Calypso - David Sedaris - E-Book

Calypso E-Book

David Sedaris

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Beschreibung

  Sedaris se va a la playa, en la costa de Carolina, para intentar desconectar de todo, pero no puede huir de sí mismo. Ni de su familia. Ni de su trabajo. Ni de su adicción a la pulserita que le cuenta los pasos. Ni del suicidio de su hermana. Ni de su padre de derechas. Ni de Donald Trump. ¿La única solución? Reírse de sí mismo y de sus miserias como catarsis necesaria para seguir viviendo. Según The Guardian, el diario británico más prestigioso, «David Sedaris es el rey indiscutible de la literatura humorística». Y Calypso es su obra definitiva, la que contiene toda su risa, toda su melancolía. Chistes escatológicos con una prosa digna de Dorothy Parker, animales acomplejados, fantasmas alcohólicos y toda la ternura del mundo. Un libro sobre ese instante en el que te das cuenta de que tu vida tiene mucho más pasado que futuro. Y echas la vista atrás, mientras sonríes.

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Todos deseamos llegar a viejos, y todos negamos

que hayamos llegado. Esto lo decía Quevedo antes de

conocer a la perrita Blackie, que se sentía vieja

(y muy feliz de serlo) desde que tenía 3 años.

Índice

Cubierta

Calypso

Créditos

Mis queridos invitados

Ahora somos cinco

El Pequeñín

Salir a dar una vuelta

Una casa partida en dos

Como anillo al dedo

Leviatán

Hablas inglés tan bien

Calypso

Una humilde proposición

La Ley del Silencio

Indomable

Lo que pudo ser, pero no fue

Sorry!

Buuu

Toda una serie de asuntos que me han ido deprimiendo en los últimos tiempos

¿Por qué no te ríes?

Ponte en pie

Mundo Espiritual

Ya que estás ahí arriba, échale un vistazo a mi próstata

El Informe Comey

Notas

DAVID SEDARIS (Nueva York, 1956). Escritor y humorista de loca y muy precisa atención al detalle. Creció junto a su madre, su padre y sus cinco hermanos en la zona suburbana de Raleigh (Carolina del Norte) y ha escrito ensayos autobiográficos contando su vida con ellas y sus posteriores andanzas en Chicago, Londres, Normandía y otros lugares. Ha publicado diez antologías reuniendo sus numerosos textos y un volumen con una selección de páginas de sus diarios de entre 1977 y 2002. Calypso, este libro que tienes ahora entre las manos, es su obra más reciente. En su juventud pasó unas Navidades trabajando disfrazado de elfo de Papá Noel en los grandes almacenes Macy’s de Nueva York y aquello todavía no se le va de la cabeza. En la actualidad vive en el condado de West Sussex (Inglaterra) junto al pintor Hugh Hamrick —su pareja desde hace casi treinta años—, un erizo llamado Galveston y dos ranas: Lane y Courtney. Hace frío, pero están todos bien.

Título original: Calypso

Diseño de colección: Setanta

www.setanta.es

© diseño de cubierta por cortesía de Peter Mendelsund|Hachette Book Group, Inc.

© de la fotografía del autor: Ingrid Christie

© del texto: David Sedaris, 2018

© de la traducción: Jorge de Cascante, 2019

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

[email protected]

Maquetación: Newcomlab

Primera edición: noviembre de 2021

ISBN: 978-84-18733-60-4

Todos los derechos están reservados.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Para Joan Lacey.

Mis queridos invitados

Por mucho que exista una industria entera que se mantiene gracias a afirmar lo contrario, lamento deciros que hay muy pocas alegrías asociadas a la mediana edad. La única ventaja que le veo es que, con algo de suerte, puedes llegar a tener una habitación para invitados. Algunas personas la consiguen cuando sus hijos abandonan el nido, y otros señores más o menos maduros, como yo, la consiguen al comprar una casa más grande. «Seguidme», les digo siempre a quienes vienen a casa de visita. La habitación a la que los llevo no acaba de ser acondicionada y limpiada a fondo para poder alojarlos. No hace las veces de oficina ni de trastero: no. Solo tiene una función. Al amueblarla elegí una cama en vez de un sofá-cama, y en una de las paredes, como si viviéramos en un hotel, coloqué un estante para dejar el equipaje. Aunque la característica estrella de la habitación es que tiene su propio baño.

«Si prefieres ducha en vez de bañera puedes quedarte en el piso de arriba, en la otra habitación para invitados —digo—. Allí también hay un estante para que dejes las maletas.» Oigo estas palabras salir de mi boquita de marioneta y siento escalofríos de pura satisfacción. La satisfacción de la mediana edad. Mi pelo está gris del todo y empieza a clarear, sí, muy bien, vale. Tengo el pene tan dado de sí que siempre que me lo guardo después de mear sigo meando un poquito más dentro de mis calzoncillos. Correcto. Pero tengo dos habitaciones de invitados.

Si vives en Europa, la consecuencia directa de tener habitación de invitados es que atraes a los invitados. A mogollón de invitados, de hecho. La gente se gasta un dineral en billetes de avión para volar desde Estados Unidos. Cuando llegan a Europa están arruinados y hechos fosfatina. Dormirían en nuestro coche si les planteáramos la opción. En Normandía, donde solíamos tener una casa de campo, los invitados se quedaban en la buhardilla, que además era el estudio de Hugh y apestaba a óleo y a ratones en descomposición. Tenía un techo como de catedral de pueblo y la calefacción no llegaba hasta allí, lo cual quiere decir que siempre hacía o un frío helador, o un calor que te mueres. Aquella casa tenía un único baño, incrustado entre la cocina y nuestro dormitorio. Los invitados perdían toda la privacidad que suele requerir cualquier persona que visita el váter, así que un par de veces al día arrastraba a Hugh hasta la entrada principal de la casa y gritaba muy fuerte, como si fuera lo más normal del mundo: «¡Pues nada! ¡Salimos veinte minutos! ¿Alguien quiere algo de ahí enfrente, al otro lado de la carretera?».

Otro problema de vivir en Normandía: los invitados no tenían nada que hacer aparte de estar sentados en sillas. No había tiendas en nuestro pueblo y caminar hasta el siguiente pueblo más cercano era una idea muy poco apetecible. No quiero decir con esto que nuestros amigos no supieran disfrutar de la vida, pero desde luego tenían que ser un tipo de personas muy concreto, en plan amantes de la naturaleza y con una motivación a prueba de bombas. En West Sussex, donde vivimos ahora, recibir a la gente es un pelín más fácil. En un radio de unos quince kilómetros alrededor de nuestra casa, hay un pueblecito encantador con un castillo y otro igual de estupendo con treinta y siete tiendas de antigüedades. Hay unas colinas de piedra caliza para hacer senderismo y caminos preparados para ir con la bici. La playa está a quince minutos en coche y el pub más cercano lo tienes a la vuelta de la esquina.

Los invitados suelen venir en tren desde Londres y justo antes de recogerlos en la estación me encargo de recordarle a Hugh que, durante su estancia, estamos obligados a interpretar los papeles de La Pareja Ideal. Eso significa que no podemos pelearnos ni contradecirnos. Si estoy sentado en la mesa de la cocina y él se encuentra detrás de mí, está obligado a colocar una mano en mi hombro, en el lugar exacto en el que se posaría un loro tropical si yo fuera un pirata en vez del novio perfecto que sin duda soy. Si cuento una anécdota que él se sabe tan pero tan de memoria tras haberla oído tantas veces que podría completar mis frases antes de que yo acabara de pronunciarlas, tiene que hacer como si fuera la primera vez que la escucha y sorprenderse igual (o incluso más) que nuestros invitados. Yo estoy obligado a hacer lo mismo, y a demostrar todo mi júbilo cuando sirve cualquier plato que detesto, como por ejemplo algún pescado lleno de espinas. Me pasé todo el acuerdo por las pelotas hace unos años cuando su amiga Sue vino una noche y él sirvió un pescado que tenía la textura exacta de un cepillo para el pelo. La cagué tanto y dejé ver una porción tan grande de realidad, que cuando la mujer se marchó estuve valorando los pros y los contras de asesinarla. «Sabe demasiado —le dije a Hugh—. Es un cabo suelto y tenemos que hacer todo lo posible por cortarlo.»

Su amiga Jane también recibió su buena ración de oscuridad. Tanto ella como Sue me caen muy bien y las conozco desde hace veinte años, pero las dos entran en la categoría de Invitadas de Hugh, lo cual implica que, por mucho que haga de novio perfecto, no es responsabilidad mía lo de entretenerlas. Les pregunto si quieren beber algo, vale. Me siento a la mesa para comer y cenar, sí. Pero más allá de eso voy a mi bola y puedo estar hablando con esa persona y marcharme dejándola en mitad de una frase suya o mía sin ningún remordimiento. Mi padre ha hecho lo mismo toda su vida. Estás hablando con él y se larga, no porque esté enfadado sino porque ha terminado de conversar contigo y el decoro y la educación se la pelan. Creo que tenía seis años la primera vez que me di cuenta de esa actitud suya. Lo normal habría sido sentirme dolido, pero no, al contrario, lo primero que pensé al ver cómo se escabullía fue «¿De verdad se puede hacer eso? ¿En serio? ¡Yujuuu!».

Tres de mis hermanas vinieron a visitarnos a Sussex durante la Navidad de 2012. Gretchen y Amy se adjudicaron una habitación de invitados cada una. Lisa se instaló en nuestro dormitorio, y Hugh y yo nos trasladamos a la habitación de al lado, al establo remozado en el que tengo mi despacho. Una de las cosas que notó Hugh durante su estancia fue que mi hermana Amy y yo somos las únicas personas de mi familia que damos las buenas noches. Los demás se levantan y se van —a veces incluso en mitad de la cena— y no vuelves a verlos hasta la mañana siguiente. Mis hermanas entraban en la categoría de Mis Invitadas, pero como eran un grupo de gente y se entretenían las unas a las otras, yo podía hacerme el sueco y desentenderme un poco del asunto. Pero tampoco es que no pasara tiempo con ellas. Salimos varias veces de paseo y a montar en bici, pero por lo demás echaban las horas sentadas en el salón charlando o reunidas en la cocina juzgando la pericia de Hugh con el horno. Yo iba a verlas de cuando en cuando y al rato decía que tenía mucho trabajo pendiente. «Mucho trabajo pendiente» implicaba ir a mi despacho, que estaba en el establo, justo en la habitación de al lado, encender el ordenador y entrar en Google mientras pensaba «Me pregunto qué estará haciendo Russell Crowe ahora mismo...».

Uno de los motivos por los que invité a esas tres a casa —hasta les pagué los billetes de avión— fue que pensaba que no íbamos a tener muchas más oportunidades de estar juntos. Exceptuando a mi hermano Paul, que no vino porque no tiene pasaporte aunque insiste en que —según un electricista que conoció en el trabajo— puedes comprar uno en cualquier aeropuerto, todos hemos sobrepasado ya la barrera de los cincuenta. De salud no andamos mal, pero es solo cuestión de tiempo que se nos acabe la suerte y alguno pille un cáncer. A partir de ahí caeremos uno tras otro como patos de escayola en una galería de tiro. Objetivos fáciles. Y más aún con las vidas que hemos llevado.

Había estado contando los días que faltaban para la llegada de mis hermanas, así que no tenía ningún sentido que las evitase. ¿Por qué no estaba con ellas y con Hugh en nuestra bellísima cocina del siglo XVI entre fogones pisando esos suelos de piedra tan apropiados para una pareja tan ideal como nosotros? Quizá me preocupaba que mi familia me pusiera de los nervios si no me alejaba un poco de ellas o —mucho más probable— que fuese yo quien los pusiera a ellos de los nervios y nuestra semana juntos no fuera tan estupenda como había soñado. Por si acaso me retiraba a mi despacho a no hacer nada. Luego salía, pasaba por el salón y escuchaba algo que me hacía desear no haberme movido de delante del ordenador. Era como llegar al cine una hora tarde con la película empezadísima y preguntarte «¿Qué coño está haciendo ese canguro con unos nunchakus?».

Una de las conversaciones que pillé a medias iba sobre unas pastillas que mi hermana Gretchen había empezado a tomar un año y medio antes. No nos dijo para qué se las habían recetado, pero al parecer le hacían caminar y comer mientras dormía. Fui testigo de ello el Día de Acción de Gracias anterior, que pasamos juntos en una casa de alquiler en Hawái. La cena se sirvió a las siete en punto y alrededor de la medianoche, una hora después de acostarse, Gretchen salió de su habitación. Hugh y yo alzamos la vista de nuestros libros y la vimos entrar en la cocina. Una vez allí, sacó el pavo de la nevera y empezó a retorcer la carne con los dedos. «¿Y si usas un plato?», dije. Ella me miró, no con desprecio sino con la mirada perdida, como si fuera el viento el que le decía cosas. Luego metió la mano en el pavo y sacó un poco de relleno que procedió a revolver con una técnica indescriptible, comiéndose un picatoste, apartando otro y haciendo sin parar unos gestos muy misteriosos hasta que decidió que ya había tenido suficiente y volvió a su habitación, dejando atrás todo el caos que había generado.

—¿Qué te pasó anoche? —le pregunté a la mañana siguiente.

Gretchen hizo una mueca como de prepararse para recibir malas noticias.

—¿Qué me pasó cuándo...?

Le conté la escena, y ella dijo:

—Me cago en mi vida. Ya decía yo que esos pegotes de grasa en la almohada cuando me he despertado no eran normales.

Según esa misma conversación pillada a medias, aquel episodio del Día de Acción de Gracias había sido algo relativamente leve dentro del historial zombi de mi hermana. Una mañana, semanas después de aquello, fue a desayunar a la cocina de su casa de Carolina del Norte y se encontró en la encimera un tarro de mermelada abierto con migas dentro. Al principio pensó que debían de ser de una galleta, pero no. Entonces vio una cajita volteada, la levantó y se dio cuenta de que se había comido la comida de sus tortugas, que consistía en una barrita, de unos quince centímetros de largo, hecha de moscas muertas y prensadas, más apretadas y consistentes que las piedras de un acueducto romano.

—Y no solo eso —dijo—, cuando terminé, me comí todos los pétalos de mi flor de Pascua. —Mi hermana negó con la cabeza, plena de incredulidad—. La pobre estaba tirada al lado de la cajita de comida para tortugas, qué horror, se había convertido en un tallo sin nada, ya no tenía ni hojas ni flores.

Volví a encerrarme en mi despacho más convencido que nunca de que aquellas serían nuestras últimas Navidades en familia. Es que no me jodas: ¡moscas! Si sabes que te vas a triscar la comida de tu mascota mientras paseas sonámbula, al menos haz un esfuerzo y cambia tus tortugas por un hámster o un conejito, o algún bicho que coma algo sano, una mínima opción vegetariana en el menú. Deshazte de las plantas que haya por casa —empezando por los cactus— y no dejes la lejía en ningún sitio de fácil acceso. Pon soluciones.

Esa misma noche me encontré a mis hermanas estiradas como gatos frente a la estufa de leña.

—Antes, cada vez que pasaba por delante de un espejo, me miraba de arriba abajo —dijo Gretchen, echando una bocanada de humo de un cigarrillo—. Ahora solo lo hago para comprobar que no se me ha caído un pezón al suelo.

«Dios mío —pensé—. ¿Cuándo se empezó a ir todo a la mierda?» No nos juntábamos para celebrar la Nochebuena desde 1994, cuando nos reunimos en casa de Gretchen, en Raleigh. Recuerdo que lo primero que hicimos ese día fue dar de comer a su rana toro, que era más o menos del mismo tamaño que ella y se llamaba Pappy. Vivía en una pecera de cien litros, con el agua turbia y caldeada, en el suelo de su dormitorio, al lado de tres salamandras japonesas que habitaban dentro de un molde de esos que se utilizan para hacer pastel de carne. Estuvo lejos de ser una Nochebuena normal, pero se acababa de morir mamá y de alguna forma fue como romper con las tradiciones y probar algo diferente: por eso elegimos pasarla en casa de mi hermana, que se parece más a un pantano que al hogar donde crecimos, que por aquel entonces parecía más un libro de texto de historia antigua que un hogar de verdad. La melena larguísima de Gretchen se ha vuelto de color plateado desde aquella Nochebuena y cuando camina en sueños lo hace con una leve cojera. Todos nos estamos haciendo viejos.

En nuestro primer día juntos en Sussex nos metimos todos como pudimos en el Volvo y enfilamos hacia el pueblo de las treinta y siete tiendas de antigüedades. Hugh se puso al volante y yo me senté en la parte de atrás mientras pensaba muy contento: «Aquí estamos otra vez, mis hermanas y yo en una camioneta, como cuando éramos jóvenes». ¿Quién se habría imaginado en 1966 que algún día viajaríamos por el sur de Inglaterra, cuando por aquel entonces no teníamos ni la más remota idea de lo que nos depararía el futuro? Amy no se había convertido en la mujer policía con que soñaba ser. Lisa no era enfermera. Nadie vivía en una casa llena de sirvientes, ni con un mono entrenado para matar, pero estábamos bien. Habíamos salido adelante, ¿no?

En una de las tiendas de antigüedades que visitamos aquella tarde encontramos una peluca de abogado inglés. Daba grima verla, tenía capas y capas de mierda acumuladas, pero eso no le paró los pies a Amy, ni después a Gretchen, que se la probaron tan felices.

—No hace falta —dijo Lisa cuando hicieron el ademán de pasársela—. No quiero llevarme puestos vuestros gérmenes.

«Vuestros gérmenes», pensé.

El sol empezó a ocultarse a eso de las cuatro de la tarde y ya era de noche cuando pusimos rumbo de vuelta a casa. Durante el viaje de vuelta me quedé dormido unos minutos y al despertar escuché a Lisa hablando de su útero. En concreto hablaba de lo mucho que le preocupaba que su endometrio hubiera crecido y lo tuviera más grueso de lo normal.

—¿Por qué piensas eso? —preguntó Amy.

Lisa dijo que si le había pasado a su amiga Cynthia, también podía ocurrirle a ella.

—O a cualquiera de vosotras —añadió.

—¿Y qué si nos pasa? —preguntó Gretchen.

—Pues digo yo que nos lo tendrán que limar —dijo Lisa.

Incliné la cabeza hacia los asientos de atrás.

—¿De qué está forrado un útero? —Me vino a la mente la imagen de una masa dulce y viscosa—. De algo como lo que hace de forro de las uvas.

—Lo que hace de forro de las uvas se llama uvas —apuntó Amy—. Las uvas están hechas de uva.

—A ver, es una buena pregunta, si lo piensas —dijo Lisa—. ¿De qué está forrado un útero? ¿De vasos sanguíneos? ¿De nervios?

—Qué familia —dijo Hugh—. Hay que ver los temas de conversación que os gusta sacar cuando os juntáis.

Más tarde le recordé una vez que su hermana Ann vino a visitarnos a Normandía. Una tarde entré en el salón después de haber dado una vuelta en bici y la escuché diciéndole a su madre, Joan, que también estaba pasando una temporada con nosotros, «¿No te apasiona el tacto de la iguana?».

«¿De dónde ha salido esta gente?», recuerdo que pensé. Esa misma noche, después de bañarme, la escuché diciendo:

—¿No sería mejor probarlo con mantequilla de camello?

—Podríamos —dijo la señora Hamrick—, pero no es lo más recomendable.

Me moría de ganas de pedir más detalles —¿hacer qué con mantequilla de camello?— pero preferí dejar con vida ese misterio. Es algo que pasa bastante cuando recibes visitas. Me moriré sin saber lo que quería decir una invitada —que vino a vernos desde París— cuando una buena mañana salí al patio y la escuché decir: «Ahora mismo las minicabras parecen la opción más interesante». O fue igual de inquietante cuando Sam, el padre de Hugh, vino a visitarnos con un viejo amigo suyo del Departamento de Estado. Al parecer estaban charlando sobre una temporada que habían pasado juntos en Camerún a finales de los sesenta, justo cuando entré en la cocina y escuché al señor Hamrick diciendo: «Fuera coñas, ¿aquel tío era un pigmeo de verdad o era un pigmeo de los de mentira?».

Me di la vuelta y fui directo hacia mi despacho pensando «Casi mejor les pregunto luego». Y al poco tiempo se murió el padre de Hugh y, luego, su amigo el del Departamento de Estado. Supongo que podría googlear «pigmeos de los de mentira», pero no sería lo mismo. Tuve mi oportunidad de averiguar más sobre el tema y la perdí.

Un pesar bien grande que lleva Hugh a cuestas es que su padre no llegase a ver nuestra casa de Sussex. Es el tipo de sitio que habría hecho las delicias de Sam: una ruina absoluta transformada con mucho mimo para que siga pareciendo una ruina absoluta. Yo diría que las únicas diferencias entre lo que compramos y lo que tenemos ahora son que la instalación eléctrica es segura y que hay calefacción. Al menos su madre nos viene a visitar de vez en cuando, y ella y Hugh se sientan en la cocina y hablan de Sam. Me gusta escucharlos. No es tanto lo que dicen como la forma en la que lo dicen, con esas voces llenas de respeto y de admiración, y de pena y de vacío, casi una década después de su muerte. Así solíamos hablar mis hermanas y yo de nuestra madre. Ahora, en cambio, veintisiete años después de su muerte, casi todas las veces que hablamos de ella es para acabar diciendo «¿Te puedes creer lo joven que era cuando murió?». En un suspiro todos llegaremos a la edad que tenía ella cuando le descubrieron el cáncer que la mataría. Y cuando pase un poco más de tiempo seremos mayores que ella, lo cual no tiene ningún sentido, está claramente mal y no entiendo cómo la naturaleza lo permite.

Decidí hace siglos que no dejaría que pasara eso, que moriría a la misma edad que ella, a los sesenta y dos años. Luego cumplí cincuenta y cinco y empecé a plantearme que igual había sido demasiado tajante con la idea. Sobre todo ahora que tengo un par de habitaciones de invitados que sería una pena no aprovechar como es debido.

Cuando nuestros invitados se marchan, me siento siempre como un actor que ve cómo el público desfila poco a poco fuera del teatro. Y no fue distinto con mis hermanas. Una vez bajado el telón, Hugh y yo volvemos a ser versiones empeoradas de nosotros mismos. No somos La Pareja Ideal, pero tampoco somos espantosos. Tenemos nuestras peleas, vale, esas que suelen empezar porque alguno de nosotros ha encontrado un calcetín fuera de sitio y acaban con los dos echándonos en cara todo lo habido y por haber, pero, en fin, ¿qué pareja no se pelea? «No me gustas desde 2002», masculló Hugh hace poco durante una discusión acerca de qué fila de pasajeros del control de seguridad del aeropuerto avanzaba más rápido.

Me dolió. Pero sobre todo me dejó pensativo. «¿Qué cojones pasó en 2002?», pregunté.

Al sentarnos en el avión me pidió perdón y, unas semanas más tarde, cuando volví a sacar el tema durante una cena, dijo que no se acordaba de haberme dicho eso. Es una de muchas cualidades destacadas de Hugh: no se aferra a los recuerdos. Otra de ellas es que no trata nada bien a los ancianos, un segmento de la población al que muy pronto perteneceré por derecho propio. Solo tengo que superar como pueda esta mierda infumable de la mediana edad hasta llegar a la próxima fase.

El secreto, obvio, consiste en mantenerte ocupado. Por eso, cuando la gente se marcha, me dedico a limpiar los baños y a hacer las camas. Si los invitados venían de mi parte —mis hermanas, por ejemplo— me siento al borde de sus camas y aprieto sus sábanas contra mi pecho, abrazándolas durante un rato y respirando su olor por última vez antes de ponerme en pie, hacer una bola enorme con las sábanas y dirigirme, con ella en brazos, hacia ese precioso lavadero de ensueño que siempre quise, y que por fin tengo.

Ahora somos cinco

A finales de mayo de 2013, a pocas semanas de su cincuenta cumpleaños, mi hermana pequeña, Tiffany, se suicidó. Vivía en una habitación de alquiler en una casa destartalada del peor barrio de Somerville, en Massachussets. Según los cálculos del forense había muerto cinco días antes de que echaran abajo la puerta de su habitación. Recibí la noticia pegado al auricular de un teléfono de cortesía del aeropuerto de Dallas. Tras colgar, y viendo que los demás pasajeros del vuelo a Baton Rouge estaban embarcando y yo no sabía qué hacer, decidí unirme a ellos y subir al avión. A la mañana siguiente me monté en otro avión, éste con dirección a Atlanta, y un día después subí a otro que me dejó en Nashville, sin dejar de pensar en mi increíble familia menguante. La gente se imagina que sus padres van a morir antes que ellos. Pero ¿una hermana? Era como si me hubieran borrado de un plumazo toda la identidad que había ido desarrollando desde 1968, cuando nació mi hermano.

«¡Seis niños! —solía decir la gente—. Pobrecillos, ¿y cómo os las ingeniáis?»

En el barrio en el que crecí había muchas familias numerosas. Cada casa era su propio feudo, así que tampoco pensé mucho en ello hasta que me convertí en una persona adulta y mis amigos empezaron a tener hijos. Uno o dos parecía una cosa razonable, pero tener más de dos niños se me antojaba una temeridad. Hugh y yo conocíamos a una pareja en Normandía que de vez en cuando venían a cenar y traían a sus tres hijos. Esos niños eran como un equipo de demolición. Cuando se marchaban, varias horas después, sentía que cada fibra de mi ser había sido violada sin piedad.

Agarra esos niños, multiplícalos por dos, y quítales Internet y la tele por cable: con esa pesadilla tuvieron que lidiar mis padres. Seis niños. Bueno, ya no éramos seis, solo quedábamos cinco. «No puedes andar por ahí diciéndole a la gente “¡Antes éramos seis!” —le dije a mi hermana Lisa—. Los pones nerviosos.»

Me acordé de un hombre que conocí en California hace algunos años. Iba con su hijo.

—Y qué, ¿tiene más hijos? —le pregunté.

—Tengo, sí —dijo el hombre—. Otros tres vivos y aparte una chica, Chloe, que murió antes de nacer, hace dieciocho años.

«No es justo», recuerdo haber pensado. Porque, joder, ¿qué se supone que tienes que hacer cuando alguien te suelta ese tipo de información sin previo aviso? ¿Cómo gestionas eso?

Comparada con la mayoría de las personas de cuarenta y nueve años, o incluso con la mayoría de las personas de cuarenta y nueve meses, Tiffany no tenía demasiado en su vida. Dejó testamento, eso sí. En él decretó que nosotros, su única familia, no podíamos reclamar su cadáver ni acudir a su funeral.

«Ahora vas, lo pones en la pipa y te lo fumas», habría dicho nuestra madre.

Unos días después de recibir la noticia, mi hermana Amy viajó en coche hasta Somerville con una amiga y llenaron dos cajas con los objetos que había en la habitación de Tiffany: fotos de familia, muchas de las cuales estaban hechas trizas; folletos de sugerencias del supermercado de abajo; cuadernos de notas; tickets de compra. La cama, que no era una cama sino un colchón tirado en el suelo, ya no estaba y en su lugar alguien había colocado un ventilador gigantesco. Amy hizo fotos de la habitación y entre todos, en grupo y cada cual por su cuenta, nos dedicamos a estudiarlas en busca de pistas: un plato de papel encima de una cómoda a la que le faltaban varios cajones, un número de teléfono escrito en una pared, una colección de palos de escoba, cada uno de un color diferente, enmarañados como juncos y metidos todos en un barril pintado de verde.

Seis meses antes de que nuestra hermana se matase, yo había hecho planes para juntarnos todos en una casa junto a la playa, en Emerald Isle, cerca de la costa de Carolina del Norte. Mi familia solía pasar las vacaciones allí, pero habíamos dejado de ir desde la muerte de mi madre, y no porque hubiéramos perdido las ganas, sino porque era ella la que se encargaba de los preparativos y, sobre todo, de pagar la estancia. La casa que elegí con la ayuda de mi cuñada, Kathy, tenía seis dormitorios y una piscina pequeñita. Nuestra semana de alquiler empezaba el ocho de junio, sábado, y nada más llegar nos encontramos a una repartidora de pie junto a la entrada con tres kilos de marisco, regalo de bienvenida de parte de unos amigos. «Os he metío unas coles estra», dijo mientras nos entregaba las bolsas.

Cuando éramos pequeños, cada vez que nuestros padres alquilaban una casa para pasar las vacaciones, mis hermanas y yo nos pegábamos a la puerta principal como cachorritos alrededor de un plato de comida. Nuestro padre abría y nosotros entrábamos hechos unos salvajes recorriendo todas las habitaciones para pedirnos la que más nos gustaba. Yo siempre me pedía la más grande de las que daban al océano, y en cuanto empezaba a deshacer mi maleta entraban mis padres y me comunicaban que esa habitación era la suya. «Pero ¿quién te has creído que eres?», decía mi padre. Ellos se instalaban ahí y a mí me trasladaban al lugar conocido como «la habitación de la criada». Siempre estaba en la planta baja, una especie de cuchitril frío y húmedo a un paso de donde teníamos aparcado el coche. Nunca había escaleras interiores que llevaran desde allí a la primera planta. Así que tenía que subir por la escalera de fuera y, casi siempre, llamar a la puerta principal, que estaba cerrada, como si fuera un vagabundo rogando que lo dejaran entrar.

—¿Qué quieres? —preguntaban mis hermanas.

—Quiero entrar.

—Qué curioso —decía Lisa, mi hermana mayor, mientras las demás la miraban como si fuesen sus discípulas—. ¿Habéis oído algo, como un silbido? ¿Qué será ese ruido? ¿Un cangrejo ermitaño? ¿Una babosa de mar?

Lo normal era que hubiera cierta división por castas entre los tres hermanos mayores y los tres menores. Lisa, Gretchen y yo tratábamos al resto como si fueran nuestros sirvientes, y el plan nos iba muy bien. Cuando estábamos en la playa, en cambio, aquello era un sálvese quien pueda y pasaba a ser los del piso de arriba contra los del piso de abajo. Es decir: todas contra mí.

Esta vez, como pagaba yo, podía elegir la mejor habitación de la casa. Amy se instaló en el cuarto de al lado, y Paul, su mujer y su hija de diez años, Maddy, se quedaron el de al lado de ése. No había más habitaciones que dieran al océano. Los que llegaron después tuvieron que conformarse con las sobras. La habitación de Lisa daba a la calle, igual que la de mi padre. La de Gretchen también, y estaba acondicionada para una persona parapléjica. Del techo colgaban unas poleas eléctricas con un arnés para subir y bajar de la cama cualquier cuerpo humano.

A diferencia de las casas de vacaciones de nuestra infancia, ésta no incluía una habitación para la criada. Era demasiado nueva y sofisticada para eso, igual que las viviendas de alrededor. Las casas de las islas solían estar construidas sobre pilares, pero cada vez se veían más y más con plantas bajas. Todas tienen siempre unos nombres de lo más playeros y están pintadas de colores igual de playeros, pero la mayoría de las que construyeron después del desastre del huracán Fran en 1996 tienen tres pisos y son dignas de cualquier paraje suburbano. Nuestra casa era grande y corría el aire que daba gusto. La mesa de la cocina tenía sitio suficiente para sentar a doce personas y ya no es que hubiera lavaplatos, es que había dos lavaplatos. Las fotos enmarcadas eran de temática marina: paisajes con el océano de fondo y faros iluminados, todas con los cielos llenos de uves pequeñitas, abreviaturas de la palabra gaviota. En el salón había un cartel en el que estaba escrito MOLUSCO VIEJO NUNCA MUERE, SOLO CAMBIA DE CONCHA. El reloj de al lado del cartel daba una hora imposible, como si las manillas se hubieran despegado. Y justo encima había otro cartelito donde ponía ¿A QUIÉN LE IMPORTA?

Y eso mismo respondíamos cada vez que alguien preguntaba la hora.

—¿A quién le importa?

Un día antes de que llegásemos a la playa, se publicó la esquela de Tiffany en el Raleigh News & Observer. La envió Gretchen, que pidió que dijera que nuestra hermana había fallecido en su hogar en completa paz. Sonaba como si estuvieran hablando de una anciana. Una anciana con casa propia. Pero qué podíamos escribir si no, ¿no? La gente dejaba respuestas al obituario en la web del periódico. Un tipo escribió que Tiffany solía ir a su videoclub, en Somerville. Una vez que se le rompieron las gafas, ella le ofreció unas que había encontrado mientras rebuscaba en la basura de un vecino. También dijo que otra vez Tiffany le regaló un Playboy de los sesenta que incluía una serie de fotos titulada «Dulce Pollón de Juventud».

Cada nuevo detalle nos fascinaba porque no conocíamos nada bien a nuestra hermana. Todos nos habíamos apartado de la familia en algún momento de nuestras vidas, nos habíamos visto obligados a ello para forjar nuestras personalidades, dejar de ser un Sedaris sin más para ser un Sedaris diferente, tu propio Sedaris. Tiffany, a diferencia del resto, jamás retomó el contacto. A veces juraba que iba a ir a casa por Navidad, pero siempre surgía alguna excusa de última hora: perdía un avión, tenía que trabajar. Y lo mismo cada verano. «Hemos venido todos menos tú», le decía, muy consciente de lo carcamal y pasivo-agresivo que sonaba.

A todos nos había defraudado su ausencia, pero por motivos diferentes. Por muy mal que te llevaras con Tiffany en el momento que fuese, no se podía negar el espectáculo que daba: las entradas dramáticas, los insultos sin pausa de auténtica profesional, la vorágine que iba dejando a su paso. Un día te lanzaba un plato y al día siguiente te regalaba un collage que había hecho con los trocitos. Si la relación con un hermano o con una hermana flaqueaba, se compinchaba con otra persona. Nunca se llevó bien con todos a la vez, pero siempre había mantenido el contacto al menos con uno de nosotros. En la última etapa la elegida fue Lisa, pero todos habíamos desempeñado ese papel más de una vez.

La última vez que nos acompañó a Emerald Isle fue en 1986.

—E incluso entonces se marchó a los tres días —dijo Gretchen.

De niños pasábamos todo el rato en la playa nadando. Luego nos convertimos en adolescentes y optamos por dedicar nuestra vida al bronceado. Hay una modalidad de conversación que solo se da cuando estás echado en el suelo, medio ido, bajo el sol, y yo siempre he estado muy a favor de ella. En la primera tarde de nuestro viaje más reciente extendimos en la playa una colcha enorme de las que usábamos cuando éramos niños y nos echamos encima mientras intercambiábamos anécdotas sobre Tiffany.

—¿Os acordáis de cuando pasó Halloween en la base militar?

—¿Y la vez que vino al cumpleaños de papá con un ojo morado?

—Me acuerdo de una vez que conoció a una chica en una fiesta —empecé a contar cuando llegó mi turno—. La chica se tiró un rato hablando de lo horrible que sería tener una cicatriz en la cara, hasta que Tiffany dijo: «Yo tengo una pequeña cicatriz en la cara y no me parece que sea para tanto».

—«Ya —dijo la chica—, pero te lo parecería si fueras guapa».

A Amy le dio un ataque de risa y se puso a hacer la croqueta por el suelo.

—No había respuesta más perfecta.

Recoloqué la toalla que estaba usando como almohada.

—¿Verdad?

Si se lo hubieran dicho a otra persona, la anécdota podría haber sido un pelín horrible, pero ser fea jamás fue una preocupación para Tiffany, sobre todo entre los veinte y los treinta años, cuando los hombres se echaban a sus pies sin poder evitarlo.

—Bueno —dije—, y lo mejor de todo es que no recuerdo que tuviera ninguna cicatriz en la cara.

Aquel día pasé demasiado tiempo bajo el sol y me quemé la frente. Punto final en mi relación con la colcha de la playa. El resto de la semana hice apariciones fugaces, sentándome un rato mientras me secaba después de nadar, pero sobre todo me dediqué a salir con la bici, pedaleando costa arriba y costa abajo mientras pensaba en lo que había sucedido. A los demás nos resultaba fácil llevarnos bien entre nosotros, pero con Tiffany eso siempre implicaba un esfuerzo. Ella y yo solíamos reconciliarnos pronto después de cada discusión, pero nuestra última pelea me quitó las ganas por completo y cuando murió llevábamos ocho años sin dirigirnos la palabra. Durante esos años pasé bastantes veces cerca de Somerville y barajé la idea de ir a verla, pero nunca lo hice, muy a pesar de la insistencia de mi padre. Me informaba de su vida a través de él y de Lisa: Tiffany ha perdido su apartamento, Tiffany ha empezado a cobrar una pensión por discapacidad, Tiffany se ha mudado a una habitación que le han conseguido los de Servicios Sociales. Igual se comunicaba mejor con sus amigos, pero desde luego a su familia solo le llegaban retazos. Más que hablar con nosotros parecía hablar contra nosotros, soltando siempre monólogos eternos, taimados, divertidos y a menudo tan contradictorios que costaba enlazar la frase que acababas de escuchar con la que la había precedido. Antes de que nos dejásemos de hablar, siempre adivinaba cuándo era ella la que estaba al otro lado del teléfono. Entraba en casa y escuchaba a Hugh diciendo «Ajá... mmm... sí... mmm... ajá...».

Además de las dos cajas que había llenado Amy en Somerville, también trajo el anuario de la clase de Tiffany de 1978, cuando ella tenía catorce años. Entre los mensajes de sus compañeros estaba éste en concreto, escrito por alguien que había dibujado una hoja de marihuana junto a su nombre:

Tiffany. Eres única en este mundo y tienes un culito igual de único. Solo me arrepiento de no haber salido más veces de fiesta contigo. El insti me come los huevox. Espero que sigas igual de...

– guay

– fumada

– borracha

– ida de la puta olla

Luego te miro el culito. Chao.

Y luego estos otros mensajes:

Tiffany:

Tengo mil de ganas de pillarme un ciego contigo en verano.

Tiffany:

Llámame este verano y nos fumamos el barrio entero, loca.

Pocas semanas después de que escribieran esos mensajes, Tiffany se fugó de casa y cuando la encontraron la metieron en un reformatorio de Maine que se llamaba Élan. Según nos contó más adelante, se trataba de un lugar espantoso. Volvió a casa en 1980, tras dos años allí, y desde entonces ninguno de nosotros recuerda ni una sola conversación con ella en la que no lo mencionase. Culpaba a toda su familia por haberla mandado al reformatorio, pero nosotros, sus hermanos, no habíamos tenido ni voz ni voto en aquello. Paul, por ejemplo, tenía diez años cuando sucedió. Yo tenía veintiuno. Durante un año estuve escribiéndole una carta al mes. Hasta que me respondió pidiéndome que parase. Mis padres reconocieron su error mil veces, pero no podían cambiar el pasado. «Teníamos más hijos —le decían para defenderse—. ¿Qué querías? ¿Que parásemos el mundo para dedicarnos a vigilarte?»

Pasamos tres días en la playa hasta que Lisa y nuestro padre, que ya tiene noventa años, se unieron a nosotros. Estar en la isla implicaba que se perdiera las sesiones de spinning a las que iba en Raleigh, así que me encargué de encontrarle un gimnasio cerca de la casa de alquiler para que no bajara el ritmo. Todas las tardes íbamos al gimnasio y pasábamos un rato juntos. De camino charlábamos un poco, pero en cuanto nos sentábamos en las bicicletas estáticas nos limitábamos a pedalear en silencio. Era un lugar pequeño, con poca vida. Una tele sin sonido presidía el lugar, en todo momento fija en el canal del tiempo, y nos recordaba que siempre, en una u otra parte, está desencadenándose una catástrofe. A alguien se le ha inundado la casa o está luchando por sobrevivir mientras huye de un tornado. Casi al final de la semana me encontré a mi padre en la habitación de Amy, mirando las fotos que Tiffany había despedazado. Tenía en la mano un trocito con la cabeza de mi madre y el cielo azul de fondo. «¿Qué contexto puede llevar a alguien a romper una foto como ésa?», me pregunté. Era una actitud tan melodramática... como lanzar una figurita de cristal contra la pared. Algo que solo pasa en las películas.

—Qué pena —susurró mi padre—. Toda la vida de una persona en una caja de mierda.

Le puse la mano en el hombro.

—Son dos cajas.

Se corrigió a sí mismo.

—Dos cajas de mierda.

Una tarde en Emerald Isle salimos todos con las bicicletas para hacer la compra en el Food Lion. Yo estaba en la zona de la frutería buscando cebollas rojas cuando mi hermano apareció de la nada por mi espalda y soltó un tremendo «¡Achús!» mientras rozaba mi espalda con un manojo de perejil mojado. Sentí la ráfaga de frescor en la nuca y me quedé congelado, pensando que un desconocido (acaso un enfermo terminal) acababa de estornudarme encima. Un truco perfecto, salvo por un inconveniente: el perejil también le cayó encima a la mujer india que estaba a mi izquierda. La pobre llevaba un sari de color rojo sangre, así que se llevó su buena ración en el hombro que llevaba al descubierto, en el cuello y en parte de la espalda.

—Perdona, macho —dijo Paul cuando ella se volvió hacia él con cara de horror—. Le estaba gastando una broma a mi hermano.

La mujer llevaba muchos brazaletes que tintinearon cuando se llevó la mano a la nuca para limpiarse.

—La has llamado «macho» —le dije cuando se marchó la mujer.

—¿Fijo? —preguntó.

Amy lo clava cuando le imita. «¿Fijo?»

A mi hermano y a mí, cuando hablamos por teléfono, suelen confundirnos con una mujer. Mientras seguíamos con la compra me empezó a contar que se le averió la camioneta hace poco y, cuando llamó al servicio técnico para que mandaran una grúa, el hombre al otro lado de la línea dijo: «En nada estamos ahí, preciosa». Puso un melón en el carrito y se volvió hacia su hija.