Caminos de reparación - Ricardo Capponi - E-Book

Caminos de reparación E-Book

Ricardo Capponi

0,0

Beschreibung

A la hora de su repentina muerte, Ricardo Capponi, médico cirujano y psiquiatra, elaboraba un libro acerca de la crisis de los abusos sexuales en la Iglesia católica. Una primera versión de este libro, que el autor esperaba aumentar y mejorar con comentarios de sus primeros lectores, fue publicada en una edición limitada bajo el título La misión actual de la Iglesia católica. Una propuesta para enfrentar la crisis. Considerando su inestimable valor para comprender la crisis tomando en cuenta los hallazgos modernos de las ciencias de la afectividad, su familia, en conjunto con la Pontificia Universidad Católica de Chile, concluyeron la obra incorporando las notas y aclaraciones que dejó escritas el autor. Capponi realiza una lectura de la crisis de la Iglesia a partir de la psicopatología y propone un itinerario institucional orientado hacia la posibilidad de reparación. Es deber de la Iglesia, que se constituye esencialmente en la proclamación y enseñanza de la verdad, incorporar en su seno todo aquello que se descubra como verdadero y, de un modo particular, los hallazgos de la ciencia y del saber humano que mejoran nuestra comprensión del mundo que habitamos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 256

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión Cultural

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

[email protected]

www.ediciones.uc.cl

CAMINOS DE REPARACIÓN

Ricardo Capponi

© Inscripción Nº 2022-A-7723

Derechos reservados

Septiembre 2022

ISBN Nº 978-956-14-2995-6

ISBN digital Nº 978-956-14-2996-3

Diseño: Francisca Galilea R.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

Capponi M., Ricardo, autor.

Caminos de reparación / Ricardo Capponi.

Abuso sexual infantil por el clero - Chile - Iglesia Católica.

Iglesia Católica - Chile.

Tít.

2022261.83272 + DDC23RDA

ÍNDICE

Prólogo

La depresión de la Iglesia

Camino de recuperación

Capítulo 1. Etapa de comprensión

Causas de la crisis

La ignorancia

Causa de la ignorancia: el temor al pensamiento científico

Oscurantismo que facilitó el delinquir

Omnipotencia y voluntarismo

La fuerza avasalladora de la afectividad en la intimidad

La denigración de la agresión

El pecado de pensamiento que bloquea el conocer

Superficialidad que lleva a la esquizofrenia

Complicidad de la sociedad

Una ignorancia compartida con toda la sociedad

Los años del conocimiento y abordaje serio del tema

Reacción de la sociedad a la transgresión delictiva

Cambio de paradigma en la forma de hacer justicia

Reclamo de la sociedad

La transgresión de la Iglesia: “ignorancia culposa”

El delito que más contribuye a la pérdida de confianza en la Iglesia: el encubrimiento

¿Degeneración, ansias de poder o ignorancia?

El apego al poder y la perversión

La verdad como fuente de justicia

Capítulo 2. Etapa de dolor psíquico: aceptación y pérdida

Capítulo 3. Etapa de reparación

Creatividad de la reparación

Itinerario de la reparación

Medidas a corto plazo

Medidas a mediano plazo

Medidas a largo plazo

Comunicación convincente de que se ha comprendido la crisis en toda su magnitud

Ámbito de la reparación

Lugar de la reparación

Epílogo

PRÓLOGO

Ricardo Capponi, médico psiquiatra y psicoanalista, profesor universitario con estudios en filosofía y teología, ha asesorado a instituciones en temas educacionales y sobre la dimensión afectivo-sexual, incluyendo instancias vinculadas a la Iglesia católica. Ha contribuido en el terreno de su especialidad, la psicopatología (Psicopatología y semiología psiquiátrica, Editorial Universitaria, 1987), y en los debates registrados en el país en el retorno a la democracia en los años noventa (Chile: un duelo pendiente, Editorial Andrés Bello, 1999), así como en el campo del amor (El amor después del amor, Editorial Random House Mondadori, 2004). Tales libros reflejan las áreas más importantes de su quehacer profesional y reflexión intelectual.

Animado desde su experiencia profesional y desde la fe católica, en este libro póstumo el Dr. Capponi pone el foco en la crisis de la Iglesia católica y, en particular, de la Iglesia chilena debido a los casos de abuso sexual. Para ello se sirve analíticamente de la psicopatología, el estudio de la mentalidad institucional y, desde su perspectiva, de los procesos de duelo y reparación social. Asimismo, propone una lectura y abordaje de la crisis con un itinerario que se orienta con entusiasmo hacia la posibilidad de reparación. Este libro habla del desafío imperativo de la Iglesia —cuando habla de la Iglesia, se refiere a las autoridades del Magisterio y a su función de conducción— de abordar esta crisis con determinación, entregando una propuesta precisa.

La crisis de la Iglesia chilena actual está directamente relacionada con los casos de abuso sexual y de conciencia, a menores de edad —y no solo a estos— realizados por sacerdotes y religiosos. La develación de las víctimas de estos abusos muestra el horror vivido, el vínculo alterado en un contexto de una relación afectiva, de confianza e intimidad psicoespiritual, en instancias de formación humana y espiritual. El poder, la relación de uso y la satisfacción sexual emergen ahí en forma cruda y nuda con el horror del reverso de la función formativa de los sujetos y su caída a la posición de objetos. Ello, sabemos, ha implicado en las víctimas la experiencia de lo traumático y sus efectos, incluyendo el silencio por años y décadas. Las voces de las víctimas, tímidas inicialmente y vociferantes en la actualidad, se han encontrado con una puerta cerrada y con la justificación en vez de la comprensión, como indica el autor, incluyendo la de los encubridores. Esto ha mostrado el peor rostro de la Iglesia.

La lectura del Dr. Capponi es precisa: en el seno de la Iglesia se han cometido crímenes y se ha encubierto. Ha retrocedido ante el horror y con vergüenza, se ha silenciado y llegado tarde. Ha perdido prestigio social y está sumergida en un duelo patológico que requiere un proceso que implica comprensión de lo sucedido, aceptación, pérdida y reparación de otros y de sí misma. Ante la crisis tiene dos opciones: o quedar destituida y sumergida socialmente en una subjetividad minoritaria, en un clima de nostalgia con sus heridas abiertas en una posición paranoide y más separada de la modernidad, o bien reformularse abordando la crisis e iniciando procesos efectivos de reparación y de transformación que implican cambios de su estructura, en las relaciones internas con los laicos, en el lugar de la mujer y en sus nexos con diversos tópicos de la sociedad. Esta segunda vía plantea desafíos, algunos de los cuales son abordados en el libro. Asumir este reto podría restituir cierta autoridad y un reencuentro de la Iglesia con su misión universal originaria.

La tesis de Capponi es que la Iglesia está deprimida, se ha encerrado, herida, y no ha entendido la crisis ni sus alcances. Para él, el primer paso debe ser comprender. ¿Qué quiere decir que la Iglesia no ha entendido? ¿Qué no sabe? Ciertamente, no es algo del orden del conocimiento o de la información. Tampoco es justificar, precisa el autor. Sostiene que, así como la Iglesia no ha comprendido la modernidad ni la subjetividad cartesiana ni tampoco el discurso de las ciencias, tampoco ha incorporado ni asimilado suficientemente las grandes controversias y debates del mundo contemporáneo. En esa misma serie, la crisis actual relacionada con los casos de abuso sexual en su interior tiene este efecto de incomprensión, aunque los hechos están a la vista, investigados o en proceso. La ignorancia, entendida como una función de desconocimiento activo, es producto del rechazo a saber sobre el registro afectivo-sexual y sus implicancias psicológicas y sociológicas. Se trata de una ignorancia activa que ha dejado hacer en sus filas, delante de los propios ojos, introduciendo esa función de velo y ceguera respecto de la pulsión sexual y de las perversiones. Ahí mismo se anuda el encubrimiento activo y pasivo. Capponi también explicita algunos alcances en el vínculo social de este no querer saber.

Este es un nudo inicial y fundamental para iniciar cualquier proceso de abordaje de la crisis. Algunas comunidades locales y personas singulares han emprendido ese camino, a veces en solitario, a veces enlazados a otros. Algunos de ellos se sienten extranjeros en patria y otros, en cambio, misioneros y agentes de cambio al interior de la misma Iglesia.

Las víctimas, en su anhelo de justicia, de reconocimiento social y legal por el daño infligido, y sus necesidades de reparación, encarnan esa voluntad de saber, de ser alojados por la sociedad y la Iglesia en su palabra. Apuntan a hacer valer sus derechos vulnerados en dichos actos, intentando una operación necesaria de atravesamiento de la desmentida o la renegación defensiva, saliendo del silencio e impidiendo dar vuelta la página antes de tiempo. Esta insistencia de las víctimas tampoco es entendida efectivamente por la Iglesia y sigue siendo leída como un ataque.

El Dr. Capponi propone un itinerario partiendo por la comprensión social de la sexualidad, de los abusos y sus encubrimientos en la Iglesia y en la sociedad, de las perversiones y la criminalidad asociada, para ir abriendo las puertas y atravesando esta ignorancia defensiva enquistada. Sucesivamente, el curso llevaría a abordar los procesos de aceptación y pérdida, y finalmente la reparación, aportando pistas y pasos precisos a recorrer.

Quisiera subrayar el compromiso que el Dr. Capponi tuvo con su lectura y propuesta, haciendo circular sus ideas plasmadas en este libro y escuchando los ecos. Él se reunió generosamente con la Comisión UC para abordar la crisis de la Iglesia1, que integramos dieciséis académicos de esta universidad2. En esa conversación puntualizó, entre otras cosas, que la Iglesia cojea en algo de lo cual debería ser experta: el cuidado de sí y de otros, asimilando una cultura de la protección a la altura del siglo XXI. Por lo tanto, en su origen este libro tuvo una función de documento de trabajo y de suscitador de debate, con convergencias y divergencias, y un efecto no menor en estos tiempos de necesidad de conversación en la universidad y fuera de ella.

Finalmente, el libro no solo invita a la compresión, sino también a dar pasos, otorgando un lugar al afecto de la vergüenza, y de la vergüenza ajena, y a la responsabilidad social, esencialmente hecha de respuestas, para salir del síndrome del avestruz y del no querer saber paralizante que la Iglesia atraviesa. Francisco lo dice muy bien: “Hoy somos retados a mirar de frente, asumir y sufrir el conflicto, y así poder resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo caminar”3. Sin estos nuevos pasos de la mano del Estado, la modernidad y la profesionalización, seguirán funcionando los viejos caminos, que hoy más que nunca resultan inoperantes, anacrónicos, estériles e incluso nocivos.

Alejandro Reinoso Medinelli

Psicólogo y psicoanalista

Académico de la Escuela de Psicología UC

LA DEPRESIÓN DE LA IGLESIA

A raíz de la conducta criminal de algunos de sus miembros, la Iglesia está sumergida en una depresión. Este estado psíquico empeora su situación y la conduce por caminos regresivos que impiden su fortalecimiento. Todo esto se puede advertir en la forma en que está abordando la crisis. Presionada por la sociedad, la Iglesia ha adoptado una perspectiva judicial y legal. Se ha concentrado, por consiguiente, en la persecución de los transgresores y los encubridores, buscando, a través de castigos, gravámenes, compensaciones económicas y medidas policiales preventivas, reparar el daño cometido. El acento ha estado puesto en la falencia moral de la Iglesia, en su actuar injusto y delictivo. En definitiva, la actitud persecutoria ha encontrado eco en las propias filas de la Iglesia y revela una falta de carácter que, a mi juicio, proviene del clima depresivo invalidante en el que se encuentra inmersa. El problema es que esta forma de abordar la crisis tiene consecuencias nocivas: por un lado, se focaliza en algo que acontece al 2% de los miembros de la Iglesia4 y, aunque a esta cifra le agreguemos una gran cantidad de encubridores, deja fuera a la mayoría de sus miembros y, por otro, no responde a la verdadera interpelación que le está planteando esta crisis a la institución: su cultura en el tema.

Propongo, entonces, un abordaje distinto, uno que perciba la crisis no como resultado de la acción delictual que atenta contra la justicia, sino como resultado de la ignorancia que atenta contra la verdad. Ignorancia que, junto a una pérdida de credibilidad en la doctrina eclesiástica en lo que atañe a la moral sexual, condujo a un alto nivel de perplejidad y desorientación en los miembros de la Iglesia cuando el tema del abuso sexual empezó a ser tratado en serio por la sociedad.

De esta forma, desde un porcentaje menor de los miembros, trasladamos la responsabilidad a la Iglesia en su totalidad. Se ajusta más a lo que realmente ocurrió, ubica la responsabilidad en aquello que define a la institución de la Iglesia (su labor educativa y pastoral) y en esto le pide asumir sus responsabilidades. Así acogemos lo que el Santo Padre nos exhorta: “Solo podemos lograrlo si lo asumimos como un problema de todos y no como el problema que viven algunos. Solo podremos solucionarlo si lo asumimos colegialmente, en comunión en sinodalidad”5.

Por último, este desafío centrado en superar la ignorancia alberga un horizonte de esperanza que permite alcanzar dos objetivos importantes. Por un lado, le aporta una misión a la Iglesia, sacándola del foco regresivo. Y, por otro, como consecuencia de lo anterior, posibilita una actitud entusiasta frente a la necesaria etapa de reparación a la que se debe abocar a estas alturas de la crisis.

Propongo que la Iglesia tome como un “signo de los tiempos” su situación de crisis derivada de los abusos sexuales y su encubrimiento. En este contexto, el análisis comprensivo que aquí presento pretende ser un aporte a la primera etapa del proceso de discernimiento de este “signo de los tiempos”: la apreciación de la realidad con toda la crudeza con que se presenta.

Desde mi identidad profesional como médico psiquiatra, con estudios en filosofía, psicoanálisis y teología, asesorías a instituciones y organizaciones desde el punto de vista de las dinámicas grupales, y como creyente siguiendo la exhortación del Papa Francisco6 de ir a las raíces y tratar de asumir el problema en toda su complejidad, he realizado un esfuerzo comprensivo que quiero compartir brevemente con ustedes.

Esta es una mirada que integra el pensamiento de la cultura del siglo XXI, que intenta comprender este fenómeno de forma tal que, con la objetividad de una aproximación propia de las ciencias humanas, apacigüe el ambiente crispado que observamos hoy y siente las bases para el trabajo reflexivo que toda crisis demanda. Para que esto sea posible, se requiere aplicar la metodología que la cultura del siglo XXI exige para explicar de forma convincente un tema de ciencias humanas: un análisis biopsicosocial, vale decir, el examen del componente biológico, psíquico y social que está en juego.

En este caso, en que se trata de entender los abusos sexuales cometidos, la dimensión biológica está presente en la constitución instintiva y pulsional de la necesidad y el deseo, su componente hereditario y genético asentado en la estructura misma del Sistema Nervioso Central, y operando en los estados mentales desde la neurofisiología del sujeto, la cual se ve afectada por las situaciones vitales por las que atraviesa.

Asimismo, comprender el papel que juega el componente psicológico es fundamental para entender las dinámicas enfermas del comportamiento abusivo del victimario, el grado de libertad del abusador, sus trastornos de personalidad y su conocimiento pervertido respecto del tema. Al mismo tiempo, permite comprender el estado mental de la institución, los estados anímicos que se desencadenan en su interior, cómo estos condicionan su evolución hacia procesos constructivos o destructivos, y el papel fundamental de los procesos reparatorios, sus requisitos y exigencias.

Finalmente, la dimensión social se debe analizar en cuanto cómo esta determina la causa, la evolución y la posible resolución de la crisis. Cómo se ha dado y se da la interacción liderazgo-grupos de trabajo al interior de la organización y, también, la dinámica de los grupos grandes y de las masas frente al conficto. En este ámbito requiere especial atención comprender cómo la cultura ha permeado la sociedad y la institución en torno a la sexualidad y la afectividad, facilitando y potenciando el delinquir.

Esta explicación comprensiva para los creyentes debe, además, integrar una mirada desde la fe en un planteamiento que, trenzando bien la creencia y la razón, logre un discurso que se desmarque de los lugares comunes y los eslóganes que abundan en torno a este tipo de confictos. Desde la perspectiva de la fe, quien mejor nos ilumina es el Papa Francisco, a quien sigo de cerca en esta proposición. Tomo además como referentes importantes el Sínodo de Obispos en octubre 2018 y el Simposio sobre Abuso Sexual a Menores7, realizado el año 2012 en la Pontificia Universidad Gregoriana. Este texto es una propuesta, un documento de trabajo. Lo que sigue, ofrece una hoja de ruta para pensar la cuestión en orden al discernimiento común8.

En una persona la pérdida de un cierto posicionamiento dentro del grupo social —por fracasos económicos, profesionales o afectivos— inicia inmediatamente un proceso de duelo. Cuando a esta pérdida se le agrega la amenaza de un castigo por haber transgredido la ley, afectando la honorabilidad, amenazándose el desprestigio propio y despertando sentimientos de humillación que ensucian la dignidad, dicha persecución activa ansiedades paranoides y el duelo se complica. En estas condiciones, casi siempre se produce un desequilibrio en el funcionamiento mental del individuo que se psicopatologiza y que conduce a que el duelo se transforme en un estado depresivo.

El ánimo pesimista que produce la depresión tiñe la mirada que se tiene del pasado, del presente y el futuro: el pasado es visto desde un sentimiento de culpa paralizante; el futuro se divisa ensombrecido por un escepticismo que mina las esperanzas —tan necesarias para enfrentar la crisis— y provoca la contemplación de lo dañado como algo que no tiene arreglo. Pareciera, entonces, como si todo fuera a ir de mal en peor. En el presente, en tanto, las angustias depresivas que asaltan la mente impiden el desarrollo de un modo de pensar realista y pueden conducir a conductas grotescamente negadoras o a acciones impulsivas que empeoran la situación.

Esta reacción psicológica también se da en grupos, organizaciones e instituciones, cuando se ven sometidos a circunstancias adversas. Podríamos decir, entonces, que el duelo por la pérdida de credibilidad, confianza y prestigio, sumado a la persecución de algunos de sus miembros por actos delictuales, ha calado en el corazón mismo de la identidad de la Iglesia, llevándola a un estado mental que difícilmente habría podido escapar de la respuesta depresiva.

El ánimo depresivo, en definitiva, afecta la dinámica grupal. Produce una onda expansiva que contamina a sus miembros de pesimismo, desesperanza y culpa excesiva, y refuerza una inclinación individual de desolación en círculos viciosos de retroalimentación. Al interior de la institución se activan las reacciones primitivas frente a la amenaza: ataque-fuga. Se divide la realidad entre buenos y malos, entre quienes se sienten inocentes y acusan a los que consideran culpables de la crisis, dando pie a una polarización ideologizada, rígida, en cuya base se encuentra el deseo de no ser afectado personalmente por la crisis. Pero además de los que atacan están los que arrancan; estos últimos no quieren saber nada, se aíslan o desertan. Esta dinámica impide aprovechar los recursos de los miembros de la organización, quienes, en medio de la crisis, deberían conformar grupos de trabajo9 destinados a pensar serenamente en torno a lo que está pasando dentro de la institución.

La culpa puede ser un sentimiento sano al servicio de la toma de conciencia y del reconocimiento de los daños, para luego buscar formas de reparación. Pero también puede transformarse en una “culpa persecutoria”, que activa reacciones como las que acabo de describir, propias de una situación de peligro grave y urgente. Por un lado, ataque o fuga, negar la participación, culpar a otros y huir, evitando enfrentar la situación10. Por otro —y esto es más difícil de entender—, quien siente la culpa se persigue a sí mismo, se maltrata y se paraliza, como si con aquello pagara por el delito cometido.

Se confunde, de este modo, la mirada pesimista con una realista. El culposo tiene la sensación de que, a través de esta autoflagelación, expiará las culpas por la transgresión que cometió. El problema es que este es un acto autodestructivo, que no tiene ninguna relación con la necesaria reparación que debe promover una sana culpa. Esta no debería afectar la percepción de la dignidad y la honorabilidad propias, las cuales, con serena asertividad, ayudan a delimitar las faltas de las que me debo hacer cargo, pero al mismo tiempo me ayudan a defenderme de acusaciones injustas y sin fundamento de quienes están empeñados en abatirme11. En este proceso rescato mis fortalezas para iniciar, apoyándome en ellas, un camino de reparación12.

La Iglesia13 ha sido cogida por la “culpa persecutoria”. En un primer momento reaccionó negando su participación en los acontecimientos, culpando a los medios de comunicación como excesivamente intrusivos, a la justicia como extremadamente implacable y a las masas molestas como grupos odiosos interesados en su destrucción, entre otros. Luego, ha entrado en una fase autoflagelante que no contribuye a su recuperación, sino que más bien va produciendo un daño subrepticio que le impide retomar su identidad con vigor.

¿Y cuál es la identidad que la Iglesia en ningún caso debería poner en duda? Es una institución con una historia de ayuda a la humanización de la sociedad —hasta el presente—, una identidad que nadie cuestiona, como destaca James Carroll, quien enseguida se pregunta si la institución será capaz de continuar por ese camino:

En el momento en que la desigualdad entre ricos y pobres se agranda cada año —la verdadera precondición del terrorismo—, ¿sobrevivirá la Iglesia católica como una de las pocas instituciones que contribuye a aminorar esta brecha? ¿Mantendrá la Iglesia su rol tradicional como defensora de los pobres y su función contemporánea crítica al libre mercado capitalista a ultranza? En el siglo XX la Iglesia católica en Europa, y aún más en los Estados Unidos, abandonó su tendencia tradicional a estar con los ricos por acompañar más bien a los trabajadores; en el mundo en desarrollo, a veces a pesar del Vaticano, la Iglesia ha estado del lado de la liberación. La Iglesia ha sido también una fuerza que ha ayudado a los cambios sociales. ¿Continuará siéndolo? O como otras religiones, ¿terminará enfatizando la beatitud espiritual por sobre su pasión por la justicia?

En el contexto del pensamiento supersticioso que atraviesa todas las religiones y que, como el New Age, son puras banalidades que están satisfaciendo en forma creciente las necesidades de un lenguaje de trascendencia, la tradición intelectual católica que ha creado las universidades y aun el racionalismo científico, ¿sobrevivirá como una Iglesia entusiasta o se transformará más bien en una capilla lateral llena de nostalgia? ¿Frente al racionalismo científico que durante el siglo XX fracasó en su intento de explicarlo todo como fuente de significado, podrá el pensamiento católico contribuir a esta corrección? ¿O el catolicismo seguirá las líneas del mundo protestante llegando a ser un saco sin fondo del fundamentalismo? ¿Mantendrá la Iglesia católica su cultura contra la violencia expresada en Pacem in terris de Juan XXIII y de Juan Pablo II en su oposición a la guerra, en un mundo cada vez más amenazado por la violencia?14

El autor termina concluyendo que es muy pronto para conocer las respuestas a estas preguntas:

Quiero terminar señalando mi propia convicción plenamente: el siglo XXI necesita desesperadamente una intelectualidad vital, ecuménicamente abierta, y de un catolicismo idealmente sano, un catolicismo plenamente auténtico15.

La Iglesia católica es una institución que cuida, administra y representa la verdad mesiánica religiosa de la venida de Cristo a la tierra, consignada en las Sagradas Escrituras y, a partir de ahí, se plantea como el lugar privilegiado de comunicación con Dios y con las fuentes del dato revelado por Él. Posee un conocimiento difícilmente refutable y una sabiduría milenaria acerca de cuestiones morales que dicen relación con la toma de decisiones orientadas hacia el bien y el mal. Es, además, experta en desentrañar y discernir el sentido último de los acontecimientos, de la vida y de la muerte. Todo esto le da una gran influencia en la sociedad y, por ende, un inmenso poder político.

Los miembros que componen su clase sacerdotal son exclusivamente hombres célibes. Renuncian al placer sexual y a una vida centrada en el consumo y el confort, y se declaran, además, obedientes a la autoridad clerical. Todos estos rasgos cuestionan incisivamente a una sociedad hipersexualizada y consumista, centrada en el bienestar y el placer, que considera la obediencia como mero sometimiento que priva de libertad. A ello debe sumarse que, en tanto institución, sostiene una posición frente a cuestiones morales que gana el apoyo o el rechazo de los grupos sociales en la medida en que estos ven afectados sus intereses.

Las características mencionadas despiertan sentimientos positivos de idealización y admiración, por una parte, y negativos, de envidia, celos y recriminación, por otra. Estos últimos están presentes, en mayor o menor medida, incluso en las personas creyentes. En mayor grado, en los agnósticos. Y, mucho más aún, en los grupos ateos y anticlericales. Se suman a estos otros colectivos, como cristianos que no pertenecen a la Iglesia católica o miembros de otras religiones. Con todos ellos se abren importantes confictos de interés.

A esto hay que agregar que, cuando la Iglesia entra en una crisis, gatilla dinámicas de masas irracionales, ideologías polarizadas, emociones y sentimientos intensos y primitivos propios del funcionamiento de grupos grandes. En una trinchera se instalan los adversarios, que la presionan para que enfrente la crisis con una alta carga de autodestructividad. En la otra, se refugian los partidarios, quienes se comportan como defensores fanáticos, sin cooperar con ideas constructivas que la ayuden a salir de la crisis; promueven una defensa irrestricta, sin tomar conciencia de las verdades que hay tras la acusación. Un ejemplo elocuente de estas reacciones se dio en Chile en el llamado “Caso Karadima”.

Estas reacciones se producen porque la dinámica de los grupos grandes suele ser infantil, en blanco y negro16. Lo imperfecto está totalmente malo y hay que desecharlo, mientras que lo bueno se idealiza: está perfecto, hay que engrandecerlo y conservarlo sin modificación. Los primeros van a querer el desprestigio o la destrucción de la Iglesia, para que deje de ejercer influencia sobre la sociedad. El problema surge cuando estas fuerzas agresivas reverberan en una institución que está deprimida y que no puede reaccionar con el vigor necesario para protegerse, buscar apoyo y hacerse respetar. Incapaz de desmarcarse de las presiones que le infiere la sociedad convencional, la Iglesia se ha ido dejando arrastrar por estas coerciones y ha terminado enfrentando la crisis como si se tratara exclusivamente de un problema moral, jurídico, ético y policial, fomentando sin querer un peligroso movimiento social que criminaliza su institución.

El trabajo comprensivo me disminuye la angustia y el temor persecutorio, y en este ánimo más pausado voy poco a poco y en forma progresiva tomando conciencia del daño que le he hecho a un prójimo, alguien que amo. Y aquí aparece la fase dolorosa del proceso: la aceptación de que maltraté a alguien que también quiero, y las pérdidas que este hecho acarrean para mi vida personal y para la institución a la que pertenezco. En este momento cabe especialmente la incorporación del silencio, la reflexión y la oración como aconseja al Papa Francisco: “… el cristiano está llamado a interpretarlos a través del silencio, la reflexión y la oración gracias a la libertad que ha donado al hombre”17.

En esta segunda etapa se va transformando la culpa persecutoria en sana culpa reparatoria. La reparación surge del deseo de arreglar lo dañado, ahora no por temor sino por amor. Y esta es la fuente que alimenta la tercera etapa: la de reparación.

La etapa de reparación juega un papel fundamental tanto en la salida de la depresión como en su renovación y salida de la crisis. Para el ánimo pesimista, es fuente de esperanza.

En el ambiente culposo y autopersecutorio que afecta al deprimido, el acto de reparar —en la medida en que este caso tenga un efecto positivo sobre la sociedad que se ha sentido traicionada— provoca la sensación de que se es capaz de resarcir, al menos en parte, el daño ocasionado. Esta esperanza (al interior de la Iglesia) y la respuesta positiva del afectado frente al gesto reparador (la sociedad) van instalando un círculo virtuoso de reconciliación. El afectado, al recibir la reparación, disminuye el resentimiento, con lo cual aumenta la esperanza del deprimido, lo que a su vez vigoriza los gestos de reparación en este, lo cual aumenta aún más la reconciliación. El círculo virtuoso va sepultando de modo progresivo la culpa persecutoria y el pesimismo que yacen en la base de la depresión, y poco a poco se va superando la crisis.

Pero la reparación es un proceso complejo y no cualquier tipo de reparación acarrea estos beneficios. El pronóstico del proceso reparatorio está estrechamente ligado a la calidad de este. Y la calidad del proceso reparatorio depende de tres factores: a) de su contenido, de cómo se ejecuta a través del tiempo, o sea, de su itinerario, b) de la zona propia del acontecer psíquico que se elija para llevar a cabo la reparación, y c) del lugar físico que se escoja para aplicar a la reparación. La reparación debe tener un contenido, cuya calidad depende, por un lado, de la creatividad de este y, por otro, de la capacidad que tenga este relato de demostrar a la ciudadanía en forma convincente y bien articulada que la Iglesia ha comprendido la crisis en profundidad y está dispuesta a hacer el trabajo de remontarla. En esta crisis, el contenido de la reparación consiste en cambiar la cultura del abuso al interior de la Iglesia, esto es, cambiar su forma de ver el tema.

En el itinerario, las metas a largo plazo comprenden los cambios estructurales de la institución. En tanto, las metas a corto plazo plantean tres exigencias. Una, la cooperación con la justicia con total transparencia. Dos, especial preocupación por la víctima de abuso sexual, más allá de la reparación exigida por la justicia. Tres, la realización de algunos cambios iniciales en la forma de administrar el poder al interior de la institución; en este caso, que den señales de que está dispuesta a llevar a cabo las reformas necesarias para cambiar la cultura que provocó la crisis, contando para esto con la participación activa y real de las bases, del pueblo creyente. La reparación se debe llevar a cabo en la zona del acontecer psíquico donde se produjo la crisis: la afectividad y la sexualidad. ¿Y en qué lugares concretos de la sociedad se deberían instalar los procesos reparadores? En una primera instancia en los lugares donde se puedan elaborar los contenidos definidos por la zona, en este caso afectividad y sexualidad, donde se presume que la reparación va a tener una buena acogida, y donde la organización cuenta con recursos suficientes para poder conducir el proceso reparatorio. Nos parece que estos lugares son las comunidades educativas que dependen de la Iglesia, especialmente los colegios, las universidades y los seminarios. Poco a poco y habiendo acopiado la experiencia de este trabajo, esta práctica se va incorporando a las parroquias y comunidades cristianas18.

Aclaro que estoy hablando de la misión actual de la Iglesia, dada la crisis en la que se encuentra inmersa, no de la misión de la Iglesia que obviamente va mucho más allá del camino de reparación propuesto.

CAMINO DE RECUPERACIÓN