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Carlos III protagoniza, posiblemente, el reinado más completo de la Historia de España, y es una de sus figuras más controvertidas. Eleva al nivel de gran potencia a una España hundida, y la convierte en una nación moderna. Esta biografía cálida y cercana, es análisis del personaje, relato de los hechos y mucho más. El autor nos presenta al Rey inmerso en el panorama de su tiempo, y rodeado de sus grandes ministros, colaboradores y detractores. También se narran, como si se estuvieran viviendo, trascendentales episodios de su reinado: el motín de Esquilache, la expulsión de los jesuitas o los ataques a Gibraltar. Por último, se exponen otros hechos importantes de su gobierno: la gran cantidad de obras y monumentos realizados, la institución del himno y la bandera nacional, la creación del Banco de España, etc.
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Veröffentlichungsjahr: 1997
CARLOS III
© José Antonio Vaca de Osma, 2014
© Ediciones RIALP, S.A., 2014
Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)
www.rialp.com
Cubierta: Carlos III vestido con el hábito y manto de su Orden, por M.S. Maella, Museo del Prado, Madrid
ISBN eBook: 978-84-321-3981-9
ePub: Digitt.es
Todos los derechos reservados.
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A S. A. R. el Príncipe de Asturias, D. Felipe de Borbón y Grecia, promesa de un nuevo reinado carlotercista.
I. El estado de la nación
1700: fin y principio.—La herencia de los Austria.—Entre el Archiduque y el Duque de Anjou.—Consecuencias de la guerra de Sucesión.—Primeros pasos de la nueva dinastía.—La Europa de principios del siglo XVIII.
II. Vísperas de un gran reinado
Se inicia el siglo de las reformas.—Felipe V, Luis I y las mujeres en torno.—Los políticos y gobernantes del primer tercio del siglo: los franceses, Alberoni y Riperdá.—La política internacional de la época.—El gran don José Patiño.—El Ejército y la Marina.—La Administración y la Hacienda.—Los asuntos de la Iglesia.—La Cultura.
III. Fernando VI - El tiempo de Ensenada
España ante sí misma.—El valor de la iconografía.—Personalidad de un rey pacífico.—Doña Bárbara de Braganza.—Carvajal y Ensenada, entre Inglaterra y Francia.—Ricardo Wall.—El marqués de la Ensenada, espejo de gobernantes y de hombres de Estado.—Melchor de Macanaz.—El Concordato de 1753.—El panorama internacional.—El reinado positivo de Fernando VI, pórtico para el gran reinado de Carlos III.
IV. Las mocedades del rey Carlos III
(1.ª parte) - Nace un Infante de España
Carlos III nace en el viejo Alcázar de Madrid.—Grandes ceremonias en el alumbramiento y en el bautizo.—La niñez del Infante Don Carlos.—Proyectos y frustraciones de bodas infantiles.—Perspectivas italianas.—Intercambio de princesas.—Grave enfermedad de Felipe V.—Tratado de Sevilla de 1729.—Don Carlos, reconocido duque de Parma.—Los españoles del fraile Zhan.—Encuentro con el padre Feijóo.—El padre Sillero.—Don Carlos, católico y español.—
(2.ª parte) - El Duque de Parma y Toscana
Italia, cátedra política.—Séquito y viajes espectaculares.—Correspondencia materna.—El duque de Parma y Piacenza, aficionado al «calcio» y enfermo de viruela.—El hijo obediente.—Asombro en Florencia.—Juan Gastón de Médicis.—Don Carlos, deslumbrado por su entorno.—Guerra de Sucesión de Polonia y Pacto de Familia.—Carta de Felipe V.—Aparece Bernardo Tanucci.
V. Carlos VII, el rey de las dos sicilias
Don Carlos, generalísimo, camino del Sur.—A través de los Estados Pontificios.—Nápoles, gran ciudad.—Carlos VII de las Dos Sicilias.—Campañas militares.—Conquista y pacificación de Sicilia.—Incendio del Alcázar de Madrid.—«Il nostro Carluccio».—El teatro San Carlos.—
El matrimonio del rey.—Descripción física de Carlos VII.—El tema conyugal.—Las candidatas.—Los padres mandan.—María Amalia de Sajonia y sus buenas cualidades.—Encuentro real y noche de bodas.—El pequeño gran Rey.—Arte y diplomacia.—La Francmasonería.—Nacen los primeros hijos.—El gran Rey constructor.—Ataque de la flota inglesa.—Firme actitud de los Reyes.—El Rey pacífico va a la guerra.—Entrevista con el Papa.—Muerte de Felipe V.—Difíciles relaciones entre don Carlos y Fernando VI.—Trece hijos en trece años.—El futuro Carlos IV.—La gran etapa napolitana.—Enfermedad y locura de Fernando VI.—Adiós a Nápoles, querido Nápoles.
VI. Los reyes en Barcelona y Madrid
Isabel de Farnesio, Reina Gobernadora.—Fernando IV, Rey de Nápoles.—Suntuosa y complicada travesía.—Entusiasmo en Barcelona.—Identificación con los catalanes.—Los Reyes en el Buen Retiro.—El pobre y sórdido Madrid.—Miserias de la población.—Impresiones desfavorables de la Reina.—Choques de Doña Amalia con Isabel de Farnesio.—Su correspondencia con Tanucci.—Ensenada en libertad.—«El Rey pone remedio a todo».
VII. Intermedio sobre la ilustraciÓn española
Caracteres especiales de la Ilustración española.—Obras clave.—Acción interior y acción exterior.—«Son como los niños...».—Cultura y educación.—Razón, virtud y tradición.—Diferentes enfoques históricos de franceses y de españoles.—El carlotercismo y las dos Españas.
VIII. Vida de la corte - Muerte de la reina
La pública vida privada de los Reyes.—Carácter de Carlos III.—Costumbres, rutinas y horarios.—Caza y tabaco.—Pulcritud y modestia.—Carácter y hábitos de la Reina.—Intransigencia del confesor Padre Eleta.—Profunda religiosidad del Rey.—Delicada salud de doña María Amalia: su fallecimiento y entierro.—De nuevo, El Escorial, panteón real.—La Reina, perfecta profesional.—El Rey, veintiocho años viudo, fiel al recuerdo de su único amor.—La intriga de Beaumarchais.
IX. Los ministros de la primera época - El palacio real
Críticas y elogios al monarca.—Acierto selectivo.—Prevención ante la venida de los italianos.—Carlos III, cuarto Borbón español, rey madrileño.—Conserva los ministros de Fernando VI.—Esquilache, única gran novedad: su historial y sus condiciones.—La inquieta y aprovechada doña Pastora.—Ricardo Wall, admirable personaje.—Otros ministros: Campo Villar y Arriaga. El duque de Losada.—El confesor Fray Joaquín Eleta.—El «Lindo abate» Marqués de Grimaldi.—El Pacto de Familia de 1761.—El nuevo Palacio Real.
X. El motÍn de Esquilache
El trasfondo de los motines en general.—«Con Esquilache o contra Esquilache».—El omnipotente don Leopoldo de Gregorio: su buen gobierno y sus abusos.—Los guardias valonas.—La organización del motín.—El edicto de las capas y de los sombreros.—Clara previsión de Macanaz.—Se desencadena la revuelta.—Serenidad del Rey.—El fraile «gilito».—Reclamaciones populares.—Reunión y decisiones del Consejo Real.—Carlos III ante el pueblo.—Retirada a Aranjuez.—¡Viva el Rey y muera el mal gobierno!.—Esquilache, desterrado.—Letrillas.—Actitud de Ensenada.—Nuevos ministros.—El conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla.—De cómo el motín se extendió por España.—Juicio sobre la actitud del Rey durante el motín de Esquilache.
XI. Carlos III y la expulsiÓn de los jesuitas
Coincidencias entre los cuatro destierros históricos.—Planteamiento de la cuestión.—¿Hubo conspiración?.—Enérgica actitud de Aranda.—El Papa Clemente XIII.—Las razones y sinrazones del Rey.—Informe regalista de Nava y Campomanes.—Predisposición de los jesuítas contra Carlos III.—El Consejo Real decide la expulsión.—Reacción de Clemente XIII.—Intransigente respuesta del Rey.—Expulsión de todos los países borbónicos.—Se pide la extinción de la Compañía.—Clemente XIV, nuevo Papa.—Obsesión antijesuítica de Carlos III que un día admiró a los hijos de San Ignacio.—Don José Moñino, en Roma.—Duras críticas contra el Rey, auténtico motor de la disolución de la Compañía.—Contradictorios juicios históricos.—El tema de la Masonería.—Carlos III, decidido enemigo de los francmasones y sincero católico.
XII. In interior Hispania...
La asombrosa y múltiple actividad del Rey de la sencillez y la rutina.—Ilustración y Autoridad.—Sentido histórico de lo concreto.—Transformar España, el gran objetivo.—La educación como base.—Universidades, Colegios y manteístas.—Nobleza de los oficios.—Crear riqueza.—El campo y el agua.—Obras Públicas y Comunicaciones.—El Correo.—Las bases navales.—Florecimiento y desconcentración industrial.—El comercio.—Protección a las Ciencias.—Las Artes aplicadas: porcelanas, tapices, cristal, relojes, muebles... .—Las Reales Academias.—Las Sociedades de Amigos del País.—El comercio con las Indias.—El Banco de San Carlos.—La Lotería.—Montes de Piedad y Hospitales.—Enormes progresos militares.—Las Ordenanzas.—La Bandera y la Marcha Real.
La colonización de Sierra Morena: Olavide y las nuevas poblaciones.—Aciertos y errores de la Colonia, obra preferente del Rey.
XIII. PolÍtica europea y mediterrÁnea de Carlos III
Políticas de Fernando el Católico y de Carlos III.—El equilibrio europeo.—Entre Francia e Inglaterra.—Preferencias por los caminos del mar y de las Indias.—Realismo internacional de Carlos III.—Actitud inglesa.—El Tercer Pacto de Familia.—Política de Luis XV.—Paz de Versalles de 1783.—Relaciones con Portugal y matrimonios portugueses.—Carlos III y los asuntos italianos.—Atención al norte de África.—Frágil alianza con Marruecos.—La espalda de España.—Paz con Turquía.—Amistosa relación con Federico II de Prusia.—Interés de Catalina II de Rusia por lo español.
XIV.Carlos III y la independencia de los Estados Unidos
Carlos III ante graves decisiones históricas.—Lección del Rey al futuro Carlos IV.—Retirada de Grimaldi.—Floridablanca, Secretario de Estado.—Palabras de Mr. Stanton Griffis.—Declaración de Independencia de las colonias inglesas en América del Norte.—Belicismo oportunista de Francia.—Ocho razones para la neutralidad española.—Corrientes antibritánicas en España.—El pacífico Carlos III, entre la espada y la pared.—La Corte inglesa quiere la guerra: ¡la tendrá!—Comienza la ayuda española a los colonos. Inteligente dictamen de Floridablanca.—Popularidad de la guerra contra los ingleses.—Grandes envíos de armas, municiones y dinero.—Francia se apunta los tantos.—Todos nos ofrecen Gibraltar.—Rivalizan en patriotismo Aranda y Floridablanca.—¿Pierde protagonismo el Rey?—Victorias militares de Gálvez en el golfo de Méjico.—Relaciones diplomáticas con los Estados Unidos.—El mayor error, la más grande frustración del reinado.
XV. Carlos III ante Menorca y Gibraltar
Excesiva caballerosidad y gran error del Rey ante Gibraltar.—Se decide la recuperación de Menorca.—La ignominia de Gibraltar.—El fracaso de las baterías flotantes.—Previsora actitud del Duque de Crillon.—El equipo del Conde de Artois.—Nuevos ataques fallidos a la Roca.—Conquista de las Bahamas.—Paz de 1783.—Se adquiere la Florida y la costa del Golfo de Méjico.—El gran proyecto hispánico del Conde de Aranda.—Vitalidad española.—La conquista, las exploraciones y las misiones de California.
XVI. La América virreinal de tiempos de Carlos III
El milagro de las provincias de América.—La Corona y los Virreinatos.—El Asiento de negros.—Las comunicaciones con la metrópoli.—El Rey Carlos se interesa personalmente por la administración indiana.—Los intendentes.—Criollismo e indigenismo.—La piratería inglesa.—Los nuevos virreinatos.—Los Gálvez.—La Iglesia en la América Hispana.—Enfrentamiento con los ingleses.—El mestizaje.—Esplendor del Virreinato del Perú.—Rebelión del pintoresco Tupac Amaru.—Su lealtad a Carlos III.—Vida a la europea en Chile.—El virrey Amat y la Perricholi.—El virreinato del Río de la Plata.—El conflicto de las Malvinas.—España en América del Norte.—España en Extremo Oriente.—Liniers y Sobremonte.
XVII. Dos ministros para un rey: Aranda y Floridablanca
Absolutismo e Ilustración.—Libre elección de Ministros.—Lealtad recíproca.—Historial y personalidad del Conde Aranda.—Presidente del Consejo de Castilla.—Gran labor de Aranda en Madrid.—Retrato del Conde de Floridablanca.—Su importante misión en Roma.—Secretario de Estado.—Primer Consejo de Ministros.—Correspondencia y políticas enfrentada de los dos Condes rivales.—Su gran patriotismo.—El Real Decreto de Honores.—Las «damas de la intriga».—Aragoneses y golillas.—La «Instrucción reservada».—Prestigio europeo del Rey.—La embajada de Aranda en París: su política francófila, fastuosa y casamentera.—Sus segundas nupcias.—Los Príncipes de Asturias, hostiles a Floridablanca.—Aranda, Secretario de Estado.—Formidable balance de un gran primer ministro: el Conde de Floridablanca.
XVIII. Los reyes de Europa en tiempos de Carlos III
Las reuniones en la cumbre de fines del siglo XX.—Los Reyes del xviii no se conocían en persona.—La Internacional de las Coronas.—Luis XV y Carlos III, biznietos del Rey Sol.—La frívola Corte de Versalles.—Jorge III, rey absoluto con Parlamento.—Pitt y Compañía.—Relación y contraste entre el Rey de España y el de Inglaterra.—Federico II el Grande y Carlos III.—Extraordinaria personalidad del rey de Prusia.—La gran María Teresa de Austria y sus hijas.—Buenas relaciones con España.—Catalina de Rusia, máxima figura del siglo.—Sus éxitos, sus excesos, su vida novelesca e imperial.—Asombroso reinado.—José I y Pombal, la simbiosis portuguesa.—Difíciles relaciones con España.—Los Reyes del Norte.—George Washington.
XIX. El mejor alcalde, el rey
Atraso de las ciudades españolas.—Transformación urbana de Madrid.—Carlos III, motor del cambio.—Las cartas del marqués de San Leonardo.—Eficaz dirección del Conde de Aranda.—Relatos de los viajeros extranjeros.—Arquitectura madrileña.—Grandes mejoras y progreso de Barcelona con el estímulo de Carlos III.—Notable desarrollo de Bilbao.—Cádiz, modelo carlotercista.—Las ambiciones ilustradas fueron más allá de sus posibilidades: de ahí, sus éxitos y sus fracasos.
XX. Literatura y arte en tiempos de Carlos III
Evolución cultural impulsada por el Rey.—Crisis de la cultura barroca.—Los universitarios.—Empirismo y nueva filosofía.—Las tertulias.—LITERATURA: Don Ramón de la Cruz.—Los Moratín.—Cadalso.—El padre Isla.—Meléndez Valdés.—Vaca de Guzmán.—Forner.—Iriarte y Samaniego.—Nipho.—MUSICA: La Opera.—Auge de la música de cámara.—El padre Soler.—La marcha real.—Boccherini.—El infante don Luis.—ARQUITECTURA: Arte predilecto del Rey.—Ventura Rodríguez.—Juan de Villanueva.—Obras admirables y otras menores por todas partes.—El Museo del Prado y la Puerta de Alcalá, símbolos de su reinado.—ESCULTURA: De Salzillo a los hermanos Michel.—Las fuentes y las artes menores.—PINTURA: Crisis del arte más español.—Los pintores extranjeros. Giaquinto, Tiépolo, Mengs.—Bayeu y Maella.—Meléndez y Paret.—Goya, un genio para todos los tiempos.—La bandera nacional.
XXI. La familia de Carlos III - Últimos dÍas del rey
Tierno encuentro entre Carlos III y su hermana Marianina.—Irregular conducta del Infante Don Luis.—Su matrimonio con Teresa Vallabriga.—Su vida en Arenas de San Pedro.—Los nietos de Carlos III: sobreviven el futuro Fernando VII y Carlos María Isidro.—Desfavorable impresión sobre el futuro Carlos IV.—Las bodas portuguesas.—Los Príncipes de Asturias: tensas relaciones en Palacio.—Graves diferencias entre Carlos III y su hijo el rey de Nápoles: indigna actitud de éste.—Sucesivas desgracias familiares.—Carlos III, decano de los monarcas de Europa.—Depresión del Rey.—¡Gabriel ha muerto...!.—Primera y última enfermedad de Carlos III.—Su extraordinaria devoción.—Serenidad y claridad de ideas.—El testamento.—El Rey, «muere como los justos» (14-12-1788).
XXII. EpÍlogo escrito por muchos
(Florilegio del Rey Don Carlos)
S. M. D. Carlos de Borbón y Farnesio, vigésimo segundo Rey de Castilla y León y undécimo de España y de las Indias.—Dio principio a su reinado en el año 1759 y murió en el de 1788.
(«Retratos de los Reyes de España - Don Carlos III, que de Dios goce»).
Madrid. MDCCXC
BibliografÍa
Índice Onomástico
Índice de ilustraciones
1700: fin y principio.—La herencia de los Austria.—Entre el Archiduque y el Duque de Anjou.—Consecuencias de la guerra de Sucesión.—Primeros pasos de la nueva dinastía.—La Europa de principios del siglo XVIII.
1700. No todos los autores están de acuerdo acerca de latrascendencia histórica de esta fecha. Creen algunos que la transición de un siglo a otro, dentro de la relativa precisión de la cronología generalmente admitida en Occidente, supuso un cambio de extraordinaria importancia. Me estoy refiriendo, naturalmente, a España, a este país, ya que me dispongo a escribir la biografía de Carlos III y su tiempo.
Creen otros historiadores que el calendario nada indica en este aspecto y que los cambios que culminan en el siglo XVIII, en todos los campos, se venían gestando desde hacía bastantes años en las obras y en las mentalidades de destacadas personas del siglo XVII.
Creo, a mi vez, que ambas posiciones son perfectamente compatibles, ya que, en efecto, las ideas críticas y arbitristas venían de largo, anunciando una evolución política, cultural y económica que se hacía indispensable para salir de la prolongada y terrible decadencia.
Pero es cierto también que habían ido apareciendo notables síntomas de nueva vitalidad, de una línea muy positiva de modernización, no incompatible con la recuperación de valores tradicionales. Esto ocurría de modo mucho más notorio en la periferia de la península que en el gobierno y en las gentes del centro de España.
De lo que me parece que no cabe duda es que todas esas ideas motrices y esa fuerza incipiente renovadora no alcanzaron su concreción, su efectividad, hasta que a partir del año 1700 se marcó simbólicamente el fin de una etapa histórica con el cambio dinástico, con la apertura al llamado siglo europeo de las luces, camino de una asombrosa recuperación española.
La transición no iba a ser fácil.
Hace diez años escribí «De Carlos I a Juan Carlos I» (vol. I)1, un comentario que complementa las ideas que vengo exponiendo y que considero un pórtico útil para situar al protagonista de esta biografía en las circunstancias históricas que precedieron a su llegada al trono y que iban a condicionar en gran parte su reinado.
Decía entonces que en determinadas fechas clave, como en el paso de un siglo a otro, empieza a notarse un sentimiento colectivo de angustia y de esperanza a la vez. Es como si la humanidad se sintiera obligada a adaptar su marcha al calendario. Los historiadores se disponen a bautizar la centuria que se va, todo se cifra a partir del año que se espera, y los reyes y los pueblos, inconscientemente, se lanzan a la aventura profética del futuro cambio de siglo. Nuevo rey en España, nueva dinastía, nueva guerra, nuevo estilo de vida, nuevas corrientes políticas y filosóficas, el equilibrio europeo, la Ilustración... El neoforalismo que apuntaba a fines del siglo XVII se ve cortado de raíz por el importado centralismo borbónico, y la nobleza va a pasar a representar un papel de segundo orden.
Parece que todo cambia, pero para el pueblo todo sigue igual. Sólo bien adelantado el siglo se empezarán a notar, en general en sentido positivo, las consecuencias de la nueva época, cuando el carlotercismo imponga desde arriba el paternalismo eficaz y benéfico del despotismo ilustrado.
Porque hasta entonces igual de pobres en su limitada y escasa vida seguirán siendo los pueblos de Castilla o de Cataluña, de Galicia o de Andalucía... asolados por guerras, reclutamientos, tributos y pestes, pero siempre dispuestos a darlo todo, tal vez sin saber bien por qué o para qué. Tal vez por unos ideales, por algo que a fuer de profundo parece salir de las entrañas de la tierra en una tradición de siglos.
* * *
A la muerte de Carlos II, España presenta un panorama de abatimiento, un negro horizonte. El estado del país, de Castilla en particular, era desastroso. La sociedad se hundía en una mediocridad pavorosa y sin embargo aún se mantenía en las venas del pueblo el orgullo de los grandes días del Imperio, de una grandeza que tan poco beneficio le había producido pero con la que se había fundido como si fuera la razón de su existencia, como si él fuera el protagonista anónimo de la historia. Era el producto de la compenetración monárquica de la Corona la nobleza y el pueblo que venía desde la guerra de las Comunidades, que no se había roto y que ahora buscaba un rey como en la fábula. El testamento de Carlos II establecía que no se fragmentase lo más mínimo su herencia y que España no se uniese jamás a otra nación. Una herencia que todavía representaba una inmensa fuerza potencial y que podría hacer que el país volviera a ser el más rico y el más fuerte si conseguía ser bien gobernado.
Teólogos, filósofos, memorialistas y arbitristas habían venido publicando una literatura de impresionante volumen y muy diverso valor, en opinión del profesor Domínguez Ortiz. Unos trataban de corregir el increíble desorden de las finanzas, de los grandes gastos de las Casas Reales, que estaban en la ruina. Se debían los sueldos a los empleados, los soldados mutilados pedían limosna por las calles. La Corte consumía millones, pero eran más los que pasaban hambre y el país vivía en una pura deuda. Los cronistas relatan que los caballos de las caballerizas reales morían por falta de pienso y las despensas de palacio estaban vacías2.
Otros de aquellos escritores atribuían tantos males a causas externas, a fenómenos de la naturaleza y casi a castigos divinos: pandemias, mala climatología, demografía negativa, estructura social demasiado rígida, instituciones sin vitalidad... Algunos ofrecían fórmulas diversas para corregir las deficiencias y no faltaba quien llegaba a insinuar que la responsabilidad final estaba en los reyes, verdaderos protagonistas que en el Antiguo Régimen tenían todos los resortes del poder en su mano. Cierto es que en los últimos reinados había fallado notablemente ese máximo personaje y había faltado una administración fuerte para suplir sus deficiencias. Las Cortes se habían convertido en una auténtica caricatura, lejos de aquellas instituciones que un día auxiliaran, exigieran y controlaran a la Corona.
Los Consejos, de nombres altisonantes, mandaban menos que las camarillas palaciegas. Los Ayuntamientos habían caído en manos de pequeñas oligarquías locales que actuaban pro domo sua y no por el bien común. Y como una reminiscencia de tiempos de los Reyes Católicos y de los Austria mayores, lo único que conservaba vitalidad en las estructuras del Estado eran las instituciones forales, respetadas todavía escrupulosamente por el gobierno central. Pero cierto es también3que los males de Castilla no eran compartidos por Navarra, el País Vasco y la Corona de Aragón. No hay más que recordar los versos de Quevedo:
«En Navarra y Aragón
no hay quien tribute un real.
Cataluña y Portugal
son de la misma opinión.
Sólo Castilla y León
y el noble reino andaluz
son los que cargan la cruz.
Católica Majestad,
por favor, tened piedad».
Aparte de razones forales y geográficas, algo tendrían que ver con tan desigual situación las deficiencias administrativas, el carácter e idiosincrasia de los respectivos habitantes y una serie de condicionantes históricos que venían de largo. Así se daban los casos contradictorios de que Cataluña apareciera a principios del xviii con una renovada vitalidad, mientras que Castilla continuaba hundida en el marasmo.
La España que se iban a disputar los pretendientes a suceder a Carlos II padecía una serie de tristes lacras y cargaba con muy pesados lastres. No obstante era un bocado muy apetitoso para quienes aspiraban a la hegemonía continental —o a evitar que se consolidara en manos ajenas— y también a hacerse con las grandes riquezas que todavía venían de las Indias hacia puertos españoles.
El país había vivido una larga etapa en la que el poder estuvo en manos de los sucesivos validos que habían suplido las deficiencias de los monarcas con mayor o menor acierto a lo largo de casi un siglo. En la última etapa, la parcela de poder más influyente la ocuparon las reinas, María Luisa de Orleans y Mariana de Neoburgo, que hicieron la política de palacio en favor de sus países de origen con la ayuda de sus respectivos embajadores, francés y austriaco. Influencia que llegaría a ser más notoria, si cabe, con el cambio de dinastía. Pronto aparecerán los nombres de la princesa de los Ursinos y de Isabel de Farnesio.
Pero en los últimos tiempos de los Austria, más importante aún que la presencia femenina en la Corte fue la de otras faldas, negras, moradas o purpuradas que aparecían en todos los estamentos, de los salones de Palacio y de las covachuelas administrativas hasta el último rincón de las aldeas. El prestigio y la fuerza política y social de la Iglesia eran enormes, sin lugar a dudas, el más poderoso grupo de presión. No tardaremos en ver como se plantearon muy graves cuestiones derivadas de esa situación cuando con los muy católicos Borbones llegaron las corrientes regalistas, una nueva visión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado.
Los muchos contratiempos exteriores, las exigencias bélicas y tributarias, la serie de circunstancias naturales adversas, es lógico que llevaran al pueblo a un estado de depresión y de malestar. Pocos eran los cauces para manifestarse. Se estaba acostumbrado a soportarlo todo. No obstante, los pasquines corrían de mano en mano, los mentideros se nutrían de bulos y de medias verdades y no faltaban las algaradas aunque sin graves consecuencias.
La nobleza seguía siendo la fuerza política más digna de tenerse en cuenta por su cercanía a la única fuente de poder, que seguía siendo un monarca en horas finales, y también por sus dominios territoriales, enormes latifundios que comprendían villas y pueblos enteros. Con miembros de la aristocracia se cubrían los altos puestos del gobierno, de la justicia y las prebendas eclesiásticas. De tal procedencia fueron algunos buenos políticos del reinado de Carlos II, empezando por su hermano bastardo, don Juan José de Austria y los primeros ministros, duque de Medinaceli y Conde de Oropesa. Mucho iban a cambiar las cosas en los reinados de los primeros Borbones, en los que empiezan a aparecer figuras de funcionarios, de profesionales, de gentes de las clases medias, primero extranjeros y luego procedentes de los colegios universitarios de mayor tradición en España.
Mala herencia iban a recibir Felipe V, Fernando VI y Carlos III en cuestiones militares y navales. Tal vez por ello tuvieron gran mérito sus reinados al ir corrigiendo con esfuerzo y éxito tan lamentable legado. La profesión militar había caído en el más grande descrédito. Se perdían las batallas y no se cobraban las soldadas. ¿Qué decir de una defensa nacional con las fortificaciones inservibles, la artillería desmontada y los almacenes de municiones e intendencia vacíos? Lo sorprendente en este estado de cosas fue la vitalidad española demostrada en los dos campos durante la Guerra de Sucesión. Tal vez porque las guerras civiles galvanizan a los combatientes.
* * *
Para poder considerar y apreciar la figura y el reinado de Carlos III, evitando en todo lo posible las especulaciones históricas, creo que es conveniente ir a sus orígenes, a la venida a España de la Casa de Borbón, en contra de una muy extendida opinión nacional en favor de su oponente, el archiduque Carlos de Austria, hijo y heredero del emperador Leopoldo. Digo lo de la amplia oposición austracista porque cuanto más se estudian y se analizan las circunstancias de la sucesión de Carlos II, menos se comprende cómo pudo imponerse el pretendiente francés, en un país que en su inmensa mayoría detestaba a Francia por tradición, por intereses y por vecindad. Y que además, durante dos siglos se había identificado en alma y vida con sus reyes Habsburgo.
En la última decisión testamentaria de Carlos II pesaron influencias cercanas, la del poderoso Portocarrero, la del embajador francés Harcourt, la de Ana María de Trémouille, princesa de los Ursinos... Todos ellos en favor del duque de Anjou, nieto de Luis XIV. El pobre rey Carlos «el Hechizado», sabe que en La Haya, en septiembre de 1698, se ha firma- do un tratado entre las grandes potencias europeas para repartirse, a su muerte, el Imperio español. Cree que el mejor modo de evitarlo es ponerse en manos del rey de Francia, el más poderoso de su tiempo, para que garantice en su nieto Felipe la integridad de los territorios hispanos de Europa y Ultramar.
A partir del momento en que se plantea la sucesión al trono de España, toda la política europea girará en torno a ella y España se convertirá en la gran pieza en juego entre las grandes potencias. La guerra se hizo inevitable. Para nosotros se convirtió en una guerra civil absurda ya que, en el fondo, no había un decidido entusiasmo popular por un pretendiente o por otro. Parecía que debía haber pesado la actitud de la mayor parte de la nobleza, que se fue decantando en favor del archiduque. Lógica era también la posición de la Corona de Aragón, enfrentada a Francia desde hacía largos años por la cuestión del Rosellón, por la competencia tradicional en el Mediterráneo y en materias comerciales. Madrid, el centro en general, mostraba una gran indiferencia y parecida frialdad mostraba al paso de los ejércitos borbónico o aliado, cuando llegaba el seudo Carlos III o cuando entraba en la capital el futuro Felipe V.
Cierto es que los ingleses, aliados de los austriacos y de los portugueses, nos planteaban problemas en el mar, en el Atlántico y en las costas de California, en el asiento de negros, en la corta del palo de Campeche y con su piratería oficial, pero los franceses no les iban a la zaga con sus corsarios y aún estaban recientes las derrotas que nos habían infligido en los Países Bajos. Cierto es también que no teníamos motivos de enfrentamiento con el todavía poderoso Imperio Austrohúngaro, al que tantos lazos nos unían, y que al alinearnos frente a la Gran Bretaña poníamos en peligro nuestras colonias o virreinatos americanos así como nuestras posiciones en el Mediterráneo, como pronto se vería con la pérdida de Menorca y Gibraltar. Y no digamos, años después, con la ayuda prestada a los rebeldes norteamericanos contra la Corona inglesa.
La política imperialista de Luis XIV nos obligó a una alianza que pagaríamos muy cara, que se prolongó en los muy discutibles Pactos de Familia y que llevó, con otros protagonistas, hasta el desastre de Trafalgar. Pero esto es adelantar acontecimientos y saltarnos todo el reinado de nuestro gran rey don Carlos III, cuando lo único que queremos decir es que la llegada al trono español de su padre, Felipe V, fue consecuencia de un verdadero capricho histórico, de una torcida concatenación de circunstancias que, en principio, presentaban más aspectos negativos que positivos.
Con estas explicaciones creo que resalta aún más el mérito de los primeros miembros de una dinastía que llegó a España con muy discutible apoyo popular, que nos traía más problemas que soluciones, que se presentaba con todo un equipo de gobernantes extranjeros y con una política centralizadora que chocaba con el respeto a las peculiaridades de los reinos que venía desde tiempo de los Reyes Católicos.
La resistencia a los Borbones franceses vino marcada muy especialmente en los territorios de la antigua Corona de Aragón. Se ha querido interpretar por algunos esa oposición como la manifestación política de todo un pueblo en pos de su soberanía ultrajada, lo que no deja de ser más que una interpretación torcida con intenciones políticas actualizadas y muy lejos de la realidad de lo que fue la Guerra de Sucesión. Cataluña, concretamente Barcelona, no hizo más que expresar su fervor austracista, el mismo que había manifestado tanto hacia Carlos I como hacia el triste fin de raza que fue Carlos II, al que llegó a proclamar como el mejor rey que había tenido España. Fueron muchas las razones que inclinaron a una parte de los catalanes en favor del Archiduque y en contra de Felipe V. No puede decirse que esa actitud fuera unánime, ni mucho menos. En todo caso, entrar en los pormenores de la Guerra de Sucesión —insisto en que no de secesión— se sale de los propósitos de esta biografía y vuelvo a remitirme a la abundante bibliografía sobre el tema, concretamente, y perdón por la falta de pudor, a mi obra reciente «Los Catalanes en la Historia de España». Lo más lamentable es que la tal guerra, movida por intereses extranjeros, utilizó como carne de cañón a muchos miles de españoles, hizo padecer a Barcelona4un largo y duro asedio y nos costó la pérdida de Menorca y Gibraltar, con lo que la nueva dinastía llegó al trono con un pesado lastre de fracasos nacionales y de dolorosas amputaciones territoriales.
Coinciden la mayor parte de los historiadores, catalanes y del resto de España, en que en la Guerra de Sucesión no aparece la menor intención de los países forales por desligarse de Castilla. No me refiero a los historiadores vascos porque no los ha habido hasta hace poco y porque en el caso del País Vasco y de Navarra fue tan decidida y total su adhesión al poder central, en este caso la nueva dinastía borbónica, que como consecuencia conservaron sus fueros y privilegios mientras los perdían los reinos y condados de la Corona de Aragón, «castigados» con el famoso decreto de Nueva Planta, en la línea de lo que un día quiso el Conde Duque de Olivares con su Unión de Armas.
Insisto en que en la guerra dinástica nadie quiso romper la unidad ni, incluso, quitar la capitalidad a Madrid. Los que lucharon por el Archiduque creyeron siempre que lo hacían por el conjunto de España, por llevar al rey que creían más apropiado al trono de los Reyes Católicos. Puede suponerse que si los territorios de la Corona de Aragón hubieran estado a favor de Felipe V, éste habría respetado sus fueros como lo hizo con navarros y vascos.
El sentimiento monárquico de los españoles estaba por encima de los problemas dinásticos, si bien puede suponerse, con la perspectiva que nos dan los siglos, que la debilidad del gobierno central favorecía las tendencias disgregadoras, unas veces como protesta constructiva patriótica ante los fallos de Madrid; otras, simplemente porque a río revuelto... Es una lección aplicable a todos los tiempos y que, por cierto, Carlos III, el verdadero, tuvo muy en cuenta.
En el terreno religioso debo recordar que el Papa llegó a reconocer al pretendiente austriaco lo que llevó a España al borde del Cisma. La Iglesia, aún dentro de las mismas regiones, se mostró muy dividida, tanto los obispos como los sacerdotes y religiosos. Muchos de ellos fueron desterrados por el bando vencedor, es decir por Felipe V. Italia y Austria recibieron al mayor número de exiliados, en gran parte catalanes.
Algún autor se pregunta si la Guerra de Sucesión tuvo un sentido social. En general la respuesta sería negativa. Hubo aristocracia y grandes señores en los dos bandos. La reacción en algunas zonas contra ingleses y austriacos se debió a determinadas acciones criticables de sus ejércitos, a los que una propaganda bien orquestada y no falta de razones acusó de robos, violaciones, herejías y sacrilegios contra nuestra Sacrosanta religión. Pero del otro lado, en Cataluña especialmente, fue el clero el que promovió una auténtica guerra santa contra el invasor francés, algo así como un prólogo, anticipado un siglo, de la guerra de Independencia.
Parece ser, en cambio, que en Valencia sí hubo una cierta coincidencia en la lucha austracista con las reivindicaciones sociales populares. Las violencias que se vivieron en la contienda de Sucesión parecían como una reminiscencia de las Germanías en las que los aspectos sociales antiseñoriales se mezclaban con las cuestiones dinásticas. En éstas subyacían intereses de los Estados que habían salido de la Edad Media a través del Renacimiento y del Barroco. No hay que olvidar tampoco la aparición de un nuevo elemento con precedentes anteriores. Se trata del poderío turco, la Sublime Puerta, que deberá ser tenido muy en cuenta por los Borbones españoles en su política mediterránea y norteafricana.
La influencia de los protagonistas suele ser decisiva en los grandes cambios históricos. En el momento de la sucesión de Carlos II no cabe duda de que el protagonista clave en el escenario de Europa era Luis XIV. El Rey Sol tuvo sus vacilaciones, porque bajo la influencia del Consejo del Reino y de su favorita, Madame de Maintenon, llegó a pensar si no sería menos costoso y más productivo para Francia el aprovechar los tratados de partición en vez de aceptar la herencia española en su plenitud con todas las cargas que supondría la guerra costosísima que inevitablemente se iba a desencadenar.
Parece ser que Luis XIV pensó por aquellos días en crear una Confederación borbónica que sería la primera potencia mundial. Desistió a medias de tan ambicioso proyecto cuando en el acto solemne de Versalles5prefirió respetar la voluntad de su primo Carlos II, limitando sus ambiciones pero asegurándose la alianza subordinada de España a través de su nieto Felipe de Anjou. Eran los años finales de su gran reinado.
Comenzó aconsejando al asustado muchacho que estaba a punto de subir al trono de San Fernando a sus diecisiete años inexpertos y desconocedores de todo lo español. En cambio, Luis XIV, hijo y esposo de infantas españolas, conocía como pocos el modo de ser español. Como Carlos I a Felipe II, dio un práctico consejo a su nieto: «Recorre el país, no te dejes gobernar, da los puestos de responsabilidad a los nacionales».
En el capítulo siguiente veremos con algún detalle cómo supo el nuevo rey ser digno de sus antepasados, franceses y españoles, y dar los primeros pasos para que el Reino que recibirían sus hijos Fernando VI y Carlos III fuese ya muy distinto del que él heredara en tan discutidas y bélicas circunstancias.
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El 23 de enero entraba Felipe V en España por Irún y Fuenterrabía, siguiendo a caballo hasta Vitoria entre el clamor del pueblo. El País Vasco y Navarra estuvieron siempre al lado de Castilla en su lealtad al nuevo rey. Estos fervores populares son muy aleatorios y con frecuencia se han manifestado a lo largo de la historia con igual entusiasmo en pro de personajes bien diversos y encontrados en ocasiones sucesivas. En todo caso se trataba de una manifestación más de la vieja identificación del rey con el pueblo y del pueblo con el rey, de lo que nuestro pasado y ¿por qué no?, nuestro presente, está lleno de ejemplos.
Igual favorable acogida tuvo en principio el rey Felipe en Madrid al ir del Buen Retiro a los Jerónimos, donde se efectuó su proclamación, que no coronación, pues en España, por centenaria tradición, a los reyes se les proclama, no se les corona.
Igual acogida tuvo el rey en toda España, incluso en Cataluña, donde aleccionado por la experiencia de los Austria y por los consejos de su abuelo, concedió todo lo que se le pidió. Cinco meses permanecieron los reyes en Barcelona en 1702, sin el menor rechazo por parte de las instituciones o del pueblo. Parecía que todo iba bien; ajenos intereses enturbiarían pronto tan positiva situación inicial.
Felipe V fue perjudicado en su primera etapa española por la cercanía de algunos ineptos personajes procedentes del reinado anterior. No contó, en cambio, con el más valioso de todos, el conde de Oropesa, patriota honrado y eficaz que pudo haberle sido muy útil.
El joven rey se sintió descorazonado por el ambiente de intrigas palaciegas, y propenso a la melancolía como era, tentado estuvo de volver a ser sólo duque de Anjou, como confesó a sus íntimos. De esas crisis de decaimiento lo único que le libraba, su revulsivo, era la guerra, el tronar de los cañones, que volvían a sonar en Italia. Claro que también se olvidaba de su intrínseca melancolía cuando se dedicaba al amor conyugal, en admirable monogamia que le llevó a tener once hijos de sus dos matrimonios. Tal vez por esos entusiasmos bélicos y amatorios mereció el apelativo de «el Animoso». Vemos también que su fidelidad conyugal, que siguieron también sus sucesores, suponía un nuevo cambio en relación a sus predecesores, tan proclives, en general, a las aventuras extraconyugales y a las reales bastardías.
Felipe V fue reconocido sin oposición del pretendiente, en Flandes, en Milán y en Nápoles. Eran los días anteriores a la guerra de Sucesión. A Nápoles, por ejemplo, acudió «el Animoso» y allí fue aclamado como lo fuera en tiempos Alfonso V el Magnánimo y como lo sería años más tarde Carlos III.
El nuevo rey español estuvo también en Milán, siendo en el norte de Italia donde se dieron los primeros combates de la guerra de Sucesión entre franceses y austriacos. Don Felipe participó en ellos con gran valor personal, identificado con su nueva patria y con su oficio de rey. Él mandaba sus ejércitos, al lado de Vendôme, en las batallas de Santa Vittoria y de Luzzara, obteniendo en la primera un claro triunfo; más dudoso en la segunda. Enfrente estaba nada menos que el príncipe Eugenio de Saboya, que era, con Malborough, el gran general de la época.
De no haberse desencadenado el conflicto internacional, los españoles se habrían sentido unidos al nuevo rey, en el que algunos veían a un Carlos I redivivo. La recepción que tuvo en Madrid, en enero de 1703, al volver de Italia, así lo prueba.
Sin embargo, por mucho que se identifique con España y con su misión de rey español, en Felipe V, en su espíritu, en su carácter, siguen pesando su origen y su formación. Además, su abuelo, el Rey Sol, en cuanto siente que se desmanda, le envía un aviso perentorio recordándole que a él le debe el trono.
No quiero que se vea en estas últimas líneas una crítica negativa. El cambio de dinastía obligaba a traer un nuevo rey, de Viena, de Munich o de Versalles. La aportación francesa, novedosa y lógicamente de no fácil asimilación, iba a traernos cambios muy positivos, que se verían sobre todo en el gran reinado de Carlos III.
La influencia de Luis XIV se ejerció a través de una serie de personajes muy leales y muy franceses que acompañaron al joven duque de Anjou. Los marqueses de Louville y de Torcy, el confesor real, jesuita padre Daubenton, el abate y luego cardenal d’Estrées, los embajadores duque de Gramont y marqués de Gournay... Todos influyeron en la política española en mayor o menor medida. Son como los flamencos de Carlos V, pero más honrados, inteligentes y eficaces. Dos de ellos sobre todo: el alto funcionario y hacendista Jean Orry y el embajador d’Amelot. Ellos son en realidad verdaderos primeros ministros en la primera etapa del reinado de Felipe V.
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La potencia bélica demostrada por las fuerzas franco-españolas en el norte de Italia produce unas consecuencias que van a determinar la política internacional de Europa durante todo el siglo XVIII. Hasta la eclosión napoleónica no hay imperialismo en el continente. Los Estados más poderosos no lo consienten. Aplicarán un sistema de equilibrio. Anexiones parciales, casi nunca permanentes, compensaciones, repartos, devoluciones... Todo actúa en el mismo sentido bajo la inteligente dirección británica que jugando a todas las bandas va redondeando un formidable poderío naval y un inmenso imperio colonial. Ya iremos viendo cómo los Borbones españoles afrontaron estos planteamientos y si fueron capaces de tener una política propia y una visión clara del mundo en torno con perspectivas de futuro.
Puede decirse que el lema de la diplomacia de la época era el siguiente: «Si un Estado se engrandece hasta el punto de amenazar la seguridad de los demás, tendrá que enfrentarse con una coalición ocasional»6.
Es lo que ocurrió con la sucesión de España. Viena, Londres y La Haya declaran la guerra a los Borbones, mientras la unidad que nuestro país había mostrado en torno al nuevo monarca empieza a resquebrajarse. Claro es que ello interesa a la gran coalición enemiga, pero una vez más es la insolidaridad y el espíritu cantonalista español el que facilita la acción de los agentes extranjeros e incluso toma ciertas iniciativas disgregadoras.
Los intereses extranjeros convierten a España en campo de batalla. No vamos a entrar aquí en el relato de la guerra sucesoria ni en las consecuencias políticas internas a las que dio lugar su desarrollo en las diversas regiones. Se repitió por aquellos días lo que tantas veces hemos ido viendo a lo largo de nuestra Historia desde la Edad Media y que se seguirá repitiendo hasta nuestros días. La tremenda virulencia de las contiendas civiles en nuestro país hace que cada bando llame en su apoyo a cualquier fuerza extranjera, aunque ésta sea, a la larga, la que se beneficie. Afortunadamente fue una costumbre lamentable que tuvieron la inteligencia y habilidad necesarias de evitar los sucesores de Felipe V, sus hijos Fernando y Carlos, que se dieron cuenta que para no ser juguete de intereses ajenos y para impedir divisiones internas, lo esencial es ser fuertes en el interior del país.
La contienda sucesoria española se estaba prolongando demasiado. Se lucha por y en los mismos territorios que en tiempo de los Austria: Flandes, la Valtelina, Nápoles, Milán, Sicilia, Viena amenazada... Parecen sonar como un eco los ríos de Garcilaso: el Mosa, el Elba, el Rin, el Tajo y el Danubio... Se enfrentan grandes ejércitos, entre ambos bandos más de 300.000 hombres. A pesar de que las pelucas, casacas, bandas de pífanos y formaciones cerradas parecen más llamar a la parada o a la opereta, los muertos se cuentan por muchos miles, las devastaciones asuelan los campos ubérrimos y los ejércitos profesionales de los monarcas resultan carísimos de sostener.
Por otro lado la guerra se había extendido también a América y en las fronteras de Florida y Canadá se enfrentaban las fuerzas coloniales de las potencias europeas rivales.
Con este panorama era lógico que, exhaustos los erarios y los combatientes, todos desearan una tregua, una negociación que abriera una era de equilibrio. Inglaterra se perfilaba como la primera potencia mundial dispuesta a sacar provecho, a ejercer una hegemonía más o menos rotunda y ciertamente distinta de las anteriores, que sucedería a la española del siglo XVI y a la francesa del xvii y las superaría con creces en duración, prolongándose casi dos siglos.
La tregua a la que me refiero fue funesta para España: se llama Tratado de Utrecht. Sus consecuencias tuvieron que soportarlas en su política internacional los hijos de Felipe V, Fernando VI y Carlos III, y aún tenemos que soportar el atraco y secuestro de un histórico rincón del solar hispano.
En los Preliminares de Londres (1711), Luis XIV anuncia toda clase de concesiones. Convence a Felipe V de que lo esencial es mantener las dos coronas unidas y para ello conviene que España se reduzca a su territorio peninsular (¡sin Gibraltar!) y a las Indias, sin la fuente de conflictos que suponen las posesiones europeas, que venían de tiempo de los Reyes Católicos y de Carlos I. Mal paso era el que daba la nueva dinastía si pretendía la grandeza de España.
El 11 de abril de 1713 se firman en Utrecht varios tratados que se completan con otros en Rastatt, cerca de Baden, en Suiza. Perdemos Gibraltar y Menorca, que pasaban a Inglaterra; nuestros territorios de Italia se incorporaban al Imperio, salvo Sicilia, que se adjudicaba a Víctor Amadeo de Saboya. También se adjudican al Emperador los Países Bajos españoles y se concedió a Inglaterra el «asiento de negros» en América. En un acuerdo suplementario cedemos a Portugal la colonia de Sacramento, en Sudamérica.
Recuérdese que nuestro vecino país estaba unido a la Gran Bretaña por el tratado de Methuen7, que desde entonces vincula la política exterior de los dos países. Al negociar estos malhadados acuerdos, Luis XIV dio de lado a los negociadores españoles, que fueron el duque de Osuna, el marqués de Monteleón y el conde de Bergeyck. Algún historiador ha tratado de ver un lado positivo en aquel despojo. Opinan que España, al perder dominios, se volvió más homogénea, menos dispersa. Creen también que en Utrecht comienza una era de considerable avance en el proceso de atlantización de la Monarquía española, que tenderá a canalizar hacia el Imperio indiano, milagrosamente intacto, las empresas de la política exterior de España.
A lo largo de estas páginas iremos viendo cómo encauzó Carlos III esas empresas, pero en conjunto podemos decir que para la nueva dinastía española, lo esencial, lo obsesivo, fue la recuperación de los dos trozos entrañables de tierra hispana perdidos en Utrecht.
1Continuación de «Así se hizo España». Ambas obras, en tres volúmenes constituyen un tratadocompleto de la Historia de España. (Ed. Espasa-Calpe, Madrid 1981-1986).
2Entre otros testimonios, el de don Pedro Portocarrero, patriarca de las Indias (1700).
3Lo explico y recalco con detalle en mis obras «Los Vascos en la Historia de España» (Ed. Rialp,Madrid 1996) y «Los Catalanes en la Historia de España» (Ed. Biblioteca Nueva, Madrid 1996).
4Barcelona parecía haberse dedicado desde el siglo XV al peligroso «deporte» de los sitios y los bombardeos. Raro fue el período en que no sufrióalguno, dando muestras muchas veces de un inútil heroismo. Estos asedios y «afición a las bombas» de fuera y de dentro se ha prolongado hasta el siglo XX.
5Parece ser que fue en dicho acto donde el marqués de Castelldosrius pronunció la famosa frase:«Quelle joie! Il n’y a plus de Pyrenées, elles se sont abimées et nous ne sommes plus qu’un».
6Ubieto, Reglá, Jover y Seco: «Historia de España», Barcelona 1963.
7El Tratado lleva el nombre de su firmante inglés, Lord Methuen. Es uno de los pocos tratados que no se conoce por el nombre del lugar donde se firmó (1701).
Se inicia el siglo de las reformas.—Felipe V, Luis I y las mujeres en torno.—Los políticos y gobernantes del primer tercio del siglo: los franceses, Alberoni y Riperdá.—La política internacional de la época.—El gran don José Patiño.—El Ejército y la Marina.—La Administración y la Hacienda.—Los asuntos de la Iglesia.—La Cultura.
La trascendencia del cambio que se produce en España después de la guerra de Sucesión y como pórtico para el que va a ser uno de los mejores reinados de nuestra historia es tan grande, que de antemano pido disculpas al lector si aprecia en este capítulo alguna reiteración de datos y de ideas expuestos en el anterior. Ello se deberá de una parte al entrecruce de acontecimientos que se producen en España y en Europa por aquellos años y al deseo de recoger opiniones y criterios de los más conspicuos historiadores que se han ocupado de este periodo.
Todo con el objetivo de la mayor claridad posible al recalcar esa trascendencia del cambio en casi todos los terrenos al que acabo de referirme.
Desde tiempos de los Reyes Católicos no se había visto una preocupación mayor por lo que podríamos llamar política interior, en términos modernos, que la que se produce con la llegada de la nueva dinastía. Es decir, por la necesidad y conveniencia de ordenar la casa como presupuesto indispensable para cualquier empresa exterior. Y procurando siempre el máximo bienestar para los ciudadanos y el arreglo del país, normas esenciales de buen gobierno.
Durante más de dos siglos en España todo se había subordinado a la grandeza, a la cruzada hispana universal de la Contrarreforma, a una expansión imperial sui generis y a la defensa de un arco grandioso de posiciones europeas heredadas o conquistadas desde fines de la Edad Media. Isabel y Fernando fueron capaces de mirar hacia dentro y hacia afuera. Sus sucesores tuvieron que extravertirse con todo el peso y el honor de la púrpura, sin apenas tiempo para ocuparse de España y de los españoles, núcleo y motor de la gran empresa ecuménica.
Luego fue el decaer, la lucha por la sucesión y la liquidación de nuestras posesiones en Europa. Desde los Reyes Católicos no hubo verdadera política interior del Estado con un gobierno generador de la misma. O bien un peculiar sistema de monarquía absoluta con reminiscencias medievales en las que el Rey lo era todo, utilizando unas Cortes escasamente convocadas para conectar con los municipios y con el pueblo, esa simbiosis monárquico-popular tan grata a los Austrias mayores.
Y después una política cortesana, de sucesión de validos, de grandes esfuerzos e insignes personalidades malogradas o de ineptos encumbrados, en una etapa en la que la grandeza se fue hacia los campos perdurables de las artes y de las letras.
Ahora, la situación, como venimos viendo, va a cambiar. No se trata de un cambio milagroso, de la llegada de unos hombres superiores ni de un sistema perfecto. Se trata simplemente de poner los pies sobre la tierra, de imponer el sentido común y la razón de la medida. Se acabaron los vuelos imperiales, que no nos iban, y volveremos al reino, que era lo nuestro. Ramón de Basterra, genial vasco olvidado, hablaba de la política del ave y de la política de la planta. Casualmente el decreto símbolo de la primera época borbónica se llamó de «Nueva Planta». En otro aspecto, Basterra hablaba también del saber de provecho y del saber de salvación. No cabe duda de que los primeros Borbones, buenos católicos y apostólicos, lo fueron menos como romanos, dando a Roma el sentido de poder temporal, ya que en el espiritual no flaqueó su adhesión al Pontífice. Saber de provecho fue el que pretendieron aquellos monarcas dentro de la limitación de sus medios y con la generalmente acertada elección de sus colaboradores. Todo ello sin prescindir del patriótico objetivo de devolver a España el rango y prestigio internacionales que le correspondían por su Historia. Y el paso previo sería, naturalmente, el poner al país en forma, en pos de lo cual el profesor Palacio Atard aprecia una gran coherencia interna en los sesenta años de los reinados de Felipe V y de Fernando VI, a pesar de las muy cambiantes situaciones.
El mencionado profesor, en un admirable prólogo de más de cien páginas (Historia de España - T. XXIX - «Espasa-Calpe») explica los propósitos de los primeros Borbones para «ir arrojando lastre del pasado austracista»:
a) Fortalecer a la Monarquía con el absolutismo interno.
b) Recuperar la potencia perdida en el exterior.
c) Salir de la pobreza reconstruyendo la economía y promocionando fuentes de riqueza.
d) Fomentar el pragmatismo educativo, la cultura popular y las artes útiles.
Se va a entrar así en el dinamismo histórico de la época, común a varios países europeos que viven el «Siglo de las reformas», la «Monarquía reformadora».
Con el progreso del absolutismo va a crecer el aparato burocrático, la abigarrada administración local y territorial, mientras el famoso decreto de «Nueva Planta» liquida el antiguo sistema que era una especie de confederación de reinos. Todo se centraliza y hay una clara tendencia a la estatalización de las actividades productivas. Es curioso señalar cómo las corrientes políticas y sindicales de signo izquierdista de nuestro tiempo pretenden seguir las líneas maestras del absolutismo monárquico del siglo XVIII en los dos importantes aspectos que acabo de citar. Claro es que con objetivos políticos muy distintos. Cuestiones que se prestan a interesantes análisis en unos tiempos democráticos y de partidos tan distintos a los del despotismo ilustrado.
Da la impresión de que lo que pretendieron nuestros gobernantes del siglo XVIII fue unificar en un solo personaje a don Quijote y a Sancho Panza, es decir, sin dejar de fijarse altos ideales y de atender las cuestiones del espíritu, ocuparse primero de llenar la despensa y de armar al caballero con algo más que una quebradiza lanza y una adarga antigua.
Por ello me atrevo a afirmar, en contra de la idea orteguiana, que España sí tuvo un siglo XVIII, con positivos frutos, que malograron, una vez más en nuestra Historia, acontecimientos exteriores, Revolución francesa y Napoleón. Más de acuerdo estoy con don Eugenio d’Ors cuando afirmaba que dicha centuria fue la clave de nuestra modernidad y que nunca como entonces estuvimos más lejos del hombre de las cavernas. Estuvimos entonces donde debíamos estar, en el momento preciso. Luego, una vez más, fuimos «la España a destiempo», «la de los tristes destinos».1
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Poco se iba a parecer Carlos III a su padre Felipe V en lo personal, aunque sí en algunos aspectos de las directrices que marcaron sus políticas. Por esta última razón creo que no estará de más recordar ciertos puntos de interés en la conducta y en el entorno del rey Felipe, ya que, además, ambas cosas tuvieron que influir en la formación de la personalidad del hijo, teniendo en cuenta que éste nació en enero de 1716 y que Felipe V murió en julio de 1746. Es decir, que padre e hijo convivieron durante treinta años, aunque la mitad los pasó Carlos en sus reinos italianos.
Felipe V había renunciado al trono de San Luis cumpliendo la disposición testamentaria de Carlos II que así lo imponía. Durante varios años dependió de la correspondencia directa con su abuelo, como un satélite de la constelación borbónica. Para él debió ser una desilusión la desmembración del Imperio Habsburgo que creía haber heredado. Utrecht, sin embargo, le produjo el alivio de librarle de una pesada carga: los Países Bajos. Le dolió más la pérdida de las posesiones italianas, cuya recuperación sería objetivo esencial de sus acciones bélicas y diplomáticas. Tanto para Felipe como para sus sucesores, lo más humillante y peligroso, motivo de fracasos de toda índole, fue la presencia británica en Gibraltar, plaza que además se convirtió en nido de contrabandistas.
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Cuentan las crónicas que Felipe V «el Animoso», «doblábase muy fácilmente a la voluntad de la mujer con la que compartía su lecho». Así debió ocurrirle con su primera esposa María Luisa Gabriela de Saboya, joven y atractiva reina, cuya cercana amistad y compañía eran el único amor y el mejor remedio para la melancolía y el voluntario aislamiento del muy devoto y sensual monarca, doblándole, sí, la voluntad, pero nada más que la voluntad.
No obstante, quien de verdad mandaba en lo político y en lo cortesano a través del amor conyugal era Ana María de la Trémouille, princesa de los Ursinos, gran dama francesa que por indicación de Luis XIV vino a España como camarera mayor de la joven reina. Esta ilustre viuda de un príncipe italiano Orsini (Ursini), tenía casi sesenta años al llegar a nuestro país y unía a su experiencia una clara visión política y una tenacidad a toda prueba, con la que pronto se impuso al viejo cardenal Portocarrero, antaño todopoderoso. Otro cardenal, el d’Estrées, se enfrentó con la de los Ursinos, logrando que fuera expulsada de España. Luego Luis XIV impuso su regreso y fue ella la que gobernó hasta la muerte de la reina, en 1713, como los famosos validos de Felipe III y Felipe IV. Desde luego con mayor inteligencia y acierto, pues en su etapa fue gestándose, en bien difíciles circunstancias, el resurgimiento que culminaría en el reinado de Carlos III. Y con la habilidad de no hacerse odiosa al pueblo.
Cuando murió la joven soberana, el rey no fue capaz de defender a la princesa de los Ursinos y ésta fue expulsada sin consideración alguna por la nueva reina, Isabel de Farnesio, cuando fue a ponerse a su servicio. Como escribe un cronista «comprensible actitud política y cruel conducta humana, ingratitud propia de los reyes...»
La nueva reina, hermosa, inteligente y cultivada, según el padre Flórez, impone pronto su voluntad al débil Felipe V al que sabe ofrecerle las dos cosas que más le atraen: tálamo y guerra, siete hijos y nuevas contiendas en todos los frentes. De esa reina y en ese ambiente nace Carlos III.
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La muerte de Luis XIV incrementó la melancolía del rey Felipe, que tan propenso era a ella. Siempre estuvo en él latente el deseo de reinar en Francia. Para ello habría tenido que renunciar al trono de España, ya que el tratado de Utrecht prohibía la unión de las dos Coronas. Se temía más la reacción de las grandes potencias que el incumplimiento del testamento de Carlos. Felipe V se había identificado tanto con España que es posible que hubiera luchado para lograr la unión por encima de todo, tentador futurible que el historiador debe rehuir. No hubo caso porque Luis XV había llegado a la mayoría de edad, y además el regente duque de Orléans vivía todavía y era el verdadero factotum de la política francesa. Por cierto que el tal regente no era precisamente santo de la devoción de Felipe V desde hacía muchos años.
El rey de España no había cumplido cincuenta años y la reina andaba por los treinta y dos. La versión oficial de un voto secreto como causa de la abdicación no fue publicada hasta mucho después. Sorprendió a todos en enero de 1724. ¿Fue una decisión política o espiritual, melancólica consecuencia de las soledades de La Granja de San Ildefonso? Tal vez una mezcla de ambas, con añoranzas versallescas y presión de la reina al itálico modo.
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Luis I llega al trono a los diecisiete años. El nuevo rey agrada al pueblo, por el cambio político —que siempre gusta—, porque es español de nacimiento y por sus juveniles gracias. Ya de entrada, se le llama «el Bienamado».
Poco tiempo tuvo Luis para hacer una política propia. Parece ser que rechazó las intrigas del duque de Borbón que quería preparar la unión de las dos Coronas, en contra, claro es, del duque de Orléans. Volvemos al espinoso tema de los futuribles ¿Lo habrían admitido las potencias?
Pocos meses de reinado. Los suficientes para tener que soportar las indecentes frivolidades de la muy joven reina Luisa Isabel de Orléans, a la que se vio obligado a encerrar en Palacio para evitar sus locos caprichos.
Murió Luis I, de viruelas, a los siete meses de reinado y volvió Felipe V.
Su primera preocupación fue hacer jurar como heredero a su hijo, el príncipe de Asturias don Fernando. Lo hicieron las Cortes de Castilla y de Aragón en sesión conjunta. Por aquellos días Francia devuelve a la infanta María Ana Victoria, que Isabel de Farnesio, en su política matrimonial, había enviado al vecino país para casarla con Luis XV. Es muy posible que esta devolución principesca fuese una represalia por la anterior devolución de la insensata Luisa Isabel de Orléans a la muerte de Luis I.
Siempre fueron los temas matrimoniales algo esencial en las monarquías hereditarias. Para lograr sucesión, para asegurar alianzas, para colocar príncipes y princesas, si es posible en tronos importantes. Así lo hizo Isabel de Farnesio, italiana por los cuatro costados, al tratar de situar a sus hijos Carlos y Felipe en la línea sucesoria de Parma y Toscana. Le ayudaron en estas campañas, que pudiéramos llamar en campos de seda y con escudos, que no de batalla, el bilbaíno marqués de Grimaldo y sus pajes don Juan Bautista Orendain y don Sebastián de la Cuadra2, que llegaron a ministros y fueron hechos marqueses de la Paz y de Villarias.
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Carlos I y Felipe II habían gobernado con la eficaz ayuda de una serie de secretarios que nunca pasaron de ser eso, secretarios al servicio directo del monarca absoluto. De estos discretos personajes, casi siempre vascos o navarros, sólo uno, Antonio Pérez, intentó desmandarse, y ya conocemos sus lamentables peripecias.
Los Austria menores se entregaron en brazos de los que he llamado «los nobles e innobles validos», y estos fueron los que mandaron de verdad mientras contaban con el favor real.
Ahora, el rey Felipe V, por obvias razones, confía las tareas políticas, sucesivamente, a varios extranjeros que aportan un aire nuevo al gobierno y una visión práctica que iban a ser muy convenientes al anquilosado sistema político y a la acartonada administración. Nos venían muy bien esos aires exteriores, que, además, iban a crear escuela sin por ello poner en peligro la independencia y cohesión interna de la monarquía ni su acción exterior.
Cité anteriormente al alto funcionario y hacendista Jean Orry, importado de Francia con un bagaje de ideas colbertistas que aplica para equilibrar los presupuestos, suprimir despilfarros y obtener los primeros medios para relanzar una economía exhausta y crear riqueza.3