El imperio y la Leyenda negra - José Antonio Vaca de Osma - E-Book

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José Antonio Vaca de Osma

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Beschreibung

"El poder hegemónico de un país, si es firme y duradero, produce inevitablemente reacciones adversas. España en los siglos xvi y xvii nunca fue un Imperio, sino las Españas. Lo sorprendente es que la crítica y el rencor persistieran a través de los tiempos, aun en plena decadencia. Siempre la Leyenda Negra. ¿Influyen en ello las motivaciones políticas del día? ¿Por qué la tal leyenda resucita, y con mayor virulencia, en cuanto España vuelve a contar en el mundo? ¿Por qué en cuanto resurge cualquier separatismo? ¿Por qué siempre contra nuestros valores tradicionales, religión, monarquía, unidad, ejército? Con una artera mezcla de verdades y mentiras, el objetivo es la deconstrucción de España, toda una táctica demoledora que analizo en este libro sobre bases históricas y datos ciertos acerca del pasado reciente" (el autor).

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Veröffentlichungsjahr: 2004

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EL IMPERIO Y LA LEYENDA NEGRA

©  2004byJosé Antonio Vaca de Osma

©  2004 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

By Ediciones RIALP, S.A., 2012

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

[email protected]

Con licencia eclesiástica de

Mgr Pier Giacomo Grampa, obispo

Lugano, 16-XII-07

Fotocomposición: M.T., S.L.

ISBN eBook: 978-84-321-3753-2

Depósito legal: M-18.484-2004

ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A los Académicos de la Real Academia de laHistoria, que nos demuestran con sus obras y su tarea académica y profesoral que España no es un mito.

ÍNDICE

Portada

Créditos

Índice

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE

I. EL CONCEPTO DEL IMPERIO EN LOS REINOS DE LA RECONQUISTA

II. A ELLOS SE LO DEBEMOS TODO

III. ESPAÑA DESCUBRE AMÉRICA

IV. LOS PRIMEROS EN EUROPA

V. LOS TRES SAMBENITOS: MORISCOS, JUDÍOS E INQUISICIÓN

VI. LA DINASTÍA IMPERIAL DESVÍA A ESPAÑA DE SU RUMBO

VII. EL IMPERIO DE CARLOS V, HONOR Y CARGA PARA ESPAÑA

VIII. LA CONQUISTA DE LAS ESPAÑAS DE ULTRAMAR

IX. BAJO SU IMPERIO NO SE PONÍA EL SOL

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

X. RELACIONES ENTRE ESPAÑA Y LA SANTA SEDE DURANTE EL SIGLO

Cristiandad, y Catolicidad española

Aparece el fenómeno protestante: León X y Carlos I

Felipe II y los Papas. Sixto V

Los Concilios de Trento

Don Juan de Austria, Lepanto y la Liga Santa

XI. «MIRÉ LOS MUROS DE LA PATRIA MÍA» (LOS REINADOS DE FELIPE III Y FELIPE IV)

SEGUNDA PARTE

XII. HISTORIA Y OPINIÓN SOBRE LA LEYENDA NEGRA

XIII. LA MILICIA DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA

XIV. LAS FINANZAS DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA

XV. YA NO SOMOS IMPERIO, PERO LA LEYENDA SIGUE...

XVI. EXALTACIÓN LITERARIA DE ESPAÑA

XVII. VOCES DE DECADENCIA Y DE ESPERANZA

XVIII. VOCES DE DECADENCIA Y DE ESPERANZA

XIX. LA LEYENDA NEGRA CONTEMPORÁNEA

ADVERTENCIA SOBRE BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

GALERÍA FOTOGRÁFICA

INTRODUCCIÓN

No cabe duda de que el poder hegemónico de un país, sobre todo si es firme y duradero, produce una reacción adversa en sus rivales potenciales, una herida profunda que se convierte en crítica acerba y rencor persistente, producto de una mezcla justificada en parte, pero malsana, de envidia y de temor. Es algo que ha ocurrido en todos los tiempos. Y si no, véase en nuestros días la reacción frente a la potencia universal de los Estados Unidos de Norteamérica.

Es algo inevitable. El poder por sí ya presupone la utilización de medios difícilmente graduables, por muy buena voluntad que se ponga. No hay frontera definida entre justicia e injusticia, y ciertas limitaciones de libertad producen odios y resentimiento.

Son cosas que no ocurrirían en un mundo ideal, pero la realidad nos prueba que son el producto del destino y de la necesidad, lo que a veces se concreta en esa palabra tan precisa y tan equívoca que es «Imperio». Un Imperio que, como nos recordaba Ortega y Gasset, sigue el indeclinable camino del sol, de Oriente a Occidente, China, India, Persia, Grecia, Roma, España, Inglaterra, Estados Unidos y...1

* * *

La resistencia y la crítica a esos poderes, grandes, universales, sucesivos, se limitó en el tiempo a quienes a ellos se sentían subordinados, pero cesaban a partir del momento en que cesaba la hegemonía. Lo que puede parecer sorprendente es lo que ha ocurrido con el que algunos llaman el Imperio español, que no fue tal, sino algo muy característico y singular, como iremos viendo a lo largo de estas páginas.

Lo sorprendente y curioso a lo que me refiero es la persistencia de la crítica y del rencor a través de los siglos. La animadversión, más que contemporánea, viene a posteriori, se exacerba durante la decadencia y renace en cualquier momento a impulsos de la mínima coyuntura internacional en que nos veamos implicados, más aún si destacamos en ella. A menudo también por motivaciones políticas del día.

¿Por qué los ecos de la leyenda negra resucitan en cuanto España empieza a jugar un papel de relieve en la escena internacional?

¿Por qué en cuanto se manifiestan con cierta virulencia las corrientes disgregadoras internas?

¿Por qué resurgen, con disfraz o sin disfraz, en cuanto revive la tradición católica española frente a la crisis moral y de valores que pretende corroer a las nuevas generaciones?

* * *

Reconozco que para mí ha habido un detonante que es el que me lleva, en parte, a escribir esta obra. Se trata de la publicación, con gran aparato propagandístico, de un libro titulado Imperio, del que es autor un escritor británico nacido en Rangún (Birmania), que reside en Barcelona desde 1992. En España se le conoce por una biografía sobre Felipe II, publicada hace pocos años.

El propósito de este autor, Henry Kamen, no puede estar más claro:

«En este libro —escribe— pretendo deconstruir2el papel de España». Efectivamente, va a hacerlo en más de setecientas páginas. De ellas extraigo solamente dos frases:

«Los historiadores españoles del siglo xvi engañan, adornan y falsean».

«Fuera de Castilla, todo el mundo sabe que España no existe».

Dos perlas de sabiduría histórica y de talento político que no son sino una muestra de otros grandes logros del «brillante hispanista», que iremos conociendo y comentando.

Un buen historiador y crítico, Ricardo García Cárcel, dice que a Kamen lo que le interesa más es el mercado y que por ello ha escrito su obra con voluntad polémica.

Si no fuera porque se trata de un historiador de cierto prestigio y porque su obra está cuajada de erudición y de documentación exhaustiva, no valdría la pena comentar tal cúmulo de dislates interpretativos. Kamen escribe con gran aportación de datos, si bien casi todos conocidos. Es un concienzudo investigador. Lo malo es que todo lo interpreta de modo agresivo, retorciendo los argumentos, machacando con insistencia en los tópicos antiespañoles y llevando de la verdad a la mentira.

El Imperio que da título al libro es ya en sí un término equívoco, pues el poder de España en los siglos xvi y xvii nunca tuvo carácter imperial. Ya en el subtítulo de su obra Henry Kamen se contradice: «La forja de España como potencia mundial». ¿No quedábamos en que España no existía?

Pero no quiero entrar en más comentarios en esta introducción. La parte fundamental de este libro va a estar dedicada a presentar, más bien a recordar, algo muy conocido, sobre lo que han escrito admirables páginas los más ilustres y bien documentados historiadores españoles y extranjeros: la verdad de la hegemonía de los siglos xvi y xvii. De unos dominios, de unas Españas que no acabaron en Rocroi ni en el tratado de Utrecht. Y de un señorío de los mares que duró hasta Trafalgar, un «Imperio» que se mantuvo hasta principios del siglo xix.

Es una hegemonía universal sin parangón por su extensión y por su duración, por lo menos hasta la Commonwealth británica, y distinta de cualquier otra por el distinto modo de imperar hispánico, que ya comentaremos. Pues bien, desde su origen, con los Reyes Católicos, ha ido unida a una leyenda negra que bajo varios disfraces y matices empieza entonces y no acaba. Siempre artera, inteligente, si inteligencia puede ser una mezcla bien dosificada de verdad y mentira.

Por eso, a ella, a la Leyenda Negra, a la antigua y a la de nuestro tiempo, me voy a referir, a veces al hilo de la obra de Kamen, prueba ésta de la continuidad de tal leyenda, pues ya en ella aparecen alusiones directas o subliminales de las dos facetas más frecuentes y dañinas, que en nuestros días aún pueden seguir deformando, tergiversando y engañando. Me refiero a los enfoques politizados que con pretendidas o torcidas bases históricas tratan de justificar ambiciones secesionistas.

Y no quiero dejar en el olvido a quienes quieren dar la vuelta al siglo xx español, presentándonos una gran falsificación llena de tópicos y de rencores, resucitando viejas heridas, siempre con una determinada tendencia.

No es casualidad, ni mucho menos, que estas corrientes disolventes y «progresistas», coincidan con los argumentos y métodos de la vieja Leyenda Negra.

A rebatirla, en sus bases antiguas y recientes, con la verdad de la hegemonía española de pasados siglos y con los datos auténticos de los tiempos recientes, va a estar dedicado este libro.

1 La preponderancia francesa, de Luis xiv a los dos Napoleones, no pasó de ser un colonialismo, disperso y limitado a la vez, pero nunca supuso un Imperio universal. El Imperio de Napoleón I fue más bien una hegemonía europea y familiar.

2 El término «deconstruir» es un invento postmoderno del filósofo francés Jacques Darrida. Viene a decir que todos estamos oprimidos por falsas interpretaciones oficiales del pasado y del presente. Para liberarse de ellas, hay que deconstruir. Hay que derribar signos y símbolos, conceptos y criterios que nos han sido impuestos, crear un contrapoder, dar la vuelta a todo, en especial a la cultura vigente, al pasado que nos han contado. La teoría de Darrida no puede ser más confusa, pedantesca y demoledora. Sus seguidores quieren aplicarla a España, a su historia, a su cultura, incluso a las realidades presentes. Por mi parte pretendo que este libro sea todo lo contrario. Frente a la deconstrucción de Darrida, de Kamen y de la Leyenda Negra, la reafirmación de España, de su historia y de su cultura.

PRIMERA PARTE

I EL CONCEPTO DEL IMPERIO EN LOS REINOS DE LA RECONQUISTA

El poder de España en Europa nace en tiempos de Fernando el Católico. Recuerdo con insistencia la frase de Felipe II señalando el retrato de su bisabuelo: «A él se lo debemos todo». Y la proyección de España en Ultramar se debe a la reina Isabel la Católica. Son dos hechos indiscutibles que explican la aparición simultánea de dos fenómenos históricos de extraordinaria trascendencia. En ellos están las razones auténticas de lo que Kamen llama «La forja de España como potencia mundial» y de que a su lado, como la sombra junto al cuerpo, aparezca la Leyenda Negra. Se dan, en aquellos años juveniles y vigorosos en los que culmina la Reconquista y se lanza la España unida hacia el exterior, dos circunstancias que provocan la reacción de los adversarios de aquel naciente poder.

La primera de esas circunstancias es precisamente la propia fuerza, la superioridad que se impone por tierra y por mar. La segunda es la intrínseca unión entre la Monarquía española y la religión católica. Téngase en cuenta que por aquellos mismos años se producía la ruptura protestante bajo sus formas luteranas, anglicanas, calvinistas... También que España se erigía en la abanderada de la Cristiandad frente a la amenaza otomana y se fijaba la misión evangelizadora de los territorios recién descubiertos. No se olvide que las riquezas de las Indias despertaban toda clase de ambiciones en los rivales de España.

* * *

Éste era el panorama a fines del siglo xv. Hasta entonces nadie se había referido a la existencia de un Imperio español. Hasta entonces, naturalmente, nadie lo había combatido ni lo había denigrado con argumentos seudohumanitarios que fueron degenerando en las famosas leyendas.

Los reinos hispánicos habían tenido un devenir singular, verdaderamente extraordinario en Europa, a lo largo del medievo. En tan largo período, desde la invasión árabe, se fue forjando un país, una fuerza, un modo de ser; a la vez una cohesión interna proyectada con ímpetu hacia el exterior, que explican perfectamente lo que con falta de propiedad se viene llamando Imperio de los siglos xvi y xvii.

Por todas estas razones vamos a buscar los antecedentes del concepto hispánico del Imperio en la Edad Media. Sólo así podrá comprenderse cómo fue distinta nuestra manera de imperar.

Sancho III el Mayor, el gran rey navarro, tenía una corte a la que seguían tanto el conde Berenguer de Barcelona como el conde Sancho Guillermo de Gascuña, que dependían de él en concepto de vasallos. Después fue dominando todas las tierras de Castilla y de León. Los diplomas de la época le reconocen a principio del siglo xi como el primer rey de España: «Regnante rex Sancio Gartianis (Garcés) in Aragone in Castella et in Legioni, de Zamora usque in Barcelona et cuncta Gasconia imperante».

Es el verdadero Rex Hispanicus. Le llaman Imperator pero no tiene ideas imperiales, sólo ser el primero de los reyes y condes de la España cristiana.

A fines del mismo siglo xi, 1085, el rey de Castilla y León, Alfonso VI, entra en la ciudad de Toledo, la antigua capital del reino visigodo, de la «España Perdida». Han pasado tres siglos y medio desde que la ciudad de los Concilios cayó en poder del Islam. A Alfonso, su conquistador, se le considera desde entonces el príncipe más poderoso de toda España. En los códices aparece como «Imperator totius Hispaniae». Toledo fue restaurada como sede primada del país por el Papa Urbano II y Alfonso recibió el título de «Imperator in Toletum», que él nunca utilizó.

Quien sí fue llamado emperador con todos los honores fue Alfonso VII. En León fue proclamado «primus inter pares» de la España cristiana. Con Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, firma en 1127 las paces de Támara. Para Menéndez Pidal ese acuerdo demuestra el sentimiento de unidad de los reinos hispánicos y el reconocimiento de la continuidad histórica de la tradición visigótica, que se confirma con el título de emperador para Alfonso VII, legítimo heredero de la línea de una monarquía que viene de Don Pelayo, de Alfonso I de Asturias. Queda este gran rey como figura cumbre de la época, el único rey al que la historia ha dado plenamente el título de emperador en España, si bien, como vengo diciendo, dicho título nada tiene que ver con el concepto general del Imperio como poder expansivo y dominador de países extraños. Su ambición territorial y de poder se limita a unificar y dirigir la gran empresa de la Reconquista. Esta idea medieval se confirma con las sucesivas dinastías hispánicas, Trastámaras, Austrias y Borbones, con los matices propios de cada tiempo histórico, confirmando que lo español, desde los godos, es el Reino, la Monarquía, las Españas, no el Imperio.

Y conste que el título de Alfonso VII fue reconocido al otro lado de los Pirineos. Las crónicas le llaman «Imperator Hispaniae», como los del Sacro Imperio Romano Germánico, como el de Bizancio. Así puede verse en repetidas expresiones del Abad de Cluny y de San Bernardo de Claraval, fundador del Císter.

Estos monarcas de los reinos hispánicos estaban plenamente integrados, familiar y políticamente, en la Europa de su tiempo, sin dejar por ello de dar toda la preferencia a su tarea reconquistadora.

El formidable rey que fue Alfonso VIII de Castilla, el vencedor de las Navas de Tolosa, estaba casado con Leonor Plantagenet de Inglaterra, era cuñado de Ricardo Corazón de León y de Juan sin Tierra, abuelo de San Luis, rey de Francia, y de San Fernando, rey de España, padre de las reinas de Francia, Portugal y Aragón, consuegro del Emperador de Alemania, y además fue duque de Gascuña y de Aquitania. Sin embargo, nunca se tituló emperador, como tampoco lo hicieron tan grandes y poderosos soberanos como Jaime I el Conquistador, Fernando el Santo, ni Alfonso xi, el vencedor de la batalla del Salado, última gran victoria cristiana, ni Pedro III el Grande de Aragón...

* * *

No podía faltar en este capítulo el episodio que conoce la historia como «Alfonso X el Sabio y el hecho del Imperio».

Se trata de un caso excepcional en la Edad Media española. Sólo se asemeja tres siglos más adelante con el caso de Carlos V, aunque en circunstancias y con consecuencias muy diferentes. Ya lo veremos en su momento.

Las pretensiones de Alfonso X el Sabio a la corona del Sacro Imperio tienen unas razones y un origen muy claro y un desarrollo muy complicado a la vez.

Federico II de Hohenstaufen, último emperador de esta dinastía, había muerto sin heredero en 1250, produciéndose un vacío en el trono conocido por su duración como el Largo Interregno. Pero además, la corona imperial era electiva, y entre los posibles príncipes con derecho a la elección, Alfonso X se consideró enseguida como el que reunía no sólo esos derechos como hijo de Beatriz de Suabia sino con méritos sobrados y con la representación de los intereses de Castilla y de Aragón, frente a su tradicional rival, la casa francesa de Anjou. Una embajada de la República de Pisa vino a Castilla a ofrecer la corona a don Alfonso, y poco después otra embajada de electores imperiales se presentó en Burgos ofreciendo al rey la designación. Fue ésta aceptada, y Alfonso X se dispuso a ir a Tréveris para tomar posesión. A partir de entonces comenzó un verdadero derroche de dinero para sostener su causa entre los divididos electores. Consecuencia inmediata fue un creciente malestar en Castilla, que en modo alguno sentía la causa imperial, nada española, costosa, lejana y problemática.

Las Cortes se declararon en contra mientras el monarca cada día estaba más encaprichado.

Hubo varios cambios de posición, surgieron nuevos candidatos, los Papas intervinieron, casi siempre en actitud pro francesa, olvidándose de neutralidades... Tres papas sucesivos, Urbano III, Clemente IV y Gregorio X, contribuyeron de modo decisivo a que un Alfonso X, sin apoyo español, viera cómo la corona imperial se iba alejando de él para caer sobre las sienes de Rodolfo de Habsburgo, candidato papal. Fue el fin de lo que la historia conoce como «el hecho del Imperio».

Estos son los antecedentes medievales que nos llevan a la dinastía de Trastámara, que en Castilla y Aragón será el cauce de las monarquías españolas hacia la unidad, y con ella a la hegemonía en Europa y a la gran empresa oceánica.

II A ELLOS SE LO DEBEMOS TODO

Después de su novelesca boda y una vez en el trono, Isabel y Fernando, vencidas todas las adversidades surgidas a lo largo del camino, se encontraban ante la ingente tarea de unificar y poner en orden y en valor los reinos que habían heredado.

La Corona de Aragón, la herencia de don Fernando, había pasado por momentos gloriosos en los tiempos de Pedro III el Grande, de Jaime II, de Pedro IV el Ceremonioso, años en los que las barras aragonesas dominaban el Mediterráneo. La dinastía se había extinguido a la muerte del último de sus reyes, Martín el Humano, y el compromiso de Caspe había llevado al trono a la dinastía Trastámara, la misma que reinaba en Castilla. Una dinastía que aportó nuevas grandezas a Zaragoza, donde juraban sus reyes, y a Barcelona, donde sentaban sus reales.

Alfonso V el Magnánimo, hijo mayor del buen rey que fue Fernando I de Aragón, fue un gran monarca renacentista en Italia, pero dejó muy abandonadas sus tierras en la Península Ibérica, que quedaron en manos de su hermano, el que sería Juan II. Las graves diferencias entre éste y su primogénito, el Príncipe de Viana, complicaron la situación del reino con nuevas guerras civiles, problemas que sólo acabaron con la muerte del príncipe. Juan II fue un colosal personaje, lleno de fuertes y brillantes cualidades y de terribles defectos. De él recibiría la corona aragonesa Fernando el Católico.

Son episodios de una extraordinaria riqueza histórica, a los que sólo aludo aquí como antecedentes que nos sirvan para comprender el enorme empeño y el mérito de don Fernando, al lado ya de Isabel, al pasar de tan turbulentas etapas a la plenitud expansiva de sus reinos, unidos a partir del último tercio del si­glo xv. Lo mismo que decimos de Aragón, pero en circunstancias aún más difíciles, podemos decir del reino de Castilla que hereda Isabel contra viento y marea, crisis, pleitos, conspiraciones, guerras... De los reinos peninsulares, Castilla era el más extenso, el más poblado, el más rico, el que más había avanzado en la Reconquista. Desde la muerte de Alfonso xi había vivido las más complicadas circunstancias. Después de una prolongada e inclemente guerra civil, con intervención de las Compañías inglesas y francesas, una por cada bando, Enrique II había impuesto su fuerte personalidad, su gobierno, y con él una nueva política más firme, más europea, sin las veleidades pro árabes y judaizantes de su hermano don Pedro el Cruel. Con aplauso general del pueblo que, por una parte heredaba la tradición de siglos de la lucha contra el moro, y por otra sentía la animadversión de todos los paí­ses europeos occidentales contra los judíos, lo que había dado lugar a terribles «progroms» a lo largo de toda la Edad Media.

Prometedor fue el reinado de Enrique II después de su victoria en el famoso fratricidio de los Campos de Montiel, y positivos también fueron los de sus sucesores Juan I y Enrique III, éste un excelente monarca poco conocido para sus méritos. Se ofrecían muy favorables perspectivas para Castilla, a pesar de que no habían terminado del todo las contiendas internas y las rivalidades de límites con los reinos vecinos.

No hubo suerte en la continuidad dinástica y los dos reinados siguientes resultaron lamentables en su conjunto, hundiendo a Castilla en una terrible crisis, que es la que heredó Isabel I al llegar al trono. Lamentables fueron los años de su padre Juan II, en los que quien reinó de verdad fue el sin par don Álvaro de Luna; y peo­res todavía los de Enrique IV, el medio hermano de Isabel, que con su vergonzosa conducta política y personal dio lugar a tan trágicos, discutidos y novelescos conflictos hasta su muerte y aún después. Sacar a Castilla de tal atolladero histórico, unirla a un Aragón, que como hemos visto, tampoco era una balsa de aceite, y convertir a ambos reinos, que ya son España, por más que muchos lo nieguen, en el primer Estado moderno, en la primera potencia de la época, como no nos cansaremos de repetir, es una tarea ingente, de titanes, un monumento de talento político, del que muy brevemente voy a ocuparme a continuación. Una tarea que explica y justifica, razón tras razón, que fue la propia España la que forjó su hegemonía mundial, y no los extranjeros, como interpreta el historiador Kamen en su torrencial «Imperio».

* * *

Varios elementos fundamentales coinciden para hacer posiblela creación del Estado nacional en tiempos de los Reyes Católicos,y su formidable eclosión que lo convierte en la gran potencia de su época dándole el protagonismo universal, tema constante de interpretación para los historiadores, con sus entusiasmos y con sus diatribas exacerbadas. No es posible presentar por orden esos elementos, todos esenciales y simultáneos.

De una parte, la consideración de que no se inventa España, se recupera «un reino, un principado», como cita con acierto el profesor Luis Suárez Fernández; se culmina una empresa iniciada en el siglo viii entre las breñas de Covadonga.

En tan largo período histórico se ha dado un admirable fenómeno que los Reyes Católicos llevan a su más completa expresión: la identificación entre los reyes y su pueblo, la perfecta interpretación de los anhelos populares con un objetivo común.

Hay un sentido de la autoridad, del poder, que resulta discutible con ideas exclusivamente racionalistas: el poder procede de Dios a través de su Iglesia y debe convertirse en normas éticas, una ley natural que concede al monarca una indiscutible «auctoritas». Entre él y sus súbditos se establece una especie de acuerdo o pacto que compromete a las dos partes a la obediencia. Es una idea llevada a la práctica y a la fidelidad del clásico pactismo de la Corona de Aragón, y se basa en el Derecho Romano y en «las Partidas» de Alfonso X el Sabio. De ahí procede también el papel de las Cortes y de los Consejos, ayudando a aplicar tales principios.

De todo lo anterior se desprende el carácter católico oficial del sistema, la identificación entre Iglesia y Estado en sus fines y a veces en sus medios, lo que no impide que de cuando en cuando haya conflictos en aspectos prácticos y concretos de las respectivas políticas. Y de esa relación se deriva naturalmente el sentido de misión, del que se hará cargo la Corona. Por una parte, en su empresa civilizadora unida a la de evangelización, que surgirá, un tanto inesperadamente, de unos viajes que en principio tenían objetivos materiales, mercantiles y políticos.

Por otra parte, la obligación de eliminar los peligros para el catolicismo de los núcleos medievales subsistentes de las otras religiones «del Libro»: judaísmo e islamismo. Y cortar de raíz las herejías y nuevas tendencias reformadoras procedentes del exterior, en especial evitar toda infiltración alumbrada o protestante. Es éste un aspecto que sólo se manifestará con fuerza en los reinados siguientes: Reforma y Contrarreforma, algo que en tiempo de los Reyes Católicos todavía no se había manifestado... En cuanto a moros y judíos, lo que había que hacer era convertirles. Y si no, eliminar el riesgo de contagio expulsándoles del país.

Una de las consecuencias más llamativas de esta posición ideo­lógica de la Corona, con todo el pueblo a su lado, es la instauración de la Inquisición en Castilla. El Santo Oficio existía desde hacía años en la Corona de Aragón. Había nacido en Francia en la guerra contra las herejías de cátaros y albigenses. Para la crítica se convierte en algo esencialmente español y se hace del tema una de las claves de la Leyenda Negra, con atribuciones y exageraciones que, sobre bases reales, construyen tremebundas fantasías, sin tener además en cuenta las circunstancias de cada época. Es cuestión que merecerá un mayor análisis más adelante, ya que, como digo, va unida a todas las interpretaciones malévolas del pasado poderío hispánico. Lo que sí advierto desde aquí, dando la razón a la crítica, es que la Inquisición se convirtió con frecuencia en un instrumento de represión al servicio de la política de los Reyes Católicos y de sus sucesores.

Volviendo a los elementos que hicieron posible el nacimiento del primer Estado nacional de Occidente, hay que recordar dos ideas. Una, el principio de buen sentido, de ama de casa, de doña Isabel, «poner la casa en orden». Para ello, someter a los nobles, tan dados a la rebeldía, hacer justicia, servir al pueblo; construir, es decir, el «animus ædificandi», algo muy romano, procurar que se vea que el reino progresa, imponer el orden con la fuerza de la razón; una policía, la Santa Hermandad, surgida del pueblo, de las hermandades de los municipios... Al mismo tiempo, respetar y ayudar al desarrollo de los fueros, privilegios y características de cada una de las regiones que constituían el conjunto de las Coronas de Castilla y Aragón. Algo a lo que contribuye de modo esencial don Fernando con su formidable talento político.

Y es al rey al que corresponde marcar las directrices y la acción proyectada hacia el exterior, siguiendo la tradicional política catalano-aragonesa en el Mediterráneo, así como la inevitable rivalidad con Francia, tanto en el mar como en Italia y hasta en las zonas fronterizas de secular disputa, el Rosellón, la Cerdaña y el Conflent.

Únase a todo lo anterior la culminación de la Reconquista, la toma de Granada. Con ella, las fuerzas de todo un país que ha luchado durante siglos necesitan nuevos objetivos. Es un cuerpo en forma física y espiritual, entrenado y animado. No es sólo la pobreza, como insiste Kamen, es algo superior lo que empuja a los españoles a las grandes empresas a fines del siglo xv. Una serie de factores que tienen su plasmación en el reinado fundacional en el que los Reyes Católicos, con pasión y con inteligencia, pusieron las bases de nuestro peculiar Imperio.

* * *

Un paso previo de indudable trascendencia en la posterior expansión hispana en el Océano Atlántico, fue para Castilla la conquista de las Canarias, algo así como las piedras de paso para cruzar el gran vado.

Si me ocupo aquí de tal conquista es para que nos demos cuenta de cómo la inquina antiespañola no necesitaba de atroces leyendas sobre la destrucción de las civilizaciones americanas percolombinas, pues ya al tratar de la ocupación de las Canarias surgen los comentarios denigrantes y deformadores.

Los hechos no pueden ser más claros y sencillos. Enrique III al entrar el siglo xv, como consecuencia de frecuentes noticias que venían desde dos siglos antes, encomendó a Juan de Bethencourt, señor de Granville, caballero normando y probablemente corsario, que armara varios barcos en La Rochelle y, al servicio de Castilla, fuera a ocupar las principales islas de las Canarias. No fue la idea muy grata a genoveses y portugueses, que alegaban cierta prioridad en sus expediciones, si bien los derechos habían sido atribuidos por el Papa Clemente VI a don Luis de la Cerda, pariente de Enrique III. También el Concilio de Basilea se había mostrado favorable a Castilla, gracias a los argumentos del legado Alonso de Burgos. Sobre todo, la fuerza de los hechos, ya que Bethencourt y Gadiffer de Lasalle tomaron posesión de las islas en nombre de Castilla, de su rey; era la plataforma avanzada para la gran aventura oceánica, primer paso para uno de los aspectos más combatidos del Imperio.

Poco más adelante, el Consejo Real de Castilla (1477) concedió las islas menores a la familia Herrera, y las tres mayores (Gran Canaria, Tenerife y La Palma) pasaron a ser propiedad de la Corona.

Hasta aquí los hechos, bien simples, sin misterio. Pues bien, Henry Kamen nos presenta así la conquista de las Canarias:

«Los comentaristas castellanos crearon con éxito una imagen muy distorsionada de lo que estaba ocurriendo». Luego atribuye «una primera tentativa de ocupación de las Canarias a nobles castellanos y franceses» y añade que los nativos, un pueblo aislado que vivía en cavernas, ofreció tenaz resistencia durante varios años. Hasta ahora, aunque con su solapada malevolencia, Kamen no miente. Pero pronto empiezan los tintes negros: «La ocupación de las islas tuvo un impacto desastroso en la población indígena, cuyas cifras se vieron reducidas muy significativamente durante la guerra. Para contar con la mano de obra que trabajara el difícil terreno volcánico, los invasores comenzaron a esclavizar a las comunidades locales de canarios, gomeros y guanches. Sólo en Valencia se vendieron seiscientos esclavos de las Canarias entre los años 1489 y 1502. La población de las islas disminuyó en un noventa por ciento». En contraste con estos datos Kamen reconoce que «los naturales colaboraron activamente en la tarea española de la conquista de las islas e incluso algunos participaron en las guerras de Italia». Interesantes datos estos que aporta el historiador británico que prueban que las conquistas de los «imperiales» españoles no eran ni tan aniquiladoras ni tan repelidas como parece indicar la tónica general de sus interpretaciones «imperiales». Sin embargo, enseguida vuelve Kamen a las andadas: «La colonización tuvo también un efecto negativo en el entorno. Los árboles se utilizaron en la construcción de viviendas (¡qué horrible delito español, construir casas de madera para los que vivían en cuevas!) y embarcaciones (otro desastre, enseñar a los nativos a navegar), y el agua se convirtió en un bien difícil de encontrar». Según el ilustre hispanista, por culpa de los invasores, que se bebieron los caudalosos ríos canarios, sus grandes lagos y sus cataratas; precisamente los invasores que han contribuido a convertir a las Afortunadas en un paraíso del turismo mundial.

En esas Canarias, efectivamente, después de destruirlas los «invasores», éstos, unidos a los desaparecidos nativos, forman hoy en día el admirable y españolísimo pueblo canario, que a base de destrucción ha convertido sus islas en un ejemplo de civilización, demodernidad, de rica madurez, destino grato para personas del mundo entero, patriótica parcela atlántica del territorio español, de la Unión Europea. Todo esto prefiere ir adornándolo Kamen con sus cordiales comentarios: lo que ocurría en las Canarias, viene a decir, no es más que el adelanto de los problemas que habrían de surgir cuando los españoles ocuparon otras islas tropicales. Y luego añade, con su peregrina interpretación de nuestro modo de imperar:

«La ocupación de las Canarias permitía vislumbrar el modo en que habría de evolucionar el Imperio español. Aunque los castellanos promovían la empresa, portugueses, italianos, catalanes, vascos, judíos y africanos desempeñaban un papel sustancial...». Es una de las constantes obsesiones de Kamen a través de su obra Imperio: insistir en que España y los españoles no existen, y por eso alinea juntos a portugueses, italianos, catalanes y vascos como extranjeros protagonistas de una empresa mercantil con un empresario castellano.

Sólo como botón de muestra he traído aquí estos datos para que se vea cómo se iniciaba la Leyenda Negra, aun en los prolegómenos de lo que sería la monarquía española desde finales del siglo xv.

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El natural destino, la lógica proyección extrapeninsular de la monarquía de los Reyes Católicos, tenía una doble dirección: primero, el África, y después del Descubrimiento, América. Vayamos por orden y dediquemos unas consideraciones a la cuestión africana.

La costa del Magreb, al otro lado del Estrecho, era como una secuela natural de la conquista del reino granadino, según expresión de J. H. Elliott. Detrás de esa costa, un vacío, y desde ella, una amenaza. Allí no había un Estado, ni una organización; tribus en las montañas, enfrentadas las unas con las otras, y en el llano, en los puertos, los huidos procedentes de Andalucía y los corsarios berberiscos que comenzaban a establecerse a lo largo del litoral. Para el rey Fernando, por entonces, lo esencial era Italia, la rivalidad política que le enfrentaba a los franceses y la defensa de la herencia familiar catalano-aragonesa en las Dos Sicilias. Por ello, las costas africanas sólo le interesaban para cubrir su flanco sur en el Mediterráneo y, como rey de España, para tener protegida nuestra espalda, preocupación a través de los siglos para la política internacional española.

Una vez culminada la unidad con la incorporación de Navarra, que nunca dejó el común vivir hispánico, en orden el Estado y muerta la reina Isabel, no había por parte de la Corona el menor afán imperialista de expansión en África. La única conquista había sido la de Melilla en 1497 por Pedro de Estopiñán, al servicio del duque de Medina Sidonia; y sólo después de la primera rebelión de las Alpujarras en 1499, empezó a sentirse la necesidad de actuar en el norte del continente africano.

Fue Cisneros, con su ardor característico, el que continuó los afanes misionales de la Reina, fallecida en 1504. Se trataba de llevar la fe a los infieles. Si como consecuencia se ocupaban territorios, era con aires de cruzada contra el Islam, por entusiasmo religioso apoyado por el Papa. No hay cinismo ni hipocresía en esta afirmación, sino una doble faceta en la política española que se extendería a lo largo de los siglos xvi y xvii. No es necesario hacer malabarismos dialécticos para explicarlo.

El país, el pueblo, espontáneamente sobrado de fuerza humana, convencido de su superioridad, seguro de sí mismo. Se sentía en condiciones de ir a más, de ser el primero. Se iba a extravertir, a calcular mal más adelante sus propias posibilidades, sobe todo a partir del momento en que la Casa de Habsburgo nos implicó en nuevos escenarios europeos. Pero por entonces, principios del quinientos, no le arredraba la idea de conquista, de dominio, que iba unida a la de misión evangelizadora, pero que no necesitaba justificarse con ella. Si esa idea conjunta es la de Imperio, no cabe duda que se iba hacia el Imperio español, pero como algo muy distinto e independiente de los imperios hasta entonces conocidos.

Cisneros organizó desde Málaga en 1505, una expedición al norte de África, ocupando Mazalquivir y cuatro años después, Orán. No encontró apoyo suficiente en el rey don Fernando para penetrar en el territorio. Ya sabemos que el monarca dedicaba los medios disponibles a su política italiana y consideraba suficiente tener bien cubiertos los puestos clave de la costa africana.

¿Fue o no un acierto esta semiabstención del Rey Católico por aquellos días en los que Barbarroja y sus gentes empezaban a hacerse fuertes en Argel? Más adelante Carlos I y Felipe II tratarían de emprender nuevas acciones en aquellas tierras, pero con propósitos más defensivos que de conquista. No cabe duda de que tanto a ellos como a Fernando el Católico la magnitud de los intereses políticos en Europa les impidió rematar una empresa de expansión en África, lo que en otras circunstancias habría sido muy posible y hasta fácil; y quién sabe si la historia del mundo habría cambiado si el vacío norteafricano hubiese sido ocupado, colonizado y extendido hasta el sur del Sahara por una España muy capaz de ello, como lo demostró, mucho más lejos, en América.

III ESPAÑA DESCUBRE AMÉRICA

Hay momentos estelares en la historia de la Humanidad, circunstancias cruciales que necesitan un protagonista, un hombre, a veces todo un país. En Occidente, dejando al margen teóricamente la llegada del Cristianismo desde el Oriente Medio, el protagonismo correspondió a Roma, y quince siglos después a España. El destino, la Providencia señalan a las naciones, a los pueblos que reúnen las condiciones para esos protagonismos universales.

No es preciso entrar aquí en detalles sobre un hecho tan trascendental e indiscutible como el descubrimiento de América.

Hay quienes con un humanismo ingenuo, utópico o interesado, con delirios indigenistas o con un ridículo «progresismo» ecologista, hubieran preferido que lo europeo, lo occidental no hubiese contaminado la impoluta virginidad indiana, que América hubiera seguido allí, en el misterio del otro lado del mar, inexplorada, al margen de la incipiente globalización tan denostada, lejos de la cultura grecolatina y anglosajona, viviendo en los utópicos paraísos de Tenochtitlan, Chichen-itza y del Macchu Pichu.

Decía Agustín de Foxá, con su aguda ironía característica, que lo malo no era que Colón hubiera descubierto América, que lo peor es que luego volvió y lo contó. Algunos siguen pensándolo así seriamente.

La génesis del Descubrimiento, es bien conocida, con diversas interpretaciones y matices, pero con una conclusión bien clara e indiscutible: que fue obra de España y, puntualizando, que la verdadera madre histórica de la América que hoy conocemos, fue Isabel la Católica. No obstante, a pesar de la claridad de estas afirmaciones, creo que conviene recordar algunos detalles de la etapa previa al descubrimiento del trascendental hecho en sí.

En la obra Imperio de Henry Kamen encontramos ya que una gran parte del mérito de la ocupación y colonización de las Canarias corresponde a los franceses y a unos genoveses, los Rippariolo, y los trabajos en dichas islas, a los inmigrantes portugueses. Ahora, al llegar las vísperas del Descubrimiento, los méritos son para unos banqueros genoveses, los Centurione, protectores de su paisano Cristóbal Colón. Según el mismo autor, los viajes colombinos parece que interesaron poco a los españoles, al menos hasta que llegaron a la Península las primeras remesas de oro. Se olvida Kamen de los Pinzón con sus dos carabelas, la «Pinta» y la «Niña», de la nao «Santa María», de Juan de la Cosa, y de las tripulaciones, ochenta y ocho españoles. Claro es que según más de un historiador extranjero, los méritos del Descubrimiento hay que atribuirlos a los conocimientos de los cartógrafos judíos, a las noticias dadas por marinos portugueses y por corsarios normandos y hasta a la previa llegada a las costas americanas de Erik el Rojo. Nada tiene de particular que con tales informaciones el nombre que se dio a las tierras recién descubiertas, según el mapamundi del cartógrafo suizo Martin Waldsemüller, fuera el de Amérigo o Américo Vespuccio1; tal nombre quedaría para siempre para denominar a las Indias Occidentales. No es sólo eso: aún en los Estados Unidos la fecha del Descubrimiento, el 12 de octubre, se sigue considerando como una gran fiesta italiana, con brillante desfile por Nueva York. Si bien últimamente las cosas van cambiando y la fiesta se va haciendo hispana.

Siempre hemos sido los españoles malos propagandistas de nuestras grandezas hacia el exterior, pues o bien las desorbitamos con agresividad, o las dejamos caer en el olvido o la ignorancia, o bien somos los primeros en denigrarlas. Ciertamente, en esos como en otros muchos casos, nos falta sentido de la medida y de la proporción.

En Kamen sus propios datos, que suelen ser precisos, se contradicen a menudo con sus opiniones. Dice, por ejemplo, que ya en 1497, los españoles no querían ir voluntarios a América. Pues bien, nada se sabe de que fueran forzados a embarcarse los mil doscientos viajeros que acompañaron a Colón en su segundo viaje, ya en 1493. Y el mismo autor acaba diciendo líneas más adelante que «gracias a sus viajes, los españoles se vieron, por primera vez, alentados a arriesgar sus vidas y fortunas en la exploración y conquista de la otra orilla del océano».

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Un hecho en sí tan trascendental como el Descubrimiento de América, pórtico del peculiar Imperio de la Monarquía española, bien merece un breve resumen inicial que nos sirva de recorda­torio.

El que correspondiera a España el ser protagonista de la fabulosa aventura no es un producto del azar, sino consecuencia de una serie de circunstancias que define Eugenio d’Ors en una de sus bellas figuras retóricas que traigo aquí una vez más:

«España y Portugal no podían ocupar impunemente un palco proscenio en el gran teatro del misterio».

¿Cuál fue el motivo directo que decidió a los Reyes Católicos a conceder la ayuda necesaria para el primer viaje de Colón? No eran unos monarcas como para comprometerse a lo loco, y además las arcas reales estaban exhaustas después de la campaña de Granada. Es natural que la rivalidad castellano-portuguesa pesara en la decisión.

Ni por un momento se pensaba en descubrir un nuevo mundo, pero sí en encontrar nuevos caminos que llevaran a las especias sin tener que doblar, como Bartolomé Dias, el cabo de las Tormentas. Se va a las Indias en busca de esas especias, una empresa puramente comercial, sin intención de establecimiento ni de misión.

Un detalle curioso: en el primer viaje de Colón no se llevó ni personal ni material para establecerse ni para colonizar. Sí un intérprete de árabe, caldeo y arameo para tratar con las gentes del Gran Khan. Por cierto que era un judío converso.

Ni a los Reyes Católicos les pesó la curiosidad por conocer tierras vírgenes y buenos salvajes, ni a los frailes de Salamanca y de La Rábida, teólogos y astrónomos, la idea de ir a evangelizar nuevos mundos.

Una casi sobrenatural intuición animó a los Reyes Católicos a ayudar a aquel misterioso y audaz marino en pos de una idea que desde la más remota antigüedad hacía soñar a los hombres deOccidente en ir más allá de las columnas de Hércules, más allá de«la última Thule», como profetizaba Séneca.