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Epistolario es una colección que recoge la correspondencia de José María Gabriel y Galán, compuesta de cartas en las que se aprecia el modo de ver el mundo y la filosofía detrás de la obra del poeta.
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Seitenzahl: 249
Veröffentlichungsjahr: 2020
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José María Gabriel y Galán
Saga
Epistolario José María Gabriel y GalánCover image: Shutterstock Copyright © 1903, 2020 SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726551341
1. e-book edition, 2020
Format: EPUB 3.0
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SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com
Cuando envié un trabajo al certamen literario de Plasencia acerca de la vida y obras de mi amigo el glorioso poeta Gabriel y Galán, me pareció oportuno añadirle algunas cartas que yo conservaba como prendas queridas de amistad. Sin duda, ellas decidieron al jurado para premiarme y declaró el secretario de aquel Certamen que eran de un valor incalculable.
En el Ateneo de Béjar, poco después, di una lectura de ellas, y desde América me escribieron pidiéndome publicase dichas cartas.
Con presentimiento de chico a quien gusta lo de su maestro, varios años antes de que fuera conocido como escritor, comencé a guardarlas, así que ellas no pueden tacharse de estar escritas con la pedantería del hombre célebre, como dice el autor de «Cartas de mujeres».
En ellas, además del vivo reflejo del amigo ausente recibía, mezcladas con las frases de cariño, el consejo desinteresado, que era para mí la norma de conducta.
Hoy que la fama del poeta llega a culminar, siendo leído cada vez más descartados los puntos no publicables, por ser de nuestra vida íntima, es mayor su interés, ya por ser poco conocido como prosista, ya porque no falta quien dice que en el género epistolar raya a mayor altura que en otro alguno. Claro es que en las cartas familiares se muestra con la llaneza que le es propia y a través de ellas se puede conocer el hombre mejor que en los escritos hechos para publicarse.
No es tarea fácil dar unidad a unos escritos cortos y familiares, aunque para el que los recibe sean de gran interés, pues no por eso han de serlo para el público, pero por ello quizá gozan de mayor espontaneidad.
El Padre Isla, al saber que iban a publicar las suyas dijo: «Si un enemigo quisiera hacerme un mal, el mayor sería dar a luz mis cartas escritas sin preparación». Las del erudito autor del «Fray Gerundio» reflejan un agudo ingenio y tienen la mordacidad del sabio jesuita.
En otros países hay la costumbre de recoger las cartas de autores célebres para conocerlos en la intimidad, ya que como dice un autor, el hombre es más sincero en el papel, que no se pone colorado, que en la conversación misma. Entre nosotros se ha dado el caso de venderse por papel viejo en el rastro las del Emperador Carlos V. Los franceses nos dan ejemplo en estas colecciones, y son modelos de este género las escritas por Mme. Sevigne a su hija; algunos escritores españoles, como el coronel Cadalso, que tanto enalteció las letras salmantinas, en sus «Cartas Marruecas» hace un estudio del lenguaje, usos y costumbres españolas del dieciocho, y se nos muestra como un gran estilista y profundo psicólogo, aunque no llega a la sutileza del autor de las «Cartas Persas», Montesquieu, que hace otro tanto con las de sus compatriotas, y hablando de los tocados de los tiempos del Imperio, dice: «A veces suben poco a poco los peinados, y luego una revolución los hace bajar de repente.
Tiempo hubo de que una inmensa elevación colocaba el rostro de una mujer en medio de su persona; otro que ocupando los pies este sitio, formaban los tacones un pedestal que los mantenía en el aire... A veces se ve en una cara portentosa cantidad de lunares, y al otro día ya han desaparecido.
En otro tiempo tenían las mujeres dentadura y cuerpo, y hoy no se trata de eso. En esta nación tan mudable, digan lo que quieran los burlones, las hijas tienen distinta figura de las madres».
No habla el autor mejor de los españoles, pues en otra carta, después de ponderar la vanidad de los hidalguetes, dice: «Que son tan enamorados que no hay hombres más dispuestos a derretirse por el amor de sus damas bajo sus rejas; de manera que todo español que no está acatarrado no es tenido por aficionado al bello sexo... Son tan corteses que nunca apalea un capitán a un soldado sin pedir que le dé licencia, ni quema la Inquisición a un judío sin rogar que le perdone».
En las «Cartas Finlandesas», Ganivet se expresa como andaluz trasplantado de los cármenes granadinos a aquellas apartadas costas, aprisionadas por los hielos casi todo el año; por eso la psicología de aquel pueblo es tan distinta de la tierra cubierta de flores y saturada de aromas y azahares. Ocurre con sus cartas lo que con las obras de Ibsen al ponerse en la española escena.
El ideal allí de las mujeres es emanciparse y ganar dinero en oficios varoniles, en vez de aspirar a ser madres.
Las que desisten por completo de casarse se cortan el pelo y se aficionan a la bicicleta; las que no, durante el noviazgo pueden viajar solas con los prometidos y permitirse ciertas expansiones, a las que no estamos acostumbrados. Cuenta un caso de un matrimonio mal avenido; plantea ella el divorcio por haberse fastidiado de su marido, y al casarse de nuevo, siguió entrando el antiguo consorte, como buen amigo, en la casa que ellos pusieron.
Al comparar a la mujer española con aquellas que tanto se afanan por trabajar en los cargos de hombre, dice que las nuestras son más prácticas, pues llevan vida más cómoda y están mejor en la vejez, y termina su carta de este modo:
«No existe en la creación un ser que supere a la mujer en inteligencia verdadera, es decir, en inteligencia práctica; sólo se le aproxima el gato, que es el más listo de los animales, no sólo por haber resuelto el problema de vivir sin trabajar, sino por haberlo resuelto con el achaque de cazar ratones, diversión o sport que para él tiene grandes atractivos».
Entre los Epistolarios escritos en castellano destaca el espiritual en que el beato Juan de Ávila no sólo exhorta a los predicadores, a los enfermos y a los que abrazan el estado del sacerdocio, sino en la que dirige al Asistente de Sevilla tiene estos bellos pensamientos: «El ser bueno para sí sólo cosa imperfecta es, y el ser bueno para otros y no para sí cosa es dañosa; y aquel será llamado grande en el reino de los cielos, que siendo él bueno procure hacer lo mismo a los otros». Sigue después diciendo: «Desnudo fue puesto el Hijo de Dios en la cruz, quando exercitó officio publico del genero humano, y el officio publico cruz es; y desnudo de todos los afectos propios, y vestido del amor de los muchos, ha de estar el que en esta cruz uviere de subir para imitar el Hijo de Dios, y que su cruz sea provechosa para si y para los otros».
«Que todos los que tratan del bien de la república convienen: que es muy mejor gobernación prevenir los delictos que castigarlos después de hechos, y vivir por buenas costumbres mejor que por buenas leyes».
«Que no se contenten con mandar y dexen el ocio y regalo, y tomen el azadón en la mano, caven con sudor de su cara la dura tierra de los corazones de sus súbditos, si quieren ser imitadores de Jesu-Cristo».
En la misma carta, al hablar de las mujeres perdidas, dice: «Está este negocio tan fuera de quicio como otros muchos. Las mugeres cantoneras es razón que no estén mezcladas con las buenas, y no se devía consentir que saliesen muy acompañadas, ni muy ataviadas, porque es grave escándalo la prosperidad déstas para facer titubear la castidad de las buenas mugeres, que padescen necesidad. Y los que de ellas tuvieren cuidado convenía que se buscase un hombre temeroso de Dios y se le pagase sufficiente salario, y también daría noticia de los rufianes, que no es pequeño provecho». Después añade:
«Muchos males se hacen por ocasión de los jubileos, yendo juntos hombres y mugeres. Cosa conveniente sería que pues se pueden ganar por la tarde y otro día, fuesen en un día los varones y en otro las mugeres.
Correr toros es cosa peligrosissima para quien los manda o da licencia para los correr». Y termina el párrafo: «Haga V. S. lo que de su parte fuere, y si no pudiere más avrá librado su ánima del peligro».
Es, en mi sentir, Antonio Pérez uno de nuestros clásicos que elevó a mayor altura el habla de Castilla, y por decir en poco tiempo mucho y de gran contenido, las cartas que dirige a esposa e hijos pueden citarse como modelos; quizá sea con el autor que tenga más semejanza nuestro poeta; dice en una de ellas: «Hija mía: quisiera yo poderos enviar, por la prenda que me ha dicho uno de vuestra parte, un pedazo del corazón material, en señal de que vivo, como lo envío todo en espíritu: que según le traigo hecho pedazos, pudiera muy bien, sin miedo de dolor nuevo partirle para otro». No es menor su mérito cuando emplea el festivo tono de un consumado cortesano, al enviar a una dama extranjera unos guantes de perro, por no tenerlos exclama: «Yo me he resuelto de sacrificarme por su servicio y de desollar de mí un pedazo de mi pellejo de la parte más delicada que he podido, si en cosa tan rústica como yo puede haber pellejo delicado. En fin, esto puede el amor y deseo de servir, que se desuelle una persona su pellejo por su señora y que haga guantes de sí». Y termina: «De perro son, señora, los guantes, aunque son de mí, que por perro me tengo, y me tenga vuestra señoría en la fe y en amor a su servicio. Perro desollado de vuestra señoría».
Don Juan Valera, en sus Estudios críticos, dice que hay dos cosas en nuestra literatura que ninguna otra iguala: el Poema de mío Cid y los Escritos de Santa Teresa; de entre ellos, las cartas son tan leídas, que se hicieron varias ediciones en cuanto se publicaron, y es que su lenguaje, aprendido del pueblo, no en los libros, tiene la viveza de la lengua hablada y fluye como el agua riente y bullidora de los regatos. Esta santa que trató los problemas del alto misticismo con esta intuición natural en ella, que no tuvo para ser doctora otra cátedra donde aprender que el púlpito y el confesonario, se muestra en esos escritos familiares con sencillez encantadora, prueba de ello es la que dirige a un caballero de Ávila, en la que recomienda a San Juan de la Cruz, y al hacerlo, con singular gracejo dice que aunque chico (era bajito), era de tan gran virtud, que ella nunca le vio perder la paciencia, aunque ella era la misma ocasión de hacerla perder. Y después, al contestar a lo que dice este señor de que daría seis ducados por verla, ella daría más precio por valer mucho más que ¡una pobre y humilde monja!; empleando el mismo donaire que con el Obispo, que la decía que le gustaba más platicar con ella que con sus canónigos, «y a mí también charlar con V. I. más que con mis monjas». La santidad nunca está reñida con la franqueza, y esta Santa, reflejo del cielo de la sierra de Ávila, es franca en todos sus actos.
Las que escribió Sor María de Agrela, eran tan estimadas por Felipe IV, que mandó en su testamento se conservasen, pues de ellas habla recibido claros consejos y sabias enseñanzas, ya como avisos espirituales, ya preceptos para la gobernación de sus reinos. Guevara, Rúa Ortiz y otros anteriores, tienen en castellano cartas llenas de profunda filosofía y castizo lenguaje, pero no son cartas familiares realmente.
Sólo pueden compararse, por lo tanto, las cartas de nuestro poeta con las de Antonio Pérez y Santa Teresa, que son las verdaderamente familiares; y si aquéllas sirven para conocer el lenguaje castizo de una época y la intimidad de sus autores, éstas no ceden en casticismo, gracia y soltura, lo mismo al tratar asuntos triviales, como cuando habla del éxito de sus obras. En lo que quizá no tengan rival es en las que describe las hondas amarguras recibidas en la muerte de sus padres, que encierran la poesía del Ama, escrita bajo esta impresión.
Sabiendo la influencia que sobre mí tenían sus consejos, no es de extrañar el carácter didáctico que imprime a sus cartas, y tanto más que enseñar pretende infundir esa fe cristiana que le hace siempre mentar a Dios. A Dios recurre resignado ante las desgracias; para Dios quiere que sean sus amigos, a quienes dice que tanto más los estima cuanto más se acerquen a Dios en virtud; muchas veces parece que impregnado en el espíritu de nuestros místicos, se nos revela como un asceta, y en la crítica de las obras y en los asuntos que trata, diciendo algunos que las poesías religiosas suyas no es lo más religioso, sino que lo son todas.
No pierda nunca de vista el lector que estas cartas son de carácter íntimo y que porque sea conocida su donosa manera de decir, he sacrificado mi amor propio, sacando a luz casos de mi vida aun cuando sea víctima de su ingenio festivo. Las he agrupado en distintos capítulos, considerándole como maestro, como amigo, como creyente, etc. Para que sea una orientación en las materias que trata y al tiempo mismo que el relato, de los hechos, tenga la lozanía y frescura de la realidad, cosa que puede hacer muy bien el que los conoce y no el crítico o erudito, cuya labor tiene distinto objeto.
Cuando he copiado estas cartas, aunque la mayor parte eran por mí conocidas, no he podido menos de llenarme de emoción y cariño hacia el amigo muerto, que hasta en las cosas más ligeras demuestra tal destreza y naturalidad en el lenguaje, que no estarían mejor hechas si las hubiera escrito para darlas a la publicidad.
He querido probar el interés que ellas despiertan, y cuando alguna es leída se siente deseo de leer otras por quienes no las conocen.
Si otro se hubiera encargado de la colección de estas cartas, quizá hubiera ganado el nombre de quien le tiene glorioso. El cariño y buena intención suplirá lo demás, pues el trabajo de recoger y seleccionar no espera otra recompensa que se perpetúe la memoria del amigo muerto y sean rendida ofrenda estas líneas para quien no ha olvidado sus consejos ni menos su gran corazón.
MARIANO DE SANTIAGO CIVIDANES.
Salamanca 10 de Julio de 1918.
Mis buenos amigos: Ya me quedé sin madrecita. Se me murió el día treinta de Junio, a la una y media de la mañana. Dios lo ha querido así: bendita sea la voluntad de Dios.
Me avisaron el 3 de Mayo, y llegué allá el mismo día. Tenía afección de corazón. Yo comprendí que aquello era gravísimo, que se me moría la madrecita de mi alma, y a su lado pasé treinta y ocho días horribles, que me han dejado el espíritu aplastado.
Aquella cristiana alma no se rindió al dolor físico. Los tormentos de una asfixia de treinta días de duración no arrancaron de aquellos labios benditos más que palabras de santa, ni desviaron del Crucifijo la mirada de aquellos ojos queridos, donde había tanto amor para cuatro hijos locamente enamorados de aquella adorable madre.
«Se muere como ha vivido», nos decía el sacerdote que la auxiliaba. Un día nos pidió que la confesaran, y al siguiente solicitó la visita del Señor, al que recibió con tal fervor, que la hizo llorar de amor, de amor al Sacramento Santísimo.
Y después sucedió lo que yo no he visto nunca; lo que al mismo señor Cura puso lleno de entusiasmo y de alegría; lo que a cualquiera edifica... Nos dijo que iba a morir, y que antes que llegara el momento en que la agonía pudiera obscurecer su entendimiento quería recibir la Santa Extrema-Unción, y así lo hizo, contestando ella misma las palabras del sacerdote. Y más tarde nos pidió la bendición de Su Santidad, que ella misma leyó con devoción y entereza, pues Dios quiso duplicar en ella las fuerzas corporales en el último período de aquella vida ejemplar.
Pocas horas después moría en mis brazos, como el que se entrega al sueño, la madrecita de mi corazón, aquella que bendecía al Señor porque la dejaba morir rodeada de los hijitos de su alma y del esposo querido, que había sido su más grata compañía durante cuarenta años.
No acabaría de escribir en muchas horas, amigos míos, si yo les fuera a contar las palabras de consuelo, los consejos exquisitos, las bendiciones para el Señor que salieron de aquellos labios cuando mayores eran los sufrimientos corporales, que eran prueba del temple cristianísimo del alma de mi amante madrecita.
Todos estos consuelos nos ha dejado para ayudarnos a resistir el dolor de su apartamiento de nosotros, que es un dolor sin palabras; que no las hay para expresar estas cosas1.
Pero el ejemplo suyo nos tiene a todos resignados, después de la bondad de Dios.
Rueguen ustedes al Señor por la madrecita que acabo de perder, y Dios se lo pagará.
Y siempre se lo agradecerá con toda el alma su amigo,
JOSÉ MARÍA.
Mi querido Crotontilo2 : También me quedé sin padre. Se me murió hace doce días casi repentinamente, cuando estaba viviendo una vida llena de energía y de salud. De los consuelos humanos, sólo he tenido uno, pero grande, como todos los que nos da nuestro Dios: el consuelo de abrazar aquellos restos queridos antes de ser sepultados; el consuelo infinito de tener entre mis manos aquella cabeza blanca; el consuelo de tener muchas lágrimas, ríos de lágrimas que cayeron sobre ella, que la empaparon... Mi padrecito ha ido a la sepultura ungido con lágrimas de hijos buenos, ungidas sus manos, sus pies, su pecho, su cabeza... Le tuvieron dos días sin enterrar, porque el padre de los cuatro hijos -dos ausentes- merecía aquel semidivino embalsamamiento, aquel baño purísimo de lágrimas con que todos nuestros amigos presentes allí sabían que nosotros habíamos de preparar aquellos restos queridos para llevarlos a la tierra bendecida, bendecida por Dios y santificada ya por aquellos otros restos venerados de nuestra madre, de nuestra santa.
Ya quedaron allí juntos, en aquella capillita venerada, en tierra de Dios, mis padrecitos queridos, los que supieron criar hijos que han sabido llorar sobre sus cadáveres a la manera cristiana, porque abajo cayeron tantas lágrimas como oraciones subieron a los Cielos.
¡Qué buenos fueron, qué buenos fueron!... Si tú lo supieras bien... Yo, al dejarlos en aquella tierra santa, al salir de aquella casa, al dejar aquel pueblo de mis ya muertos amores, creí que me ahogaba de ansia. Estuve un rato olvidado de lo que tengo en el mundo -¡Dios me perdone!-, y me vi solo: sin padre, sin madre, sin patria. Y nunca podré decir todo lo que tuve el valor de padecer cuando, parando el caballo, cara a cara con toda mi vida, que se veía desde la cumbre de aquel monte que recogió mis miradas de niño y de adolescente feliz, le di a todo un adiós de aquellos que no se pueden repetir sin peligro de morirse.
¡Y mira tú lo que es Dios! Al dejar de verlo todo y descender la cuesta del otro lado de aquel monte, cuya subida me parecía mi calvario, su cumbre la muerte y la bajada de la opuesta pendiente un descendimiento a la sepultura, me hizo explosión a la cabeza el recuerdo de mis hijitos y de su madre, que decía: ¿Y nosotros?
Te digo que me sentí resucitar. Y al darle las gracias a Dios, me dije: ¿Y Dios?
Y mira tú qué misterios, porque otra cosa no es: se había acabado la cuesta, y ya iba yo por un valle que me hizo recordar lo del «valle de lágrimas» que decimos en la Salve y pensar de esta manera: Sí, un valle de lágrimas, pero en él están mis hijos con su madre, y después de él está Dios.
Y así es de bueno Dios, que pone detrás de cada pena un consuelo humano, y luego se nos da Él mismo como supremo consuelo.
Y aquí me tienes, rezando y llorando a mis muertos queridos y arrancándoles a mis pequeñuelos unos besos que son gotas de bálsamo milagroso...
Mil veces más que tus cariñosas palabras de consuelo, y eso que me valen mucho, os agradezco una oración por el alma de mis padres. Dios os pagaría mejor que yo esa merced.
Todas estas intimidades tristes, bien sé yo que no suele nadie contarlas a los demás, porque los demás llevan todos también una cruz sobre los hombros y un poema dentro del alma.
Pero a ti quiero contártelas: me hace un bien muy grande. Te abraza tu amigo,
JOSÉ MARÍA.
Día 25.
Mi querido amigo: No puede usted calcular cuánto celebro que mis versos le hayan impresionado hondamente; le agradezco muchísimo su carta, y nada he de decirle respecto a sus elogios porque ya le he dicho antes de ahora que le tengo a usted por muy sincero, y, siendo esto así, debo aceptarlos sin las réplicas de rúbrica. Ya que de cosas mías he empezado a hablar, acabemos con ellas, por no dar luego saltos atrás.
Esas cuartillas3 que le envié, para usted han sido hechas, y son de usted desde que yo se las di. Se me olvidó firmarlas; pero mándeme la última de cada composición, y las firmaré con más que gusto, con muchísimo gusto. Le remito a usted ahora «Regreso», y con ésta las conoce todas, exceptuando dos, de las cuales no me quedé con copia, y no le importe: son de las más ligeras.
A estas horas ya le supongo más sereno, menos nervioso (casi quiero decir menos artista) y más crítico. Aunque más me place el oír sentir que oír juzgar, vaya usted preparando con calma su sentencia, y caiga ella sobre mí cuando yo le avise a usted, que será a fines de mes, Dios mediante.
Quedo preparando las cosas de modo que el primer tiro que se oiga sea el de usted, cosa que para mí ya no es nueva...
De los retratos, que le agradezco con toda el alma, no quiero hoy hablar casi nada, porque irán, sí, a mi gabinete fotográfico, y a buen sitio; pero yo quiero que esos procedimientos se perfeccionen y que lo de hoy se repita, pues deseo ver más para conocer más. Y eso que he visto con el auxilio de una lente cosas de angelillos y... ¿no he visto un dedal de coser fuera de su sitio?
Y usted no puede ser ese que está sentado en la butaca. Parece un burgués adinerado, lleno de una seriedad impertinente y agresiva que molesta. Y si se quiere hacer favor al retrato, es un señor que soporta con ceñida dignidad las molestias de la gota. Parece mentira que el de la boina, en el otro retrato, sea el señor de la butaca: vale cien señores de éstos. Y otros tantos vale también el que forma, rodeado de su prole, en el retrato tercero.
Vengan esas ilustraciones que me promete, aunque no le queden como desea, porque así y todo han de gustarme mucho.
También yo, para irnos conociendo más, le mando para allá mi estampa de hombre, que no dice nada de particular, a no ser lo que he escrito debajo de su retrato.
Es su amigo de veras,
JOSÉ MARÍA.
¡Se me olvidaba! Conozco de Guerra Junqueiro dos cosas: el nombre, y una frase que dijo cuando estuvo últimamente en Salamanca. Le había oído en Madrid Salmerón, ponderárselos, los versos conceptuosos, hinchados y campanudos del gran Quintana, y contaba Guerra Junqueiro que al terminar le dijo al lector: «¡D. Nicolás, eso no, eso no es poesía; eso es abogacía!»
Y como yo abundo en el mismo parecer, se me quedaron las frases de Guerra Junqueiro. Pero nada más, amigo mío; de sus versos, ¡ni uno solo! y siento mucho la coincidencia, que ya no puedo salvar, porque a esta hora supongo que «Presagio» está ya en el folleto del Obispo de Salamanca, que espero llegue (el folleto) de un momento a otro acá.-Vale.
10 de Diciembre de 1905.
Querido Mariano: Otra tremenda catástrofe ha caído sobre mí.
Ya no tengo padre. Se me murió el 26 del pasado casi repentinamente, cuando más lleno de vida parecía.
Reza por mi padrecito (q. e. p. d.); era bueno y te quería.
Me llegó la horrible noticia de repente, como una horrible puñalada, porque no había tiempo que perder si le quería ver muerto.
El pobre Baldomero estaba en Toledo, a la boda de un hermano de Ángela.
Dios es bueno. Nos dio el grandísimo consuelo de que pudiéramos llegar a tiempo de abrazar aquellos restos queridos y venerados. Los cuatro hijos de aquel buen padre lloramos juntos sobre sus despojos, los bañamos con ríos de lágrimas, para que fueran a la sepultura empapados en llanto de hijos amantes.
Una congestión cerebral nos lo mató. Estaba en la huerta, en aquella huerta suya que ha recogido tanto sudor de su frente.
Luis fue allá, alarmado por su tardanza. ¡Pobre Luis! ¡Cómo no habrá muerto él!
Acabo de regresar de aquel pueblo en que nací; el adiós de este viaje ha sido tremendo. Se me quedaba allí el alma hecha pedazos.
Ya está en tierra bendita, en la capilla, junto a mi madrecita (q. e. p. d.), junto a mi santa. Ya dejé allí a mis dos venerados patriarcas, que fundaron aquella casa de cristiandad y de amor. Dios me los tenga premiados. Hágase la voluntad del Señor.
Ahí tienes lo que es la vida. Ahora, cuando yo estaba recibiendo de América montones de eso que llamamos honores y laureles, vino la muerte a decirme que todo es falso, que sólo hay una verdad.
¡Bendito sea el Señor, que tales avisos santos se digna dar a este pobre pecador! Reza otra vez por mi padre, por mi madre, por mi hermana. Dios te lo pagará y te lo agradecerá tu buen amigo que te abraza,
JOSÉ MARÍA.
Guijo de Granadilla 26 de Mayo de 1904.
Sr. D. Germán Fernández4 .
Querido amigo: Esta mañana llegó tu carta de pésame, que te agradezco mucho. Desde el día 17 estoy aplastado moralmente con la muerte de aquel justo. ¡Era un sabio y era un santo! Era un alma grande, privilegiada, pura como la de un niño y luminosa como un sol. Hermanadas estaban en él la sabiduría más honda con la virtud más sencilla.
Como la de muchos, muchísimos hijos suyos, el alma estaba hondamente enamorada de la suya; así, hondamente enamorada. No recuerdo quién ha sido seguramente; otra de las muchas almas hacia la suya arrastrada ha dicho estos días que nuestro Obispo tenía algo de aquello que Jesucristo debió prestar a los Apóstoles para que ganaran almas. Y es verdad; yo así lo creo. He hablado con muchos hombres virtuosos, a Dios gracias, y con muchos de los que llamamos sabios: nadie creo que haya sabido como aquél hacer tan suyo mi espíritu, abstraerme en absoluto, perder hasta la noción de mi propia persona espiritual para contemplar la suya con deleite, con ternura, con admiración inmensa. Y está bien fuera de duda que no era la magia del talento5 la que hacía aquel milagro. Todos sabemos, mejor o peor, cómo son y adónde llegan las sugestiones del talento.
Flotaba allí otra cosa bien distinta, que yo nunca supe lo que era, pero que por darle un nombre, la llamaba de varios modos que venían a ser uno allí en el fondo.
Estos días también ha dicho otro salmantino, y bien poco sospechoso, que no hay que negar los hechos del llorado P. Cámara; era una obsesión para todo el que de cerca le trató.
Nadie como los hijos de aquella tierra ha podido conocer la grandeza de aquel alma y de sus obras6 . Se lo llevó Santa Teresa. Murió como había vivido, santamente. Pero a todos nos ha dolido en el alma que muriese allá tan solo, sin más gentes de las suyas (que lo somos los de Salamanca) que un capellán que con él fue a aquellas aguas, y en cuyos brazos pudo acabar de celebrar la Misa el día de la Ascensión. Bien es verdad que él sólo quería hablar con Dios en sus últimos momentos, pues después de bendecir a su querida Salamanca y escribir una carta despidiéndose de ella, repetía a cada momento, entre otras santas invocaciones: «¡Señor, alejad de mí las consolaciones de los hombres!» Y expiró sin estertores, tranquilamente, y diciendo muy despacio y varias veces: «¡Qué hermosura... qué hermosura...!7
Perdona que hoy no te hable de otra cosa que de ésta, que me tiene impresionado. Porque yo, además de llorar la muerte de un hombre como fue aquél, por ser tan bueno, lo he llorado porque así me lo pidió mi corazón agradecido. Bien sabes lo que le debo8 : ahí va un relato de ello en «El Universo», y sea cualquiera el concepto que yo tengo de mis pobres versos, es lo cierto que la inmensa caridad de nuestro Obispo los elevó a la categoría de cosa grande para la difusión del bien por esos mundos de Dios, y no sería mi alma un alma bien nacida si no agradeciese con toda ella a mi bienhechor, generoso y espontáneo, la elevadísima honra que jamás pudo soñar una persona de tan modesta condición social como es al cabo la mía. Lo que dice este periódico dicen todos los demás.
¿A quién debo el honor de que mi nombre humildísimo esté unido a la memoria de un hombre como aquél que hemos perdido? Se lo debo a su bondad y a su caridad sin límites. Que Dios se lo pague, ya que yo no puedo hacerlo más que con pobres plegarias por su alma; a la que ruego que pida a Dios por la mía.
En los primeros momentos9 , todos nos apresuramos a dedicarle un pensamiento siquiera en los periódicos de Salamanca, que publicaron un soneto que dice: