Una situacion difícil - Teresa Hill - E-Book
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Una situacion difícil E-Book

Teresa Hill

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Beschreibung

Estaban casados, pero él se negaba a entregar su corazón... Cathie Baldwin era hija de un predicador y lo suficientemente lista como para saber que no debía quedarse embarazada sin estar casada. Ahora que se encontraba en tan difícil situación, sólo un milagro podría salvarla de la vergüenza. Como si de una oración hecha realidad se tratara, apareció Matt Monroe, un empresario millonario de oscuro pasado que se había convertido en el padre de familia ideal. Pero aun siendo su marido, no parecía dispuesto a dejarse domar. Quizá el momento de fragilidad al que Cathie se enfrentaba, haría que Matt revelase por fin la profundidad de sus sentimientos por ella y por su familia...

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Seitenzahl: 222

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Teresa Hill. Todos los derechos reservados.

UNA SITUACIÓN DIFÍCIL, Nº 1545 - noviembre 2012

Título original: Heard It Through the Grapevine

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1192-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

El palito se tornó de color azul.

Cathie Baldwin se sentó en el suelo del baño de su casa. Trataba de ver la situación de la manera más objetiva posible, pero nunca había sentido tanto miedo, y nunca había estado tan avergonzada de sí misma.

Tenía veintitrés años, suficientes como para saber más de la vida.

Como siempre, su madre tenía razón cuando le decía que la única manera de mantener relaciones sexuales seguras era no manteniéndolas. Y eso era lo que ella había hecho durante años. Nada de sexo. Había esperado mucho tiempo, y cuando por fin había creído haber encontrado a alguien lo suficientemente especial como para compartir su cama... le pasaba aquello.

Miró el palito otra vez, para asegurarse. Incluso parecía más azul que antes.

«Bien», pensó mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

Nadie había llorado durante toda una vida. Pero temía ser la primera. Laura Catherine Baldwin, la hija del reverendo. La buena chica. La universitaria que escandalizó a toda la congregación de su padre, avergonzó a sus padres, enfureció a sus cuatro hermanos, sorprendió al resto de su familia y destrozó su vida.

Y la de su hijo.

Cielos, iba a tener un hijo.

Cathie creía que nadie podía sentirse más desdichada. Entonces, se fue la luz. Todo el apartamento quedó en silencio. Se paró la nevera, el ordenador, la calefacción. Todo.

Ella gimoteó. De camino a la cocina se golpeó contra la mesa de café y blasfemó en voz baja. Una vez allí, sacó una vela. Pero las cerillas no estaban por ningún sitio. Tocó la parte alta de la nevera con la mano y, cuando creía haberlas encontrado, algo se cayó y la golpeó en la cabeza.

—¡Ay! —se cubrió con la mano y cuando se le pasó el dolor, encontró las cerillas y encendió la vela.

Se detuvo frente a un espejo para comprobar el daño. Tenía un chichón colorado en el lado derecho que hacía juego con sus ojos enrojecidos.

Decidió ir a ver con qué se había golpeado cuando la cera caliente de la vela cayó sobre su mano.

—¡Ay! —durante un segundo pensó que su pijama iba a empezar a arder.

En ese momento, volvió la luz.

Fue entonces cuando vio la pequeña caja de madera que estaba detrás del cubo de basura.

Cathie frunció el ceño.

Era la Caja de Dios. Una de las curiosas tradiciones de su padre. Todos los niños tenían una. Servía para meter los problemas a los que creían que no podrían enfrentarse solos. Cathie sabía que era la manera de no preocuparse por las cosas que no podemos controlar o cambiar.

En su familia solían decir: «Mételo en la caja».

Ella había metido muchas cosas durante su vida. Algunos problemas se habían solucionado y otros aún estaban por resolver. Todavía estaban en la caja, escritos en un pedazo de papel.

Al menos, habían estado allí hasta que la caja se había caído desde lo alto de la nevera.

Se puso de rodillas y recogió los papelitos para meterlos de nuevo en la caja, como si los secretos y deseos de su infancia tuvieran importancia en aquellos momentos.

Su vida había sido mucho más sencilla.

Cathie se sentó en el suelo y mirando la caja dijo:

—Ayúdame, por favor.

Agarró un papel y lo escribió. Después lo dobló hasta hacerlo muy pequeño y lo metió en la caja.

Cuando llamaron al timbre, se sobresaltó de la misma manera que cuando la caja le había golpeado en la cabeza.

No se veía ni una luz en el interior de la casa situada en el extremo del campus universitario de Carolina del Norte.

La pintura del exterior estaba desconchada, había que segar el césped y los gatos merodeaban junto al cubo de basura que estaba en la calle.

Matthew Monroe se bajó de su Mercedes y frunció el ceño. Al ver que no había ni una sola farola encendida en la calle, cerró con llave y puso la alarma. No quería facilitarles el trabajo a los ladrones.

Se guardó las llaves en el bolsillo y se dirigió a la casa, el último lugar del mundo donde deseaba estar aquella noche.

Porque ella vivía allí.

Pero Mary Baldwin era lo más parecido a una madre que Matt había tenido nunca. Y Mary estaba preocupada por su hija. Eso significaba que alguien tenía que ir a ver si la joven estaba bien. Matt era la persona más cercana que Cathie tenía en el pueblo, así que era el elegido.

Subió los escalones del porche y llamó a la puerta. Una extraña sensación se apoderó de él. Nada lo preocupaba. Excepto ella.

Esperó. No se oía ningún ruido. Pero el Volkswagen escarabajo estaba aparcado en la puerta.

Recordó que era sábado por la noche. Quizá Cathie tuviera una cita. Le asombraba la idea de que se hubiera convertido en una mujer. Y que saliera con hombres.

Una imagen apareció en su cabeza. Era una cálida noche de verano sin luna, pero con un millón de estrellas. Cathie, que apenas tenía dieciséis años, tenía los ojos llenos de lágrimas y las mejillas sonrojadas.

Todo había ido bien entre ellos hasta aquella noche. Él había vivido en su casa desde los quince hasta los dieciocho, pero siempre había tenido claro que no era un miembro de la familia.

En cuanto cumplió los dieciocho, ya no pudo continuar en el programa de acogida del estado, pero Mary y Cathie continuaron tratándolo como si fuera de su familia. Durante las vacaciones, Mary insistía en que fuera a visitarlos y, un par de veces al año, él volvía a sentirse parte del clan.

Fue durante una de aquellas visitas, cuando Cathie se lanzó a sus brazos. Matt, que tenía veintitrés años, se sentía en deuda con la familia Baldwin y decidió que se mantendría alejado de su hija aunque fuera la única cosa decente que hiciera en su vida.

Todo había ido bien hasta que ocho meses atrás, Cathie se había marchado de casa para asistir a la universidad, y se había trasladado al pueblo donde él vivía. Cathie, que había estado sobreprotegida toda la vida, pensaba que todo el mundo era bueno y era como si llevara un cartel que rezara: Aprovéchate de mí.

Matt llamó a la puerta por última vez.

—¿Quién es? —preguntaron desde el interior.

—Soy Matt —dijo él—. ¿Cath? ¿Estás bien?

—Estoy acatarrada. No creo que quieras contagiarte.

—Me arriesgaré. Abre la puerta.

—Matt, de veras, estoy bien. Estaba durmiendo y quiero volver a la cama.

—Cathie, esta puerta es muy enclenque. Creo que debería ponerte otra más resistente —él le había colocado los cerrojos cuando ella había entrado a vivir allí—. Tirarla abajo no me costará demasiado.

—No lo harás.

—Ponme a prueba —contestó él.

Cathie abrió la puerta una rendija.

—Estás a oscuras —se quejó él.

—Ya te he dicho que estaba durmiendo. Y ahora que ya me has visto, puedes marcharte.

—Yo, o tu madre, Cath. Elige, pero uno de los dos va a entrar en esta casa, si no esta noche, mañana.

—Tú no.

—Ya hemos hablado de la puerta. Sabes que lo haría.

Cathie quitó la cadena y abrió la puerta del todo.

Él la miró de arriba abajo. Ella volvió la cara para que el cabello le impidiera verle el rostro. Estaban a principios de diciembre, pero hacía una temperatura agradable, y Cathie llevaba puestos unos pantalones cortos y un jersey. Él no pudo evitar fijarse en sus esbeltas piernas.

«Maldita sea», pensó mientras se recolocaba la corbata. Después, encendió la lámpara que estaba sobre una mesa.

—Supongo que si vas a quedarte al menos podría ofrecerte un café —dijo ella.

Se volvió para dirigirse a la cocina, pero él la agarró del brazo y la detuvo. Se fijó en que tenía los ojos colorados, la cara pálida y la huella de las lágrimas en las mejillas.

Un sentimiento de furia se apoderó de él, dirigido a quien se había atrevido a hacerle daño. Siempre la había protegido, desde que él tenía quince años y ella ocho, cuando sufría las consecuencias de ser la hija pequeña y tener cuatro hermanos mayores.

¿Y dónde diablos estaban ellos cuando ella los necesitaba?

—¿Por qué no me cuentas qué te ha pasado? —dijo él.

Ella trató en vano de ocultar sus sentimientos.

«Olvídalo, Cath», pensó él. Siempre había sido una chica transparente.

—Vamos, cuéntamelo.

—Matt, por favor —suplicó ella, con los ojos azules humedecidos

—¿Por favor, qué? —dijo él.

—Por favor, olvídalo.

—No puedo —Matt deseaba acariciarla, y lo hizo. Con un dedo recorrió sus pestañas mojadas para secarle las lágrimas.

Cathie permaneció quieta, casi sin respirar, con los labios separados y el rostro pálido.

Se parecía a la chica de muchos años atrás. Una chica dulce con el corazón roto. Otro recuerdo que había tratado de olvidar apareció en su cabeza. El roce de los labios de ella contra los suyos, sus tímidos besos, de pura inocencia. Ella lo había acorralado en la parte trasera de una camioneta, convencida de que estaba enamorada de él y que debían de estar juntos.

A él le había costado mucho convencerla de que no era así y se alejó de ella lo más rápido que pudo. O casi. Después de todo era un hombre y ella se había entregado a él en bandeja, asustándolo al demostrarle cómo eran sus besos, lo que sentía cuando estaba junto a ella y cómo la deseaba.

—¿Qué te ha pasado para que estés llorando en la oscuridad?

—No hay nada que puedas hacer, Matt. Nadie puede hacer nada —dijo ella.

—¿Estás enferma?

—No.

Durante un instante, extraños pensamientos se apoderaron de él. Que ella se estaba muriendo. Que nunca volvería a verla sonreír. Ni volvería a escuchar su risa.

Por supuesto, no se estaba muriendo, sólo estaba volviéndolo loco, como de costumbre.

—¿No estás enferma? De acuerdo. ¿Qué más? ¿Te han echado de la universidad?

—No.

Era bastante improbable, teniendo en cuenta lo mucho que ella se había esforzado para entrar. Su padre había enfermado del corazón cuando ella estaba en el último curso del instituto. Para hacerle un transplante habían tenido que invertir todos los ahorros familiares. Sus hermanos estaban estudiando o en el ejército, y todos ayudaron en lo que pudieron. Pero Cathie había sido la única que quedaba en casa. Los años que debería haber pasado en la universidad los había pasado en casa ayudando a su madre y cuidando de su padre, ayudando a regentar el negocio de bed and breakfast que tenían y asistiendo a algunos cursos de la universidad cuando podía.

Matt sabía que todavía tenía problemas económicos y esperaba que todos sus problemas fueran por dinero.

—¿Necesitas que te deje cincuenta dólares hasta que cobres?

—No —dijo ella—. No es eso.

—De acuerdo. ¿Quieres que juguemos a las preguntas? Pues jugaremos.

—Matt, por favor, márchate —dijo ella, con esa voz que hacía que él quisiera entregarle todo el oro del mundo.

—Lo siento, pero estás mal, Cath. Necesitas a alguien y, por si no te has dado cuenta, soy el único que está por aquí.

—Esto no es asunto tuyo —contestó ella.

—Tu madre ha hecho que sea mi problema, y ya sabes cómo es. Si no tiene noticias mías dentro de poco, llamará para preguntarme cómo estás y no voy a mentirle. Le diré que estás mal y que no quieres contarme nada. Acabará llamando a tu puerta. ¿Es eso lo que quieres?

—No —insistió ella—. Sólo necesito tiempo para solucionarlo todo. ¿Podrías marcharte y dejarme tiempo para pensar?

Era una petición razonable, y por muy difícil que fuera de creer, era una mujer adulta. Pero nunca había visto a Cathie tan dolida. Dudaba que pudiera alejarse de ella si su vida dependiera de ello.

—Lo siento. No puedo. Dime qué te pasa.

Ella se apoyó en la encimera de la cocina y permitió que la luz le iluminara el rostro. Parecía que hubiera estado llorando durante horas.

De pronto, Matt supo que le había hecho la pregunta equivocada. No era qué, sino quién le había hecho daño.

—Tiene que ver con un hombre, ¿no es así? ¿Quieres que vaya a darle una paliza?

—No serviría de nada —dijo ella conteniendo las lágrimas.

—Llamaré a tus hermanos y, entre los cinco, nos encargaremos de él.

—Mis hermanos lo matarían.

—Depende —dijo él—. ¿Qué te ha hecho?

Cathie no contestó. Matt tenía miedo de que se pusiera a llorar otra vez. Estaba contemplando sus opciones cuando algo llamó su atención.

Era una caja pequeña y rectangular. Incapaz de creer lo que estaba viendo, se acercó y la agarró.

Era la caja de un test de embarazo.

¿En la cocina de Cathie?

Se volvió y la miró a los ojos. Recordó que tenía veintitrés años. Tenía la mala costumbre de pensar que seguía teniendo dieciséis. Al fin y al cabo, era Cathie Baldwin. La buena chica cuya vida no podía haber sido más diferente a la de él.

El padre de Matt, un hombre que bebía mucho y siempre se metía en peleas, había fallecido cuando él ni siquiera tenía edad suficiente como para recordarlo. Su madre, incapaz de aceptarlo, también había buscado consuelo en el alcohol.

Matt se dedicó a vivir en la calle, hasta que lo pillaron intentando robar el coche de la madre de Cathie. Por motivos que nunca comprendería, en lugar de permitir que fuera a la cárcel, los Baldwin ofrecieron acogerlo en su casa, un gesto que sin duda le salvó la vida. Matt no podría pagar la deuda que tenía con ellos si deseaba a la única hija que tenían.

Además, siempre había sabido lo que la vida tenía guardado para ella. Un buen chico. Respetable. Sano. De buena familia. Cariñoso. Vivirían en una casa en el campo y tendrían muchos hijos. Sería feliz el resto de su vida y estaría bien cuidada.

Pero no había sido así. Otro hombre se había acostado con ella. ¿Sin cuidado? ¿Sin pensarlo? Y ese hombre no se había tomado el tiempo necesario para protegerla, o no le había importado no hacerlo.

Matt tenía la prueba en la mano.

Arrugó la caja del test de embarazo con rabia y la lanzó al otro lado de la habitación.

Cathie lo observó con un gesto de dolor. Después abrió un cajón y sacó un palito de plástico.

—Te ahorraré la pregunta. El palito se ha puesto azul.

«¿Azul?», pensó él confundido.

—¿Y azul es malo?

Ella asintió.

—Si no has terminado la carrera, no estás casada, no tienes mucho dinero y tu padre es reverendo, entonces... Sí, que salga azul es malo.

Capítulo 2

Cathie permaneció allí de pie esperando a que él dijera algo. Le costaba creer que Matt estuviera allí.

Él ni siquiera quería estar en la misma habitación que ella.

Y todo porque, años atrás, ella se había enamorado de Matt cuando él no la deseaba. Era lo más estúpido que podía hacer una mujer.

De acuerdo, no era algo tan estúpido como quedarse embarazada sin haber terminado los estudios ni estar casada. Pero casi. Ella habría preferido no tener que asistir a aquella universidad porque sabía que él vivía en el mismo pueblo. Pero era la que le había ofrecido mejores ayudas económicas y ella no podía permitirse rechazarlas.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó él por fin.

—No lo sé. Acabo de enterarme y todavía estoy tratando de hacerme a la idea de que esto me está sucediendo a mí.

—¿Quieres casarte con ese chico? —preguntó él.

—No lo sé. No estoy segura de que eso importe. Me temo que Tim no querrá casarse conmigo.

A su lado, Matt se puso tenso. Una mezcla de sorpresa y rabia lo invadía por dentro. Durante un instante, ella pensó que iba a hacerle la misma pregunta que ella se estaba haciendo desde que el palito se había vuelto de color azul. ¿Por qué diablos se había acostado con un hombre que no se casaría con ella si se quedaba embarazada?

—Él es... —cerró los ojos y empezó de nuevo—. Durante las últimas semanas se ha comportado de manera extraña. Un poco distante. Impaciente...

—¿Por qué? —preguntó Matt entre dientes.

—No lo sé —al mismo tiempo que había comenzado a notar cambios en su cuerpo, ella había empezado a tener dudas sobre Tim.

—¿Quieres que yo hable con él?

—Otra vez, hablas como si fueras uno de mis hermanos.

—No soy uno de ellos.

—Lo sé —lo miró de reojo. Cuando era pequeña solía pensar que él parecía un cachorro acostumbrado a que lo maltrataran, y que era un animal salvaje que ella conseguiría domar.

Cerró los ojos y recordó tiempos pasados. Cielos, ¡cuánto echaba de menos a aquel niño! El niño perdido que se convirtió en su mejor amigo. Por supuesto, Dios ya lo sabía. Ella se lo había contado muchas veces e incluso le había pedido que Matt volviera a formar parte de su vida. Pero de eso hacía ya muchos años.

—¿Qué? —preguntó él.

Ella negó con la cabeza y trató de sonreír. Era consciente de que anhelaba una relación que para él no significaba nada. Sin embargo, ella no necesitaría más que una caricia para sentirse atraída por aquel hombre.

—Cathie...

—Lo siento. Estaba pensando. Y me preguntaba... ¿por qué has venido esta noche?

—No iba a venir —dijo él—. Mary me pidió que viniera mañana, pero esta noche tenía una reunión. Cuando terminé, no estaba muy lejos de aquí y... No sé. Algo me dijo que había un problema que no podía esperar. ¿Por qué?

Ella frunció el ceño. «¿Algo se lo ha dicho?», pensó.

—Por nada —mintió. No estaba dispuesta a explicarle lo que había hecho para que él reapareciera en su vida.

—Cathie, ¿por qué no me dejas que hable con ese chico?

Claro. Tim y él podían comparar situaciones. «¿Por qué no te quedaste con Cathie? ¿De veras? A mí tampoco», imaginó su conversación. De pronto, se sintió mareada y se tambaleó.

Al verlo, él la agarró del brazo.

—Siéntate —le dijo.

Ella asintió y permitió que la llevara hasta el sofá.

—¿Mejor? —le preguntó después de que se sentara.

—Sí. Gracias —tenía que sacarlo de allí. Rápido. Ya había visto bastante del drama de su vida—. Te agradezco tu oferta sobre hablar con Tim, pero tengo que decírselo yo. Y a mi madre. A mis hermanos. A mi padre. Van a llevarse una gran decepción, Matt. Creo que nunca los he decepcionado. Mi padre aconseja a las adolescentes que van al centro social y les pide que sean responsables y tengan cuidado. ¿Cómo se va a tomar que su propia hija se haya quedado embarazada estando sola? ¿Y su congregación? Sé que algunos se lo pondrán difícil. Además, tiene el corazón... No sé. No me lo ha contado, pero sé que le pasa algo. Estuvo tan enfermo que casi lo perdimos. No quiero que se preocupe por mí, y con esto, se preocupará día y noche.

Sintiéndose muy desdichada, miró a Matt. Él se sentó a su lado y la rodeó con el brazo.

—Ven aquí, Cath.

Ella dudó un instante. Sabía que no debía de acercarse demasiado a él, pero en aquellos momentos, lo necesitaba.

—Sólo un momento.

—El tiempo que haga falta —dijo él, mirándola fijamente.

Cathie se acercó a él y permitió que la abrazara. Se estremeció y, al sentir su calor, creyó que iba a derretirse. Con cada respiración inhalaba su aroma masculino y familiar. Él le acarició el cabello con una mano y, con la otra, le masajeó la zona lumbar. Cathie no pudo contenerse más y permitió que las lágrimas escaparan de sus ojos. Al verla, él la abrazó con más fuerza, como para impedir que continuara temblando.

—Todo va a salir bien —susurró.

Ella no lo creía, pero entre sus brazos se sentía segura. Cuando levantó la cabeza, encontró el rostro de Matt muy cerca del suyo.

La miraba fijamente con sus ojos azules. Tenía el pelo más corto que cuando era adolescente, pero igual de negro, y su cuerpo era incluso más poderoso.

Le sujetó el rostro con una mano y le secó las lágrimas con cuidado.

Durante un instante, algo brilló en su mirada. Si hubiera sido otro hombre, ella habría jurado que estaba a punto de besarla, de la misma manera que un hombre besa a la mujer que desea. Y entonces, cuando ella lo observó, el brillo desapareció.

Cathie se separó de él y se movió hasta el otro extremo del sofá. Llevó las rodillas al pecho y se las rodeó con los brazos. Después, lo miró otra vez.

La tensión estaba presente en su mirada, y sus labios no esbozaban ninguna sonrisa, pero ella decidió que estaba igual de atractivo que siempre. Tampoco importaba. Matt sólo estaba siendo amable con ella, y ella estaba embarazada de otro hombre.

—Lo siento —dijo ella al fin.

—No pasa nada —insistió él—. Mira, Cathie, esta noche no tengo que ir a ningún sitio. Puedo quedarme un rato.

—Gracias, pero tengo que tomar algunas decisiones, y tengo que hablar con Tim.

—De acuerdo —se puso en pie y se dirigió hacia la puerta—. Si necesitas algo...

Y entonces, Cathie no fue capaz ni de mirarlo a los ojos. Si lo hacía, no podría contenerse y le pediría que se quedara. Se sentía estúpida.

—No quiero dejarte así —dijo Matt.

—Estaré bien. Voy a acostarme y espero que por la mañana pueda tomar alguna decisión.

—De acuerdo. Si tu madre me llama no le contaré nada.

—Por favor. La llamaré mañana. O iré a verla, a ella y a papá.

Con la puerta abierta, Matt dudó un instante.

—Cathie, lo que necesites. Lo digo en serio —Matt le apretó la mano por última vez y desapareció en la oscuridad.

Estaba cerca de su casa cuando sonó su teléfono móvil.

—Diga —contestó, pensando que podía ser Cathie.

—¿Matt? Hola, soy Mary. Siento molestarte, cariño, y sé que piensas que soy una vieja idiota que protege demasiado a su hija...

—Siempre has sido una molestia —bromeó él mientras decidía qué le iba a contar—, pero no creo que seas idiota, y nunca serás vieja.

—Gracias. Ya veo que has tenido el tacto de no mencionar mi afán de protección, y te lo agradezco. ¿Supongo que no sabrás cómo está mi hija?

—La he visto, y tienes razón. Tiene algunas cosas en la cabeza —dijo, tratando de mentir lo menos posible.

—¿Cosas de las que no puede hablar con su propia madre? Matt, ¿está metida en algún lío?

—Tiene que tomar algunas decisiones. Estoy seguro de que hablará contigo sobre ello en cuanto se aclare. Mary, por favor, no me preguntes más.

Mary suspiró y dijo:

—Quizá debería subirme al coche e ir para allá esta misma noche.

Eso funcionaría. Sobre todo si eso impedía que Cathie terminara otra vez entre sus brazos. Era algo que había aprendido de los Baldwin. Era una familia muy cariñosa. Abrazos de oso. Besos. Rodearse con el brazo. Para ellos era algo tan natural como para Matt mantenerse alejado de los demás. Parecían haberse encariñado con él de forma que él no comprendía, y nunca lo habían dejado escapar. Ellos se ocuparían de Cathie.

Pero ella le había pedido ayuda, y él había prometido no contar nada a su madre.

—Mary, es tarde —razonó—. Cathie dijo que te llamaría por la mañana. Le he dicho que si necesita cualquier cosa, lo único que tiene que hacer es llamarme.

—Gracias, cariño. Si tiene que estar tan lejos de nosotros, me alegra saber que tú estás cerca de ella.

«No lo bastante cerca», pensó él, sintiéndose culpable de haberse mantenido distante mientras otro hombre se estaba aprovechando de ella.

—Es especial, Mary.

—Lo sé, cariño. Es una chica maravillosa, y estoy muy orgullosa de ella. Aun así, no puedo evitar preocuparme. Siempre ha sido demasiado confiada.

—Sí, lo es.

—Matt, a ti también te echamos de menos. Se acerca la Navidad. Todos nuestros hijos vendrán a casa este año, y nos encantaría que tú también vinieras. No me digas que estás demasiado ocupado. De vez en cuando tienes que tomarte un descanso.

Matt negó con la cabeza. No le sorprendía que Mary le hablara como una madre. Nadie lo había hecho nunca, excepto ella. Sus padres se habían casado cuando eran muy jóvenes y la relación se había estropeado antes de que Matt naciera. Su padre salía mucho, bebía y se metía en peleas. Su madre bebía para olvidarse de todo, incluso de Matt. A los ocho años, él estaba vagando por las calles, cuidando de sí mismo. A los trece, vivía en esas mismas calles, porque su madre lo había echado de casa.

Pero eso ya no importaba.

—Estoy pensando en tomarme unos días libres —admitió. No había decidido dónde ir y había pensado que lo dejaría en manos de su agente de viajes.

—La Navidad es una época para estar con la familia —dijo Mary—. ¿Prométeme que pensarás en la posibilidad de venir aquí?

—De acuerdo —pensaría en ello, pero no iría.

—No puedes huir siempre de nosotros. Tarde o temprano tendrás que venir a casa.

—Mary...

—Esperaré tu llamada. Adiós, Matt.

Tras esas palabras, colgó el teléfono. Como siempre, había conseguido manejarlo con cuidado. Él recordaba estar en la cocina blasfemando como un marinero, tratando de escandalizarla, para que terminara dándole la espalda como habían hecho los demás.

Enseguida había aprendido que Mary no se escandalizaba con facilidad. Siempre empleaba el mismo tono para dirigirse a él. Una pizca mandón pero educado, como si él la hubiera tratado con el mismo respeto que ella lo trataba a él.

Mary se había convertido en su conciencia. Incluso si a él no le importaba lo que pudiera pasarle, a ella sí. Matt no quería decepcionarla. Se había dado cuenta de lo importante que era que alguien se preocupara por él, y desde entonces había dado un giro a su vida. Los números siempre se le habían dado bien, y el padre de Cathie había hecho todo lo posible para que lo admitieran en la universidad con una beca.