Historia de España para jóvenes del siglo XXI - José Antonio Vaca de Osma - E-Book

Historia de España para jóvenes del siglo XXI E-Book

José Antonio Vaca de Osma

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Beschreibung

Esta Historia de España se dirige tanto al público joven como a todo lector que busca ampliar sus conocimientos y adquirir una visión más panorámica. El autor, de prestigio reconocido, no ofrece aquí un libro aséptico: su modo de abordar los episodios es ecuánime y liberal, pero sin paños calientes y sin eludir los intensos claroscuros de la historia. Vaca de Osma busca a España en la noche de los tiempos, e inicia su recorrido sobre los vestigios más antiguos del hombre en la Península Ibérica, hasta nuestros días. En unos cientos de páginas logra dar a conocer a los principales protagonistas, llevando a cabo un esfuerzo de síntesis que han converitdo ya su libro en un clásico.

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Veröffentlichungsjahr: 2003

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HISTORIA DE LOS ESPAÑOLES PARA JÓVENES DEL SIGLO XXI

© Jose Antonio Vaca de Osma, 2015

© Ediciones RIALP, S.A., 2015

Alcalá, 290 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

[email protected]

ISBN eBook: 9788432137518

ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

INTRODUCCIÓN PARA LECTORES DE TODAS LAS EDADES

De los muchos libros de historia que llevo escritos, éste es el que me está produciendo todavía más dudas y perplejidades en el intento de acertar. No es por la materia, por los temas, que conozco al dedillo. No en vano publiqué hace pocos años un tratado completo de Historia de España, casi dos mil páginas en tres volúmenes, después de innumerables lecturas y consultas.

Lo difícil para mí, ahora, es encontrar el punto medio adecuado para que esta Historia cumpla el objetivo que me he fijado. Debe ser un libro útil para los jóvenes españoles del siglo XXI, como su título indica, sin que esto excluya a los lectores y estudiosos de todas las edades. El quidestaba en encontrar ese punto medio acertado entre los que tienen escasos o casi nulos conocimientos de nuestra historia, y los que ya poseen una base suficiente y aun notable de ella, pero que pueden aquí recordar y ampliar, aclarar ideas y encontrar estímulo para ir más allá.

No hago más que oír en todos los ámbitos sociales de nuestro país que los conocimientos históricos de la juventud española son muy pobres, lamentables, culpa de un sistema necesitado de una nueva ley de calidad, y del desinterés de un mundo excesivamente especializado y materialista. Lo he comprobado directamente en muchos casos, en jóvenes y en bien maduros. No hay más que ver en la televisión la

terrorífica incultura, por no decir la estulticia, a que estas circunstancias han llevado a una parte de la sociedad, representada por algunos, muchos, concursantes. Con muy laudables excepciones.

Creo que para los habitantes de un país es esencial conocer su propia historia, no digo sabiéndola de memoria, pero sí situando cada época, cada régimen o sistema, cada dinastía, cada episodio notable, cada personaje..., no sólo de la propia España, sino también de sus relaciones con otros países de nuestro entorno. Hay que evitar tanta ignorancia y tanto solemne disparate. Debe tener en cuenta el joven lector que aquí no se trata de estudiar. Se trata de leer, de comprender, de asimilar y, sin esfuerzos de memoria, de recordar. No están esperando los exámenes, ni las notas, ni las selectividades o las reválidas. Se trata más bien de ayudar y de entretener con fruto.

Se me ha presentado otro problema sobre el que quiero advertiros. Esta Historia no es una historia neutral, esterilizada, sin frío ni calor. Es un libro escrito por un español, que está de vuelta de casi todo, para españoles que están iniciando el camino o que marchan por él sin saber bien lo que ha ocurrido en el pasado.

Al escribir estas páginas no he podido ni he querido eliminar una pasión patriótica española, pero no una pasión ciega, sino con la suficiente ecuanimidad y criterio liberal como para exponer, sin paños calientes, los claroscuros de nuestra Historia.

Debemos ser capaces, como hacen franceses, ingleses, alemanes, estadounidenses..., de asimilar y de incorporar a nuestro acervo común todo lo valioso de los pasados siglos, sin mentalidad política de presente, sin exclusiones, en su totalidad. Es una riqueza incomparable que no debemos desperdiciar, porque no hay lección mejor para aprender y espejo mejor en que mirarnos que en el de nuestra propia Historia.

Estoy seguro de que más de uno, al recorrer estas páginas dirá, creyendo que ha descubierto secretas intenciones en ellas, algo así como «se le ve la antena al autor». No hay antena oculta ni disimulo. He escrito y opinado de todo

como me ha parecido, sin ocultar, ni por un momento, que soy español, católico, monárquico por razones históricas y cerebrales, lejos de todo marxismo o similares, liberal y conservador, así como totalmente convencido, para mucho tiempo, de la unidad de España en la rica diversidad de sus autonomías y nacionalidades, como ahora se dice constitucionalmente.

Si se lee a fondo este libro se verán las muchas razones que nos ofrece nuestra historia para ser así. Podrá no estarse de acuerdo con mis interpretaciones y mis comentarios, pero los hechos son irrebatibles, contrastados a fondo con las historias y los historiadores de todas las tendencias. Y son esos hechos, esos datos, desde Atapuerca hasta la actual Constitución, los que tienen una fuerza aplastante. La lástima es que haya tenido que sintetizar al máximo para meter tantos siglos y tan riquísimo pasado en unos pocos cientos de páginas.

He procurado un cierto equilibrio entre los capítulos, en el espacio y en el tratamiento. En algunos casos, inevitablemente, me he extendido. Reinados como los de los Reyes Católicos, de los Austria mayores y de Carlos III, tienen sus exigencias. Y no digamos en los que tenemos tan cerca como los que se ocupan de Alfonso XIII, de la II República, de la Guerra de España 19361939, y de los casi cuarenta años de la era de Franco. Capítulos que, vividos por este autor que lleno de buena voluntad os escribe, al menos en gran parte, llevan, sin poder evitarlo, a vivencias, a comentarios subjetivos con deseos de objetividad.

Otra idea que he tenido siempre presente y que he expuesto con frecuencia, es la de la importancia de los protagonistas. La historia la hacen, la escriben en las páginas de los tiempos, una serie de personalidades excepcionales, por sí o por sus circunstancias, que por ello convierto a mi vez en los protagonistas de este libro. Procuro juzgarlos con el criterio que nos enseñó el insigne doctor Marañón, por el balance y las consecuencias de sus protagonismos.

Por eso también, en una monarquía secular desde los visigodos, voy de rey en rey, con la excepción de las dos

breves Repúblicas, apenas seis años frente a los mil quinientos de Institución Real, electiva un par de siglos, hereditaria durante más de doce.

* * *

A continuación, un poco a vuela pluma, os voy indicando algunas consideraciones concretas sin orden determinado, que se desprenden de nuestra Historia al repasar este texto.

En este libro he ido a buscar a España allá lejos, en la noche de los tiempos. Lo explico en el primer capítulo. No creas, joven lector, que es por capricho de historiador. Somos ahora así porque así fuimos. España es un cuerpo vivo, nada del pasado debe sernos ajeno. El primer sustrato humano de la Península es la base del hombre español, completado y modificado, según las zonas, por las sucesivas migraciones.

De esa base étnica vienen también las diferencias entre las regiones peninsulares, debidas, cómo no, al clima, a la orografía, a las vecindades... De ahí, del extenso litoral y de las islas, viene también nuestra vocación marinera (Cap. I).

Iberos, llamados así porque vivían en Iberia, no lo contrario, fueron los primeros en la historia de nuestro territorio. Luego, la importantísima aportación celta y la formación en la meseta central de un pueblo mixto, el celtíbero, que para muchos define el ser español: Numancia, Viriato, Retógenes... Eso es lo que encontró Roma en una Celtiberia que era como el Eldorado en los comienzos de la historia. Con sus metales que atrajeron a los pueblos de Oriente, fenicios, cartagineses y griegos, es decir Cartago Nova, Cádiz, Ampurias, con dos mil o tres mil años en su haber (Cap. II y III).

La romanización sí es la auténtica clave de España, de su cultura, de su civilización occidental, la base de nuestra europeidad en su faceta clásica y mediterránea. Creo que queda bien reflejado en el capítulo III de este libro. Me permito aconsejar a los jóvenes del siglo XXI que lo lean, relean y analicen. Con la romanización, con lo latino, llega el Cristianismo, que desde entonces se convierte en algo consubstancial a lo hispano, desde entonces hasta ahora; a pesar de crisis, de cambios, de ataques de toda índole, España en lo más íntimo, sigue siendo católica. ¡Quién lo diría!... (Cap. IV).

Tal vez se ha dado poca importancia a la aportación visigoda, cuando es fundamental en nuestra base étnica de muchas regiones, en nuestro sentido nacional y estatal, en nuestra monarquía y en nuestra vocación como parte integrante de Europa. Desde ellos, desde los godos, lo español es el reino (Cap. V).

La invasión árabe fue un terrible elemento perturbador que nos alejó del común devenir continental, de los Pirineos hacia el norte, y nos obligó a siete siglos de Reconquista para recuperar la «España perdida».

Lo islámico nunca se integró en el sentimiento, en el espíritu de lo hispano, a pesar de algunas secuelas nada positivas en algunos aspectos caracteriales bien localizados. A pesar de lo muladí, de lo mudéjar y de lo mozárabe. Siempre fue un elemento extraño que, sin embargo, nos dejó un legado islámico muy positivo en varios terrenos artísticos, culturales, agrícolas... y una serie de nombres en nuestra toponimia. Se relata y analiza en el capítulo VI.

Los capítulos VII y VIII son pura Reconquista, nombres como los de Abderramán I y III, con Almanzor, frente a Pelayo, Sancho el Mayor, Alfonso I de Asturias y el Cid Campeador; el nacimiento de los condados de Castilla y de Barcelona, de los reinos de Asturias, León, Aragón y Navarra... Una inmensa riqueza de episodios, de valores humanos, de sorprendentes personalidades, reyes o vasallos.

Es la hora del nacimiento de las lenguas romances, de los monasterios, de los castillos... Y de la separación de Portugal, sin razón histórica, geográfica y humana. Sólo un caprichoso error de Alfonso VI y un «hecho de voluntad» posterior, como dice Sánchez Albornoz. Y como consecuencia el nacimiento de un gran país vecino y fraterno, vencedor de los océanos, como España (Cap. EX). Después vienen los formidables reyes del siglo xiii, desde Alfonso I el Batallador de Aragón, a Pedro el Grande y Jaime I el

Conquistador, de Alfonso VIII el de las Navas (tal vez el mejor, para mí) a Fernando III el Santo y Alfonso X el Sabio. No debemos olvidar la total integración política y estatal de las tres provincias del País Vasco en Castilla, como antes fueron parte de Asturias y de Navarra, nunca nación ni Estado independiente. ¿Quién les enseñó tamaña mentira histórica? (Cap. X).

No debemos olvidarnos de la brillante historia mediterránea del condado de Barcelona, dentro de la Corona de Aragón, Nápoles, Sicilia, los almogávares... Y de la gran tarea histórica de doña María de Molina, salvadora de Castilla en una difícil Regencia (Cap. XI).

Terrible siglo el xiv con el cambio de dinastía, de los Borgoña a los Trastámara (Cap. XII). Hecho clave de nuestro pasado es el Compromiso de Caspe. Lo explico con bastante detalle en el capítulo XIII; un paso muy importante para la unidad nacional.

Intenso contenido en la confusa, rica y novelesca etapa de don Alvaro de Luna, en contraste con el brillante reinado itálico y renacentista de Alfonso V el Magnánimo, de Aragón (Cap. XIV), seguido del de su hermano, el extraordinario donjuán II, padre de Fernando el Católico y uno de los más colosales personajes de la historia de España, contemporáneo del lamentable Enrique IV el Impotente de Castilla. Es una época en la que coinciden tres reyes llamados Juan II, que no hay que confundir: el formidable Juan II de Aragón, el de Castilla, padre de Isabel la Católica, y el Juan II de Portugal (Cap. XV).

Dos capítulos para los Reyes Católicos. ¡Qué menos para tan señeros protagonistas de nuestra Historia grande! El primero, para ver cómo pusieron la casa en orden. El segundo, para relatar y explicar la inteligencia y la eficacia de su política militar, diplomática y creadora, que convierten a la España recién unificada en la primera potencia mundial de la época y en el primer EstadoNación de Europa, sólo tal vez, a la par que Inglaterra (Cap. XVI y XVII). En esos capítulos, la conquista de Granada, las guerras de Italia, con el Gran Capitán, la Inquisición, Cisneros, la expulsión de judíos y moriscos, los problemas sucesorios, el Magreb...

Sigue el famoso testamento de Isabel la Católica, vida y mensaje como para acercarla a los altares por su avanzada acción proderechos humanos, evangélica, misionera e indigenista. Al mismo tiempo, la regencia de don Fernando, con la incorporación de Navarra, germen y núcleo de lo español (Cap. XVIII). Sin olvidar la expansión en África.

El descubrimiento de América bien merece todo el capítulo XIX.

La segunda parte de esta obra, la convertiré aquí casi en un índice. No debo extenderme en un prólogo. Además creo que es la parte más conocida de la Historia de España.

El paso de Carlos I de España al Carlos V Emperador, los Comuneros, la amenaza turca, las Indias del oro y de la plata, las grandes victorias sin alas de Pavía y Mülhberg, el «saco de Roma», las guerras y la diplomacia con Francisco I, el Imperio, Martín Lutero, el solitario de Yuste, no tan solo... Aunque lo sepáis, leedlo, recordadlo, analizadlo, con vuestro mejor sentido de la Historia (Cap. XX).

Lo mismo digo del reinado de Felipe II, el gran rey de El Escorial, la piedra política de España. Cuarenta y dos años de reinado, personalidad sorprendente. San Quintín, los Países Bajos, donjuán de Austria, el gran duque de Alba, Alejandro Farnesio, Lepanto, los Papas, las cuatro esposas, la Armada Invencible, la política exterior, Antonio Pérez, la unión con Portugal, el Príncipe don Carlos... Asombrosa época, asombroso rey (Cap. XXI).

Gran riqueza de personajes en los reinados de Felipe III y Felipe IV. Los validos, Lerma y Olivares sobre todo, la derrota de Rocroi, inicio de los nacionalismos, pero no separatistas, la guerra de Cataluña, Portugal emancipado, las paces de Westfalia y de los Pirineos... Pero también gran esplendor cultural, Lope, Calderón, Quevedo, Tirso, Velázquez, Zurbarán, Murillo... (Cap. XXII).

Último de los Austria, Carlos II y la Guerra de Sucesión, con personajes importantes como don Juan José de Austria, y lamentables como Valenzuela (Cap. XXIII).

El cambio de dinastía, los Borbones y los reinados de Felipe V y Luis I, capítulo XXIV. Luego, Fernando VI, un buen rey pacífico, neutral pero bien armado, restaurador

de una España que supera las pasadas crisis con esa dinastía, sólo relativamente distinta en objetivos a la anterior (Cap. XXV).

Reconozco que el reinado de Carlos III es para mí, si no el mejor, uno de los dos o tres mejores de la Historia de España, desde don Pelayo. Le dedico un largo capítulo dividido en dos partes, una para la política internacional y otra mirando a su admirable tarea en el interior de nuestro país (Cap. XXVI). Analizad bien este reinado, jóvenes españoles. Luego, por desgracia, el penoso reinado de Carlos IV bajo la perturbadora influencia de la Revolución francesa y la amenaza inmediata de la invasión napoleónica. Una etapa dramática, novelesca, interesantísima, con Godoy y María Luisa de Parma en primer plano. Teatro, tragicomedia, admirablemente retratada por Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales (Cap. XXVII).

La tercera parte de esta Historia, la inicio con el reinado de Fernando VII, y en éste con una inevitable atención, bastante extensa, a la Guerra de la Independencia, de extraordinaria trascendencia en sí misma y casi más por sus consecuencias. Desde las vergonzosas escenas de Bayona, hasta los heroicos episodios y conductas de todo un pueblo, Goya como testigo, frente al poder imperial y militar de Napoleón. No es preciso aquí citar nombres. Los conocéis y los encontraréis con cierto detalle, no tanto como hubiera querido, en este capítulo XXVIII. Bailén, José I, la Constitución de Cádiz, los guerrilleros, los afrancesados, Wellington y los ingleses, los sitios de Zaragoza y Gerona, el equipaje del rey José, los Congresos de Viena y Verona, son temas que también se tratan aquí.

La segunda parte del capítulo se ocupa del lamentable reinado de el «Deseado», desde que regresó de su dorado exilio en el castillo de Valenyay. Sublevaciones, constantes cambios de gobierno, camarillas, los 100.000 Hijos de San Luis, el inicio de las guerras carlistas y... el Museo del Prado. Un compendio de sucesos con un triste resultado y un peor horizonte.

Isabel II, la hija única del rey Fernando, con su madre, María Cristina, la Reina Gobernadora, treinta y tres gobier

nos en veinticinco años. ¿Para qué detallarlos aquí? Ya los iréis viendo. Guerra civil, motines revolucionarios, generales inquietos con su golpe de Estado en la guerrera, Zumalacárregui, Espartero, Serrano, Narváez, buenos políticos como Bravo Murillo, más los amantes de la Reina, y sobre todo, Prim, el mejor. Sí, lo mejor y lo peor de España, desde Palacio y las camarillas a la tertulia de café y las logias, de los comecuras a los chupavelas... Un retablo que hasta os divertirá (Cap. XXIX).

Isabel II es expulsada de España por un golpe militar, después de una batallita en el puente de Alcolea. Prim, Serrano y Topete buscan rey. Llega Amadeo I de Saboya y en la víspera muere asesinado el gran don Juan Prim, duque, marqués, y terrible pérdida en aquellos días. España sin rey.

La España de medio siglo es una sucesión de gobiernos y de errores, la mayor parte desde Madrid (Cap. XXX).

Llega la I República traída por monárquicos. Cuatro presidentes, no de la República, como suele llamarse a Figueras, Pi Margall, Salmerón y Castelar, sino del Gobierno ejecutivo de la República. Cantonalismo, anarquía, robos, asesinatos, fracaso tras fracaso, como para echarse a llorar. Golpe de Estado del general Pavía... Y ahora, ¿qué?

Otro nuevo golpe militar, el de Martínez Campos en Sagunto. Parece que se van a arreglar las cosas, pero... Vuelven los Borbones con Alfonso XII, el hijo varón de doña Isabel; sin embargo renace el carlismo con Carlos VII. Y por si no basta, rebelión en Cuba, y sindicales y empresarios a tiros en Barcelona. Menos mal, dirá alguno, que el P.S.O.E. nace en 1871. Todo, en el capítulo XXXI.

La marcha de la Restauración, con el buen monarca frustrado que fue Alfonso XII, es el tema del capítulo siguiente, el XXXI. Aparecen insignes figuras, sobre todo Cánovas del Castillo y Sagasta. Componendas para hacer la Constitución de 1876, la más larga de la monarquía, que dura, renqueando y con Dictadura, hasta 1931. Sigue la guerra carlista, Cánovas es asesinado, como Prim, cuando más daño hace. Las dos bodas del rey, la romántica y la de Estado. Muere don Alfonso muy joven y sigue con la Re

gencia su segunda esposa, María Cristina de HabsburgoLorena. Admirable mujer, pero muy limitada por el sistema (Cap. XXXII).

Nace Alfonso XIII. Siguen las revueltas, desde la izquierda, y las medidas militares. Al mismo tiempo florece una Edad de Plata literaria.

Se agudizan los problemas, agobiantes; pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, recrudecimiento de los separatismos, sucesivos errores del gobierno central. Al final del capítulo vienen algunas consideraciones: «El tiempo de los abuelos».

* * *

A partir del capítulo XXXIII, el índice resumen se me hace casi imposible. Me conformo con daros los títulos: Alfonso XIII Alfonso XIII y la Dictadura: fin del reinado La Segunda República La guerra de 19361939 La Era de Franco.

Son capítulos muy largos para lo que es este libro. Hay demasiadas vivencias, están demasiado cerca, y los temas son todavía materia de polémica, de enfrentamientos, de contradicciones. Lo que sí quiero advertir a los lectores de todas las edades es que los hechos que se relatan, los datos, están perfectamente comprobados y contrastados en historias, historiadores, investigadores y críticos de todas las tendencias, hechos irrebatibles, aunque opinables, discutibles desde opuestos puntos de vista.

Como desde el principio de estas líneas he declarado sin ambages mis ideas, lo lógico es que todo lo que se dice en estos capítulos del XXXIII al XXXVIII, sea el fiel reflejo de tales ideas, pensamientos y sentimientos. Que, por otra parte son lo que querría imbuir al joven lector para que pueda rebatir tanta tergiversación y tanta falsedad con que se le quiere engañar o desinteresar, haciendo cuestión de regímenes, partidos o tendencias en pos de su voto o de su pérdida de libertad ideológica. Hay que tener en cuenta, lo confieso, que cada uno arrima el ascua a su sardina, que cada uno se cree que acierta, y que la historia de cada momento suelen escribirla los vencedores.

Lo que ocurre es que desde 1975 esa historia la escriben cada día, con sinceridad unos, pero con espíritu de revancha; otros por cobardía o hipócrita disculpa, y todos con amplio altavoz de difusión en poderosos medios, siempre confiando en la ignorancia o la estulticia de muchas gentes, que no saben historia. Es decir, se escribe todo en contra y todo lo contrario de lo que abusivamente se escribió entre 1939 y 1975 por los vencedores, que hicieron muchas cosas positivas pero fracasaron en saber hacerlas valer hacia el futuro y darles continuidad. No tuvieron en cuenta que las dictaduras duran lo que el dictador y que los pueblos maduros exigen libertad política.

Leed, leed con atención esos capítulos y sacad de ellos, libremente, como hombres y mujeres de hoy, las consecuencias que queráis. Pero tened sobre todo en cuenta la máxima aproximación posible a los hechos, única verdad de la historia. Cada circunstancia histórica define a sus buenos y a sus malos. Aun con tan cercana perspectiva, todo lo que he ido relatando, de Alfonso XIII a 1975, ya va siendo historia.

NOTA: En el último capítulo, el XXXVIII, he procurado resumir lo esencial de la acción de España en América, desde la época del descubrimiento hasta la pérdida de las últimas provincias de Ultramar. Lo he hecho así por las razones que en dicho capítulo se explican.

PRIMERA PARTE

I LOS PRIMITIVOS HABITANTES DE LA PENÍNSULA

Hace veinte años publiqué un libro titulado Así se hizo España1 Lástima que no os lo pueda recomendar porque sus ediciones se agotaron hace tiempo. Sería una buena guía para estos primeros capítulos. Escribía entonces que íbamos a buscar a España allá lejos, a la noche de los tiempos, pero sin perdernos. En modo alguno debemos prescindir de los orígenes, ni ignorarlos ni menospreciarlos. Venimos de allí, de aquellas gentes primitivas. Somos así porque así fueron. Un país es, sobre todo, sus habitantes, y no hemos nacido, precisamente, por generación espontánea.

España es un cuerpo vivo, tiene su biografía, es hija de la cópula fecunda de la tierra con la historia, como dice Sánchez Albornoz. No miréis todo esto como algo ajeno a vosotros, que, como ya ha pasado, nada os interesa. Todo lo contrario: sois como sois por todo lo que os precedió desde los tiempos más remotos en esta tierra ibérica, desde el primer sustrato humano, unido a las sucesivas migraciones que vinieron aquí a instalarse. Vuestra formación personal partirá de esta base.

Por todo lo anterior me voy a remontar en este libro, que a vosotros dedico, a unos tiempos sin memoria, con una cronología imprecisa que han tratado de ordenar y de

calificar paleontólogos, arqueólogos y prehistoriadores en general, con la mejor voluntad pero con dudosa y casi imposible precisión. Baste decir que sobre la aparición de los primeros homínidos, dan cifras que van desde el millón y medio de años (a.C.) a los trescientos mil, y aun en torno a esas cifras, no todos coinciden. Y para llegar al homo sapiens, es decir, algo así como nosotros, van lo más lejos a doce o quince mil años (a.C.). Es decir también, que los miles de años parecen lo de menos. Pero eso sí, dividen en eras, edades y períodos, con lo que parece cierto rigor científico, basado en un principio en los estratos geológicos y en los cambios climáticos.

Más adelante, cuando aparecen los primeros signos de trabajo humano, se empieza a dar nombres a esos períodos prehistóricos. Nombres de origen francés en su mayor parte. Nuestros vecinos del otro lado de los Pirineos tienen la habilidad de hacer creer al mundo que todo se les debe a ellos. No es preciso que aprendáis todos esos nombres —si lo hacéis mejor—; aquí cito algunos como orientación. Por ejemplo, solutrense viene de Le Solutré; auriñaciense, de Aurignac; gravetiense, de La Gravette; tardenoisiense, de Tardenois; musteriense, de Le Moustier; abbevillense, de Abbeville...

Añádanse a estos nombres otros basados en el trabajo de las piedras para hacer armas o utensilios, unos pedruscos tallados malamente, períodos chelense y acheulense (del francés Chelles y Acheule), del Paleolítico o Pleistoceno. A este período, en sus primeros tiempos, se le llama Arqueolítico (de un millón a millón y medio de años), y más adelante, con un salto de cien siglos nada menos, se califica de musteriense. Son los tiempos del hombre de Neanderthal (del valle de Neander, en Alemania).

Después, de un salto, a nuestros antepasados directos, que vivieron en el Paleolítico Superior (de 30.000 a 10.000 a.C), que es cuando aparece el tipo de Cromañón, el cual es casi como nuestro abuelo.

Llevo muchos años leyendo notables obras sobre la Prehistoria de insignes maestros a los que conocí, y sigo sin fijar bien tantos nombres y tanto baile de años. Bien está que los conozcáis, para lo cual va con estas páginas un cuadro sinóptico, pero más interesante es que conozcáis algunos detalles de la evolución de aquellos primeros habitantes de la Península. Debéis tener en cuenta que en ellos está el origen de los pueblos de España, que son el sustrato humano, los primeros genes que llegan hasta nosotros, y que aunque no eran muy numerosos, sí mucho más que los pequeños grupos invasores que fueron llegando a la Península en sucesivas oleadas.

Uno de los datos más importantes de la evolución humana es el de la capacidad craneal. Por ejemplo, los hombres que habitaban las orillas del Manzanares y del Jarama en el período chelense (300.000 a.C) tenían una capacidad de 1.400 centímetros cúbicos. Parecidos son los cráneos aparecidos en la Sierra de Atapuerca (Burgos) en 1992. Estas gentes hacían hachas, flechas y cuchillos de sílex, conocían el fuego, descubrimiento reciente. Con él endurecían las puntas de sus lanzas de madera que servían para la caza, incluso de elefantes, y sobre todo de osos.

Los grandes fríos, la era de las glaciaciones, hicieron que el hombre se resguardase en cuevas, ya que hasta entonces había vivido en pleno campo, en lo posible al borde de los nos y al abrigo de los montes. Se cubría con pieles, desconocía la agricultura y la rueda, y comía lo que encontraba en la naturaleza, restos que dejaban los animales carroñeros, productos silvestres, pesca y moluscos. Pero el mayor placer gastronómico, el más rico alimento para el indígena primitivo era, literalmente, «sorber los sesos del enemigo», para lo que le trepanaban el cráneo con habilidad de expertos cirujanos.

Hay autores que atribuyen el aumento de peso del cerebro humano a tan suculenta y selecta nutrición, así que a base de sesos ajenos sorbidos durante miles de años, se habría pasado de una capacidad craneal de 1.400 a 1.600 cm3, del Neanderthal al Cromañón, pero esta hipótesis no tiene fundamento. Sólo desde un evolucionismo extremo, y más ideológico que científico, se pueden aventurar afirmaciones de este género hasta llegar al homo sapiens sapiens.

En estos larguísimos períodos se produjeron notables avances materiales e incluso espirituales: se van produciendo instrumentos más perfeccionados, de piedra, de madera y de hueso o asta, trampas ingeniosas para la caza, pequeñas estatuillas y, sobre todo, admirables pinturas rupestres en las cuevas cantábricas y levantinas. Destaca la famosísima de Altamira, en Santillana del Mar, amén de otras muchas en el norte de España, en el período magdaleniense principalmente.

Aquellos hombres y mujeres andaban erguidos, rendían culto a los muertos (religión necrolátrica) y a los antepasados, se organizaban en clanes o tribus, con signos totémicos, adoraban al sol y a la luna, a las fuerzas de la naturaleza, y practicaban una magia elemental. No se puede hablar propiamente de una cultura; así era nuestra primitiva base étnica, así eran aquellos peninsulares de los que venimos antes de que empezaran a llegar sucesivas y no muy nutridas invasiones, por el sur, por el levante, por el norte, por mar y por tierra.

La unión de los indígenas del Paleolítico Superior, de los que vengo hablando, con estos pueblos invasores, constituye «las raíces de España», los más remotos hispanos, que se instalaron en la Península hace unos treinta mil años.

A partir de aquel período, a un ritmo muy lento, se va perfeccionando un cierto lenguaje, comienzan a domesticarse algunos animales y nace una agricultura elemental. Entre el año 5000 y 2500 a.C., el cambio de las circunstancias naturales, fin de los hielos, clima más suave, permite que las gentes nómadas se vayan haciendo sedentarias: pasan de vivir en cuevas a constituir pequeñas unidades sociales que viven en cabañas. Son tiempos en los que aparece la rueda, gran síntoma de progreso, y la civilización de la piedra pulimentada se presenta en varias fases. El hombre ya es físicamente como el actual, empieza a saber tejer, a modelar objetos cerámicos y a construir enterramientos con grandes losas de piedra.

En España destaca la llamada cultura almeriense con abundantes poblados y necrópolis, cuya influencia irradia hacia el norte, caso de las zonas de El Gárcel, los Millares y más tarde, de El Argar. También evoluciona la pintura rupestre, que pasa del fondo de las cuevas al exterior, se hace más esquemática en Levante y representa escenas de caza con figuras humanas estilizadas. Tienen importancia las grandes construcciones megalíticas de tipo funerario, es decir, de las enormes piedras, como las de Antequera y de la Cueva de Menga.

No quiero abrumaros con más detalles. Estamos en el fin de la Prehistoria. Con la metalurgia, Edad de los Metales, llegamos a la Protohistoria, primero con la llamada Edad del Bronce, aleación de cobre y estaño (entre el 1800 y el 2000 a.C.); la abundancia de estos metales en la Península incrementó el comercio con otras regiones mediterráneas, en especial, y contribuyó al desarrollo del sudeste de España, que entró en contacto con las grandes culturas orientales del otro extremo del Mediterráneo. En esa etapa se fortifican los poblados, se entierra en urnas y en cistas, se perfeccionan las vasijas y se desarrolla notablemente

una singular cultura baleárica, donde se construyen con grandes piedras los famosos talayots, taulas y navetas, dedicados a usos religiosos, funerarios y de otras índoles.

Del trabajo del bronce se pasa al del hierro, gran revolución histórica en lo social, cultural y bélico. Esto ocurre hacia el año 1000 a.C. Esta nueva Edad la inician los hititas, pueblo de Anatolia, actual Turquía. Llega a España por tierra, por los caminos de Europa. La traen los pueblos indoeuropeos y nos hace entrar en la Historia.

* * *

No creáis que porque hayan pasado tantos miles de años desde los tiempos a los que acabo de referirme, la tierra en que habitaban esos Neanderthales y Cromañones peninsulares era distinta a la que habitamos nosotros. Salvo los cambios climáticos, de muy lenta evolución, geográficamente esta tierra era la misma. Idéntica situación en el mapa de Europa, separada de África por el estrecho de Gibraltar, aislada por los Pirineos, esta piel de toro daba la cara al océano inmenso y misterioso, y la espalda, el Levante, abierto a todas las corrientes mediterráneas; España era ya entonces el Finisterre del mundo occidental. En esta palabra «occidental» quiero decir todas las tierras y mares situados al Oeste del Oriente Medio, cuna de civilizaciones y de culturas. Lo que en términos generales podemos llamar mundo conocido, es decir, excluyendo todo lo que no fuera indoeuropeo y mediterráneo hasta que Marco Polo y Colón se lanzaron a sus aventuras asiática y americana.

Desde el Paleolítico Inferior, el Mediterráneo es un camino, los Pirineos en sus dos extremos, un paso, y el estrecho de Gibraltar es casi un puente.

Vayamos por partes. La geografía peninsular es dura, difícil. Las excepciones de parte de la costa y de algunos valles del interior, confirman la regla. Las corrientes de agua son en general escasas y desiguales, con largas sequías y riadas devastadoras. Las cordilleras que la atraviesan marcan etapas históricas, zonas diversificadas que perduran a través de los siglos. Me atrevería a deciros que las

diferencias entre levantinos, andaluces, catalanes, castellanos y vascocantábricos, entre extremeños, gallegos y portugueses, vienen de entonces por razones de geografía, de herencia y de clima. Tienen raíces anteriores a la entrada de la Península Ibérica en la historia.

Estrabón, famoso geógrafo de hace dos mil años, escribía lo siguiente: «Es un país cuya mayor extensión no es casi habitable, de suelo pobre y desigual: los hispanos sólo pueden estar peleando o sentados». Mala fama, en parte desmentida, pero a menudo justa a través de los siglos. Lo cierto es que no era fácil vivir en unas tierras altas, poco fértiles, de pobre composición, con diferencias de temperatura de hasta 73 grados. Además, los incendios y las talas han contribuido al daño de los agentes atmosféricos.

Si hoy veis a España mucho más amable y visible como país, se debe al trabajo, a un esfuerzo de creación, de transformación de estructuras e infraestructuras que no se inició hasta bien avanzado el siglo XX, cuando llega el primer intento serio, extenso, intenso y prolongado, con medios humanos, para mejorar el hábitat peninsular. Antes, durante muchos siglos, con pocas y admirables excepciones, primaron las grandes empresas exteriores que nos dieron grandezas y hegemonías, pero escasa mejora interior y muy limitado bienestar.

Haceos la idea de que aquella España de hace más de veinte centurias, aquellas tierras inhóspitas, salvo en las costas mediterráneas, estaban habitadas por dos millones de antepasados nuestros que no borraron del mapa las sucesivas oleadas de inmigrantes que fueron llegando, sino que se sumaron o se cruzaron. En el Paleolítico Medio llegó a haber una cierta homogeneidad humana en la Península Ibérica. Sobre la importancia de estas aportaciones exteriores para formar lo que pudiéramos llamar el iberismo inicial anterior al primer milenio, vamos a ocuparnos en el siguiente capítulo.

1Así se hizo España (Espasa Calpe, Madrid 1981).

II IBEROS Y CELTAS. LOS PUEBLOS MEDITERRÁNEOS

En la España anterior al primer milenio, en plena fragmentación tribal, se insinúa ya lo que iba a ser el español, rasgos que permanecerán a lo largo de los siglos en las diversas regiones. Las culturas que empiezan a llegar de fuera por el Mediterráneo se asientan en la costa; no penetrarán apenas hacia el interior, hacia la meseta central.

En la Edad del Bronce, las minas que hay en la Península, oro, plata, cobre, plomo, estaño, invitan a que vengan a explotarlas y a comerciar los pueblos que desde el tercer milenio se disputaban el poder en el oriente del Mare Nostrum. Hacia finales de esa edad, desde tierras ibéricas, sobre todo desde Almería, empiezan a relacionarse con los pueblos que habitan al norte de los Pirineos. El factor económico cobra gran importancia. Hay que tener en cuenta que los minerales van a constituir la base de las nuevas civilizaciones y del desarrollo, así que España va a ser como el Eldorado de esa etapa protohistórica.

La población de España anterior a las primeras oleadas celtas ofrece un confusionismo de lo más anticientífico. Los testimonios sobre los hombres de las tribus preceltas nos han llegado a través de los historiadores romanos muy posteriores, y en ellos hay mucho tomado «de oídas». Ni la localización geográfica ni la cronología tienen precisión alguna. Hay mucho de fábula, de preferencias étnicas, de simples detalles toponímicos.

En esas composiciones seudohistóricas aparecen nombres —iberos, ilirios, tartesios, turdetanos, etruscos— que se prestan a interpretaciones más que a certidumbres. Por ejemplo, los ligures: ¿eran africanos?, ¿eran indoeuropeos? Hesiodo, el año 650 a.C., dice que eran el pueblo más antiguo de Occidente y que se extendió desde España. ¿Qué tenía que ver con los ilirios, pueblos indoeuropeos venidos del Norte, de la zona del Danubio, y que se establecieron en la región pirenaica y en la meseta norte? Así es según grandes historiadores como Menéndez Pidal y Gómez Moreno, que encuentran remotos topónimos indogermanos en esas tierras españolas.

Los escritores romanos dan el nombre de iberos a los pueblos peninsulares con los que entran primero en contacto. Son las gentes que ocupan Iberia, que es la que les da nombre, y no al contrario.

Estos pueblos de Iberia son probablemente el resultado del cruce entre los neolíticos peninsulares y los invasores ligures procedentes del sur. A ellos se refiere el «Periplo massaliota», de Marsella, que nos cuenta el poeta romano Avieno en su «Ora marítima», citada por Hecateo. El nombre de Iberia aparece por primera vez en el libro de los Reyes de la Biblia (950 a.C.). Creo que no debemos considerar a los iberos como un solo pueblo, sino más bien una serie de tribus de cultura pobre; estas tribus fueron muy influidas y elevadas de nivel de vida, desde la zona levantinoandaluza, por los tartesios y turdetanos, de origen casi fabuloso (2500 a.C.) y puede que emparentados con etruscos y ligures. Esta corriente se extendió por el Sur hacia la Cordillera Central y hasta Portugal.

No se han encontrado los restos de la ciudad de Tartessos, pero sí muestras y testimonios de su cultura alfarera y megalítica, de su arte necrolátrico y hasta de una lengua escrita, que al extenderse a las viejas tribus peninsulares, podemos considerar como el idioma ibérico, del que se conservan numerosas muestras en piedras y bronces. Probablemente la lengua de la que el vascuence es el descendiente directo.

Hay que tener en cuenta que me estoy refiriendo a tiempos en los que todavía no se había fundado Roma (año 750 a.C.). Es lógico que haya brumas, fábulas, imprecisiones y oscuridades al tratar de este finisterre de Europa que es Iberia, fin de viaje de invasiones múltiples, puente entre Eurasia y África. Por ello aquí se detienen las grandes corrientes históricas y culturales, que nos llegan tarde y cansadas. Claro que esta situación nos permite a veces ser crisol, faro y avanzada, como ocurrió en la gran aventura oceánica y en la defensa y expansión del Cristianismo.

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Las primeras oleadas célticas, las del I Iierro, penetran fácil y profundamente en la Península. Eran unas tribus guerreras. No se sabe bien si procedían de la zona del Danubio o del norte de Europa. Llevaban desde el año 1000 a.C. ocupando el este de Francia y la Alemania occidental. Aportaban sangre joven, raza blanca, «eran los rubios altos, de ojos azules, que habitaban más allá de las montañas». No eran muy numerosos, inquietos, belicosos, una especie de aristocracia guerrera. Parece que en lenta progresión, en pos del sol y de los minerales, hacia el año 900 a.C. llegan hasta Andalucía.

Hacia la misma época habían entrado en la Península Itálica y se asientan cerca de Bolonia. Se les llama «villanovenses» y son anteriores a Alba Longa, la población cercana a Roma desde la que se fundó la Ciudad Eterna.

A estas gentes del norte, en Francia se les llamó galos (de galoches o sabots, su calzado de madera), y en España celtas, nombre genérico que procede de Keltiké, que es el que le dan, singularmente para España, los historiadores griegos Herodoto y Eforo. Los celtas muestran una cierta unidad racial y de lenguaje, que se da también en Irlanda, Escocia, isla de Man y en la Bretaña francesa, lo que no quiere decir que fueran una nación. En España penetran por los pasos de los Pirineos y se extienden desde Cataluña a Galicia, con importantes asentamientos en Portugal.

El objetivo esencial de los celtas es el hierro, la espada. Es la civilización llamada de Hallstat (en Austria) y de la Teñe (en Francia), y sus trabajos en dicho metal, así como en oro y en cobre, producen admirables piezas. Son famosas las espadas de doble filo encontradas en la ría de Huelva, donde estaban las minas de Tharsis.

Los celtas crean puestos guerreros y de habitación en las alturas y a lo largo de sus caminos hacia el hierro. Son los castros, elemento esencial y autóctono característico de la geografía histórica de España.

Aristóteles distingue entre celtas e iberos, denominaciones que se han convertido en definitorias. Aún hay en España grupos celtas que se conservan puros, si bien la sangre celta en su mayoría se fue mezclando con la ibera y con aportaciones posteriores. Lo que no puede negarse es que constituye un factor importantísimo en el español desde hace muchos siglos y que hoy perdura.

Está perfectamente probado que el cruce de celtas con iberos en el centro de la Península dio lugar al celtíbero, la fuerza de España, «id est robur Hispaniae» que escribían los clásicos. Es lo que encuentran los romanos cuando llegan a las regiones españolas del interior.

Es muy interesante y bastante definitoria la división entre la España de las esculturas y la España de las armas: la primera es la levantina meridional, bajo la influencia de las culturas costeras, fenicia, griega y púnica, y la segunda, señaladamente celta. Las esculturas apenas llegan al borde de las mesetas centrales, donde no hay santuarios porque se adora al Sol, a la Luna y a la naturaleza. En cambio, en el sudeste, muy helenizado, se producen las admirables esculturas del Cerro de los Santos, la Bicha de Balazote y las Damas de Elche y de Baza, probablemente sacerdotisas. Por su parte los celtas, como vengo diciendo, fabrican espadas, joyas y toscos berracos o verracos, como los famosos Toros de Guisando.

En resumen, podemos ver que los cinco siglos que van del primer desembarco griego en la Península (los rodios y los samios hacia el año 700 a. C.) hasta el primer desembarco romano (Escipión, hacia el año 200 a.C.), hay una zona de influencia oriental, hacia las costas, de Cataluña a Cádiz, y otra indígena, en el interior, poco modificada desde el final de la Prehistoria y ahora muy diferenciada por las cinco oleadas sucesivas de los celtas.

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En los albores de nuestra Era, la cultura clásica apenas había rozado a las arriscadas gentes rurales del interior, que vivían de modo no muy diferente a los actuales pueblos, guerreros y pastoriles, del África Central de nuestros días. La causa de esta separación la vemos una vez más en razones orográficas y climáticas, así como las condiciones de vida y económicas que de ellas se derivan.

Los griegos llegan hacia el año 700 a.C.. Proceden de Rodas, de Samos y de Marsella (Massalia de los focenses), y fundan en la costa ciudades como Mainaké, Hemeroscopeión, Emporion, Rhode... establecimientos exclusivamente con fines comerciales (el vino, el aceite, el corcho, el cobre...). Mantienen una rivalidad con los tirios de Cartago, que fundan Ebussus (Ibiza). Pero ni a unos ni a otros se les ocurre entrar al interior de Celtiberia. No ofrece atractivos y es demasiado arriesgado. Lo que sí siguen es la línea de la costa hacia el sur. En su periplo llegan a Tartessos, se cree que son ellos los que la destruyen (probablemente los tirios o cartagineses) y continúan hasta el sur de Portugal.

Las columnas de Hércules, a ambos lados del Estrecho, han dejado de ser un misterio para esos pueblos navegantes del Meditenáneo. Además necesitan llegar en pos del estaño a las islas Casitérides, la actual Gran Bretaña, rica en dicho metal.

En las costas del sur de España, la ciudad principal era Gades o Gadir (Cádiz), fundada por los fenicios el año 1100 a.C. Era el primer caso en Occidente de una verda

dera ciudad, con características modernas en contraste con el interior celtibérico y rudimentario. De esa etapa gaditana y prerromana se conservan costumbres y fiestas que podríamos llamar hoy andaluzas, típicamente españolas; las danzarinas de Gades, con largos zarcillos, tocando castañuelas y dando palmas, que triunfaron en Roma; los juegos de toros, de influencia cretense; las comidas y bebidas, el famoso «garum», los pescados y los caldos de la tierra... En contraste, en Celtiberia, se grababan extraños dibujos en las piedras, se bebía cerveza y sidra, se almacenaba en hórreos, se tallaban verracos y se danzaban músicas ancestrales de las que vienen la danza prima, el corricorri, la jota, el pericote, el aurresku, la muñeira, que persisten en nuestro tiempo y no faltan en las fiestas del norte de España y se extienden a las mesetas. «Este es ya el tremendo, vario y milenario país que en su variedad encuentra la razón de su unidad».

Conocemos la existencia de los pueblos que vengo citando y dándoles nombre a través de los escritores romanos posteriores (Estrabón, Pompeyo Trogo, Posidonio, Mela...). Así se pueden considerar celtas o asimilados a los várdulos, caristios, vascones, autrigones, berones, galaicos y turmódigos. Y con el común denominador de iberos, a los oretanos, edetanos, ilergertas, iacetanos, turdetanos, bastienos, bastetanos... La mezcla es muy grande, el contacto dura cientos de años, y esa «cópula fecunda de hombres y tierras», que diría Sánchez Albornoz, da un tipo humano muy parecido al español de hoy.

Se produjo también una comunidad lingüística que se aprecia en la toponimia. Por ello hay nombres de lugares en toda la península que parecen de origen vasco, y que nos aproximan a la idea de que celtíberos y vascones venían a ser algo muy parecido.

Añadamos a estos nombres de pueblos otros bien localizados como los vetones, vacceos, lusitanos, turboletas, pelendones. Solían vivir bajo regímenes monárquicos y aristocráticos, unidos por un tronco común y con algunas instituciones como el hospicio, la gentilitas y la clientela. Se hacían la guerra entre sí estos arriscados vecinos, estos primitivos guerrilleros. No tenían la menor idea del Estado ni de que eran españoles, cuatro millones de habitantes cuando llegaron los romanos.

En realidad, estos celtíberos no son muy distintos a los galos, a los britanos y a los vilanovenses de Italia. Las diferencias entre ellos fueron fomentadas por los romanos. Así facilitaban su penetración. La fragmentación tribal en España hizo también más fácil la romanización, pero prolongó la resistencia, con características muy especiales, como veremos en el capítulo siguiente. Lo que parece una contradicción no lo será tanto. Es como una consecuencia de las grandes diferencias entre las diversas zonas peninsulares que viene desde la Prehistoria.

Ill LOS ROMANOS EN HISPANIA

PRIMERA PARTE

La Geografía iba a dar paso a la Historia. La Naturaleza se iba a convertir en Civilización, el hombre natural iba a transformarse en hombre social. Esto es lo que el profesor Palacio Atard califica de «Descubrimiento político» de las tierras de Hispania. Descubrimiento que atribuye a las guerras púnicas entre romanos y cartagineses por el dominio del Mediterráneo occidental. Su establecimiento enfrentado en nuestra península le dio el nombre que se ha perpetuado hasta hoy: Hispania.

Los romanos trajeron a Hispania todos sus avances de civilización. Por medios bélicos y autoritarios «crearon una nueva entidad social, política, administrativa y cultural». A esa imposición, poco a poco aceptada y asimilada, debemos nuestra personalidad actual. Muchas veces en la historia el tan cacareado progreso, el progreso y desarrollo de los pueblos, tiene que llegar por vías de fuerza, de lección acompañada de palmetazo y de castigo. Siempre es duro el camino para llegar a la paz y al bienestar.

A esa «Pax romana», que tardó doscientos años en consolidarse en nuestras tierras, en hacerla nuestra, se debe lo que también Palacio Atard llama la primera fundación de España. A lo largo de este libro iréis viendo cuáles fueron los momentos históricos de las cinco subsiguientes fundaciones, tesis que suscribo íntegramente aunque con leves matices.

Dos estímulos diversos aparentemente enfrentados fueron creando una especie de solidaridad social entre las tribus hispánicas. Primero fueron los lazos de la lucha, de la resistencia al conquistador romano, una serie de esfuerzos coordinados, más bien de carácter individual. El otro estímulo fue el asentamiento, la asimilación, cada día más voluntaria, de la muy superior civilización romana, apreciando todas sus ventajas, haciéndola plenamente española, es decir, la romanización.

Con tiempo y experiencia, las autoridades venidas del Lacio al frente de las legiones van adecuando sus medidas a las condiciones geográficas y humanas del país, marcando límites, rompiendo el aislamiento tribal y generalizando el uso del latín. Con la romanización, y contribuyendo a ella, llegará en una segunda etapa, otro elemento unificador, una nueva religión: el cristianismo. No debemos olvidar que los romanos vinieron al principio con sus dioses paganos, y uno supremo que era el César.

Ya hemos visto que antes de la Hispania Romana llegaron a la Península las colonizaciones antiguas, fenicios, griegos y cartagineses, que fueron dejando sus importantes aportaciones culturales, sociales y de costumbres en determinadas zonas, especialmente en las costeras. Fueron como piedras firmes para ir cruzando el río de la Historia, para pasar de un mundo primitivo a la realidad de Hispania en vísperas de la Era Cristiana. Sin las avanzadas marítimas de los tres pueblos citados, sin sus precedentes colonias y establecimientos en el caso de los griegos, y sin la lucha contra fenicios y cartaginés por la hegemonía talasocrática en el Mediterráneo, los romanos no habrían llegado probablemente a España y, sobre todo, con la intensidad que lo hicieron.

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En las guerras púnicas se luchaba por el poder en el Los cartagineses Mediterráneo; como consecuencia, la imposición de una de las dos civilizaciones del Mare Nostrum, la árabe y, del otro lado, la grecoromana, para nuestros días, lo que conocemos como civilización occidental.

Un momento clave en esas guerras es el del desembarco de Amílcar Barca en el Sur de la península (año 237 a.C.) aprovechando el dominio cartaginés en la región de Cádiz. Amílcar1 y su sucesor Asdrúbal penetran tierra adentro por el valle del Guadalquivir, y el segundo, por la costa funda Cartago Nova (Cartagena), se casa con una ibera y desde la gran base naval establece buenas relaciones con los indígenas.

La alarma de los romanos ante tales hechos les lleva a firmar un tratado con Asdrúbal, «tratado del Ebro», reconociendo que los cartagineses tienen derecho a extenderse hasta las orillas de dicho río (226 a.C.). De tales límites quedó excluida la ciudad de Sagunto, aliada de Roma, importante posición que acabó siendo conquistada por Aníbal, joven sucesor de Asdrúbal, recientemente asesinado. Luego, el nuevo caudillo cartaginés, declara la guerra a los romanos, forma un gran ejército con miles de aliados y mercenarios ibéricos, cruza los Pirineos y emprende la famosa marcha que le llevará frente a la Ciudad Eterna.

No quiero dejaros sin conocer un dato insignificante en sí pero muy significativo. Asdrúbal, al avanzar desde Gadir, tuvo que enfrentarse a un ejército de turdetanos y de celtíberos, dando muerte a sus dos caudillos, Indortes e Istolacio. Son los dos primeros nombres propios de españoles que aparecen en la historia; dos jefes de pueblos del interior, dos héroes vencidos que luchan contra el invasor, e inmediatamente esos pueblos se unen a los cartagineses, que les han vencido, para luchar contra los romanos. «De lejos nos viene la inconsecuencia y la falta de sentido, luchar por luchar y hacer el juego a los demás», escribía yo hace años en Así se hizo España.

Los cartagineses habían seguido una táctica inteligente: habían invadido España con mercenarios libios y ahora in

vadían la península itálica con mercenarios españoles. Los romanos, para defenderse lejos y con menos riesgos, eligen el sistema de llevar la guerra a Ibérica, y para ello envían a los Escipiones, Cneo Cornelio y Publio, que desembarcan en Emporion (Ampurias), la colonia griega más importante, al norte de Cataluña.

El ejército de Publio Escipión se nutre de mercenarios celtibéricos. Con ellos vence a los cartagineses en Tortosa. Así vemos como los españoles mueren en los dos bandos, si bien sus simpatías se van inclinando del lado romano. Por el momento no aciertan, ya que regresa Asdrúbal Barca de Africa y vence a los Escipiones en Cástulo y en Ilorci (Lorca).

Cambia de nuevo la situación. Llega a España Publio Cornelio Escipión, hijo del Publio anterior, y con audacia ataca a la cabeza del enemigo conquistando Cartago Nova. Luego obtiene otra gran victoria en Baecula (Bailón), en los mismos campos de las famosas batallas de las Navas de Tolosa y de Bailón que tuvieron lugar muchos cientos de años después, lo que prueba la enorme importancia estratégica de esta zona. Recordemos también aquí nuevos nombres de indígenas, dos celtíberos, Indíbil y Mandonio, y un edetano, Edecón, que se incorporaron al ejército de Escipión, vencedor en Ilipa (Alcalá del Río).

La guerra está perdida para los cartagineses (206 a.C.), pero desde entonces, durante un período de cerca de doscientos años, seguiría en España, en varias zonas, la arriscada resistencia a los romanos por parte de los pueblos indígenas.

Desde el año 206 a.C. hasta dos siglos después —escribe el gran historiador Momsen— «Hispania resistirá una y otra vez, casi siempre vencida, pero jamás humillada ni completamente sometida». Resistencia valerosa, heroica si se quiere, un tanto anárquica y bastante sin sentido, que los romanos nunca podían haber sospechado. Esa actitud hispánica es como una constante histórica, una especie de claroscuro que unas veces ha traído glorias y otras desastres.

No quisiera abrumaros con datos, nombres y fechas de tan prolongado período. Me limitaré a resumiros los aspectos más significativos y definitorios.

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Los factores que influyen en esa guerra tan sui géneris son muy diversos. En primer lugar el defender por instinto las tierras propias en las que se malvive. También el belicismo latente por veinte años de guerras púnicas en España. Únese a ello la protesta contra los excesivos impuestos romanos, más la «devotio ibérica» que hace que las tribus sigan a sus jefes. Asimismo la dificultad que encuentran las legiones para combatir a un enemigo tan fragmentado y en un territorio tan abrupto y pobre. A Roma, por principio, lo que le interesaba era la Elispania rica en metales, pasando después a la posesión imperialista que se fue convirtiendo en una beneficiosa y admirable colonización, como iremos viendo.

Entre los caudillos de la resistencia destacaron, como ya dije, los príncipes ilergetas Indíbil y Mandonio, que primero lucharon contra Escipión y luego se sublevaron, muriendo ambos ejecutados. Después, el propio Escipión fundó Itálica, la más importante ciudad romana de entonces, en las cercanías de Sevilla, cuyas magníficas ruinas prueban su pasado esplendor.

Roma convierte sus zonas militares de la Península en dos provincias, la Citerior y la Ulterior. Sólo a partir del año 172 a.C., siendo pretor Tiberio Sempronio Graco, puede hablarse de una relativa paz estable, período que duró sólo veinticinco años ya que la política de atracción y pacto de dicho pretor se endureció con sus sucesores y se reanudó la resistencia. Se inicia una nueva etapa bélica entre romanos y celtíberos (vacceos, arévacos, vetones, lusitanos, pelendones...). Llega la hora de dos nombres que todos conocéis y que nunca se olvidan. Numancia y Viriato.

Numancia resistió veinte años: cumbre del heroísmo, símbolo de resistencia frente a sucesivos sitios, que estuvieron a punto de dar al traste con la necesaria colonización romana. Hubo una grave falta de coordinación entre el caudillo numantino Retógenes y el lusitano Viriato, que luchaba con bastante éxito contra los romanos por las mismas fechas. De todas formas, más pronto o más tarde la derrota ante las legiones era inevitable. Contra ellas no había posibilidad de victoria en campo abierto y algún día habrían tenido que salir los sitiados... Escipión Emiliano, el conquistador de Cartago, el que, como gobernador de la Hispania Citerior, fue el debelador de Numancia, que, en otra constante hispánica, resistió hasta la muerte (133 a.C.).

Viriato representa también un ejemplo ancestral de una manera española de guerrear, la idiosincrasia indígena de un simple pastor, guerrillero infatigable, improvisador, genial conocedor del terreno, una especie de bandolero convertido en jefe militar y político astuto y paternalista. Durante once años tuvo en jaque a seis pretores y tres cónsules romanos. Se sublevó contra Galba por razones sociales más que patrióticas. Esas rebeldías sociales son también frecuentes en nuestra historia, sin que tengamos la exclusiva.

Viriato, «pastor lusitano», rechazó la oferta del gobernador para convertirse en agricultor en las fértiles orillas del Tajo. Prefirió la guerra a caballo para seguir pastoreando en las sierras de Guarda y de la Estrella. En definitiva, para morir asesinado mientras dormía. Concluye su guerrilla y él pasa a la Historia.

Tras Numancia y Viriato se puede decir que termina la oposición bélica a Roma. Sigue habiendo luchas, pero ahora son producto de las contiendas civiles que los romanos han traído de su país a tierras hispánicas.

Aunque estos enfrentamientos tienen importancia en la Historia general, nos interesan menos a pesar de desarrollarse en campos de batalla españoles. Citaré el caso de un tribuno militar, Quinto Sertorio, que se identificó con la población indígena, convirtiéndose en un amigo, pero Roma le declara proscrito y envía contra él a Pompeyo y a Metelo. Pompeyo funda Pompaelo (Pamplona), conquista Calahorra y Calatayud y llega hasta Andalucía. Sertorio, ¡cómo no!, es asesinado por uno de los suyos, Perpenna. De nada le sirvió la cervatilla blanca que decía que le adivinaba el futuro.

También por sus guerras civiles llega Julio César a la Península para combatir a Pompeyo, que con él y con Craso formaba el triunvirato que gobernaba en Roma. Guerra entre los «dos grandes» que se desarrolló en España y en la que intervinieron mercenarios hispanos en los dos bandos, pero que poco nos afecta. Pompeyo, otro más, es asesinado. César vuelve a España para luchar contra los hijos de la víctima. Les vence en Munda, ceca de Montilla. Allí se decide la guerra.

Octavio Augusto, miembro del triunvirato que sustituye al anterior, decide venir a España para eliminar las últimas rebeliones que han renacido durante las guerras civiles entre romanos, concretamente en las regiones astures y cántabras. No en las vasconas, que se han entendido siempre bien con los enviados de Roma, en contra de ciertas opiniones politizadas de nuestros días. No hubo choques entre vascones o gascones y romanos, que colonizaron y atravesaron sin problemas sus tierras llanas de los dos lados de los Pirineos, sin que les interesara para nada subir a las montañas. En muchas zonas del País Vasco hay numerosas pruebas de la pacífica y amistosa colonización romana. Tres columnas, al mando de Augusto, parten de Astúrica Augusta (Astorga), hacia Asturias; de Segisamo (Sasamón, en Burgos) hacia Cantabria, y de Brácara (Braga), contra los galaicos. Guerra larga, de guerrillas, entre montañas, bosques y desfiladeros. Las legiones contienen la única expedición astur por el valle del Esla, vencen y fundan Emérita Augusta (Mérida).

La victoria de Augusto es definitiva. A partir del año 19 a.C. la Paz Augusta reina en España después de doscientos años de lucha discontinua.

«Lo que tenía que ser, ha sido. De la mano de Roma, España tiene por primera vez conciencia de sí misma y entra en la Historia» (De Así se hizo España.)

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SEGUNDA PARTE

Sé que la juventud de hoy considera y juzga los hechos que les relatamos del pasado con escepticismo y cierta suspicacia. Quisiera que la colonización romana de nuestro país y sus muchas y positivas consecuencias quedaran tan claras que hicieran desaparecer cualquier duda, primero sobre su innegable realidad, y en segundo lugar de que a Roma se debe el que España tomara conciencia de sí misma, adquiriera su estructura básica y marchara hacia delante con su ser histórico bien definido.

Roma dio orden y sentido a todo lo que era amorfo, confuso y contradictorio. De la natura hizo cultura, a través de los siglos perduran su huella y su norma.