Byron in Love - Edna O'Brien - E-Book

Byron in Love E-Book

Edna O’Brien

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Beschreibung

«En él, todo era paradójico: era introvertido y extrovertido, guapo y deforme, serio y gracioso, derrochador y mezquino, y poseía una inteligencia deslumbrante enjaulada en la magia y la malicia de un niño. […] Sus pasiones se desarrollaron muy temprano y generaron excitación, melancolía y anticipación ante la pérdida inevitable del "paraíso terrenal". Amó a mujeres y a hombres, necesitó al "otro", fuera quien fuera. Veía un rostro hermoso y se aprestaba a "erigir y arrasar otra Troya".» Angelical y luciferino, lord Byron fue una suerte de estrella del rock «avant la lettre» y la figura más épica y carismática del Romanticismo. Impetuoso e insaciable, fue revolucionario en lo sexual y en lo político y la personificación de la rebeldía ante cualquier autoridad. Edna O'Brien, la gran escritora irlandesa, narra en estas páginas la novelesca vida de Byron, una vida jalonada por todo tipo de excesos y peripecias, prestando especial atención a las relaciones sentimentales que marcaron al poeta.

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BYRON IN LOVE

EDNA O’ BRIEN

BYRON IN LOVE

TRADUCCIÓNAMADO DIÉGUEZ

CABARET VOLTAIRE

2024

 

 

PRIMERA EDICIÓN abril 2024

TÍTULO ORIGINAL Byron in Love

Publicado por

EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.

[email protected]

www.cabaretvoltaire.es

©2009 Edna O’Brien

©de la traducción, 2024 Amado Diéguez

©de esta edición, 2024 Editorial Cabaret Voltaire SL

IBIC: BGL

ISBN-13: 978-84-19047-45-8

Producción del ePub

booqlab

Dirección y Diseño de la Colección

MIGUEL LÁZARO GARCÍA

JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

Cubierta: Lord Byron ©2024 Sara Morante

Guarda: Edna O’Brien

©2006 Nigel Case/cortesía de Houghton Mifflin

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorizaciónpor escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

Para Ann Getty,una admiradora de Byron

Antes de decidirse a ser escritor, un hombre debería calcular su capacidad de resistencia.

LORD BYRON,

carta a Shelley, 1821

Todo lo que tenga algo que ver con la vida y la personalidad de un poeta tan ilustre como el lord Byron tardío es de propiedad pública.

J. MITFORD,

Les amours secretes de Lord Byron, 1839

Pero las palabras existen, y una gota de tinta

caída, como el rocío, en un pensamiento

incita a la reflexión a miles, quizá a millones de

[personas.

LORD BYRON,

Don Juan, III, 88

Cuanto más se conozca a Byron, más se le querrá.

TERESA GUICCIOLI

en su lecho de muerte, 1873

INTRODUCCIÓN

En sus fundamentales apuntes críticos sobre Antonio y Cleopatra de Shakespeare, Harold Bloom afirma que Cleopatra es «el arquetipo de la estrella y la primera famosa de la historia del mundo»; tan famosa fue que llegó a eclipsar a sus célebres amantes —Pompeyo, Julio César y Marco Antonio— sin olvidar en ningún momento la pragmática necesidad de interpretarse a sí misma. Sin la menor duda, de Byron puede decirse que fue su homólogo, la primera e imperecedera celebridad, héroe y villano, amante y narciso, y, según la etiqueta que todos le colgaron en su día, «loco y malvado, alguien a quien resulta peligroso conocer».

El mismo Byron que escribió:

¿Por qué perseguir la fama? Por nada,

salvo por cierta porción en un incierto papel

[…]

porque los hombres escriben,

hablan o rezan, porque los héroes matan,

porque los poetas queman lo que llaman su vela

a medianoche solo por tener, cuando sean polvo,

un nombre, un miserable cuadro y un peor busto.

Existen ya muchos tratados, biografías y ensayos dedicados a lord Byron. Los hay eruditos, agudos, apasionados, prolijos, calumniosos, interesantes y fantasiosos; algunos lo elevan hasta la apoteosis, otros lo condenan a las cloacas. La biografía que en 1957 publicó el profesor Leslie Marchand es hercúlea, desveló mucho de lo que quedaba por desvelar y echó por tierra diversas afirmaciones e invenciones absurdas.

Así pues, ¿por qué otro libro sobre Byron?

Hace algunos años, al leer cierto comentario de lady Blessington —«[Byron] era la persona más extraordinaria y aterradora que conocí en mi vida»—, el personaje me atrapó de inmediato. Los escritores que hablan de otros artistas siempre me han llamado la atención: Rilke sobre Rodin y la misteriosa mediación entre el arte y la vida, los comentarios críticos de Virginia Woolf en los que la autora nos ofrece rápidas y diestras pinceladas del ser humano y del genio que habita en su interior, Thomas Hardy aguando la tinta o Dorothy Wordsworth recorriendo con su querido William un camino embarrado en busca de una cascada.

De igual modo, de Byron yo quería rastrear su carrera de libertino y su carrera de poeta, quería verlo jugando al billar en una casa de la campiña inglesa y pasándole notas clandestinas a una joven esposa bajo la atenta mirada de sir Wedderburn Webster, su dogmático marido; quería mostrarlo leyendo Corina de Madame de Staël en el jardín de su amante italiana y escribiéndole en inglés a la autora francesa una carta de amor que ni ella ni su celoso marido podrían entender. Byron enamorado, Byron sumido en la melancolía y Byron intermitentemente «frenético» con John Murray, su paciente editor. Byron, que planificó para sí mismo un destino trágico y grandioso al embarcarse hacia lo que llamó «el hogar de la guerra» y unirse a la causa de la independencia griega, y que, sin embargo, murió de unas fiebres en las ciénagas de Mesolongi a la edad de treinta y seis años, con el rostro —aquel rostro de Adonis que había deslumbrado a toda Europa— cubierto de vendas y sanguijuelas.

De manera que me zambullí en los doce volúmenes de sus cartas y diarios, en los que alternativamente se revela como un hombre apasionado, herido, intelectual, jocoso, y como el arquetipo de Napoleón, don Quijote, don Juan, Robert Lovelace, Ricardo III, Ricardo II y, finalmente, Lear rodeado de bellacos y bufones. He leído muchas de sus biografías y las que se han escrito de lady Byron, histriónicos testimonios de un matrimonio que duró poco más de un año y que no solo fascinó a los tabloides y caricaturistas de la época, sino que suscitó la curiosidad de mentes tan elevadas como la de Goethe.

Byron, con sus odas y ditirambos, con sus burlas de lo literario —parejas a su ininterrumpido servicio a la literatura—, con sus bromas y coloquios con hombres y mujeres, con su escrupulosa disección de sus propios delitos, ha sido, durante dos años, una extraordinaria y desconcertante compañía.

UNO

Lord George Gordon Byron medía un metro setenta y cinco, tenía una malformación en el pie derecho, el pelo castaño, una palidez asombrosa, sienes de alabastro, dientes como perlas, ojos grises ribeteados por pestañas oscuras y un encanto al que ni mujeres ni hombres podían resistirse. En él, todo era paradójico: era introvertido y extrovertido, guapo y deforme, serio y gracioso, derrochador y mezquino, y poseía una inteligencia deslumbrante enjaulada en la magia y la malicia de un niño. Lo que escribió del poeta Robert Burns bien podría haber sido su epitafio: «Ternura, tosquedad, delicadeza, grosería, sentimiento, sensualidad, impureza y divinidad mezclados en un único ejemplar de inspirado barro».

Y era, además, un poeta gigantesco, aunque, como él mismo nos recuerda, la poesía es un talento de otra índole que no guarda más relación con el individuo que la que guarda la pitonisa con su oficio cuando se baja del trípode. Lejos de su púlpito, Byron se convierte en Byron el Hombre. Por lo demás, como él mismo admitió, Byron el Hombre no podía existir sin el objeto de su amor. Sus pasiones se desarrollaron muy temprano y generaron excitación, melancolía y anticipación ante la pérdida inevitable del «paraíso terrenal». Amó a mujeres y a hombres, necesitó al «otro», fuera quien fuera. Veía un rostro hermoso y se aprestaba a «erigir y arrasar otra Troya».

Lo «byroniano» ha sido siempre sinónimo de exceso, de gestos diabólicos, de rebeldía ante rey o villano. Más que cualquier otro, Byron se ha convertido en la personificación del poeta rebelde, imaginativo, sin ley, por encima de cualquier raza, credo o frontera, y con defectos manifiestos pero redimidos por un magnetismo y, en última instancia, por un heroísmo que, al culminar en tragedia, lo elevaron a él y a lo que representaba de lo particular a lo universal, de lo individual a lo arquetípico.

DOS

Los comienzos no fueron propicios. En enero de 1788, Londres —al parecer, a raíz de una erupción volcánica en Islandia— atravesaba un invierno muy severo y estaba congelada —el Támesis permaneció helado varias semanas—. Catherine Gordon, la madre, de veintidós años, escogió para dar a luz —asistida por una comadrona, una enfermera y un médico— una habitación alquilada encima de un comercio de Holles Street. El parto fue tormentoso, el niño nació con la membrana fetal en la cabeza, algo que se tenía por señal de buena suerte, pero con el pie zambo, lo cual fue motivo de inquietud.

El padre, Jack Byron el Loco, no estuvo presente porque nada más regresar a Inglaterra fue detenido y apresado por moroso. Como prueba de solidaridad con la madre, que se encontraba sola en Londres, sin su errabundo marido, los administradores de sus bienes, que eran de Aberdeen, habían enviado a un joven abogado, el señor Hanson, para que le hiciera compañía. El pie del bebé estaba contraído en un muñón y la pantorrilla, atrofiada; un infortunio que, en su juventud, traería tormentos, burlas y humillaciones al futuro lord, quien, a lo largo de los años, y por consejo de charlatanes y ortopedistas, tuvo que llevar braguero, hierros y varios aparatos en las piernas. Se han sugerido diversas causas de dicha deformidad, incluida la falta de oxígeno en los pulmones, pero Byron, siempre presto a fustigar a su madre, la achacó a la vanidad de haber llevado un corsé demasiado ajustado durante el embarazo. Para él, aquel pie zopo se convertiría en el signo de Caín, símbolo de castración y estigma que arruinó su vida.

El dinero, o más bien la angustiosa falta de este, dominó el pensamiento de ambos progenitores durante aquellas semanas ventosas. Cuando escribió desde Francia a su hermana, Frances Leigh, Jack el Loco, que necesitaba algunos cuartos desesperadamente, descartó la posibilidad de que su hijo llegara a andar: «Es imposible porque tiene un pie deforme». La propia Catherine presionó a uno de sus administradores, que se encontraba en Edimburgo. Le confesó sus apuros y añadió que las veinte guineas que le habían enviado para el parto no eran suficientes, que necesitaba cien. Esperaba también que su libertino y temerario marido acabara apareciendo y que madre, padre y niño se reunieran en Gales o en el norte de Inglaterra, donde podrían vivir con menos y reavivar la efímera felicidad de la que había gozado la pareja tres años antes en Bath, durante el noviazgo. Vana esperanza. Al cabo de dos meses, Catherine volvió a escribir a Edimburgo con planes más radicales: «He de abandonar esta casa en el plazo de quince días, así que no hay tiempo que perder. Si no me envían el dinero antes de ese día, no sé qué voy a hacer ni qué será de mí».

Bautizaron al niño George Gordon, por su padre, en la iglesia de Marylebone, donde Hogarth había ambientado algunos lienzos de la serie El progreso del libertino. Tristemente, los parientes lejanos de alcurnia del futuro lord —el duque de Gordon y el coronel Robert Duff de Fetteresso, escoceses— a quienes habían nombrado padrinos se ausentaron de la ceremonia. Catherine descendía de sir William Gordon y de Annabella Stuart, hija del rey Jacobo I. Los Gordon de Gight eran barones feudales que sojuzgaron el norte: impusieron el terror y la servidumbre, protagonizaron numerosos saqueos y violaciones y sembraron de hijos ilegítimos aquellas tierras. Unos fueron ejecutados en el patíbulo; otros, asesinados; algunos murieron a manos de sus propios parientes. El abuelo de Catherine se había arrojado al helado río Ythan, que discurría bajo las murallas del castillo de Gight, y encontraron flotando el cuerpo de su padre en el canal de Bath. Su madre había muerto joven, igual que sus dos hermanas, así que Catherine era la única heredera de una fortuna que dejaba una renta anual de treinta mil libras por participaciones en propiedades muy extensas, los derechos de la pesca del salmón del Banco de Aberdeen y los beneficios de unas minas de carbón.

A los veinte años se había mudado a Bath y era ya una de tantas futuras herederas en busca de esposo. No era guapa y, según Tom Moore, amigo y biógrafo de Byron, era rechoncha y tenía un «curioso modo de caminar». Carecía de la agudeza intelectual que hubiera podido compensar su falta de gracia, y era, además, impresionable. Al parecer tuvo un significativo presentimiento porque, un año antes, en un teatro de Escocia y cuando la señorita Siddons, famosa actriz que interpretaba una obra titulada El matrimonio fatal, exclamó: «Oh, mi Biron, mi Biron», le entró tal ataque de histeria que tuvieron que sacarla de su palco. En Bath conoció a su «Biron», Jack el Loco, que acababa de enviudar y estaba en bancarrota. Antes, Jack había conquistado a Amelia, la encantadora esposa del marqués de Carmarthen, que se fugó con él a Francia y pronto perdió la fortuna y la salud por la prodigalidad y los coqueteos de su amante. Sabiendo que era impetuosa, y adivinando muy probablemente que su futuro marido era un granuja, sus parientes escoceses intentaron quitarle de la cabeza la idea del matrimonio, pero Jack no tardó en cosechar los frutos de su esfuerzo. Catherine se había enamorado y mantuvo su decisión con firmeza.

Se casaron y regresaron al castillo de Gight, y allí Jack les organizó una vida tan opulenta —con caballos y perros de caza—, tan llena de juegos y excesos que la pareja llegó a servir de inspiración para una balada. Durante una apresurada visita a Londres el mismo año de la boda, Jack fue encarcelado en la prisión de King’s Bench por moroso. Fue su sastre, la única persona que tenía a mano, quien se encargó de pagar la fianza. Muy pronto, y como hacían todos los deudores, la pareja partió hacia Francia sin dinero. Habían vendido el castillo y gran parte de las propiedades a lord Aberdeen, primo de Catherine, y la joven esposa se vio sola, sin familia y sin honor por haber caído tan vergonzosamente bajo a ojos del mundo.

Byron apenas conoció a su padre, pero toda su vida admiró las vistosas y audaces hazañas de sus ancestros paternos, que, nacidos y criados bajo el signo de las armas, combatieron a la cabeza de sus vasallos desde Europa hasta las llanuras de Palestina, de lo cual él siempre se jactó. La vívida crónica que uno de sus antepasados hizo de un naufragio en las costas de Arakan, Birmania, sirvió de estímulo e inspiración para el canto IV de Don Juan. Byron siempre fue más crítico con la familia de su madre, hasta el extremo de afirmar que todo cuanto tenía de mala sangre se lo debía a los bastardos de Banquo.1

Como nos dice Tom Moore, «se topó con la decepción en el mismo umbral de la vida»: una madre caprichosa y con mal genio, y la ausencia de la benévola influencia de una hermana. Moore afirma que lo privaron del solaz que podría haber rebajado la pleamar de sus sentimientos y haberlo «salvado de sus tumultuosos altibajos». Solo que esos altibajos habían caracterizado ya a los ancestros de ambas ramas de su familia. Los Byron, que ya aparecen mencionados en el Domesday Book, o Libro de Winchester, eran los De Burun normandos, vasallos de Guillermo el Conquistador, que cosecharon títulos y tierras en Nottingham, Derbyshire y Lancashire por sus proezas en diversas batallas terrestres y navales. En el año 1573, un John Byron de Colwyke recibió de Enrique VIII una mansión, una iglesia y el claustro, además de tres mil acres de tierra, por la suma de ochocientas diez libras, y seis años más tarde fue nombrado caballero por Isabel I. Reformó Newstead para acomodarla a sus caros y mundanos gustos, e incluso llegó a contar con un grupo de teatro que residía en la mansión y lo entretenía. Cuando Byron nació, su tío abuelo, el Lord Malvado —así lo llamaban—, vivía en clausura en la abadía de Newstead, residencia de la familia en Nottinghamshire. Había llevado una vida temeraria, pero las vicisitudes lo habían ido apartando del mundo. Construyó un castillo a modo de folie y, en el lago adyacente, fuertes de piedra con flotas de juguete, y allí dirigía batallas navales en compañía de su criado, Joe Murray, que tenía que hacer las veces de factótum y segundo oficial y de quien se decía que había logrado que los grillos2 de la repisa de la chimenea cantaran cada vez que les dirigía la palabra.

En 1765, los hacendados y nobles de Nottingham, muchos de los cuales eran parientes, se habían reunido en una taberna de Pall Mall, en Londres, para una leva. El Lord Malvado y su primo William Chaworth iniciaron una discusión sobre la forma de colgar las piezas de caza. La disputa se enconó tanto que los dos hombres se citaron en una habitación de la planta superior, donde, a la luz de una vela, el Lord Malvado clavó su espada corta en el vientre de su adversario. Pasó una breve temporada en la Torre de Londres antes de ser perdonado por sus pares, y, tras pagar una modesta sanción, lo pusieron en libertad. El Lord Malvado regresó a Newstead, donde, después de que su mujer lo abandonara y preso de una creciente amargura, tuvo un hijo con una de sus criadas, que se hacía llamar lady Betty. Su hijo y heredero, William, estaba prometido con una rica heredera, pero se fugó con una prima. Por rencor, el Lord Malvado arrancó los grandes bosques de robles de sus tierras, mató a los dos mil ciervos que los poblaban y vendió su carne en el mercado de Mansfield por una miseria. Luego, en el último estertor de su venganza, cedió en arriendo los derechos de las minas de carbón de Rochdale, privando de las rentas a sus futuros herederos. Pero Byron siempre se enorgulleció de la nobleza de su linaje, olvidando añadir que muchos de sus antepasados fueron brutos, vagabundos, propensos a padecer episodios de locura y, como dijo Thomas Moore, nunca se libraron de «las consecuencias de sus dificultades económicas».

En agosto, al ver que Jack el Loco no volvía, Catherine y su hijo se marcharon a Aberdeen en un coche de posta. Al llegar, una vez más, la joven se vio obligada a alquilar una habitación encima de una tienda. Su marido aparecía de vez en cuando para pedirle dinero, aunque su renta había quedado reducida a ciento cincuenta libras al año. Las furiosas riñas de la pareja, que Byron afirmaría recordar, lograron que el poeta se sintiera, como él mismo dijo, «poco inclinado al matrimonio».

Madre e hijo llevaron en Aberdeen una vida espartana y voluble. Catherine, una mujer de extremos, oscilaba entre el exceso de afecto y los ataques de ira, y su hijo respondía según su propio temperamento, totalmente libre. Los vecinos recordarían que la señora Byron se ponía hecha una furia con él, lo llamaba «tullido» y, cinco minutos más tarde, se lo comía a besos. Por su parte, cuando iban a misa, el niño se divertía clavando alfileres en los gordezuelos brazos de su madre. Se negaba a ser domesticado. Llevaba una falda escocesa con el estampado azul y verde de los Gordon, montaba en poni, usaba una fusta y, cuando alguien se burlaba de su cojera, cosa que sucedía con frecuencia, sacudía la fusta y decía: «Repítelo si te atreves».

Desde Francia, Jack el Loco escribió a su hermana Frances, de quien también había sido amante, suplicándole «por el amor de Dios» que acudiera en su ayuda porque no tenía cama donde dormir ni persona que lo cuidara y vivía de las limosnas. En agosto de 1791 murió de tisis en Valenciennes tras dictar ante dos notarios un testamento en el que dejaba a su hijo de cuatro años la responsabilidad de sus deudas y los gastos del funeral, de los que tuvo que hacerse cargo Catherine. Al conocer su muerte, los gritos de Catherine se oyeron en toda Broad Street, y en una muy sincera carta a su cuñada le hizo saber que había amado a Jack, le preguntó si finalmente había podido hablar con él y le pidió un mechón de sus cabellos.

A los cinco años y medio, Byron era ya tan revoltoso que Catherine lo mandó a un colegio con la esperanza de que aprendiera «a obedecer». Todas las discusiones y las peleas en casa, todos los insultos de su madre —que lo llamaba «cojo mocoso»—, todas las censuras y reconvenciones los recogería Byron en una obra dramática, El deforme transformado, cuyo protagonista, Arnold, es un jorobado a quien su madre, que odia su figura contrahecha y a la que suplica que no lo mate, llama «íncubo» y «pesadilla».

Bajo la tutela del señor Bowers, Byron desarrollaría una temprana pasión por la historia, especialmente por la historia de Roma, y el gusto por las batallas y los naufragios, que protagonizaría más tarde en la vida real. Con seis años tradujo a Horacio, leyó grandes y graves historias de muerte, aprendió que esta estaba presente en chozas y palacios, y su imaginación se avivó peligrosamente. Antes de los ocho años había leído todos los libros del Antiguo Testamento, comparado con el cual el Nuevo no le pareció ni de lejos tan interesante. Cuando llegó a la escuela secundaria afirmó, aunque hemos de tener en cuenta la exageración propia de un niño, que había leído cuatro mil obras de ficción y que entre sus autores favoritos figuraban Cervantes, Tobias Smollett y Walter Scott. Pero la historia era su mayor pasión y la Turkish History de Knolles suscitaría en él el deseo de visitar el Levante, que cumplió en su juventud, para ambientar en tan exótico telón de fondo muchos de sus relatos orientales.

Fue en una escuela de baile, y con ocho años, donde le impresionaron los encantos de Mary Duff y, aunque ni siquiera supo identificarlo, se vio sumido en los gozos y dudas de un primer amor arrebatado. Mary era uno de esos seres evanescentes, hechos de la misma materia que el arcoíris y de rasgos clásicos, por los que Byron mostraría siempre una especial inclinación. Su sucesora fue Margaret Parker, prima lejana, por quien también profesó un amor virulento. Una y otra vez buscó entre sus parientes a un alma gemela, pero estas pasiones lo arrojarían a una «convulsa confusión». La antítesis de tanta ternura fue su descarnada crueldad. Una novela gótica, Zeluco, le fascinó. En ella, el antihéroe estaba condenado a cometer crímenes sin control: estrangulaba a sus allegados, domesticaba a un gorrión solo para retorcerle el cuello y llevaba a cabo oscuras proezas que, en lugar de enviarlo a las mazmorras, lo elevaban a la categoría de mago, a la que el propio Byron también aspiraría.

No fraternizó con la familia Byron, aunque Catherine trató de que Frances Leigh le consiguiera la ayuda económica del Lord Malvado: «Tú conoces bien a lord Byron. ¿Crees que podrá hacer algo por George o sabes si estaría dispuesto, con la fortuna que ahora posee, a proporcionarle una buena educación sin escatimar en gastos?». Pero su cuñada no respondió a ninguna de sus cartas. Entonces, una mañana de 1798, Catherine recibió la noticia de que el Lord Malvado, que ya había cumplido setenta y cinco años, había muerto. Como su hijo, William Byron, había fallecido en Córcega en 1794, en la batalla de Calvi, víctima de una bala de cañón, George, que por aquel entonces contaba diez años, se convirtió en el sexto lord Byron, ingreso en la aristocracia gracias al cual madre e hijo se sintieron transportados en las alas de Ícaro durante un tiempo.

El cosmos entero de Byron se vio alterado. Ahora el director de su colegio lo obsequiaba con vino y tarta y al propio lord se le saltaban las lágrimas cuando, al pasar lista, en lugar de Byron a secas, sus profesores decían «señor Byron». También lloraba cuando se miraba al espejo y no veía a una persona distinta, de modo que tomó la decisión de convertirse, en efecto, en una persona distinta y comportarse como un verdadero lord. También su madre sintió el vértigo del ascenso a un nuevo mundo: se trasladarían a Inglaterra, con el consiguiente trastorno; sus nuevas amigas serían sus parientes de la familia Byron y, con el tiempo, habría de convertirse en adlátere de su hijo e inquilina de su casa.

Su primera aparición en la abadía de Newstead no impresionó al ama de llaves, que la encontró desaliñada y que también observó que el niño, de diez años, estaba demasiado gordo para sentarse en el regazo de su niñera, May Gray. Catherine había tenido que vender sus muebles para pagarse el viaje y asistir al entierro del Lord Malvado, que pasó varias semanas en la abadía mientras los acreedores se hacían con todo lo que podían. Los muebles le reportaron a Catherine setenta y cuatro libras, diecisiete chelines y seis peniques, y solo tuvo un deseo que, por decir algo, se salía de lo normal: que los criados de Newstead vistieran de negro durante el entierro. Cuando, a finales de agosto de 1798, hubo reunido dinero suficiente, emprendió, acompañada de Byron y de May Gray, el viaje de seiscientos kilómetros en coche de posta. El recorrido, que duraba tres días, incluía paradas en las modestas posadas que su magro capital le permitía.

 

_________

1 Banquo, nombre de un personaje de Macbeth de Shakespeare que, como los demás personajes de esta obra y como la familia materna de Byron, era escocés. (N. del T.)

2 Se cuenta que, en sus últimos años, el misántropo y excéntrico lord vivía rodeado de grillos en Newstead. [N. de los E.]

TRES

Se acabaron los cuadros escoceses, las redecillas escocesas para el pelo, el acento escocés, los arroyos salmoneros y las azules colinas de Escocia. En su lugar, la residencia ancestral de los Byron: un monasterio del siglo XII flanqueado por edificios de épocas posteriores, algunos de ellos ruinosos y sin techumbre, una visión que, a pesar de todo, debió de asombrar a tan susceptible trío. Madre e hijo (como seguramente pensaron en aquellos momentos) cambiaban el estigma y la tristeza de las habitaciones alquiladas por aquella inestimable vastedad. La abadía de Newstead era una inmensa construcción de granito gris con arcos y ventanas góticas que había sido escenario de orgías y rituales presididos, según cuenta la leyenda, por el fantasma de un monje de capucha negra3 que de noche rondaba las vacías galerías vengando el crimen de haber convertido un lugar para el culto en un lugar para el placer.

En su interior había salas encantadas, pasillos abovedados, un claustro y un aparador que guardaba las pistolas del Lord Malvado, que habían logrado escapar de las garras de sus acreedores. En el dormitorio principal, que Byron no tardó en asignarse, colgaban la espada con la que el Lord Malvado había matado a su primo y el escudo de armas de la familia, en el que aparecían una sirena flanqueada por dos caballos zaínos y el lema latino Crede Byron. Poco importaba que fuera una ruina, que una de sus alas no tuviera techo, que el refectorio sirviera de pajar o que el ganado se paseara por el claustro: era su castillo mágico. Joe Murray, el viejo y truculento criado, acostumbrado a los modales de su antiguo y loco amo, lamentaba la presencia de la irascible madre, que se quejaba de la suciedad y del desorden y de las ínfulas de su precoz vástago. Byron, en efecto, se daba muchos aires: insistía en hacerse esperar, en que le permitieran disparar —incluso dentro de la abadía si así se le antojaba— y en llevar pistolas cargadas en los bolsillos del chaleco —costumbre que conservaría toda la vida—. Para compensar la pérdida del bosque talado plantó una bellota y dijo con altivez: «Prosperará, igual que yo».

Annesley Hall, el hogar del asesinado vizconde Chaworth, estaba unido a Newstead por una larga avenida de robles conocida como Camino Nupcial porque el tercer lord Byron se había casado con Elizabeth, una de las hijas del vizconde. El señor Hanson, abogado y administrador de la familia que se había desplazado desde Londres para dar la bienvenida a Catherine y a su hijo, advirtió de inmediato la precocidad de Byron y señaló que en Annesley vivía una prima joven y hermosa llamada Mary Ann con quien el chico podía desposarse. El picapleitos recibió una respuesta cortante: «¿Cómo, señor Hanson? ¿Los Capuleto y los Montesco unidos en matrimonio?». Mary Ann habría de ser otro de esos seres etéreos e idealizados por quienes Byron sentiría una «bulliciosa pasión», solo que la chica bebía los vientos por un tal señor Musters, caballero aficionado a la caza del zorro del que se rumoreaba que era hijo ilegítimo del príncipe regente, pero a quien los padres de Mary Ann tenían por un «monstruo dado al libertinaje y la depravación».

Conocería a primas, tías, tías abuelas y, como era el único varón entre todas ellas, lo mimarían a conciencia. En la primera carta que Byron, que tenía once años, le escribió a su tía abuela Frances se muestra ampuloso y pagado de sí mismo:

Querida señora:

Ya que ella es incapaz de escribir, mi mamá desea que le haga saber que las patatas ya están listas y que puede usted venir a por ellas cuando le plazca. Mi madre le ruega que le pregunte usted a la señora Parkyns si desea que el poni dé un rodeo por Nottingham o si prefiere que vaya a casa por el camino más corto, puesto que sigue bastante bien, pero ya es demasiado pequeño para llevarme. Le mando el conejo joven que le prometí y espero que la señorita Frances lo acepte. Mi mamá les envía sus mejores deseos, a los cuales me sumo.

Quedo, mi querida tía, a su disposición,

BYRON

Espero que disculpe mis incorrecciones, ya que es la primera carta que escribo en toda mi vida.

En el mes de noviembre, el frío y la humedad se apoderaron de la abadía y madre e hijo tuvieron que trasladarse: Byron con May Gray, su niñera, a Southwell, con los Parkyns, unos primos; Catherine, a Londres, para pedirle al señor Hanson que convenciera a lord Carlisle, otro primo lejano, para que se convirtiera en tutor de Byron, tarea que Carlisle aceptó de mala gana. Durante la minoría de edad de Byron, Catherine, que solo disponía de una renta de ciento veintidós libras al año, suplicó a lord Carlisle que hiciera uso de sus influencias para solicitar una pensión de la Lista Civil,4 y, gracias a su intervención y a la del duque de Portland, el rey ordenó al señor William Pitt, el primer ministro, que le pagara una pensión anual de trescientas libras. Pero ese dinero no bastaba para restaurar la abadía ni los edificios colindantes, así que la madre de Byron intentó sin resultado subir la renta a los arrendatarios y liberar la propiedad de todas sus cargas. Se hizo imprescindible alquilar Newstead. La familia se trasladó a vivir a Southwell con los Parkyns. Byron se escapó una noche y volvió a la abadía para contemplar su paraíso perdido. El amor frustrado, el orgullo y la rabia por su exilio imprimieron en él ciertos rasgos en los que, según se dijo luego, se inspiraría Emily Brontë, cuarenta años después, para el Heathcliff de Cumbres borrascosas.

Cuando Catherine se encontraba en Londres, y al ver que las hermanas Parkyns recibían clases particulares de un tal Dummer Rogers, Byron decidió que él también merecía una educación y escribió perentoriamente: «El señor Rogers podría ocuparse de mí todas las noches a una hora distinta de aquella en la que da clase a la señorita Parkyns. […] Es algo que te recomiendo porque, si no adoptamos un plan de este tipo, me llamarán burro o me pondrán esa etiqueta y, como sabes, no podría soportarlo». Byron y el señor Rogers leyeron juntos a Virgilio y a Cicerón, y el tutor siempre estuvo pendiente de que su alumno no sufriera demasiado por su pie deforme, y decidió, muy estoicamente, que el tema no se podía mencionar. Catherine contrató al señor Lavender, ortopeda del Hospital General que se hacía llamar «cirujano», para que Byron dejase de ser un «tullido». El señor Lavender empleó un tratamiento muy primitivo: frotó el maltrecho pie con aceite caliente y lo retorció y lo metió a la fuerza en un aparato de madera, así que Byron acabó renqueando y con grandes dolores. Cuando un año más tarde fue a Londres y el señor Hanson lo llevó al doctor Baillie, un médico más experimentado, Byron debió de sentir una rabia inmensa cuando este comentó que era preciso haber tratado la malformación en la infancia y, sin duda, lleno de rencor, culpó de todo a su madre.

Catherine fue condenada al ostracismo por su desdeñoso hijo, por el señor Hanson y su familia, por el diletante lord Carlisle y por el doctor Glennie, director de la Academia de Dulwich, donde, gracias a la recomendación de Carlisle, Byron fue admitido a los once años. El doctor Glennie escribió a propósito de Catherine: «La señora Byron es una completa extraña para la sociedad y la educación inglesas, con una apariencia que dista mucho de ser atractiva, una mente sin cultivar y las peculiaridades propias de las opiniones norteñas, de las costumbres norteñas y del acento norteño […] no es ninguna Madame de Lambert dotada de la capacidad de salvaguardar la fortuna y formar el carácter y los modales de un joven noble, su hijo». En un mundo de hombres con poderes patriarcales, la pobre Catherine no merecía ninguna oportunidad.

Cuando un compañero de clase de la academia le dijo: «Tu madre es tonta», Byron le espetó una respuesta cáustica: «Lo sé, pero tú no eres quién para decirlo». Byron cobró conciencia de la estupidez de su madre cuando esta se encaprichó de M. de Louis, profesor de danza francés a quien conoció en Brompton —adonde había ido a aprender algunos pasos— y de quien, con poco tacto, se hizo acompañar un domingo en que fue a visitar el colegio de su hijo. A partir de este momento, Catherine tuvo prohibidas las visitas, pero iba al colegio y se ponía a gritar desde la puerta, hecho por el que el doctor Glennie la comparó con las Furias. En una carta que le envió a Augusta, su hermanastra, Byron se burló de la debilidad de su madre, una mujer «hundida», dijo, que aparentaba seis años más de los que tenía —Byron aseguraba que había dado a luz con dieciocho años, cuando, en realidad, lo hizo con veintitrés—. Madre e hijo tenían un temperamento igualmente impetuoso, pero eran muy distintos: la madre, enérgica, de rasgos marcados, provinciana; Byron, altivo y maniático en sus modales y en el vestir. Las demandas del lord no eran propias de un hijo, sino de un marido tiránico. Ningún esclavo negro, llegaría a afirmar Byron, había deseado nunca la libertad tanto como él.

«E ingresó en el internado de Harrow». El doctor Glennie escribió que estaba «tan poco preparado como cabe esperar después de tan solo dos años de educación primaria y enajenado por todo cuanto puede distanciar la mente de un joven de un preceptor, de un colegio y de cualquier tipo de estudio serio». Hobhouse, que sería amigo de Byron toda la vida, nos ofrece un punto de vista muy distinto de los internados ingleses, a los que llama templos de las novatadas, los azotes y la iniciación homoerótica.

Harrow, que se encontraba a veinte kilómetros de Londres y desde donde se veían Windsor y Oxford, era un internado para futuros duques, marqueses, condes, vizcondes, lores, caballeros y barones, muchos de los cuales ingresaban en él a la tierna edad de seis años. Byron tenía trece años cuando lo hizo y ya tenía sojuzgada a su madre, a quien insistió, pese a la magra renta de que disponían, en que debía ir tan emperifollado como correspondía a su estatus nobiliario. Llevó pantalones de cutí, pantalones de montar de gamuza, casaca de paño muy fino, un aparato ortopédico nuevo y una bota acolchada especial para ocultar su marchita e indecorosa canilla.

Al principio lo hicieron «muy amargamente» consciente de su cojera y fue víctima de las burlas y el acoso de los chicos mayores, algo a lo que se enfrentaría a su debido tiempo aprendiendo a pelear y fortaleciendo el pecho, los brazos y los pulmones. La señora Drury, la esposa del director, recordaría a «Birron, ese chico cojo, luchando en la cuesta como un barco en una tormenta sin brújula ni timón». Su marido, en cambio, opinaba que habían puesto en sus manos a «un potro salvaje», aunque también reconocía que el muchacho «tenía cabeza». El método de enseñanza era riguroso: los chicos debían estar en sus pupitres antes de las seis de la mañana y, alumbrados por una simple mecha de sebo, leer, analizar y memorizar textos griegos y latinos. Las aulas eran frías, los bancos y las paredes de roble estaban oscurecidos por el fuego y había varas de abedul y banquetas para azotar a los rebeldes y a los rezagados. Otros castigos más cuestionables se llevaban a cabo por las noches en los dormitorios, que nadie vigilaba y donde los niños se bañaban juntos y algunos, los que habían pagado una matrícula reducida, compartían cama. A los muchachos más guapos —entre los cuales, sin duda, estaba Byron— los chicos mayores les daban nombres femeninos y los trataban de «putas» en sus juegos: el gusto de exigirles un «destape» era el preámbulo de mayores intimidades. Quienes se negaban recibían una torta o una patada hasta que accedían. Los intercambios más groseros eran atemperados a la luz del día con sentimientos más idealizados, con tributos y versos de alumno a alumno. Las amistades de Byron en el colegio fueron, como él mismo afirmó, «pasiones» a causa de la predisposición violenta del poeta, primero por un compañero, William Harness, de diez años, cojo también, y luego, cuando esto condujo a su marginación, por John Fitzgibbon, conde de Clare, a quien Byron declaró amar ad infinitum. Este amor solo lo interrumpió la distancia, porque el poeta afirmó que siempre que oía la palabra «Clare» sentía un murmullo en el corazón.

En las vacaciones, sin embargo, sus «pasiones» giraron en dirección opuesta y volvió a concentrar sus afectos en Mary Chaworth, con quien vivió una experiencia que luego recordó como si fuera una epifanía: en la visita que ambos hicieron a una cueva de Derbyshire, se tumbaron juntos en una pequeña balsa empujada por un barquero a quien Byron llamó Caronte, combinando felicidad y fatalidad. No existía nadie más que Mary, solo respiraba por y para ella. Su inmolación fue rotunda y en forma de poema, El sueño, que escribió trece años después. En él admitía que había dejado de vivir en sí mismo, que ella era su vida, «el océano del río de sus pensamientos».

Cuando llegó el momento, Byron se negó a volver a Harrow. En las cartas que escribió a Annesley y a su madre, que se encontraba en Southwell, su tono de súplica era cada vez más intenso: «Solo deseo y ruego hoy, y por mi honor, estar fuera mañana […] las personas a quienes más amo viven en este condado; por tanto, en nombre de la piedad, suplico que me deis permiso». Su madre, celosa del amor de su hijo, tomaría cumplida venganza, porque fue ella quien le dio la noticia de la boda de la señorita Chaworth con el señor Musters, advirtiéndole antes, eso sí, de que podría necesitar un pañuelo. Observando la fingida indiferencia del lord, un primo se dio cuenta de que estaba ocultando su dolor y de que, por habérselo contado, miraba a Catherine con enorme acritud.

Los diversos rechazos e infortunios lo volvieron más resuelto y, al volver a Harrow para el trimestre de primavera, Byron se convirtió en un formidable adversario de afilada lengua y fuertes puños. Reunió a su alrededor a un grupo de culto, una cohorte que se deleitaba con su arrogancia y su rebeldía. El doctor Drury diría que sembraba «la revuelta y la confusión», y tan subversivas se volvieron sus diabluras que lo suspendieron el trimestre siguiente y solo le permitieron volver gracias a la intercesión de lord Carlisle.

Sus cartas de aquellos cuatro años, en las que hace gala de un prodigioso dominio del idioma, nos lo muestran en muchos y muy diversos estados —precoz, arrogante, suplicante—, dependiendo de a quién escribiera. Durante las vacaciones en casa del general Harcourt, en Portland Place, conoció a su hermanastra Augusta, una muchacha lánguida y amable que pronto se convertiría en destinataria de un sinfín de misivas galantes y afectadas. Era su «queridísima hermanita», el pariente más cercano que tenía en todo el mundo, a quien estaba ligado por los lazos de la sangre y el afecto. Ah, cuán desdichado se sentía por estar separado de ella, lo cual era culpa de su celosa madre, a quien describió como «una feliz combinación de trastorno y locura». Solo necesitaba a Catherine para que le diera dinero, para ir al establecimiento del señor Sheldrake, en el Strand londinense, y comprar un aparato ortopédico nuevo, y, sobre todo, para defender su honor. Henry, el hijo del señor Drury, su tutor, dijo de él que era «un canalla», apelativo que suscitó en Byron una rabia homérica y que lo indujo a decirle a Catherine que, si no hacía algo para remediar el agravio, abandonaría Harrow de inmediato —mejor tirar la vida por la borda que echar a perder su personaje—. También añadió que si lo quería, no lo demostrara, recordándole que estaba labrándose el camino a la grandeza y no al deshonor.