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Una caravana de trabajadores civiles de la filial angolana de la Uneca se traslada desde la localidad de Viana, cerca de Luanda, hasta la lejana Saurimo transportando suministros de la construcción, alimentos y pertrechos. El autor aprovecha el extenso recorrido para mostrarnos a los sencillos pobladores, sus kimbos, la naturaleza exuberante y las secuelas de la guerra de liberación. En el itinerario de la caravana, custodiada por blindados de las FAR, podemos disfrutar del humor criollo pero también sentiremos el alto sentido de la responsabilidad, el heroísmo, el amor y el sufrimiento de aquellos hombres que cumplían la sagrada tarea de la misión internacionalista en el hermano país africano.
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Seitenzahl: 246
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Edición:Gerardo Vázquez Somoza
Diseño y realización: Víctor M. Falcón García
Corrección: Magda Dot Rodríguez
Cuidado de la edición: Tte. Cor. Ana Dayamín Montero Díaz
© Ramón Lorenzo Álvarez Portal, 2019
© Sobre la presente edición:
Casa Editorial Verde Olivo, 2022
ISBN: 9789592244665
El contenido de la presente obra fue valorado por la Oficina del Historiador de las FAR.
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, en ningún soporte sin la autorización por escrito de la editorial.
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Casa Editorial Verde Olivo
Avenida Independencia y San Pedro
Apartado 6916. CP 10600
Plaza de la Revolución, La Habana
A todos los que a lo largo de estos veintinueve años me han brindado su cooperación en el empeño de realizar esta obra, ofreciendo consejos y experiencias que me han permitido arribar al cumplimiento de este anhelo literario para el disfrute de nuestro pueblo, a ellos:
Muchas gracias.
La trama tiene como escenario la República Popular de Angola en los años finales de la década del setenta y principios del ochenta, el tema central es el cumplimiento del deber internacionalista por nuestro pueblo. Una caravana integrada por trabajadores civiles de la filial de Angola de la Unión de Empresas Constructoras Caribe (Uneca), parte de la localidad de Viana, en las afueras de la ciudad de Luanda, transportando materiales, equipos, otros suministros de la construcción y alimentos para las obras militares que se ejecutaban en la provincia de Saurimo y otras del este del país, a unos mil kilómetros de distancia de la capital.
Transcurridas varias horas después de la partida hacen un alto para descansar y reanudar la marcha. En ese intervalo se les incorporan dos blindados de la Brigada Venceremos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba (FAR), para escoltarlos en el trayecto mucho más peligroso que se les avecina. En el recorrido está presente el heroísmo, los sentimientos humanos, la responsabilidad, el amor y el humor criollo característico de nuestro pueblo. A través del diálogo y la narrativa el autor nos conduce por un territorio extenso de la geografía angolana, dándonos la posibilidad de conocer y apreciar aspectos y vivencias de interés común poco divulgados y conocidos en nuestro país.
En el desarrollo de la trama se describen los paisajes naturales, las secuelas del colonialismo y de la guerra de liberación del pueblo angolano, las experiencias de los protagonistas, la vida del internacionalista en esas condiciones tan adversas, la nostalgia por la familia y por la lejana y querida patria; la confianza en Fidel.
Hacia el este es una obra que verdaderamente no comienza en la sucesión de hechos que en ella se narran, pues entrelaza la ficción y la realidad testimonial. Realmente, la novela se alimenta de nuestras más profundas raíces culturales, étnicas e históricas; del ancestral origen de la nación cubana.
Haciendo abstracción sobre el tema que se aborda, sus inicios se remontan a la época precolombina, cuando aún Cristóbal Colón en busca de la ruta hacia las Indias no había pisado nuestras tierras, donde hacía milenios habitaban pacíficamente los indocubanos, ajenos al futuro de persecución, cautiverio, esclavización y exterminio al que se verían sometidos por la invasión y colonización española.
Los laboriosos y hospitalarios pobladores aborígenes arribaron a Cuba (Kyba, nombre que ellos le dieron en su lenguaje Arawa) en frágiles canoas, procedentes de diversos lugares del Caribe y de América continental. Fueron ellos los primeros descubridores de nuestro territorio, se maravillaron de sus bondades, de sus riquezas naturales, su fauna y flora, sus ríos y mares, sus montañas y fértiles valles y se asentaron definitivamente en esta hermosa isla, haciéndola suya, la amaron por la extraordinaria belleza de sus paisajes y también la defendieron, convirtiéndola así en su tierra. Fueron nuestros primitivos habitantes los precursores de nuestra nacionalidad, aunque sobre este aspecto no se ha hecho ni se hace suficiente referencia.
Cobra presencia por analogía histórica, la captura de los negros esclavos en las aldeas y en los kimbos de los grandes territorios salvajes del continente africano y su traslado a nuestra isla por los colonialistas y traficantes españoles y portugueses. Aquellos hombres, mujeres y niños fueron sometidos a largas travesías y en condiciones infrahumanas a través del océano, para sustituir así a la diezmada población aborigen, insertándose de esa forma las costumbres y el folclor de aquellos a la incipiente cultura cubana. Únese a esta emigración forzada, la realizada con los chinos, que también incorporaron su cultura milenaria, su laboriosidad, disciplina y otras virtudes de su idiosincrasia a la formación de la naciente nación. Esta amalgama de pueblos, a la que se sumó la heterogénea presencia de blancos europeos, formó y consolidó definitivamente, con el decurso del tiempo, la nacionalidad cubana.
En las luchas por la defensa de nuestro territorio, estuvieron dignamente representados tanto los antiguos aborígenes, como negros africanos y chinos. Esta lucha se ha extendido desde el siglo XIV hasta nuestros días. Sobre este aspecto aún queda mucho por decir y el interés de las nuevas generaciones de cubanos y de otros países por conocer nuestra historia hace necesario satisfacerlo. Significa, por lo tanto, una obligación de los que se dedican a la profesión de investigar y escribir, llevar a vías de hecho esta encomiable tarea.
El Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz se ha referido en reiteradas ocasiones a la necesidad de escribir sobre nuestra historia y en ocasión de su participación, en Nueva York, en las actividades conmemorativas por el aniversario cincuenta de la constitución de las Naciones Unidas y de su correspondiente período ordinario de sesiones, reunido en Harlem con un nutrido grupo de afronorteamericanos representantes de diversas instituciones y organizaciones solidarias con Cuba, decía, «… es necesario escribir la historia ahora y no después, pues esta se puede olvidar al cabo de los años e incluso tergiversar…». El compañero Fidel hacía referencia en este sentido a la participación de los maestros, médicos, enfermeras, constructores y otros internacionalistas cubanos, civiles y militares, en África, Nicaragua y otros países, destacando el significado que esta labor desinteresada y noble tuvo en el desarrollo de esos pueblos y en su liberación.
El concepto teórico del internacionalismo proletario, desarrollado por los precursores del Socialismo Científico, se materializó, haciéndose tangible en la lucha patriótica del pueblo cubano, en sus firmes e indestructibles tradiciones combativas por la defensa de la independencia y la soberanía de la patria. En este transitar patriótico de nuestro pueblo, hace más de quinientos años, en los albores de la mal nombrada conquista de América por los españoles, Hatuey fue el primer antecedente de actitud internacionalista conocido en estas tierras; lo secundaría luego de transcurridos tres siglos, su compatriota dominicano, el mayor general Máximo Gómez.
Fueron sus dignos herederos y seguidores de su ejemplo, mambises cubanos que participaron en las gestas por la libertad de América Latina; más tarde se materializaron en la guerra civil española, y a partir del triunfo de la Revolución Cubana se acentuaron estas ideas, que contribuyeron a la consolidación de los movimientos de liberación en África, en América y otros pueblos del mundo, de los cuales constituye un ejemplo inolvidable la presencia y caída heroica del Che y de un nutrido grupo de internacionalistas cubanos en Bolivia.
Como expresara Fidel, «… Es la cuota de agradecimiento que debemos pagar a la humanidad…», refiriéndose a la colaboración brindada por Cuba al pueblo angolano en la consolidación del movimiento de liberación en aquel país. Y este principio del internacionalismo, «… el escalón más alto que puede alcanzar la especie humana…», así calificado por el Guerrillero Heroico, Ernesto Che Guevara, en su ensayo El socialismo y el hombre en Cuba, lo hicieron realidad cientos de miles de cubanos que contribuyeron al triunfo de la liberación nacional de varios países africanos; esto permitió, tras largos años de lucha y del heroico sacrificio de abnegados combatientes y colaboradores civiles cubanos y de sus hermanos angolanos, namibios y sudafricanos, alcanzar el anhelado empeño de expulsar a los racistas de Pretoria, cambiar la correlación de fuerzas a favor de la causa por la liberación definitiva de esta parte importante de África y obligar al inicio de las conversaciones cuatripartitas con la presencia de Angola, Cuba, Sudáfrica y los Estados Unidos; se arribó así a los acuerdos que conllevaron a la liberación de Namibia, el excarcelamiento de Nelson Mandela y su ascenso a la presidencia de Sudáfrica, se puso fin así a la explotación colonialista de varios siglos y al apartheid en esta región.
Es indiscutible que esta conciencia internacionalista enalteció a nuestro pueblo, lo hizo vibrar en lo más profundo de sus convicciones patrióticas y revolucionarias y constituye su gloria. La abnegada y desinteresada colaboración del pueblo cubano a la causa de liberación de los pueblos africanos está presente en los corazones de cientos de miles de hombres y mujeres que dieron lo mejor de sí, lo más puro de sus sentimientos humanos por este objetivo, cual misioneros y pastores por la solidaridad humana, del amor a la causa de los oprimidos, de la humanidad progresista.
En una parte considerable de los hogares cubanos, a miles de kilómetros de distancia del continente africano, separados por extensos océanos y mares, pero unidos por el mismo sentimiento de solidaridad, por la sangre de los caídos, por el amor a la dignidad del hombre y a la libertad y soberanía de nuestros pueblos y el patriotismo, los familiares de estos internacionalistas que luchaban en aquellas lejanas tierras junto a todo un pueblo militante y combatiente, fueron también protagonistas excepcionales de una epopeya inolvidable que la historia recogerá.
El principio internacionalista de nuestra Revolución ha elevado el nombre de Cuba y de su justa causa a escalones cimeros de la historia contemporánea; ha ayudado a rescatar la conciencia del derecho que tienen los pueblos, sin distinción de razas ni credos, de vivir libres y soberanos y de ayudar a otros a lograrlo; ha llevado a que los enemigos de nuestras ideas nos respeten aún más.
Para el pueblo cubano la colaboración internacionalista de sus mejores hijos ha contribuido al fortalecimiento del patriotismo y de la conciencia revolucionaria del pueblo. En pleno período especial, cuando más se recrudecieron las presiones imperialistas, el brutal e inhumano bloqueo a nuestro país, en el sitial histórico del Cacahual, lugar donde descansan los restos mortales del Titán de Bronce, mayor general Antonio Maceo y Grajales, y su ayudante Panchito Gómez Toro, allí, con el luto y el dolor indescriptible del adiós a los héroes, descendientes de la mejor estirpe de cubanos, empañados los ojos por las lágrimas viriles que brotaban ante la presencia de los mártires eternos de la patria, creció aún más la decisión inquebrantable de nuestro pueblo de luchar y vencer las dificultades a toda costa, reafirmando y consolidando las ideas revolucionarias e internacionalistas.
El ejemplo de los héroes y la historia gloriosa de la patria que amamos, es el sostén de la justa causa que defendemos y es nuestra razón de ser. La grandeza de un pueblo se mide por su historia.
Dr. Rodolfo Puente Ferro
El húmedo y penetrante frío se acentuaba en las horas de la madrugada y más aún en los lugares retirados de la costa. Era una noche apacible y despejada, engalanada por una resplandeciente luna, cortejada por brillantes estrellas que centelleaban vivamente. Un meteorito descendió del firmamento, en forma diagonal, dejando una estela de luz a su paso. Colmillo miraba fascinado el espectáculo; de pronto apareció un satélite artificial que surcaba el espacio, lo observó con atención hasta que desapareció en el horizonte.
¡Tanto esplendor, desarrollo y riqueza para unos y tanta guerra y miseria para otros...! —pensó—. ¡Nos une el mismo cielo, y nos diferencian las ideas!
Tiró de la cremallera hasta el cuello del impermeable, se frotó las piernas y las manos entumecidas y se dispuso a salir.
—¡Moro, de pie... dale, levántate! —le dijo, golpeando con los nudillos la puerta del camarote de la zorra o remolque.
—Estoy despierto.
—A mí con ese cuento, ya te conozco.
—Te oí llegar.
—He llamado varias veces y no respondías.
—Deja eso; aquí no se puede dormir con los dichosos mosquitos.
—Ya dieron la orden de prepararnos para partir y tú, durmiendo.
—Está bien, está bien, Colmillo, enseguida estoy contigo.
—Voy a revisar la carga y el motor; te espero en la cuña, no te demores demasiado.
—Este Colmillo siempre agita'o, déjame recoger mis cosas antes que le de un ataque —murmuró bostezando y estirando las piernas en la litera del camarote.
Su compañero lo escuchó sin contestarle y se marchó encogiéndose de hombros.
Colmillo acomodó en el piso de la cabina, al lado de la palanca de cambios, el AKM automático plegable y los cargadores, introdujo la llave en el chucho de arranque y la accionó a la derecha.
—¿Colmillo, nos vamos ya? —preguntó el Moro desde el estribo, haciendo un ademán para abrir la portezuela del vehículo.
—Parece que sí, me avisaron y veo a los demás choferes en movimiento.
—¿Qué hora es? —consultó el Moro impaciente.
—Son las cuatro y cinco de la madrugada, siempre partimos alrededor de esta hora.
—¿Ya llegó la escolta militar?
—Sí, hace unos minutos.
—No me preguntes tanto, Moro, y coge el pomito de café que tengo en el portaguantes.
—¿Dónde lo ranchaste?1
1Ranchaste: Dónde lo cogiste.
—¿De dónde va ser, Moro? De la cocina de campaña; no pensarás que lo traje de Cuba, aunque me gustaría. Este café Palanca Prieta no me agrada ni un poquito.
Mientras el Moro tomaba café, Colmillo bajaba la visera del tapasol y miraba fijamente las fotografías de sus hijos; su compañero se percató de ello, pero guardó silencio; nadie debía ser interrumpido en momentos como esos.
—¿Vas a tomar café? —le dijo el Moro, persuasivo, al cabo de unos minutos.
—Dame para acá, estaba entretenido —con un movimiento plegó de nuevo la visera.
—No me has dicho cuántos blindados nos acompañan, Colmillo.
—Pasaron por el terraplén dos blindados BTR y se detuvieron delante de nosotros, fíjate si estabas muerto que no escuchaste nada.
—¿Son de Gran Fanill o de la Venceremos?
—Me parece que son de la Venceremos, vi dos caras conocidas de nuestro anterior viaje al sur.
—¿Por fin llegaron todos los equipos?
—Están todos aquí.
—Anoche no se sabía si salía una de las Pegaso y una Fiat que estaban rotas todavía, aunque los mecánicos trabajaban en ellas.
—Todas las previstas están aquí; tenemos treinta y dos carros en la caravana contando las rastras, las grúas y los camiones plancha; los mejores de todos, no hay duda que son las Renault.
—¿Cómo sabes la cantidad de equipos que tenemos?
—Soy madrugador, antes de llamarte las conté, han hecho un gran esfuerzo los mecánicos y los choferes, sobre todo con los equipos viejos.
Colmillo observó que la presión del aire alcanzaba un nivel de ocho atmósferas, la temperatura requerida; el sistema de relojes y señales eléctricas de su moderna cuña Renault funcionaba adecuadamente. Sintió el sonido familiar de la válvula de aire al dispararse, estaba listo para partir.
—¡Oye, Colmillo!
—¿Dime, Moro?
—Lo que dice la gente en el campamento, ¿es verdad…?
—¿Qué dicen esos jodedores?
—No es nada malo, no te preocupes, solo que hablas poco, aunque tienes buen carácter.
—¿Y qué más dicen?
—Nada más, es una broma para sacarte de tus pensamientos.
—No puedo... —dijo suspirando profundamente, mientras colocaba un casete de música instrumental moderna en la reproductora de la rastra—. Estaba pensando en la niña y sobre todo en Rafa.
—¿Por qué no quitas la música fúnebre que me pusiste?
—Yo no te he puesto nada y no es música de muerto como dices; además, a mí me gusta.
—No te pongas bravo, pero a mí no, y viajamos juntos.
—Dispénsame, Moro, no era mi intención; me gusta oírla y ahora sobre todo para pensar... así me pasan las horas.
—No te expliques, era jugando.
—Tienes razón, ahora estoy acompañado, no es correcto estar callado todo el tiempo.
—Te noto preocupado. ¿Es por tu hijo?
—Es por él —dijo compungido.
—¿Cuándo llegó?
—Cuando estábamos en Huambo.
—Entonces fue en la caravana anterior, esa sí se demoró más de un mes.
—Ahí es donde está el problema; yo no sabía que él venía y que estaba próxima su llegada, según las cartas que me enviaba la madre.
—Entonces ya debes haberlo localizado.
—Todavía no he podido, me dejó un recado en la base de que estaba en la escuela de Funda, después de Quifangondo; fui allá y averigüé que lo enviaron para el RIM-SUR,2 que precisamente está en Huambo.
22 RIM-SUR: Regimiento Militar Cubano destacado al sur de Angola.
—Y él no te pudo encontrar como es lógico —le comentó el Moro indulgente.
—No he tenido más noticias, lamento que ahora en vez de ir para allá vamos para otro lugar.
—Ya lo encontrarás.
—Eso espero y que sea pronto; no quiero decirle nada a Matilde para evitarle más preocupaciones; ella debe pensar que nos hemos visto, pero nos pasamos la vida viajando de un lado para otro. Daría cualquier cosa por verlo y abrazarlo, y decirle lo orgulloso que me siento. Cuando se trata de los hijos no pensamos igual que de nosotros mismos.
—Eso es verdad, hay cierto egoísmo, pero es humano sentirlo.
—Coincido contigo y lo he pensado muchas veces, pero no hay remedio.
—Anoche, cuando se incorporaron los militares a la caravana y escuché los chistes y las risas de los que iban en los blindados, me acordé mucho de Rafa, pensé que él era como ellos, más o menos de su edad, y aunque no veía sus rostros, no sé por qué presentí que estaba allí, muy junto a mí.
—Cuando menos lo pienses, te lo encuentras y se ayudan mutuamente.
—No puedo dejar de pensar en él, está aquí en Angola, necesito verlo y él lo necesita más. Debo atenderlo y cuidarlo, brindarle mi apoyo y la experiencia de los peligros que nos acechan, las emboscadas, las minas, las enfermedades, ¡todo!
—Yo no pienso, Colmillo, que estaremos mucho tiempo en este viaje, aunque debamos caminar dos mil kilómetros en ida y vuelta; creo que en quince o veinte días estaremos de regreso.
—Eso espero —murmuró encogiéndose de hombros—. Ya no resisto más esta situación.
—¡No seas pesimista, hombre!, las cosas van a salir bien, tú verás.
—Sé por qué lo digo, recuerda que en otros viajes hemos estado hasta dos meses y más; realmente estoy muy preocupado —le respondió Colmillo con vehemencia.
—Está bien, pero este viaje no es como los demás, te lo dice el Moro que nunca se equivoca —sonrió dándole palmadas en el hombro a su compañero, tratando de disminuir la tensión.
La orden de partida lo ayudó en el empeño; eran las cuatro y veinticinco de la madrugada. Poco a poco, en apretada formación y guardando la distancia establecida, la larga caravana de vehículos y blindados se movía lentamente bajo el paso de cientos de toneladas de materiales, equipos y alimentos, ganando la carretera asfaltada que los llevaría al destino lejano y junto a las huellas que dejaban los neumáticos a su paso por el terraplén, expelían torbellinos de polvo con tonalidades doradas cuando eran iluminados por el haz de luz de los reflectores de los vehículos.
Detrás, a lo lejos, reflejado por los retrovisores, el resplandor de las luces de la ciudad dormida, sumida en sus sueños de paz y de futuro.
—Háblame de él y de tu hija —le pidió el Moro, persuasivo—. Nunca hemos conversado de ellos; te vi mirando las fotos que tienes en la visera antes de salir. Nos vemos a menudo y no conocemos nada de nuestras familias.
—Es así, la niña tiene catorce años. Se parece a la madre, la misma cara regordeta, los ojos negros como el azabache, es una mulatica bonita. Así era Matilde veinticinco años atrás, cuando la conocí.
—¿Y el varón?
—Se parece algo a mí en lo físico, es de mi estatura; también un poco en el carácter. Es serio, no tanto como yo, no habla mucho. Eso sí, es muy expresivo: con la mirada y la sonrisa lo dice todo. Es realmente un muchacho sociable.
—Sigue hablando, no te calles —insistió el Moro porque sabía que eso ayudaba a su compañero.
—A él no se le puede confundir, tiene decisión propia; ahora lo demostró de nuevo.
—Te sentirás orgulloso de él.
—Muy orgulloso de los dos.
—Él es un muchacho normal, la madre se queja de que es inquieto, un poco revoltoso y algo descuidado; yo siempre le he dicho que hay necesidad de darle tratamiento en ese sentido, reprimirlo, pero con inteligencia, en mi juventud yo era peor y en definitiva, él es noble, responsable, y sentará cabeza.
—¿Estudia?
—Bueno... ahora está aquí; estudiaba técnico medio en Contabilidad, por las noches.
—¿Dónde trabajaba antes de venir para acá? —indagó nuevamente el Moro tratando de mantenerlo entretenido con la conversación.
—En un almacén de una agencia bancaria. Al fin y al cabo, a la Revolución le hacen falta técnicos y a lo mejor ahora se embulla y llega a oficial de las FAR. A mí me gustaría.
A varios kilómetros hacia delante y detrás, se podían ver las luces de los otros vehículos; y en cada curva, la cabeza de la vanguardia. Después de ella, la cola zigzagueando en los accidentes del terreno cual si fuera una gran serpiente luminosa.
—¡Oye, Colmillo! ¿De dónde te pusieron a ti ese nombre?
—De donde mismo te lo sacaron a ti.
—¡Qué va, mi socio!, el mío es por el color bronceado de la piel —repostó el Moro con sonrisa maliciosa.
—También te pudieron decir el Indio y a mí, el Moro.
—De eso nada, tú eres mulato y yo tengo pelo lacio —le respondió el Moro alisándose el cabello con la mano.
—Mulato color cartucho, pero tú tienes de atrás; aquí el que no tiene de congo, tiene de carabalí.
—No vivas de ilusiones para morir de desengaño. ¡Mi abuelo era gallego!
—Y tu bisabuela esclava —ripostó Colmillo sonriendo.
—Tú te quieres tapar conmigo, amigo mío, yo soy de Oriente y tengo una hermana rubia —dijo el Moro en tono convincente.
—Allá en tu tierra hay rubias con ojos azules de cuerpo escultural y dicen a los cuatro vientos que son blancas y, sin embargo, las abuelas son negras o mulatas y sus abuelos o bisabuelos eran colonos cafetaleros franceses que huyeron de los levantamientos esclavos en Haití y se asentaron en tierras de Oriente, se convirtieron nuevamente en colonialistas y le dieron los apellidos a sus dotaciones. Muchos abusaron o se enamoraron en el mejor de los casos de las jóvenes esclavas y de ahí salió esa liga de que te hablo —le contestó Colmillo nuevamente.
—Lo que tú quieras —añadió el Moro, ya algo malhumorado—. Pero resulta que mi madre es de pelo lacio.
—También tienen pelo bueno y negro muchos orientales y las facciones indiadas y entonces dicen que se parecen a los mexicanos, porque hablan cantando como los centroamericanos y realmente muchos descienden de nuestros primitivos pobladores, los aborígenes —le explicó Colmillo—. Lo mismo pasa con los descendientes de los africanos, ¿quieres que te lo explique?
—De eso nada, está bueno ya de chistes, te hice reír, era lo que yo quería, y si te dejo hablar me desprestigias la familia; acaba de decirme de dónde es eso de Colmillo —recalcó el Moro.
—¿De verdad no lo sabes?
—Sé que eres guagüero, pero nada más.
—De los Colmillos Blancos, suspende eso de guagüero —le aclaró esbozando una sonrisa de complacencia.
—¿Los Hino grandes que van a las provincias?
—Yo era chofer de uno de ellos, mejor dicho soy, porque cuando regrese voy de nuevo para mi oficio. A mí me gusta manejar, aprendí desde los doce años con un gallego que tenía un camioncito particular.
—¿Dónde está tu base?
—En Marianao, cerca del central azucarero Manuel Martínez Prieto.
—Ya sé, después de la línea del ferrocarril, a la derecha.
—Ahí mismo, en la Unidad Nacional de Fletes, mi carro es de un grupo de tres que llegaron dos años antes de venir para Angola, tiene el número 491. Yo soy el secretario de la sección sindical de la base, igual que aquí.
—Eso no es por casualidad, te lo has ganado.
—Sin autosuficiencia, yo soy preocupado con el equipo; cuando estoy en la base, reviso el trabajo del fregador y le exijo que limpie bien la guagua por fuera y por dentro, las alfombras, el piso, las ventanillas; y a los engrasadores también los tengo locos, me tiro debajo del carro y reviso, una a una, las copillas, les pido que aprieten las tuercas, busco los grillos. En fin, siento satisfacción por eso. Por supuesto, yo también me pongo a trabajar codo a codo, junto con ellos y eso les agrada.
—Yo te he observado, aquí en la base haces lo mismo, por eso esta Renault es el mejor carro que rueda en la Uneca.
—También mi guagua es la mejor en la base. ¿Quién la estará manejando ahora? Hace rato no tengo noticias de allá, aunque insistí que se la dieran a Félix, mi compañero de viaje y vecino.
—¿Y tu mujer no te dice nada? Debes ser una pirriquitilla con espejuelos.
—Lo dirás jugando; Matilde siempre está refunfuñando, pues los días en que estoy de descanso, incluso al otro día, aunque sea domingo, me levanto a las cinco de la mañana y voy para la base a revisar mi guagua.
—A las mujeres no les gusta eso, prefieren que uno esté en la casa con un pijama puesto o haciendo colas —dijo el Moro.
—Yo le tengo terror a eso, aunque la ayudo en los mandados y a veces en la cocina.
—En mi edificio hay un tipo que le dicen pijamita, se la pone el domingo por la mañana y se pasea por todos los pasillos y hasta por la planta baja como si tuviera puesto un safari.
—¿No serás tú el del pijama, Moro? —le comentó Colmillo sonriendo con picardía.
—Qué va, mi socio, a mí no hay quien me coja en eso, yo me pongo una bermuda y me voy a jugar dominó en el barrio. ¿Y tú qué haces?
—Siempre estoy con el uniforme, con corbata y todo, me siento orgulloso con él puesto, solo me lo quito cuando tengo que trabajar en el mantenimiento del carro, entonces me cambio, me pongo un overol y manos a la obra.
—¡Usted es un verdadero caballero de los Colmillos Blancos!
—Hay que atender bien al público. Cuando tengo viajes de fletes o por la terminal de ómnibus, ayudo a las mujeres, a los niños y a los ancianos a subir, los saludo y les sonrío, ellos lo agradecen.
—Quisiera verte por un hueco cuando haces eso. Lo recordarán toda la vida —afirmó el Moro burlón.
—Aunque te rías, quiero decirte que antes de comenzar cada viaje cojo el micrófono y les explico la ruta, el tiempo de paradas y los lugares donde las efectuaremos; les digo además que en el ómnibus no se puede comer nada, porque lo ensucian y trae cucarachas y otros insectos, les advierto que usen los ceniceros para fumar y no tiren las colillas al piso.
—¿Y nadie protesta? ¡Nunca he visto nada semejante!
—Porque nunca has montado conmigo, aunque no soy el único chofer que lo hace en la base; te puedo decir que quedan complacidos y comentan del buen trato, la gente es agradecida. Hay veces que hasta envían cartas a la administración.
Colmillo sacó el casete de la reproductora, colocó otro y apretó ligeramente el acelerador para no perder la distancia; la aguja del cuentamillas indicaba sesenta kilómetros por hora. Consultó el reloj de pulsera: eran las seis de la mañana; el alba asomaba por el este y comenzaba a disiparse la penumbra de la noche, el campo se veía mojado por el rocío de la madrugada. A lo lejos los picos de las montañas coronados por los rayos del sol, pugnaban audazmente por salir sobre ellos. Volvió a sumirse en sus pensamientos.
-Rafa, despierta... tienes que llegar a tiempo al Comité Militar; ya son las siete de la mañana y tú dando vueltas en la cama.
Cuando llegó a la casa la noche anterior, la madre le había entregado el papel dejado por un reservista del centro de aviso de la zona, citándolo para el martes; él no se encontraba, estaba en casa de la novia, a solo cuatro cuadras.
—Desde que estoy en edad del servicio me citan a cada momento; hoy de nuevo tremenda cola, otra planilla, entrevistas y a lo mejor un chequeo médico —refunfuñó en voz baja.
—No protestes más, tú no eres el único.