Pasión en la India - Nicola Marsh - E-Book
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Pasión en la India E-Book

NICOLA MARSH

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Beschreibung

Jazmin Infiel 5 Decidida a olvidar la infidelidad de su difunto marido y recuperar la confianza en sí misma, Tamara Rayne se marchó a la India para hacer el viaje de su vida. El amor no estaba incluido en el itinerario, así que apenas se dio cuenta de que Ethan Brooks se subía al tren.El inconformista empresario había deseado a Tamara desde que la conoció, pero nunca se había acercado a ella porque era la mujer de su socio. Ahora, bajo el brillante sol de la India, Ethan decidió que ya había esperado demasiado.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2009 Nicola Marsh

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión en la India, n.º 5 - diciembre 2022

Título original: A Trip with the Tycoon

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-020-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LOS tacones de aguja de Tamara Rayne sonaron impacientes contra los adoquines mientras caminaba hacia el Ambrosía, el restaurante más moderno de Melbourne, una delicia para los gourmets y el lugar donde trataba de reconducir su vida.

Sus botas favoritas, charol con tacones descomunales, poco prácticas pero preciosas, nunca le fallaban a la hora de invocar a su apellido y las gotas estallaban contra el suelo y golpeaban contra ella como agujas caídas desde el cielo.

Con los brazos cargados y sin paraguas, necesitaba un mítico caballero de brillante armadura. Había pensado que lo había tenido alguna vez en Richard. ¡Qué equivocada estaba!

Conteniendo las lágrimas, empujó la puerta del Ambrosía y casi chocó con su caballero.

Más bien un pirata, en realidad, un pirata corpulento con su traje de diseño, el pelo mojado por la lluvia, pícaros ojos azules y una diabólica sonrisa.

–¿Necesitas ayuda?

Definitivamente diabólico, y acostumbrado a provocar un gran efecto en las mujeres.

–Has vuelto.

–¿Me has echado de menos?

–Apenas.

No había querido parecer tan fría, pero qué estaba haciendo él, ¿flirtear? Apenas lo conocía, lo había visto tres veces en el último año y por necesidad, ¿de dónde esa familiaridad?

–Vaya –dijo él encogiéndose de hombros–. ¿Quieres que te ayude con eso?

–Sí, gracias –dijo deseando soltar la carga y salir corriendo.

–¿Qué llevas aquí? –preguntó quitándole el bolso que le colgaba del brazo–. ¿Ladrillos para el horno tandoor que he encargado?

–Casi pesa lo mismo.

Tartamudeó ligeramente y tragó saliva, dos veces. Había sido la mención del horno lo que lo había provocado.

A su madre le había encantado el pollo tandoori, había troceado el pollo para permitir que las especias y el yogur penetraran en él, había hecho brochetas laboriosamente con los trozos antes de meterlos en el horno, mientras se lamentaba de la pérdida de su auténtico horno dejado atrás en Goa.

Su madre había añorado tanto su tierra, a pesar de haber vivido en Melbourne los últimos treinta años. Ésa había sido la razón por la que habían planeado hacer ese viaje tan especial juntas: un viaje de vuelta para su madre, un viaje para abrir los ojos de Tamara a una cultura que no había conocido a pesar de que la sangre hindú corría por sus venas.

Gracias a Richard, el viaje nunca había llegado a hacerse. Mientras tanto su madre había muerto tres años antes y ella había conseguido llegar a un acuerdo con su dolor, pero jamás le había perdonado haberle robado esa preciosa experiencia.

En ese momento, más que nunca, necesitaba a su madre, la echaba de menos. Khushi habría sido su única aliada, habría sido la única a la que habría confiado la verdad sobre Richard y la habría ayudado a recuperar su identidad, su vida.

Las lágrimas amargas inundaron sus ojos y miró por encima del hombro de Ethan concentrándose en algo que no fuera la curiosidad que había en su mirada.

–¿Puedes sujetar el resto? Me duelen los brazos.

Sabía que él no la presionaría, que no preguntaría qué le pasaba.

No había presionado cuando había afrontado el galimatías legal del restaurante tras la muerte de Richard. Tampoco había presionado cuando se había acercado a él seis meses atrás para utilizar el Ambrosía para relanzar su carrera.

En lugar de eso, había emprendido un largo viaje de negocios y se había mantenido tan distante como siempre. Hubo una época en que había creído que ella le disgustaba, tal era su distancia cuando aparecía.

Pero no había perdido el tiempo en averiguarlo. Era amigo de Richard y ésa era la única razón que necesitaba ella para mantener la distancia. Ethan, como el resto del mundo, pensaba que Richard era estupendo: el mejor cocinero, el mejor artista, la mejor persona.

Si supieran.

–Claro –dijo él quitándole la carga y abriendo la puerta–. ¿Entras?

No necesitó que se lo dijera dos veces y entró en el único lugar que en esos días consideraba su hogar. Ambrosía: el alimento de los dioses. Más bien alimento para su alma.

Se había convertido en su refugio, su puerto seguro. Una locura considerando que Richard había sido propietario de una parte y su cocinero desde la inauguración. Allí se habían conocido cuando ella había ido a hacer la crítica del último restaurante de Melbourne.

Sólo por eso debería odiar el lugar.

Pero la calidez de la bienvenida del Ambrosía, con sus armarios de roble color miel, la chimenea de ladrillo y sus sillones, la habían atraído allí cada lunes de los últimos seis meses. Además, servían el mejor chocolate caliente a ese lado del Yarra y no podía mantenerse alejada.

Mientras dejaba la poca carga que le quedaba en una mesa y se frotaba los brazos, su mirada se detuvo en el enigmático hombre que la había ayudado y en ese momento acercaba una cerilla encendida a la leña de la chimenea. ¿Qué estaba haciendo allí?

Por lo que sabía, Ethan era más impredecible que la brisa de primavera de Melbourne. Sus empleados disfrutaban trabajando allí, pero nunca sabían cuándo aparecería el imperturbable y despiadado hombre de negocios.

Había disfrutado de tener el sitio para ella los últimos seis meses. Sólo se había sentido incómoda las pocas veces que había estado Ethan.

Había algo en él… una frialdad subyacente, una vena de dureza, una casi palpable electricidad que zumbaba y chisporroteaba y que hablaba de un hombre al mando, un hombre en lo más alto y que pretendía quedarse ahí.

Se irguió y ella apartó rápidamente la mirada, sorprendida de descubrir que se había estado fijando en una parte de su anatomía que no tenía derecho a apreciar.

Nunca había hecho eso: fijarse en él como hombre. Era el socio de Richard, alguien que siempre había mantenido una distancia amable con ella las pocas veces que sus caminos se habían cruzado. Entonces, ¿por qué ese rubor y esa sensación de culpa?

Había pasado un año desde la muerte de Richard, dos sin que la tocara un hombre, lo que explicaba bastante su errante mirada. Podía estar interiormente entumecida, anestesiada emocionalmente, pero no estaba muerta y cualquier mujer se habría fijado en las impresionantes nalgas de Ethan.

–Te traeré algo de beber, ¿me vas a decir qué llevas en las bolsas?

Si quitó el abrigo y lo colgó del respaldo de una silla. No quería decírselo, no quería mostrarle la culminación de un año de trabajo.

Había ido allí buscando privacidad, inspiración, y que estuviera él lo vivía como una intrusión. Algo ridículo si consideraba que era dueño del sitio y podía ir cuando quisiera.

–Mataría por un chocolate caliente, gracias.

–Ahora mismo.

Miró las bolsas antes de volver a mirarla a ella retador.

–No desistiré hasta que sepa lo que hay ahí, así que ¿por qué no me lo dices?

La miró fijamente con el gesto de alguien acostumbrado a conseguir lo que quería.

Sintió ganas de responderle «métete en tus cosas», pero él le había dado la oportunidad de relanzar su carrera utilizando aquel sitio y debía ser civilizada.

–Si lo rodeas de dulces de malvavisco, te lo enseñaré.

–Ahora mismo.

Con una ligera inclinación y un guiño en los ojos, se dirigió al bar.

Ah… el pirata estaba en plena forma. Pavoneándose y lleno de bravuconería. Ella era inmune, por supuesto, pero por un segundo le gustó ser la receptora de ese legendario encanto.

Mientras se dirigía a la máquina de café tras la barra, ella se dejó caer en una silla y estiró las piernas. Le encantaban esas botas, pero sólo provocaban problemas con el tiempo. Al sentarse su espalda y piernas protestaron, aunque eso podía tener más que ver con las diez toneladas que había arrastrado por la calle, pero no tenía elección. Tenía su futuro en las manos, literalmente, y, a pesar de que su estómago le decía que estaba preparada, no haría daño escuchar la opinión de Ethan. Si había alguien que conocía ese negocio por dentro, era él.

–Aquí tienes. Un chocolate caliente con doble de malvavisco.

Dejó la taza delante de ella y un café delante de él. Se sentó en una silla frente a ella y la miró con una sonrisa.

–He cumplido mi parte del trato, así que ¿qué hay ahí?

–No se puede pensar sin haber bebido antes un poco de chocolate.

Olió el aromático chocolate, disfrutó de su calor en las palmas de las manos y, cerrando los ojos, bebió un buen sorbo.

Ethan hizo un extraño sonido y ella abrió los ojos para encontrarse con una mirada que la confundió.

–Un sorbo, ya está –señaló una bolsa–. Y ahora, veamos…

–Los hombres de negocios sois todos iguales. Demasiado impacientes –dejó el chocolate en la mesa y abrió la primera bolsa para sacar un archivador.

–¿Qué es eso? –preguntó él inclinando la cabeza para leer el lomo.

–Una lista de todos los restaurantes de Melbourne. El trabajo que he estado haciendo los últimos seis meses.

Sintió un nudo en el estómago mientras él miraba el archivador que era su futuro.

–Estoy lista.

En los ojos de él brilló la comprensión y ella se preguntó cómo podía hacerlo. Le había leído la mente y Richard jamás había sido capaz de saber lo que pensaba a pesar de tres años de matrimonio. Claro, que, a lo mejor, ni siquiera le había importado.

–¿Vas a volver al trabajo?

–Ajá. Gracias a los maravillosos platos de tu cocinero y a que me ha dejado volver a la crítica, creo que por fin estoy preparada –se mordió el labio inferior preocupada hasta que le llegó el sabor del brillo que se había puesto esa mañana–. ¿Crees que estoy loca?

–¿Loca? Creo que es brillante. Justo lo que necesitabas, algo en lo que centrarte, apartar la cabeza de la pérdida de Richard.

Aborrecía la lástima en sus ojos, aborrecía tener que seguir fingiendo el dolor, hacer como que le importaba.

No le importaba. No desde el primer incidente a los cuatro meses de casarse cuando su marido le había ofrecido una aterradora visión de su futuro.

Había pensado que Richard era la clase de hombre que nunca la decepcionaría, la clase de hombre que la mantendría a salvo, que le daría lo que siempre había deseado: estabilidad, seguridad… algo que no había tenido desde que su padre había muerto cuando ella tenía diez años.

Pero Richard no había sido ese hombre y, por los elogios de su adorado público y compañeros de trabajo, ella era la única que conocía la verdad.

Richard Downey, estrella de la cocina australiana, había sido un canalla sin paliativos. Y era en momentos como ése, cuando tenía que fingir delante de sus colegas, que sentía que la furia la consumía.

Si no hubiera muerto de un ataque al corazón, habría estado tentada de matarlo ella misma por lo que le había hecho pasar, y lo que había descubierto tras su muerte.

–Esto no tiene nada que ver con Richard, lo hago por mí.

Destilaba amargura como un torrente y cerró la boca. Ethan no se merecía soportar el resentimiento que sentía hacia Richard. Ya había perdido ella bastante tiempo analizándose y autoflagelándose y alimentando su rabia. Eso era a lo que había dedicado su último año, tras la muerte de Richard… Especulando sobre un montón de «y si…» sin sentido.

¿Qué habría pasado si hubiera sabido del asunto? ¿Qué habría pasado si ella se hubiese plantado en lugar de mantener las apariencias? ¿Qué habría pasado si hubiera viajado a la India con su madre la primera vez que se lo había pedido? ¿Habría cambiado su vida a mejor alguna de esas cosas?

–No quería reavivar ningún dolor.

–No es culpa tuya –sacudió la cabeza–. Es que no quiero pensar en ello todos los días.

Él le buscó la mirada para… ¿qué? ¿Confirmar que ya no sentía dolor, confirmar que no tenía el corazón roto y podía volver al trabajo después de pasar los últimos años haciendo de compañera de un hombre al que ella no le importaba nada?

Lo que vio en los ojos de ella fue especulación.

–Deberías alejarte. Descansar antes de meterte de nuevo por completo en la carrera. Te lo dice un auténtico adicto al trabajo: una vez que empieces no tendrás ni un minuto para ti.

Abrió la boca para protestar, para decirle que era un auténtico extraño para darle consejos, pero él le apoyó un dedo en los labios. El impacto de esa sencilla acción le llegó a los pies.

–Sólo una cosa. Después de verte hace seis meses y verte ahora, has salido adelante considerablemente bien si pensamos por lo que has pasado. Pero ha llegado el momento.

–¿De qué?

–De tener tiempo para ti. De dejar a un lado el dolor. De seguir adelante –apiló las carpetas que tenía delante en la mesa–. Por lo que he oído eres una crítica buenísima, una de las mejores de Melbourne. Pero sinceramente, tal y como te veo ahora, las lágrimas que aparecen cuando hago un simple comentario sobre un horno, lo que dices de pensar en Rich todos los días, un trabajo fijo creo que sería muy duro. Serías incapaz de notar la diferencia entre un entrecot y un filete de avestruz, y mucho menos de escribir sobre ello.

Debería odiarlo por lo que acababa de decirle. Dolía, pero la verdad lo hacía con frecuencia.

–¿Has terminado?

Sabía que era lo que no había que decirle a un tipo como él, parecía un reto.

–No por mucho tiempo.

Antes de que pudiera parpadear, acercó su boca y capturó la de ella, un diabólico beso que volvió a la vida a su cuerpo, incendiándolo de un modo que no había soñado que fuera posible. Ardía mientras él incrementaba la presión en los labios buscando una respuesta que ella no podía dar si pensaba con claridad.

Pero no pensaba con claridad, no podía hacerlo desde el instante en que sus labios habían rozado los suyos y, antes de poder meditarlo, racionalizarlo, le devolvió el beso con la pasión de un ego que ansiaba atención. Le latió el corazón lleno de felicidad antes de que las consecuencias de su forma de actuar cayeran sobre ella como la ola de un maremoto.

Ethan, el afamado playboy, el amigo de Richard, un tipo al que apenas conocía, la había besado.

Y ella le había dejado.

El frío le congeló hasta los huesos mientras apartaba la boca de él y lo miraba horrorizada.

No podía hablar, formar las palabras para expresar su furia con él.

Aunque su ira estaba fuera de lugar y lo sabía. Estaba furiosa consigo misma por responder, peor, por disfrutar.

–No esperes que me disculpe –sus ojos brillaban de deseo y ella se estremeció–. Esto debería enseñarte que eres una vibrante mujer que tiene que volver a vivir. Deberías empezar por hacer algo que siempre hayas querido hacer antes de volver al trabajo.

Tenía sentido, maldición, en lo del beso y en lo demás. Aún temblaba por el impacto de sus labios y su asombrosa respuesta. Si antes ya le había dado vueltas a la idea de hacer un viaje, él había hecho volar por los aires sus dudas.

Tenía que irse, salir del Ambrosía para que verlo en el futuro no fuera mortificante.

–No puedo creer lo que acabas de hacer –dijo ella sacudiendo la cabeza.

Él se encogió de hombros, se apoyó en el respaldo y cruzó las piernas.

–Mucha gente no puede creer muchas de las cosas que hago. Hablemos de ese viaje.

–No –dijo ella molesta por su persistencia.

Ella ya había pensado en un viaje. El viaje que había pensado hacer con su madre. El itinerario que habían planeado estaba guardado en una caja de música en su casa, una que le había regalado su padre a los tres años, la que tenía la melodía que siempre le hacía llorar.

Había contemplado hacer el viaje ella sola un par de segundos antes de abandonar la idea. El viaje habría sido emocionante con su madre a su lado, pero sin ella…

–Piensa en el sol, la arena, las olas. Algún sitio cálido, tropical, lo contrario de la borrascosa Melbourne en este momento.

La India sería perfecta en todos los sentidos. Animada por la idea de escapar, trasteó con una de las carpetas preguntándose si el folleto aún estaría allí. Había cientos de cosas que ver cuando había planeado el viaje, desde las murallas de Jodhpur, hasta el Parque Nacional de Ranthambore. El santuario de la vida salvaje de la India, donde ver a los majestuosos tigres.

Lo había guardado en algún sitio, lejos de la vista de Richard desde el momento en que había expresado su disgusto por perderla de vista. Recordó los libros y las revistas que había mirado.

De pronto deseó encontrar alguna, quería comprobar si quedaba en ella algún resto de la emoción que había sentido entonces.

Metió los dedos en un bolsillo de una de las carpetas y casi gritó de júbilo al sacar un brillante folleto del Taj Mahal.

–Eres uno de esos tipos molestos y persistentes que no abandonan, así que toma. Echa un vistazo –le tendió el folleto.

–¿La India? –abrió mucho los ojos.

–Planeé ir hace unos años, pero nunca llegó a suceder –miró el folleto cautivada.

Debería haber tirado todo eso hacía años, pero tenía la sensación de que mientras lo conservara la promesa que había hecho a su madre seguiría siendo real, su espíritu seguía vivo.

Cada vez que se encontraba con uno de los folletos sentía una conexión con su madre, recordaba el día en que se los había llevado con ocasión de su sesenta cumpleaños. Los había estado mirando durante un festín de picante y curry. Habían reído, llorado. Se habían abrazado y dado saltos como dos niñas emocionadas por su primera excursión.

Había querido explorar la parte de su historia de la que conocía tan poco. Hacer ese viaje especial con su madre.

Richard había desaprobado ese sueño y, en ese momento, ya no sería lo mismo sin su madre.

–Supongo que debería contemplar todas las opciones primero.

Jugueteó con el folleto, dobló las esquinas en triángulos diminutos, ausente, volviendo luego a alisarlo.

–Ajá –chasqueó los dedos–. Vas a hacer el viaje.

Lo miró sorprendida por su absoluta convicción y después dijo con un nudo en la garganta:

–No puedo.

Encontraría otro destino, cualquier sitio donde no se viera asaltada por los recuerdos y la añoranza de su madre.

–Puedes –golpeó con el dedo el folleto–. Aclárate la cabeza, empieza de nuevo.

Ella sacudió la cabeza y el pelo le cubrió el rostro.

–No puedo hacer sola este viaje. Había planeado hacerlo con mi madre. Era su viaje… –se le quebró la voz y se volvió a mirar el fuego.

–No irás sola.

Se colocó detrás de ella, el calor que irradiaba superaba ampliamente al del fuego.

Dio unos pasos para colocarse delante de ella, la miró con intensidad, las motas índigo de sus ojos brillaban a la luz de las llamas.

–No irás sola porque yo iré contigo.

–Pero…

–Nada de peros –levantó los dedos de una mano–. Voy a la India de todos modos porque quiero convencer al mejor chef de Delhi para que trabaje aquí –alzó un dedo contando–. Tú necesitas compañía –levantó el segundo dedo–. Y, por último, siempre he querido hacer el recorrido del Palacio Rodante y nuca he podido, así que me haces un favor.

–¿Cómo?

–He oído que un viaje increíble es mejor compartido con una hermosa acompañante.

¿Qué estaba haciendo? Él era la última persona con la que habría viajado, el último hombre por quien se habría dejado acompañar considerando el beso que acababa de darle y el legendario encanto con que la había obsequiado.

–Tu madre habría querido que fueras.

Oh, era muy bueno. Peor, tenía razón. Khushi habría querido que fuese a visitar Goa y la playa donde había conocido a su padre. Que hiciese un mágico viaje en tren a través del corazón de la India, que visitara el Taj Mahal, algo que su madre había anhelado toda la vida.

Quería redescubrir su identidad. Quizá una conexión con su pasado fuera el mejor modo de hacerlo.

Asombrada por su segundo impulso en pocos minutos, aunque había decidido ignorar el primero: una loca respuesta a su beso, apoyó la palma de la mano en el folleto y dijo:

–Tienes razón. Voy a hacer el viaje.

Lo miró fijamente y el labio inferior le tembló por la enormidad de lo que contemplaba.

–Estupendo. Vamos…

–Voy a hacer el viaje. Sola.

–Pero…

–Apenas te conozco –dijo aterrorizada por lo que el beso le había hecho sentir.

Era evidente que le había dado una idea errónea de ella. ¿Qué clase de tipo pasaba de una respuesta fría a un beso y a plantear un viaje semejante?

Quizá se estaba pasando, interpretando más de lo que había en su mirada azul como el mar y su seductora sonrisa.

–Eso es para lo que sirve el viaje –se inclinó y llenó su espacio con su potente masculinidad–. Un montón de tiempo para conocernos.

No lo había imaginado, ¡estaba flirteando con ella!

Le dedicó una mirada que habría apagado el fuego que tenía detrás y se volvió hacia la mesa. Se levantó y se puso el abrigo.

–Gracias por la oferta, pero me gusta viajar sola –cuando él fue a decir algo, alzó una mano y añadió–. Me gustan las cosas como están –antes de que pudiera protestar, se colgó el bolso del hombro y señaló las carpetas–. Mañana vendré por todo esto.

Él la siguió con la mirada hasta la puerta y ella supo que iba a decir la última palabra.

–Viajar solo está sobrevalorado.

Desde la puerta lo miró por encima del hombro.

–Alguien como tú debe pensar así.

En lugar de molestarlo, una sonrisa de triunfo le iluminó el rostro como si le hubiera hecho un cumplido.

–Después de los negocios, salir con alguien es lo que hago mejor, así que supongo que eso me cualifica para pasar la prueba.

–Sobrecualifica, por lo que he oído.

Su sonrisa se ensanchó mientras ella mentalmente se llevó una mano a la boca.

¿Qué hacía discutiendo su vida privada? A ella no le importaba y no era justo después de que él le había dejado usar el Ambrosía como base desde la que relanzar su carrera.

Apoyado en la barra parecía más un pirata que nunca, sólo le faltaba el parche en el ojo.

–¿Estás segura de que no quieres que te siga?

–Positivo.

Se marchó satisfecha por el sonido de la puerta al cerrarse.

¿Un viaje con un pirata playboy como Ethan Brooks?

Mejor sería recorrer el tablón.