos veces para conseguir desviar la mirada de sus ojos o de sus pectorales o de sus brazos marcados con perfectos bíceps…

—Mira, he pensado darle un aspecto marinero, y veo que tienes muchas cosas. Me gustaría elegir, si puedes ayudarme, esto… ¿cuál es tu nombre?

—Marina —digo temblando. Luego me clavo las uñas. Este hombre podría pensar que soy tonta o algo así como no espabilase, seguro.

—Precioso nombre. Mira, he visto esas redes, y los buzos me parecen muy graciosos. Querría veinte, uno para cada mesa. Tengo un restaurante, el nuevo, el de la esquina.

—Ah, sí, ya sé.

—También querría conchas, pequeños detalles y quizá si tienes alguna estrella de mar.

—No tenemos conchas o estrellas de mar vivas, o sea, son reproducciones en resina, porque estamos en contra de la pesca para decoración.

—Mejor, no me hacía gracia tener animales muertos fuera de la cocina —dice sonriendo. Yo también sonrío.

—Está bien, cogeré una caja.

Pasamos más de dos horas eligiendo adornos, mientras él me cuenta detalles de su negocio. De los que no hay suficientes, como los buzos, tomo nota para encargarlos. La cuenta sube bastante y me pongo nerviosa, porque la comisión de venta nos va a permitir arreglar la lavadora.

Él saca una tarjeta y paga todo, y casi se me escapa un suspiro de alivio.

—Me llevaré algunas cosas, pero el resto, ¿podrías acercármelo? La verdad es que tengo muchísimo trabajo. Este pueblo es precioso y seguro que se llenará de turistas.

—Sí, verás que tienes mucho éxito. Y, por supuesto, en cuanto reciba los buzos y lo demás, te lo llevaré yo misma.

—Estupendo. Y tal vez, no sé… quieras venir a cenar algún día.

—No sé, Ángel, me parece que mi presupuesto no me alcanza para tu restaurante.

—No, no, la primera vez te invito yo. Luego, si decides volver, ya puedes pagar.

—Gracias. Por cierto, creo que hoy has contratado a una chica pelirroja, Carmen.

—Ah, pues sí. He contratado a varios camareros, a ella sí, también.

—Es mi hermana, pequeña. Tiene diecisiete, bueno casi dieciocho, porque lo sepas.

—Entendido, Marina, no te preocupes, cuidaré de ella. Me ha parecido una chica muy resolutiva y extrovertida, creo que será buena en el puesto de relaciones públicas, pero si no quieres que la contrate…

—Oh, sí, sí, por supuesto. Ella es muy trabajadora y honrada. Y habla dos idiomas, además del nuestro.

—De acuerdo, pues si quieres venir a cenar mañana, estaré encantado de que estrenes mi cocina.

—Bueno, gracias —sonrío tímida—, y gracias por tu compra.

—Nos vemos —dice alegremente. Sale cargado con la caja y se va caminando hacia el restaurante.

Suspiro. ¿Es posible ser tan guapo y perfecto? No, algo malo debe tener. Cuando vuelvo detrás del mostrador, llamo al electricista para que vaya esa misma tarde a arreglar la lavadora. Mis hermanas se van a dar una gran alegría porque podrán dejar de lavar todo a mano.

Atiendo a varios clientes y después cierro la tienda para ir a comer. Con la mano encima de los ojos, miro hacia el restaurante, al fondo de la calle. Hay furgonetas descargando muebles que parecen de bastante calidad. No estoy muy segura de que lo que se ha llevado de la tienda le conjunte con eso. No es mi problema, de todas formas. Lo importante es que el tipo sea honrado y se comporte bien con mi hermana.

Paso por el supermercado para comprar algunas cosas y me permito el capricho de un tinte azul. Mi cabello apenas tiene ya el tono adecuado, porque nunca he querido tenerlo moreno, como mi padre. Compro también algunos dulces que tampoco suelo adquirir. De todas formas, espero que ahora que mis hermanas trabajan, puedan ahorrar un poco, al menos para pagarse los estudios. Carmen va a ir a una academia para preparar el acceso a la academia de policía o bomberos, y Estela, aunque está becada, necesitará material.

Estoy a punto de dejar el tinte, aunque entonces pienso que quizá vaya a cenar al restaurante. Nunca me permito hacer esas cosas: no voy a cenar con amigos, no voy a divertirme, no quiero gastar en mí. Por una vez, tal vez sí haga algo para mí. Seguramente me sienta extraña aceptando una cena con un hombre tan atractivo y, sin embargo, siento que es correcto. Suspiro y miro hacia el mar.

Una nube de tormenta se prepara en el horizonte y sé que caerá un pequeño chaparrón. Me apresuro a llegar a casa, y, cuando abro la puerta, me encuentro a Estela muy disgustada.

El viento susurra secretos, escucha atentamente la sabiduría del universo.

Capítulo 3. Visitas

Estela sale a recibirme bastante seria y entro preocupada.

—¿Está bien mamá? ¿Qué ocurre?

—No es mamá, es la abuela. La encontramos echada en el suelo. Ahora está en la cama. Ha venido el médico y la está examinando.

—¿Y por qué no me habéis avisado?

—Ha sido ahora, pensábamos que estarías al llegar —dice Carmen defendiendo a Estela—, deja que recoja la compra.

Me libera de las bolsas y entro a la habitación de la abuela, en la planta baja. El médico la está auscultando. Respira con bastante dificultad y está pálida.

El médico sale de la habitación y me lleva aparte.

—Mira, tu abuela debería estar ingresada. Necesita un chequeo. ¿Hace cuánto no se hace un análisis de sangre?

—No lo sé, ella nunca está enferma.

—Pues ahora sí. Su corazón late muy débil. Llamaré a una ambulancia para trasladarla al hospital, donde revisaremos a fondo su salud. Esto… ¿no teníais una tía? Quizá deberíais llamarla. Es mucha responsabilidad para ti, y tus hermanas son menores.

—Mi tía… hace mucho que no sé nada de ella, quizá la llame. Aunque yo puedo ocuparme de todo.

El médico me da un cariñoso abrazo. Nos ha visto nacer y crecer y todo por lo que hemos pasado.

La ambulancia se lleva a la abuela casi inconsciente y tengo que llamar a la dueña de la tienda para decirle que no podré ir esta tarde. Nos turnaremos para estar con ella. Carmen trabajará solo por las noches y Estela lo hace por las mañanas. Podremos hacerlo. En cuanto a la tía Berenice… tantos años sin saber de ella o preguntar si estábamos bien o si necesitábamos algo. No, no tengo ganas de contactar con ella.

Paso la tarde en el hospital. La abuela sigue inconsciente. Las pruebas han dado malos resultados. Insuficiencia cardiaca, infección. El médico no sabe decirme si podrá salir de este episodio.

Me siento junto a la cama, pensativa. Esa mañana el viento ha cambiado, como aquella vez, que apenas recuerdo.

***

Me parece que tenía nueve años, era verano y Carmen salió disparada del columpio. Gracias a Estela, no se dio un fuerte golpe contra la valla. Le conté a mi abuela emocionada lo que había hecho mi hermanita pequeña y ella se quedó bastante sorprendida, diría que asustada.

Me preguntó si habíamos tenido algún episodio más sobre ello y le conté las veces que habíamos podido jugar con los elementos. Para nosotras solo era eso, un juego. Mi abuela no le dio importancia. Me dijo que a veces, los niños pequeños manifiestan cierto tipo de habilidades que se pasaban con la edad, y así había sido. Ya no podíamos hacer esas cosas tan divertidas, algo que, por otra parte, era mejor. Sabía que mi abuela se consideraba una bruja o al menos, aficionada a la brujería. El sótano estaba lleno de frascos con diferentes hierbas. Yo solo había visto algunos, a pesar de que sospechábamos que había más, pues había un gran armario cerrado con llave. Carmen había intentado abrirlo, solo por curiosidad; jamás pudimos. Así que habíamos desistido.

Fue ese año cuando empezamos a tomar la tisana que nos preparaba la abuela, para evitar el déficit de minerales y de otras cosas que no sabía qué eran. Lo cierto es que funcionaba, porque nunca nos pusimos enfermas.

***

Estoy quedándome dormida en el sillón, cuando se abre la puerta. Una mujer rubia, de unos treinta y cinco o cuarenta años entra en la habitación, seguida de una joven de piel caramelo, cabellos cortos y rizados y mirada curiosa.

—Creo que se han confundido —digo levantándome.

—¿Marina? ¿Eres tú? —dice la mujer rubia entrando.

—Sí. ¿Quiénes sois?

—Soy tu tía Berenice, y ella es Gala, tu prima.

—¿Y qué haces aquí? ¿Quién te ha avisado?

—Vamos, Marina. He venido.

Se acerca a ver a su madre y acaricia su brazo. La abuela no se mueve. Ella frunce el ceño. Mi prima se sienta en una de las sillas y saca el móvil.

—Ya veo que habéis venido. Un poco tarde, supongo. Después de que hace quince años que mi madre cayó en coma, o que hemos estado sobreviviendo solo con la abuela, ahora que ella se encuentra débil, sí, has venido. Qué bonito.

—No tienes ni idea, Marina. No deberías hablarme así.

—Si no tengo ni idea, entonces explícame por qué jamás nos has llamado o has venido a vernos. ¿Por qué nunca has visitado a tu hermana mayor o a tu madre? No sé, veo difícil encontrar una explicación que me pueda convencer para seguir hablándote.

—Vamos fuera. Gala se quedará con la abuela.

Miro a mi prima, que recoge el móvil y se queda sentada, vigilando. Bueno, de todas formas, la abuela está monitorizada, no creo que le suceda nada justo en este momento. Porque sí, va a ser un momento, no le daré mucho más tiempo.

Berenice sale al pasillo y camina hacia la máquina del café. Saca dos y me ofrece uno. Me asombro porque sepa que me gusta solo y con doble de azúcar.

—Hay muchas cosas que tú no sabes y que se os han ocultado… yo siempre estuve en contra y esa es una de las razones por las que no podía volver. Ven, siéntate, por favor.

Tomamos asiento en un rincón, donde nadie puede escucharnos. Berenice suspira y toma un sorbo del café. Pone una mueca, pero sigue bebiendo.

—No sé ni por dónde empezar, Marina. Te lo digo de verdad y mira que me dedico a hablar. Soy locutora de radio profesional. Tengo un programa sobre salud natural, soy médico y me dedico a la medicina holística, ya sabes, cuerpo, mente, emociones, o espiritualidad.

—Vale. Yo trabajo en una tienda porque no nos llega para acabar el mes.

—Lo siento mucho. Si hubiera podido… de verdad que habría estado más presente en vuestras vidas, pero tu abuela se negó… a muchas cosas y luego pasó lo de tu hermanita y se estropeó.

—¿Puedes aclararme las cosas de una vez? —digo agotada.

—Está bien. La historia es larga, Gala nos avisará si la abuela cambia de estado —suspira—. Tu madre y yo crecimos en Londres, donde nacimos. Nuestra madre temía por el abuelo, que era bastante enfermizo y, a pesar de todo lo que intentó, el médico le dijo que un clima mediterráneo sería bueno para él. Así que nos mudamos aquí. Allegra, tu madre, y yo nos llevamos tres años y, aun así, éramos las mejores amigas. Tú sabes que somos brujas, ¿verdad?

—Bueno, brujas, brujas… si se le puede llamar a gustar hacer tisanas y cremas naturales o tener un huerto lleno de hierbas…

—O sea que finalmente lo hizo —dice Berenice tocándome la mano. Un calambre la atraviesa—. Lo siento tanto, Marina. Supongo que lo hizo por vuestro bien, o por lo que ella pensaba que era vuestro bien.

—Sigo sin comprenderte. Y tengo que volver dentro.

—Espera por favor. ¿No recuerdas de pequeñas tener algún tipo de «don»?

—Sí, aunque eso era solo porque éramos pequeñas, yo podía mover el agua, Carmen el fuego y Estela el aire, pero eso desapareció.

—No se pasó. En realidad… —Berenice baja la cabeza—, déjame contarte el resto de la historia y por favor, mantén tu mente abierta.

—Lo intentaré.

—Como te decía, tu madre y yo estábamos muy unidas. Ella podía manejar el fuego y yo la tierra, como Gala. Y sí, podíamos hacerlo.

Berenice observa a su alrededor, para cerciorarse de que no nos mira nadie, y mueve la mano. Un pequeño torbellino de polvo del suelo se levanta y lo deja caer en su mano, formando un montoncito de arena que luego deja resbalar al suelo. Estoy asombrada y sin palabras.

—Sé que todo esto te va a chocar, pero déjame continuar. Cuando tu madre conoció a tu padre, se enamoró. Se casaron a los seis meses, tan loca por él como estaba. Él tenía una pequeña casita en el pueblo. Se llamaba David, eso tú ya lo sabes. Naciste tú, luego las mellizas y mi madre se asustó. Ellos eran muy felices, pero en nuestra cultura, la de las brujas, hay una antigua historia. Una que va sobre cinco brujas que comparten sangre. Se decía que cuando nacieran las cinco elementales, habría una gran lucha de poderes y las brujas podrían perder sus dones, robados por un gran enemigo. O algo así.

—Cuentos de niños. De verdad, tía Berenice, no niego lo que he visto, o no sé si será algún tipo de truco, de todas formas, te aseguro que ni mis hermanas ni yo tenemos ningún poder especial de los elementos. Y, además, solo somos tres.

—Sí, tu abuela quería que tu madre abortase de tu cuarta hermana. Tenía miedo a que fuera el quinto elemento, ya que mi hija había nacido antes. Ya erais cuatro las nacidas en una misma familia. Si nacía la quinta… las ancianas del consejo ordenaron a tu madre que tu hermanita no naciera. Y algo pasó. No sé decirte si la maldijeron o quizá es que ella no debía nacer. Cuando estaba de siete meses tuvo que ir al hospital. La niña estaba ya formada, pero murió. Tu madre se volvió loca de dolor, y se quedó en un estado catatónico. Tu padre desapareció. Yo también me fui. Y puede que en ese momento me comportase mal, verla postrada en la cama me dolía tanto que quise apartarlo de mi vida.

—Y olvidarte de todo.

—Lo sé. Tienes todo el derecho del mundo a no hablarme, a odiarme incluso. Tuve miedo por mi hija, pensé que quizá, si me quedaba embarazada, las ancianas podrían dañar a mi futura hija. Por eso, le pedí a mi esposo que no tuviésemos más bebés. Él murió hace dos años. Y yo… no lo he tenido fácil, Marina. No es excusa, lo sé.

Me quedo callada durante un momento, pensando en todo lo que me ha dicho y sin saber si creerlo. Un pálpito en mi corazón me dice que hay alguna verdad en sus palabras, aunque no sé cómo encajarlo.

—Necesito pensar. La abuela nos ha cuidado todos estos años. No puedo creer que ella hiciera algo para que mi hermanita no naciera.

—Y seguramente no lo hizo, ella ama a su familia. A pesar de la posible amenaza, no haría nada que os dañara. Aunque sí haría lo posible para que no estuvieseis en peligro, como quitaros los dones.

—¿Qué quieres decir?

—¿Soléis tomar algún tipo de alimento, tisana, infusión cada día?

—Sí… pero, la abuela dice que es para mejorar nuestra salud.

—Ya. No lo es. Dejad de tomarlo una semana, no os hará daño y quizá os sorprendáis.

—No puedo creerte. Es mejor que te vayas. Solo has venido para insultar a la única persona que nos ha cuidado desde niñas.

Entro en la habitación y miro a mi prima. Berenice indica a su hija que se van.

—Vendremos mañana. Estamos en el hotel Costa. Si me necesitas o tienes alguna pregunta te dejo mi teléfono.

Berenice deja una tarjeta en la silla y salen en silencio. Miro a mi abuela, que todavía sigue inconsciente. ¿De verdad había hecho eso?

El fuego interno arde con pasión, deja que ilumine tu camino.

Capítulo 4. Extrañas

Vamos turnándonos para estar con la abuela, ya que no responde a los tratamientos para recuperar la consciencia, aunque está tranquila. Le han quitado el respirador y aparentemente es como si estuviera dormida. El médico me dice que no tiene idea de por qué no despierta, pero noto que está dándole vueltas a algo.

No llamo a mi tía Berenice. Quiero demostrarle que estaba equivocada y por ello, les cuento todo a Estela y Carmen. Después de dos días sin tomar las tisanas, nos encontramos extrañas.

—¿Le has preparado a mamá la tisana? —pregunta Estela mientras yo hago el desayuno. Carmen sigue con la abuela y llegará más tarde.

—He pensado en dejar de dársela también. Un día se me olvidó y no parecía estar mal. Tal vez… ¿y si afecta a mamá de alguna forma?

—¿Cómo crees que la abuela ha sido capaz de hacer algo así?

—No, no lo creo —suspiro, mientras termino la papilla de avena y fruta que le damos cada día a mamá desde que se empezó a atragantar con alimentos sólidos—, ¿no te sientes distinta?

—Sí… la verdad es que sí. Estoy como… más ligera. Seguro que no es nada.

—Anda, sube el desayuno a mamá que yo tengo que ir a trabajar.

—¿Vas a llamar a la tía? No sé, puede que me gustase conocerla.

—No. No quiero saber nada de ella. A veces me la cruzo en el hospital, pero no quiero que te encariñes, Estela, que yo os puedo cuidar, soy mayor de edad y no necesitamos a nadie.

—Está bien —dice ella bajando la mirada y tomando la bandeja de desayuno.

Suspiro desanimada. ¿Por qué la vida me lo ha puesto tan difícil? No es ni remotamente justo. Salgo de casa hacia la tienda, abro la persiana y estoy ordenando las cajas, cuando suena la puerta. Me giro y veo a Ángel, que me produce de nuevo un sonrojo que no puedo controlar. Se me cae una caja, que levanta algo de polvo y me entra la tos. Él se acerca a mí y me aparta de allí.

—¿Estás bien? ¿Te traigo agua?

Digo que sí con la cabeza, mientras continuó con esta inoportuna tos. Veo que Ángel mira a su alrededor y descubre la coqueta nevera verde de los años cincuenta. La abre, saca un botellín de agua que abre y me lo da. Un trago largo acaba de calmar mi garganta y refresca mi interior.

—Gracias —carraspeo—, tus buzos no han llegado todavía.

—No estoy aquí por ellos. Carmen me dijo lo de tu abuela y, como no te había visto venir hasta hoy, quería preguntarte cómo está y cómo estás tú.

—Tirando…

—Sé que nos conocemos muy poco, pero si alguna vez necesitas algo, me gustaría dejarte mi número de teléfono. Puedes llamarme a cualquier hora del día o de la noche. Dame el tuyo y te llamo.

Estoy sorprendida, aunque se lo doy. Me hace una llamada perdida y añade mi número a contactos.

—Gracias, Ángel, la verdad es que no tienes que hacer nada… nuestra vida es difícil.

—Algo me dijo Carmen. Ella tiene mucha energía, sin embargo a ratos la he visto triste. Siento también que tu madre esté así.

—Vaya, creo que mi hermana te ha contado muchas cosas —digo volviéndome para ponerme detrás del mostrador.

—Disculpa… soy yo el que le pregunté, cuando me interesa una persona, supongo que quiero saber más de ella.

Bajo los ojos y tomo cualquier caja, para dejarla sobre el mostrador.

—Disculpa, tengo mucho trabajo —digo tensa.

—Sí, perdona. —Él parece decepcionado—. No quería distraerte. Sé que no es el momento para invitarte a cenar, cuando esté tu abuela mejor, la oferta sigue en pie.

—De acuerdo, gracias.

Se acerca a mí y pasa el brazo por encima del mostrador. Estoy paralizada porque no sé qué va a hacer. Alcanza con su mano uno de mis mechones que se ha escapado de la coleta. Me lo pone detrás de la oreja y no sé si ha sido queriendo o no, su dedo se desliza por mi mandíbula. Abro la boca, con un pequeño jadeo y él me mira los labios. No sé cómo, pero estoy segura de que me besaría, que me desea, y me aparto bruscamente.

—Me voy. Creo que te incomodo demasiado.

Se gira y sale por la puerta. Comienzo a hiperventilar y consigo sentarme en una de las banquetas para tranquilizarme. ¿Cómo he sabido que él me quería besar? Tal vez porque me ha mirado los labios. Pero no… no ha sido así.

—Lo he leído en su mente, joder —digo levantándome de golpe.

El atrapasueños sonoro que tengo en la puerta vuelve a sonar y levanto el rostro, esperanzada porque él pueda haber vuelto. No, es una nueva cliente, una mujer de unos sesenta y muchos años vestida de forma algo estrafalaria, muy abrigada para el tiempo que hace.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?

—Hola, querida. ¿Eres la nieta de Victoria?

—Sí, señora. ¿Y usted es?

La mujer amplía su sonrisa de labios pintados, aunque sus ojos continúan impasibles.

—Soy Melinda Charmichael y he venido desde Londres porque tu abuela no contesta mis mensajes. He pensado que le ocurría algo. En casa no me ha contestado nadie. Y ella me dijo que una de sus nietas trabajaba aquí.

—Disculpe, señora Charmichael, ella está enferma, hospitalizada.

—Oh, lo siento tanto… y llámame Melinda, somos casi de la familia. ¿Puedo ir a verla?

—A la una iré al hospital. Si viene a esa hora, iremos juntas.

—Claro, por supuesto. Iré a refrescarme al hotel y acudo aquí mismo. Espero que se mejore pronto. Supongo que será algo del corazón, siempre lo tuvo muy débil.

—Sí, así ha sido, insuficiencia cardíaca, pero…

Me quedo callada. Mi abuela nunca había dicho que tenía problemas de corazón. Y esta mujer… tampoco me la había nombrado. ¿Es con quién hablaba por teléfono o se reunía?

—Cariño, no te preocupes, que, si hace falta, me encargaré de curarla. No sé si sabes que ella y yo… bueno, somos brujas. Mi especialidad es el agua. Creo que como tú.

—Yo no tengo ningún poder especial, señora. Si le parece, nos vemos a la una, cuando salga de trabajar.

—Te veo luego, querida.

La mujer se marcha, dejando un dulce y empalagoso olor. Niego con la cabeza, no, esto no está pasando. ¿Yo, una bruja? ¡Y esa señora! La verdad que sí tenía pintas raras.

Termino de ordenar la tienda y atiendo a varios turistas despistados que quieren llevarse un recuerdo del puerto. Mis hermanas me informan de todo y yo les mensajeo con la extraña visita.

¿Parecía una bruja? Yo quiero verla, dice Carmen

Es mejor que estemos atentas, contesta Estela.

Tranquilas, yo iré con ella al hospital. Tú no te muevas hasta que llegue yo y no dejes pasar a nadie.

La tía ha venido a ver a la abuela, dice Carmen

¿Y qué ha hecho?

Solo puso la mano sobre su frente. Estuve hablando con Gala, tiene unos meses más que nosotras, parece simpática, contesta Carmen

Mejor no te hagas amiguita, ellas se irán, contesto. Luego te veo. Ah, por cierto, no le cuentes toda nuestra vida a tu jefe, ha venido.

Yo creo que le gustas, está muy interesado por ti, dice Carmen poniendo un emoticono de guiño.

Carmen, déjalo. Hasta luego.

Dejo el móvil enfadada. Miro el reloj, faltan diez minutos para la una, así que cuadro las cuentas del día, guardo el dinero en la caja fuerte y empiezo a recoger para cerrar. Cuando salgo, a la una y diez, la señora Charmichael está sentada en un banco, con un vestido más ligero, aunque sigue llevando una chaqueta. Lleva también un sombrero bastante grande que le tapa el sol. Parece la típica turista inglesa que no quiere ponerse morena.

Se levanta al verme y la saludo con la cabeza. Caminamos sin decir nada por el paseo marítimo. De pronto, ella se para. Mira a ambos lados y hace algo con las manos. El agua de la ducha se desvía hasta formar un pequeño río en forma de M.

—¿Ves? Yo soy de agua y seguramente eso podrías hacerlo. ¿Quieres intentarlo?

—No, señora, yo no puedo.

—Llámame Melinda, te he dicho. Soy más joven que tu abuela. Y no digas que no puedes si no pruebas. Anda, hazlo solo para demostrarme que estoy equivocada.

—¿Y qué hago? ¿Pronuncio unas palabras mágicas o qué? —digo enfadada.

—Entiendo que tu abuela no te ha enseñado nada. En fin, sus razones tendría, aunque creo que son equivocadas —suspira—, solo mueve la mano, piensa en el agua y hazla bailar.

Pienso en hacer algo rápido para que la mujer se quede tranquila y muevo la mano con brusquedad. Las duchas de la playa explotan y el agua sale a borbotones de las cañerías. Enseguida viene el socorrista y trata de cerrar algún grifo. Veo que Melinda sonríe satisfecha y mueve la mano ligeramente, para pararlo.

—Vamos, niña —dice tomándome del brazo ya que estoy en shock—. ¿Ves cómo tienes dones? Y descontrolados, por cierto. Eso deberíamos ponerle remedio. O puedes hacer algo peligroso, y no solo tú, tus hermanas también.

Me sobresalto. ¿Y si Carmen prende fuego a algo? Tengo que avisarlas.

—No te preocupes de tus hermanas de momento, al ser la mayor, puede que primero te haya afectado a ti. Esta noche, si queréis, os explicaré cómo controlarlos.

Asiento sin decir nada más. No puedo. Cuando entro en el hospital, un fuerte ruido de conversaciones en mi cabeza me hace casi desfallecer. Me tambaleo y ella me coge de la cintura y me lleva a un rincón.

—Escucha, escúchame solo a mí —dice Melinda haciendo que me siente en una silla—, las mujeres agua percibimos los sentimientos de la gente y, si hasta ahora no podías, han venido todos de golpe. Todo lo que se refiera a ello te va a llegar a ti. Escucha, Marina. Concéntrate en tu corazón, en sus latidos, y ahora, imagínate un muro de piedra, o de cemento, a su alrededor. Piensa que es un escudo que te protege de todo lo que te rodea.

Comienzo a respirar más tranquila y pongo por instinto la mano sobre mi pecho, sobre el corazón que cada vez está menos agitado.

— Esto solo lo puedes utilizar de vez en cuando, o tu corazón se volverá insensible del todo. Se volverá como una piedra. No lo olvides, niña.

Muevo la cabeza, todavía sobrecogida por todas las emociones que he sentido al entrar en el hospital, sobre todo, de dolor y tristeza. Caminamos hacia la habitación, donde Carmen espera para irse, descansar y luego trabajar en el restaurante.

—Sin duda esta es la hermana de fuego —dice Melinda mirándola con detenimiento—. Muchacha, procura no enfadarte o serás peligrosa.

—Hazle caso, Carmen, esta noche nos vemos.

—Pero…

—Ve a casa a descansar. Ya te contaré.

Carmen coge su mochila y después de darle un beso en la frente a la abuela y otro a mí, se va de la habitación.

—Supongo que tu tercera hermana es tierra o aire, ¿es así?

—Es aire. Pero nunca hemos tenido ningún tipo de don hasta que dejamos de tomar la tisana…

—Sí, la tisana anuladora, hace años que tu abuela y yo la inventamos. Hablamos de dárosla, aunque ella siempre evitó el tema. Sus nietas, su decisión. Al cabo de los años, me confesó que os la estaba dando de forma temporal. Pensé que cuando fueseis mayores lo anularía. Lo mantenía todo en secreto, supongo que no quería que el coven interviniera. Fue hace tanto tiempo… pero eso es otra historia. ¿Cómo estás, Victoria? —dice volviéndose hacia la cama de mi abuela, que sigue tal cual la había visto el día anterior.

Pasa la mano por encima de su cabeza, luego por todo el cuerpo hasta detenerse en el corazón. Después, vuelve a la cabeza y se gira hacia mí.

—A tu abuela no le ha dado un ataque cardíaco ni tiene nada malo. Solo está hechizada. Alguien la ha atacado.

En el éter reside la magia, busca su guía en cada rincón.

Capítulo 5. Berenice

—¿Qué hace ella aquí? —dice Berenice nada más entrar en la habitación. Esta vez no va con Gala. Ha vuelto y no sé por qué.

—Hola, Berenice, me alegro de verte.

—¿Qué ocurre aquí? —digo mirando a una y a otra. Parecen dos gatas a punto de saltar.

—Marina, esta mujer tuvo mucho que ver en lo que le pasó a tu madre. Es la que quería que abortase a tu hermanita. Y a saber lo que llegó a hacer. Justo cuando vino de visita, Allegra se puso enferma y tuvo que ir al hospital.

—Vine de visita, e hice todo lo posible por salvar a tu madre, porque alguien la había hechizado y de no ser por tu abuela y por mí, ella también habría muerto. Y, sí, quería que abortase, pero solo por salvaros a todas.

—No me lo creo.

—Tú no estabas, te habías ido de vacaciones con tu marido y tu hija.

—Ojalá hubiera estado. No sé si entre las dos le hicisteis algo a mi hermana.

—¡Basta! —digo enfadada—. Tía, mejor te vas. Melinda puede curar a la abuela.

—No lo sé, hija. Ha sido hechizada. Si fuera una enfermedad normal, tal vez podría, pero el hechizo… es fuerte y poderoso.

—Ya me había dado cuenta —dice Berenice acercándose a la cama por el otro lado—, no lo he identificado. Puede ser de un Mayor.

—¿Qué es un Mayor?

Melinda suspira y se sienta en la butaca de la habitación. Se pasa la mano por su frente sudorosa y el agua desaparece y se reabsorbe por su piel.

—Victoria no ha debido dejaros en la ignorancia, porque estáis indefensas.

—Ya has visto lo que he hecho en las duchas, quizá no somos tan débiles.

—¿En serio? —dice mi tía contenta.

—No te alegres tanto, porque ella no lo controla nada. Y lo mismo les pasará a sus hermanas. Es un grave problema. ¿Brujas descontroladas? Causarán accidentes. El consejo vendrá y será un lío gordo.

—¿Siguen las mismas momias en el consejo? —pregunta Berenice.

—Yo formo parte ahora de esas momias, ya que tu madre nunca quiso, por cuidaros, así que ten cuidado con lo que dices. Sigues sujeta a las reglas del coven.

—¿Me vais a explicar qué es un Mayor o no? —casi grito. Necesito saber.

—Está bien, te lo contaré, ya que tu tía ha sido tan indiscreta. Si os enteraseis de todo de golpe, no sé, sería demasiado.

—Estoy dispuesta.

—De acuerdo. Un Mayor es un ser poderoso, un emisario del cielo que de vez en cuando baja a la Tierra para controlar a las brujas. Uno de esos arcángeles, y me temo que el que ha bajado podría no tener buenas intenciones.

—¿Y pretendéis que me crea eso? Me parecen leyendas absurdas —digo cruzando sus brazos.

—Nunca hemos visto uno, pero creemos que existen… Deja que te lo cuente, abre tu mente.

—Verás. Cuando crearon el mundo los ángeles, que no fue ese que llaman Dios, o en realidad sí, era uno de ellos. Pues bien, cuando lo crearon e hicieron a la humanidad, al ver cómo los hombres trataban a las mujeres, les dieron ciertos poderes a ellas para equilibrar la balanza. Pero como tú bien sabes, los hombres nunca quisieron ser menos y nos quemaron, torturaron, ahogaron…, nos llamaron con cualquier nombre insultante.

—La persecución de las brujas —suspira Berenice.

—Exacto. Y tuvimos que escondernos, hacerlo sin que ellos se dieran cuenta. La mayoría de las parejas de las brujas ni siquiera saben la verdad. Tememos que estén mal influenciados por una sección de los Mayores, que desea arrebatarnos los poderes para que se vuelva a equilibrar el mundo. Sin embargo, el mundo nunca ha estado equilibrado. Muchas mujeres en ciertos países, sobre todo, siguen maltratadas por los hombres. Nunca entregaríamos nuestros poderes. Al menos, es una forma de sobrevivir. Pero ellos no deben estar de acuerdo. Y luego está lo de la profecía.

—Sí, algo me contó mi tía. ¿Qué es?

—La primera bruja que fue creada soñó con cinco niñas de la misma sangre, cada una representando a un elemento, que se unirían y acabarían con los Mayores. Claro, eso no es lo que ellos quieren. Algunos de ellos bajan a la Tierra para buscarlas, en cada generación, y si las encuentran alguna vez, acabarán con ellas sin pensárselo.

—Por eso las brujas no tenemos más de una o dos hijas y entonces tu madre… —dice Berenice entristecida.

—Tu madre decidió que esa profecía no era verdad y se quedó embarazada, una vez tras otra. Ya erais tres y tu prima, cuatro. Imagino que es tierra como tú, ¿no? —Berenice asiente apenada—. Si nacía la quinta, el quinto elemento, el éter, los mayores vendrían a por vosotras, antes de que crecierais y os hicieseis fuertes.

—Pero algo pasó esa noche, ¿es así? —acusa Berenice.

—El ángel no solo acabaría con las cinco brujas, sino con todas nosotras. Puede que algunas de las nuestras no estuvieran de acuerdo con que Allegra tuviera esa cuarta hija. Yo no sé qué pasó, la verdad. Ella estaba muy ilusionada y tu abuela estaba preparando un ritual de protección para las niñas. Anularíamos vuestros poderes hasta que fueseis mayores. Así nadie podría encontraros.

—Y eso fue lo que pasó —suspiro.

—Esa noche… un fuerte viento del sur se levantó, tu madre perdió al bebé y tu padre desapareció sin decir una palabra. He de reconocer que no lo buscamos, porque estábamos demasiado preocupadas por Allegra y por vosotras tres.

—¿Y mi padre? ¿Qué hizo?

—Llevaba al hospital a tu madre, pero se estrellaron. La ambulancia la recogió solo a ella. Él no estaba. Nunca supimos más. Tu madre perdió a la pequeña y casi su vida. Gracias a que tu abuela y yo recuperamos la sangre perdida y por ello, no murió desangrada, pero… no sé. Supongo que le afectó de alguna forma a su mente. Ella gritaba mucho hasta que la metieron al quirófano y luego, aunque salió de la anestesia, nunca llegó a despertar del todo.

Respiro agitada, mi cabello ligeramente erizado, y los puños se crispan en mi costado.

—Mi padre abandonó a mi madre, cuando ella tuvo un accidente —digo entre dientes—, y luego nunca quiso saber nada de nosotras…

—Tranquila, Marina —dice Berenice acercándose despacio a mí.

—No es justo, mi madre, mi abuela, esto… esto…

Salgo corriendo de la habitación y atravieso los pasillos del hospital. Corro y corro hasta encontrarme en la orilla del mar, donde me dejo caer. Algún turista me mira curioso, pero siguen a lo suyo. Apoyo las manos en la arena húmeda. Siento cada gota de la arena y poco a poco empiezan a recorrer los dedos y subir por los brazos. Lo que era un hilito, se convierte en un flujo de agua de más de dos centímetros. No puedo parar. Esa agua se está metiendo dentro de mí, inundándome, dificultándome respirar. Voy a morir ahogada en tierra seca. Intento levantarme y vuelvo a caer al suelo. El pánico me paraliza, y no sé qué hacer. Alguien me empuja, y doy con el rostro en el suelo. Eso me saca de ese momento terrible y el agua vuelve a la arena.

Me levanto, mirando a todos los lados. No hay nadie a mi alrededor. Me parece ver una sombra en la azotea del hospital. Me apoyo y me levanto, sacudiéndome la arena. Creo que me he comportado como una niña tonta, queriendo huir de todo y casi me cuesta la vida. ¿Qué harían mis hermanas? Tal vez deba seguir tomando la infusión de la abuela.

Camino, con la mirada baja, de vuelta al hospital. Entro en la habitación y les resumo lo que ha pasado. Ellas se quedan muy preocupadas.

—Deberías quedarte con las niñas, enseñarles como imagino que habrás enseñado a tu hija. Yo iré al coven y expondré la mala noticia del hechizo de tu abuela. Tal vez haya en los libros algo para contrarrestarlo.

—Pero yo…

—Mi madre parecía querer que me alejase —suspira Berenice—, si me hubiera contado todo esto, quizá… podría haber estado aquí.

—Tendría sus razones. Me marcho, ya que no puedo hacer nada aquí. Deberéis aprender a controlar vuestra magia. Es obvio que no sois las niñas de la profecía, porque no hay una quinta, sin embargo, ahora que se han despertado vuestros dones, podríais ser peligrosas. Están, como decirlo, acumulados. Son como un ente vivo, ¿sabes? Yo lo imagino como un pequeño duende que se mueve por mi cuerpo y los vuestros han estado dormidos durante demasiado tiempo. Imagínate que te dejan salir tras estar encerrada ¿qué harías?

—Si ellas nos aceptan, iremos a su casa y les enseñaremos —dice Berenice. Digo que sí, casi por obligación, porque comprendo que es necesario.

—Hay una habitación de invitados con dos camas, supongo que podéis quedaros allí.

—En cuanto a tu abuela, voy a aplicarle un ritual de protección mágico. No hace falta que estéis aquí todo el tiempo, solo lo imprescindible. Me hubiera gustado ver a tu madre, tal vez a la vuelta pueda hacerlo. Marchaos, yo me encargo.

Salgo de la habitación, seguida de Berenice. Me vuelvo hacia ella, cuando empiezo a escuchar los murmullos de la mujer.

—¿Te fías? Es decir, ¿ella es lo que dice?

—Sí, es lo que dice. Pero… no sé. Cuando mi hermana no se recuperaba del accidente, ambas casi me echaron de casa. Puede que incluso me dieran algo para no quedarme embarazada, aunque yo ya había decidido no tener más hijos. La verdad, no me fío de nadie.

—Yo tampoco. Ni de ti. Por mucho que te echaran o te dijeran… no interesarte por tu propia hermana…

Berenice se vuelve, limpiándose las lágrimas.

—Lo sé, yo tampoco me lo perdono. Recogeré a Gala en el hotel y si os parece, iremos a vuestra casa.

—Sí, pero no esperes…

—No, no espero nada. Solo ayudaros.

Me despido con un breve cabeceo y me dirijo hacia casa. Cuando llego, las encuentro en la cocina. Mis hermanas me miran sorprendidas.

—¿No te quedas con la abuela? ¿Ha pasado algo? —preguntan alarmadas.

Les cuento sobre los dones, sobre Melinda y que he invitado a quedarse a la tía y prima.

—Espero que no os moleste.

—No, aunque será raro. —dice Carmen entusiasmada—, entonces, ¿tenemos dones?

—No deberíamos usarlos hasta que sepamos —comenta Estela poniendo la mano sobre la de su melliza para calmarla—, esperemos a que la tía nos enseñe.

—¿Cómo está mamá? —digo mirando en la cocina por si queda algo de comer. Estela me pone un plato de albóndigas de pescado que ha cocinado y lo agradezco con una sonrisa.

—Igual que siempre, supongo —dice Carmen encogiéndose de hombros—. Tal vez cuando venga su hermana…

Comemos en silencio y veo a mi hermana Estela dando vueltas a la comida en el plato. Levanta la cabeza y nos mira.

—¿Vamos a celebrar nuestros cumpleaños? —pregunta Estela—, sé que no es un buen momento, pero supongo que dieciocho y veinte no se cumplen siempre. Me gustaría hacer una cena en el jardín.

—No sé, Estela. ¿Y si no nos controlamos?

—Falta una semana, Marina. El miércoles es nuestro cumpleaños y el viernes el tuyo. ¿Por qué no hacer el domingo por la mañana una barbacoa? Podrías invitar a mi jefe, que libra ese día.

—Por favor, Carmen, basta ya.

—¿Qué es eso? —dice Estela curiosa—. Yo no sé nada.

—Me voy a ver a mamá. De acuerdo con la barbacoa, pero no la líes, Carmen, que te conozco. Algo solo para los más íntimos.

***

Carmen guiña un ojo a Estela y miran a su hermana subir las escaleras. Cuando desaparece, la pelirroja le explica su plan a la rubia y ella aplaude. Su hermana se merece lo mejor. Gracias a ella, ninguna se ha desmoronado.

—Lo haremos —dice Estela chocando la mano con su hermana. Y ambas se ponen a tomar el postre tan animadas.

Con hechizos cuidadosos moldea tu realidad con amor y respeto.

Capítulo 6. Aprendiendo

Esa noche, tras cerrar la tienda, me dirijo hacia casa. Mis sentimientos están divididos entre la excitación de saber que tenemos dones, y el peligro que somos si no podemos controlarlos.

Camino despacio, mirando las estrellas. Estela se ha pasado por el hospital y la abuela sigue igual. Ya, de paso, ha acompañado a mi tía y a mi prima a nuestra casa. Siento que va a ser muy raro convivir con unas desconocidas, por muy familia de sangre que sean.

Al fondo del muelle, veo una silueta, Ángel está ahí, parece que me vigile, pero no puede ser. Apenas me conoce. Apresuro el paso y llego a casa. Cuando abro la puerta de casa, hay cierto lío y un olor a chamuscado. Carmen me mira, culpable.

—¿Qué ha pasado?

—Lo siento, Marina, ha sido mi culpa, deberíamos haber salido al jardín —dice mi tía con el rostro colorado. Gala está en un rincón, Estela mira sorprendida sus manos, y en medio del salón, la mesita de centro de madera está carbonizada.

—Lo bueno es que Estela ha podido rodear el fuego y no se ha extendido —dice Carmen, que ya no tiene el rostro culpable, sino entusiasmado. Alzo las cejas, y sin decir nada, me dirijo hacia mi habitación, para ducharme y cambiarme. Si esto va a ser así, creo que va a acabar mal.

Salgo de la ducha rodeada con una toalla y veo a Carmen y a Estela sentadas encima de la cama.

—¡Es una pasada! —dice la pelirroja con su rostro de emoción intensa. Conozco esa expresión y no suele traer nada bueno. Estela también parece emocionada. Y yo debo reconocer que me gusta.

—Tomémoslo con calma —digo mientras me visto con un viejo pantalón corto y una camiseta de tirantes, sin sujetador, como siempre—, y sobre todo con prudencia.

—Eres demasiado rígida, Marina —dice Estela y me sorprende su comentario, ella no es así. La miro, curiosa y parece titubear.

—No diría que soy rígida, sino responsable.

—Lo sé, perdona —rectifica—, aunque a lo mejor es el momento, la tía nos va a poder ayudar. Ha dicho que hará el programa desde una radio local, que le han cedido el espacio y se puede quedar todo el verano con nosotras.

—Pero… ¿todo el verano? —digo sorprendida. Me siento extraña.

—¿No te apetece que alguien te cuide, en lugar de estar siempre al cargo de todo? —dice Carmen abrazándome.

—No sé, yo… no estoy acostumbrada, supongo.

Estela se levanta con lágrimas en los ojos y me abraza también. Su roce me hace sentir más tranquila y sosegada, ellas me reconfortan como nadie.

—Ha dicho tía Ber que nos va a preparar lasaña para cenar, pero no de esas congeladas —dice Carmen relamiéndose—. A ver, que estaban buenas, aunque algo casero…

Sonrío. A Carmen le gusta comer bien y nadie lo diría por lo fibrosa que está. Supongo que también es porque sale a correr a las seis de la mañana, casi todos los días y, aunque no podemos permitirnos un gimnasio, va al polideportivo municipal siempre que puede.

—Está bien, les daré una oportunidad. Una ayuda extra no vendrá mal.

Ellas me dan sendos besos sonoros y salen de la habitación. Yo trenzo mi cabello azul húmedo y me miro al espejo pensativa. Siento que mi vida va a cambiar de forma brusca y que todo se va a poner patas arriba.

—A lo mejor no está tan mal —le digo a mi reflejo en el espejo.

Bajo las escaleras y noto el olorcito de la cena. Sí que es una lasaña casera, así que entro tan contenta en la cocina y me quedo de piedra. Ángel está ahí, con una cerveza y charlando animadamente con mis hermanas y las recién llegadas.

—Hemos invitado a cenar a Ángel, ya que ha venido a ver qué tal estábamos —dice Carmen sin que yo pueda abrir la boca.

Él me da un repaso, siento que su mirada me recorre, se para en mi pecho y vuelve a mi boca. Percibo su corazón que se ha acelerado y me sonrojo. Tengo que cambiarme.

—Ah, bueno, genial. Ahora bajo.

Me doy media vuelta y oigo una leve risita que sé que es suya. Mis mejillas no pueden estar más sonrojadas. Después de ponerme un sujetador y una camiseta de manga corta, vuelvo a bajar. Carmen y Estela le están enseñando el jardín y mi prima no sé dónde está. Solo mi tía remueve la salsa bechamel en una olla.

—Ese chico, ¿te gusta? Es extraño… o sea, no puedo leerlo —dice mi tía mirándome a los ojos.

—Ni me gusta ni no me gusta, Ber —digo con el nombre que mis hermanas le llaman—, y supongo que eso de leer, no funciona para todos, yo qué sé.