Cartas desde el dolor - Emmanuel Mounier - E-Book

Cartas desde el dolor E-Book

Emmanuel Mounier

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"Éste es un libro singular (...), uno de esos libros que acompañan de manera especial al lector. (...) Son escritos de un filósofo, pero no es un libro de filosofía; se podría decir que guarda parecido con un libro de poesía puesto que avanza por destellos, sorpresas, aparentemente por casualidad. El tema de estas páginas es el dolor. O mejor: más que el tema, el dolor es el problema ante el que estas palabras se inclinan: y éstas, aunque se trate de un diario donde se entremezclan con mil divagaciones y miles de consideraciones políticas, filosóficas o sociales, se convierten en fragmentos de poesía por la tensión que mantienen ante aquel problema, en momentos que a veces casi rozan la tensión del Requiem de Mozart. (...) La personalidad humana se forma a medida que madura un juicio sobre las experiencias que le toca vivir. Siendo la experiencia del dolor una de las más imponentes, se puede afirmar que la actitud que un hombre asume ante la experiencia global de su vida y el problema que la vida representa. De cómo un hombre se coloca ante el problema del dolor se comprende cómo se coloca ante el problema de la existencia por entero. (...) La existencia del dolor es el problema en torno al cual la reflexión humana de todos los tiempos ha sufrido cambios vertiginosos: aunque se ha hablado mucho sobre los supuestos modos para evitarlo y se ha investigado otro tanto en torno a las varias formas de dolor posibles, cualquier reflexión sería sobre el 'por qué' de su existencia en la experiencia humana tiene que detenerse y admitir un misterio insondable". (de la Introducción de Davide Rondoni)

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Seitenzahl: 104

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Creación Literaria

Emmanuel Mounier

Cartas desde el dolor

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-764-3

© Éditions du Seuil © 1998 Ediciones Encuentro, Madrid © 1995 para la introducción R.C.S. Libri & Grandi Opere, S.p.A. Traducción cedida para la presente edición por Ediciones Sígueme

Traducción Antonio Ruiz

Colección dirigida por Guadalupe Arbona Abascal

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17, 10ª - 28043 Madrid Tel. 902 999 689www.ediciones-encuentro.es

Introducción Este libro: una compañía especial

Éste es un libro singular. Y no sólo porque una antología sea siempre un libro singular, que sirve como «muestra» o como pequeño compendio. Estas Cartas pueden ser, en efecto, uno de esos libros que acompañan de una manera especial al lector. Podría ser un «livre de chevet», de cabecera, dirían los franceses, si no fuese porque en sus páginas hay algo que no nos deja dormir.

Son escritos de un filósofo, pero no es un libro de filosofía; se podría decir que guarda parecido con un libro de poesía puesto que avanza por destellos, sorpresas, aparentemente por casualidad.

El tema de estas páginas es el dolor. O mejor: más que un tema, el dolor es el problema ante el que estas palabras se inclinan: y éstas, aunque se trate de un diario donde se entremezclan con mil divagaciones y miles de consideraciones políticas, filosóficas o sociales, se convierten en fragmentos de poesía por la tensión que mantienen ante aquel problema, en momentos que a veces casi rozan la tensión del Requiem de Mozart. En efecto, cuando Mounier se detiene a contemplar el misterio de «su» pequeña Françoise...

Estas páginas se han seleccionado de entre las cartas que se reúnen en Mounier y su generación. Correspondencia. Conversaciones1, de Emmanuel Mounier, notablemente conocido, que representan una fuente de información sobre la generación de intelectuales franceses de la que surgió el así llamado «personalismo» (ver la Nota sobre el personalismo, en el Apéndice, p. 107). En aquellos apuntes Mounier narra la propia formación, los encuentros (con Maritain, Daniélou, Marcel y otros) y las amistades que acompañaron la aventura de la revista Esprit, el debate interno de un grupo de católicos «comprometidos» en la dramática situación que se vivió en los años de la llegada del fascismo y de la segunda guerra mundial.

Entre aquellas páginas aparece a menudo el Mounier que, afectado por algunas especiales circunstancias, en primer lugar y ante todo la grave enfermedad de su primogénita, se detiene ante el problema del dolor. Y son éstas las páginas que hemos seleccionado.

Retomando a Péguy, Mounier recuerda que sólo las patatas crecen automáticamente, lo que es lo mismo que decir que la personalidad humana se forma a medida que madura un juicio sobre las experiencias que le toca vivir. Siendo la experiencia del dolor una de las más imponentes, se puede afirmar que la actitud que un hombre asume ante esta experiencia y ante el problema que plantea revela, en el fondo, qué actitud y qué juicio asume ante la experiencia global de su vida y el problema que la vida representa. De cómo un hombre se coloca ante el problema del dolor se comprende cómo se coloca ante el problema de la existencia por entero.

Por esto, de la actitud que esté de moda en una sociedad ante el problema del dolor, se comprende muy bien cuál es la posición humana dominante en esa sociedad: repasando los cambios habidos a lo largo de la historia de Occidente sobre el sentido del dolor y de la muerte se pueden dibujar las líneas fundamentales de la evolución de la mentalidad dominante.

Hoy, por ejemplo, la tendencia a ocultar el dolor, o el intento de «anestesiarlo» con su puesta en escena en los medios de comunicación, es índice de una humanidad encogida, sin libertad para afrontar un aspecto importante de la experiencia del vivir, una humanidad pobre y temerosa. De igual modo, la «esquizofrenia» que se da entre la valoración y la capacidad de compasión ante distintas experiencias del dolor es signo de la carencia de personalidades que hayan madurado con un criterio unitario de la vida. La existencia del dolor es el problema en torno al cual la reflexión humana de todos los tiempos ha sufrido cambios vertiginosos: aunque se ha hablado mucho sobre los supuestos modos para evitarlo y se ha investigado otro tanto en torno a las varias formas de dolor posibles, cualquier reflexión seria sobre el «por qué» de su existencia en la experiencia humana tiene que detenerse y admitir un misterio insondable.

Charles Moeller, en su obra Sabiduría griega y paradoja cristiana, se detiene largamente en la consideración de cómo los hombres de la Antigüedad afrontaban el problema del sufrimiento humano. Cita a este propósito el episodio de Nausica, en el libro VI de la Odisea. La hermosa y alegre muchacha, acogiendo a Ulises, símbolo del hombre en viaje hacia sí mismo, le recuerda: «Sabes perfectamente, extranjero, pues no tienes aspecto de necio ni de villano, que Zeus, desde su Olimpo, reparte felicidad tanto a los villanos como a los nobles, lo que él quiere para cada cual: si te ha dado estos males, debes soportarlos»2 . En las sucesivas flexiones de «optimismo desesperado» o de ira furibunda de las grandes tragedias griegas, la cima que alcanza con su reflexión el hombre clásico es que existe un hecho inescrutable que otorga favor o dolor a los hombres, hecho que es necesario aceptar.

Ante tales constataciones, el más noble pensamiento de los clásicos (en sus expresiones estoicas o en la serenidad perseguida por Séneca) alcanza a predicar la necesidad de un «desapego» de las cosas del mundo y la idea de una divinidad que cuide de alguna manera de los hombres, de forma que el dolor, cuando llegue, no «turbe» jamás al sabio. Ésta es también, en definitiva, la enseñanza de dos maestros que no por casualidad hoy están de moda: Epicuro y Buda. En uno de los escritos sagrados del Beato oriental se cuenta este diálogo entre el Maestro y Visakha: «El Beato le dijo: ‘¿Por qué sigues aquí, Visakha, con las ropas y los cabellos todavía húmedos? [por el rito fúnebre, n.d.r.]’. ‘Mi querida sobrina ha muerto, por eso estoy aquí’ ... ‘Visakha, a quien le importan cien cosas tiene cien dolores. A quien le interesan noventa tiene noventa dolores. Quien ama ochenta, treinta, veinte, diez cosas tiene ochenta, treinta, veinte, diez dolores. Quien ama una sola cosa tiene un solo dolor. Y quien no ama nada, éste no sufre dolor alguno. Y es un hombre sereno quien no sufre dolor ni pasión. Los dolores, las lamentaciones y los sufrimientos en este mundo son innumerables por culpa de las cosas que amamos: pero si no existe nada que nos sea amable, no existe el dolor. Por eso, los que no aman a nada ni a nadie en el mundo son felices y están libres de sufrimiento’».

Qué distinto de esta postura que congela la afectividad y censura la naturaleza apasionante del vivir es el arrojo con el que Cristo se detiene ante la viuda de Nain y, como refiere Lucas, «movido a compasión hacia ella» le dice: «¡No llores!». ¡Y qué diferente es ese hombre-Dios que llora ante la noticia de la muerte de su amigo Lázaro o que, incontables veces, se para delante del dolor del ciego, del lisiado o del dolor loco del endemoniado!

No un desapego de la condición humana sino una pasión conmovida delante de su pena: es ésta la gran novedad que introdujo el cristianismo. De esta actitud nueva nació una civilización que ha sabido acoger e intentar curar el dolor: no es una casualidad que la tradición de los hospitales es cristiana, mientras que en cualquier civilización no cristiana se afirma el culto de los sepulcros. Se trata de una novedad no filosófica, no hecha de recomendaciones abstractas, sino hecha y, por así decirlo, certificada por la asunción, por el sufrimiento del dolor por el mismo Dios. En efecto, en el misterio de la Cruz, es decir, del dolor sufrido por la salvación, es donde el misterio del dolor humano encuentra respuesta. No una respuesta que elimina el fondo misterioso que el acontecimiento del dolor lleva y llevará siempre consigo, sino una expectativa, una función positiva. El «grito que resonará siempre»3 desde la cruz, como escribe Péguy, no es ya el dolor de los dos ladrones: «el ladrón de la izquierda y el ladrón de la derecha / no sentían más que los clavos en el hueco de la mano». Cristo, en cambio, en «sus cuatro miembros todos. / Sus cuatro pobres miembros», sentía el dolor entregado por la salvación, sentía «Su costado hendido. / Su corazón perforado / Y su corazón que le abrasaba. / Su corazón consumido de amor./ Su corazón devorado de amor».

Sólo teniendo presente el acontecimiento de la Cruz y la Resurrección física de Cristo, el dolor no es pura pérdida.

La alternativa, para el hombre que no renuncia a la razón y, por tanto, a «apreciar» la vida, está sólo en el gesto con el que se cierra la espléndida Alcestes de Rilke, cuando Admeto, viendo al hado de la muerte llevarse a su esposa en el día de su boda, aprieta las manos contra sus ojos para no verla irse, intentando desesperadamente, al mismo tiempo, imprimir su imagen en sus pupilas.

El dolor, vivido cristianamente, no pierde ni siquiera una pulgada de su terrible peso, ni agota la desmesura de misterio a la que reclama la existencia humana (como escribe Mounier el terrible día del diagnóstico de su hija: «Alguien muy grande nos ha visitado»), pero el acontecimiento cristiano abre una posibilidad de perspectiva positiva al sufrimiento.

Así, Miguel Mañara, el espléndido donjuan que O. Milosz hizo revivir en Sevilla a mitad del XVII, a la muerte de su amada Jerónima, la única entre las miles de mujeres «tan verdaderamente grande» como para arrebatarle el corazón, se sumerge en la desesperación: «Dolor, tú me dices que eres mi madre. Pero si lo eres de verdad, debes saber el infierno que gime aquí, madre, qué infierno gime aquí, en este viejo corazón ... Me has dejado en una cuna. ¡Hubiera sido mejor que me hubieras tirado en un ataúd ... Mi vida está viuda, mi lujuria llora y yo soy padre del espanto, de la locura y de la muerte.»4 . Pero desde dentro el dolor puede escuchar una voz que lo llama y le cuenta en pocos trazos la Pasión de Cristo. Es una de las páginas más ásperas y fuertes dedicadas al Via Crucis: escuchando aquellas palabras sobre Dios que sufre como una bestia, Miguel intuye que en el dolor, como dentro de todas las circunstancias, hay algo, un significado, una promesa por descubrir.

Sólo una seria consideración del acontecimiento cristiano genera la actitud con la que la libertad del hombre toca su cima: el gesto del ofrecimiento, el gesto de amor a Dios y a los hombres que resulta «incomprensible» para el mundo, más fuerte que cualquier cálculo y cualquier generosidad. En el gesto del ofrecimiento, la imitación de Cristo, de su obediencia al Padre, al Misterio, es suma cuando se hace verdadera, cotidiana y discretamente. El descubrimiento de esta dimensión del ofrecimiento es lo que hace decir a Anna Vercors, el anciano padre de Violaine en La anunciación a María, de Claudel, cuando muere su hija, una verdad más fuerte que cualquier ideología y cualquier utopía sobre la vida: «¡Vive Dios si por donde pase esta niña no ha de pasar su padre! ¿Qué vale el mundo comparado con la vida? ¿Y de qué vale la vida, sino para darla? ¿Y por qué atormentarse cuando es tan simple obedecer?»5.

Por esta razón, en su discurso en Auschwitz, lugar que ha llegado a ser un triste símbolo de lo humano -tanto que los pensadores más serios de este siglo se han preguntado si todavía es posible hacer filosofía o poesía después de lo que allí se consumó-, Juan Pablo II recordó el ofrecimiento que de sí hizo el Padre Kolbe con las palabras del Evangelio de Juan: «Ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe».

Davide Rondoni

Notas

1 Emmanuel Mounier, Obras Completas, tomo IV: «Obras póstumas». Ediciones Sígueme, Salamanca, 1988.

2 Charles Moeller, Sabiduría griega y paradoja cristiana. Ediciones Encuentro, Madrid, 1989, p. 121.

3 Charles Péguy, El misterio de la caridad de Juana de Arco. Ediciones Encuentro, Madrid, 1978, pp. 80ss.

4 Oscar V. Milosz, Miguel Mañara. Mefibóset. Saulo de Tarso. Ediciones Encuentro, Madrid, 1991, pp. 40-41.

5 Paul Claudel, La anunciación a María. Ediciones Encuentro, Madrid, 1991, p. 151.