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Cómo conquistar a un millonario Teresa Hill Aunque Audrey Graham era una gran entrenadora de animales, no iba a serle fácil domesticar a su nuevo jefe. Después de un año difícil, Audrey aceptó un trabajo como niñera del perro del multimillonario Simon Collier. Pero Simon era muy testarudo, igual que la mascota que le había comprado a su hija. Era guapo, sexy, y siempre conseguía lo que quería. Y en esos momentos la quería a ella. Simon no soportaba ver triste a Audrey. Iba a ayudarla y, después, la haría suya. Así le demostraría que no todos los hombres eran iguales… Dulce medicina Marie Ferrarella Cuando el doctor Georges Armand rescató a Vienna Hollenbeck y a su abuelo de un coche en llamas, no había imaginado cómo lo afectaría la diminuta rubia. Vienna exacerbaba sus instintos protectores. Por no hablar del efecto que tenía en su libido. Aunque un accidente de tráfico hubiera puesto al médico más sexy en su camino, Vienna no era ninguna tonta. Enamorarse del guapo doctor sería mala receta para su corazón. A no ser que pudiera demostrarle que compartían la clase de amor que solo llega una vez en la vida…
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Seitenzahl: 404
Veröffentlichungsjahr: 2020
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
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Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 425 - agosto 2020
© 2009 Teresa Hill
Cómo conquistar a un millonario
Título original: The Nanny Solution
© 2007 Marie Rydzynski-Ferrarella
Dulce medicina
Título original: Taming the Playboy
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-617-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Cómo conquistar a un millonario
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Dulce medicina
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
PARECES una monja vestida así!
Audrey Graham suspiró y se volvió hacia la que debía de ser la única amiga que le quedaba, Marion Givens, que tenía unos sesenta y pico, o setenta y pico años, y era su inspiración, quien más la animaba, su casera y, a partir de ese momento, su asesora laboral.
—Gracias, creo —contestó ella.
Se había tapado de pies a cabeza con un traje abrigado que a ella le había parecido estiloso.
—No era un piropo —replicó Marion—. Aunque, con esa cara, eres mucho más guapa que una monja. Pero si se te mira por la espalda…
Audrey frunció el ceño al ver su propio reflejo en el espejo.
Se había cortado la larga melena castaña hacía seis semanas porque necesitaba… estar diferente, diferente en todos los aspectos. Al estar más corto, el pelo también se le rizaba más, dado que no pesaba tanto, y se le ponía en la cara constantemente.
En ocasiones, le parecía que estaba mona. Esperaba no estar sexy.
Esa mañana no se había maquillado, sólo se había puesto un poco de brillo en los labios y máscara de pestañas, y parecía…
Audrey no sabía lo que parecía.
No era la Audrey de antes, eso era seguro.
Parecía más joven de lo que ella había imaginado, aunque ése tampoco había sido su objetivo.
Había esperado… volverse invisible, o algo parecido.
—He oído que la vida de las monjas es muy tranquila —comentó mientras tomaba el bolso y buscaba las llaves en él—. Y suena bien. Aunque, en estos momentos, estoy muerta de miedo. Hace casi veinte años que no hago una entrevista de trabajo.
Con diecinueve años había ido a buscar trabajo a un local en el que las camareras llevaban mucho escote y la falda corta, y donde recibían muy buenas propinas. Y se lo habían dado.
Ya casi tenía cuarenta e intentaba taparse lo máximo posible.
—No creo que la manera de hacer entrevistas haya cambiado mucho —dijo Marion, intentando tranquilizarla.
—¿Estás segura de que necesita a alguien? ¿No le habrás pedido que me haga un favor, o que haga una buena obra o algo así?
—Estoy segura. Está desesperado. Casi no podía ni hablar cuando me lo encontré en el restaurante. Y eso no es normal en él. Además, cielo, recuerda lo más importante: que vive en el lugar perfecto.
A sólo cinco manzanas de la casa de su hija que, en ese momento, la odiaba.
Para Audrey era un sueño poder estar tan cerca de Andie, ya que nunca habría podido permitírselo.
—Está bien, estoy lista —dijo, mirándose el reloj. Tenía que marcharse.
—Relájate —le recomendó Marion—. Respira. No es un ogro, ni un hombre brusco, sólo un poco acelerado. No le gusta perder el tiempo. No intentes darle palique, lo odia. Y no le des besos, también lo odia.
—¿Hay algo que le guste? —preguntó Audrey, todavía más nerviosa.
—La paz. Me dijo que necesitaba tranquilidad, y tú puedes darle eso. Tal vez el traje de monja no sea tan mala idea después de todo.
Audrey se aferró al volante como si fuese a enfrentarse a una muerte cercana.
A pesar de estar desesperada por ver a su hija, odiaba ir a aquel lado de la ciudad. De hecho, nunca iba allí. Le aterraba encontrarse con alguien conocido.
Bueno, pues tendría que superarlo.
Porque, en realidad, a su ex marido ya no le interesaba ser padre, aunque Andie estuviese viviendo con él. La pobre no tardaría en darse cuenta de que no podía contar con él desde hacía mucho tiempo, y entonces…
Tendría que volver con su madre, ¿no?
Con eso contaba ella.
Lo cierto era que el tiempo y la cercanía eran sus únicas esperanzas.
Tal vez Andie no la perdonase, pero necesitaría una madre, y ella pretendía estar lo más cerca posible cuando eso ocurriese.
Lo que significaba que tenía que conseguir el trabajo.
Giró en Maple Street y agarró el volante con tanta fuerza que le sorprendió que no se partiese en dos. Al entrar en su anterior barrio, se le aceleró el corazón.
«Respira», se recordó. «Ya no eres esa mujer, Audrey. Ya no estás tan dolida. Ni tan enfadada. Ni eres tan autodestructiva».
El corazón se le calmó un poco.
Después de diecinueve años siendo prudente y predecible, con un matrimonio relativamente bueno y una familia bastante feliz, lo había echado todo a perder en un ataque de ira y desconcierto el otoño anterior, cuando su marido las había abandonado.
Era como si aquellos diecinueve años no hubiesen valido nada, y ella era sólo la mujer en la que se había convertido durante aquellos crudos y dolorosos días y noches. Mientras que el hecho de que su marido las abandonase parecía del todo aceptable.
Cerró los ojos y respiró.
«Ya no eres esa mujer».
Al final de la manzana, giró y entró en la parte más antigua de Highland Park, y se dio cuenta de que Simon Collier vivía en la zona más lujosa del barrio, en la que las casas eran casi fincas.
Era impresionante.
La casa era una imponente estructura de piedra gris de tres pisos, con mucho terreno alrededor… un tanto descuidado en algunas partes.
Avanzó por el camino que llevaba hasta ella y aparcó fuera del garaje de dos pisos, para cuatro coches. Salió y se miró el reloj.
Justo a tiempo. Exactamente a las siete de la mañana se abrió la primera plaza de garaje y allí de pie, al lado de un reluciente Lexus negro convertible vio a un hombre vestido con un elegante traje negro, camisa blanca, corbata azul y zapatos impecables.
Simon Collier, supuso Audrey.
La forma en la que salió de la oscuridad del garaje, con la precisión de un mago, justo a las siete en punto, le dio un poco de miedo.
Ella sonrió un poco, a pesar de que tenía ganas de vomitar. Avanzó y se dijo que lo mejor sería imaginarse que era un importante cliente de su ex marido, que iba a cenar a casa, y que tenía que asegurarse de que estuviese cómodo y lo pasase bien.
Le tendió una mano muy cuidada, ya que la manicura era el último vicio que le quedaba y dijo:
—¿Señor Collier? Soy Audrey Graham. Encantada de conocerlo.
Él le dio la mano y la miró de manera aprobatoria, probablemente por su puntualidad y por no haberse puesto a parlotear nada más verlo.
Audrey todavía estaba intentando respirar con normalidad.
Sus ojos se ajustaron por fin de la luz del sol a las sombras del garaje y fue cuando se dio cuenta de que era un hombre muy guapo.
Iba muy bien vestido y arreglado, y le había dado la mano con fuerza y seguridad. Tenía el pelo moreno, todavía abundante y grueso, perfectamente peinado, los ojos oscuros y una sonrisa educada. Era elegante y muy masculino al mismo tiempo.
Y más joven de lo que ella había esperado. Y según se fue acostumbrando a la luz del garaje, más guapo y joven le pareció.
No había esperado algo así, dado el barrio en el que vivía, y el modo en que Marion había hablado de él, debía de tener mucho dinero. Ella se había imaginado a un hombre de unos sesenta años, calvo y gordo.
—Señora Graham, ha llegado justo a tiempo. Bien. Lo siento, pero tengo muy poco tiempo esta mañana, como casi todas las mañanas. Será mejor que vayamos directos al grano.
—Por supuesto.
—En estos momentos, tengo cuatro problemas en vida, Audrey. ¿Puedo llamarte Audrey?
—Por favor.
—Bien. Llámame Simon, por favor. Como te decía, tengo cuatro problemas. No me gustan los problemas y cuatro son demasiados.
—Lo siento —fue lo único que se le ocurrió contestar a ella.
—No lo sientas. Espero que puedas resolver tres de esos cuatro problemas. ¿Eres consciente de que tendrás que vivir aquí?
—Sí.
—Excelente. Mi primer problema es el jardín. Marion me dijo que tenías el jardín más bonito de Mill Creek.
—Bueno… —¿qué podía decir?—. A la gente parecía gustarle.
—Marion me dio la dirección y pasé por allí ayer con el coche, para echarle un vistazo. Me pareció muy agradable. Ni demasiado recargado, ni demasiado… ordenado. Grande, frondoso, floreciendo incluso en esta época del año. ¿Podrías hacer algo parecido aquí?
—Por supuesto, pero quiero dejar claro que no tengo ninguna formación en jardinería…
—Eso no me importa —dijo él, señalando con una mano el jardín delantero y echando a andar, ella lo siguió—. Ya he contratado a tres paisajistas y no me ha gustado ninguna de sus ideas. Me han hecho perder mucho tiempo. ¿Fuiste tú quien planeó y plantó el jardín de tu anterior casa? ¿Lo mantuviste sola?
—Sí.
—Bien. Me gustaría algo parecido. Algo… normal. Normal y verde. Y quiero que trabajemos juntos del siguiente modo: no quiero que me molestes con detalles, quiero que seas tú quien resuelva los problemas según vayan surgiendo. Quiero un diseño, un presupuesto y que tú hagas todo lo demás. ¿Entendido?
—Sí —contestó ella, intentando no parecer asustada después de saber que había rechazado los servicios de tres paisajistas. Y con su manera de dar las órdenes.
No es que le hablase con malos modales, sino que daba por hecho que todas sus órdenes debían obedecerse.
Llegaron al jardín delantero y él se movió muy deprisa, casi sin hacer ruido, y ella intentó seguirlo y casi se cayó. Por suerte, Simon la agarró con firmeza por los brazos.
—Lo siento —le dijo, sonriéndole de manera exasperada, soltándola y retrocediendo inmediatamente.
Después de verlo tan de cerca, Audrey se dijo que, definitivamente, no era tan mayor. ¿Llegaría a los cuarenta?
Audrey lo miró, siendo consciente de sus treinta y nueve años, y volvió a desear todavía más que él hubiese tenido sesenta.
No iba a volver a hacerlo. No volvería a lanzarse a los brazos de otro hombre para olvidarse de sus problemas.
Él parecía casi tan desconcertado como ella y se quedó inmóvil un momento, como si hubiese perdido el hilo de las órdenes que le estaba dando.
—Lo siento —repitió—. Me ha dado miedo que te hicieses daño.
Simon bajó la vista hacia sus pies y vio un enorme agujero en el suelo.
—Éste es mi segundo problema.
—¿Un agujero en el suelo? —Audrey estaba perdida.
—Muchos, por todas partes. Ten mucho cuidado por aquí, no quiero que te rompas nada, como el último paisajista. Ahora quiere demandarme. Otra cosa para la que tampoco tengo tiempo.
—Ah —dijo Audrey—. Tendré cuidado. ¿Tiene algún problema con algún… animal?
—Tengo un perro que excava.
Audrey se esforzó por no reír.
¿Cómo era posible que un hombre como aquél no fuese capaz de controlar a un perro?
Él la miró como si supiese que tenía ganas de reír.
Audrey se puso todavía más seria y entonces vio, sorprendida, como era él quien sonreía, sacudía la cabeza y juraba algo ininteligible.
—Sí, ya lo sé, vencido por un perro. Soy consciente de que es ridículo. No obstante, éste es el estado en el que me encuentro. Yo desprecio al perro. Y el perro me desprecia a mí. Hace semanas que estamos en guerra y me está ganando. No sabes lo que me cuesta admitirlo…
—Sí, claro que sí.
Audrey se dio cuenta de que Simon estaba luchando por no volver a sonreír.
Él se aclaró la garganta y continuó:
—Marion también me dijo que tenías un perro que se comportaba muy bien.
—Teníamos una perra maravillosa. Murió hace dos años.
—¿No estropeaba el jardín?
—Tenía un rincón en el que le permitía enterrar los huesos. ¿Sería posible que el perro tuviese un pequeño rincón para él?
Simon suspiró.
—Si es necesario…
—A mí me parece que sí.
—Está bien —accedió él, como si acabase de hacer una concesión de millones de dólares en un contrato—. El perro es de mi hija, Peyton. Ella lo adora, de hecho, lo quiere más que a mí en estos momentos. Y no me enorgullezco de ello, pero tengo que admitir que intenté ganarme su cariño con el perro y funcionó. Ahora le gusta mucho venir, pero su madre sólo la deja hacerlo algún fin de semana que otro, y el perro está aquí siempre. Porque la madre de Peyton no quiere al perro en su casa. Yo creo que lo hace para atormentarme todavía más.
—Lo siento mucho —dijo Audrey, sorprendida de que hubiese admitido tantas de sus debilidades con esa franqueza. Otros hombres habrían fingido ser invencibles. Y había algo en su comportamiento que podía parecer intimidante, pero que a ella le resultaba divertido.
Y, además de eso, le daba la impresión de que, a pesar de que todo aquello le pareciese un fastidio, estaba seguro de que iba a triunfar. Era como si tuviese un secreto que le permitiese mantenerse tranquilo y poder con todo.
Salvo con el perro.
—Está aquí siempre —se quejó—. Y excava. Se come mis calcetines. Se comió mis zapatos favoritos, hace ruido a todas horas y me molesta. Me parece que no lo hemos educado bien.
Audrey asintió.
—Imagino que lo habrá intentado con algún entrenador de perros.
—Con tres.
Que tampoco habrían tenido éxito y le habrían hecho perder el tiempo, como los pobres paisajistas. Audrey se preguntó cómo actuaría Simon Collier cuando estuviese enfadado de verdad. Si la tierra temblaría o algo así.
—Pues tampoco tengo formación en… el entrenamiento de animales —empezó Audrey.
Él le lanzó una mirada que quería decir: que ya lo sabía; que ya habían hablado de eso antes; y que no iba a molestarse en contestar.
—Está bien —dijo ella—. Tengo que educar al perro. ¿Cómo se llama?
—Yo lo llamo de muchas maneras —contestó él en tono seco, pero con un pequeño toque de humor.
Y Audrey se preguntó si no sería todavía más joven de lo que había imaginado.
¿Treinta y ocho?
¿Treinta y seis?
De repente, se sintió vieja y envidió su confianza en sí mismo, su aire de poder, su riqueza y toda la seguridad que ésta le daba, el no tener que depender de nadie.
—¿Cómo llama tu hija al perro? —le preguntó.
Él hizo una mueca de disgusto y admitió a regañadientes:
—Tink, supongo que tendré que presentaros antes de que aceptes el trabajo —dijo él, y esperó.
Tal vez esperase que ella dijese que no era necesario.
¿Debía acceder?
¿Tanto deseaba el trabajo?
Se temía que sí.
Entonces, Simon la salvó diciendo:
—Mi experiencia me dice que tengo que hacer todo lo posible porque aceptes antes de que conozcas al perro. ¿Quieres que te enseñe tu alojamiento?
—Por favor —contestó ella.
Él levantó el brazo e hizo un gesto para que lo siguiese.
—Por cierto, tengo que contarte mi tercer problema. Mi ama de llaves, la señora Bee. La adoro.
—¿De verdad?
Increíble, alguien que le gustaba.
—Sí —contestó él sonriendo un poco—. Tal vez te digan que soy… difícil. Exigente. Poco razonable. Que no hay mujer en el mundo que quisiera vivir conmigo, pero no es verdad. La señora Bee y yo nos llevamos estupendamente.
ASÍ que la gente también hablaba de Simon Collier, y era evidente que a él no le gustaba. Audrey pensó en decirle que lo comprendía y que no haría caso de las habladurías.
Pero en el poco tiempo que había estado con él se había dado cuenta de que era cierto que a ninguna mujer le sería fácil convivir con él. Era evidente que era exigente, perfeccionista, que, de niño, debía de haber sido de los que no jugaban bien con los demás.
Tampoco con las mujeres.
Por supuesto que no. Era él quien tenía todo el poder, y ellas, nada.
Audrey ya había estado en una relación así, y había terminado mal.
Pero en ese caso se trataba de él y de la señora Bee.
—Me alegro por vosotros —comentó.
Él sonrió.
—Llevamos juntos diez años. Nuestra relación ha durado mucho más que mi matrimonio. Es ordenada, cuidadosa. Lleva mi casa como una máquina. Todo lo que hay entre estas paredes es su dominio. No tienes que interferir en su trabajo, ni molestarla, porque no puedo imaginarme vivir sin ella.
—Está bien.
¿Qué era entonces lo que tenía que hacer?
—Por desgracia, la señora Bee odia al perro, todavía más que yo, si es que eso es posible.
—Ah —Audrey comprendió.
—Ha amenazado con marcharse si no me deshago de él. Y tengo que confesarte que he pensado en decirle a Peyton que se había escapado, o que lo había atropellado un coche, pero entonces lloraría, y odio ver llorar a mi hija. Pero, al mismo tiempo, me niego a vivir sin la señora Bee.
—Lo entiendo.
—Le prometí que encontraría a alguien que se ocupase del perro. Es la única manera de que se quede. Y ahí es donde entras tú en acción. Tienes que asegurarte de que el perro no moleste a la señora Bee, por eso necesito a alguien que viva aquí.
Llegaron al garaje y él la condujo hasta unas escaleras que había en el lateral del edificio que llevaban al segundo piso, y a una puerta que él abrió antes de retroceder para dejarla pasar.
Era un lugar abierto, en forma de L, amueblado con muy buen gusto. Un salón y una pequeña zona de comedor con cocina que, sin duda alguna, habían sido visitados recientemente por la señora Bee, porque estaban impolutos. Los suelos de madera brillaban, igual que las encimeras y los electrodomésticos.
Las paredes estaban pintadas en tono crema y había muchas ventanas, con vistas al jardín.
Audrey asomó la cabeza por la puerta que había enfrente de la cocina y descubrió un dormitorio y un bonito cuarto de baño.
—Los anteriores dueños tenían un hijo que estaba en la universidad y que vivía aquí —comentó Simon—. Espero que te parezca aceptable.
—Es perfecto.
Mucho más de lo que ella habría podido permitirse, dada su falta de experiencia o formación profesional.
—Entonces, ¿puedes arreglar el jardín, encargarte del perro y evitar que moleste a la señora Bee?
—Seguro que sí.
—Excelente —le dijo cuál sería su sueldo, que era más que justo, dado que iba a vivir allí—. ¿Cuándo puedes empezar?
—¿Cuándo quieres que empiece?
—Supongo que no puedes empezar ahora mismo, dado que necesitarás algo de tiempo para traer todas tus cosas aquí. ¿Qué tal mañana?
—¿No quiere referencias ni un currículum…?
Él negó con la cabeza.
—Marion responde por ti. Y eso es todo lo que necesito.
Audrey asintió.
—¿Te ha dicho…? Quiero decir, que deberías saber…
—Estabas perdida, tenías algunos problemas y querías volver a empezar, ¿no? Y ella te acogió durante una temporada.
—Sí.
Era evidente que conocía bien a Marion.
—¿Te han detenido alguna vez?
—No.
—Marion no te dejaría estar en su casa si no fueses limpia y formal, así que con eso me basta. No necesito más detalles. Sólo quiero que alguien me solucione mis tres problemas. ¿Estás dispuesta a hacerlo?
—Sí —contestó ella.
—Excelente —le tendió las llaves del apartamento, se dio la vuelta y se alejó sin dejar de hablar.
Audrey lo siguió.
—Tendrás que presentarte sola a la señora Bee. Está esperándote en la cocina. Ella te dará los detalles que necesitas —le dijo, y esperó a que cerrase la puerta con llave.
—Muchas gracias.
—No, gracias a ti. Vas a hacerme la vida mucho más fácil.
Audrey asintió.
—El perro llegará en cualquier momento. He contratado a una persona para que lo saque a pasear. Sí, ahí viene.
Audrey lo siguió escaleras abajo y esperó a que una joven con pantalones cortos y camiseta se acercase, casi arrastrada por lo que parecía un enorme perro de pelo largo, blanco y negro, que no era más que un cachorro, debía de tener seis meses.
A pesar de volver de su paseo matutino, daba la sensación de que el animal acababa de despertarse y estaba preparado para correr un maratón. Tenía la boca abierta, parecía que sonreía, y estaba contento.
Era precioso.
—Hola, señor Collier —dijo la joven, e intentó darle la correa del perro, pero él señaló hacia Audrey.
El perro movió la cola vigorosamente e hizo un sonido de alegría, se sentó en las patas traseras y levantó las delanteras para posarlas en los muslos de Audrey.
Simon Collier hizo una mueca.
—Lo siento —dijo, y luego se despidió de la chica.
Audrey sonrió y miró al perro a los ojos, luego, le hizo bajar las patas y se arrodilló delante de él.
—Hola, Tink.
El perro sonrió todavía más y le lamió la cara.
Simon hizo un sonido de asco.
—Vamos a ser amigos —le susurró Audrey al perro, esperando que fuese verdad. Su trabajo dependía de ello, al fin y al cabo, y el pobre cachorro no tenía amigos, salvo Peyton Collier.
Se levantó y el perro se quedó donde estaba, no saltó.
—Muy bien —le dijo Audrey.
—No vas a cambiar de idea, ¿verdad? —preguntó Simon.
El perro se dio la vuelta y se marchó.
—No, ¿pero por qué compraste un border collie?
—Porque a mi hija le encantó, y la mujer que nos lo vendió dijo que era un perro inteligente, aunque a mí todavía no me lo ha demostrado. ¿Por qué? ¿No es un buen perro?
—Es un perro que ha sido criado para pasarse el día corriendo detrás de las ovejas, sin cansarse —le informó Audrey.
—¿Me estás diciendo que tengo que comprarle un rebaño si quiero que esté contento?
Audrey se echó a reír.
—No, es sólo que es un animal con mucha energía, y por eso te parece tan destructivo. Debe de aburrirse mucho y necesita hacer algo.
Simon frunció el ceño.
—¿Y qué puede hacer, además de guardar el ganado?
—Ejercicio. Yo iré a correr con él todas las mañanas. Y tal vez también por las tardes, si es necesario. Así estará demasiado cansado para causarnos problemas.
—¿Eso es todo lo que necesita? ¿Estar demasiado cansado?
—Eso nos ayudará bastante. Y la buena noticia es que la mujer que os vendió el perro tenía razón, son animales muy inteligentes.
—Éste, no.
Audrey volvió a reír, acarició al animal, que volvió a ponerle las patas delanteras encima, incapaz de contener la emoción.
—Ves —dijo Simon.
Audrey lo empujó con cuidado y dijo:
—Tink, abajo.
El perro obedeció y se quedó mirándola, moviendo el rabo.
—Buen perro —añadió Audrey. Era una pena que no tuviese nada con lo que recompensarlo.
—No lo es.
—Bueno, en cualquier caso, es lo suficientemente inteligente para saber que no te gusta…
—Para eso no hay que ser un genio.
Audrey contuvo una sonrisa.
—Y, por el momento, ha sabido cómo llamar tu atención.
Simon la miró con incredulidad.
—Quiero decir que el perro siente la animadversión que existe entre ambos, y eso no está ayudando a solucionar el problema. ¿Qué tal si haces como si no te interesase pelear con él…?
—¿Quieres que me retire de la batalla? —preguntó Simon, de nuevo con incredulidad.
—Marion me ha dicho que detestas perder el tiempo. Y supongo que te has dado cuenta de que es una pérdida de tiempo intentar pelear con este perro. Es algo indigno de ti. ¿Por qué no vas a hacerte con el poder de un país, o algo así? ¿No te gustan más esos retos?
Él la miró sorprendido.
¿Estaría furioso?
Finalmente, dijo en tono altanero:
—Yo no dirijo ningún país.
Luego, se echó a reír, y Audrey volvió a respirar.
—Creo que lo vamos a pasar muy bien trabajando juntos, Audrey. Nos veremos el viernes por la noche, cuando vuelva a la ciudad.
Entró en el garaje, se metió en el Lexus negro y desapareció por el camino.
El perro empezó a gimotear para llamar la atención de Audrey.
«Maldita sea», pensó ella. ¿Dónde se había metido?
Simon no pudo apartar su imagen de la cabeza, a pesar de que se había tapado de los pies a la cabeza, lo que era una pena esconder un cuerpo así.
Sacó el teléfono mientras conducía y llamó a Marion.
—No me habías dicho que era impresionante.
—¿Desde cuándo necesitas que alguien te diga que una mujer es impresionante?
Simon juró entre dientes.
Y Marion rió.
—Todavía no me he recuperado de la última mujer que dejé entrar en mi vida.
—Créeme, eres el último tipo de hombre con el que Audrey Graham querría tener algo, lo que significa que no tienes nada de lo que preocuparte con ella.
—¿Y por qué no querría tener nada conmigo? Soy un partidazo.
Era rico. Rico, soltero y tenía menos de cuarenta años.
—Ya sabes que no me gusta hablar de los demás, Simon, pero te diré que Audrey acaba de deshacerse de un hombre muy parecido a ti, y no quiere repetir.
—¿Cómo que muy parecido a mí? ¿Qué quieres decir? Con buen carácter y muy sexy.
—Sí, en eso estaba pensando. Aunque tengo que decirte que estás de mejor humor que de costumbre. ¿Te encuentras bien?
—No te preocupes, estoy seguro de que se me pasará.
La idea de que alguien amaestrase al perro, hiciese feliz a Peyton, y a la señora Bee, le hacía estar más tranquilo.
¿O era el haber conocido a una mujer muy guapa, con buena actitud y a la que no le preocupaba enfrentarse a él lo que lo había puesto de tan buen humor?
No había muchas mujeres que se atreviesen.
O que pudiesen hacerle reír, como había hecho ella.
—Sólo necesito a alguien que se ocupe del perro y del jardín —dijo, tal vez para recordárselo a sí mismo, más que a Marion.
—Y la acabas de encontrar —añadió ella.
—No se te ocurra intentar emparejarme con ella, ¿de acuerdo?
—Ya te he dicho que ella tampoco quiere saber nada de hombres ahora mismo.
«Qué pena», pensó Simon.
Le gustaban las mujeres que no se sentían intimidadas por él, que escupían fuego de vez en cuando.
En especial, en la cama.
Audrey no podía creer que hubiese conseguido el trabajo. Y un lugar donde vivir, tan cerca de su hija.
Aquél sería el primer paso para volver a entrar en su vida.
Ni siquiera conocer a la señora Bee podría estropearle el día.
Y eso que la señora Bee era más fría que el viento del norte, bizca, muy delgada y estirada, y le gustaba dar órdenes todavía más que a su jefe.
Permitió la entrada a Audrey en su pulcra y tenebrosa cocina sólo el tiempo suficiente para que le diese su número de la seguridad social y para volver a reiterar el odio que sentía por el perro, y que esperaba que Audrey no causase más problemas ni a ella, ni al señor de la casa. Sobre todo los problemas que causaban las mujeres indignas cuando intentaban echarle el lazo a Simon Collier.
Audrey intentó asegurarle que no quería meterse en ningún tipo de problemas, aunque la señora Bee no pareció convencerse del todo.
Se sintió aliviada al salir de la cocina y se dijo que era una suerte no haber ido allí con la idea de hacer amigos.
Iba hacia el coche para marcharse cuando Tink, que había estado durmiendo bajo un árbol cercano, corrió hacia ella como si no quisiese quedarse allí solo con la señora Bee.
—Tengo que irme, pero volveré pronto. Y, luego, nos haremos amigos.
El perro gimió.
—Tengo que ir por mis cosas.
El animal gimió más.
—Lo siento, tengo que marcharme.
Tink empezó a ladrar como un loco.
Y ella no fue capaz de hacerlo callar.
La señora Bee apareció en la puerta trasera de la casa, con el ceño fruncido.
—Ah, todavía está aquí —dijo al ver a Audrey con expresión de disgusto—. ¿Va a hacer algo con esa cosa o va a ignorar su responsabilidad hasta que vuelva mañana? —le preguntó.
Audrey consiguió esbozar una sonrisa.
—Creo que voy a llevármelo a dar un paseo, tal vez algo más de ejercicio lo ayude a estar más tranquilo y a… hacerle a usted el día más agradable.
Si es que era posible que la señora Bee tuviese un día agradable.
A la señora Bee pareció sorprenderle su respuesta, resopló y cerró la puerta.
Audrey tomó aire, buscó la correa del perro en el garaje y salió con él de la propiedad.
Empezaron andando con rapidez y terminaron trotando. Y enseguida salieron de la zona en la que vivía Simon Collier y se adentraron en la que había vivido Audrey.
Al llegar a la que había sido la heladería favorita de su hija, no pudo correr más. Audrey se detuvo para recuperar la respiración y para que Tink bebiese agua.
El perro estaba tan contento que saltó sobre ella dos veces, y Audrey iba a regañarle cuando oyó una voz que le decía sorprendida:
—¿Mamá?
Ella se giró y allí estaba Andie, con un helado de chocolate en la mano, con expresión de no poder creer lo que estaba viendo. Estaba con Jake Elliott, uno de sus amigos.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Andie en tono acusador.
Ella no supo cómo decírselo, a pesar de haber imaginado aquella conversación cientos de veces.
—He encontrado trabajo en Highland Park. Voy a vivir allí.
Andie parecía horrorizada. Se le dilataron las pupilas y los ojos se le llenaron de lágrimas, retrocedió.
—No puedes hacerme eso —susurró.
Jake se puso a su lado, para reconfortarla, y Audrey se alegró de que su hija tuviese a alguien en quien apoyarse, aunque también estuviese en contra suya.
—Pues ya está hecho.
—¿Cómo has podido? —preguntó Andie, sacudiendo la cabeza—. ¿No crees que ya has hecho suficiente para arruinarme la vida?
Audrey no supo qué decir, pero no tuvo que decir nada porque, en ese momento, Tink la salvó. Debía de haber sentido la tensión, y gruñó a Andie y a Jake.
—Tink, no —dijo ella.
El animal la miró y dejó de gruñir, pero se quedó a su lado por si lo necesitaba.
—¿Crees que puedes volver a mi vida así, sin más? —inquirió Andie.
No, sólo había pensado en estar cerca, por si en algún momento su hija la necesitaba.
—Sólo he sacado al perro a pasear, Andie. No tenía ni idea de que estuvieses aquí. ¿Cómo iba a saberlo? Hacía dos meses que no te veía.
—¿Por qué has tenido que venir aquí, donde vivo yo? Bueno, pues no va a funcionar. Hagas lo que hagas, no funcionará —le advirtió Andie, y se marchó.
Tink ladró con todas sus fuerzas, contra el enemigo.
—No —intentó explicarle Audrey—. Es mi niña. Mi pequeña.
Y se quedó allí, viendo cómo Andie se metía en su coche y desaparecía. Luego, se dejó caer en un banco al lado de la heladería, temblando, con el perro apoyado en su regazo, gimiendo de nuevo, sin entender lo que le pasaba, pero queriendo serle de ayuda.
ANDIE seguía temblando cuando entraron en el camino que llevaba a su casa, en la que vivía con su padre. Jake había intentado calmarla, pero sin éxito.
Estaba demasiado furiosa.
Además, prefería estar sola. De todos modos, sabía que no podía contar con nadie.
Después de lo que su madre había hecho el otoño anterior, sabiendo que todo el barrio hablaba de ella, ¿cómo se había atrevido a volver?
Salió del coche y dio un portazo, luego, se secó las lágrimas. El coche de su padre no estaba en el camino, lo que significaba que no estaba en casa, como de costumbre. Sí había otro coche, el de su joven, estirada y rubia novia.
«¡Estupendo!», pensó.
Si sus padres hubiesen aguantado dos años más, ella ya habría estado en la universidad y no le habría importado. ¿Cómo iba a soportar otro año y medio más viviendo con su padre y la Barbie? Y, encima, con su madre en el barrio…
Entró en la casa por el garaje y estaba casi en su habitación cuando se dio de bruces con el nuevo amor de su padre. La Barbie llevaba puesta una bata, zapatillas de casa y una porquería de color verde en la cara.
La rubia resopló enfadada al verla.
—Pensé que eras Richard —dijo.
—¿A estas horas? ¿Cuándo lo has visto llegar tan pronto? Tiene que trabajar mucho, para pagarte todos los caprichos. El coche nuevo, tus tratamientos de belleza, Barbie.
Ella le sonrió con dulzura, como diciéndole que no iba a librarse de ella tan fácilmente.
Y Andie se dijo que le daba igual. Entró en su habitación, se tumbó en la cama y descolgó el teléfono para llamar a su padre.
—Por favor, responde, por favor —susurró—, sólo esta vez.
Pero respondió, cómo no, su secretaria, que accedió a concederle una audiencia con su padre. Por esa vez.
—¡Papá! —gimió Andie—. Me ha pasado algo horrible. Me he encontrado con mamá en la heladería. ¡Me ha dicho que va a vivir en Highland Park!
Él rió.
—Andie, tu madre no podría permitirse vivir allí. A no ser que…
«A no ser que haya encontrado otro hombre que la mantenga», pensó.
Pero no lo dijo, no era necesario.
—Dice que ha conseguido un trabajo —le explicó Andie.
—¿De qué? No sabe hacer nada.
—Ya lo sé.
Entonces… ¿La había mentido su madre? Eso no era nuevo.
—No soportaría tenerla aquí —sollozó—. Ahora que las cosas habían empezado a calmarse. ¿Puedes llamarla y decirle que se marche, por favor? Dile que, si de verdad me quiere, se vaya.
—Yo… Espera, Andie. Tengo otra llamada…
—Papá, ¡por favor!
—Lo siento.
—No. Díselo. Prométeme que lo harás.
Pero él ya había colgado.
Andie colgó también. Cómo no, su padre no podía hablar con ella porque tenía otra llamada más importante. Estaba acostumbrada a que no le dedicase más de cinco minutos al día, a veces, a la semana. Había vuelto a vivir a la casa familiar, pero en realidad no estaba allí. Estaba tan poco como antes de que se separase de su madre.
Y ella estaba sola.
Audrey no tenía muchas cosas que llevarse.
Se había marchado de su casa tres meses antes, sólo con una maleta y una bolsa de viaje pequeña. Y había llegado a casa de Marion hacía dos meses, con lo mismo. En el tiempo que había pasado allí sólo había acumulado cosas que le cabían en dos cajas, que ya estaban en su coche. Cerró la maleta y miró a su alrededor. Sintió algo parecido al pánico.
—Venga, venga —le dijo Marion abrazándola por la cintura—. No te pongas así. Ya es hora. Y vas a estar bien.
—Me alegra que alguien piense así —contestó ella apoyando la cabeza en su hombro—. No sé cómo darte las gracias —añadió, con un nudo en la garganta.
—No, por favor. Ésta es una casa alegre. Te lo dije cuando llegaste. Me ha encantado tenerte aquí. Te echaré de menos. Puedes llamarme y venir a verme cuando quieras. De hecho, me dolería mucho que no lo hicieras. Pero es hora de salir del nido, cariño. Tienes que continuar con tu vida. Yo sé mucho de estas cosas. Y nunca me equivoco. Estás preparada.
Audrey se irguió y luchó por no llorar.
—No pensé que nadie fuese a darme otra oportunidad, y tú…
—No, no. Si quieres agradecérmelo, ayuda a alguien a seguir adelante. Así es como quiero que me lo agradezcas.
—Está bien. Lo haré —le prometió, mirando a su alrededor—. Voy a echar de menos este lugar.
Marion le sonrió.
—Estás preparada para marcharte, cariño. Por cierto, no me has dicho qué te ha parecido Simon.
—Bueno, no tiene sesenta años, ni está calvo.
—¿Por qué pensabas que iba a tener sesenta años e iba a estar calvo?
—No lo sé. Quiero decir, que me hablaste de que tiene mucho éxito, de que es muy rico. Di por hecho que no era…
«Tan atractivo».
—¿Cuántos años tiene? —le preguntó, porque fue lo primero que se le ocurrió, y no quería hablar de lo guapo que era.
—No lo sé. Lo conozco desde siempre. Desde que era un niño.
—¿Y siempre ha sido tan… exigente?
—Sí, siempre ha sabido lo que quería, y cómo conseguirlo. En los negocios, quiero decir
Audrey sintió pánico por un momento.
—¿No querrás emparejarme con él, verdad?
—No, por supuesto que no…
—Porque lo último que necesito en estos momentos es un hombre.
—Lo sé. Bueno, ¿esto es todo lo que tienes?
Audrey asintió. Y salieron.
—No mires atrás —le aconsejó Marion—. Sólo hacia delante. Es la única manera de llegar adonde quieres llegar.
A ella le entraron de nuevo ganas de llorar.
—Hoy he visto a Andie.
—¿De verdad? —Marion sabía lo mucho que eso significaba para ella.
Audrey fue hacia el coche. Marion la siguió.
—A un par de manzanas de casa de Simon. Se puso furiosa cuando le dije que iba a vivir cerca.
—Bueno, ya imaginabas cuál sería su reacción. Sólo te demuestra que tenías razón al pensar que, viviendo cerca, te la encontrarías. Dale tiempo. Ya verás como acabas ganándotela.
—Eso espero. No sé qué más hacer.
—Es una adolescente. Cambian de idea cada treinta segundos, y cualquier cosa les parece un drama.
—Lo que hice no fue cualquier cosa.
—Lo sé, pero sigues siendo su madre. Las chicas de su edad necesitan a su madre, y nunca es demasiado pronto para aprender a perdonar —insistió Marion—. Tengo razón en eso. Y tengo razón contigo. Cree en mí, si todavía no eres capaz de creer en ti misma.
—Lo haré —le prometió Audrey.
Dejó la maleta y el bolso en el asiento trasero. Y entonces sonó su teléfono.
—Es Richard —comentó, haciendo una mueca al ver el número.
—No permitas que te intimide. Él también tiene su parte de culpa en todo esto.
Audrey tomó aire y contestó.
—Hola, Richard.
—¿Qué tontería es ésa de que vas a vivir en Highland Park, Audrey? —preguntó gritando.
—Es la verdad, voy a vivir allí. He encontrado trabajo.
Él rió.
—Ya me imagino cómo vas a ganarte la vida en un barrio como Highland Park.
Audrey se mordió la lengua. Aquella conversación no le pillaba por sorpresa. Andie no quería tenerla cerca, y quería que Richard le pidiese que se marchase.
—Dile que lo siento, pero que me voy a quedar —le dijo a su ex marido cuando pensó que ya había oído suficiente.
Richard le dijo que era egoísta, irresponsable y mala madre. Aún gritaba cuando le colgó.
Marion seguía delante de ella. Parecía triste y enfadada, pero tranquila al mismo tiempo.
—Ya lo has oído, Andie le ha rogado que me pida que me marche.
Marion asintió con confianza. Y Audrey pensó que ella no volvería a sentirse segura de sí misma en toda la vida.
—Lo sorprendente es que Richard haya tenido tiempo de escucharla y de hacer lo que le ha pedido —añadió.
—Eso mismo estaba pensando yo —comentó Marion, agarrándola de la mano—. Y te voy a contar un secreto, sólo por si te hace sentir mejor. Si alguna vez quieres que lo haga, Simon podría aplastar a tu marido con sólo mover el dedo meñique, en los negocios, quiero decir.
Audrey rió, le gustaba la idea de que alguien aplastase a Richard.
—Si nuestra hija no tuviese que ir a la universidad dentro de año y medio, me lo pensaría —suspiró—. ¿Qué hago ahora?
—Confía en ti misma. Confía en que sabes lo que estás haciendo, en lo que es más importante para ti. Tu hija. Y piensa que estás trabajando para arreglar las cosas con ella.
Audrey se inclinó para abrazarla.
—¿Cómo has llegado a saber tanto?
—Cometiendo muchos errores importantes en mi vida. El truco está en aprender de ellos, y tú lo has hecho. Ahora, ve a recuperar a tu hija.
La casa de Simon Collier estaba en silencio y a oscuras cuando aparcó debajo de las escaleras que llevaban a su alojamiento. Estaba sacando la primera caja del coche cuando se abrió la puerta, la señora Bee se asomó y Tink ladró como un loco.
—Veo que llega temprano —dijo la señora Bee, sorprendida y, probablemente complacida.
—Puede dejar salir al perro. Yo me ocuparé de él.
Dos segundos más tarde, Tink corría hacia ella con cara de felicidad, como si estuviese encantado de que hubiese vuelto.
Audrey dejó la caja y se arrodilló para saludarlo. El animal puso las patas sobre sus muslos y chocó contra su pecho. Ella rió, lo abrazó y el perro empezó a lamerle la cara.
—Está bien, está bien —le dijo—. Gracias, pero…
Entonces, empezó a llorar.
Tink se apartó al probar sus lágrimas. Confundido, ladeó la cabeza y empezó a gimotear.
—Estoy bien —le aseguró Audrey—. O, al menos, lo estaré pronto. Es sólo que no recuerdo la última vez que alguien se puso contento al verme. Eres un encanto. Un poco salvaje, pero un encanto.
Ya se le había olvidado que el amor de los perros era incondicional, y Tink se lo demostró lamiéndole de nuevo las mejillas.
—Ya vale —lo apartó con cuidado—. Creo que te va a resultar difícil entenderlo, pero a muchas personas no les gustan los besos caninos, Tink. ¿Por qué no subes conmigo y te enseño mi nueva casa? Te buscaré un lugar donde dormir, y mañana saldremos a correr.
Veinte minutos más tarde ya tenía todas sus cosas arriba. El lugar era tranquilo, y para ella sola.
Se hizo un ovillo en un rincón del mullido sofá, con el perro prácticamente en su regazo, y se quedó dormida.
A AUDREY la despertaron muy temprano los húmedos lametazos de Tink. Abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba tumbada en el sofá.
—Vaya —se quejó, le dolía la espalda y el cuello.
Tink dio un ladrido y le sonrió.
Ella suspiró y miró por la ventana. Todavía estaba amaneciendo.
—Bueno, supongo que no está mal que empecemos el día tan temprano —le dijo al animal—. Dame unos minutos e iremos a correr, te lo prometo.
Se levantó del sofá y fue dando tumbos hasta la puerta. Dejó que el perro saliese a hacer sus necesidades y ella se lavó los dientes, se puso un chándal y zapatillas de deporte y fue hacia la puerta.
Tink la estaba esperando al otro lado, sonriendo de oreja a oreja.
Audrey buscó su correa y se la puso.
—Bueno, tenemos mucho trabajo por hacer —le dijo, haciendo una lista en su mente—. Lo primero, iremos a correr.
Echó a correr despacio, en dirección contraria a su antigua casa. Hacía fresco, pero el sol ya brillaba entre los árboles. Se cruzaron con otras personas que iban corriendo, con otros perros.
Tink parecía encantado. Y ella esperó llegar pronto al mismo estado. Llegar al punto en el que dejaba de pensar, en el que la necesidad de respirar, y el sonido de su propio corazón, la brisa en la cara y el ritmo de sus pies golpeando el suelo, lo eran todo.
Quería estar en paz.
Si corría lo suficiente, si se cansaba, podría por fin estar en paz.
Esa mañana lo consiguió, así que corrió hasta que le dio un calambre y tuvo que parar. Se dejó caer en un banco enfrente de la heladería, con Tink a sus pies. Audrey intentó estirar la pierna sin levantarse, porque la otra pierna se había quedado casi sin fuerza.
La gente estaba empezando a salir a la calle. Un par de niños que iban al colegio se detuvieron a acariciar al perro. A Audrey le pareció ver a una mujer que conocía del colegio de Andie, pero no estaba segura.
Cuando por fin se le pasó el dolor, se levantó y dio un par de pasos.
—Nos hemos superado mucho esta mañana —le dijo a Tink—. Creo que voy a tener que volver a casa cojeando. Espero que tú también estés cansado.
Fue avanzando despacio, y no llevaba mucho andado cuando se detuvo un coche a su lado.
Un adolescente salió de él. Era Jake, el amigo de Andie.
—¿Señora Graham? ¿Está bien?
—Ha sido sólo un calambre, Jake. Estamos bien.
Él dudo antes de preguntarle:
—¿De verdad ha venido a vivir por aquí?
—Sí.
—¿Quiere que la llevemos?
—Jake —lo llamó el conductor del coche—. Tenemos que ir a clase.
—Tenemos tiempo —le contestó él—. De verdad —añadió, mirando a Audrey.
A ella le dio la impresión de que quería hablarle, así que aceptó. Jake se subió al asiento de atrás y ella fue delante, con el perro a su lado, sentado en el suelo. Jake la presentó a su amigo como la madre de Andie. Audrey les indicó dónde vivía y les agradeció que la llevasen.
Al llegar delante de la casa, Jake silbó, impresionado.
—Guau. ¿Vive aquí?
—Trabajo aquí —respondió ella mientras salía del coche.
—Andie está muy disgustada con su vuelta —comentó Jake.
—Lo sé. Y lo siento, pero tengo que intentar arreglar las cosas con ella, Jake.
Él asintió.
—No sé si la perdonará, pero… la verdad es que no es feliz viviendo con su padre y su novia.
—Ya lo imaginaba, pero gracias por confirmármelo, y por ser su amigo. Y siento todo lo que pasó el otoño pasado. No tenía derecho a involucrarte a ti también.
Audrey se había emborrachado en una fiesta y había montado todo un numerito. Andie había llamado a Jake para que las llevase a casa. Él, que por aquel entonces todavía no tenía el carné de conducir, había tenido un accidente con el coche de su tío cuando llevaba a Audrey, que estaba inconsciente, al hospital. A ella le seguía pareciendo un milagro que los tres hubiesen salido ilesos.
—Mi tío dice que fui yo quien tomé la decisión de ir.
—Pero fui yo quien te hizo tomar esa decisión. Lo siento.
—Ya lo sé. Recibimos su carta.
—Bien. Gracias por traerme. Si Andie o tú necesitáis algo, ya sabéis dónde estoy. Vivo encima del garaje. Podéis venir cuando queráis.
Jake se montó en el coche y Audrey observó cómo se alejaba. Luego, fue cojeando hasta su apartamento.