Capricho del destino - Penny Jordan - E-Book

Capricho del destino E-Book

Penny Jordan

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Beschreibung

La elegante Dee Lawson era la envidia de sus amigas. Pero ella envidiaba sus matrimonios felices, sus hijos, y su vida hagareña, aunque, años atrás, había destruido deliberadamente su oportunidad de casarse. Cuando Hugo Montpelier regresó, Dee pensó que quizá tuviera una segunda oportunidad de ser feliz. El deseo sexual entre ellos era tan intenso como siempre, aunque primero tendría que desvelar el escándalo que había mantenido en secreto durante tanto tiempo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Penny Jordan Partnership

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Capricho del destino, n.º 1131- agosto 2022

Título original: The Marriage Resolution

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1141-081-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Dee Lawson se detuvo a medio camino para admirar las filas de flores rosas y amarillas del rebosante jardín municipal de la plaza de Rye on Averton.

Acababa de tomar café con su amiga Kelly. Beth, amiga de Kelly y su socia en la tienda de regalos de porcelanas y cristal que ambas llevaban en la ciudad y que habían alquilado a Dee, también había estado allí junto con Anna, la madrina de Beth. Anna estaba en avanzado estado de gestación y se había reído cuando el bebé le había dado una patada al intentar tomar otra galleta.

Como faltaban pocas semanas para la boda de Beth y Alex, Dee supuso que Beth no tardaría en anunciarle su intención de convertirse en madre también.

Curiosamente poco tiempo antes la maternidad era lo último en lo que pensaban.

A Dee se le nublaron un poco los ojos. La maternidad, los niños y una familia eran asuntos que siempre le habían tocado muy de cerca, aunque esos sentimientos se habían convertido en los últimos años en un deseo oculto, en una tristeza por lo que podría haber sido diferente.

Con treinta y un años aún no era demasiado mayor para ser madre. Anna era mayor que ella y muchas mujeres a los treinta, conscientes del tictac de sus relojes biológicos, estaban tomando la decisión de no perder más tiempo en comprometerse con la maternidad, incluso sin tener una relación estable con el padre de sus hijos.

¿Había deseado ella hacerlo? Dee sabía que podía haberlo preparado todo fácilmente para concebir, incluso haber escogido los detalles biológicos del donante que sería el padre de su bebé. Pero, aunque su instinto maternal era fuerte, su experiencia de perder a su madre poco después de nacer significaba que, a pesar del amor que había recibido de su padre, quería que su hijo se sintiera más seguro y parte de una familia al estar rodeado y criado por el amor de sus dos padres. Y eso era algo que ya no era posible para ella. En una ocasión, hacía mucho tiempo, lo había creído, había soñado con ello. Pero eso había sido antes de que Julian Cox se hubiera introducido en su vida, corrompiendo su felicidad y destrozando su seguridad.

¡Julian Cox!

Apretó los labios disgustada.

Era un ejemplo típico de hombre que se las había arreglado para escapar al castigo legal que debía haber recibido si hubiera permanecido al alcance de la justicia europea. ¿Dónde estaría? Había intentado encontrarlo a través de la considerable red de contactos a su disposición. La última vez que había habido una pista seria de él había sido el año anterior en Singapur.

Julian Cox.

Había causado tanta destrucción, tanta infelicidad en la vida de otras personas, aquellas a las que había engañado con sus inversiones fraudulentas, gente como Beth y Eve, la hermana del marido de Kelly, mujeres vulnerables a las que había intentado convencer de que las amaba profundamente para poder beneficiarse económicamente. Por fortuna ambas lo habían descubierto a tiempo y habían encontrado la felicidad con otras personas. Para ella las cosas no fueron tan sencillas.

Dee se detuvo para contemplar el elegante edificio georgiano de tres plantas al que acababan de retirar los andamios para mostrarlo en todo su renovado esplendor.

Cuando lo compró estaba en amenaza de derribo y a Dee le había costado todas su dotes de persuasión convencer no solo a los urbanistas sino al arquitecto y a los albañiles que había contratado de que no solo se podía salvar, sino que se le podía devolver su esplendor original.

Todo el tiempo y el esfuerzo que había invertido en conseguir que fuera restaurado había merecido la pena, aunque solo fuera por aquel momento en el que el alcalde lo había inaugurado oficialmente y ella pudo ver sobre la puerta el nombre que había vuelto a esculpir y a dorar, iluminado por una luz instalada estratégicamente. Lawson House.

Y sobre la pared había una placa elegante y discreta explicando que el dinero para adquirir y renovar la casa lo había proporcionado su padre a título póstumo y en su memoria. Y en su memoria el piso de arriba iba a ser utilizado como despacho para las obras benéficas especiales que Dee mantenía y dirigía, mientras que el piso de abajo iba a ser un área social especialmente equipada para gente necesitada de todas las edades, para que fuera utilizada como lugar de reunión, café, sala de lectura y muchas más cosas.

Y sobre la chimenea de mármol había colocado un retrato de su padre encargado para la ocasión y que el pintor había realizado a partir de las fotografías de Dee.

—Me hubiera gustado conocerlo. Debió haber sido un hombre maravilloso —había comentado Kelly una vez cuando Dee había estado hablando de su padre.

—Lo fue —había confirmado Dee.

Su padre tenía una mente analítica que le había hecho capaz de enriquecerse gracias al comercio. Con aquella fortuna había ayudado desinteresadamente a sus semejantes. De él Dee había heredado su deseo de ayudar a los otros, y en su nombre había continuado con las obras benéficas en la localidad que él había comenzado.

Y no solo había heredado su deseo de ayudar a los demás sino también su habilidad empresarial. La riqueza de su padre le había proporcionado independencia y seguridad económica para el resto de su vida. Dee no necesitaba trabajar para ganarse la vida, así que había centrado su atención y su capacidad en aquello que a su padre le tocaba más de cerca después de su amada hija.

Como cerebro empresarial y presidenta de todas las obras benéficas que su padre había establecido, Dee se había asegurado de que eran seguras y rentables, y, tan importante como eso, que su dinero se invertía no solo para obtener beneficios sino con sensibilidad para no aprovecharse de la gente.

En general, Dee sabía que tenía mucho por lo que estar agradecida. La amistad que había surgido entre ella, Beth, Kelly y Anna había añadido una faceta muy grata a su vida. Dee formaba parte de una familia extensa que tenía su origen en la comunidad agrícola de la zona y que se remontaba a muchas generaciones. Tenía la satisfacción de saber que había cumplido con todos los principios que su padre la había enseñado, y por los que su padre era recordado y alabado por sus conciudadanos.

Sí, tenía mucho por lo que estar agradecida pero seguía sin poder evitar pensar en… No, no iba a volver a remover aquello. Solo porque el embarazo de Anna y la felicidad de Beth y de Kelly la habían hecho ser consciente del vacío que existía en su vida no significaba que…

El cielo de primavera tenía un color azul muy vivo y estaba decorado con algodonosas nubes blancas arrastradas por la brisa. Los huevos de Pascua que habían adornado los escaparates de las tiendas las últimas semanas habían sido retirados para dejar espacio a las flores y a los carteles que anunciaban la celebración del Día de Mayo que tenía su origen en la antigua Feria de Mayo, que se celebraba en la ciudad en la época medieval.

Habría un desfile de carrozas, patrocinado en su mayor parte por el ayuntamiento, una feria de atracciones en la plaza del pueblo, una hoguera y fuegos artificiales, y, como ella estaba en la comisión de organización y coordinación de la fiesta, Dee sabía que iba a haber mucho trabajo.

Le habían enseñado un antiguo documento con una lista de normas aplicables a todos los que llevaran a la ciudad ovejas, vacas u otros animales el Día de Mayo. El equivalente moderno era dictar normas para el mayor volumen de tráfico que causaba la fiesta.

Aún continuaba pensando en niños cuando llegó a su casa. Una prima segunda por parte de madre había tenido gemelos hacía poco y Dee se apuntó mentalmente que tenía que comprarles algo. Se había enterado de que le iban a pedir que fuera la madrina. Era un cumplido maravilloso pero le dolía. Solo el hecho de llevar en brazos a aquellos preciosos bebés le haría mucho daño.

Esforzándose por dar un giro diferente y más apropiado a sus pensamientos, decidió que tenía que trabajar un poco. La fuerza de voluntad y la capacidad de proseguir con los propios planes eran cualidades positivas y dignas de admiración, eso le decía siempre su padre. Quizá lo eran, pero con los años Dee se había vuelto cínicamente consciente de que por lo que respectaba a los hombres una mujer decidida era a menudo alguien a quien temer más que a admirar, y una mujer más envidiada que amada.

Dee encendió el ordenador diciéndose firmemente que era una tontería continuar con aquellos pensamientos tan infructuosos. Pero era cierto, una parte de su mente insistía en que a los hombres les gustaban las mujeres que eran ilógicas, vulnerables, femeninas y que necesitaban que ellos las ayudaran y protegieran. Ella no era así, al menos no en apariencia. Para empezar, era alta, aunque elegante, eso le decían sus amigas con envidia. Estaba delgada y era ágil. Le gustaba caminar y nadar y bailar, y sus sobrinos y sobrinas siempre querían que jugara con ellos cuando había una reunión familiar.

Tenía el cabello espeso, rubio y liso y lo llevaba largo porque le resultaba más fácil arreglárselo así, a menudo se hacía un recogido que conjuntaba con su estilo clásico y elegante. Cuando estaba en la universidad, el propietario de una agencia de modelos se le había acercado por la calle para decirle que tenía posibilidades como modelo, pero Dee se había reído totalmente ajena al impacto de su elegancia atemporal.

Con los años el impacto había aumentado en lugar de disminuir, y, aunque Dee lo desconocía, era una mujer a la que la gente se volvía para mirar en la calle. La razón por la que tantos hombres se sentían intimidados por ella no era su fuerza de voluntad, como ella pensaba, sino su aspecto que, combinado con su atuendo clásico tan favorecedor, hacía que la mayor parte de los hombres la creyeran fuera de su alcance.

Dee frunció el ceño mientras examinaba la pantalla. Una de las obras benéficas que llevaba no estaba atrayendo el apoyo público que requería. Tendría que investigar si había algún modo de darle una mayor relevancia. Un lugar de reunión para adolescentes, donde escuchar música y bailar podía no parecer lo más adecuado para ayudar a los más necesitados, pero seguía siendo una causa digna según su parecer.

Quizá debería hablar con Peter Macauley sobre ello. El amigo de su padre y su tutor en la universidad compartía los ideales filantrópicos de su padre. Era soltero y rico porque había recibido una herencia familiar y le había pedido a Dee que fuera una de los albaceas de su testamento porque sabía que haría que sus deseos y legados se llevaran a cabo como él quería. Estaba en el comité designado por su padre para controlar los fondos que había dejado para financiar las obras benéficas.

Pensar en Peter Macauley hizo que dejara lo que estaba haciendo. No se estaba recuperando de la operación que había sufrido meses atrás tan rápido como debería. La última vez que había ido a Lexminster para visitarlo se había disgustado mucho al comprobar lo débil que estaba.

Había vivido en esa ciudad universitaria toda su vida de adulto y Dee sabía que se resistiría enérgicamente a cualquier intento para convencerlo de que se mudara a Rye on Avon, donde ella podría vigilarlo más de cerca, por no mencionar cómo reaccionaría ante la sugerencia de que se mudara a su casa. Pero la casa de cuatro plantas en la que vivía era demasiado grande para él, especialmente con esas escaleras empinadas. Tenía amigos en la ciudad pero eran unos ancianos como él. Lexminster no estaba muy lejos, a un par de horas.

Había sido la primera opción de universidad que Dee había elegido porque contaba con los cursos que ella había querido estudiar y, lo que era más importante, había supuesto que no tendría que mudarse demasiado lejos de su padre. En aquel tiempo, la nueva autopista que unía la universidad con Rye no había sido construida y el viaje llevaba cuatro horas, lo que había significado tener que vivir en residencias de estudiantes en lugar de viajar a diario desde su casa.

Aquel tiempo… Esas palabras lo hacían parecer muy lejano, y en realidad solo habían pasado diez años. Diez años… una vida diferente, toda una vida para la muchacha que había sido y para la mujer que fue después. Diez años. También hacía diez años de la muerte inesperada de su padre.

Dee sabía lo sorprendidos que se quedarían sus mejores amigos si supieran lo profundo que seguía siendo su dolor por la pérdida de su padre. ¿También la culpa?

Apagó el ordenador bruscamente y se levantó.

Ver a Anna había hecho más que reavivar su secreto deseo de un hijo. Había rescatado cosas en las que sería mejor no pensar. ¿Para qué? ¿Para qué hurgar en antiguas penas y sufrimientos? Sería mejor que se dedicara a algo más productivo. De un modo ausente se tocó la piel desnuda de su dedo anular, ligeramente más fino en la base que los otros. ¿Dedicarse a algo como qué? Como ir a Lexminster para visitar a Peter. Hacía un par de semanas desde la última vez que lo había visto y su intención era pasarse por allí al menos cada quince días haciendo que pareciera algo casual o algo motivado por su necesidad de consejo sobre algún aspecto de su trabajo, para asegurarse de no herir su orgullo y evitar así que adivinara lo preocupada que estaba por su salud cada vez más delicada.

Su coche de líneas puras y de una elegancia discreta fulminó la distancia hasta Lexminster. Como estaba tan familiarizada con el trayecto se permitió dejar volar sus pensamientos un poco.

Qué nerviosa estaba la primera vez que fue a la ciudad como estudiante, nerviosa, excitada y también triste por dejar a su padre.

Aún podía recordar claramente aquel día, y el sol tibio de finales de septiembre que convertía los edificios de piedra de la antigua ciudad en puro oro. Había aparcado con cuidado su coche de segunda mano, regalo de su padre por su dieciocho cumpleaños. A pesar de que había sido un hombre extraordinariamente rico le había enseñado que el amor y la lealtad eran más importantes que el dinero, que las cosas realmente importantes de la vida no se podían comprar. Había pasado las primeras semanas viviendo en un colegio mayor y después se mudó a una pequeña vivienda adosada que había comprado con su padre y que compartía con otras dos estudiantes. Todavía recordaba lo serio que se había mostrado su padre al examinar las cuentas que ella había hecho para demostrarle los beneficios de ayudarla a comprar la casa. Él ya sabía los beneficios de hacerlo, pero había hecho que ella le vendiera la idea, y también había tenido que trabajar para aportar su parte del pago del préstamo. Habían sido unos buenos años, los mejores de su vida… y los peores. Caer en picado desde lo más alto hasta lo más profundo de un modo tan terrible la había afectado de un modo que después podría considerarse sin duda como enormemente traumático. Y no solo había sufrido un golpe sino dos, ambos igualmente demoledores.

La ciudad estaba concurrida, llena de turistas y de estudiantes. Lo único que quedaba del castillo amurallado, alrededor del cual había sido construida la ciudad, eran partes de los muros cuidadosamente conservados y una torre solitaria, un lugar húmedo y oscuro que había hecho temblar a Dee no solo de frío sino por el peso de su historia la única vez que lo había visitado.

Economía había sido una de sus asignaturas en la universidad y la había escogido para prepararse para trabajar con su padre. Pero siempre habían coexistido en su interior un cerebro agudo para los negocios y una fuerte veta de idealismo, también heredado de sus padres, y antes incluso de haber terminado el primer semestre de la universidad ya supo que cuando obtuviera la licenciatura se dedicaría a un trabajo que implicara usar su talento para ayudar a los necesitados. Su plan había sido trabajar un año en un programa de ayuda en un país del tercer mundo y después acceder a un cargo administrativo en el que emplear mejor sus cualidades. Años más tarde lo más cerca que había estado de colaborar con programas de ayuda al tercer mundo eran sus donaciones para obras de caridad.

La repentina muerte de su padre había imposibilitado que llevara adelante sus planes. En el momento en que había tomado el control de los asuntos de su padre, habían emitido muchos programas de televisión centrados en el trabajo de algunas de las grandes organizaciones de ayuda al tercer mundo. Los había visto con una mezcla de angustia y envidia, escrutando los rostros bronceados ansiosa por ver alguna cara conocida. Nunca lo había visto. Si hubiera sido así…

Dee se mordió el labio. ¿Qué estaba haciendo? Su mente ya sabía que era un área acordonada y prohibida de su pasado, una zona en la que no le estaba permitido entrar. ¿Para qué? Había tomado la única decisión posible. Aún podía recordar el viaje de pesadilla al regresar a Rye on Averton después de que un policía le hubiera dado la noticia de la muerte de su padre, un trágico accidente había dicho. Era un muchacho joven, quizá un par de años más joven que ella, que evitaba su mirada cuando ella abrió la puerta y él le preguntó si era Andrea Lawson.

—Sí —había respondido sorprendida al principio suponiendo que estaba allí por algo sin importancia, como una multa de aparcamiento.

Pero cuando mencionó el nombre de su padre empezó a sentir una corriente helada de temor recorriendo su cuerpo.

La llevó a Rye. El médico de cabecera ya había identificado el cuerpo de su padre, así ella se evitó tan horrible tarea, pero por supuesto hubo preguntas, conversación, cotilleo, y a pesar de la preocupación solícita de todos los que hablaron con ella Dee fue consciente de un secreto y sobrecogedor temor.

Bruscamente los pensamientos de Dee se interrumpieron. Podía sentir la rabia y la tensión palpitando en su interior. Respiró profundamente y empezó a liberarlos, y después aparcó el coche.

Cuando la agonía inicial por la pérdida de su padre hubo disminuido, Dee quiso hacer algo más que restaurar Lawson House para conmemorar su figura y lo que él había hecho por la ciudad. Aunque no estaba segura de cómo sería la conmemoración, sí sabía que sería algo que destacara la generosidad de su padre y añadiera aún más brillo a su excelente reputación. Había sido un hombre orgulloso en el más amplio sentido de la palabra, y lo había herido de un modo insoportable e inconmensurable que…

Dee descubrió que estaba empezando a apretar la mandíbula. Tomó otra respiración profunda y salió del coche.

La llegada de la autopista había llevado también una nueva industria moderna. La ciudad estaba consiguiendo la reputación del equivalente local del Silicone Valley estadounidense. La zona de casas victorianas de cuatro pisos donde vivía Peter se había convertido en una zona residencial de lujo para los jóvenes ejecutivos que se habían trasladado a la zona para trabajar en las nuevas empresas informáticas, y en una calle de puertas recién pintadas la de Peter destacaba por ser la única desvencijada y descamada.

Dee levantó la aldaba y llamó dos veces con fuerza. Peter estaba un poco sordo y sabía que le costaría varios minutos llegar a la puerta pero, para su sorpresa, apenas había dejado la aldaba la puerta se abrió. Entró inmediatamente.

—Vaya, Peter, qué rapidez. No esperaba que…

—Peter está arriba, en la cama. Ha sufrido un colapso.

Una voz masculina conocida aunque careciera de su tono áspero de desaprobación y que apenas había cambiado en los diez años que llevaba sin oírla hizo que Dee se parara en seco.

—Hugo… ¿qué… qué estás haciendo aquí?

Dee se regañó mentalmente por el tartamudeo tembloroso de su voz. ¡Maldita sea! ¿Por qué tenía que comportarse como una quinceañera atemorizada?

Dejó de hablar cuando Hugo empezó a mover la cabeza. Abrió la antigua puerta del salón y le indicó que pasara.

Dee lo hizo obedientemente. Aún seguía pasmada, luchando por reponerse de su inesperada presencia. Hacía años que no lo veía.

La primera vez que se vieron él ya era un licenciado mientras que ella era una estudiante de primero. Estaba preparándose el doctorado. Era un tipo alto, de aspecto romántico, del que sus compañeras estaban enamoradas. Incluso entre la variedad de sus particulares amigos Hugo destacaba inmediatamente. Con dos metros de altura él era uno de los hombres más altos y atractivos del campus, tan imponente que habría merecido una segunda o tercera mirada por parte de una mujer, incluso sin su característica melena de espeso cabello oscuro.

A los atributos de su físico, un cuerpo musculoso por practicar varios deportes, se añadía el brillo de sus sensuales ojos azul oscuro y su boca que hacía preguntarse a cualquier mujer cómo sería besarlo. No había duda de que Hugo había sido el tema de discusión de las no tan secretas fantasías de casi todas las estudiantes.

Dee se había chocado contra él literalmente mientras iba corriendo a reunirse con Peter.

Dee, que sabía de Hugo por las otras chicas y que lo había observado por el campus, se había quedado pasmada al descubrir que era un destacado activista en el pequeño ejército de idealistas y colaboradores de Peter.

—¿Cómo que qué hago aquí? —preguntó Hugo con sequedad—. Peter y yo nos conocemos desde hace tiempo y…

—Sí, ya lo sé —reconoció Dee—. Es que creí que…

Estaba sorprendida. Se quedó helada y al mismo tiempo sudorosa e incómoda. Le latía el corazón con fuerza a un ritmo peligrosamente desacompasado y sospechó que estaba en riesgo de hiperventilarse al intentar llenar de aire sus tensos pulmones.

—¿Qué creíste? —exigió Hugo—. ¿Que seguía enamorado de ti? ¿que no podía vivir sin ti por más tiempo… que mis sentimientos por ti, que mi amor por ti era tan fuerte que tenía que venir a buscarte…?

Dee palideció ante el tono irónico de su voz. ¿Hacía un frío insoportable en aquella habitación o era solo ella? Pudo sentir que empezaba a temblar. Al principio de un modo imperceptible y después con gran intensidad hasta que…

—¿Cómo están tu marido y tu hija? —preguntó Hugo con evidente indiferencia—. Debe tener… ¿cuántos años? ¿nueve?

Dee se lo quedó mirando. ¿Qué marido y qué hija?

Alguien estaba llamando a la puerta.

—Debe ser el médico —advirtió Hugo antes de que ella pudiera recomponer sus confusos pensamientos y corregir el malentendido.

—¿El médico…?

—Sí. Peter está bastante mal. Perdona, voy a abrirla.

¡El médico de Peter era una mujer!

Mientras se apartaba a un lado una morena atractiva entró y se dirigió a Hugo.

—Señor Montpelier. Soy la doctora Jane Harper. Hablamos por teléfono.

—Es cierto —afirmó Hugo con una voz más cálida que la que había utilizado con ella.

—Por favor, pase por aquí —la invitó a pasar Hugo y ella le sonrió.

Dee se tragó sus indigestos pensamientos con amargura.