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En un momento de debilidad, Samantha Miller había confesado al hombre al que había amado durante años su secreto mejor guardado. Su mayor deseo era casarse y ser madre. Liam se sorprendió de su propia reacción. Había tratado siempre de mantenerse a una distancia prudencial de Samantha debido a su carácter impetuoso, pero de repente descubría que deseaba sucumbir a su sensualidad provocadora y ser el padre de sus hijos...
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Seitenzahl: 210
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1999 Penny Jordan Partnership
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Sueños inconfesables, n.º 1176- agosto 2022
Título original: The Perfect Father
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1141-086-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Estoy seguro de que hiciste algún trabajito extra durante los fines de semana, Sam. Ciertamente, nunca pensé que una mujer fuera a ganar la medalla de oro de la empresa…
—Es que Sam no es una mujer. Las mujeres son pequeñas y dulces. Además, suelen quedarse en casa con sus hijos. Sam… ni siquiera tiene nombre de mujer.
Samantha Miller se puso en pie, dejando ver lo alta que era, un metro ochenta y cinco centímetros. Le sacaba diez centímetros al hombre que se había estado metiendo con ella de un modo tan despiadado.
—¿Sabes cuál es tu problema, Cliff? —replicó ella con tono afable—. Que no sabes reconocer a una verdadera mujer cuando la ves. Me parece que un hombre no es realmente un hombre si solo sabe tratar a ese tipo de mujeres que has descrito —hizo una pausa para dar énfasis a sus palabras, consciente de que sus compañeros de trabajo la observaban, ya que estaban en una gran oficina sin particiones—. Además, soy lo suficiente mujer como para tener un hijo cuando quiera.
Solo entonces dejó ver lo mucho que la habían enfadado los insultos de Cliff; sus ojos echaban chispas y la voz comenzó a temblarle.
—Tener tú un hijo… —se burló su antagonista—. ¿Quién diablos querría dejar embarazada a una mujer como tú? De ninguna de las maneras. Solo podrías conseguir tener un niño a través de un donante de esperma…
Unas cuantas personas que estaban alrededor se echaron a reír y Samantha se dio cuenta de que parecían compartir el punto de vista de Cliff Marlin.
Ante esa misma situación, quizá otra mujer se habría echado a llorar o habría perdido los estribos, pero Sam, no. Había aprendido desde joven que, siendo tan alta, su llanto resultaba ridículo y además…
Así que miró a Cliff con una sonrisa fingida y se encogió de hombros.
—Tienes derecho a opinar así, Cliff, pero es una pena que seas tan mal perdedor. Quiero decir, que si yo jugara al golf tan mal como tú, supongo que también estaría algo dolida. Y en cuanto a lo de tener hijos… no sé cuántas veces habrás fallado ese putt en el green del ocho…
Entonces fue el comentario de Samantha el que provocó la risa de alguno de sus compañeros.
Sin darle tiempo de responder a Cliff, se dio la vuelta y salió con la cabeza bien alta.
Pero sabía que en cuanto desapareciera de su vista, empezarían a cotillear sobre ella, la «amazona» de uno ochenta y cinco. Dirían que desde que llevaba trabajando en la empresa, nunca había ido a ningún acto social con un acompañante. Además, era la única del pequeño grupo de compañeras de trabajo que no les había confesado a las otras su vida privada.
Samantha, que acababa de cumplir los treinta, sabía que entraba en una década que sería la más productiva de toda su vida. También era posible que encontrara el amor… que llegara el hombre del que le sería posible enamorarse, aquel con el que podría pasar el resto de su vida, aquel con el que formaría una familia.
Había muchos hombres, por supuesto… montones de ellos. Pero algunos no querían comprometerse, otros no querían tener hijos, otros estaban casados, otros… Sí, la lista de los hombres que no le convenían era también enorme, sobre todo para alguien tan exigente como ella.
—¿Por qué no has querido salir con él? —le había preguntado su hermana Roberta durante su última estancia en los Estados Unidos, cuando abandonó su casa de Inglaterra para hacer una visita a su familia.
Su madre había estado quejándose a Bobbie de que Sam era una obstinada al no aceptar salir con el hombre que estaba detrás de ella por aquel entonces.
—No me hace falta, ya sé que no es el hombre que estoy buscando —había respondido Samantha.
Luego, cuando se había quedado a solas con su hermana gemela, la reprendió.
—Para ti es fácil darle la razón a mamá. Tú has encontrado al hombre al que buscabas. Luke es un hombre muy especial y está claro que sois muy felices. Así que, ¿cómo puedes pedirme que me conforme con menos?
—Oh, Sam —Bobbie, entonces, la había abrazado—. Lo siento, llevas toda la razón. No debes conformarte con menos y yo deseo que encuentres al hombre ideal. Y ahora —había añadido, dando un bostezo—, estoy algo cansada.
—No me extraña que estés cansada —se había burlado Samantha, mientras observaba su abultado vientre.
Pero su hermana no iba a tener gemelos. Estaba esperando un solo bebé.
—¿Nunca has conocido a nadie al que pudieras amar, Sam? —le había preguntado Bobbie al fijarse en el modo en que la estaba mirando.
Samantha se había quedado pensando durante un rato. Luego, había sacudido la cabeza. Su rizado pelo rubio resaltaba sus ojos azules, haciéndolos parecer más grandes y oscuros que los de Bobbie.
—No, a menos que contemos a Liam, cuando empezó a trabajar con papá… Yo debía tener unos catorce años, pero Liam me dejó en seguida muy claro que no le interesaban las mocosas con trenzas y aparato en los dientes.
Roberta se había echado a reír. Liam Connolly era el ayudante más antiguo de su padre y no era ningún secreto que Stephen Miller lo había animado para que se presentara a gobernador del Estado cuando él terminara su mandato.
—Sí, supongo que para un hombre de veintiún años, especialmente siendo tan guapo como Liam, la idea de tener a una adolescente a su alrededor, que estuviera todo el día adorándole, no debía ser nada atractiva.
—Sí, te aseguro que no le pareció nada atractiva. ¿Sabes que ni siquiera quiso darme un beso un Día de Acción de Gracias? A mí… a la hija de su jefe…
—Sí, eso no habría sido nada bueno para su carrera, si papá se hubiera enterado.
—Y Liam siempre ha puesto su carrera por encima de todo.
Bobbie había levantado las cejas al oír ese comentario.
—Oh, vamos, Bo, ya sé que ha habido muchas mujeres en su vida, pero hasta papá ha comentado que nunca se compromete con ninguna. Liam no ha permitido que ninguna se fuera a vivir con él.
—Quizá esté buscando a la mujer adecuada…
—Si eso es cierto —replicó Samantha—, parece que antes se lo está pasando estupendamente con un montón de mujeres que no lo son.
Samantha se dirigió a los ascensores, pensando en lo que debían estar comentando sus compañeros de trabajo en esos momentos. Decidió que necesitaba salir a tomar aire fresco para despejarse de la discusión con Cliff. Aquel hombre llevaba seis semanas atacándola, desde que ella había conseguido el ascenso al que también él aspiraba.
Gracias a Dios, pronto tendría un mes de vacaciones y había planeado pasarlo casi entero con su hermana en Inglaterra.
Su padre, el gobernador del Estado, no podía tomarse todavía las suyas, así que ni él ni su madre la acompañarían.
Su familia estaba muy unida. Su madre era hija ilegítima de Ruth Crighton, la hija soltera de los Crighton de Haslewich, en Cheshire, Inglaterra. Y en aquellos tiempos estaba muy mal visto que las chicas solteras tuvieran hijos.
Había sido durante la Segunda Guerra Mundial. Ruth se había enamorado locamente del abuelo de Samantha, Grant Reynolds, pero debido a un malentendido y a la desaprobación de su padre, al que no le gustaban los americanos, Ruth creyó que Grant le había mentido. Él le había dicho que era soltero y lo cierto era que estaba casado y tenía un hijo en los Estados Unidos. Así que presionada por su familia, dio a su hija, Sarah Jane, madre de Samantha y Roberta, en adopción.
Entonces, Grant, el abuelo de Samantha, adoptó a la niña en secreto, pensando que Ruth quería deshacerse del bebé, igual que se había deshecho de él.
Así que unos años antes, Samantha y Roberta, como era evidente que su madre, Sarah Jane, seguía dolida por el rechazo de Ruth, habían decidido esclarecer las circunstancias que rodearon el nacimiento.
Y durante su viaje a Inglaterra, no solo consiguieron que sus abuelos se reconciliaran, sino que, además, Roberta conoció a Luke, con quien se había casado. Roberta y Luke tenían ya un hijo y otro estaba en camino.
Luke, un destacado abogado, era también un Crighton, al igual que su abuela, solo que de la rama de Chester.
Al principio, Samantha había recelado de su cuñado al considerarlo alguien demasiado austero, pero luego había descubierto que tenía un gran sentido del humor. Además, su hermana era inmensamente feliz a su lado. De manera que le perdonó que las separara, aunque a veces echara mucho de menos a Roberta.
Lo cierto era que Cliff Marlin le había hecho daño con sus comentarios. Le había removido ciertos sentimientos que prefería tener enterrados. Porque ni siquiera Bobbie sabía la envidia que a veces sentía Samantha, que siempre había pensado en su fuero interno que sería la primera en casarse y tener hijos.
Por supuesto, se alegraba de que Bobbie fuera feliz, pero ella también quería tener hijos. Se moría por tener descendencia y no veía ninguna posibilidad cercana de conseguirlo. No cuando no había ningún hombre en su vida.
Antes, cuando Bobbie le tomaba el pelo, diciéndole que tenía que encontrar a alguien cuanto antes para darles primitos a sus hijos, Sam siempre se había reído. Incluso le había dicho a su hermana que ya no era necesario encontrar pareja para tener hijos. Al menos, no era necesario tener una pareja como tenía Bobbie.
Samantha no pensaba eso de verdad, sino que era fruto de esa parte de su personalidad que le había dado siempre tantos problemas. Desde pequeña, había tenido un temperamento muy fuerte.
Por ejemplo, poco antes, en el despacho, estuvo tentada de contestarle a Cliff que le iba a demostrar lo femenina que era, que todos iban a ver lo fácil que le era conseguir una pareja y tener un hijo. Afortunadamente, había resistido la tentación.
Hubiera sido una imprudencia dejarse llevar por las emociones, sobre todo pensando en su carrera. Como todo el mundo sabía, el mundo de los negocios, dominado por las nuevas tecnologías, se regía por la lógica. Así que se necesitaban personas frías, que supieran dominar sus impulsos.
Y más aún siendo la hija del gobernador, lo que era para Cliff otro punto en su contra. Samantha había oído lo que le había dicho al respecto a un compañero, al enterarse de que le habían dado a ella el ascenso que tanto ansiaba.
—Es evidente que ella no habría tenido ni una sola oportunidad de no haber sido la hija del gobernador —le había oído decir—. No es difícil darse cuenta de que a la empresa le conviene tratarla bien, si quiere obtener los favores del gobernador.
Samantha sabía que aquello no era cierto. Se había ganado aquel ascenso por sus propios méritos. Sencillamente, era la persona más cualificada para ese trabajo y así se lo había dicho a Cliff. Pero a él no le había gustado escuchar aquello y menos aún le había gustado que ella le ganara en el torneo de golf de la empresa.
Eso se lo tenía que agradecer a Liam, que era un gran jugador de golf y jamás se había dejado ganar, ni siquiera cuando Samantha era adolescente, sino que siempre le había remarcado dónde fallaba.
Liam también era igual de bueno jugando al ajedrez y al póquer, motivo por el cual su padre opinaba que sería un buen gobernador.
Sus padres habían estado hablando de aquello esa misma semana, una noche durante la cena.
—Puedo entender por qué quieres que Liam sea el gobernador cuando tú te retires —había dicho su madre—, pero si sale elegido, será el gobernador más joven de la historia del Estado.
—Bueno… supongo que al tener treinta y siete años, sí que se puede decir que es bastante joven.
—Además, no está casado —insistió Sarah Jane—. Si tuviera mujer, le sería más fácil salir elegido.
Stephen Miller arqueó las cejas.
—No me mires así —se defendió la madre de Sam—. Sabes que llevo razón. A la gente le gusta la idea de que el gobernador esté felizmente casado. Les hace estar más seguros…
—¿Qué estás diciendo? ¿Que un hombre casado es mejor gobernador que uno soltero? —preguntó su padre, que a pesar de todo, sabía que Sarah Jane llevaba parte de razón—. Además, a Liam no le faltan mujeres que estén deseando casarse con él.
—Stephen Miller, me da la impresión de que sientes envidia de él.
—Envidia, no. Por supuesto que no —protestó él.
—Debería darte vergüenza —bromeó su madre—. Cualquiera diría que no me aprecias a mí ni a tu familia.
—Cariño, sabes que eso no es cierto —le había respondido su padre en un tono tan tierno, que a Samantha se le saltaron las lágrimas.
¿Cómo iba ella a conformarse con cualquier cosa, cuando no solo tenía de ejemplo el feliz matrimonio de su hermana, sino también el de sus padres? E incluso también el de sus abuelos, que volvían a estar tan enamorados como aquel verano durante la guerra.
Ella parecía la única que no iba a ser capaz de encontrar al hombre adecuado, el hombre que quisiera ser el padre de sus hijos. Cliff le había dicho que nunca lo encontraría.
Pero ella se encargaría de demostrarle que estaba equivocado. Un día entraría al despacho del brazo de su marido, con el vientre abultado, debido a que estaría esperando un niño o, mejor, dos.
Bobbie todavía no había seguido la tradición familiar de los Crighton de tener gemelos.
¡Gemelos!
Extrañamente, a pesar de la tradición que había en la familia, ninguno de sus primos jóvenes había tenido todavía gemelos.
Samantha cerró los ojos y sonrió al imaginarse a sí misma apoyada sobre el fuerte pecho de su marido mientras el vientre le pesaba por la existencia de dos bebés.
—Sam.
Por el tono con el que habían pronunciado su nombre, podría ser su hermana la que la hubiera llamado.
Pero al abrir los ojos, se dio cuenta de que no era Bobbie. Los ojos grises que la estaba observando eran los de Liam Connolly.
Liam, debido a su ascendencia vikinga como decía él, era un hombre muy alto. Efectivamente, su madre era de ascendencia noruega y él medía al menos tres pulgadas más que Samantha. Era incluso más alto que el padre de ella. Pero su ascendencia nórdica no se había visto reflejada en el color de su cabello, ya que era moreno.
—Eh… Liam…
¿Por qué diablos estaría tartamudeando como un niño al que han descubierto haciendo algo indebido?, se preguntó a sí misma.
—Ya sé que piensas que tienes poderes sobrenaturales—le dijo Liam, señalando el tráfico que pasaba por aquella calle—, pero creo que, aun así, es algo imprudente cruzar con los ojos cerrados. Además, ya sabes que hay una ley en este Estado contra los peatones imprudentes.
Sam suspiró. No sabía por qué, pero Liam siempre le hacía sentirse como si todavía tuviera catorce años.
—Por cierto, papá dice que estás de acuerdo en presentarte a gobernador cuando él se retire —comentó, tratando de cambiar de tema.
—Puede ser —respondió él, mirándola fijamente con esos ojos grises que, algunas veces, podían resultar increíblemente cálidos y, otras, podían dejar congelada a la persona que tuviera enfrente—. ¿Acaso no te parece bien?
—Tienes treinta y siete años. El condado de New Wiltshire prácticamente no necesita gobernador. Pensé que aspirarías a algo más importante.
—¿Como qué? ¿Como ser presidente? Puede que el condado de New Wiltshire no signifique mucho para ti, pero créeme, te aseguro que no es fácil de gobernar. No sé si sabes que tenemos una de las tasas más bajas de desempleo de todo el país y que nuestros estudiantes son de los que obtienen mejores calificaciones en secundaria. ¿Es que no has oído que nuestro programa de política social es uno de los más aplaudidos en… ?
—Sí, ya sé todo eso. No estoy menospreciando el condado. Te recuerdo que vivo aquí y que mi padre es el gobernador…
Liam pareció no hacer caso de lo que ella estaba diciendo.
—¿Sabías que los jardines de la casa del gobernador han sido premiados por su buen gusto y… ?
—Oh, pero si fui yo quien los diseñó —empezó a decir Sam con ojos enfadados—. Está bien, me has engañado —dijo ella con una sonrisa al ver la mueca burlona de él—. Ya sé que el condado de New Wiltshire es un lugar maravilloso, Liam. Solo me refería a que pensaba que tú aspirarías a una empresa mayor —insistió—. Al fin y al cabo, parece que pasas gran parte de tu tiempo en Washington.
—Con tu padre —contestó Liam—, pero si me enterara de que tú me echas de menos…
—No empieces con eso —le advirtió—. Te conozco… ¿recuerdas? Y no sé qué ven en ti todas esas chicas con las que quedas.
—¿No? ¿Quieres que te lo demuestre?
Sam sintió que se sonrojaba ligeramente, a pesar de que sabía que Liam solo le estaba tomando el pelo. Siempre estaba de broma con ella.
—No, gracias —respondió—, prefiero a los hombres de una sola mujer. Y me gustan los de ojos marrones —añadió, bromeando.
—Ojos marrones… Está bien, supongo que podría cerrar los míos o bien llevar lentillas. Por cierto, ¿se puede saber en qué estabas pensando antes?
—¿Qué? Eh… en nada… —mintió ella.
Pero luego se dio cuenta de que él fruncía el ceño y eso significaba que no se iba a dar por vencido hasta que ella le contestara.
—Estaba pensando en mi visita a Bobbie —añadió.
—¿Vas a ir a Inglaterra?
Samantha lo miró algo indecisa. Él seguía con el ceño fruncido y su voz sonó de lo más cortante.
—Sí, me voy un mes entero. Lo suficiente como para que Bobbie ponga en marcha sus planes de casamentera.
—¿Bobbie está intentando casarte?
—Ya sabes cómo es —Samantha se encogió de hombros—. Está tan contenta con Luke que quiere verme igual a mí. Será mejor que te andes con cuidado, Liam —bromeó ella—. Tú eres incluso mayor que yo, así que luego puede intentar casarte a ti. Además, puede que lleve razón y encuentre un marido en Inglaterra —murmuró Samantha—. Los ingleses son hombres muy interesantes.
—¿Especialmente si tienen los ojos marrones? —preguntó Liam en un tono duro.
—Ummm… sí —asintió Samantha en un tono desenfadado.
Pero Liam parecía estar tomándose el asunto más seriamente que ella, porque apartó la vista por un momento y, cuando volvió a fijarla en ella, sus ojos tenían una expresión dura.
—¿Podría ser que ya hubiera un inglés de ojos marrones en el que te hayas fijado en especial?
—¿En especial? —preguntó Samantha—. ¿Qué insinúas, Liam?
—Es que me acabo de acordar del modo en que te miraba el hermano de Luke durante la boda de Bobbie —comentó él en un tono frío—. Y si me acuerdo bien, sus ojos eran marrones.
—James…
Samantha frunció el ceño. Apenas podía recordar el color de ojos de James, pero sí recordaba que era atractivo y que era un hombre dispuesto a comprometerse. En ningún momento había ocultado su deseo de formar una familia y había quedado claro que no le importaba estar con una mujer alta e independiente.
—Tienes razón, eran marrones —admitió finalmente, sonriendo de modo ausente—. Y por supuesto, nuestros hijos tendrían los ojos marrones.
—¿Qué has dicho?
Samantha miró a Liam brevemente. Se le acababa de ocurrir una idea maravillosa.
—Los ojos marrones dominan sobre los azules, ¿no? —preguntó, aunque sin esperar respuesta.
—Sam, ¿dónde demonios quieres llegar a parar?
Liam la agarró del brazo con firmeza para que se diera cuenta de que no le iba a ser fácil escapar.
Ella dio un suspiro y lo miró a los ojos.
—Liam, ¿crees que soy el tipo de mujer que nunca podría… con la que un hombre jamás… ? —se calló al notar que las lágrimas paralizaban su garganta—. Alguien me ha dicho hoy que no soy el tipo de mujer con el que un hombre… que ningún hombre me vería como madre de sus hijos. Pues voy a demostrarle que no está equivocado, Liam… Voy a demostrarle que está tan equivocado, que…
La muchacha tosió para aclararse la garganta.
—Voy a ir a Inglaterra y voy a encontrar un hombre que sepa cómo amar y cómo valorar a una mujer… a la mujer que hay dentro de mí. Ese hombre me amará y yo voy a quererlo tanto que… Y ahora deja que me vaya, Liam —suplicó, notando que él estaba agarrándole con más fuerza aún el brazo—. Ya he agotado el tiempo que tengo para comer y aún me quedan por hacer un millón de cosas…
—Samantha —comenzó Liam en tono de consejo, pero ella ya se había soltado y se estaba alejando de él.
Ya había tomado una decisión. Irónicamente, había sido Liam el que le había señalado la dirección correcta y no iba a dejar que nadie le hiciera cambiar de opinión. En Inglaterra encontraría el amor, como su hermana había hecho. ¿Cómo no se le habría ocurrido antes? Los hombres ingleses eran diferentes… Un inglés la amaría como ella deseaba y ella lo correspondería.
Pero estaba empezando a arrepentirse de habérselo contado a Liam. ¡Hablaba demasiado… ! Pero no iba a contárselo a nadie más… ni siquiera a Bobbie. No, su plan de encontrar al hombre perfecto, al padre ideal para los hijos que tanto deseaba tener, iba a ser un secreto que guardaría para sí.
Con los ojos brillándole por la emoción, Samantha entró de nuevo en el edificio de su empresa.
Recapacita. En un poco más de una semana, estaré en Haslewich con Bobbie.
Samantha cerró los ojos y esbozó una sonrisa, que le dio el aspecto de una adolescente, en lugar del de la mujer independiente y elegante que Liam había reencontrado hacía poco.
Sarah Jane Miller sonrió a su hija, sentada al otro extremo de la mesa de caoba, que era una herencia familiar que la madre había insistido en llevar consigo al mudarse desde la casa familiar de la pequeña ciudad, que había sido prácticamente fundada por la familia del marido, a la residencia del gobernador donde vivían en la actualidad.
—Te confieso que te envidio, hija —le comentó—. Me encantaría que tu padre y yo pudiéramos acompañarte, pero ahora mismo nos es imposible.
—Lo sé, pero por lo menos pasaréis las navidades con Bobbie este año. Papá tendrá vacaciones para entonces.
—Tienes razón. Y tengo que admitir que me alegra la idea de salir de esta casa durante un tiempo —le respondió su madre, mirando luego al otro extremo de la mesa para excusarse con Liam.
Este llevaba varios años trabajando para su marido y se habían hecho buenos amigos. Por eso, Sarah Jane sabía que no era un secreto para Liam su preferencia por la elegante casa de Nueva Inglaterra en la que había vivido anteriormente con su marido. La residencia del gobernador tenía un ambiente menos íntimo, ya que también vivían en ella un pequeño grupo de administradores del Estado.
—Oh, Liam, no es que la casa no sea… —se detuvo y soltó una carcajada—. Ya me entiendes. Sabes que estoy impaciente por volver a nuestra casa. Espero que cuando tú decidas casarte y te vengas a vivir aquí con tu esposa, le avises de que tendrá que aceptar ciertas…
—No es seguro que vaya a ser elegido gobernador —le recordó Liam.