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Casarse con un millonario Gemma luchaba por aquello en lo que creía. Su playa local se hallaba bajo la amenaza de una promotora inmobiliaria, de manera que, como dramática protesta contra el magnate Rory Devlin... ¡decidió encadenarse como una auténtica sufragista! Como forma de llamar la atención no tenía precio... solo que la habitual entrega de Gemma se vio mermada por la inconveniente atracción que sentía por el gran jefe. Guapísimo, rico e implacablemente cínico, aquel empresario era todo lo que Gemma había jurado evitar. En la cresta de la ola Callie Umberto había abjurado de los hombres para siempre después de que la mejor aventura de su vida terminara con un amargo desengaño y una brusca despedida. Ocho años después, aquel amante de ensueño volvía a aparecer para pedirle que la acompañara a la boda de su hermano. El campeón de surf Archer Flett seguía siendo endiabladamente sexy, pero su fobia al compromiso era la misma de siempre. Callie tendría que estar loca para aceptar su invitación. El problema era que con Archer no podía resistirse a la tentación de hacer locuras...
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Seitenzahl: 373
Veröffentlichungsjahr: 2020
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 498 - marzo2020
© 2012 Nicola Marsh Casarse con un millonario Título original: Who Wants To Marry a Millionaire?
© 2012 Nicola Marsh En la cresta de la ola Título original: Wedding Date with Mr Wrong Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012 y 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-883-3
–TENEMOS un problema.
Aquellas eran tres palabras que Rory Devlin no quería escuchar… sobre todo en su primera fiesta de Accionistas de la Corporación Devlin.
Antes de volverse hacia el camarero que acababa de hablarle, miró a su alrededor, asegurándose de que todo el mundo estaba comiendo, bailando o bebiendo.
–¿Qué clase de problema?
Al ver que el joven camarero daba un paso atrás, intimidado, Rory recordó demasiado tarde que debía moderar su tono. A fin de cuentas, no era culpa del camarero que hubiera tenido que pasarse el día resolviendo los retrasos y problemas que habían surgido en torno al proyecto Portsea.
Asistir a aquella fiesta era lo último que habría querido hacer, pero habían pasado seis meses desde que se había hecho cargo de la empresa, seis meses desde que había tratado de reconstruir lo que en otra época fue la promotora inmobiliaria más importante de Australia, seis meses en los que había tratado de reparar el daño infligido por su padre.
El camarero miró por encima de su hombro y tiró nerviosamente del nudo de su pajarita.
–Será mejor que lo vea por sí mismo.
Molesto por la intrusión, Rory hizo una seña a su director adjunto, que asintió al ver que le indicaba que iba a salir. A continuación siguió al camarero hasta un pequeño anexo del vestíbulo principal, donde en quince minutos iba a tener lugar el lanzamiento oficial del proyecto Portsea.
–Ella está ahí –dijo el camarero a la vez que señalaba la puerta.
¿Ella?
Rory echó un vistazo al interior del anexo.
–Yo me ocupo –dijo al camarero, que se fue de inmediato.
Rory cuadró los hombros, tiró de los extremos de la chaqueta de su esmoquin y entró en la habitación para enfrentarse al problema.
El «problema» ladeó el rostro en un desafiante gesto que hizo que su melena rubia cayera en torno a un rostro en forma de corazón. Sonreía ufana y llevaba un ligerísimo vestido de fiesta azul que iba a juego con sus ojos.
Esperaba que los eslabones que llevaba en torno a las muñecas y los tobillos fueran la última y excéntrica moda de vestir, y no lo que parecían: cadenas que la tenían atada a la maqueta que tenía que descubrir en poco rato.
–¿Puedo ayudarla en algo?
–Cuento con ello.
La joven miró a Rory de arriba abajo, comenzando por sus zapatos italianos y ascendiendo lentamente por su impecable esmoquin, lo que le hizo sentirse incómodo.
–¿Vamos a hablar a otro sitio?
–No es posible –la joven agitó las cadenas que sujetaban sus muñecas–. Como verá, en estos momentos estoy un tanto… ocupada –rio al ver la perpleja expresión de Rory–. Una chica debe hacer lo que tiene que hacer para obtener resultados.
Rory señaló las cadenas.
–¿Y cree que encadenándose al último proyecto de mi empresa va a lograr su objetivo?
–Estoy hablando con usted, ¿no?
¿Se trataría de algún tipo de venganza? Rory frunció el ceño mientras trataba de recordar. ¿Habría salido alguna vez con aquella mujer? ¿La habría ofendido de alguna manera? Si había llegado tan lejos para atraer su atención, estaba claro que quería algo. Algo que, dada la forma en que estaba tratando de conseguirlo, no le concedería nunca. No le gustaban nada las amenazas, los chantajes… aunque provinieran de una atrevida rubia con un vestido que acentuaba más que ocultaba sus atributos, sus largas piernas desnudas y las uñas de sus pies, pintadas del mismo color que las cadenas.
¿Querría venderle algún terreno? ¿Conseguir un trabajo? ¿Ocuparse de la decoración de las mansiones de lujo del proyecto Portsea?
Pero para lograrlo tendría que conseguir una cita, como todo el mundo. Aquella clase de trucos no lo impresionaban. No lo impresionaban en lo más mínimo.
La mujer eligió aquel momento para trasladar su peso de una pierna a otra, atrayendo su atención hacia estas… Su reacción, totalmente masculina, le molestó tanto como constatar el tiempo que estaba perdiendo.
–¿Quería verme específicamente a mí?
–Si es usted Rory Devlin, director de la empresa que está a punto de arruinar el entorno marino de Portsea, sí; usted es el hombre.
Rory frunció el ceño con gesto impaciente. Desde que se había hecho cargo de la empresa Devlin, seis meses atrás, los ecologistas y hippies de la zona no habían dejado de darle la lata. Pero debía reconocer que ninguno tenía el deslumbrante aspecto de la mujer que tenía ante sí, aunque todos habían demostrado el mismo fanatismo.
Afortunadamente, él tenía más fibra que su padre, que el año anterior se había dedicado a titubear en lugar de a tomar decisiones firmes en lo referente al proyecto Douglas.
La empresa Devlin se había asegurado de que el bosque ecuatorial que había al norte de Queensland quedara protegido, pero aquello no había bastado para que los fanáticos manifestantes no detuvieran las obras, algo que había estado a punto de costar la quiebra de la empresa. Si él no hubiera intervenido, no quería ni pensar en lo que habría sucedido con el legado de la familia.
–Creo que no está bien informada. Mi compañía se esfuerza seriamente para que sus proyectos se adapten al entorno, no para arruinarlo.
–Por favor –la mujer puso los ojos en blanco antes de dedicar a Rory una penetrante mirada que habría amilanado a la mayoría de los hombres–. He investigado las tierras en que está desarrollando su proyecto… esas deslumbrantes casas que construye en medio de ningún sitio y que vende por una pequeña fortuna después de destrozar árboles y tierras sin preocuparse en lo más mínimo por…
–Basta ya –Rory avanzó hasta situarse ante ella. Le agradó que tuviera que alzar el rostro para mirarlo, pero le incomodó la tentadora fragancia que emanaba de su cuerpo–. Está mal informada y además ha entrado aquí sin autorización. Suéltese. Ahora.
Los labios de la joven se curvaron en una petulante sonrisa.
–No puedo.
–¿Por qué?
–Porque aún no ha aceptado mis términos.
Rory movió la cabeza y presionó las yemas de los dedos contra sus ojos. Desafortunadamente, cuando los abrió la chica seguía allí.
–Podemos hacer esto por las buenas o por las malas. Por las buenas, se suelta y se va. Por las malas, llamo a seguridad y ellos se ocuparán de venir con una cizalla a cortar las cadenas.
La mujer entrecerró los ojos.
–Adelante. Llámelos.
Rory reprimió una maldición. La chica sabía que se estaba tirando un farol. No podía llamar la atención sobre ella y arriesgarse a despertar la curiosidad de los inversores.
–Deme la llave –dijo a la vez que daba un paso hacia ella. Había pretendido intimidarla, pero solo logró acabar a escasos centímetros de ella.
–Oblígueme –replicó la mujer, que a continuación sacó la punta de la lengua para humedecerse los labios.
A pesar de sí mismo, Rory sintió un impulso casi incontenible de saborearlos.
Diablos.
Él nunca se echaba atrás. Nunca. Había aceptado cada reto que se le había planteado en la vida: cambiar de colegio siendo un adolescente para prepararse adecuadamente para ocupar algún día el puesto de dirección de la empresa Devlin; desbancar al haragán de su padre cuando llegó el momento de redoblar esfuerzos para sacar a la empresa de los números rojos…
¿Y aquella mujer quería que se rindiera así como así a sus exigencias?
¡Ni hablar!
–No pienso jugar a este juego con usted –dijo en su tono más gélido, el que reservaba para los contratistas más recalcitrantes. Pero no pareció servir de nada, porque la sonrisa de la mujer no hizo más que ensancharse.
–¿Por qué? Los juegos pueden ser divertidos.
Rory tuvo que reprimir el impulso de estrangularla. Respiró profundamente para calmarse. Necesitaba a toda costa que el proyecto Portsea saliera bien. Lo necesitaba para volver a situar su empresa en el lugar que le correspondía: en lo más alto de la lista de promotoras inmobiliarias de lujo de Australia.
El fracaso no era una opción.
Miró su teléfono e hizo una mueca. La presentación iba a tener lugar en menos de diez minutos y necesitaba librarse cuanto antes de aquella mujer.
–¿Qué es lo que quiere?
–Creía que no iba a preguntarlo nunca. Quiero una cita con usted.
–Hay caminos más fáciles para conseguir una cita conmigo.
La mujer pareció momentáneamente confundida, hasta que abrió los ojos con expresión horrorizada.
–No quiero una «cita» con usted –dijo, haciendo que pareciera que acababan de ofrecerle entrar en un nido de serpientes.
–¿Seguro? Tengo muy buenas recomendaciones.
–Seguro –murmuró ella a la vez que apartaba la mirada, pero no antes de que Rory captara un evidente destello de interés en sus ojos.
–De hecho, puedo darle el teléfono de media población femenina de Melbourne para que pueda verificar hasta qué punto puede ser interesante una cita conmigo…
–¿Media población femenina de Melbourne? –espetó ella–. Me parece que es un iluso.
–Es usted la que quería una cita personal conmigo.
–Para una entrevista, tonto.
Ah… de manera que se trataba de una ecologista en paro a la caza de un trabajo.
A pesar de sí mismo, Rory no pudo evitar admirar su descaro.
–Voy a darle un consejo: si quiere una entrevista de trabajo, no insulte a su posible jefe.
–«Tonto» no es un insulto. Si hubiera querido insultarle habría dicho bast…
–Increíble.
Rory tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no romper a reír. Si sus empleados tuvieran la mitad de caradura que aquella mujer, su empresa volvería a ser la número uno en muy poco tiempo.
–¿Qué me dice? Concédame quince minutos de su tiempo y le aseguro que no se arrepentirá.
La mujer puntuó su ruego con un movimiento de la cabeza que hizo que su melena rubia se agitara en torno a sus hombros. Rory volvió a percibir su tentadora fragancia. Abrió la boca para negarse, para hacerle saber con exactitud lo que pensaba de sus trucos…
–No pretendo entorpecer el proyecto Portsea. Quiero ayudarlo –continuó ella, con una determinación tan atractiva como el resto de su persona–. Soy la mejor en el terreno del ecologismo marino.
Derrotado por su admirable persistencia, Rory se encontró de pronto asintiendo.
–Quince minutos.
–Trato hecho –la triunfal sonrisa de la joven se volvió repentinamente pícara–. Y ahora, si no le importa sacar la llave de su escondite, dejaré de interponerme en su camino.
–¿Qué escondite?
La mujer bajó la mirada hacia su escote.
Rory se preguntó si aquella tarde podía volverse más loca…
–Eh… de acuerdo.
Estaba alargando una mano hacia sus pechos cuando ella rompió a reír, sobresaltándolo.
–No se preocupe; yo me ocupo.
Rory sabía que debería haberse enfadado, pero se limitó a observarla mientras ella se liberaba fácilmente de las cadenas y las metía en una bolsa que tenía oculta bajo la mesa.
–Me la ha jugado.
–No se la he jugado; simplemente me he divertido un poco a su costa –dijo ella a la vez que palmeaba el pecho de Rory–. Antes le he echado un vistazo y he pensado que le vendría bien un poco de animación.
Mudo, Rory se preguntó por qué estaba aguantando aquello. No tenía por costumbre aguantar tonterías de nadie.
Ella sacó una tarjeta de visita y se la puso en la mano. El simple roce de sus dedos le hizo intensamente consciente de ella.
–Ahí están mis datos. Lo llamaré para acordar una cita –la mujer se echó la bolsa al hombro antes de añadir–: Ha sido un placer conocerlo, Rory Devlin.
Tras un breve asentimiento de cabeza, salió de la habitación, dejando a Rory patidifuso.
GEMMA Shultz salió del salón de baile con la cabeza alta, deseando ponerse a dar brincos para celebrar su éxito. Pero decidió esperar hasta girar en la primera esquina. Lo había logrado. Había conseguido una entrevista con el todopoderoso dueño de la empresa que amenazaba con destrozar las tierras de su familia.
El proyecto para construir mansiones de lujo en Portsea seguiría adelante; sobre eso no se hacía ilusiones, pero en cuanto se había enterado de su existencia se había dirigido a Melbourne con la única intención de asegurarse de que la Inmobiliaria Devlin no destrozara las tierras que siempre había amado.
Aquellos días apenas había lugar para los sentimientos en su vida, pero aquella tierra siempre había sido especial para ella; era el único sitió en que llegó a sentirse realmente cómoda durante su caótica adolescencia. Era el último legado de su padre. Un legado que su madre había vendido sin consultarlo con ella.
Los músculos de su cuello se tensaron cuando pensó en su inmaculadamente peinada madre, que valoraba especialmente el aspecto, la ropa de diseño y el estatus social, una madre que apenas le había prestado atención tras la muerte de su padre. Aunque nunca había dudado de que Coral había amado a este, se había preguntado a menudo por qué aquella princesa de la sociedad se había casado con un fabricante de armarios. De hecho, su padre se había pasado la vida encerrado en su taller mientras su madre no paraba de asistir a galas benéficas y fiestas.
No era de extrañar el punto de vista que siempre había tenido Coral respecto a su pasión por tener como mascotas salamandras, babosas, y ratones, aunque debía reconocer que nunca la había criticado por sus tendencias poco femeninas, ni por haberse pasado el tiempo siguiendo a su padre como una aprendiz. A pesar de lo poco que tenían en común, habían sido una familia unida, al menos hasta que su padre murió cuando ella tenía catorce años. A partir de entonces se había producido un gran distanciamiento entre ellas.
Reprimió una sonrisa al imaginar a la gente trasladándose del salón de baile al anexo en que se hallaba la maqueta del proyecto Portsea. Seguro que Mister Conservador estaba observando atentamente su preciosa maqueta para asegurarse de que no la había rozado con sus cadenas.
Tuvo que cubrirse la mano con la boca para reprimir una carcajada. La expresión del rostro de Rory Devlin cuando la había visto encadenada a la mesa no tenía precio. Seguro que no estaba acostumbrado a que nadie se enfrentara a él. Más bien debía estar acostumbrado a que la gente saltara cuando chasqueaba los dedos.
Al planear aquello había contado con el elemento sorpresa para conseguir una cita con él y para demostrarle exactamente con quién estaba tratando.
Los dedos de los pies empezaban a dolerle y se quitó los zapatos de tacón alto que no usaba desde hacía dos años, cuando su madre insistió en que asistiera a una gala benéfica para niños enfermos. La causa era buena, sin duda, pero tener que cambiar sus vaqueros y sus botas por unos zapatos de tacón alto y un vestido de chifón había resultado casi insoportable. Aunque se alegraba de haber conservado el modelo, pues de lo contrario le habría sido imposible entrar a la fiesta. Nadie le había preguntado nada al entrar. ¿Por qué iban a haberlo hecho? A fin de cuentas, su madre se había gastado una pequeña fortuna en aquel vestido de diseño azul y en los zapatos a juego.
El resto había sido fácil y, con su objetivo logrado, llegó dando saltitos al aparcamiento en que había dejado el baqueteado coche que había recogido en el aeropuerto aquella mañana. No sabía cuánto tiempo iba a quedarse en la ciudad, porque tampoco tenía idea de cuánto iba a llevarle asegurarse de que las tierras de su padre no fueran saqueadas. De momento, tendría que conformarse con el viejo Volkswagen. En cuanto al alojamiento, tenía pensado un destino.
Lo primero que pensaba hacer a la mañana siguiente era ver a su madre para averiguar por qué diablos había vendido el sitio del mundo que más valoraba.
A la mañana siguiente, Gemma despertó con los primeros rayos del sol. Bostezó ruidosamente y se estiró mientras miraba en torno al taller de su padre en busca del culpable que se estaba dedicando a bailar claqué cerca de sus pies.
Era bueno oír ruido. El ruido significaba ratoncillos escarbando, o alguna comadreja curiosa. Lo que no le gustaban eran los bichos silenciosos, como las arañas. Era posible que fuera un marimacho, pero no soportaba a los arácnidos.
Captó un destello blanco bajo el banco de trabajo sobre el que había dormido y sonrió. ¿Cuántas veces se habían perdido en aquel taller sus ratones mascota? Demasiadas como para contarlas, sobre todo teniendo en cuenta que solía dejarles la puerta de la jaula abierta para que tuvieran un poco de libertad.
Su padre nunca se quejó. Pasaba todo el tiempo que hiciera falta buscándolos, reconviniéndola cariñosamente mientras prometía comprarle unos nuevos si Larry, Curly y Mo no aparecían de nuevo.
Su padre era el mejor, y lo echaba de menos cada segundo de cada día. Murió siendo aún demasiado joven; su corazón sucumbió antes de que ella se licenciara y obtuviera tu título en Ciencias Ecológicas, antes de que consiguiera su primer trabajo con una gran compañía de pesca en el oeste de Australia.
Su padre había sido su campeón, había alentado sus modos poco femeninos, le había enseñado a pescar, a atrapar bichos y a barnizar una mesa echa a mano. Alentó su amor por el mar, le enseñó todo lo relacionado con las corrientes marinas, la erosión, los procesos costeros. La llevaba a nadar y bucear cada fin de semana durante el verano y le enseñaba las focas, los delfines y la plétora de vida submarina que no sabía que existía.
Solían ir juntos al fútbol y al cricket, hacían excursiones en bicicleta por Victoria y acampaban bajo las estrellas en sus terrenos en Portsea.
Los terrenos que su madre había vendido a la empresa de Rory Devlin.
Sus ojos se llenaron de lágrimas a causa de la rabia, pero parpadeó rápidamente para alejarlas. Llorando no se lograba nada. Las lágrimas eran inútiles cuando el único lugar en que se había sentido alguna vez a salvo, satisfecha y realmente en su hogar, le había sido arrancado. El único lugar en que podía ser ella misma, sin preguntas, alejada de miradas escrutadoras que la juzgaban porque no era como las demás chicas de su edad.
Había logrado sobreponerse con mucho esfuerzo a la muerte de su padre, y ahora también tenía que sufrir la pérdida de su lugar favorito. No era justo.
Mientras miraba en torno al taller de su padre su determinación se acentuó. Ahora que ya no quedaba aquella tierra, lo único que tenía eran los recuerdos. Habían formado un equipo. Su padre la había querido tal como era. Estaba en deuda con él.
Bajó la cremallera de su saco de dormir y miró la hora en su reloj. Las seis de la mañana. Bien. Era hora de ir a despertar a su madre… en más de un sentido.
Para su sorpresa, Coral abrió la puerta tras la primera llamada.
–¡Gemma! ¡Qué sorpresa!
Coral se apartó de la puerta para dejarla pasar, pero no antes de echar un vistazo al arrugado traje de Gemma, que también le había servido de pijama, a sus botas con punta metálica y a su pelo revuelto y sujeto en una cola de caballo.
En cuanto al maquillaje, que había utilizado como parte de la treta, Gemma supuso que debía parecerse a un oso panda.
Un poco sorprendida por el hecho de que su madre no hiciera ningún comentario sobre su aspecto, pasó al interior y se encaminó a la cocina, el único lugar de su inmaculada casa en South Yarra en la que se sentía cómoda.
–Veo que has madrugado.
Coral se quedó un momento quieta antes de ocuparse de preparar el café.
–Últimamente duermo poco.
–¿Tienes insomnio?
–Algo así.
Gemma sintió una punzada de culpabilidad. Recordaba a su madre caminando de un lado a otro en plena noche tras la muerte de su padre, pero ella había estado demasiado centrada en su propio dolor como para preocuparse.
Entonces fue cuando surgió la primera grieta en su relación.
Coral siempre había sido autosuficiente y capaz, y sobrellevó la muerte de Karl con su habitual aplomo. Mientras ella había llorado sin parar cada noche durante los primeros meses, su madre no había parado de deambular de un lado a otro de la casa, quitando el polvo, recogiendo y asegurándose de que todo quedara impecable.
Cuando Coral interrumpió finalmente toda aquella actividad, Gemma pensó que había vuelto a acostumbrarse a dormir sola pero, teniendo en cuenta lo temprano que era, y el hecho de que su madre estaba totalmente vestida, era posible que hubiera perdido permanentemente sus anteriores patrones de sueño.
–¿Quieres un café?
Gemma asintió.
–Sí, por favor.
–¿Vienes directamente de algún campamento de trabajo?
Ya estaba; la primera incursión en el terreno de la crítica, un terreno que Gemma conocía demasiado bien. ¿Cuántas veces había tenido que aguantar las pullas de su madre tras la muerte de su padre?
«¿Te has lavado el pelo?»
«¿No podrías ponerte un vestido por una vez?»
«¿Qué chico va a querer llevar a un marimacho al baile de graduación?»
Había aprendido a desconectar, y con cada comentario había endurecido su corazón, simulando que le daba igual mientras por dentro le hubiera gustado poder ser la clase de hija que quería Coral.
–No. Vine anoche.
Coral se volvió a mirarla.
–¿Y por qué no te has quedado aquí?
–Lo he hecho. He dormido en el estudio de papá.
Una expresión de horror cruzó el rostro de Coral antes de que asumiera su habitual máscara de estoicismo.
–Siempre te sentiste más cómoda ahí que en casa.
–Es cierto.
Gemma podría haber jurado que los hombros de su madre se habían hundido antes de que retomara su actividad en la cocina.
«¿Por qué lo has hecho?» La pregunta que quería hacer no dejaba de rondar su mente, pero conocía lo suficiente a su madre como para plantearla antes de que hubiera recibido su primera dosis de cafeína del día.
–¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
«Todo el que necesite para poner en su sitio a Rory Devlin», pensó Gemma y, al instante, una imagen de sus ojos color azul oscuro invadió su mente, seguida de otra de sus firmes pómulos, de su elegante corte de pelo, de la sensación de poder que emanaba de su cuerpo, un cuerpo de más de un metro noventa que sin duda llamaba la atención…
Odiaba haberlo notado.
–He venido por un asunto de trabajo. En Portsea –añadió, atenta a la reacción de su madre.
Coral alzó el rostro con brusquedad y miró a su hija con expresión atemorizada.
–¿Lo sabes?
–¿Que has vendido las tierras? ¿Que te has librado de lo que más valoraba papá? –Gemma se levantó del taburete en que estaba sentada y apoyó las manos en la encimera–. Por supuesto que lo sé.
–Iba… iba a decírtelo.
–¿Cuándo? ¿Cuando decidiera volver a Melbourne a construir la casa de mis sueños en esas tierras? ¿La casa que papá me ayudó a diseñar hace años? ¿La casa en que pensaba criar a mis hijos?
Era posible que lo último fuera un poco exagerado. Gemma no tenía intención de casarse, y menos aún de tener hijos, pero la devastación interior que con tanto esmero ocultaba la había impulsado a alimentar el sentido de culpabilidad de su madre.
–Siento que pienses así, pero no puedes plantarte aquí cada pocos años, quedarte un par de días y esperar conocer cada detalle de mi vida –espetó Coral.
Gemma se quedó asombrada. Tenía todo el derecho del mundo a saber lo que había pasado con las tierras de su padre, pero jamás había escuchado alzar la voz a su madre por encima de un educado murmullo.
–Solo pretendo conocer algún detalle, como, por ejemplo, por qué has tenido que vender algo que significaba tanto para mí.
De nuevo, una momentánea expresión de temor cruzó el cuidadosamente maquillado rostro de Coral antes de que se volviera con el pretexto de servir el café.
–Necesitaba el dinero –dijo en un tono apenas audible.
Gemma volvió a quedarse asombrada. Coral, que llevaba las mejores ropas, utilizaba los cosméticos más caros y comía fuera a diario… ¿necesitaba dinero?
–Supongo que estás bromeando –murmuró, arrepentida.
Quería explicar por qué significaba tanto aquello para ella; quería que su madre comprendiera por qué después de tantos viajes nunca se había sentido tan protegida y segura como en Portsea. Quería que fuera capaz de ver la vulnerabilidad que ocultaba su aspecto de chica dura, la profunda necesidad de aprobación que había mantenido oculta bajo capas y capas de aparente indiferencia.
Quería que su madre comprendiera que su rabia se debía a la pérdida de otra de las seguridades que había tenido en su infancia, más que al hecho de que no la hubiera consultado.
Abrió la boca para hablar, pero las palabras se negaron a salir. No después de tanto tiempo. No después de la falta de comprensión que mostró su madre mientras crecía. ¿Por qué iban a ser las cosas distintas ahora?
Cuando Coral se volvió a mirarla había adoptado de nuevo su habitual expresión glacial.
–Yo no cuestiono tus asuntos financieros, y me gustaría que tuvieras la misma cortesía conmigo –dijo a la vez que le entregaba una taza de café–. Puedes venir aquí cuando quieras, porque esta es tu casa, pero no voy a tolerar que me interrogues como si fuera una criminal.
Aquellas palabras irritaron a Gemma… hasta que comprendió algo. Ella valoraba su independencia, vivía su vida y no tenía que responder ante nadie, incluyendo a la madre a la que raramente visitaba. ¿Cómo se sentiría si Coral se presentara en su casa exigiendo respuestas a preguntas incómodas? Se sentiría muy molesta.
Parte de su irritación se disolvió y asintió secamente mientras se escondía tras su taza de café. Además, el daño ya estaba hecho. La tierra había sido vendida y nada podía cambiar eso. Más le valía centrarse en cosas que pudiera controlar, como asegurarse de que la empresa Devlin respetara la playa mientras construían sus monstruosas mansiones.
–Hay una llave junto al cuenco de la fruta –Coral palmeó el pelo rubio de su hija en un gesto contradictorio con su aire de sobria elegancia–. Sé que no siempre hemos estado de acuerdo, Gemma, pero me alegra que estés aquí.
Para cuando Gemma se recuperó de la conmoción y susurró un apagado «gracias», Coral ya había salido de la habitación.
RORY miró la tarjeta que sostenía en la mano. Había hecho que el investigador privado de la compañía investigara a Gemma Shultz la noche anterior, después de que esta le entregara su tarjeta antes de salir del baile como una reina.
Debía admitir que los resultados de la investigación lo habían sorprendido tanto como la mujer en cuestión la noche anterior. No se trataba de una chiflada perteneciente a algún grupo de presión empeñado en retrasar su proyecto, o, peor aún, en arruinarlo.
Repasó de nuevo la lista del informe: Licenciada en Ciencia Medioambiental en la Universidad de Melbourne, había pasado un año trabajando para una importante compañía de pesca, especializándose en la conservación marítima, dos años trabajando para una promotora inmobiliaria en la costa este de España, y los últimos años trabajando por cuenta propia para compañías especializadas en construcciones marítimas comprometidas con el ahorro de energía y la protección del planeta.
Impresionante.
Ni un solo escándalo en el conjunto; ni se había arrojado ante una excavadora, ni se había encadenado a un árbol, ni la habían detenido por hacer pintadas, o por rociar de spray a las viandantes con abrigos de pieles.
Afortunadamente. Ya era bastante malo que lo hubiera chantajeado para conseguir aquella entrevista. Lo último que necesitaba en aquellos momentos era mala publicidad. Su padre ya había hecho bastante publicidad cuando estaba a cargo y las revistas de cotilleo no paraban de fotografiarlo con un constante desfile de bellas mujeres.
Era una lástima que Cuthbert Devlin, Bert para sus amigos, hubiera estado más centrado en despilfarrar dinero que en dirigir la compañía que le habían confiado. Rory se estremeció al pensar en lo que habría pasado si Bert no hubiera renunciado a su puesto para perseguir a alguna modelo por Europa. La empresa se habría arruinado y los esfuerzos de su abuelo por erigirla de la nada habrían sido en vano. Y aquello para lo que él se había preparado desde su adolescencia no habría llegado a cumplirse.
Aún no entendía por qué Bishop Devlin había entregado las riendas de la empresa a su recalcitrante hijo, sobre todo después de la de tiempo que él llevaba preparándose para el trabajo. Hasta que su abuelo le había explicado que necesitaba dar a Bert la oportunidad de demostrar su valía, de comprobar de qué pasta estaba hecho realmente.
Rory quería a su padre, con sus defectos y todo, pero no entendía que alguien quisiera pasar de la oportunidad única de dirigir una empresa importante. Por una parte, se alegró de que su padre hubiera desaprovechado su oportunidad, pues así él había tenido la suya. Y ahora que dirigía la empresa, no pensaba permitir que nada se interpusiera en su camino… incluyendo una descarada e inteligente científica medioambiental con agua de mar en las venas.
El intercomunicador que había en su mesa sonó y pulsó el botón.
–¿Sí, Denise?
–Gemma Shultz está aquí.
–Que pase.
Rory dejó la tarjeta en el dossier antes de cerrarlo. Armado con más información que la noche anterior, estaba preparado para mantener la confrontación en sus términos. O al menos eso creyó hasta que la puerta se abrió y ella entró en el despacho.
Su cuerpo se contrajo inexplicablemente al verla con un traje negro de chaqueta y pantalón y una sencilla blusa blanca debajo. Pero no había nada sencillo en su forma de llevarlo. Los dos botones superiores de la camisa estaban desabrochados, revelando un precioso escote, y los ceñidos pantalones acentuaban la longitud de sus piernas. Piernas que terminaban con sus pies encajados en unas botas de trabajo.
¿Y qué era aquello que colgaba de sus orejas? ¿Delfines? ¿Ballenas? Aquellos pendientes baratos de bronce bruñido no hacían nada por mejorar su sencillo atuendo.
A pesar de sí mismo, sonrió divertido. No había duda de que Gemma Shultz era alguien original. Vestía un traje peculiar, no iba maquillada y llevaba unos zapatos feos y unos pendientes horrorosos. Sin embargo, lo intrigaba.
No podía entender por qué. ¿Qué tenía aquella mujer que le hacía sentirse tan irritable?
–Volvemos a vernos.
En lugar de ofrecerle la mano, Gemma volvió a sorprender a Rory quitándose la chaqueta y dejándola en el respaldo de la silla antes de sentarse con tanta naturalidad como si estuviera en su casa. Rory tuvo que apretar los puños para no pedirle que se la pusiera de nuevo, de manera que no se viera obligado a ver el débil trazo de un sujetador de encaje bajo el algodón semitransparente de su blusa.
Molesto con su propia reacción, decidió no concederle más de cinco minutos. Cuanto antes se librara de ella, antes podría volver a centrarse en su trabajo.
–Teniendo en cuenta las tácticas que empleó anoche, no me ha dado más opción.
Una ufana sonrisa curvó los labios de Gemma y, en aquel mismo instante, Rory supo que, pasara lo que pasase con la entrevista, Gemma Shultz podía convertirse en la pesadilla de su existencia si se lo permitía.
–Temía que no fuera a concederme la entrevista que me había prometido.
–Siempre mantengo mis promesas.
Reconociendo su actitud defensiva, Rory se cruzó de brazos. Los descruzó de inmediato, pero entonces tuvo que reprimir el impulso de alargar una mano hasta el pelo de Gemma Shultz para comprobar si era tan sedoso como parecía.
¿Pero qué le pasaba?
Aquella no se parecía nada a las mujeres con las que solía salir, que ni muertas se habrían puesto un traje barato y unas botas de trabajo, mujeres que llevaban pendientes de diamantes, no de cobre. ¿A qué vendría aquella absurda atracción?
–Sus quince minutos han quedado reducidos a diez. Empiece a hablar.
Sin inmutarse, Gemma señaló el ordenador.
–Estoy segura de que a estas alturas ya me habrá investigado y tendrá un montón de información sobre mí, así que, ¿qué le parece si nos saltamos las formalidades y vamos al grano?
Intrigado por su desparpajo, Rory asintió.
–¿Y cuál es el grano?
–Quiero que me contrate para el proyecto Portsea.
–Y yo quiero comprar la isla vecina a la de Richard Branson… pero no siempre conseguimos lo que queremos.
Gemma entrecerró los ojos ante aquel frívolo comentario.
–Soy la mejor en el negocio. Deme un mes y me aseguraré de que cada casa que construya sea eficientemente energética y a la vez respete el entorno y la playa.
–Ya tengo asesores especializados para revisar el proyecto…
–Aficionados –Gemma se inclinó hacia delante y apoyó las manos en el escritorio, de manera que sus tentadores pechos quedaron a la altura de la mirada de Rory–. Usted es un hombre listo. Sabe que en el negocio de la construcción lo que cuenta es el último dólar. ¿La playa? Es lo último en su lista de prioridades. Por eso me necesita. Yo incorporo conocimiento científico al sentido común medioambiental –se irguió y se encogió de hombros–. Soy especialista en el campo marino. Haría una estupidez no contratándome.
Después del desastre público que había hecho su padre con el proyecto Port Douglas, Rory no soportaba que lo vieran como un estúpido. Se levantó tan rápido que el respaldo de su silla golpeó el armario que tenía detrás a la vez que se inclinaba sobre su escritorio hasta quedar a una distancia en que le habría sido posible echar mano del cuello de Gemma.
–Le aseguro que no soy ningún estúpido, señorita Shultz. Ya ha dicho lo que tenía que decir. Ahora, váyase, por favor.
Al ver que Gemma seguía sin inmutarse, Rory no pudo evitar que su admiración aumentara.
–No hasta que me haya entrevistado –Gemma se sentó, cruzó las piernas y enlazó sus manos en torno a una rodilla–. Me prometió una entrevista, así que empiece a hacer preguntas.
Asombrado por su audacia, Rory movió la cabeza.
–Puedo llamar a seguridad.
–Pero no lo hará. Yo también me he ocupado de investigar.
Usted es nuevo en este trabajo. Quiere lo mejor para la empresa Devlin. Dejémonos de cháchara y utilicemos los minutos que me quedan.
Rory se llevó una mano a la frente. Empezaba a tener dolor de cabeza. De acuerdo, le seguiría la corriente. Jugaría su juego los cinco minutos que quedaban y luego se libraría de ella definitivamente.
–¿Por qué no me explica en primer lugar por qué una experta y solicitada experta medioambiental que ha viajado por todo el mundo quiere trabajar para un proyecto de la empresa Devlin?
–Me gusta la diversificación. No me importa el tamaño del proyecto sino el impacto que pueda ejercer sobre el entorno. El proyecto Portsea ha atraído mi atención por ese motivo –los ojos de Gemma brillaron con inesperado fervor a la vez que movía las manos para puntuar sus palabras. Portsea es un lugar precioso. Las playas que hay a lo largo de la península Mornington son especiales. No se puede llevar adelante un proyecto inmobiliario y limitarse a esperar que todo salga bien…
–Mi empresa no se limita a «esperar» que las cosas salgan bien –replicó Rory, molesto–. Cuando asumimos un proyecto de esta magnitud hacemos minuciosos estudios medioambientales…
–Estudios realizados por asesores. Ya lo ha dicho antes.
Rory se quedó patidifuso por segunda vez en veinticuatro horas.
–No pretendo mancillar el nombre de su empresa. Lo único que le pido son cuarenta y ocho horas para ir al emplazamiento de las obras, sacar mis conclusiones y presentárselas.
–¿Eso es todo?
Gemma ignoró el tono sarcástico de Rory.
–Le prometo que no se arrepentirá.
–Ya me estoy arrepintiendo –murmuró Rory, pensando que debía haberse vuelto loco para plantearse ceder a sus demandas.
Pero había algo en lo que había dicho Gemma Shultz que parecía cierto: había contratado a asesores que habían trabajado previamente para su padre, y aunque no podía poner peros a sus estudios, debía reconocer que el impacto medioambiental no era precisamente su fuerte.
Tenía a una experta en aquel campo sentada frente a él, ofreciéndole sus servicios por dos días. Desde el punto de vista de los negocios, sería una tontería pasar de aquella oportunidad.
–¿Qué me dice? –Gemma alzó dos dedos–. Lo único que le pido son dos días.
–Si acepto… –al ver que Gemma sonreía de oreja a oreja, Rory alzó una mano para frenarla–… y ese «si» es un gran «si»… ¿cuánto me cobrará?
Gemma se inclinó hacia delante como para decirle un secreto.
–¿A usted? Nada.
Rory se echó atrás en el asiento. Sabía desde muy joven que cuando algo parecía demasiado bueno como para ser cierto, lo era.
–¿Cuál es la contrapartida?
Gemma se encogió de hombros.
–No hay contrapartida.
Rory captó un destello de incertidumbre en la mirada de Gemma, que además se había puesto a toquetear uno de sus pendientes.
–Este es el trato: si me explica por qué es tan importante esto para usted, la daré esos dos días.
Gemma se puso pálida y Rory casi se sintió culpable por haberla puesto en aquella situación.
Gemma permaneció un momento indecisa, pero finalmente se dejó caer contra el respaldo de su asiento y suspiró.
–Mi familia era dueña de esas tierras.
–Se la compramos a la fundación Karl –aclaró Rory.
Gemma se mordió el labio. Su repentina vulnerabilidad estaba debilitando los gruesos muros que Rory había erigido en torno a su corazón. No porque le hubieran ido mal las cosas en alguna relación, sino porque no tenía el tiempo ni la inclinación para mantener relaciones serias.
Salía a menudo con mujeres, pero una cosa era salir y otra implicarse en una verdadera relación. La empresa Devlin era su único amor, y con eso le bastaba.
–Karl Shultz era mi padre. Esa tierra había pertenecido durante muchas generaciones a su familia. Significaba mucho para nosotros… para él.
Aquello era todo lo que Rory necesitaba saber. Aquellas tierras tenían un valor personal para ella, lo que le hizo preguntarse por qué había permitido que las vendieran. Probablemente por necesidad, pero no era asunto suyo entrar en el terreno personal.
–Comprendo. Esas tierras significan algo para usted y quiere asegurarse de que sean bien tratadas.
La renuencia de Gemma a profundizar en el tema se hizo evidente.
–Algo así –se limitó a decir.
Pero Rory ya había escuchado suficiente.
–Me gustan las cosas claras, señorita Shultz, y valoro la sinceridad. Sobre todo en los negocios –dijo a la vez que le ofrecía su mano–. Tiene cuarenta y ocho horas para hacer su trabajo.
La radiante sonrisa que le dedicó Gemma le produjo una agradable sensación con la que no estaba familiarizado.
–Gracias. No se arrepentirá.
Cuando Gemma tomó su mano y le rozó la palma con sus curtidos dedos, Rory experimentó una especie de descarga eléctrica.
–Y llámame Gemma –añadió ella–. Tengo la sensación de que vamos a vernos a menudo antes de que el proyecto esté acabado.
Rory abrió la boca para corregirla, para reiterar que solo iban a ser dos días, pero cuando Gemma volvió a sonreírle como si acabara de tocarle la lotería, no pudo evitar pensar que, tal vez, no sería tan mala idea volver a verla.
GEMMA frunció el ceño cuando salió del ascensor al sofisticado vestíbulo del edificio en que tenía sus oficinas la empresa Devlin. Al pesar del sol que lucía en el exterior, el lugar estaba iluminado como un árbol de Navidad, y seguro que no apagaban las luces de noche. ¡Qué malgasto de electricidad!
Por no mencionar los innumerables folletos amontonados en mesas estratégicamente situadas. Normalmente no servían para nada, pero había hecho falta talar varios árboles para hacerlos.
Cuando terminara con el asunto de Portsea, existía la posibilidad de que Rory le dejara supervisar sus proyectos. Aunque, teniendo en cuenta su expresión de desconcierto cada vez que la tenía cerca, lo dudaba.
No le había sorprendido que Rory Devlin la hubiera hecho investigar antes de recibirla. No esperaba menos de un empresario de su posición, pero la había sorprendido con su intuición. Había captado rápidamente que aquellas tierras le importaban por motivos personales, y no le había dejado otra opción que hablar claro sobre los motivos por los que quería implicarse en el proyecto. Pero en lugar de criticarla había captado una expresión comprensiva en sus perspicaces ojos azules. Sorprendentemente, parecía haberla entendido. Aquello había hecho que le gustara un poco. Lo suficiente como para preguntarse por qué un hombre como él, rico, atractivo y con poco más de treinta años, no estaba casado, o, al menos, comprometido.
Cuando lo había investigado a través de Internet, porque ella también había hecho sus deberes, se había sorprendido al encontrar relativamente pocos artículos en las columnas de cotilleos sobre él y las elegantes mujeres que solían acompañarlo. Para ser dueño de la promotora inmobiliaria de lujo más grande de Australia, esperaba haber encontrado algo más. Interesante.
Cuando salió a la ajetreada Collins Street, donde todo el mundo parecía tener prisa para acudir a algún sitio, se tomó su tiempo para echar un vistazo a su alrededor. Hacía años que no paseaba por su ciudad de origen. Normalmente acudía allí a trabajar, y solo solía quedarle tiempo extra para hacer una rápida visita a su madre.
Por mucho que amara los preciosos jardines de Melbourne, sus tranvías, su cultura de los cafés, nunca se había sentido realmente cómoda allí. Asistir a un instituto privado para chicas había exacerbado sus sentimientos de desarraigo. Tuvo muy pocas amigas desde que sus compañeras descubrieron que le gustaba más el windsurf, la escalada y las acampadas, que los cotilleos, la manicura y el maquillaje. Simuló que le daba igual el rechazo y, afortunadamente, podía refugiarse en Portsea los fines de semana pero, tras la muerte de su padre, y el consecuente deterioro de la relación con su madre, su inseguridad había aumentado y había acabado por sentirse emocionalmente apartada de todo el mundo.
Aprendió a ocultar sus emociones y mostrar un exterior indiferente ante el mundo, exterior que le había servido para mantenerse firme ante la intimidatoria presencia de Rory Devlin. Tenía completa confianza en sus habilidades y sabía que cuando escuchara su informe la contrataría.
Además, creía haber captado en él un punto débil. Había visto cómo se había suavizado su expresión cuando le había mencionado que su familia había sido dueña de las tierras destinadas al proyecto Portsea. ¿Quién hubiera dicho que aquel hombre tenía un corazón? Aquello lo humanizaba, y eso no le gustaba. No quería que aquello se sumara a su atractivo. Él solo era un medio para conseguir un fin.
El hecho de llevar meses sin tener una cita debía ser la causa de que se hubiera fijado en sus preciosos ojos y en sus labios, que habrían hecho fantasear hasta a una monja.
Pero no le convenía pensar en aquellos términos. No le convenía en absoluto.