Campesinas - José María Gabriel y Galán - E-Book

Campesinas E-Book

José María Gabriel Y Galán

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Beschreibung

Campesinas es un poemario de José María Gabriel y Galán en el que se aprecia su gusto por el costumbrismo, la tradición, el talante conservador y el apego a la tierra extremeña y lo rural.

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Seitenzahl: 85

Veröffentlichungsjahr: 2021

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José María Gabriel y Galán

Campesinas

 

Saga

Campesinas

 

Copyright © 1902, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726551365

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Fecundidad

- I -

Mucho más alto que los anchos valles,

honda vivienda de la grey humana;

mucho más alto que las altas torres

con que los hombres a los siglos hablan;

mucho más alto que la cumbre arbórea,

llena de luz, de la colina plácida;

mucho más alto que la alondra alegre

cuando en los aires la alborada canta;

mucho más alto que la línea oscura

que hay de la sierra en la fragosa falda,

donde empieza el imperio de las fieras

y las conquistas del trabajo acaban...

Allá, en las cumbres de las sierras hoscas,

allá, en las cimas de las sierras bravas;

en la mansión de las quietudes grandes,

en la región de las silbantes águilas,

donde se borra del vivir la idea,

donde se posa la absoluta calma,

su nido asientan los silencios grandes,

el tiempo pliega sus gigantes alas

y el espíritu atento

siente flotar en derredor la nada...;

allá, en las crestas de los riscos negros,

cerca del vientre de las nubes pardas,

donde la mano que los rayos forja

las detonantes tempestades fragua,

allí vivía el montaraz cabrero

su tenebrosa vida solitaria,

melancólico Adán de un paraíso

sin Eva y sin manzanas...

 

Las sierras imponentes

le dieron a su alma

la terrible dureza de sus focas,

la intensa lobreguez de sus gargantas,

las sombras tristes de las noches negras,

la inclemencia feroz de sus borrascas,

los ceños de sus breñas bravas,

la indolencia brutal de sus reposos

y el eterno callar de sus entrañas.

 

Jamás movió la risa

los músculos de acero de su cara

ni ver dejaron sus hirsutos labios

unos dientes de tigre que guardaban.

 

Un traje de pellejo,

que hiede a ubre de cabras

y suena a seco ruido

de frágil hojarasca,

cubre aquel cuerpo que parece un diente

del risco roto de la sierra parda.

 

¡Oh! Cuando tenue en las rocosas cumbres

la aurora se derrama

sus ámbitos tiñendo

de dulce luz violácea,

 

ya el solitario en el peñón la espera

mirando a Oriente con quietud de estatua;

viva estatua musgosa

que siempre a solas con el tiempo habla;

esfinge viva que plegó su ceño

porque la vida le negó sus gracias,

porque azotó la soledad sus carnes,

porque el reposo congeló su alma...

 

Y luego, cuando abajo

se muere el día de tristeza lánguida

y se ponen las peñas de las cimas

tristemente doradas,

y luego grises, y borrosas luego,

y al cabo negras, con negruras trágicas,

mirando hacia Occidente,

desde aguda granítica atalaya

recibe inmóvil el Adán salvaje

la noche negra que la sierra escala...

 

¿No habrá creado Dios un sol que rompa

la noche de aquel alma

y en luz de aurora fructuosa y bella

le bañe las entrañas?

- II -

Bajó una tarde de las altas cumbres,

vagó errabundo por las anchas faldas

y se asomó a la vida de los hombres

desde la orilla de las breñas agrias.

Subió otra vez a su salvaje nido,

tomó a bajar a la vivienda humana

y ya movió la risa

los músculos de acero de su cara,

y sus diente de tigre, descubiertos,

dieron reflejos de marfil y nácar,

y el hosco ceño despejó la frente,

y se hizo dulce y mansa

la dulzura feroz, brava y sañuda

de aquel mirar de sus pupilas de ágata...;

cortó un lentisco y horadó su tallo,

pulió sus nudos y tocó la gaita,

y oyó por vez primera

la sierra solitaria

música ingenua, balbuciente idioma

que al hombre niño le nació en el alma.

¡Cantó la estatua al declinar la tarde!

¡Cantó la esfinge al apuntar el alba!

 

Y una que trajo de color de oro

mayo gentil espléndida mañana,

con sol de fuego que arrancó resinas

de las olientes montaraces jaras,

e hizo bramar al encelado ciervo,

junto al aguaje en que su sed templaba,

e hizo gruñir al jabalí espantoso,

e hizo silbar a las celosas águilas

que por encima de los altos riscos

persiguiéndose locas volteaban...;

una mañana que vertió en la sierra

toda la luz que de los cielos baja,

todas las auras que la sangre encienden,

todos los ruidos que el oír regalan,

todas las pomas que el sentido enervan,

todos los fuegos que la vida inflaman...;

por entre ciegas madroñeras húmedas,

por entre redes de revueltas jaras,

por laberintos de lentiscos vírgenes

y de opulentas madreselvas pálidas,

y de bravíos vigorosos brezos,

y de romero cuyo aroma embriaga,

el solitario montaraz subía

rompiendo el monte con segura planta

y abriendo paso a la cabrera ruda

que vio del monte en la fragosa falda,

y fue a buscar a la vecina aldea

cual lobo hambriento que al aprisco baja.

En derechura al nido de la cumbre

radiante de alegría la llevaba.

Eva morena, de las breñas hija

y de ella locamente enamorada,

iba a la cumbre a coronarse sola

reina de la montaña.

 

Como membrudo corredor venado,

rompe el cabrero las breñosas mallas;

como ligera vigorosa corza,

de peña en peña la cabrera salta.

Corren así temblando de alegría,

cuantas parejas por la tierra vagan,

pero ninguna tan gentil y noble

subiendo va cual la pareja humana,

que amor le dice que la altura es suya,

porque es del rey el elevado alcázar,

y es para el lobo la maraña negra

de la húmeda garganta,

y es para el feo jabalí el pantano

donde el camastro enfanga,

y es para el chato culebrón la grieta

de ambiente frío y tenebrosa entrada...

- III -

Y vi una tarde el amoroso idilio

sobre la cima de la azul montaña:

un sol que se ponía,

una limpia caseta que humeaba,

una cuna de helechos a la puerta

y una mujer que ante la cuna canta...

Y el hombre en un peñasco

tañendo dulce gaita

que va trayendo hacia el dorado aprisco

los chivos y las cabras...

Una nube

No hay posibles hogaño pa eso

-dijo el padre de ella;

y el del mozo exclamó pensativo:

 

«Pues entonces hogaño se deja

porque yo también ando atrasao

con tantas gabelas...

Que se casen al año que viene,

dispués de cosecha,

y hogaño entre dambos

le daremos tierra

pa que el mozo ya siembre pa ellos

esta sementera.»

Y el mozo y la moza,

rojos de vergüenza,

lo escucharon humildes y mudos,

sin osar levantar la cabeza.

Y el mozo labraba,

derramaba las siete fanegas,

regaba su trigo

con sudor de la frente morena,

y en sus sueños lo vio muchas veces

maduro en las tierras,

cargado en el carro,

junto ya en las eras,

limpio ya en las trojes,

blanqueadas tres veces por ella...

¡Agosto lejano!

¿No vienes, no llegas?

Agosto ya vino;

su sol ya platea

los inmensos tablares de espigas

que doblándose henchidos revientan...

¡Qué hermosa la hoja!

¡Contento da verla!

¡Qué ondear tan suave a los ojos!

¡Qué música aquella,

la del choque de tantas espigas

que la brisa a compás balancea!

¡La brisa!... ¡La brisa!...

una tarde radiante y serena

sopló más caliente,

sopló con más fuerza,

humilló las espigas al suelo,

revolvió la tranquila alameda,

levantó remolinos de polvo,

trajo nubes negras

que azotaron al suelo con gotas

calientes y gruesas...

 

Se pusieron los valles oscuros,

se pusieron violáceas las sierras,

y fatídica, ronca, iracunda,

vengadora, cercana, tremenda,

zumbó la amaneza

vibró la centella,

que rayó con su látigo el vientre

de la nube cargada de piedra...

¡Y la nube en los campos inermes

derrumbó aquella carga siniestra!...

¡Qué triste la hoja!

¡Pena daba verla!

¡Ya no pueden los mozos casarse

cuando ellos quisieran!

¡Qué triste está el mozo!

¡Cómo llora ella!...

Y es bueno que esperen,

¡que no es firme el amor que no espera!

La espigadora

¿Vas a espigar, Isabel?

¡Cuánto siento, criatura,

que bese el sol esa piel

que tiene jugo y frescura

de pétalos de clavel!

 

Sé que espigar necesitas,

porque, aunque al sol te marchitas,

no es bueno que huelgue y duerma

quien tiene cuatro hermanitas

y tiene a su madre enferma.

 

Mas díganme humanos ojos

si te hizo Naturaleza

para que en estos rastrojos,

hieran tus pies los abrojos

y abrase el sol tu cabeza.

 

Entre pintados cristales

de alcázares ideales

hay cien reinas poderosas...

¡Para la más bellas cosas

no tiene el mundo fanales!

 

Isabel: no puedo amar;

no puedo abrirte la puerta

de mi pecho y de mi hogar,

porque a otra Isabel, ya muerta,

se los juré consagrar.

 

Y eres tan bella, Isabel,

que tengo duda cruel

de si serás sombra bella

de aquella eclipsada estrella

que viene a ver si soy fiel.

 

Lo digo por tus miradas,

que parecen oleadas

del piélago de la gloria

y no pobres llamaradas

de bella mortal escoria;

 

lo digo porque me suena

tu voz a salmo cristiano:

lo digo porque eres buena,

porque eres casta y serena

como noche de verano.

 

¡Isabel: no puedo amar!

Dios sabe que si pudiera

partir contigo mi hogar

ahora mismo te dijera:

-No vayas, niña, a espigar,

 

que cerca de ese desierto

tengo una casa y un huerto

que entolda un viejo parral

donde estarás a cubierto

del beso de mi rival,

 

y si espigar necesitas...,

¡descanse mi reina y duerma!,

que está en mis trojes benditas

el pan de tus hermanitas

y el pan de tu madre enferma.

 

Mas ni estas puras y sanas

consolaciones cristianas

puedo pedir al amor...,

¡dijeran lenguas villanas

que andaba en ello tu honor!

 

Vete a espigar, moza mía,

que si el mundo fuese honrado,

como tu honor merecía,

contigo a espigar iría