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Después de probar un bocado de Nick Malone ya no podía parar. Para Lily Tanner los hombres atractivos eran como los dulces: deliciosos, irresistibles y peligrosamente adictivos. Como Nick Malone, su nuevo vecino, toda una tentación para chuparse los dedos... Sin embargo, después de un matrimonio horrible, Lily no quería saber nada más de los hombres. Aunque no le quedó más remedio que ayudar a Nick cuando éste se vio acosado por todas las mujeres del vecindario. El plan de Nick era muy simple: hacerse pasar por su pareja para contener a sus admiradoras. Pero sus métodos, a base de íntimas y profusas caricias, estaban causando estragos en la férrea determinación de Lily.
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Seitenzahl: 230
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2009 Teresa Hill
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Caricias muy íntimas, n.º 1793- julio 2019
Título original: Single Mom Seeks...
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1328-391-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Si te ha gustado este libro…
NO entiendo de qué va todo este lío —dijo Lily Tanner, intentando sujetarse el teléfono con el hombro mientras preparaba los sándwiches del almuerzo para que sus hijas se los llevaran al colegio.
—De eso mismo —dijo Marcy, su hermana mayor, al otro lado de la línea—. De tener un lío.
—No quiero saber nada de líos —respondió Lily, untando el pan con mantequilla de cacahuete y quitando los bordes de las rebanadas. Sus hijas odiaban la corteza del pan.
—¿Quién está armando lío? —preguntó Brittany, la más pequeña, de seis años.
—Nadie está armando lío —le aseguró Lily, mientras la pequeña se movía perezosamente por la cocina, sorbiendo su vaso de leche como si tuviera todo el tiempo del mundo antes de que llegase la señora Hamilton para llevarlas al colegio.
—Entiendo que no quieras líos ahora, después de lo que te ha hecho ese cerdo de Richard —dijo Marcy—. Pero al cabo de un tiempo, toda mujer necesita un pequeño lío.
—Oh, por amor de Dios. No quiero ningún lío —dijo Lily, intentando salvar la desmenuzada rebanada de pan.
—Has dicho que no había ningún lío —le recordó Brittany.
—¿Lío? ¿Qué lío? —preguntó Ginny, su hermana mayor, con la misma expresión de preocupación que llevaba mostrando varios días—. ¿Es papá? ¿Estás discutiendo con papá?
—No, tranquila. No pasa nada —le dijo Lily con una mueca de exasperación—. Tu tía Marcy y yo estamos hablando, y no estábamos discutiendo ni nada por el estilo. Sólo hablábamos de…
—Sí, por favor. Me muero de impaciencia por oírlo —dijo Marcy, riendo—. Dime de qué estábamos hablando.
—De dulces —dijo Lily. Fue lo primero que se le ocurrió.
Marcy soltó una estruendosa carcajada. Lily metió los sándwiches en las bolsas del almuerzo, mientras Ginny la miraba con expresión desconfiada. Pero afortunadamente, Brittany salvó la situación con el sincero optimismo y la inocencia propios de sus seis años.
—Me gustan los dulces.
—¿Lo ves? —dijo Lily, sonriendo—. A todo el mundo le gustan los dulces.
—Sí, es verdad —corroboró Marcy—. Y por eso, que me digas que puedes vivir sin…
—¡Marcy! —gritó Lily mientras empujaba a las niñas hacia la puerta de la calle.
—Espera —dijo Brittany, deteniéndose y tirando de los pantalones cortos de su madre—. ¿No tenemos dulces?
—No, cariño. Ahora no. Quizá esta noche. Vamos, la señora Hamilton llegará de un momento a otro. Me quedaré en la puerta hasta que aparezca.
Sacó a las niñas y saludó a Betsy Hamilton, quien ya estaba esperando con su coche. Entonces cerró la puerta y volvió a concentrarse en el teléfono.
—De verdad, Marcy… ¿Dulces?
—Eh, has sido tú quien ha usado esa palabra, no yo. Pero ahora que has acuñado un nuevo término, será nuestro código para siempre. Es perfecto.
—No necesitamos ningún código. No quiero hablar de ello. Estoy perfectamente —insistió Lily.
Al fin y al cabo, sólo se trataba de… dulces. Nada por lo que excitarse. No cuando tenía cientos de cosas pendientes y cuando estaba al límite de sus fuerzas y de sus nervios por las niñas y por Richard. ¿Quién tenía tiempo para los dulces?
—¿Tengo que recordarte que dentro de un año debo estar fuera de esta casa? Ni siquiera un año. Sólo tengo diez meses y medio para venderla y buscar otro sitio para las niñas y yo. Y para ello voy a tener que emplear todo mi tiempo y energías.
—Lo sé, lo sé.
—Y además, ¿dónde voy a encontrar un hombre por aquí? Ya sabes cómo es mi barrio. Todo el mundo está casado y con hijos. Y si por casualidad se produce algún divorcio, es la mujer quien se queda aquí con los niños, mientras que el marido infiel se muda a un nido de amor con su amante joven y guapa. Hasta que la esposa engañada se queda sin dinero y tiene que vender la casa, para que vuelva a ocuparla una pareja recién casada. Me puedo pasar meses sin ver a un hombre soltero que merezca la pena. Y aunque apareciera uno, no tendría ni tiempo para una cita. No puedo ni descansar para tomar un café —acabó el discurso con un profundo resoplido, cansada y consumida.
¿Sabía su hermana algo de su vida actual? Era muy triste y frustrante sentirse tan sola y vivir en unas circunstancias tan difíciles, sólo porque Richard hubiera conocido a una joven casi adolescente en un viaje de negocios a Baltimore.
—Oh, cariño… Lo siento —dijo Marcy. Lily podía oír de fondo a las hijas de su hermana—. No pretendía ponerte las cosas más difíciles. Sólo intentaba avisarte de que está muy bien vivir sin… dulces por un tiempo, pero luego… Sólo tienes treinta y cuatro años. Y todos tenemos necesidades cuando estamos solos.
—Yo no estoy sola —insistió Lily, retirando de la mesa los cuencos de cereales a medio comer, las migas de pan de los sándwiches y los vasos de leche que parecían multiplicarse como conejos por toda la casa—. Al menos no tanto como para necesitar… dulces. Un baño de espuma, tal vez. Alguien que me hiciera la cena de vez en cuando. Un buen libro y tiempo suficiente para leerlo sin interrupciones… Todo eso me vendría bien. Pero los dulces son…
En ese momento estaba metiendo las tazas en el lavavajillas, pero se quedó callada al erguirse y mirar por la ventana que había sobre el fregadero, con vistas a la casa vecina, que llevaba varias semanas desocupada.
Parecía que no iba a seguir desocupada, porque en el camino de entrada había un camión de mudanza, con sus grandes puertas traseras abiertas hacia el garaje, y un par de brazos musculosos y bronceados tendiéndole una mesa a alguien que quedaba oculto por los arbustos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Marcy—. ¿Sigues ahí?
—Sigo aquí —respondió Lily, viendo cómo los brazos salían del camión, seguidos de un hombro recio y macizo. Y luego el otro.
Lily se quedó boquiabierta, incapaz de cerrar la boca. Unas piernas largas y poderosas, enfundadas en unos vaqueros desgastados que rodeaban una cintura esbelta. Y más arriba, unos abdominales perfectamente esculpidos en fibra y músculo y aquellos hombros anchos y fuertes.
—Oh —murmuró, soltando todo el aire de golpe.
—¿Qué te pasa? —preguntó Marcy—. ¿Estás bien?
Lily se sentía como si estuviera ardiendo por dentro.
Una ola de calor se propagó por todo su cuerpo desde la boca del estómago. Iba a tener como vecino a un hombre espectacular. Un glorioso espécimen masculino con una musculatura perfecta, la frente perlada de sudor, el torso desnudo… Y de repente, todo lo que su hermana había intentado explicarle sobre los deseos, la soledad y la diversión temporal adquirió un nuevo significado. Más intenso, más acuciante y más peligroso.
—Dulces… —exclamó, y dejó caer el teléfono.
Temía que la hubiera pillado observándolo desde la ventana, o que hubiera oído el ruido del teléfono contra el suelo de baldosas. No era probable, debido a la distancia y las paredes que se interponían entre ellos. Pero entonces él se giró y la miró directamente a través de la ventana, y Lily tragó saliva y cayó de rodillas, sintiéndose avergonzada, confundida y ardiendo por dentro.
Como si hubiera contraído una fiebre altísima en cuestión de segundos.
Se llevó la mano a la frente para comprobar si estaba caliente. Una madre podía saberlo sólo por el tacto, después de tratar tantas fiebres infantiles. Pero aquella vez no podía estar segura.
Aturdida, volvió a levantarse y miró con cuidado por la ventana. Sólo vio el camión abierto y unas cuantas cajas.
Ni rastro de él. Debía de ser uno de los transportistas de la mudanza, se dijo a sí misma mientras abría el armario de las medicinas en busca del termómetro. Los hombres de su barrio no tenían esos músculos tan prietos ni esa piel tan bronceada. Eran hombres de traje y corbata, apostados detrás de un escritorio, donde no podían desarrollar esa clase de musculatura.
Encontró el termómetro y se lo metió en la boca, y justo en ese instante sonó el teléfono.
La llamada debía de haberse cortado cuando el teléfono impactó contra el suelo, por lo que debía de ser su hermana llamando de nuevo. Lily no quería hablar con ella, pero Marcy no le daría la opción de ignorarla, porque seguiría llamándola hasta que Lily se rindiera. O peor aún, se montaría en el coche y conduciría los veinte minutos que las separaban para asegurarse de que Lily se encontraba bien.
Marcy se empeñaba en ser sobreprotectora desde que Richard se marchó.
—Vale, tú ganas —murmuró, y agarró el teléfono con el termómetro aún en la boca—. ¿Di’a?
—¿Qué ha pasado? —exigió saber Marcy.
—Lo sien’ o. Se me ca’ó el te’éfono —dijo lo mejor que pudo.
—¿Cómo?
—E’pe’a —el termómetro emitió un pitido y se lo sacó de la boca. No tenía fiebre. Qué extraño—. Me estaba tomando la temperatura. Sentí unos ardores y se me cayó el teléfono.
No había sido precisamente en ese orden, pero Marcy no necesitaba saber todos los detalles.
—¿Crees que tienes fiebre… sólo por hablar de dulces?
Lily puso los ojos en blanco. Las hijas de Marcy debían de estar aún con ella. No se marchaban a la escuela hasta quince minutos después que las hijas de Lily.
—No, no sólo por hablar de dulces. Sentía calor, eso es todo.
—Hay algo que no me estás contando —insistió Marcy.
—Hay mucho que no te cuento ni a ti ni a nadie —admitió Lily, inclinándose ligeramente hacia la izquierda para poder mirar otra vez por la ventana.
Y allí estaba… descargando una silla de cocina.
Lily no pudo evitar un suspiro.
—¡Lo sabía! —exclamó Marcy al oírla—. ¿Qué está pasando? ¿Tienes a un hombre ahí?
—No, no tengo a ningún hombre aquí ni quiero tenerlo. Acabo de librarme de uno que me dio suficientes problemas para toda una vida.
—Cariño, ya hemos hablado de eso. No vas a renunciar a los hombres de por vida. Ahora crees que sí, pero te aseguro que cambiarás de opinión. Simplemente, estás hibernando.
—¿Hibernando?
—Sí, pero no siempre será así. Un día aparecerá un hombre especial y despertarás de tu letargo para comenzar una vida muy… dulce.
—¿La tía Lily tiene una vida muy dulce? —oyó Lily que preguntaba la hija menor de Marcy, y se echó a reír.
—¿Qué es una vida dulce? —preguntó Stacy—. ¿Comer dulces todos los días?
—No —respondió Marcy.
—A mí me gusta el dulce. ¿Puedo tener una vida dulce?
—No. Nadie se pasa la vida entera comiendo dulces —insistió Marcy, antes de seguir hablando con su hermana—. La he hecho buena… Ahora se lo contará a las otras niñas de la escuela y estaré recibiendo llamadas de sus madres toda la semana. Todos los niños querrán una vida dulce, y sus madres querrán saber a qué estoy jugando, diciéndoles que pueden comer dulces todo el tiempo. ¿Cómo voy a explicar esto?
—Lo siento. Tengo que irme —dijo Lily, y oyó el gruñido de su hermana justo antes de colgar.
¿Una vida dulce?, pensó, riéndose.
Hacía mucho que no se reía. La perspectiva de estar sola en el mundo salvo por dos niñas pequeñas que dependían de ella para todo le quitaba todas las ganas de reír.
Aunque, a medida que pasaba el tiempo, se hacía menos duro. Estaba tocada, pero no hundida.
Volvió a asomarse por la ventana… y allí seguía él, con una caja de gran tamaño apoyada en el hombro y los músculos de su brazo brillando por el sudor.
Tenía que ser un transportista, se repitió. Alguien tan atractivo no viviría en la puerta de al lado.
La mañana era muy calurosa. Seguramente no tuvieran ninguna bebida fría en aquella casa, pues había estado vacía durante tres meses, desde que los Sander se marcharon a San Diego.
Sería todo un detalle ofrecerles algo para beber, y tal vez aparecieran los dueños de la casa. O si no, podría sonsacarles a los transportistas un poco de información sobre la nueva familia.
Sus hijas estaban ansiosas por tener más amigas con las que jugar. Lo primero que le preguntarían cuando llegaran del colegio sería si los nuevos vecinos tenían niñas de su edad, y una buena madre tenía que estar preparada para responder a las dudas de sus hijas, ¿no?
Abrió la nevera y pensó que podría ofrecerles… ¿Una jarra de té helado? Sí, tenía una jarra casi llena. ¿Algunas galletas? Abrió los armarios, pero no tenía ingredientes para hacer galletas.
En cambio, sí tenía lo que necesitaba para hacer dulces de azúcar…
Sólo estaba comportándose como una buena vecina, se repitió a sí misma mientras cruzaba el jardín con una jarra de té, cuatro vasos de plástico y una bandeja de dulce de azúcar recién hecho. Una buena vecina. Nada más y nada menos.
Llegó a la parte trasera del camión y oyó a alguien que maldecía en voz baja. Entonces miró en el interior y allí lo encontró. Tenía los ojos entornados y el hombro derecho presionado contra una caja que se había quedado atascada sobre otra y que se resistía a moverse.
De cerca, vio que sus facciones eran duras y angulosas. Sus ojos eran oscuros, casi negros, y centelleaban por el esfuerzo y la irritación del momento. Recia mandíbula. Pelo castaño oscuro, un poco largo. Y una amplia extensión de piel desnuda y bronceada.
Fueron esos músculos y esa piel lo que volvieron a alterarla.
Empezó a sentir calor por todo el cuerpo y pensó en refrescarse la frente con la jarra del té, que ya estaba goteando por efecto de la condensación.
Tendría que tomarse la temperatura otra vez cuando volviera a casa, para estar segura. Porque estaba claro que algo le ocurría.
—Hola. ¿Puedo ayudarla, señorita? —preguntó una voz profunda tras ella.
—¡Oh! —dio un respingo y casi se le cayó la jarra de té, pero el joven larguirucho y desgarbado que tenía ante ella la agarró a tiempo.
—¡Jake! —exclamó el hombre que tanto le estaba alterando las hormonas.
—Lo siento —se disculpó el chico—. No pretendía asustarla.
—Oh, no. No pasa nada. No te oí, eso es todo —«estaba demasiado ocupada comiéndome a tu padre con los ojos».
Qué vergüenza.
¿Sabía aquel muchacho cómo reaccionaban las mujeres ante su padre?
¿Y lo sabía su padre?
Lily deseó que se la tragara la tierra.
—¿Eso es para nosotros? —preguntó el chico, señalando la bandeja con los dulces de azúcar.
—¡Jake! —le gritó severamente su padre, alto y amenazador en el borde del camión.
Lily lo miró nerviosa y apartó rápidamente la mirada.
—Lo siento —volvió a disculparse el chico—. Es sólo que… Hace mucho calor y llevamos horas con esto. Tengo hambre.
—Tú siempre tienes hambre —lo acusó su padre en tono autoritario.
—Sí —corroboró Lily—. Tengo unos sobrinos de tu misma edad, y sé que los adolescentes siempre tienen hambre. Por eso pensé en venir a… presentarme.
—Dulces —apreció Jake cuando ella le ofreció la bandeja—. Jake Elliot. Y éste es mi tío, Nick Malone.
«Tío». No era su padre. ¿Se estaban mudando juntos? ¿O tal vez Nick estaba ayudando con la mudanza a Jake y su familia?
—Me llamo Lily Tanner, y vivo en la casa de al lado —asintió hacia su casa y levantó la jarra—. ¿Os apetece un poco de té?
—Oh, sí —dijo Jake, con la boca llena—. Eh, aún está caliente. ¿Lo acabas de hacer?
—Sí —respondió Lily.
—¡Fenomenal!
—Seguro que su intención era ofrecer los dulces para más tarde —señaló su tío—. Y antes de seguir comiendo, podrías darle las gracias.
—Gracias —murmuró Jake sin dejar de comer—. De verdad, señorita. Está delicioso.
—De nada —respondió ella. Le ofreció un vaso de plástico y se lo llenó de té.
Entonces se preparó para encarar al tío Nick, quien acababa de bajar de un salto del camión, aterrizando a una distancia demasiado corta para su propia tranquilidad.
Agarró una camiseta blanca del suelo del camión y se la puso rápidamente sobre la cabeza y el torso. La misteriosa fiebre de Lily tendría que haber desaparecido al ocultarse la visión de sus músculos. Pero no fue así.
Más bien al contrario. El calor aumentó ahora que lo tenía frente a ella, mirándola con aquellos penetrantes ojos oscuros.
—Lo siento —dijo él—. Le he dicho millones de veces que diga «por favor» y «gracias», pero no hay manera de metérselo en la cabeza.
—Lo imagino —aseveró ella—. Me pasa lo mismo con mis hijas.
—¿Tienes hijas? —preguntó Jake.
Lily le sonrió.
—Me temo que son demasiado jóvenes para ti.
—Sólo tengo quince años.
Parecía imposible que fuera tan joven, tan alto para su edad. Lo único infantil era su rostro.
—Parezco mayor, ya lo sé.
—Sí que lo pareces. Pero mis hijas sólo tienen nueve y seis años.
—Oh —murmuró él encogiéndose de hombros, como si no le diera importancia.
Lily estaba segura de que tendría admiradoras de sobra, igual que su tío.
—Tengo que ir adentro. Este sol me está asando —dijo Jake, girándose para marcharse—. Gracias otra vez, señora Tanner.
—De nada —dijo Lily, y de repente sintió que se quedaba sin palabras.
Nerviosa. Roja como un tomate. Ridícula.
Le ofreció un vaso al señor Macizo y Sudoroso, pensando que el sudor nunca le había parecido tan excitante.
—Gracias —dijo él, y agarró el vaso para que ella se lo llenara—. Ese mocoso se escapó con todos los dulces, ¿eh?
Lily sonrió, intentando no mostrarse demasiado coqueta. No estaba flirteando con él ni nada por el estilo.
—Eso parece. Deberías darse prisa o te quedarás sin nada. Si es como mis sobrinos, no tardará ni cinco minutos en comérselos todos.
—Muy propio de Jake —corroboró él, y echó la cabeza hacia atrás para tomar un largo trago de té—. Vaya… lo necesitaba.
—Puedes quedarte con la jarra —ofreció ella—. Pensé que tu nevera estaría vacía, y como hace tanto calor… me pareció una buena idea.
—Desde luego. Jake y yo te lo agradecemos mucho.
—Así que… ¿te mudas aquí? ¿O Jake y su familia? —esperó dar la imagen de una buena vecina y nada más, y que el rubor de su rostro no la estuviera delatando.
—Sólo Jake y yo —respondió él, adoptando una expresión mucho más severa—. Mi hermana y su marido murieron en un accidente de coche hace seis semanas. Tienen dos hijos gemelos estudiando en la Universidad de Virginia, y Jake es el menor. Aparte de sus hermanos, yo soy la única familia que les queda.
—Oh, lo siento mucho —dijo Lily, avergonzándose por haber estado admirando los músculos sudorosos de un hombre que acababa de perder a su hermana.
—Gracias. Aún está reciente, pero…
—Naturalmente. Siento haber preguntado…
—No, me alegra que lo hayas hecho y que me lo hayas preguntado a mí y no a él. Aún está muy afectado, y no sabe cómo responder.
—Lo entiendo. Mis hijas se sentían igual de perdidas cuando mi marido y yo nos divorciamos. Ya sé que no es lo mismo pero… odiaban que todo el mundo les preguntase por qué su padre ya no vivía con nosotras.
Él asintió en silencio, comprensivo. Era la clase de hombre que se cargaría con la pesada tarea de educar en solitario a un sobrino de quince años. Tal vez aquella expresión ceñuda sólo fuera el resultado de lo que había soportado durante las seis últimas semanas.
—Bueno, creo que debería dejar que volvieras al trabajo —dijo, tendiéndole la jarra—. Avísame si necesitas cualquier cosa. Casi siempre estoy en casa.
—Gracias otra vez. Has sido muy amable.
«Amable». Estupendo. Pensaba que era amable. Ojalá no supiera que lo había estado espiando como una adolescente enamorada, mientras él seguía llorando la muerte de su hermana y su cuñado y ocupándose de su pobre sobrino huérfano.
«¿Qué demonios te pasa?», se preguntó a sí misma, intentando ocultar su consternación tras una sonrisa forzada.
Él asintió hacia la casa.
—Voy a entrar a tomar unos pocos dulces.
Sí… pensó ella, despidiéndose con la cabeza.
Dulce.
JAKE estaba atiborrándose de dulces como si la vida le fuera en ello, cuando Nick entró finalmente en la cocina de su nueva casa. Se detuvo por un momento para tenderle el vaso vacío a Nick y que éste volviera a llenárselo de té antes de dejar la jarra en la encimera.
—Es muy guapa para ser madre —dijo—. Y sabe hacer unos dulces deliciosos.
—No lo sé. Aún no los he probado —repuso Nick, esperando no sonar demasiado arisco.
No tenía razón para estar huraño, pero se había convertido en una costumbre después de pasarse años gritándoles órdenes a los soldados. Sin embargo, se esforzaba al máximo para suavizar su temperamento con Jake y sus hermanos.
Jake le ofreció lo que quedaba de dulce y Nick probó un pedazo. Un sabor parecido al éxtasis explotó en su boca.
Estuvo a punto de soltar una palabra bastante ordinaria, pero se contuvo a tiempo. También tenía que refrenarse para no soltar palabrotas delante del chico.
—Está de muerte, ¿verdad? —dijo Jake—. ¿Qué crees que tendríamos que hacer para conseguir que nos hiciera la cena?
—Lo veo muy difícil. Es una madre soltera con dos niñas pequeñas —respondió Nick, saboreando el dulce en la boca—. No creo que tenga mucho tiempo libre.
—Aun así, estoy seguro de que lo haría por ti —insistió Jake, esperanzado—. ¿Viste la manera en que te miraba? Como si no le importara que fueras…
—¿Mayor? —preguntó Nick.
—Iba a decir «viejo» —dijo Jake con una sonrisa, alargando el brazo hacia el último trozo de dulce.
—Tócalo y eres hombre muerto —le advirtió Nick—. Ya has tomado bastantes.
—Sí, pero aún tengo hambre —se quejó el chico. Y eso que no eran ni las diez de la mañana.
Lily Tanner tenía razón. Los adolescentes eran como sacos sin fondo. Nick no se había percatado de ello durante la primera semana que siguió a la muerte de su hermana y su cuñado, pues los vecinos se habían encargado de llevarles comida. Pero a pesar de que las cantidades eran muy generosas, el voraz apetito de Jake y los gemelos acabó con las provisiones en un abrir y cerrar de ojos. Ni siquiera el dolor y la pena podían mitigar el hambre de un adolescente por mucho tiempo.
—Vamos a terminar de sacar las cosas del camión antes de que haga más calor, y luego buscaremos algo para comer —dijo Nick—. ¿Quién sabe? A lo mejor se presenta otra de las vecinas con el almuerzo. Intenta mostrarte apenado, debilucho y muerto de hambre.
—Eso está hecho —aseveró Jake, tomándose otro vaso de té antes de salir.
Nick dejó su vaso, se metió el último trozo de dulce en la boca y miró a su alrededor. La casa estaba vacía, salvo por las cajas y los muebles que aún no habían sido colocados. Por milésima vez, confió en estar haciendo lo correcto al instalarse en Virginia e intentar hacerse cargo del muchacho.
Y se preguntó en qué demonios había estado pensando su hermana al nombrarlo tutor del chico en su testamento.
Al mediodía habían sacado todas las cosas del camión. Movieron algunas cajas para tener un poco de espacio y se desplomaron en el sofá, que estaba temporalmente situado bajo un ventilador en el techo.
Nick estaba tan cansado que tuvo que dejar que fuera Jake quien lo moviera todo. El chico era muy fuerte, aunque Nick confiaba en que podría vencerlo si tuvieran que llegar a las manos. Por el aluvión de consejos que había recibido en las últimas semanas sobre la educación de los adolescentes, había llegado a pensar que todo se reducía a la cuestión de quién era el más fuerte. Aunque no se imaginaba a Jake tan rebelde como para desoír sus órdenes y hacer necesaria la fuerza física.
Pero ¿qué sabía Nick de los jóvenes? Prácticamente nada. Gracias a Dios, era un chico. Si hubiera tratado de una chica, no quería ni imaginarse cómo habría sido.
Aunque si su hermana hubiera tenido hijas, nunca las habría dejado a cargo de Nick.
—Me muero de hambre —dijo Jake, estirando sus largas piernas y apoyando la cabeza en el respaldo.
—Dime algo que no sepa —murmuró Nick, intentando recordar los locales de comida rápida que había visto de camino.
Entonces sonó el timbre de la puerta. Jake se incorporó con expresión esperanzada.
—¿Crees que serán más dulces?
—Creo que nos vendría bien algo más sustancioso, ¿no te parece?
—Sí, supongo —admitió Jake, y se levantó para abrir la puerta.
Nick lo agradeció, pues realmente se veía incapaz de moverse. Por nada del mundo querría volver a tener quince años, pero no le vendría mal aquel torrente de energía juvenil, especialmente en días como aquél.
Jake abrió la puerta y sonrió con entusiasmo. Debía de ser más comida. Nick se obligó a levantarse, intentando no poner una mueca de dolor. Al menos Jake no vería su muestra de debilidad, porque sólo tenía ojos para el estofado de pollo que portaba en sus manos.
Le dieron las gracias a la amable vecina por la comida y se dirigieron a la cocina para agarrar un tenedor cada uno y comer directamente de la cacerola. La madre de Jake estaría horrorizada por la falta de modales, pero al menos el chico estaba comiendo.
Acompañaron el estofado con el té helado de Lily Tanner, y Jake limpió la cacerola con la lengua, como si fuera un perro que llevara días sin comer.
—Creo que me va a gustar este barrio —dijo—. ¿Crees que se presentará alguien más con la cena?
—Ojalá —respondió Nick.
Lily tenía intención de trabajar un poco aquel día. Al volver a casa después de conocer a sus vecinos se había tomado la temperatura otra vez. No tenía fiebre, pero se sentía muy débil y temblorosa.
¿Estaría pillando algo? Sin duda. No podía haber otra explicación.