Campo General - João Guimarães Rosa - E-Book

Campo General E-Book

João Guimarães Rosa

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Beschreibung

Campo General es más que el retrato fascinante de la indómita región del gran sertón brasileño; Guimarães Rosa también ofrece en esta novela un paisaje literario profundo que nos permite comprender la relación entre las pasiones humanas y la naturaleza. Por las andanzas cotidianas de Miguelín y su familia en el Mutún, nos adentramos en la experiencia de un niño que construye su identidad, que vive entre la esperanza de conocer nuevas tierras y el sufrimiento que provoca enfrentarse a un ambiente adverso. Este relato es considerado un clásico de la literatura brasileña del siglo XX, y forma parte del libro Campo General y otros relatos, traducido y publicado por el FCE en 2001.

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COLECCIÓN POPULAR

891

CAMPO GENERAL

JOÃO GUIMARÃES ROSA

CAMPO GENERAL

Traducción deVALQUIRIA WEY

Prólogo deCARLOS LÓPEZ MÁRQUEZ

Primera edición, 2022Primera reimpresión, 2023[Primera edición en libro electrónico, 2023]

Distribución mundial

D. R. © 2022, Maria de Lourdes Guimarães Rosa Ellis do Amaral, João Emílio Ribeiro Neto, Laura Beatriz Guimarães Rosa Ribeiro Lustosa y Nonada Cultural

Por acuerdo con Literarische Agentur Mertin Inh. Nicole Witt E. K., Fráncfort, Alemania

D. R. © 2022, Fondo de Cultura EconómicaCarretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

Comentarios: [email protected].: 55-5227-4672

Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-16-7772-3 (rústica)ISBN 978-607-16-8072-3 (epub)ISBN 978-607-16-8092-1 (mobi)

Impreso en México • Printed in Mexico

ÉRASE UNA VEZ CUALQUIERA

 

 

Él, que no sabía su nombre, lo adivina y dice que se llama Perceval el Galés, y no sabe si dice la verdad o no, y dice la verdad sin saberlo.

CHRÉTIEN DE TROYES

 

João Guimarães Rosa (1908-1967) nace en Cordisburgo, Minas Gerais, Brasil. En ese estado pasó su infancia y juventud y se formó como médico. Al comenzar a ejercer su profesión se trasladó a la localidad de Itaguara, donde entró en contacto con el sertón brasileño, territorio que se convertirá en inspiración para su labor literaria.1 En términos temáticos ha sido adscrito a la literatura regionalista; sin embargo, esta denominación puede provocar confusión, ya que abarca un largo periodo que va de finales del siglo XIX hasta mediados del XX. Durval Muniz2 menciona que los orígenes de esta corriente pueden dividirse en dos grandes etapas:

 

1. La de finales del siglo XIX que se caracteriza por la forma artificial e idealista con la que se abordan los motivos folclóricos, espaciales y humanos. Se trata de una mirada que tiene como objetivo marcar la diferencia respecto del sur moderno: Rio de Janeiro y la creciente São Paulo.

2. La que sucede a comienzos del siglo XX con influencia del realismo, del naturalismo y con un fuerte influjo marxista. En este momento existe la misión de presentar el fuerte vínculo que se da entre el ser humano, las fuerzas de la naturaleza y la necesidad de sobrevivencia; de allí su importante componente de crítica social.

 

António Cândido comenta que el hecho de que exista en América Latina, específicamente en Brasil, una constante presencia de la región en la producción literaria se debe a las consecuencias económicas del subdesarrollo, lo cual ha provocado que se mantenga como referente para la comprensión y construcción de la identidad de sus habitantes, aun cuando el crecimiento de las urbes, a partir de 1940, las haya convertido en un elemento con mayor presencia en la escritura de ficción.

No obstante, afirma que esta corriente, a partir de dicha década, debería recibir la denominación de literatura “suprarregionalista” (en consonancia con el término surrealista), ya que corresponde a la necesidad de hablar de la conciencia desgarrada del tercer mundo y a la intención de hacerlo a través de la experimentación estética y lingüística.3 Los escritores de esta tercera etapa intentan ir más allá de la materia regional, al fundirla con los medios técnicos heredados por las vanguardias con el afán de alcanzar una escritura original y que esté a la par de la producida en el resto del mundo; al respecto, el propio Guimarães afirmaba que “si describes el mundo tal cual es, no habrá en tus palabras sino muchas mentiras y ninguna verdad”.4

Justo por realizar este “desvío” de la realidad, la prosa de Guimarães Rosa ha sido juzgada de intraducible y de difícil comprensión, su complejidad no se detiene en la riqueza del vocabulario (que extrae de diversas regiones de Brasil, no sólo del sertón) y en la construcción de las oraciones (que tiene influencia del habla popular y también un importante componente barroco), sino que alcanza la estructura de los géneros que practicó: relato, cuento y novela, como es el caso del texto que ahora nos ocupa, Campo General.

Publicada originalmente dentro de Corpo de Baile (1956) y, después, en Manuelzão e Miguilim, forma parte de un proyecto en el que el autor intenta transformar el campo general en un escenario en el que desfilan (bailan) una serie de personajes representativos de esta zona geográfica. Los textos que lo integran forman una unidad y, sin embargo, son independientes y pueden leerse de manera separada; ¿qué son?, ¿cuentos o novelas breves? Sin lugar a dudas sería mejor no engancharnos en esa cuestión y retomar el término usado por el propio Guimarães para designarlos: estória, que puede ser entendida “como [una] fantasiosa reconstrucción o invención de hechos”.5 Con esto, la propuesta del autor es realizar una historia sobre las pequeñas cosas, sobre el mundo cotidiano y su violencia, que, aunque en principio sean indignos de tratarse en forma de Historia (así, con mayúscula), son elevados a ese rango; de esta forma, la anécdota se hace universal, tal como asevera António Cândido.

Así, aunque el lector pueda tener la sensación de enfrentarse a una prosa difícil, debe confiar en las intenciones del propio autor y saber que tiene delante un texto que habla sobre la travesía humana y sobre prestar oídos (más que ojos) a lo que le será contado, tal como sucedía (sucede) en los primeros tiempos de la humanidad y en las llamadas sociedades primigenias. A través del fragmento de una vida, Guimarães quiere mostrarnos su versión del sertón, inventarlo como ya lo hicieron sus predecesores y buscar una vía que vaya más allá de la idealización y de la crítica, ¿qué visión será la que pretende mostrarnos?, ya desde el inicio tenemos pistas sobre ello: “Había un Miguelín que vivía con su madre, su padre y sus hermanos, lejos, lejos de aquí, pasando la vereda del Pollo de Agua y otras veredas sin nombre o poco conocidas, en un lugar remoto, en el Mutún”.

El lector debe percibir de inmediato un aire familiar en esas líneas: un espacio indeterminado, un tiempo lejano y un personaje que, pese a tener nombre, podría ser cualquiera; se trata del tradicional comienzo del relato maravilloso, de los cuentos de hadas. El autor nos ubica in illo tempore, es decir, en un momento sin fecha exacta y que, por eso, podría situar la acción tanto en un pasado remoto y primigenio como en un instante muy cercano a nosotros; aunado a ello nos ubica en un lugar que, si bien tiene nombre, se vuelve de difícil localización al estar rodeado de caminos desconocidos y sin denominación. Es un mundo inaccesible, distante de todo lo que nos pueda resultar cotidiano y familiar; tal como podría suceder con el bosque de Blancanieves, el de la Bella Durmiente o el de Hansel y Gretel (historia que, por otro lado, es conocida por el protagonista de esta historia), de hecho, es también un lugar arbolado que tanto puede servir de refugio como representar un peligro; pero ya volveremos a ello.

En este espacio retirado, de naturaleza exuberante, vive una familia: Padre, Madre e hijos. Claro que los dos primeros tienen nombre, pero Miguelín decide siempre llamarlos así y siempre se consignan en el texto con mayúscula; esto los lleva de ser dos personas concretas a seres abstractos que representan valores no sólo relacionados con el entorno en el que sucede la acción, sino también roles sociales con los cuales cualquiera ha convivido en algún momento. Padre es el proveedor, trabaja en el campo y cría ganado; pero también es quien imparte justicia, siempre por medio de castigos físicos. Madre, en contraste, es el cariño y el amparo, en quien se busca información sobre el mundo y validación emocional.

Si bien todos los hijos, en mayor o menor medida, son vehículo para que los padres desempeñen su papel, es en Miguelín en quien mejor lo vemos representado; pero, momento, no es Miguelín, sino “un” Miguelín, ¿por qué? A lo largo del texto se nos muestra la importancia del nombre (incluso la “ausencia” del mismo, como en el caso de los progenitores, ya lo vuelve relevante), la acción arranca cuando el protagonista ha sido llevado para ser confirmado por el obispo que pasaba “cerca” de la comunidad. Ser confirmado implica ratificar la fe profesada y, también, la propia identidad. A la vuelta de haber sido administrado el sacramento, una de las hermanas se jacta de su nombre completo y hace burla del menor al decirle que él sólo es “Miguelín bobo”: “—¡Bobo! Yo me llamo María Andrelina Cessin Caz. ¡Papá se llama Bernardo Caz! María Francisca Cessin Caz, Expedito José Cessin Caz, Tomás de Jesús Cessin Caz… Tú eres Miguelín Bobo”.

Lo excluye de la familia, le quita individualidad y, encima, menoscaba su capacidad intelectual; lo vuelve uno como tantos pueden existir, lo convierte en un cualquiera, en cualquiera de nosotros.

Guimarães busca, a través de la indefinición espacio-temporal y humana, que podamos sentirnos altamente identificados con la historia que está presentándonos; procedimiento que, por lo demás, también existe en los cuentos de hadas; pero las similitudes con el género no paran allí. Comentábamos que la historia comienza con un viaje que Miguelín realiza, con su Tío Terez, para ser confirmado; se trata, pues, de un viaje por partida doble (físico y espiritual). En él, aparte de reafirmar su identidad como persona, como cristiano, conoce otros entornos que lo llevan a reflexionar sobre si su hogar es bonito o feo; algo que nunca se había preguntado, que por sí mismo no puede responder y que trata de contrastar con la opinión de los adultos: el alegre Tío Terez, quien dice que claro que es bello —entre otras razones, porque ellos son de allí—, y Madre, quien lo niega porque vive con la mirada puesta en lo que habrá más allá de las montañas que los rodean y esto la sume en una profunda melancolía que es compartida por el protagonista: “… Miguelín padeció tanta nostalgia, de todo y de todos, que a veces ni podía llorar y se sofocaba”.

Miguelín y Madre son muy parecidos, ambos tienen el pelo negro, ambos son profundamente tristes, ambos añoran un lugar lejano; ella, el sitio detrás de los montes donde probablemente ocurran “otras” cosas; a su vez, él extrañó el Mutún cuando debió viajar fuera, pero también echa en falta un lugar del que no tiene la menor noción: “Madre, ¿qué es el mar […] Entonces, Madre, ¿mar es de lo que uno siente nostalgia?” Este rasgo los une y, sin lugar a dudas, los distingue del resto de la familia; sobre todo en un aspecto básico: el ejercicio de la violencia por parte de Padre; no es que el resto de los hermanos no lo sufra, pero ellos dos parecen ser el blanco preferido. A juicio de éste, Miguelín es siempre un malagradecido, siempre se ha sentido superior a los demás y esas razones son suficientes para infligirle una variedad de castigos: aislamiento físico y social, golpes, obligarlo a ayudar en la labores del campo y con el ganado; cada uno de éstos irá provocando un cambio gradual en el carácter del niño y su alejamiento de los miembros de la familia, excepto de Madre y de Dito… y aquí volvemos a encontrar una similitud con los relatos maravillosos: el héroe que debe ayudar al desvalido.

La madre, aparte de estar sumida en la tristeza, “era linda, con el cabello negro y largo”; no resulta complicado encontrar en esta descripción una reminiscencia de las princesas, tal vez en este caso el ejemplo más evidente sea Rapunzel, pero aquí valdría la pena remitirnos a uno de los orígenes de este tipo de relatos que escuchamos o vimos cuando éramos niños: la literatura medieval de caballerías. Ésta se encuentra llena de doncellas cautivas en lugares remotos —de los que nadie regresa— por caballeros violentos, por demonios, otras veces por monstruos como dragones o gigantes. Ya avanzada la historia, Miguelín dice del padre que “es un hombre malo como un yagunzo”,6 esto es, un hombre no sólo violento, sino fuera del orden y, por ello, el enemigo a vencer.

Ahora, aunque Padre sea quien ejecute la violencia de forma evidente, cabría pensar si ésta no es producto de un entorno que ya de por sí lo es: “por el calor de la lluvia que se viene, [es] que todos traen el cuerpo enojado, en pie de guerra…” Son constantes las muestras que Guimarães nos proporciona de la forma en que la naturaleza impacta en los personajes, pocas ocasiones de forma positiva (como en la noche en que, ante la ausencia del padre y de la abuela, deciden divertirse a luz de la luna llena), la mayoría de manera negativa: ya sea por la lluvia, por el calor o por los depredadores que los obligan a estar en constante estado de alerta. Miguelín encarna ese conflicto y lo exterioriza corporalmente a través de la enfermedad y del trabajo.

La primera se insinúa bastante bien detrás del ánimo triste del niño: “Pero entonces Miguelín sí estaba muy mal de salud, quién sabe y se iba a morir, con aquella tristeza tan pesada; después de la lluvia las hojas de los árboles bajaban, pesadas”. Este pasaje muestra muy bien la relación intrínseca entre el ser humano y la naturaleza, no sólo lo condiciona, sino que lo acompaña; ambos están sujetos a ciclos, se marchitan y renacen y es justo dentro de este círculo vital que debemos entender la existencia de los personajes: siembra y cosecha, secas y lluvia, infancia y adultez.

En dos ocasiones Miguelín es puesto a trabajar como castigo por órdenes del padre. En la primera tiene la misión de llevarle el alimento a la roza —al campo labrantío— sorteando los peligros de la selva; en la segunda, y por razones más graves, debe tanto ayudar en la siembra como en la repartición de leche en las comunidades vecinas. En ambos momentos deberá sortear diversos peligros que lo llevarán a parecer “un hombrecito serio” porque estaba cansado.

El protagonista, como podemos ver, está atravesando diversas pruebas que lo conducen por un proceso de iniciación: la confirmación, la enfermedad, el conocimiento del entorno, las relaciones con sus hermanos, los castigos paternos, el trabajo en el campo; todo lo cual debería desembocar en un renacimiento (físico y espiritual); sin embargo, para que este proceso pueda llegar a buen término, el héroe necesita ayuda y, en este caso, son tres figuras las que se la prestan: Abuela Isidra, Madretina y Dito.

Las dos primeras, pese a antagonizar en ideas religiosas —una católica, otra de religión africana—, comparten similitudes. En principio, son figuras maternas fuertemente ligadas a la naturaleza y habitan ambientes oscuros; Isidra en el cuarto más alejado de la casa y Madretina en un “añadido” que hicieron a ésta, en donde guardan diversos objetos que las vuelven representantes de una sabiduría ancestral y, por tanto, no accesible a cualquiera: “Allá no había luz, aun en el día sólo las llamas lo alumbraban. Miguelín era chico, le temía a todo, llegó allá solito para espiar, no había otra persona, nadie, sólo Madretina sentada en el piso; todos decían que era hechicera, así negra disfrazada, como debe de ser la Muerte”.

Este pasaje resulta relevante, ya que muestra otro de los procesos característicos del héroe: el viaje al Otro Mundo, que puede ser comprendido como una muerte iniciática en la que adquiere los conocimientos necesarios para renacer y, aunque la efectiva vuelta a la vida de Miguelín se dará en otro momento, no podemos echar de lado lo fundamental de las ocasiones en que ingresa en estos espacios oscuros —naturalmente vedados— y en los que se enfrenta a lo desconocido: la lengua extraña en la que habla Madretina y los objetos que guarda la abuela Isidra en ese lugar en el cual casi nunca abría la ventana, puesto que podía ver en la oscuridad.

A más de eso, ambas auxilian al protagonista en diversas ocasiones, ya sea prestándole refugio, ya sea con el uso de plantas medicinales para curarlo, como es el caso de la abuela; y pese a que con ésta no tiene la mejor de las relaciones, se trata de una figura fundamental en la jerarquía y la organización familiar. Esto se evidencia no sólo en el hecho de que es la matriarca, sino también —y aún más interesante— en que sus actividades marcan los ciclos naturales de los que arriba ya se ha hablado. En un momento fundamental de la historia, la enfermedad de otro de los hermanos, Dito, cobra importancia en el montaje del nacimiento navideño. Éste no sólo funciona como elemento decorativo de una celebración religiosa, sino que por el grado de interés y detenimiento con el que se lleva a cabo, se torna un objeto ritual que nos habla de la conformación del cosmos: “Abuela Isidra tenía que comenzar a poner el nacimiento, Dito no podía ver cuando ella empezó a sacar los animales guardados en la canasta —toro, león, elefante, águila, oso, camello, pavorreal—; todo tipo de animales de los que no había en el Mutún…”

Este acto se convierte en un nuevo génesis, en una nueva Arca de Noé destinada a asegurar la continuidad del mundo, de la familia; pareciera que estos objetos fueran dioses tutelares que la abuela ha poseído y cargado desde que era joven. En este evento fundamental, como ya se notó, cobra importancia otro de los hermanos, el menor. Ya contamos arriba sobre las relaciones ambivalentes que existen entre el protagonista y su familia, tendientes a la animadversión, pero con Dito tiene una relación fuerte y estrecha; es a él a quien confiesa ser presa de una nostalgia infinita e indescifrable, es con él con quien realiza la promesa de crecer juntos, ser siempre amigos y tener una finca cuando sean mayores. ¿Por qué esa cercanía?

La razón más obvia es la proximidad en edades, pero cobra más importancia su relación de aprendiz y maestro. Pese a ser más pequeño, Dito es juzgado por los demás como “una personita vieja, muy vieja siendo nueva…”; él es el único capaz de hacer cambiar de opinión a Padre respecto a un castigo, es quien llama a los hermanos para ayudar a Madre, es quien se cuestiona sobre si algo será pecado o no, es quien se atreve a ir a lugares ocultos y contarle a Miguelín sobre ello para incitarlo a ir más allá de las fronteras —físicas, emocionales e, incluso, sapienciales— que este mismo se ha impuesto.

Así las cosas, queda claro que el protagonista cuenta con estos tres personajes como coadyuvantes en su camino de iniciación: Madretina como representación del inframundo, Abuela Isidra que encarna el conocimiento de la naturaleza y el linaje familiar, y Dito que le muestra “la verdad de las cosas”, lo dota de una conciencia —por así decirlo— que termina formándolo en dos vías. La primera en su proceso de maduración, de endurecer y engrosar el cuerpo para poder hacer frente al mundo y librarse del miedo; la segunda como contadora de historias (labor que justamente comienza a desarrollar durante la enfermedad de éste); tenemos a “un hombrecito” formado en cuerpo y espíritu, listo para distinguir, por sus propios medios, “un lugar bonito de uno feo” y guiar a la familia, en especial a Madre, en ese descubrimiento.

Campo General, entonces y como hemos visto, puede ser entendido como un relato maravilloso, casi como un cuento de hadas7 en el que un infante se enfrenta a lo desconocido, a lo distinto a sí, para conformar su propia identidad; en el fondo es la historia de cualquiera de nosotros en la lucha cotidiana por sobrevivir y entender quiénes somos y qué lugar ocupamos en el cosmos. Sin embargo, ésta sería sólo una de las posibles lecturas que se le pueden dar a esta estória; cada uno, a partir de la propia experiencia vital, podrá otorgarle una o varias otras y llevarla más allá del sertón, más allá de Brasil y de América Latina y, con el fin de poder conseguirlo, hemos de estar dispuestos a escuchar (como dije al inicio de estas líneas) de la misma forma en que se hacía en las sociedades primigenias, tal como seguramente sigue sucediendo en muchos lugares cuando dos seres humanos, o más, se asombran ante lo que los rodea, lo cuestionan (se cuestionan) y se disponen, por medio del encanto de la palabra, a crear nuevamente el mundo, su mundo.

 

CARLOS LÓPEZ MÁRQUEZCiudad de México, septiembre de 2022

1 El sertão (proveniente de desertão) es una región árida del nordeste brasileño que comprende zonas de los estados de Sergipe, Alagoas, Bahía, Pernambuco, Rio Grande do Norte (su límite en esa dirección), Ceará, Piauí, y desaparece hacia el sur en la franja norte de Minas Gerais. Se trata de una zona diversa que va desde el altiplano al desierto y pasa por zonas pantanosas y los bosques de los llamados Campos Generales.

2Cf. Durval Muniz de Albuquerque, A invenção do nordeste e outras artes, Cortez, São Paulo, 2009, pp. 123-165.

3Cf. António Cândido, “Literatura y subdesarrollo”, en Ensayos y comentarios, FCE-UNICAMP, São Paulo-México, 1995, pp. 392-393.

4 José Sarney, “Guimarães Rosa e o não senso da vida”, en Bahía de estudios brasileños,FFYL-UNAM, México, 2008, p. 18.

5 Luciana Stegagno-Picchio, História da literatura brasileira, Nova Aguilar, Rio de Janeiro, 1997, p. 608.

6 Término que designa, en el nordeste brasileño, a un paramilitar que presta el servicio de protección y seguridad a líderes políticos.

7 Dice Flora Botton que pertenecen a lo maravilloso los relatos que hablan de regiones exóticas habitadas por seres desconocidos en nuestro mundo, así como los textos en que la causa de los fenómenos extraños se debe a causas que escapan al funcionamiento del mundo cotidiano. Cf. Flora Botton Burlá, Los juegos fantásticos, FFYL-UNAM, México, 1994, p. 16.

CAMPO GENERAL

 

 

HABÍA un Miguelín que vivía con su madre, su padre y sus hermanos, lejos, lejos de aquí, pasando la vereda del Pollo de Agua y otras veredas sin nombre o poco conocidas, en un lugar remoto, en el Mutún. En medio de los Campos Generales, pero en una abertura, un paso entre matorrales, de tierra negra, al pie de la serranía. Miguelín tenía ocho años. Cuando cumplió los siete, salió de ahí por primera vez: el Tío Terez lo llevó a caballo sobre la silla, al frente, para que lo confirmaran en el Sucuriyú, por donde pasaba el obispo. Del viaje, que duró muchos días, había guardado aturdidos recuerdos, embrollados en su cabecita. De uno de ellos, nunca pudo olvidarse: alguien que ya había estado en el Mutún había dicho:

—Es un bonito lugar, entre cerro y cerro, con muchas canteras y mucha vegetación, distante de todas partes; y siempre llueve…

Pero su madre, que era linda, con el cabello negro y largo, se dolía de la tristeza de tener que vivir allí. Se quejaba, principalmente en los demorados meses lluviosos, cargados de nubes; todo tan solo, tan oscuro, el aire ahí era más oscuro; también en el tiempo del estío, cualquier día por la tarde, a la hora en que el sol se mete. “Uy, ah, el triste rincón…”, ella exclamaba. Aun así, mientras estuvo fuera, sólo con el Tío Terez, Miguelín padeció tanta nostalgia, de todo y de todos, que a veces ni podía llorar y se sofocaba. Fue y descubrió por sí mismo que humedeciendo la nariz con un nadita de saliva se aliviaba un poco de aquella aflicción. De ahí que le pidiese al Tío Terez que le mojara el pañuelo, y Tío Terez, cuando daban con un riachuelo, un manantial o un pozo en las piedras, sin apearse del caballo bajaba el vaso de hueso, en la punta de una cadenita, y subía un puñado de agua. Pero casi siempre eran secos los caminos en las llanuras, y para esas ocasiones Tío Terez tenía un guajecito entretejido con lianas, que era una maravilla.

—Sirve para beber, Miguelín… —decía Tío Terez en broma.

Miguelín también reía y prefería no beber su parte, la dejaba para empapar el pañuelo y refrescar la nariz a la hora del sofoco. Quería al Tío Terez, hermano de su padre.

Cuando regresó a su casa, su más grande pensamiento era la buena noticia que le daría a su madre, lo que el hombre había dicho: que el Mutún era un lugar muy bonito… La madre, cuando oyera esa certeza, se alegraría, sería consolada. Era un regalo, y la idea de poder llevarlo así, de memoria, como una salvación, lo dejaba febril hasta en las piernas. Tanta gravedad, tan grande, que ni se lo quiso decir a la madre en presencia de los demás, pero sufría por tener que esperar, y tan pronto como pudo estar con ella a solas, se abrazó a su cuello y le contó, estremecido, aquella revelación. La madre no le dio importancia, lo miró con tristeza y señaló el cerro; decía:

—Siempre pienso que allá, más atrás, ocurren otras cosas, que ese cerro me las tapa y que yo nunca las veré…

Era la primera vez que la madre hablaba con él de un tema tan serio. En el fondo de su corazón él no podía, sin embargo, estar de acuerdo, por mucho que la quisiera: le parecía que el joven que había dicho aquello era el que tenía la razón. No porque él, Miguelín, le viera al Mutún alguna belleza —no sabía distinguir un lugar bonito de uno feo—. Pero nada más por el modo en que el joven habló: lo lejos, leve, sin ningún interés particular; por el modo contrario de su madre, agravado por la melancolía y esparciendo suspiros, lastimosa. Al comienzo de todo había un error: Miguelín sabía, poco entendía. Entre tanto, el bosque, ahí cerca, casi negro, verde oscuro, le daba miedo.

Con lo afligido que estaba de quedarse a solas con su madre para darle la noticia, Miguelín debió de haber procedido mal y disgustado al padre, cosa que no quería, de ninguna manera, cosa que lo dejaba en un aturdido arrepentimiento de perdón. De nada servía, porque el padre crecía, rabioso: