Cada familia tiene una historia - Julia Samuel - E-Book

Cada familia tiene una historia E-Book

Julia Samuel

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Beschreibung

¿Por qué algunas familias progresan en la adversidad y otras terminan descomponiéndose? ¿Cómo pueden superar unidas las transiciones difíciles? ¿Por qué nuestras familias nos exasperan tan a menudo? A través de ocho estudios bellamente narrados, Julia Samuel analiza una serie de problemas comunes como la pérdida, el abandono del hogar, la separación o las relaciones entre hijastros, y muestra cómo se heredan y cuántos de ellos se pueden sanar si se afrontan en conjunto. Explorando las relaciones que más nos afectan y más daño hacen, incluido el impacto infravalorado de abuelos y hermanos, e incorporando las últimas investigaciones académicas, la autora nos brinda una sabiduría práctica. Sus doce puntos de referencia para el bienestar familiar (desde discutir de manera productiva hasta dedicar tiempo a los rituales) nos proporcionan las herramientas necesarias para mejorar nuestras relaciones y crear las familias que anhelamos. Una meditación tranquilizadora que, en medio de traumas y dificultades, narra historias inolvidables de perdón, esperanza y amor.

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Julia Samuel

Cada familia tiene una historia

Cómo heredamos la pérdida y el amor

Traducción del inglés al castellano de Fernando Mora

Título original: EVERY FAMILY HAS A STORY

How We Inherit Love and Loss

© Julia Samuel 2022

First Published in Great Britain in 2022 by Penguin Life

© de la edición en castellano:

2023 by Editorial Kairós, S.A.

www.editorialkairos.com

© de la traducción del inglés al castellano: Fernando Mora

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien Van Steen

Primera edición en papel: Noviembre 2023

Primera edición en digital: Noviembre 2023

ISBN papel: 978-84-1121-186-4

ISBN epub: 978-84-1121-226-7

ISBN kindle: 978-84-1121-227-4

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Este libro está basado en hechos reales, pero todas las personas que aparecen en él son ficticias o se han cambiado sus nombres y características identificativas para proteger su intimidad.

Cualquier parecido con personas reales, vivas o fallecidas, es pura coincidencia.

Para Catherine y Rachel, con todo mi amor

Sumario

IntroducciónLa terapiaLa familia Wynne, ¿quién soy?La familia Singh y KellyLa familia ThompsonLa familia Taylor y SmithLa familia Browne y FrancisLa familia RossiLa familia BergerLa familia Craig y ButowskiConclusiónDoce claves para el bienestar de la familiaBreve historia de la familiaAnexoCuestionario sobre experiencias infantiles adversas (ACE)Instrucciones para el estudio de las experiencias infantiles adversasNuestra puntuación ACELa escala «¿Sabes?»Diez preguntas cruciales (que debemos plantearnos si pensamos mantener una relación a largo plazo)EMDRBibliografíaAgradecimientos

Introducción

Cada familia tiene una historia, una historia de amor y pérdida, de alegría y dolor.

La historia de la familia en la que nací estuvo marcada por grandes privilegios y múltiples traumas. Pero no contábamos historias. No había narración o comprensión alguna de lo que había pasado, de lo que estaba sucediendo, o de cómo afrontarlo. Mis padres eran jóvenes adultos durante la Segunda Guerra Mundial. Mi padre estaba enrolado en la Marina y mi madre era una chica de campo. Pero no era ahí donde radicaban sus heridas. Los padres y dos hermanos de mi madre habían muerto repentina e inesperadamente a los veinticinco años. Mi padre y mi hermano también habían muerto de repente cuando yo era todavía joven. Sus padres habían luchado en la Primera Guerra Mundial.

Como la mayoría de las personas que vivían en esa época, y como mi generación de baby-boomers puede atestiguar, ellos se atuvieron a la necesidad de sobrevivir y multiplicarse. Poseían una tenacidad, unas agallas y un valor admirables. Su vía de supervivencia, la única que les quedaba, era olvidar y seguir adelante. Vivían según la máxima de que aquello que no se habla ni se piensa no nos hará daño. Montar un buen espectáculo, esconderse de la vulnerabilidad y, sí, un labio superior rígido eran los mantras de mi infancia y de la mayoría de mi generación. Pero, incluso cuando está fuera de la vista –quizá especialmente cuando se halla fuera de la vista–, la huella dactilar del amor y la pérdida en nuestro interior sigue ganando complejidad. Eso no siempre es visible a simple vista, pero sigue siendo complicado, sigue teniendo su textura, sigue siendo algo todavía doloroso.

Lo que a menudo no se reconoce es que comportamientos como estos son el legado del trauma. El trauma no tiene lenguaje. El trauma no tiene concepto del tiempo. Se halla siempre en alerta máxima en nuestro cuerpo, listo para verse activado muchas décadas después del suceso traumático original. No se permite procesar las emociones. Para mí significó muchas piezas que faltaban en el rompecabezas. Recuerdo mirar fotografías en blanco y negro de mis abuelos fallecidos, tías y tíos, examinando en busca de pistas porque no sabía prácticamente nada de ellos. La primera vez que vi una fotografía de mi abuelo materno fue este mismo año. Había tantos secretos y tantas cosas sin decir que ahora miro a mis padres y me pregunto: ¿qué sabían ellos? ¿En qué pensaban? ¿Sabían lo que sentían? ¿Hablaron alguna vez, como pareja, de las cosas que les importaban? Y esos secretos, ¿se los contaban o no? Ciertamente, ellos no me hablaron de nada de eso.

Esto significaba que estaba constantemente observando y escuchando en busca de pistas, lo cual resultó ser el brebaje perfecto para fermentar a una psicoterapeuta: siempre sentía curiosidad, escuchaba atentamente, estaba muy interesada en lo que ocurría detrás de la fachada, como un detective escudriñando en el polvo en busca de huellas.

Mis padres ya fallecieron. Mientras escribía este libro, el amor y la comprensión hacia ellos han ido cambiando y creciendo. Viven en mí, formándome e influyéndome de continuo, al igual que lo hacen todas nuestras relaciones clave, razón por la cual les estoy enormemente agradecida. He aprendido de ellos numerosas habilidades, comportamientos y formas de ser cruciales que me han servido de mucho. Y sigo beneficiándome ahora de las inmensas oportunidades que me proporcionaron.

He escrito este libro sobre las familias porque cada cliente que he tenido se ha centrado en su familia. Quieren saber por qué tienen dificultades con sus familiares o se preguntan por qué amarlos, y todo lo demás. No soy diferente de mis clientes. En mi terapia, he invertido una enorme cantidad de tiempo explorando mi familia de origen y mi familia actual, tratando de encontrar sentido a lo que sucede.

Las familias y su papel en la actualidad

La expresión «familia nuclear», es decir, dos padres casados y sus hijos, ya no describe plenamente a los 19 millones de familias que viven en el Reino Unido. Las familias adoptan ahora muchas formas: familias monoparentales, homoparentales, de adopción, extensas, poliamorosas, mixtas, sin hijos y familias formadas por amigos en las que no hay relaciones de sangre, etcétera.

En el pasado, el objetivo y la función principal de la familia era criar a los hijos. Pero se ha producido un gran cambio social en el sentido de que ahora hay más madres que trabajan y tienen menos hijos. Como vivimos más, criar niños solo ocupa la mitad de nuestra vida adulta. En consecuencia, vivimos como adultos de nuestra familia durante mucho más tiempo que en el pasado, llevando con nosotros la carga o los dones de esta. Cada persona que habita en estos diferentes modelos de familias tiene su respuesta única a ellas, la cual estará basada en la genética, el entorno y las condiciones de vida.

Quería mirar bajo la alfombra de algunos de estos tipos de familias para saber qué ha ocurrido y plantear algunas preguntas: ¿qué es lo que permite a determinadas familias prosperar a pesar de la enorme adversidad cuando otras se fragmentan? ¿Qué predice la ruptura familiar? ¿Por qué en ocasiones nuestra familia nos saca de quicio?

Este libro pretende explorar esas cuestiones y profundizar en su comprensión. No se trata de cómo educar a familias perfectas. Las familias perfectas no existen. Las familias operan en un espectro de disfunción y funcionamiento que depende de factores estresantes internos y externos. En su lugar, narro los relatos de la experiencia vivida por ocho familias que afrontan desafíos concretos a lo largo de varias generaciones. A menudo se subestima el nivel de influencia de una generación sobre la siguiente. Los factores de estrés no resueltos de una generación pueden transmitirse para intensificar las presiones cotidianas de la vida de las generaciones que les suceden.

Las familias se hallan en constante cambio, por eso son tan complicadas, y esa es la razón de que supongan un trabajo tan arduo. Mientras la generación anterior se enfrenta a la vejez, sus hijos adultos lidian con sus propios hijos que se van de casa, y a la vez esos jóvenes se están adaptando y avanzando hacia la edad adulta. Hoy en día, lo que se consideraba un ciclo vital normativo constituido por cuatro etapas –establecimiento (matrimonio), expansión (hijos), contracción (hijos que abandonan el hogar) y disolución (muerte de la pareja)– no es en absoluto aplicable a todo el mundo. Las relaciones a menudo concluyen en divorcio, los hijos deciden no abandonar el hogar o regresar a casa después de algunos años, o tal vez no haya hijos. Vemos, a partir de las historias que siguen, que en ocasiones las familias tienen que tirar de las riendas juntos, y otras veces dar un paso atrás. Es esta danza, el movimiento hacia dentro y hacia fuera como una familia, buscando la armonía y permitiendo al mismo tiempo las diferencias, lo que favorece la estabilidad.

Me fascinan las familias por un buen motivo: son importantes. La familia es la influencia más decisiva en la vida de un niño y en lo que este terminará convirtiéndose. Reflejan ese amor fiable en su edad adulta, ya que fortalece su bienestar emocional, físico y espiritual, lo que permite llevar una vida feliz, sana y productiva. En el mejor de los casos, la familia es el lugar seguro donde podemos ser nosotros mismos, con todas nuestras debilidades y defectos, y seguir siendo profundamente amados y comprendidos. En términos ideales, es el lugar donde las raíces de nuestro desarrollo se ven plenamente reconocidas, el ambiente en el que hemos crecido recibiendo un pleno reconocimiento.

En el centro de nuestro bienestar reside la relación. La calidad de nuestra vida depende de la calidad de nuestras relaciones. Como terapeuta seguidora de las teorías del apego de John Bowlby, considero que nuestras «cuestiones relacionales» comienzan con nuestra familia. Ella es el centro de cómo aprendemos a relacionarnos y a gestionar las emociones en todos los aspectos de nuestra vida –nosotros mismos, el amor, la amistad, el trabajo–, así como en la propia familia. La base de nuestras creencias y valores está programada en nosotros a través de nuestra familia, tanto si la seguimos como si nos rebelamos contra el sistema familiar. Y lo que es más importante, recibimos de nuestra familia nuestro sentido del propio valor: llegamos a creer que valemos o lo contrario.

Cuando son «suficientemente buenas» –como sostiene Donald Winnicott, el eminente pediatra y psicoanalista–, las familias conforman los cimientos de nuestra vida, el fundamento que nos mantiene firmes al afrontar los golpes de la vida. Cuando funcionamos bien, podemos recurrir a nuestra familia en la adversidad y recabar apoyo. Cuando el mundo exterior nos parece fracturado y alienante, el hogar y la familia son un refugio para sanar y acopiar de nuevo fuerzas.

Tal vez no veamos a nuestra familia, pero sigue formando parte de nosotros, genéticamente, en nuestros recuerdos y en nuestro inconsciente. En consecuencia, nunca podremos abandonarla, como hacemos con una pareja o una amistad.

Las familias excepcionales son familias corrientes

Las familias sobre las que escribo son a la vez excepcionales y corrientes. Creo que podríamos seleccionar cualquier familia en cualquier momento de su vida y aprenderíamos mucho sobre lo que se esconde bajo su yo externo, sobre aquello que las conforma e influye. Podrían ser los «fantasmas de su guardería», las influencias de su infancia, sus padres y abuelos, o cómo sus propios hijos los obligan a enfrentarse a aspectos de sí mismos que no se habían atrevido a mirar antes. Y lo que encontraríamos sería exclusivamente suyo y, en algunos aspectos, familiar para todos nosotros.

Descubrir estas verdades adicionales sobre sí mismos ha dado a mis clientes, y se lo proporcionaría a cualquier familia, claridad y confianza para navegar a través de las turbulencias de la vida.

Me intriga el hecho de que en las familias la mayor parte de lo que se habla no tiene ninguna consecuencia, y mucho de lo que importa queda sin decir. Significa que nuestra imaginación se mueve por lugares desconocidos y aterradores: las historias que nos contamos a nosotros mismos están llenas de lagunas y suposiciones. Sabiendo que en la familia los guiones se transmiten de generación en generación, estoy muy interesada en el poder y la influencia de esos secretos y silencios. Con el tiempo he llegado a comprender que lo que se rechaza en nosotros, lo que se exilia a un oscuro lugar tácito, tiende a fermentar y se torna hostil y peligroso.

Mis clientes no venían a verme porque buscasen terapia para asumir sus heridas del pasado, sino debido a un doloroso regalo. Descubrimos, sin embargo, que su presente estaba entretejido con los hilos de su pasado. Entre otras muchas cosas, veía claramente cómo el trauma puede transmitirse de una generación a la siguiente.

Conocía la teoría de que, cuando un acontecimiento traumático no se aborda ni es procesado en una generación concreta, prosigue a través de las generaciones sucesivas hasta que alguien esté preparado para sentir el dolor. También conocía la investigación sobre epigenética: el modo en que los traumas cambian la carga química de nuestros genes, lo cual afecta a nuestro sistema operativo, incrementando nuestra respuesta a los acontecimientos externos y activando una parte del cerebro –es decir, la amígdala–, el mecanismo de lucha/huida/paralización. He observado que, si el trauma no ha sido procesado, la amígdala permanece en alerta roja décadas después del suceso. Por ejemplo, si no hubiéramos abordado el trauma del suicidio en la familia Rossi, alguno de los nietos podría haberse visto acosado por miedos, imágenes corporales y sensaciones que no podrían explicar y habrían creído que algo iba mal con ellos. Las lecciones que derivo de esto son, en primer lugar, que nos servirá a nosotros y a futuras generaciones reconocer que tal vez nuestra herida psicológica no empezó con nosotros, y que eso no significa nuestro fracaso personal. Y, en segundo lugar, que abordando el dolor y procesándolo, protegemos a las generaciones futuras.

Cada una de las ocho familias se enfrentó a duros retos vitales, como todos nosotros hacemos. Es en esos puntos álgidos de cambio –como la muerte, la enfermedad y la separación– donde a menudo se tambalean las familias. Tal vez sea una propensión a mantener el pasado, temiendo el futuro, la que hace que las transiciones familiares sean a la vez amenazadoras y emocionantes y donde cada miembro de la familia exhibe actitudes distintas y, en ocasiones, contradictorias. Todas estas familias lo demuestran Se necesita una enorme dedicación y compromiso para alimentar a la familia, para priorizarla por encima de otras exigencias de la vida, para mantenernos unidos en momentos de crisis. Estas familias demostraron que las familias en transición –y, de hecho, la mayor parte de las veces– nos obligan a recurrir a nuestras reservas más profundas de amor, paciencia, autoconciencia, tiempo, esfuerzo y, por supuesto, dinero. Mi objetivo era arrojar luz sobre los detalles de lo que ocurre en cada familia concreta, considerando que los detalles más personales e íntimos de nosotros mismos pueden traducirse más ampliamente a una perspectiva universal.

Generaciones

Cada vez me atrae más trabajar con sistemas familiares porque veo que nuestras vidas no están separadas, sino que se hallan interconectadas y son interdependientes, llegando a percibir el proceso de cambio como una empresa colectiva. Gracias a este trabajo he llegado a entender que no es lo que le ocurre a una familia, sino la calidad de la conexión y la buena voluntad intencionada entre sus miembros las que afectan a nuestra capacidad de gestión.

El poder de los abuelos y los padres para influir, para bien o para mal, incluso en los hijos adultos ha supuesto una nueva e importante percepción en lo que a mí respecta. En estos estudios de casos comprobamos que la familia es más que los individuos que la componen. Aunque cada miembro posee su propia narrativa, esta también se combina para crear el sistema familiar y nuestra forma de ser, demostrando que el ciclo vital familiar –desde el nacimiento, la adolescencia y la edad adulta hasta la vejez– es el contexto principal del desarrollo humano. Al observar sus diferentes historias transmitidas de generación en generación, y cómo se influyen mutuamente, empezamos a entendernos a nosotros mismos.

En cada capítulo, la familia es la estructura que sostiene el sistema emocional de cada generación, incluso después de tres e incluso cinco generaciones. El modo en que gestiona cada uno ese sistema emocional de la familia, encabezada por los padres y los abuelos, da forma a su resiliencia cuando se enfrentan a grandes cambios vitales o incluso a pérdidas traumáticas.

También vemos que los sistemas emocionales no son lógicos. Podemos querer que nuestro hijo/padre/abuelo no se enfade por algo que consideramos trivial –o, en el otro extremo, traumático–, pero eso no funciona. El propósito de nuestro sistema emocional es proporcionarnos mensajes que fluyan a través de nuestro cuerpo, referentes a la seguridad y el peligro, que nos permitan experimentar placer y satisfacer nuestras necesidades. Es importante conocer que las emociones, ya sean dolorosas o alegres, pueden fluir libremente a través de nosotros. En el momento en que las emociones se apagan, la disfunción se instala en nosotros. En las familias, la disfunción puede transmitirse de padres a hijos, de generación en generación, ya que el progenitor la modela en el comportamiento que manifiesta hacia sus hijos, de manera que el ciclo continúa.

Las familias disfuncionales presentan numerosos matices y grados de disfunción. Por lo general se trata de familias en las que hay más interacciones negativas que positivas. No existe una actitud predecible de buena voluntad, o de cuidado y apoyo recíproco en cada miembro de la familia. No saben cómo enfrentarse a las dificultades: los conflictos pueden escalar hasta convertirse en enfrentamientos que duran meses, años o incluso generaciones. Tienden a ser rígidos, con puntos de vista inalterables sobre lo que está bien y lo que no, y se cierran a la comunicación en lugar de abrirla. Tanto en su comportamiento como psicológicamente son impredecibles y una fuente de angustia para cada miembro de la familia cuando no se busca ni se encuentra la resolución, lo cual significa que los miembros de la familia se sienten abandonados y atrapados. Pueden experimentar la atracción adictiva de la recompensa inestable, a veces recibiendo el ansiado amor y atención, y luego, sin motivo, experimentando su retirada: todo el mundo está enganchado, esperando el siguiente estímulo.

Las familias que son rígidamente disfuncionales, instaladas en el extremo y que no se mueven a lo largo del espectro, es poco probable que acudan a nosotros. A menudo me pregunto sobre la aparente contradicción de que muchas de las personas más necesitadas de apoyo y comprensión sean las menos propensas a pedirla. O, lo que es aún peor, que sean incapaces de acceder a ella.

Los sistemas familiares conllevan algo más que nuestros guiones y emociones. También establecen, implícita y explícitamente, las pautas de comportamiento y conexión entre cada miembro de la familia: quién tiene qué poder, así como las creencias y las normas que rigen su funcionamiento, es decir, lo que se puede comunicar, lo que se bloquea, o qué comportamiento es sancionado. Cuando es negativa, la dinámica familiar contribuye a los problemas de un miembro concreto de la familia, aportando la causa de la angustia individual y colectiva. Si, por ejemplo, el padre es débil, su hijo puede ser dominante. La dinámica entre ellos es cocreada y afecta a todos. En lugar de ocuparse solo del padre débil, es importante abordar en su conjunto la dinámica familiar, ya que la totalidad de la familia es el instrumento para el cambio.

En ocasiones, un individuo manifiesta un determinado tipo de comportamiento como expresión de una dificultad sistémica. Por ejemplo, cuando las preocupaciones económicas no se ven atendidas por todos los miembros de la familia, alguno de los hijos puede manifestar problemas de control. Las familias se bloquean en los puntos de cambio y crisis, utilizando un patrón anticuado de afrontamiento y esperando que el resultado sea distinto, y entonces se atrincheran más en sus problemas. Es la familia en su conjunto la que necesita comprensión. Y, en ocasiones, necesitan algo más que comprensión: les hace falta un cambio activo y ayuda para adoptar comportamientos diferentes. Cuando trabajé con estas familias, no me centré en una sola «persona problemática», sino que observé los patrones que se producían entre todos sus miembros, y cuál de ellos podía estar causando problemas.

Cualquiera que analice a su propia familia se beneficiará de examinar sus patrones y comportamientos familiares heredados para ver qué pueden necesitar adaptar. A menudo son los pequeños cambios inesperados los que traen mejorías. Por ejemplo, la familia Wynne ayudó a su hijo deprimido viendo juntos toda la serie Modern Family.

El amor importa

El amor, el recurso previsible que gestiona las emociones de la familia, es clave. El amor en todas sus modalidades: la capacidad de darlo, de recibirlo, en acción, apartándose, soltándose o moviéndose hacia él en la ruptura y la reparación.

El origen de la fractura y el desamor de las familias suelen estar en los celos y la competencia por lo que puede considerarse el limitado recurso del amor en todas sus formas. Se juega con el sufrimiento y el dolor, así como en las consiguientes batallas de hermanos y parejas, o de rivalidad intergeneracional.

Se producen debates constantes sobre la naturaleza y la crianza. Cuando nacemos recibimos una huella genética: nuestra propensión a la inteligencia, la condición física y los rasgos de carácter, y sabemos que su potencial puede verse satisfecho o entorpecido por nuestro entorno. El azar determina en qué tipo de familia nacemos, la riqueza o la pobreza, la historia, la salud psicológica y las pautas familiares, todo lo cual influye en la cualidad de la crianza. Pero en el centro del bienestar se ubica nuestra identidad básica: «Me quieren y pertenezco a algo. Esta familia es mi hogar y un lugar seguro pase lo que pase conmigo o con ellos».

Por experiencia propia, y por lo que he aprendido de las familias en este libro, al comparar las familias no biológicas y las biológicamente emparentadas, las historias que nos contamos a nosotros mismos terminan convirtiéndose en lo que somos. Cuando nos cuentan historias verdaderas, confiamos en que se nos quiere y que pertenecemos a algo, lo cual nos lleva a prosperar, sea cual sea nuestra herencia genética o conexión.

Las familias son desordenadas, caóticas e imperfectas. Allí donde amamos y nos preocupamos más, también nos dolemos más, luchamos más y cometemos nuestros más profundos errores. Sin embargo, prosperamos cuando nuestra familia se mantiene segura, tanto en nuestro interior como a nuestro alrededor. Merece la pena el esfuerzo, el dolor y la lucha. Cuando podemos confiar en nuestra familia, se convierte en la fuerza que nos mantiene unidos si se trastoca todo nuestro mundo. Incluso en las grandes distancias, cuando nuestra familia se ubica en el centro de nuestro ser, nos ayuda a encontrar nuestro propio equilibrio a pesar del desorden y la locura del mundo.

Lo mejor que podemos hacer para evitarlo es dar prioridad a nuestra familia en nuestros corazones, en nuestra mente…, y con nuestro tiempo.

La terapia

Estoy en deuda con mis clientes, que me concedieron permiso para escribir sobre sus cuestiones más personales y difíciles. Describo sus relatos como historias, lo cual es cierto, aunque no podemos olvidar que me estoy refiriendo a sus vidas personales más íntimas, y eso no es una ninguna «historia» para ellos. Su generosidad y valentía se basaban en su esperanza de que, al contar la historia de su familia, otros podrán conocer la suya y, tal vez, sanar sus propias heridas. Creo que la sabiduría recogida por clientes y terapeutas en la intimidad de la sala de terapia ha sido durante mucho tiempo un valioso recurso para todos.

He ocultado la identidad real de mis clientes para proteger su intimidad. Algunos de ellos son compuestos y, aparte de una familia, todas las relaciones de los clientes que aparecen en este libro tuvieron lugar durante la pandemia de 2020/21 y mediante Zoom. Solo menciono el impacto del COVID-19 cuando ha afectado materialmente a mis clientes. A pesar de todos los retos que el COVID ha supuesto, resultó tener algunas ventajas inesperadas para el proceso terapéutico. Desde una perspectiva práctica significaba que podía ver a más personas a una hora acordada: intentar que hubiese más de una o dos personas en la sala conmigo, si bien haciendo malabarismos con los viajes y los horarios, dado que era una tarea mucho mayor que un mero reto logístico. También comprobé que la terapia a distancia era menos intimidatoria, sobre todo para las generaciones mayores. Sentarse en la seguridad de su propio hogar, tal vez con una taza de té en la mano, mirando a otros miembros de la familia y a mí en la misma pantalla se convirtió en un entorno agradable en el que debatir cuestiones intensas y frecuentemente peliagudas. Al final de la sesión abandonaba la llamada de Zoom, pero a menudo la familia se quedaba y hablaba más acerca de lo que habíamos discutido entre nosotros. A menudo pensaba que esas habrían sido las mejores conversaciones en las que participar y de las que pedía regularmente información actualizada, pero no me llegó ninguna. A pesar de todas las desventajas de no captar las señales viscerales corporales de mis clientes, como la conectividad intermitente o ver hasta la nariz de alguien en lugar de sus ojos, los beneficios del Zoom superaron con creces los aspectos negativos. Siempre querré trabajar con clientes en mi sala, pero en lo que respecta a mi práctica con las familias, este era el camino.

Muchas de las familias ya formaban parte de mis casos. A otras las seleccioné por la diversidad de perspectivas que aportaban, como los Berger y la familia Singh/Kelly, o el conflicto particular al que se enfrentaban, como los Craigs. Cada historia puede leerse por separado o en conjunto. La conexión entre ellas era que las familias acopiaron el valor suficiente para acudir en busca de apoyo ante las dificultades a las que se enfrentaban, reconociendo que tenían que encontrar nuevas formas de abordarlas.

Y, a la inversa, cuando escucho a mis clientes que tienen dolorosos e insolubles problemas con determinados miembros de la familia, y que no se unen a ellos en terapia, sus padres o hermanos se obsesionan con tener razón, en lugar de estar dispuestos a analizar qué otros factores contribuyen al problema. Sostener posiciones rígidas es el sello distintivo de las familias bloqueadas en patrones negativos. Creo que las familias de este libro demuestran que es su capacidad de adaptarse y cambiar sus perspectivas, mientras buscan estabilidad y una conexión más estrecha, la que hace de ellas familias funcionales. Nuestra terapia era, y suele ser, un lugar extremadamente positivo para empezar a explorar, e incluso a practicar, esta importante habilidad. La capacidad de estas familias para aprender a gestionar sus emociones, así como permitirlas, fue un factor significativo en su segura navegación por los retos de la vida a través de las diferentes generaciones.

Teniendo esto en cuenta, resulta útil consultar el libro de Daniel Goleman Inteligencia emocional. Su definición de la inteligencia emocional es la siguiente: «La capacidad de identificar, evaluar y controlar las propias emociones». Si no queremos vernos secuestrados por las tensiones permanentes de la vida familiar moderna, necesitamos ser inteligentes con nuestras emociones. Necesitamos crecer en autoconocimiento, es decir, reconocer lo que sentimos y por qué lo sentimos. Si somos conscientes de nosotros mismos, podemos recordarnos cuando estamos en un estado de alteración que existen otros estados de ánimo y emociones, y que eso no es todo lo que somos para siempre. La inteligencia emocional nos permite practicar hábitos, como el mindfulness, para reequilibrarnos, o incluso simplemente salir de la habitación durante unos momentos, lo que nos ayuda a juzgar mejor cómo no exteriorizar un disgusto y a recuperarnos de él. En definitiva, nos proporciona la disciplina necesaria para filtrar palabras y sentimientos al servicio de la relación y no como un ataque contra ella, para comprometer nuestro pensamiento y nuestros sentimientos, sintonizando con los demás con empatía. Una vez que nos estabilicemos y veamos que otros hacen lo mismo, ya no necesitamos imponernos, sino confiar en que hay suficiente amor dentro del sistema familiar.

La terapia familiar suele ser más intensa que la individual. Cada experiencia en el grupo se ve magnificada por el número de personas presentes. Para el padre o la madre, que es responsable (aunque no lo desee) del lugar en el que se encuentran, eso puede ser especialmente duro. Escuchar las críticas o el dolor de los propios hijos requiere paciencia. Hace falta valor, así como el compromiso de permanecer con esos sentimientos. Aunque las revelaciones dolorosas nos afectan profundamente, pueden emerger de ellas aspectos positivos insospechados. Sin embargo, creo que la experiencia de las familias que se atreven a abrazar la fuerza de sus sentimientos, permitiéndolos fluir a través de ellos y cambiando la conexión que mantienen unos con otros, resulta en algunos casos transformadora, y en otros extremadamente útil. El dolor, desgraciadamente, es el agente del cambio. Por ese motivo, evitarlo bloquea el cambio. La nueva disposición de cada una de estas familias a nombrar, experimentar y procesar sus obstáculos formará un nuevo patrón familiar.

No soy terapeuta de sistemas familiares, que es un modelo específico de psicoterapia. Pero mi trabajo se basa en su planteamiento teórico. He asesorado a estas familias con el objetivo de formar un poderoso vínculo con ellas, lo que genera confianza, la cual es un predictor de buenos resultados en terapia. Hay más perspectivas matrilineales que patrilineales: hay más mujeres en mi consulta de terapia, lo que refleja el número de hombres en terapia en su conjunto. Si bien cada vez más hombres acceden a ella, su número es mucho menor que el de mujeres.

Los contratos con mis clientes varían. Veo a parejas que solo quieren atención unas cuantas veces al año, algunas familias, mensualmente, por razones similares y la mayoría de ellas, semanal o bimensualmente. Después de la terapia aprecio el hecho de que los clientes me envíen noticias de sus vidas o tarjetas de Navidad, si bien no espero que lo hagan. Sin embargo, sus historias viven en mí. Me dan forma e influyen en mi persona, como hacen todas las relaciones importantes en mi vida.

La terapia no es para siempre, sino que tiene un final. En las revisiones llega un momento en el que acordamos juntos la disposición de un cliente para concluirla, empoderándose para seguir adelante con su vida sin la necesidad de psicoterapia. Es de esperar que los clientes hayan reforzado su resiliencia para cuando se enfrenten a obstáculos y pérdidas, asumiendo la responsabilidad de seguir adelante. Han reconocido a los padres, a la pareja o un acontecimiento, pero no están atrapados en un bucle de culpabilización. La terapia no soluciona lo que salió mal, sino que nos ayuda a aprender a adaptarnos, crecer y cambiar a pesar de lo que salió mal.

El final con un cliente es un elemento significativo, integral y vital en el proceso de terapia. Reconocido como parte del contrato inicial, es importante que no les resulte conflictivo. Los finales son planificados y tienden a producirse poco a poco. Tras haber desarrollado una relación significativa, siempre estoy triste cuando termina. Puede ser tentador seguir siendo amigos, pero no es aconsejable. Una consideración clave cuando pienso en otro tipo de relación con un antiguo cliente es no causar daño. Honrar la terapia y el espacio que alberga en nuestro interior es algo que se halla mejor protegido por unos límites claros. En ocasiones he desarrollado funciones duales con clientes anteriores, normalmente profesionalmente, que no son perjudiciales, pero tiendo a evitarlo.

Menciono a mi supervisor varias veces a lo largo del texto. Todos los terapeutas incorporan la supervisión a su práctica clínica para proteger a los clientes de los posibles errores del terapeuta. Para el profesional es el lugar para el aprendizaje: la oportunidad de reflexionar sobre sus pensamientos, sentimientos y comportamientos en su aproximación al cliente. Respeto mucho a mi supervisor, es un valioso y necesario colega a quien expongo mis cuestiones éticas, mis errores, mis dilemas, mi furia o mi preocupación por la práctica clínica, y en ocasiones también mi satisfacción por los buenos resultados alcanzados con los clientes. Sin mi supervisor, no creo que pudiera trabajar de manera eficaz. Trabajar con personas siempre suscita preguntas, conflictos y nuestros propios problemas, que una persona sabia y de confianza nos ayudará a despejar.

Disponer de grupos en lugar de individuos para trabajar y escribir ha sido todo un malabarismo psicológico y ha supuesto que tenía que excluir muchos aspectos de la vida de las personas y elegir escribir sobre las partes que afectaban a la familia. Todos con los que trabajé –la mayoría de ellos nunca habían recibido terapia– la encontraron esclarecedora y vinculante. Se alegraron de tener la oportunidad de mirarse a sí mismos y de afrontar asuntos espinosos, mientras yo me responsabilizaba de los conflictos y facilitaba una mayor comprensión. Revelar sus miedos, experimentar emociones, fue tan difícil como poderoso y curativo. He sido testigo de mi cambio de energía con los clientes a medida que surgían nuevas comprensiones. Un elemento clave de la psicoterapia es la oportunidad de escucharse a sí mismo, y a los demás, de una manera nueva: el poder mágico de escuchar y ser escuchado.

Las familias con las que trabajé se enfrentaban a muchos problemas complejos. Encontraron la capacidad de vivir con preguntas sin respuesta y, a pesar de las enormes pérdidas, de aprender a amar de nuevo. He llegado a ver que en el proceso compartían la capacidad de afrontar la incertidumbre de la vida con un fuerte compromiso con la esperanza.

Cuando practico la terapia con mis clientes siempre escribo con mirada retrospectiva. Sin embargo, al analizar nuestro trabajo conjunto, adopté una tercera postura, tratando de acceder a la intensidad de nuestro proceso, tomando distancia, oscilando entre los dos puntos de vista de cliente y terapeuta y generando con ello mayor claridad. La idea era tener en cuenta tanto su pensamiento como el mío. El psicólogo Dan Siegel lo denomina «capacidad de la mente para contemplarse a sí misma». Yo también hice una versión de esto con mis clientes: tomando distancia y ofreciéndoles mis propios pensamientos para proporcionarles nuevos puntos de vista. Sabemos por la ciencia del comportamiento que tendemos a apoyar nuestras decisiones pasadas incluso si aparece nueva información que sugiere que estaban equivocadas. Confundimos los patrones de familiaridad con la seguridad. Se puede tener una visión desde fuera, como la mía, para iluminar esas respuestas intrincadas. La sala de terapia se convierte entonces en un portal que permite al cliente verse a sí mismo con más profundidad, desentrañar narrativas bloqueadas, obtener nuevas perspectivas de lo que ha ocurrido y cuál es la relación que mantienen unos con otros.

Nunca podemos saber cuánto tiempo durará la terapia ni cuál será su resultado. La mayoría de las familias solo asistieron entre seis y ocho sesiones. Teniendo en cuenta lo inamovibles que pueden ser las pautas y dinámicas familiares, me sentía alentada por la velocidad y el nivel de los cambios surgidos. Para alguien que utiliza el tiempo como barrera para buscar terapia le sugeriría (con una sonrisa) que le lleve menos tiempo que ver una serie de televisión.

Comprendo lo desalentador que es dedicar un tiempo a reflexionar, pero el poder de la terapia como medicina preventiva para las familias en la presente generación y en las venideras puede ser muy profundo.

La familia Wynne, ¿quién soy? ¿Somos la suma de nuestros genes o nos hacemos a nosotros mismos?

Caso

Ivo Wynne tenía cincuenta y un años, era ebanista y estaba casado con Suky, de cuarenta y nueve, quien hacía documentales y era de origen estadounidense. Tenían dos hijos: Jethro, de diecinueve, y Lottie, de diecisiete. Ivo vino a verme porque no estaba seguro de si era hijo de su padre Mark o no. Deseaba explorar esta desconcertante cuestión para ayudarle a decidir la mejor dirección que seguir: averiguar más cosas o vivir con esa situación de incertidumbre. Ivo tenía un hermano mayor, Henry, de cincuenta y siete años, y una hermana menor, Camilla, de cuarenta y nueve. Mark, el padre de Ivo, había muerto hacía cinco años, dejando a su madre, Penélope, de ochenta y siete años, una viuda que se automedicaba con alcohol y era una alcohólica casi funcional. Nos conocimos en mi sala de terapia.

–Tengo cincuenta y un años y, ahora mismo, con todas mis fuerzas, sé que tengo que averiguar quién es mi padre biológico. Parece increíblemente estúpido, pero nunca me pareció extraño que mi padre rara vez me prestara atención cuando era niño. Los amigos de la escuela me decían: «¿Por qué tu padre nunca viene a verte el día de los deportes?». Yo era muy deportista, ganaba todas las carreras y era capitán del equipo de críquet. Y les respondía: «Está muy ocupado», y, honestamente, yo… no pensaba que estuviera mal o que fuera raro. Era todo lo que sabía.

Al escuchar las palabras de Ivo, aprecié su confusión, pero también un profundo dolor en sus ojos color avellana, que se insertaban en un rostro apuesto, con pelo castaño ondulado peinado hacia atrás. Con unas gafas de diseño apoyadas en su nariz aguileña daba la impresión de ser alguien de sangre aristocrática. Pero era la forma en que cruzaba las piernas, el arco de sus elegantes miembros revestidos cuando se movía, lo que me recordaba mucho a los caballos de crianza. Conocer la historia de nuestros padres es fundamental para forjar nuestra identidad, pero si, como en el caso de Ivo, también aporta un elevado estatus, su pérdida aporta una nueva capa de complejidad.

Le pedí a Ivo que me hablase más de su historia. Era artesano, dueño de su propia empresa, que diseñaba y fabricaba cocinas y muebles de alta gama. Me sentí atraída a mirar sus manos con renovado interés, dada su capacidad para crear objetos bellos. Siempre he admirado a la gente que sabe hacer cosas, ya que todo lo que hago es prácticamente imperceptible. Pero necesitaba centrar mi atención en su historia.

Ivo era el hermano mediano de una familia formada por tres hermanos. El hermano mayor, Henry, había heredado el título y los bienes a la muerte de Mark. Henry, de cincuenta y siete años, estaba casado y tenía tres hijos. Dirigía la finca y la estaba modernizando para hacerla rentable. Camilla, su hermana menor, «siempre había tenido problemas». Imaginaba que, en esas circunstancias, había todo un mundo de rivalidad entre hermanos: el hijo mayor hereda el lote completo, dejando a Ivo, etiquetado como «el heredero sobrante», afectado por una «segundo-hijo-itis».

Camilla, de cuarenta y nueve años, era (con suerte) una de las últimas de una generación de mujeres de clase alta nacidas en un patriarcado sistémico, educada para el matrimonio, lo cual no era ninguna carrera. Aunque había mantenido múltiples relaciones, ahora vivía sola en la finca familiar trabajando a tiempo parcial para un subastador rural. Había mantenido un estrecho vínculo con su padre. Todos se habían criado con la disposición formal de una vida de niñera y guardería, bastante separada de sus padres. Henry e Ivo habían sido enviados lejos a los siete años, como internos, a una escuela preparatoria. Camilla fue a los once. Los tres habían sido objeto de crueles castigos corporales y tuvieron que cerrarse a sus vulnerabilidades y emociones para sobrevivir en ese duro entorno, lejos de casa, a una edad tan temprana.

–Dos veces le pedí ayuda a mi padre –me dijo Ivo–. Una vez me dio pastillas para dormir y la otra vez sugirió que nos fuéramos de vacaciones juntos a Italia para escapar… No sabía escuchar ni estar conmigo, pero al ofrecerme esa alternativa supe que tenía buenas intenciones. Recuerdo que me cogió de la mano en cierta ocasión, cuando fuimos a ver a mi madre en el hospital tras su intento de suicidio.

Tomé aire conmocionada: había hablado de un suceso traumático en un tono tan ligero. Le pregunté cuántos años tenía entonces y me contestó:

–Quince.

Reconocí lo traumático que había sido mientras lo registraba como un ejemplo de su respuesta inicial al dolor: deslizarse por encima, no sumergirse en él. Dejé un hueco para que aflorasen otros sentimientos.

Ivo envolvió sus dedos alrededor de su pulgar, volviéndolos hacia atrás de un lado a otro, con mirada lejana y lágrimas en los ojos. No mencionó el intento de suicidio de su madre, que seguía bloqueado, sino tan solo el recuerdo de su padre:

–Le cogía de la mano cuando tenía demencia. Me parecía agradable… No sabía quién era yo… Sonreía a través de sus lágrimas. Me sentía cerca de él.

Luego tosió, y volvió su atención a la distancia entre ellos:

–No creo que supiera la fecha mi cumpleaños, o mi segundo nombre; él, sin duda alguna, desconocía lo que me interesaba, quiénes eran mis amigos, o ninguna cosa sobre mí… pero el sufrimiento para mí no tiene que ver con eso. Era su frialdad hacia mi persona, que me parecía muy diferente a su relación con Henry y Camilla.

–Nunca fue capaz de mirarme a los ojos –dijo con cierta torpeza y bajando la cabeza.

Hubo una larga pausa mientras asimilábamos la devastación de sus palabras.

Quería hurgar bajo la superficie, profundizar más en la mecánica de los primeros años de Ivo. Estaba pensando que los roles que adopta cada niño, reforzados por sus padres, pueden ser una de las principales influencias en el comportamiento de la familia. A menudo se forman en nuestra familia de origen para estabilizar el sistema familiar. Aún no tenía claro quién en la familia Wynne asumía qué papel: si Ivo había sido el «tranquilo» y Henry el «solucionador». Si bien esto podría funcionar bien en su familia de nacimiento, ahora que eran adultos, y se habían unido a otros sistemas familiares, podría dejar de encajar e incluso provocar algún tipo de fractura. Si eso sucediera, yo les sugeriría que lo explorasen con apertura para ver qué podría necesitar más adaptación.

Tres niños pueden ser criados en la misma casa por los mismos padres y tener infancias completamente distintas. A menudo he oído a un padre decir:

–No sé por qué fulanita es tan difícil cuando su hermano es fácil de llevar. Han tenido exactamente la misma educación.

Sin embargo, cada niño suscita una respuesta única por parte de sus padres, y los recuerdos de cada acontecimiento se ven modelados por esa respuesta.

Henry era organizado, ambicioso y un líder, todas ellas características del hijo mayor. Tenía la hipótesis de que ser el heredero le daría poder e importancia, pero añadía una capa de expectativa por parte de sus padres y la envidia de sus hermanos pequeños.

Los hijos medianos, como Ivo, son más difíciles de clasificar, pero aparecen en respuesta al hermano mayor. Si el hijo mayor es bueno, el hijo del medio puede ser travieso para llamar la atención. Yo no había determinado de qué modo eso había moldeado a Ivo, que parecía a la vez errático y exitoso, pero me hacía plantearme la siguiente pregunta: ¿cómo sería criar a un niño que sabemos que no es genéticamente nuestro y, sin embargo, lo mantenemos en secreto?

Mark sabía que Ivo era inocente, pero mirarle debió de encender en él un cóctel de sentimientos, que iban desde la furia, los celos y la indignación hasta el asco. No me extraña que prefiriera no mirarle. Henry y Camilla, sin duda, se habían dado cuenta y podrían estar angustiados por ello, pero había tal escasez de atención por parte de los padres que probablemente lo interpretaban como una ventaja.

Camilla me interesaba. Los últimos en nacer pueden «salirse con la suya más que sus hermanos mayores, ya que sus padres relajan las normas. Suelen ser cariñosos, divertidos y despreocupados, pero a menudo intentan alcanzar a sus hermanos mayores, que son más grandes, rápidos y saben más. Yo necesitaba saber más; me imaginaba que Camilla, la más joven, lo había tenido más fácil. Sin embargo, tuvo que lidiar con el patriarcado, que privilegia a los hombres e infravalora a las mujeres. Para contrarrestar este contexto, Camilla siguió los intereses de su padre por la botánica, la literatura y la historia familiar. Ella se vio recompensada con la cercanía de su padre. Pero, como yo lo entendía, tampoco le había funcionado especialmente bien. No había sido una niña divertida y cariñosa, sino que era frágil y nerviosa. Mientras dibujaba el genograma de su familia, observando las relaciones y el contexto entre ellos, formulé la hipótesis de que los hermanos de Camilla habían dañado su confianza. El impacto de la rivalidad agresiva entre hermanos, en un efecto tipo bullying, es tan dañino como el acoso escolar, pero a menudo no se controla.

Dado que esta había sido su experiencia desde la infancia, pregunté a Ivo lo que quería conseguir viniendo a verme en este momento.

–He sido realmente bueno enterrándolo. –Hizo una pausa y sonrió–. No soy como el hijo de mi madre para nada. Ella es la reina de la negación. A lo largo de los años he mantenido o escuchado conversaciones que me hicieron cuestionar si papá era mi padre. Siempre me rondaba eso por la cabeza. Subía a ver a papá y él se mostraba incómodo y muy distante. Sentía que no pertenecía a ese lugar. Henry y Camilla eran crueles el uno con el otro, pero disfrutaban uniéndose para ponerse en contra mía. Me ataban y me golpeaban con un cepillo para el pelo, me cubrían la cara, las orejas, la nariz de barro, que parecía excremento, y un sinfín de ataques más. Se burlaban de mí por ser feo y me llamaban estúpido. Recuerdo que Camilla me decía que el solo hecho de mirarme la hacía sentir mal.

Una vez más, me sorprendió la brutalidad de la escena que describía, así como la ausencia de emoción que mostraba al hablar, pero lo sentí retorcerse en mi pecho. Era muy difícil ver en el ojo de mi mente al niño indefenso siendo atacado de ese modo.

Se me ocurrió que la negligencia de sus padres había metabolizado dentro de los hermanos en ira y luego autodesprecio, que los llevaba a portarse mal entre ellos. Ivo se había ralentizado ahora, lo que permitió más espacio para que sus palabras y emociones conectaran entre sí. Me preguntaba si había captado mis emociones al leer mi rostro. Los sentimientos son contagiosos.

–No habría sabido cómo decirlo entonces, pero mirando a posteriori, solo quería estar a salvo y pertenecer a algo, aunque nunca lo conseguí. La falta de cuidado y atención que recibimos de nuestros padres nos aboca en el presente a una posición de riesgo, pero si vives en un castillo con foso y padres con título nobiliario, todo el mundo asume que tienes suerte y que vives en un sueño.

Percibía el dolor y la rabia contenida en el rostro de Ivo: apretaba la mandíbula ante la incomodidad que le causaban sus recuerdos. Supuse que era la primera vez que había expresado adecuadamente las numerosas capas de angustia asentadas en su cuerpo. Le dije lo impactante que era su experiencia: tuve imágenes perturbadoras de él siendo físicamente maltratado por sus hermanos y me sentía furiosa con ellos y protectora con él, al tiempo que reconocía que todos debían de estar sufriendo al comportarse de manera tan violenta.

El grado de desatención mientras los niños vivían en tal lujo era confuso. Me preguntaba con Ivo cómo nuestra ceguera colectiva nos impide ver que la clase y los privilegios no protegen contra el sufrimiento. Como sociedad, tendemos a juzgar a las personas por su aspecto, no por cómo se sienten. Un coche grande representa riqueza y supuesta felicidad, pero los ojos tristes de su dueño transmiten otra historia. Le sugerí a Ivo que había interiorizado ese punto de vista. Asintió, conteniendo la respiración para no asimilar mis palabras.

Desde una perspectiva psicológica, ninguno de los hermanos recibió un amor fiable y seguro de sus padres. Todos eran portadores de mecanismos de afrontamiento para gestionar su infancia insegura, pero la escasez de amor significaba que se volvían unos contra otros para luchar por lo poco que había disponible. Eso era lo más cruel. Las familias sanas utilizan los conflictos para aprender la diferencia entre ser inteligente y ofensivo: descubren a partir de los adultos de confianza que los rodean lo que pueden y no pueden decir cuando discuten. Esta familia había aprendido a atacar con la intención de herir, sin orientación ni mediación alguna por parte de los adultos que había a su alrededor. Pensé en unos pájaros jóvenes en su nido, picoteándose unos a otros para llegar el primero al gusano.

Vi que Ivo estaba agotado, pero deseaba continuar.

–A mi primera novia le habían dicho de modo rotundo, un amigo íntimo de la familia, que Mark no era mi padre. Ella se lo preguntó a Henry, quien juró que era un rumor falso, y se pelearon por ello. Yo creía a Henry y ya no pensé más en el asunto. Mamá vino a verme una vez a la universidad, la única vez que lo hizo. Sacó los temas de sociedad habituales y las banalidades de su vida, y luego, al cerrar la puerta del coche, antes de marcharse, me dijo: «Sé que crees que Mark no es tu padre, pero lo es. Juro que es la verdad». Básicamente, me he dedicado a reconciliarme con mi vida desde entonces y soterré por completo el tema. Pero esa misma novia me envió un correo electrónico hace un mes con una fotografía de un hombre que se parece a mí: lo vio en casa de alguien. Aunque más que parecerse a mí es como mirar a un clon de mi hijo Jethro.

Me apresuraba a ponerme al día con todo lo que me decía Ivo, lo que era particularmente duro ya que, cuanto más angustiado se sentía, más rápido hablaba. Yo tenía el dilema sobre si pedirle que hiciera una pausa para asimilar la historia que estaba relatando hasta el momento, pero decidí dejar que la sacara con prisas. Lo trataríamos en la siguiente sesión. Ivo espetó:

–Estaba furioso con ella. ¿Cómo se atreve a enviarme eso de pronto… como si fuese una información trivial? Pero mucho, mucho peor es que se la enviase a Henry y Camilla también. ¡Sin consultármelo! Literalmente no podía creer que me estuviera destrozando la vida con un breve correo electrónico. Henry me llamó para hablar de ello y mantuvimos una gran discusión. Como siempre, salieron a relucir nuestros viejos agravios. Ambos competíamos para ver quién ganaba con el golpe de gracia. Era horrible. Le colgué el teléfono de repente, como he hecho innumerables veces, pensando lo mucho que le odiaba y que nunca querría hablar con él otra vez, pero la discusión me sacó de mi negación.

»A partir de ese momento todo lo que leía, veía en la tele y escuchaba era sobre padres e hijos… No podía dormir, concentrarme, comer, y he estado bebiendo mucho… De nuevo, no soy el hijo de mi madre para nada… Las últimas semanas me he revolcado en mi melancolía. Cada día ha sido muy duro. Soy incapaz de asimilarlo… No puedo afrontar el día a día… Hago lo que debo, lo mínimo, pero solamente existo, no vivo. Es una forma de decir que no lo estoy superando. Quiero saber cómo es estar con ello, qué hacer al respecto. Y, si es verdad, ¿quién soy? ¿Cómo me cambia eso? Me miro en el espejo y veo la misma cara, pero me siento diferente. ¿Es la nariz de mi padre? Pensaba que lo era. Siempre me gustó ese vínculo con él. Se me dan bien las matemáticas, como a él. Nosotros no teníamos demasiada relación emocional, pero no me había percatado de ello hasta ahora de hasta qué punto mi sentido del yo estaba anclado en mis padres: sus genes, su historia hasta llegar a mí. Incluso lugares sangrientos. La familia de mi padre hizo fortuna con la política y la agricultura, y construyeron su finca en Norfolk, así que Norfolk siempre ha sido mis raíces –todo el condado–, su olor, su topografía, mi casa familiar, los retratos de «mis» antepasados. ¿Tengo que dejar de ir? Tal vez mi padre no creyese que yo era su hijo, pero él me crio como a un hijo. Si no soy biológicamente suyo, ¿sigue siendo mi padre? ¿Pierdo a la mitad de mi familia? Todos mis primos de ese lado de la familia, ¿han dejado de serlo de repente para mí? ¿A dónde pertenezco ahora? ¿A quién pertenezco? ¿Qué pasa con mis hijos y con su herencia biológica?

Eran muchas preguntas. Podía sentir lo profundamente perturbador que resultaba para Ivo. Un nudo en mi garganta indicaba mi preocupación sobre la mejor manera de apoyarlo. Acordamos que no encontraríamos respuestas a todas sus preguntas, pero quizá en las próximas semanas podríamos empezar a afrontar juntos lo que significaban para Ivo.

Investigo los problemas de mis clientes para estar bien informada y ofrecerles un apoyo psicológico óptimo. Aprendí que saber de dónde viene uno es importante para el desarrollo. En los años 90, el doctor Marshall Duke y la doctora Robyn Fivush desarrollaron la Escala «¿Sabes?» para preguntar a los adolescentes sobre su familia. Y lo que descubrieron es que los que conocían mejor su historia familiar mostraban mayor grado de autoestima, menores niveles de problemas de conducta y más autoeficacia: confiaban en que podían influir en su mundo. Ivo se había mostrado inseguro respecto a sus raíces durante toda su vida. Ahora, la mitad de los ladrillos que habían construido el lugar de donde procedía habían sido arrancados. Y sabíamos que teníamos que andarnos con mucho cuidado.

También necesitaba evaluar el nivel de abuso infantil y negligencia de Ivo y comprender plenamente sus mecanismos de afrontamiento. El estrés y los traumas en los primeros años de vida no solo perjudican el desarrollo cognitivo, social y emocional, sino que también indican posibles problemas de salud en la edad adulta. La investigación muestra una relación directa con la depresión, la adicción y el suicidio, así como toda una serie de dolencias físicas, desde el cáncer a dolencias cardiacas. Decidí utilizar el cuestionario de «Experiencias adversas infantiles», elaborado por los investigadores doctor Vincent Felitti y el doctor Rob Anda. Las respuestas de Ivo me indicarían lo frágil que era.

Las diez preguntas van desde «¿Alguno de los padres u otro adulto del hogar a menudo le empujaban, agarraban, abofeteaban o le lanzaban cosas?», hasta «¿Sentía a menudo que no tenía suficiente para comer, que debía llevar la ropa sucia sin que nadie le protegiera?».

Cada «respuesta afirmativa» vale un punto; cuanto mayor sea la puntuación, mayor será el factor de riesgo. La puntuación de Ivo era de cinco. Eso me indicaba que necesitábamos ir despacio, creando seguridad en nuestra relación para ayudarle a estabilizarse. También tuvimos que desarrollar recursos para gestionar sus emociones antes de empezar con la inquietante cuestión de su paternidad.

Ivo había desarrollado un mecanismo de defensa de insensibilidad para protegerse de emociones dolorosas como la vergüenza, la ira y la culpa. Si se viese obligado a experimentar esos sentimientos sin una manera de hacerles frente, podría precipitar una crisis nerviosa o incluso el suicidio. En esta intensa fase temprana de nuestra relación, agradecí mis años de experiencia: me infundieron la confianza de que, por muy frágil que se sintiera, sabría cómo apoyarle. No tenía el control de los resultados, pero podría encontrarme con él en el momento que lo necesitara, y eso sería suficiente.

Es importante subrayar que, cuando Ivo respondió al cuestionario, y yo le ayudé a reconocer que había otras formas de tratar con la angustia, empezó a ver que yo estaba de su parte y que lo tomaba en serio. Siempre sus sentimientos se habían visto trivializados o ignorados. En ocasiones, podía percibir, por la forma en que me miraba, que esperaba que yo dijera algo desagradable; cuando no lo hacía, suspiraba, en parte aliviado, en parte utilizando sus afiladas palabras para contraatacar.

Ivo había dicho que era «bueno en la negación» y yo lo sentía en cada sesión. La negación es la primera etapa del proceso de duelo: había sido necesaria para protegerle de niño y apuntaba a la importancia de su pérdida. Su pérdida no había sido la muerte de alguien, sino una «vida perdida»: la pérdida de confianza en su identidad como hijo de su padre. Y había ocurrido en un ambiente que no era seguro, lo que significaba que su dolor no podía expresarse. El ejercicio del «Lugar seguro» ayudó a calmar a Ivo: imaginó un lugar que le infundiera una sensación de calma y paz, respirando profundamente mientras lo impregnaba de recuerdos de lo que oía, veía y olía. También desarrollamos una imagen que llamábamos «el Contenedor»: era un armario psicológico de acero, que podía contener sus imágenes aterradoras cuando no estaba conmigo.

Las herramientas que desarrollamos juntos le proporcionaron una alternativa a cerrarse. Le permitieron experimentar la incomodidad de sus sentimientos, expresándolos un poco y luego utilizando el autocontrol para calmarse él mismo. Tal vez eso no suene muy diferente a cerrarse en banda, pero lo es. El método de Ivo defiende y mantiene vivos los sentimientos dolorosos en su sistema; mientras que el otro le permite liberarlos, lo que los modifica y fortalece su capacidad para no dejarse abrumar por ellos.

Estas herramientas fueron importantes cuando Ivo empezó a abrirse. Él encontraba las palabras para expresar lo que sentía y entonces se removía en su asiento, cruzando sus largas piernas y cambiando de tema. O inclinaba la cabeza y dejaba de hablar. Podía imaginarme a Ivo utilizando ese comportamiento exacto cuando era pequeño. Evocaba dulzura en mí: deseaba consolarlo. Usaríamos una técnica de estabilización para permitirle retornar a recuerdos dolorosos, cuyo foco era su primera vez en el internado, su primer recuerdo de sufrimiento. Tenía que ver con él cuando era pequeño e intentaba no llorar en la cama de su dormitorio, una gran habitación de paredes blancas con doce camas. Me estremecí: él ¡tenía siete años! Demasiado pequeño.

Existen escasas investigaciones sobre el impacto de los internados, y la investigación que existe es controvertida. Sin embargo, algunos autores, como Nick Duffell, consideran que el «síndrome del internado» tiende a surgir en «supervivientes de internados» veinteañeros e incluso treintañeros. Propone que los internos muestran un conjunto identificable de respuestas, aprendidas como protección contra su abandono en la escuela, que juegan con las personas y los acontecimientos que encuentran en su vida posterior, pudiendo dar lugar a graves trastornos psicológicos.

El recuerdo que Ivo tenía de su colegio era que siempre hacía frío; recordaba especialmente el escalofrío que sentía al salir de la cama y pisar sobre el suelo de piedra helada. Mientras lo describía, cambiaba entre la apertura y el distanciamiento, lo que le permitía tener cierto control sobre su capacidad de soportar la angustia. En terapia tenemos un término para ello: la «ventana de tolerancia». Queremos apoyar a nuestros clientes a llegar al límite de su tolerancia –más allá de su zona de confort–, donde aprenden que pueden sentir dolor, expresarlo y sobrevivir. En cambio, puede liberarlos, incluso hacer que disminuya el dolor. Entonces se alejan del extremo hasta un lugar más tolerable, pudiendo sentirse más tranquilos e incluso aliviados.

Muchas sesiones después, Ivo y yo acordamos que mantener la cuestión de la paternidad relacionada con su persona no solo era abrumador sino tóxico, como son a menudo los secretos familiares. Estaba muy unido a su mujer, Suky, que había estado informada desde el principio y lo había apoyado mucho. Suky, estadounidense, mantenía un sano escepticismo sobre el sistema de clases británico, al tiempo que reconocía que era un aspecto valioso de la identidad de Ivo. Aceptaron hablar con sus dos hijos: Jethro y Lottie. Después de todo, también eran sus descendientes. En su situación actual, la fotografía que Ivo había visto no era una prueba definitiva: necesitaría una prueba de ADN con Henry y Camilla, la cual le diría con precisión si eran hermanos o medio hermanos. Ninguno de los dos estaba seguro de si era mejor seguir el camino de las pruebas o vivir con la incertidumbre. Yo siempre he creído que la verdad, por difícil que sea, es preferible a la mentira. Sin embargo, Ivo había vivido los últimos cincuenta y un años sin saberlo: ¿podría afrontar las consecuencias psicológicas de no ser el hijo del padre que conocía?

Por último, el peso de no saber era mayor que el de saber. Henry y Camilla también querían una respuesta definitiva, por lo que todos enviaron sus muestras.

Fue una larga espera de tres semanas. Una fría mañana de noviembre, Ivo recibió un correo electrónico del laboratorio de pruebas genéticas. No quería abrirlo. Me dijo que, cuando leyó el resultado –es decir, que era medio hermano de sus hermanos, con un 23 % de ADN compartido–, sintió que el mundo se le caía encima. Con rabia en los ojos se volvió hacia mí diciendo:

–Así que definitivamente es cierto. Joder, joder, joder. Quiero gritar contra eso…

Entonces su ira bajó de tono, volviéndose más intensa: